Joseph G y Nugent D_ Aspectos cotidianos de la formación del estado

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Gilbert M. Joseph y Daniel Nugent (compiladores) Aspectos cotidianos de la formación del estado X a revolución y la negociación del mando en el México moderno •f lACSO • Biblioteca Colección Problemas de México © Ediciones Era

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Historiadores, antropólogos y sociólogos han comenzado a reconsti­ tuir el paradigma apropiado para estudiar “el Estado". Aunque la re­ levancia de este último concepto aún es objeto de debate, muchos idealistas (como Cassirer) y materialistas (como Engels o Lenin) han defendido la importancia de este enfoque como esencia, factici- dad objetiva, fenómeno de segundo orden, espíritu, campo cultural, etcétera. Es decir, como una Cosa. Marx intenta disipar este esencia- lismo-y-reificación (cosificación), empeño en que lo siguieron Mao y Gramsci. Todo este trabajo reciente se concentra en las formas de organización social, particularmente en la organización documen­ tal, como formas deautoridady degobierno. Así, la cuestión clave es NO quién gobierna si116 cómo se efectúa ese gobierno. Esta concepción ampliada de lo pq|ítico (que abarca los rasgos políticos de todas las relaciones económicas, culturales y “privadas”) corresponde a un cambio en las prácticas dominantes -dentro de las sociedades capi­ talistas avanzadas, las formaciones capitalistas dependientes y los países socialistas- en las que términos como “ejercicio del poder” y “empresarial”se utilizan ahora de manera muy amplia.

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Gilbert M. Joseph y Daniel Nugent (compiladores)

Aspectos cotidianos de la formación del estadoX a revolución y la negociación del mando en el México moderno

• f lACSO • Biblioteca

Colección Problemas de México

©

Ediciones Era

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A 6 3 aTraducción dt Rafael Vargas, salvo para el prólogo, traducción de Palón; a Villegas, y el e isayo de Gilbert M. Joseph (pp. 143-74), que tradujo Ramón Vera.

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Revolution and the Negotiation o f Ride in M odem Mexico D uke University Press, D u rh am y L o n d res , 1994

P rim e ra edición (re d u c id a ) en P rob lem as de M éxico: 2002 ISBN: 968.411.í 34.2D erech o s r e se ñ a d o s en len g u a esp añ o la © 2002, E d ic io ie s E ra, S. A. de C. V.C alle de l T rabajo 31, 14269 M éxico, D. F.Im p reso y h ech i en M éxico Printed and mrul i in Mexico

Este lib ro n o pi ed e se r fo to co p iad o , ni re p ro d u c id o total o p arc ia lm en te , p o r n in g ú n m e ' 1 i o o m éto d o , sin la au to rizac ió n p o r escrito del ed ito r.

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ÍNDICE

Prólogo a esta edición■ Gilbert M. Joseph .......•

Prólogo • • ' 5 * ;* James C. Scott

La form ación del estado • 1 is

■ Philip Corrigan u . , ......

I. PROLEGÓMENOS TEÓRICOSC ultura popular y formación del estado en el México

revolucionario■ Gilbert M. Joseph y D aniel N ugent

Armas y arcos en el paisaje revolucionario mexicano■ Alan Knight

II. ESTUDIOS EMPÍRICOSReflexiones sobre las ruinas: formas cotidianas de formación

del estado en el México decim onónico■ Florencia E. Mallon

Para repensar la movilización revolucionaria en México:Las tem poradas de turbulencia en Yucatán, 1909-1915■ Gilbert M. Joseph

Tradiciones selectivas en la reform a agraria y la lucha agraria: Cultura popular y formación del estado en el ejido de Naniiquipa, C hihuahua■ Daniel Nugent y Ana María Alonso

III. RECAPITULACIÓN TEÓRICA H egem onía y lenguaje contencioso

■ William RoseberryFormas cotidianas de form ación del estado: algunos

com entarios disidentes acerca de la “hegem onía”■ Derek Sayer

NotasBibliografía

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LA FORMACIÓN DEL ESTADO h Philip Corrigan

Historiadores, antropólogos y sociólogos han com enzado a reconsti­tuir el paradigm a apropiado para estudiar “el Estado". A unque la re­levancia de este último concepto aún es objeto de debate, m uchos idealistas (como Cassirer) y materialistas (como Engels o Lenin) han defendido la im portancia de este enfoque como esencia, factici- dad objetiva, fenóm eno de segundo orden, espíritu, campo cultural, etcétera. Es decir, como una Cosa. Marx in tenta disipar este esencia- lismo-y-reificación (cosificación), em peño en que lo siguieron Mao y Gramsci. Todo este trabajo reciente se concentra en las formas de organización social, particularm ente en la organización docum en­tal, como formas de autoridad y de gobierno. Así, la cuestión clave es NO quién gobierna si 116 cómo se efectúa ese gobierno. Esta concepción am pliada de lo pq|ítico (que abarca los rasgos políticos de todas las relaciones económicas, culturales y “privadas”) corresponde a un cambio en las prácticas dom inantes -d e n tro de las sociedades capi­talistas avanzadas, las formaciones capitalistas dependientes y los países socialistas- en las que términos como “ejercicio del p o d er” y “em presarial” se utilizan ahora de m anera muy amplia.

Este replanteam iento de la pregunta “cóm o”, de m anera que sea necesariam ente anterior a las preguntas de “por qué" y “qu ién” o “a qu ién”, ha orientado destacados estudios hacia una sociología his­tórica similar a la que Philip Abrams ha fom entado. Se correspon­de con los multiplicados desafíos y las crisis que enfren ta la legiti­midad: formas socialistas, críticas feministas, análisis antirracistas y den tro del ejercicio del poder de las formaciones capitalistas, y con el redescubrim iento de gran parte del Marx “p erd id o ” (es decir, desconocido) para aquellos que form aron parte de la Segunda y la Tercera Internacional, quienes dieron forma al marxismo tal como se vivió en los años sesenta y setenta. Aquí el énfasis cruza fronteras disciplinarias (incluyendo teoría política, además de antropología, sociología e historia, como ya se indicó) y trasciende las prácticas de “m antenim iento de lím ites” que separan a la subjetividad de la cultura, a la cultura del poder, al poder del conocim iento, al “esta­d o ” de las subjetividades.

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El argunijento (pues eso es lo que es y sigue siendo) que expli la formación del estado se desarrolla com o sigue: n inguna form a b tórica o contem poránea de gobierno puede ser en tend ida ( 1 ) los término,s de su propio régim en discursivo o repertorio de ih genes; (2) s¡in investigar la genealogía histórica, arqueología, orig (y transm ujación) de tales térm inos como formas; (3) sin una cic ciencia de ‘ la perspectiva ex terior”, como en el “aprendizaje des ‘el exterior! ”, que es tan evidente, ya sea como positividad o coi la negativic ád de las imposiciones de imperativos político-cultü les (por ejemplo, con relación a Aid o US AID); y (4) de marte que se silen lien los rasgos sexistas y racistas de la “sujeción organi: da polídcar íen te” (Abrams [1977] 1988).

Lo que e enfoque “formación del estado” prom ete es una mar ra de su p e rir (dentro del ámbito en que se enfoca) las antinom (tanto de 1 )s estudiosos marxistas como de los burgueses) eriit Represión v Consenso, Fuerza y Voluntad, Cuerpo y M ente, i cieclad y Yo.iEn suma: lo objetivo y lo subjetivo (Mao 1966). Se ais: m enta que éstos son los arquetipos disciplinados, poderosos y conocidos ¿leí racionalismo y la Ilustración. En otras palabras; vuelven visibles el patriarcado, el racismo y el clasismo como rasg constitutivo!, del dom inio (tanto precapitalista como capitalista; pitalista desarrollado y capitalista colonial, socialista de vanguardi; socialista reform ista). El ejercicio del poder se unifica con el reí: de lo “privajílo”; de hecho, parece constitutivo de esa crucial divisi* “privado”/ “jpúblico”, y las subjetividades sexualizadas (como pái ele los medios de la m odernidad) ingresan a la “política”.

Por últim o, se concentra aquí la m aterialidad de la regulac'i< m oral y la i{ loralización de la realidad material. Lo que es natuV neutral, universal -es decir, “lo Obvio”- se vuelve problemático cuestionablk Socializar a Freud y a Jung significa psicologizar Marx (por [ejemplo, Reich, entre los teóricos políticos más di;: tendidos del siglo xx). Las cuestiones de “relevancia” y “evidend cambian pcir consiguiente. Sobre todo, estos reinos desplazado: condensacltis ele afectividad, conocim iento corporal, aspiraciones pirituales, simbologías culturales y asociacionismo personal pasan ser vistos ccjmo sitios/paisajes de formas sociales organizadas en i grado máximo (es decir, experiencias históricas de desem pode m iento, del ípoder, explotación, opresión, dom inación y subordir ción). Aquí hay un “feliz isomorfismo” (¿“afinidad electiva”?) coh trabajo de notables lingüistas sociales, que se suma a ellos en la ex¡:

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sición y explicación de los poderes gobernantes, y en consecuencia poderes estatales, como una gramática social. Redescubierta, pero

I en un sitio diferente, se halla la gramática de la política.

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CULTURA POPULAR Y FORMACIÓN DEL ESTADO EN EL MÉXICO REVOLUCIONARIO'» Gilbert M. Joseph y Daniel N ugent

Un rasgo centra] del pasado de México y de América Latina ha sido la continua tensión en tre las culturas populares em ergentes y los procesos de form ación del estado. Paradójicam ente, duran te m u­cho tiem po esta relación ha sido mal en tendida y ha atraído la atención de los estudiosos principalm ente cuando se ha roto, y en especial cuando ha dado lugar a episodios duraderos o apocalípticos de insurrección masiva o de represión dirigida por el estado. Entre­tanto, la dinám ica del trato cotidiano del estado con la sociedad de base ha siclo ignorada en gran parte; ele hecho, los latinoame- ricanistas rara vez han exam inado en forma sim ultánea las culturas populares y las formas del estado, por no hablar de las relaciones que hay en tre ambas. Este libro reúne una serie de estudios y refle­xiones que b rindan una nueva perspectiva sobre ese complejo asunto.

Friedrich Katz expuso atinadam ente los térm inos de una para­doja que nosotros, como historiadores, antropólogos, críticos cultu­rales y sociólogos mexicanistas debemos abordar en nuestro traba­jo . México es el único país en el continente am ericano en el que “toda transform ación social im portante ha estado inextricablem en­te ligada con levantamientos rurales populares” (Ivatz 1981b). De hecho, tres veces en el curso de un siglo -e n 1810, en las décadas de 1850 y de 18(30, y una vez más en 1910- surgieron movimientos sociales y políticos que destruyeron el estado existente y la mayor parte del aparato militar, y después construyeron un nuevo estado y un nuevo ejército. No obstante, en todos los casos los cambios que estos movimientos produjeron en el campo fueron a final de cuen­tas más bien modestos. Cada uno de los levantamientos resultó en la form ación de estados en los que los campesinos (y los obreros ur­banos) desem peñaban un papel subordinado. Los ejércitos, que al principio fueron sobre todo campesinos, pronto se convirtieron en garantes de un orden social cada vez más represivo, un orden que, con el tiem po, fue nuevam ente im pugnado y, finalm ente, derroca­do. ¿A qué se debe que quienes com batían por el poder convo-

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caían repetidam ente a los campesinos, y a qué se debe que estos úl­timos hayan respondido con tal frecuencia? Y lo que tal vez es toda­vía más im portante: ¿cuáles fueron los térm inos de com prom iso entre los diferentes grupos sociales involucrados, y cóm o se nego­ciaron esos términos? Katz cree que éstas siguen siendo las pregun­tas más interesantes a que se enfrentan los historiadores sociales de México. Y aunque se form ulan dentro de un contexto nacional-his- tórico particular, dan lugar tam bién a un problem a teórico más am­plio: el de la debatida relación del estado con la cultura popular.

Todos los ensayos recogidos en esta obra se ocupan ele ese pro­blema. Com binan el análisis em pírico de los acontecim ientos en México desde la segunda mitad del siglo XIX hasta el presente, con argum entos teóricos que van más allá de los m ateriales de caso es­pecíficos. El título deliberadam ente irónico del libro yuxtapone “formas cotidianas” del penetran te análisis de Jam es Scott sobre la resistencia campesina en el sureste de Asia (Scott 1985) y “form a­ción del estado”, del estudio de Philip Corrigan y D erek Sayer sobre la formación del estado burgués en Inglaterra como una re­volución cultural (Corrigan y Sayer 1985).* Aunque hasta ahora las im portantes contribuciones de Scott, Corrigan y Sayer al estudio sobre el poder y la resistencia habían siclo casi totalm ente soslaya­das por los mexicanistas, todos los colaboradores de este libro han encontrado que sus trabajos ayudan a abrir nuevos caminos hacia la com prensión de problem as añejos y aparentem ente refractarios en la historia del México revolucionario.

En este ensayo in troductorio , revisaremos prim ero - e n form a breve y, esperamos, incitan te- algunos temas y corrientes de im por­tancia central en la historiografía reciente de la revolución mexica­na y el México m oderno. Después analizaremos las controversias teóricas relacionadas con los debatidos significados de cultura po­pular, resistencia y conciencia, por una parte y, por la otra, form a­ción del estado. En el transcurso apelarem os a una diversidad de teóricos sociales comparativos -así com o a estudiosos mexicanistas y latinoam ericanistas- con la intención de crear un m arco analítico para com prender las relaciones entre culturas populares y form ación del estado en el México revolucionario y posrevolucionario.

* Se re fie re al tílu lo de la ed ic ión o rig ina l en inglés: liverydny Fortín of Slntc /•'omuiliun [£.].

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FLACSO - BibliotecaINTERPRETACIONES DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

Quizás n ingún otro acontecim iento ha dado pie a que los latinoa- mericanistas produzcan una historiografía tan abundante y m eto­dológicam ente refinada como la revolución m exicana de 1910. Sin embargo, a pesar de su solidez, esa vasta literatura ha padecido una m arcada tendencia a aislar y privilegiar la revolución como aconteci­miento -co m o el m om ento suprem o de la resistencia p o p u la r en la historia m exicana- en vez de estudiarla com o un proceso gene­rado históricam ente y de gran com plejidad cultural. Es irónico que m uchos estudiosos profesionales se hayan sum ado (si bien involun­tariam ente) al partido político gobernante de México, el p r i , al convertir la revolución m exicana en “La Revolución”. Ese “aconte­cim iento” tuvo lugar, según las diversas perspectivas, en tre 1910 y 1917; 19*10 y 1920, o 1910 y 1940,2 y las discusiones sobre cóm o pe- rioclizar la revolución no sólo subrayan su com plejidad como un proceso histórico durante el cual la resistencia popular figuró de m anera significativa, sino tam bién otro proceso sim ultáneo en el espacio y el tiempo: la form ación revolucionaria y posrevoluciona- ria del estado. ¿Cómo, entonces, podría caracterizarse la relación en tre la movilización popular y la(s) cultura(s) que la inform an, y la form ación del estado en el México del siglo XX?

Este asunto fundam ental fue ignorado o pasado por alto du ran ­te muchos años por la tem prana visión ortodoxa y “populista” de la revolución, que apareció en los trabajos señeros de participantes y observadores escritos en las décadas de 1920 y 1930. La ortodoxia describía el levantam iento de una m anera esquem ática y acrítica conio un acontecim iento unificado, una revolución agraria virtual­m ente espontánea, que barrió al país entero rom piendo de m anera tajante con un pasado esencialm ente “feudal”. “El pueblo” se levan­tó lleno de indignación “de m anera anónim a", como surgido del suelo mexicano, y derrocó a su antiguo dictador, Porfirio Díaz, y a los caciques locales más visibles. Y aunque la lucha social se deso­rientó durante una época en la que los caudillos de “La Revolu­ción” pelearon entre sí, finalm ente otorgó su esperado fruto - tie rra para los campesinos y la nacionalización de las industrias extracti­vas controladas por ex tran jeros- bajo el régim en del presidente Lázaro Cárdenas, a finales de los treinta.

En las manos de comentaristas extranjeros, como Frank Tannen- baum , Ernest G ruening, Eyler Simpson e incluso Jo h n Steinbeck

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(quien eíiiribió el guión de la película ¡Viva Zapata!), o de la: de José Valadés, Jesús Silva Herzog y otros incontables cronistas vetera­nos, esas versiones populistas a veces asum ieron proporciones épi­cas -y aunj¡míticas-, y muy pronto fueron hábilm ente sistematizadas po r el nuíjvo Estado Revolucionario (O ’Malley 1986; T. Benjamín 1994). Laj naturaleza em pática y com prom etida de gran partí de (esas primtiras obras, escritas cuando la revolución social estabí en su apogee^|y el m ito revolucionario del régim en com enzaba a Crista­lizar, ciertam ente obliga a contextualizar (y m oderar) las críticas. Sin embaijgo, por m ucho que aún podam os disfrutar una noche la proyección: televisiva de ¡Viva Zapata!,3 hace m ucho tiempo que la vie­ja ortodoxia se convirtió en un artefacto historiográfico.

Corrieijites interpretativas más recientes represen tan significati­vos avancé s sobre la antigua ortodoxia, sobre todo porque cue: do­nan la apitrente unidad de propósito que se ha incorporado i la conceptuélización de la revolución social articulada p o r la prin era ola de estadios de la revolución m exicana y sistematizada por los dirigentes! del estado desde los años veinte. Es posible identificar por lo meiios dos aproxim aciones conceptuales en las obras d.í- es­tudiosos qjlüp han hecho investigaciones sobre la revolución m ej ica­na desde finales de los años sesenta. Por convenir a la exposición ,4 designareífios a esas aproxim aciones como “revisionistas” y “néopo- pulistas” ( l a “posrevisionistas”), que contrastan con la antigua pers­pectiva ortodoxa.

Los estjidios revisionistas (para un debate detallado véase, por ejemplo, Hailey 1978; Carr 1980; Fowler-Salamini 1993; S. M: 11er 1988) han prestado especial atención a la relación en tre la revolu­ción y el e: tado, y han pintado el significado de la revolución cor to­nalidades ídecididamente oscuras. La avalancha de estudios —en su mayoría regionales- que han aparecido durante los setenta los ochenta señaló de una manei'a precisa que aun cuando la revolu­ción pudo haber com enzado con la activa participación de grupos auténticarjiente populares en diferentes regiones de México, muy pronto vio el ascenso de elem entos de aspiraciones burguesas y pe- queñoburjfuesas. Esos jefes em pleaban a veces esquemas tradiciona­les de autclridad basados en intercam bios patrón-cliente para coop­tar y m anipular a las masas de campesinos y obreros. Para los años treinta, loi más independientes de estos detentadores de podéi re­gionales y | locales se hallaban subordinados (si no habían sido ya eli­minados) bor el naciente estado revolucionario. Como un m oderno

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Leviatán, el nuevo estado devoró las configuraciones políticas regio­nales, y con el tiempo perfeccionó -d e una m anera que recuerda la revisión de la revolución francesa hecha por Tocqueville- la fórmula de la centralización política y el desarrollo capitalista dependien te que había com enzado bajo la versión de Porfirio Díaz del ancien régi- me a lo largo de las tres décadas y m edia anteriores a 1910. (Véanse, por ejemplo, R. H ansen 1971; Córdova 1973; J. Meyer 1976; Ruiz 1980; Brading 1980; Jacobs 1983; Ankerson 1984; Falcón 1984; Pan- sters y Ouweneel 1989.)

U na consecuencia desafortunada del hecho de que los revisio­nistas hayan identificado el surgim iento del estado revolucionario m exicano como el logro decisivo de aquella década de violencia ha sido el relegar la participación popular a un papel secundario, casi insignificante. Por ejem plo, en su ensayo sobre la revolución mexi­cana incluido en la Cambridge History of Latin America (1986), Jo h n Womack propone una tesis revisionista en térm inos especialm ente provocadores e inequívocos. A unque adm ite que los movimientos campesinos y los sindicatos se convirtieron en fuerzas significativas y que la sociedad m exicana sufrió “crisis extraordinarias y serios cam bios” en tre 1910 y 1920, Womack argum enta que es evidente que la continuidad se impuso sobre el cambio. “La crisis no fue ni siquiera lo suficientem ente p rofunda para quebran tar el dom inio capitalista de la producción. Las cuestiones de m ayor relieve eran las cuestiones de estado.” Llevado (uno supondría que a su pesar)5 a la conclusión de que “por lo tanto el asunto central no es tanto la revolución social como el control político”, Womack explica que su ensayo “sólo toca brevem ente los movimientos sociales porque por im portan te que sea su surgim iento, su derrota y subordinación im­portaron más” (Womack 1986:81-81).

Pocos negarían, en un postrer análisis, que los movimientos socia­les más populares en el México del siglo xx fueron derrotados o co­optados por el estado, o que se derrum baron o im plosionaron debi­do a contradicciones internas de los propios movimientos. Tampoco es difícil reconocer el valor de un enfoque como el que Womack es­bozó en los ochenta para situar la revolución mexicana en relación con las fuerzas y estructuras políticas y económicas de escala m un­dial. Finalmente, concentrar el análisis en la dimensión política de la década revolucionaria y en las consecuencias materiales que tuvo el ejercicio del poder al rehacer -y destru ir- las vidas de millones de personas, tiene la utilidad de cox'regir la imagen rom ántica de la re­

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volución y de lo que ha pasado por una auténtica insurgencia popu­lar y campesina, imagen que infesta gran parte de la literatura sobre movimientos sociales y protestas rurales de América Latina.(>

Las propias interpretaciones revisionistas de la revolución mexi­cana aparecieron, en gran m edida, como respuesta a la crisis histó­rica del estado m exicano después de 1968. Ese año (al que Mar- shall Berman probablem ente llam aría “un gran año m odern ista”, véase Berman 1992:55) se inició con la esperanza y la prom esa de la prim era ofensiva Tet en Vietnam, la Primavera de Praga, los días de mayo en París y las movilizaciones estudiantiles a través de Asia, Europa y Estados Unidos, y term inó con una intensificación de los bom bardeos a lo largo y ancho del sureste de Asia, disturbios en Chicago, tanques rusos en Checoslovaquia y la m atanza, en la ciu­dad de México, de centenares de civiles inerm es en la plaza de Tlatelolco. No es extraño que en las décadas de 1970 y 1980 los re­visionistas buscaran poner de cabeza la vieja ortodoxia revoluciona­ria. Ni tampoco es coincidencia que fuera dentro de ese clima polí­tico que la nueva historia regional de México alcanzara la mayoría de edad, con un gran núm ero de revisionistas en tre sus m iem bros fundadores. Desafiando el saber convencional que reposaba en una envejecida historiografía capitalina, desm istificando las in ter­pretaciones oficiales de los acontecim ientos regionales a la vez que reclam an héroes locales, buscando las raíces históricas y las analo­gías que podrían guiar la actividad política del presente, los nuevos historiadores regionales y los m icrohistoriadores expidieron una grave denuncia contra la asfixiante centralización del estado posre­volucionario (M artínez Assad 1990, 1991;Joseph 1991b; Van Young 1992b; Lomnitz-Adler 1992; Fowler-Salamini 1993).

Pero si bien los revisionistas han hecho im portantes avances al re in terp retar los grandes acontecim ientos y el contexto politico­económ ico de la revolución m exicana desde puntos de vista regio­nales en vez de m etropolitanos, no han logrado del todo ex tender el análisis hasta las com unidades rurales.7 De hecho, no sólo no han podido com prender la conciencia política de la masa revolu­cionaria y la cultura en que se sustenta; en algunos relatos revisio­nistas la dim ensión popular de la práctica revolucionaria ha sido consignada al basurero de la historia.

Pero, como lo expuso sin tapujos uno de los prim eros críticos de las descripciones revisionistas, es indudable que la revolución fue algo más que “una serie de episodios caóticos, im petuosos, en los

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que las fuerzas populares, en el m ejor de los casos instrum entos de caciques m anipuladores, o de líderes de aspiraciones burguesas y pequeñoburguesas” (Iínight 1986a:xi). Adolfo Gilly, en su influyen­te libro La revolución interrumpida (1971), dem ostró cóm o los ejérci­tos populares del sur y del norte se unieron (aunque fugazm ente) en 1914-15 para enfren tar de m anera directa a la burguesía. Allí donde Womack subrayó “la derrota y la subordinación” de los movi­m ientos sociales populares, Gilly llama nuestra atención hacia la vi­talidad y la eficacia de la presencia popular duran te el periodo de la rebelión arm ada en México, de 1910 a 1920. Como para echarle gasolina a este fuego en especial, Alan Iínight argum enta de m ane­ra enfática que “no puede haber una alta política sin una buena dosis de baja política. Esto es especialm ente cierto ya que, según creemos, la revolución fue un movimiento auténticam ente popular y por ende un ejem plo de esos episodios relativam ente raros en la historia en los que la masa de gente influye de m anera p rofunda en los acontecim ientos” (1986a:x-xi, las cursivas son nuestras). De esa m anera, sostiene él, los movimientos populares de diversas regio­nes que anim aron la “baja política” del periodo 1910-1920 deben ser vistos como “los precursores, los necesarios precursores de la re­volución ¿latiste- la “alta política"- que vino después, en las décadas de 1920 y 1930 (1986a:xi).

Sin embargo, este tipo de objeción a las in terpretaciones revisio­nistas sólo puede ser convincente si especifica lo que se quiere decir con “popular”, y qué o a quiénes se quiere designar con frases como las masas populares. Las invocaciones a “el pueb lo” en general pueden ingenuam ente prestarse al juego del partido gobernante de México, un partido político que, a pesar del descrédito definiti­vo de su sueño populista en la década de 1980, en la década si­guiente todavía insistía en que era el partido de una revolución ins­titucionalizada de las clases populares. De hecho, las invocaciones a “el pueblo”, “lo popular”, y otras del mismo tipo corren el riesgo de resucitar el romanticismo característico de los prim eros estudios de las décadas de 1920 y 1930. Sin embargo, los trabajos más recientes de los neopopulistas y críticos del estado tienen la virtud, p o r lo m enos de m anera potencial, de tom ar con seriedad los m ovim ien­tos sociales campesinos que han aparecido en form a in term iten te por todo México desde 1910, así como en las décadas an teriores.8

Hasta ahora, al caracterizar las interpretaciones de la revolución m exicana formuladas por los revisionistas y sus sucesores, hem os

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subrayado! sus diferencias más destacadas como corrientes histc rio- gráficas. No obstante, estas diferencias ocultan el hecho de qu< en un nivel fundam ental ambas líneas de in terpretación in tentan unir el mismo ¿onjunto de temas; las dos quieren articular la cultura po­pular, la Revolución y la form ación del estado en el análisi;; del México m oderno.

Por ejem plo, tanto revisionistas como neopopulistas han escrito volúmeneí, sobre los agravios y dem andas locales y la capacidad que tenían los actores locales para darles voz (por ejem plo, Knight 1986a; Ttítino 1986; N ugent 1988a; Joseph [1982] 1988; Katz 1988a).9 lU m bién se ha considerado el papel de los grandes deter­m inantes estructurales, incluyendo las crisis ecológica y económ ica que caracterizaron la subordinación de México den tro de un di: pa­rejo sistema m undial de expansión capitalista al com ienzo del ; glo XX (Katz, 1981a; H art 1987; Ruiz 1988;Joseph [1982] 1988). Todos los patrones de autoridad, reclutam iento y movilización, y la gnma de relaciolies en tre los líderes y seguidores revolucionarios que aparecieran en el variado proceso de m ediación en tre el estado, los poderes régionales y la sociedad local han sido explorados en una m edida u o tra (Brading 1980; Katz 1988a; N ugent 1988a; T. Ben­jam ín y Wasserman 1990; Rodríguez 1990).

Sin emflargo, es instructivo distinguir las m aneras en que o ída corriente ijrnerpretativa conceptualiza los vínculos en tre el estac o y la(s) cultu¡ra(s) popular(es) duran te la revolución m exicana, ^os revisionistas, cuidadosos de las críticas de la izquierda a la “nueva historia so|:ial” como un ejercicio apolítico y p o r ende potencial­m ente rom antizante (Bernard Cohn, de m anera sardónica la apodó “historia pi octológica” [1980:214]; c f.Ju d t 1979; Stearns 1985), es­tablecieron con éxito la dim ensión política en el centro de la fm ble- matique. Dem ostraron así una conciencia de las relaciones de po 1er que ligan ; la sociedad y a la cultura locales con los contextos más amplios d¿ región, nación, econom ía in ternacional, y una arena política dd escala m undial (a propósito del p oder local y regional véanse Josíiph 1986; y De la Peña 1989). Pero como hem os señala­do, con frecuencia su trabajo oculta a las personas que hicieron la revolución!¡mexicana a la vez que, com o Alan K night nos lo ha re­cordado una y otra vez, caen recurren tem ente en la “estatolan ía” (cf. Gramsjii 1971:268). Para decirlo de m anera tosca, al concern rar sus análisi^ en la relación en tre el estado nacional y los líderes y movimientos regionales (sin ex tender el análisis al nivel local) i an

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“vuelco a m eter al estado”, pero han dejado a la gente afuera (cf. N ugent 1988:15ss).

Por o tra parte, los críticos de los revisionistas reclam an que se brinde mayor atención a la participación de las clases populares en la revolución mexicana, y sus reclamos se basan en gran parte en una lectura sensata de las propias monografías de los revisionistas, bien docum entadas y con una gran riqueza em pírica (véase, por ejemplo, V. García 1992, que se apoya en los excelentes estudios re­gionales sobre el Veracruz revolucionario hechos por Falcón y S. García [1977, 1986] y Fowler-Salamini [1978]). Entretanto, trabajos más recientes han logrado el reconocim iento teórico de lo realiza­do po r esas clases populares en la práctica histórica, especialm ente la articulación de formas características de conciencia y experien­cia. Hasta ahora, sin embargo, la mayoría de aquellos que han criti­cado el revisionismo se ha resistido a considerar esa conciencia con seriedad y detenim iento y a exam inar su relación con la cultura po­pular.10 Pero como el trabajo de Jam es Scott -e n tre o tros- y buena parte de los ensayos de este libro revelan, tal conciencia es procla­m ada con base en tradiciones selectivas (y siem pre debatidas) de m em oria histórica que son inherentes a “subculturas de resisten­cia” popu lar y de ellas se nu tren (Scott 1985; véanse tam bién Scott 1990; Adas 1982; Guha 1982a, 1982b, 1985b, 1984, 1985; Alonso 1992b; H ernández Chávez 1991; N ugent 1992; Koreck 1991, y los capítulos de Joseph , Mallon, N ugent y Alonso en este libro, y Rus en jo sep h y N ugent 1994, pero cf. Rebel 1989).

Los ensayos que siguen van más allá de interpretaciones anterio­res de la revolución al describir m inuciosam ente la variedad de co­rrientes y modalidades a través de las cuales los movimientos popu­lares influyeron sobre la revolución y el nuevo estado, y ju g aro n un papel en la transform ación de la sociedad mexicana. Más aún: más allá de afirm ar que los movimientos populares de diversas regiones fueron los necesarios precursores de la “revolución estatista” que tuvo lugar en las décadas de 1920 y 1950, estos estudios nos mues­tran algo de la dinám ica de la formación del estado, y especialm en­te los procesos cotidianos m ediante los cuales el nuevo estado atra­jo a las clases populares y viceversa. Estos análisis procuran explicar aquellos aspectos de la experiencia social que realm ente han cam­biado, y buscan identificar a los agentes y las agencias de la trans­form ación social. Basados en la in terpretación de las continuidades y discontinuidades del poder y de las experiencias de la resistencia

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popular .que han dilucidado las investigaciones recientes sobre el México revolucionario y otros países, dem uestran que la participa­ción popular en los múltiples campos en que se llevaban a cabo los proyectos oficiales invariablem ente tenía por resultado negociacio­nes desde abajo.

METER OTRA VEZ AL ESTADO SIN DEJAR FUERA A LA GENTE

Este volumen va más allá de los trabajos anteriores sobre México porque nuestra preocupación explícita es diseñar un m arco analíti­co para integrar de m anera sim ultánea visiones de la revolución mexicana “desde abajo”, con una “visión desde arriba” más exigente y matizada. Esto requiere un concepto de cu ltura popular que se pueda analizar con relación a una noción de la form ación del esta­do que reconozca por igual la im portancia de la dim ensión cultural del proceso histórico y de la experiencia social. En lugar de com en­zar con definiciones abstractas de estos términos, em pezarem os por subrayar el inm enso valor de las investigaciones realizadas fuera de México para valorar la relación en tre cultura popu lar y form ación del estado.

Por ejemplo, al dejar al descubierto las ordinarias y cotidianas “armas de los débiles" desplegadas por los campesinos, y al explo­rar las informales “subculturas de resistencia” que las sustentan, los estudios de Jam es Scott sobre el sureste de Asia red irigen la aten­ción hacia los grupos y clases subordinados como protagonistas de la historia (Scott 1977, 1985, 1987). Al criticar el estatus que los es­tudiosos norm alm ente conceden a los movimientos “organizados” (basados o no en la clase social) como el único m arco relevante para com prender lo “revolucionario” y otros episodios de insurgen- cia (Scott 1976, 1985, 1987, 1990), y al em plear nociones de “eco­nom ía m oral” tomadas de E. P. Thom pson, el trabajo de Scott y el de otros estudiosos del sureste asiático (por ejem plo, Adas 1982; Kahn 1985; Scott y Iíirkvliet 1986) ha tenido un papel im portante en los recientes debates sobre el carácter de la conciencia popular. Igualm ente sobresalientes han sido los estudios que aparecieron en Suballttm Sludies du ran te la década de 1980, el libro Elementary Aspecto of Peasant Insurgency in Colonial India (1983) de Ranajit Guha, y las penetrantes y fascinantes reseñas y críticas a esa obra del grupo de Suballern Sludies (por ejem plo, Bayly 1988; O ’H anlon 1988; Spivak 1985, 1988). De m anera sem ejante, el ensayo progra­

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mático de Steve Stern que sirve como introducción a Resistance, Rebellion, and Consciousness in the Andean Peasant World (1987) y su crítica a la teoría de los sistemas m undiales de W allerstein (1988) han colaborado a poner nuevam ente el tema de la conciencia polí­tica en la agenda de quienes quieren com prender la revuelta rural en América Latina.

Lo que unifica a esos estudios es su com partida insistencia en que la naturaleza de la experiencia y la conciencia populares sólo se puede especificar en contextos históricos de poder desigual en los que se elabora o manifiesta la cultura popular. El poder del estado, y especialmente del estado capitalista, ha sido de notable im portancia al sum inistrar algunos de los términos propios bajo los que los gru­pos subordinados han iniciado sus luchas de em ancipación, particu­larm ente en el siglo xx. Recurriendo a una m etáfora thom psoniana diferente -e l “campo de fuerza”- , William Roseberry explora, en su colaboración en este libro, tanto las posibilidades com o los límites de la hegem onía del estado. U na línea de investigación adoptada en la mayoría de los ensayos que siguen incluye el exam en de lo que Roseberry llama procesos hegemónicos, que él y otros colaboradores se han esforzado en distinguir de la hegem onía com o resultado (véanse también Roseberry y O ’Brien 1991, Roseberry 1989).

Nuestra insistencia colectiva en ver la hegem onía, la cultura, la conciencia y la experiencia en movimiento histórico está en gran m edi­da motivada por la estrecha vinculación que guarda con la concep- tualización de la form ación del estado como un proceso cultural con consecuencias manifiestas en el m undo m aterial. En este p un­to nos apoyamos en el estudio de Philip C orrigan y D erek Sayer, The Great Arch: English State Formation as Cultural Revolution (1985). Al presentar su versión de un ejemplo específico de transform ación cultural ocurrido en Inglaterra a lo largo de ochocientos años, Corrigan y Sayer señalan algo que reconocen por igual sociólogos, marxistas y feministas: que el “triunfo de la civilización capitalista m oderna im plicaba tam bién una revolución cultural masiva -u n a revolución tanto en la m anera en que el m undo era en tend ido como en la m anera en que los bienes eran producidos e in tercam ­biados” (Corrigan y Sayer 1985:1-2).

Esta revolución “en la m anera en que el m undo era en ten d id o ” ocurría (y continúa ocurriendo) tanto en la m anera en que los súb­ditos del estado elaboraban su experiencia (un tópico que veremos más adelante cuando analicemos la cultura popular) com o en la

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m anera enj que se elaboraban “las actividades del estado, las for­mas, rutinas y rituales... para la constitución y regulación de las identidadeí sociales” (Corrigan y Sayer 1985:2).

El análisis de la form ación del estado inglés presentado en '.rhe Great Arch se basa en buena m edida en las antiguas colaboraciones de C o rrig a i y Sayer con Harvie Ramsay, incluyendo su crítica al bolchevismo en Socialist Construction and Marxist Theory (1978) y por Mao (1979) y su influyente artículo sobre “The State as a Relation o fP ro d u cd o n ” (Corrigan, Ramsay y Sayer 1980). En este últim o en­sayo señalaban:

las formiis reales de dom inación del estado son los “rituales de m ando” aparentem ente eternos y íyenos a los conflictos de clíue, y las categorías de absolutismo moral, y no lo son m enos las de­clarador es relativas “al interés nacional” y la “racionalidad” o “ra- zonabilidlad”. Lo que tales rituales y categorías posibilitan es una m anera (le analizar prioridades políticas que vuelve inexpresable m ucho c e lo que se vive com o problem as políticos (Corrig;; n, Ramsay j Sayer 1980:17-19).

En escritos posteriores, y especialm ente en su ensayo de 16í>2, “Marxist Ttieory and Socialist C onstruction in Historical Perspec- tive”, y en The Great Arch, Corrigan y Sayer se basan en Marx, Wéh er y Durkheinj para elaborar su razonam iento de que “en una socie­dad desiguíil en térm inos m ateriales, la afirmación de la igualdad formal puejjie ser violentam ente agobiante, [de hecho] es en sí misma unaiform a de dom inio” (1985:187). De m anera sistemática, ponen al descubierto el reperto rio de actividades y formas cultivó­les del estado que han suministrado modos de organización, práctica social e idehtidad, pero que con m ucha frecuencia los historiaoo- res han ignorado o desechado como algo natural. U na vez más, :n The Great Aich, apuntan

el papel fundam ental que tienen dentro de las teorías sociales que hemos considerado sobre la formación del estado y la revolución cultural que ella conlleva en el ordenam iento de una sociedad ;n la que lai econom ía capitalista es posible -p a ra invertir el dogria m arx is ta“corriente”. Para Marx [...] esas transformaciones [. .] son parté de la construcción de un orden social burgués, una civi­lización. iíl capitalismo no es solamente una economía, es un cc n-

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ju n to regulado de formas sociales de vida (Corrigan y Sayer1985:187-88).

C om prender cómo un conjunto regulado de formas sociales de vida -p o r ejemplo, el capitalism o- surgió en México en una m oda­lidad tan fuerte no es tarea fácil, especialmente desde que su conse­cuencia histórica con frecuencia es disfrazada como el resultado de una guerra popular campesina. Pero ésa es la paradoja a la que se enfren tan los siguientes ensayos, y brinda un leitmotiv que recorre los estudios empíricos de este libro. El supuesto básico ele principio a fin es que la cultura popular y la form ación del estado sólo se pueden com prender en térm inos relaciónales (véanse Corrigan 1975; M ohánty 1992:2).

CULTURA POPULAR

Hasta hace muy poco, eran sorprendentem ente escasos los trabajos sobre cultura popular en América Latina que in tentan com prender­la, sobre todo, como un asunto de poder: un problem a de política. Lo que se ha hecho en esa vena se ha restringido generalm ente a los grupos urbanos y se ha concentrado abrum adoram ente en la natu ­raleza, recepción y consecuencias de la cultura de masas bajo el ca­pitalismo. En lo que respecta a las zonas rurales de América Latina -y México era un país preponderantem ente rural durante el perio­do que se analiza en este libro-, la mayor parte de los estudios sobre cultura popular todavía están enm arcados dentro de los términos de una vieja tradición de estudios sobre folklore.

Esta venerable tradición, que a lo largo de los años fue sagaz­m ente confiscada y legitim ada por el populista estado revoluciona­rio de México (O ’Malley 1986), ignora en gran parte la am plia di­nám ica sociopolítica en la que están incrustadas las com unidades rurales. En vez de ello, perpetúa nociones ele una cultura rural sin­gular, auténtica, presentada habitualm ente como el repositorio de la identidad y la virtud nacionales (cf. R. Bartra 1987, 1991; Mon- siváis 1981; véase tam bién el'análisis de Carr11 sobre cómo los artis­tas izquierdistas y el Partido Com unista de México indujeron esas construcciones unitarias). En consonancia con esa perspectiva, se em plea el térm ino cultura popular para referirse a la cultura expresi­va - la música, las artes, la artesanía, los relatos, los rituales, el tea­tro - del campesinado (y de la clase obrera y urbano-popular). Sin

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em bargo, por m ucho que los folkloristas lam enten que la pureza ele esa cultura campesina esté sienclo degradada por la inexorable em bestida de la industrialización y de las m odernas “culturas indus­triales”, su saber generalm ente es incapaz de relacionar asuntos de significación con cuestiones ele poder.

Algunos trabajos recientes sobre cultura popular en América La­tina han tomado un giro diferente. Influidos por la obra de Gramsci y de escritores italianos más recientes (por ejemplo, Ciresc 1979; Lombardi Satriani 1975, 1978), así como por los estudios teóricos y empíricos del crítico de arte y sociólogo argentino Néstor García C andi ni (1982, 1987, 1988, 1990), los estudiosos han llegado a reco­nocer que la cultura popular no puecle ser definida en térm inos ele “sus" propiedades intrínsecas. En vez de ello, sólo puede ser conce­bida en relación con las fuerzas políticas y las culturas que la em ­plean. Como ha escrito García Canclini, “Sólo puede establecerse la naturaleza ‘popular’ ele alguna cosa o fenóm eno por la m anera en que es em pleada o experim entada, no por el lugar donde se origi­na” (1982:53).

Si las antiguas nociones de folklore teñían la cultura popular ele una solidez primordial, los trabajos recientes sobre com unicación y medios ele difusión masiva bajo el capitalismo se han ido con dem a­siada frecuencia al extrem o opuesto y la han despojado de cual­quier contenido. Basándose en una definición de “cultura masifica- da”1- como aquella cultura producida por los m edios de difusión masiva, la educación y la tecnología informativas, los estudios he­chos clesde tal perspectiva tienden a contem plar la cultura popular sólo como una expresión -o sínLoma- de un proceso global ele do­m inación cultural y hom ogeneización (por ejem plo, M attelart y Siegelaub 1979-83; Fernández Christlieb 1982, y m uchos ele los en­sayos ele la com pilación ele Aman y Parker 1991). Esta visión mani- quea y apocalíptica de la cultura masificada con frecuencia conlle­va algunas de las asunciones rom ánticas que infestan el enfoque folklorista; principalm ente, que los medios ele difusión masiva están destruyendo todo lo que es prístino y auténtico en la esfera cultural y, además, que esa estrategia m anipuladora se está aplican­do sobre sujetos pasivos.1''

La contrargum entación em pírica a tal tipo de razonam iento ha sido expuesta de m anera persuasiva p o r García Canclini (1982) y Rodrigo Montoya y otros (1979) en lo que toca a México y a Perú, respectivam ente. Prim ero, el capitalism o en Am érica Latina no

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ha tenido éxito en errad icar los llam ados m odos tradicionales o precapitalistas de producción o formas de vida social; ha sido más frecuente que éstos se hayan conservado en un estado de “in ­tegración parcial”. Además, las lecturas más apocalípticas de la cu ltu ra de masas no advierten la variedad de m aneras en que los medios son “recibidos" y sus consecuencias negociadas sobre el terreno.

Jesús M artín-Barbero (1987; s /f) desarrolla esta crítica aún más, com batiendo las versiones unilaterales y deshistorizadas del im pac­to de los medios de difusión sobre la sociedad, y trasladando el foco de la investigación, de la propia capacidad tecnológica de los medios para transm itir un mensaje ideológico, a los recursos cultu­rales del público receptor. (Para una aplicación previa de este tipo de crítica a los estudios sobre cine, véanse Screen Reader 1 1977; Burch 1969.) Según la lectura de M artín-Barbero, los m edios de di­fusión masiva actúan como vehículos o “m ediaciones” de m om en­tos específicos en la “masificación” de la sociedad, no com o su fuente. Así, “la cultura de masas no es algo com pletam ente externo que subvierte lo popular desde afuera, sino que en realidad es un desarrollo de ciertos potenciales que ya se encontraban en el seno de lo popular” (Martín-Barbero 1987:96; cf. De Certau 1984; Mahan 1990; Yúdice et al. 1992). En otras palabras -com o Bartra, Rockwell y Falcón lo indican en sus respectivos capítulos de Joseph y N ugent 1994- los medios de difusión masiva, la educación subsidiada por el estado, e incluso los agentes e instrum entos de una burocracia esta­tal represiva no solam ente pueden servir como puntos de resisten­cia a proyectos clel estado sino tam bién perm itir el apuntalam iento y la reconstitución de tradiciones populares.

En un esfuerzo p o r ir más allá de los defectos de las nociones de cultura popular que hay en el enfoque folklorista y el de cultura de masas, nosotros emplearem os el térm ino para designar los símbolos y significados incrustados en las prácticas cotidianas de los grupos subordinados (véase especialm ente el ensayo de N ugent y Alonso en este mismo libro). Esta m anera de en tender la cultura popular no excluye el análisis de las formas de cultura expresiva, y tam poco niega la posibilidad de una “cultura de masas” constituida predom i­nan tem en te1 a través de los medios de difusión masiva controlados po r las “industrias de la cultura”. Pero incluye un sinnúm ero de prácticas significativas que han sido soslayadas po r las otras dos in­terpretaciones del térm ino y, con Martín-Barbero, insiste en criticar

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la proposición de que los instrum entos de la cultura de masas ru e ­den llegait;a tener efectos hom ogéneos en la sociedad en tera .14

El propósito de designar la cultura popular como los símbolos y significados incrustados en las prácticas cotidianas de grupos subal­ternos no! es inventar una rígida form ulación que pueda pera itir- nos especificar qué son los contenidos de esos símbolos y signi ica- clos -u n ejercicio estático y reificante, en el m ejor de los casos. Más bien, nues tra definición subraya su naturaleza procesal, e insiste en que ese conocim iento popular está siendo constantem ente reelabo- rado y “leido" (cf. Rebel 1989) en el seno (y por encim a) de la ima­ginación subordinada. “Constituida socialm ente (es un producto de la actividad presente y pasada) y a la vez constitutora social (es parte del significativo contexto en el que la actividad tiene lug ir)” (RoseberriK 1989:42), la cultura popular no es un dom inio auk: no­mo, auténtico y lim itado, y tam poco una versión “en p eq u eñ o ’ de la cultura dom inante. En vez de ello, las culturas popu lar y de m i­nante son ¡producto de una relación m utua a través de una “dialéc­tica de lucha cultural” (S. Hall 1981:233) que “tiene lugar en con­textos de jt^oder desigual y en traña apropiaciones, expropiaciones y transform aciones recíprocas" (cf. el ensayo de N ugent y Alonso).

Como ftlugent y Alonso señalan, el tipo de reciprocidad indic ida aquí no implica igualdad en la distribución del poder cultural, sino una secuencia de intercam bios en tre -y de cambios den tro d e - los participantes en el intercam bio (cf. Mauss [1925] 1967).

Lo esencial para la definición de cultura popular son las reí»'ño­nes que definen “cultura popular" en una tensión continua re­lación, influencia y antagonism o) con la cultura dom inante. Es una concepción de cultura polarizada en torno de esta dialéo ica cultural [...] Lo que im porta no son los objetos de cultura lija­dos intrínseca o históricam ente, sino el estado de funcionam ien­to de las relaciones culturales [...] (S. Hall 1981:235).

Esta m añera de in terpre tar la cultura popular postula un conj .m- to de vínculos en tre la producción de significado y unas relacio íes de poder q ue son radicalm ente distintas de aquellas que figuran en las conceplualizaciones folklorista o de cultura de masas. Es posible, p o r ejemplo, contem plar “el estado de funcionam iento de las rela­ciones cult uales” en térm inos espaciales. M irando las cosas de: de este ángulo, donde los folkloristas podrían perc ib ir las culturas

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popular y dom inante como dominios autónom os y singulares, lOs teóricos de la cultura de masas considerarían ambas como esferas integradas jerárquicam ente, con los términos de su integración esti­pulados por la propia cultura dom inante. Nosotros, en cambio, abo­garíamos por en tender la cultura popular como "un sitio -o más precisam ente, una serie de sitios dispersos [...] donde los sujetos populares, como entidades distintas de los miembros de los grupos gobernantes, se form an” (Rowe y Schelling 1991:10). Dada la plura­lidad de sitios o (mejor) espacios descentralizados, pueden surgir históricam ente diversas posibilidades de resistencia (cf. Corrigan y Sayer 1985). Esta perspectiva inform a nuestra crítica a las lecturas unitarias de la cultura popular mexicana y también nuestro recono­cimiento de los múltiples ejes de diferencia en la sociedad mexicana que el populism o oficial se ha em peñado en oscurecer. En las ma­nos del estado, advierte Carlos Monsiváis, “el térm ino cultura popu­lar term ina unificando caprichosam ente diferencias étnicas, regio­nales [...] de clase [y, añadiríam os, de género] y se inscribe a sí mismo en el lenguaje político" (Monsiváis 1981:33).

FORMACIÓN DEL ESTADO

Si las relaciones en tre las culturas popular y dom inante están cam­biando constantem ente y son parte de la lucha cotidiana por el poder, entonces el estudio de la cultura popular sólo puede ser conducido ju n to o en concierto con un estudio ele. la cultura dom i­nante y un exam en del propio poder, y especialm ente de aquellas organizaciones de poder que proporcionan el contexto para la “lucha cotidiana”. U na organización de o una forma para regular el poder que es crucial en este sentido es el estado.

Aunque se ha tocado el punto una y otra vez, es pertinente repetir que el estado no es una cosa, un objeto que se pueda señalar (y por lo tanto asir, golpear.o destruir) (Corrigan 1990b; Sayer 1987; Oyar- zún 1989). La dificultad de especificar qué es el estado exactam ente ha sido resuelta de diversas maneras. Para Engels, por ejemplo, el es­tado era una institución activa y transformadora que “fijaba el contra­to del reconocim iento social general” sobre nociones de propiedad y el “derecho" de una clase para explotar a la otra; en tanto que para Weber el estado era una “com unidad hum ana” que disfrutaba del le­gítimo m onopolio sobre el uso de la fuerza (Engels [1884] 1942:97; Weber [1918] 1958:78). U n rasgo com ún de estas caracterizaciones

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del estado es que indican una relación de poder. Un rasgo adicional, quizás expuesto de m anera más matizada y compleja en Weber -y posteriorm ente en Gram sci- que en Engels, es que ambos llaman la atención sobre cómo se dan los efectos del poder en el seno de la so­ciedad (la “legitimidad” de Weber; el [frecuentem ente mal com pren­dido] “consentim iento activo” ele Gramsci; cf. W eber [1918] 1958; Gramsci 1971:244). Pero ya sea considerado como una institución o como una com unidad hum ana, el problem a que persiste en cada una de estas formulaciones es que todavía están casadas con la no­ción del estado como un objeto material que puede ser estudiado. Y es precisamente este punto de vista lo que hay que criticar.

En un brillante ensayo titulado “Notas sobre la dificultad ele es­tudiar el estado”, Philip Abrams escribió:

Debemos abandonar la idea del estado como un objeto material de estudio concreLo o abstracto sin dejar de considerar la idea del estado con absoluta seriedad [...] El estado es, entonces, en todos los sentidos del término, un triunfo del ocultamiento. Oculta la historia real y las relaciones de sujeción detrás de una máscara ahis- lórica de ilusoria legitimidad [...] En suma: el estado no es la reali­dad que se encuentra detrás ele la máscara de la práctica política. Él mismo es la máscara [...] (Abrams [1977] 1988:75, 77, 82).

Abrams no sólo razona en favor de exam inar los efectos del poder (“la historia real y las relaciones de sujeción”), sino tam bién señala que para poder apartarnos de las nociones instrum entalistas o reificadas del estado debemos destacar las dim ensiones práctica y procesal de "su” evolución dinámica o formación.

Revelando su deuda con Abrams en The Great Arch, Corrigan y Sayer, como ya hem os visto, consideran la form ación del estado nada menos que como una “revolución [cultural] en la m anera de en tender el m undo” (1985:1-2). Influido por Durkheim , para quien “el estado es el órgano mismo del pensam iento social [y], sobre todo, el órgano de la disciplina m oral” (D urkheim 1957:50, 72, citado en Corrigan y Sayer 1985:5), y tam bién influido por Mao Tse-Tung, su estudio centra la atención en la dim ensión totalizante de la formación del estado, vinculada a sus estructuras de “carácter nacional” e “identidad nacional" (cf. A nderson 1983). Pero The Great Arch tam bién considera la dim ensión individualizante de la form ación del estado, organizado a través de títulos impositivos

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encarnados en categorías específicas (por ejemplo, ciudadano, cau­sante fiscal, je fe de hogar, ejidatario, etcétera) que están estructura­das por ejes de clase, ocupación, género, edad, etnicidad y lugar. En vez de extenderse en las preocupaciones tradicionales de algunos científicos sociales, como la “construcción de nación” (el proyecto de ciertas élites m odernizadoras), o en los orígenes de un aparato de poder llamado habitualm ente “el estado” (cf. la “literatura sobre la construcción del estado” representada en Skocpol 1979; B righty H arding 1984), Corrigan y Sayer reconstruyen, concentrándose en Inglaterra, un proceso cultural de siglos encarnado en las formas, rutinas, rituales y discursos de gobierno.

Desafortunadam ente -señ a lan - en el pasado las formas del esta­do “han sido entendidas dentro de los propios vocabularios unlver­salizantes de la form ación del estado" (1985:7) sin considerar las consecuencias determ inadas que tiene tal erro r para aquellos supe­ditados al estado. A los subordinados se les recuerda repetidam ente su identidad de subordinados m ediante rituales y medios de regu­lación moral, y no sólo a través de su opresión concreta y manifies­ta. En síntesis, “el estado afirm a” (“states state”) y, como sostienen tanto Sayer com o Roseberry en sus colaboraciones en este libro, al afirmar puede parecer que se ha establecido de m anera exitosa un m arco discursivo com ún, que deja a un lado térm inos centrales al­rededor de los cuales -y en los cuales- puede haber controversias y luchas. El marco discursivo com ún proporciona un lenguaje articu­lado lo mismo m ediante licencias de conducir, lemas o banderas, que m ediante palabras. Además, como lo sugiere Roseberry -a p o ­yándose una vez más en The Great Arch-, este m arco discursivo opera no sólo en térm inos de palabras y signos sino que tam bién im plica necesariam ente un proceso social m aterial, es decir, rela­ciones sociales concretas y el establecim iento de rutinas, rituales e instituciones que “operan en nosotros”. Raymond Williams insiste en el mismo punto a propósito de cualquier “sistema de significa­dos y valores dom inantes y eficaces que no sean solam ente abstrac­tos sino organizados y vividos” (Williams 1980:38).

Estas observaciones sirven para destacar no sólo la form idable naturaleza m aterial del poder del estado, sino tam bién su constitu­ción relacional vis-à-vis “sus” subordinados. La tendencia a tom ar en cuenta solam ente “el estado” oscurece la com prensión de for­mas alternativas de poder e identidad, de movimiento y acción, que crean las culturas populares opositoras. Corrigan y Sayer escriben:

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Con gi¡an frecuencia éstas han sido divididas. Las formas del es­tado h; n sido entendidas [...] sin referencia a aquello contra lo que se irían form ado [...] Por el contrario, las culturas opositoras son en elididas a través de la cuadrícula de las diversas tradicio­nes selectivas impuestas como si fuesen todo lo que se puecle decir yisaber acerca de la “cultura” (Corrigan y Sayer 1985:7;.

La últi na oración llama nuestra atención hacia uno de los: pro­blemas qtne han infestado lo que se ha escrito sobre movilizaciones populares e insurgencia campesina. En gran parte ele esos estudios, ha habidflj una tendencia a insistir en la autonom ía y singular dad de forma: de resistencia "popular", como si fueran fenómeno:; au- togeneraclos que brotasen en un terrarium sociocultural. Ra íajit Guha, por ejem plo, identifica las políticas subalternas como “un dom inio autónom o”, y “la ideología operativa en ese dom in io” como si c|Dnstituyera un “flujo” de conciencia o discurso difelr in te (G uha 19Í32b:4, 5). “H abía -escribe G uha- vastas zonas en la vida y en la conciencia de la gente que nunca fueron integradas a [la he­gem onía de la burguesía" (G uha 1982b:5-6; cf. Scott 1985, 1'990). Pero aun! cuando estas estim ulantes y provocativas form ulaciones han inspirado algunas investigaciones latinoam ericanistas ^por ejem plo, oseph 1990, 1991a, y el ensayo incluido en la versió i en inglés de ísste libro; N ugent 1988b, 1993; el ensayo de Mallon aquí incluido;¡Seed 1991; Escobar 1992), el trabajo del grupo de Sub- alte-m StuHies ha sido criticado p o r hacer afirmaciones ex traordina­rias acercji de la autonom ía de “lo popu lar” o de lo subalterno ^por ejem plo, O ’H anlon 1988; Spivak 1985, 1988; Prakash 1992a) / no m enos por los propios subalternistas (Chakrabarty 1985, 1991; Guha 1989).'3

Pero sí la cultura popu lar no es un dom inio p o r co m ple tosu tó - nom o, tam poco “los significados y símbolos producidos y disem ina­dos por ejt estado [son] sim plem ente reproducidos po r los grupos subordinados [y consum idos de una m anera inm ediata y a c r i tc a ] . La cultura popu lar es contradictoria puesto que incorpora y elabo­ra símbolos y significados dom inantes, pero tam bién debates, críti­cas, rechazos, revaloraciones [...] y presenta alternativas” (Nu jen t y Alonso, en este libro; cf. Gramsci 1971:333; Williams 1977:113- 14). Nuestra conceptualización de la relación entre la form á:ión del estad¿ y la cultura popular no considera a esta última como una categoríaj anidada sem ánticam ente en la cultura del estado ce la

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misma m anera en que las clases populares son subordinadas por el estado, el proletariado por la burguesía, etcétera. Más bien, postula la articulación de la form ación del estado y la cultura popular -cad a una de ellas vinculada con la otra y, asimismo, expresada en la otra (sobre la “articulación” véanse Foster-Carter 1978; Post 1978). Sin em bargo, si bien la cultura popular y la cultura dom inante están m utuam ente imbricadas, “las que desde la perspectiva ‘del Estado’ [son] las ‘m ismas’ representaciones unificadoras, desde ‘abajo’ [son] entendidas de m anera d iferen te” (Corrigan y Sayer 1985:6). Este punto está am pliam ente ilustrado en los ensayos que siguen.

Por ejemplo, Mallon, Joseph, y Rus y Rockwell (Joseph y N ugent 1994), exploran cómo los subordinados al estado en Puebla, Yuca­tán, Chiapas y Tlaxcala trataron incesantem ente de reelaborar los discursos liberal y “revolucionario” acerca de la nacionalidad cuan­do éstos dem ostraron ser una am enaza para las formas locales de identidad. De m anera similar, N ugent y Alonso y Becker (Joseph y N ugent 1994)sonclean las diferentes m aneras de in terpre tar lo rela­tivo a la tierra y las formas de posesión de la tierra po r las que du­ran te m ucho tiem po los pobladores de C hihuahua y de Michoacán h an estado reñidos con el régim en posrevolucionario -s i bien por razones muy diferentes. Colectivamente, los ensayos señalan la du­rabilidad y flexibilidad de las tradiciones revolucionarias a través de las cuales tanto el estado como sus oponentes han buscado legiti­m ar sus luchas, un pun to que parecería distinguir a la revolución m exicana de otros movimientos sociales del siglo xx.

Debe quedar claro que cualquier in ten to de com prender el México de comienzos del siglo XX implica más que interesarse por un acontecim iento - “La Revolución”- que habitualm ente es desta­cado com o el punto em pírico de referencia y objeto privilegiado de análisis. Los cambios que México sufrió durante las prim eras dé­cadas del siglo xx pueden ser contem plados en nuestro análisis como un objeto teórico, uniendo los procesos sim ultáneos de la form ación del estado y el surgim iento de formas de conciencia local. Los ensayos de este libro no acentúan ya a “la Revolución” como un acontecim iento circunscrito; en cambio, prom ueven una visión multifacética, procesal, de las relaciones en tre revolución y cultura popular, y entre cultura popular y estado.

U na m anera de reform ular las interrogantes planteadas por Iíatz, al preguntarse cuáles eran los términos de com prom iso entre

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los campesinos de México y los detentadores del poder, y cómo eran negociados esos térm inos, es sugerir que el problem a tiene que ver con el complejo asunto de la relación en tre autonom ía y subordinación. Para form ular un análisis procesal de este proble­ma, varios de los colaboradores de este libro in tegraron m últiples escalas de tiempo en sus marcos analíticos, como lo han hecho con gran éxito los estudiosos de la resistencia en el m undo andino (Stern 1987). Esto les perm ite com prender m ejor cómo las culturas populares y las formas de dom inación engranan recíprocam ente durante coyunturas particulares, y a m ediano y largo plazo; dicho de otra m anera: antes, durante y después de “la Revolución”. Tam­bién les ayuda a clasificar las múltiples formas que esa resistencia asume, y le da al lector una idea de cómo los protagonistas históri­cos, al igual que los estudiosos, in tentan com prender la transición de una form a a otra en el contexto de las cam biantes m odalidades de dom inación. En este aspecto, se presta especial atención a los valores, recuerdos y visiones particulares incrustados en la sociedad local. Cada uno de ellos es construido y reconstru ido -o , mejor, “im aginado” (véanse A nderson 1983; Roseberry 1991 y su ensayo en este lib ro )- en contextos políticos específicos m odulados por distinciones de clase, etnicidad y género (cf. Com aroff 1987). Tales valores, visiones y recuerdos, sostienen los colaboradores de esta obra, definen la conciencia del p oder del estado y dan fonna a la resistencia contra él.

Estos estudios sobre las sociedades locales mexicanas durante tiempos de crisis, revueltas populares y represión estatal nos brin­dan el comienzo de una historia política de los campesinos de México y sus progresivas negociaciones tanto con facciones de la élite como con el naciente Estado Revolucionario. Al mismo tiem­po, iluminan el carácter y la form a de un proceso de form ación del estado que es cultural tanto como político. Y aunque este proceso hegem ónico nunca dio origen en México a nada parecido al “Gran Arco” de Inglaterra, una y otra vez preparó el terreno para una tra­ducción entre las ideologías popular y estatal, y para la construcción de las historias de México. Así, estos ensayos no sólo nos perm iten re­cuperar de m anera más com pleta los program as y la conciencia de los participantes en diferentes niveles del espectro de las clases so­ciales; también profundizan nuestra valoración de los incesantes es­fuerzos del estado por abarcarlos y representarlos.

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ARMAS Y ARCOS EN EL PAISAJE REVOLUCIONARIO MEXICANO « Alan Knight

En este capítulo busco vincular -p o r una p a rte - datos em píricos y debates concernientes a la historia de México con -p o r la o tra - cuestiones teóricas más generales relacionadas con la revolución, las protestas populares, la form ación del estado y la “cultura popu lar”. Lo hago estimulado por el consejo de que yo debería explorar el campo de una m anera relativamente desinhibida, pero tam bién alarm ado por el simple tam año del campo, la com plejidad de su to­pografía y la formidable reputación de muchos de sus habitantes. El resultado es un ensayo exploratorio que, por virtud de su generali­dad, necesariam ente es superficial (aunque confío en que no será esencialm ente erróneo) en su tratam iento tanto de la historia em pí­rica como de la teoría social comparativa. El ensayo está dividido en tres secciones. La prim era brinda algunos puntos de vista personales acerca del análisis de la revolución; la segunda y la tercera se refie­ren a dos im portantes paradigmas teóricos que pueden ayudarnos a com prender los fenómenos históricos: sobre todo, lós asociados con Jam es Scott, por un laclo, y con Philip Corrigan y Derek Sayer, por el otro (Scott 1976, 1985, 1990; Corrigan y Sayer 1985).

I

“Hace m ucho, m ucho tiempo -n o s clice B arrington M oore- había una escuela de filósofos en China cuya doctrina exigía una ‘rectifica­ción de los nom bres’. Obviamente ellos creían que el comienzo de la sabiduría política era llamar a las cosas por su nom bre correcto” (Moore 1969:162). Siguiendo el ejemplo de estos filósofos avant la lettre, podría valer la pena tratar de clarificar unos cuantos conceptos (y quizás algunos prejuicios). Confieso que los ensayos que com ien­zan con una larga perorata sobre la “denom inación de las partes” me causan un poco de impaciencia. Ese tipo de ejercicios -preferí- dos por los sociólogos que se han “contagiado de h istoria”, como Michael Mann y Anthony G iddens- a veces parecen im plicar el bau­tismo en masa de viejas ideas con recientes neologismos. Las etique­

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tas y el vocabulario se han renovado, pero los fenóm enos detrá.s de los nombrifs siguen estando borrosos, y con frecuencia no sonuaás claros que¡ bajo su antigua nom enclatura. (Parte del supuesto de que hay feilóm enos “detrás de los nom bres” y que estamos com pro­metidos e r algo más que el arbitrario cambalache de nom bres / el desciframiento de textos fluctuantes.)

Muchos! de los conceptos encontrados en el curso de esta pesquisa son gránelos, voluminosos y amorfos: revolución, cultura popular, pue­blo, mentalidad, hegemonía. Mi prosaica convicción es que la utilidad de tales cojnceptos se hace evidente sólo cuando -y en la m edida en q u e - proporcionan la m aquinaria para com prender ejemplos con­cretos; en liste caso, la historia del México m oderno. Son conceptos aplicados ci "conceptos organizadvos”. En algunos casos (pensemos en hegemonía, consenso, mistificación, falsa conciencia, ideología domí) an­te) hay un considerable traslapam iento en tre conceptos que pueden provenir de autoridades y paradigm as sociales muy diferentes. En cierta m edida, el historiador puede escoger en tre ellos (en otre es­crito he dignificado tal conducta calificándola como el principie de eclecticismo controlado: Knight 1986a:2:83-84). Por lo tanto, la elec­ción y el refinam iento de los conceptos dependen de un diálogo sostenido j* crítico con los datos empíricos, ese “arduo [...] com pro­miso entre el pensam iento y sus materiales objetivos: el diálogo (...] gracias al cual se obtienen todos los conocim ientos” (Thom pson 1978a:229;. Desde luego, una vez que el diálogo ha sido establee cío, es posible sustituir y rein troducir los conceptos (“útiles” y “fruí: ífe- ros") a m anera de preám bulo. De m odo que aquí está m i propio y breve conj|anto de preferencias conceptuales.

P rim er^ está la definición misma de lo que constituye el explana- dum: la resolución m exicana o, para ponerlo de otra m anera, p ero todavía co'tno petición de principio: la historia del México revolu­cionario. Podem os elegir concentrarnos en la revolución arm ada, más o mellos lo que va de 1910 a 1920, pero no debem os soslayar ciertos movimientos armados “precursores”, anteriores a 1910 las principalds rebeliones posteriores a 1920 (ninguna de las cin les tuvo éxitoja escala nacional), la G uerra Cristera de los años veinte y la violenciii rural endém ica que sufrió gran parte del país a lo largo del periodo. De m anera que las fechas son un tanto arbitrarias.

Aún m; s arbitrario es el criterio de violencia. La noción de r- evo­lución -c<jtmo la utilizamos aq u í- im plica violencia, desde luego, pero implica m uchas cosas más, que m encionaré más adelanté (cf.

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Hobsbawm 1986:7). Además, el hacer hincapié en la violencia -es­pecialm ente la violencia “de abajo hacia arriba" que es diagnóstico de revolución social o p o p u lar- nos distrae ele algunos temas im­portantes de la agenda. El propio trabajo de Jam es Scott puede di­vidirse grosso modo en sus estudios iniciales de características y episo­dios revolucionarios, y su trabajo más reciente sobre estrategias campesinas de resistencia en situaciones claram ente no-revolucio­narias. Ambas son -parafraseando a Harry T rum an- m itades ele la misma nuez, tanto teórica como históricam ente: toda in terpre ta­ción de p o r qué “los hom bres se rebelan” debe cotejarse con la in terpre tación de por qué no se rebelan; de p o r qué la subordina­ción, la desigualdad, los abusos (todos los factores que supues­tam ente están detrás de una rebelión) tam bién pueden coexistir con la qu ietud (en térm inos de acciones, no necesariam ente de creencias) (Knight 1986a:l: 165-66). Y en el caso de México, como habré de señalarlo, existen obvias razones para com parar la fase ele revuelta y levantam iento generalizados -época durante la cual, diría yo, la violencia popular estaba muy d ifund ida- con las fases p recedente y posterior, de mayor paz y tranquilidad.

Una perspectiva cronológica tan amplia es im portante por una segunda razón, relacionada con mi otra preocupación teórica esen­cial: el análisis de la revolución en un nivel macrosocial. En este caso, o tra vez, la violencia es sólo una parte de la historia, y la revo­lución arm ada sólo es una fase (si bien crucial) en un proceso m ucho más largo de cambios sociales, políticos, económ icos y cul­turales. Por lo tanto, desde ambos puntos de vista, debem os tratar de m irar a largo plazo, y debem os tratar de situar el periodo de la revolución arm ada den tro de un contexto histórico más amplio. Qué tan am plio dependerá en buena parte de los razonam ientos que deseemos hacer. Por ejemplo, algunas explicaciones de la revo­lución arm ada subrayan las causas inmediatas, como la recesión de 1907 (Ruiz 1980: capítulo 8; H art 1987: capítulo 6). Otros se regre­san hasta el siglo XIX, en busca del opresivo legado colonial o, por el contrario , las corrosivas consecuencias del reform ismo borbóni­co y liberal (Tannenbaum [1'933] 1996; Guerra 1985). Yo prefiero -p a ra p oder apoyar m uchos de los razonam ientos causales que me interesa desp legar- situarm e más o menos en la generación previa a 1910 (Knight 1986a:l:153-54). El caso es que el m arco cronológi­co debe estar abierto, al igual que nuestro enfoque. Y lo mismo debe ocurrir con la cuestión del “resultado” (un térm ino cargado

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de implicaciones excesivamente conclusivas, incluso teleológicas). No quiero repetir aquellos viejos debates sobre qué tan m uerta está la revolución m exicana (Ross 1966). Si se la define con suficiente ingenio (o casuística), la revolución nunca m orirá; goza de la in­m ortalidad de los linajes reales - la révolution est marte, vive la révolu- tion!—\ ésa es la posición del actual gobierno.

Pero inmortal o muerta, concebir y describir así la revolución es evidentemente una reificación: se le convierte en una entidad defini­da, poseedora de un alma inmortal y un ciclo de vida cuasi-biológico. En contraste, casi todos los recientes estudiosos de la revolución hacen hincapié en el carácter cambiante y multifacético de “la Re­volución”, un fenómeno que aparece bajo distintos disfraces depen­diendo del punto de vista cronológico y -sobre todo- espacial que haya tomado el observador. De acuerdo con este enfoque relativista -q u e me parece que debemos adoptar con firm eza- el térm ino la Revolución es, en el mejor de los casos, una especie de armario mis­celáneo, útil para la conversación general pero fatal para el análisis detallado. Así pues necesitamos, por lo menos, añadir a nuestro (es­peramos) detallado análisis algunos lincamientos: que tal o cual argu­m ento o generalización se relaciona específicamente con la revolu­ción armada, con el anticlericalisnio revolucionario, con la revolución en Chihuahua o en el valle Papagochi, o con el general Fulano de Tal y los fulanistas. Esto no significa, dicho sea de paso, que deba descar­tarse la noción de una revolución nacional, que el único terreno de análisis adecuado sea la región, el valle, el municipio o (como tienden a sugerir algunos historiadores orales) el individuo. Aunque cada uno de esos terrenos de análisis es indudablem ente útil, en sí mismo es un tanto arbitrario: captura algo, pero pierde mucho.

Las regiones o los estados com prenden amplias diferencias den­tro de sus propios límites. El h istoriador nacional puede generali­zar acerca de Morelos (un estado muy pequeño), pero los especia­listas en Morelos harán hincapié en las variaciones regionales dentro del estado. Aun dentro de las regiones -com o la Ciénaga de Chapala, en el noroeste de M ichoacán- hay m arcadas diferencias en tre las com unidades, y en el seno de las com unidades hay dife­rencias de clase, de facción y de barrio. (La relación en tre la lealtad espacial y la de cíaseme parece una cuestión viva que la literatura re­ciente, con su fuerte acento en lo regional, con frecuencia trae a colación, pero que muy rara vez explica; por ejem plo, T. Benjamin y Wasserman 1990.)

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Esto me conduce al siguiente razonam iento: aunque, p o r una parte, necesitamos anteceder nuestros argum entos y generalizacio­nes con indicadores claros (sobre el alcance de dicho argum ento o generalización), tam bién necesitamos tener en m ente los criterios adecuados para evaluar argum entos y generalizaciones en esos dife­rentes niveles. No debemos tratar de m edir las m oléculas en un i­dades parsec o las órbitas planetarias en unidades angstrom . Por ejemplo, una m onografía sobre una com unidad o región tendrá toda la razón en dem orarse en los detalles de, digamos, las luchas cotidianas de los grupos y alianzas que buscan posición y p oder político. Un estudio más amplio, nacional o tem ático, no puede abarcar tales detalles; por fuerza habrá de generalizar, y al hacerlo infringirá algunos de los matices del m icroestudio (el microestu- dio, por supuesto, habrá infringido la “realidad” de gran escala). Mientras tanto, arriba en la estratosfera, los teóricos del sistema mi­rarán hacia abajo, generalizarán y, al hacerlo, infringirán a su vez los matices del estudio temático o nacional (considérese el reciente debate de Stern-Wallerstein: Stern 1988; W allerstein 1988). Desde luego, de esto no se desprende, que la teoría de los sistemas m un­diales sea inferior a la historia nacional, que a su vez sería superior a la historia regional y local, o viceversa. Es más bien cuestión de decidir cuáles son los niveles adecuados de generalización y cuáles son los criterios para juzgar el valor de las generalizaciones.

Para p oner un ejemplo crudo pero im portante: no hay un acuer­do en lo concerniente a la participación cam pesina en la revolu­ción (por el m om ento, no nos preocupem os por lo que significan campesino y revolución). Se puede p oner el asunto en térm inos con­tables: ¿cuántos campesinos participaron en la revolución? O (una p regun ta más útil) ¿cuántos de los revolucionarios eran campesi­nos? O podem os preguntar cuán im portantes fueron los agravios campesinos o las acciones campesinas (tom ando tierras, huyendo de las haciendas, m acheteando mayordomos, etcétera). Aun si lo­gramos reun ir m ucha inform ación, tal vez no seamos capaces de concordar en su significación. Prim ero, porque podem os in terp re­tar las intenciones de m anera diferente: ¿m achetear a un m ayordo­mo es un ejem plo de venganza de clase, la consecuencia de una in­veterada enem istad personal, un acto de crim inalidad individual o el resultado ele demasiado aguardiente? (Scott 1985:295-96; Joseph y Wells 1990a:l73, n. 26; Scott 1990:188). Enseguida, tam bién po­demos estar en desacuerdo porque, desde nuestras diferentes pers­

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pectivas, podem os adoptar criterios o significados distintos. De: de una perspectiva local, por ejemplo, una rebelión puede parecer es­trecham ente clientelista en su constitución; pero vista desde lejos, puede parecer que em bona en un patrón m ucho más amplio de protesta socioeconóm ica. Al hacer hincapié en una determ inada rebelión, ejl punto ele vista local puede dar la im presión ele un oo- eleroso com prom iso revolucionario, m ientras que desde una pers­pectiva regHonal o nacional su significado puede disminuir. O vice­versa. TodA esto puede parecer una perogrullada, pero sirve p ira prevenirnqs contra posibles fuentes de confusión y polémica, so ore tocio, los diferentes criterios de relevancia y significación que tien­den a adoptarse dependiendo del nivel de análisis que se esté in­tentando.

Permítajieme consignar otras dos fuentes ele ofuscación concep­tual: los propios térm inos revolución y cultura popular. Com encem os con el segijindo, sobre el que m e siento m enos calificado para ha­blar. Al igu al que revolución, cultura popular es, en mi opinión, un útil térm ino valija, que podem os utilizar legítim am ente para car>ar una canticjád de conceptos cuando querem os m overnos rápido, pero que debem os desem pacar con p ron titud cuando querem os ponernos i. hablar de asuntos serios. O, para usar otra m etáfora es Un útil perchero para colgar un debate im portante, pero en cuíi íto el debate se inicia, lo más probable es que el perchero se esfume -sin que ello im plique necesariam ente que el debate caerá po r los suelos porifalta de soporte. Digo esto porque com parto con Cl.ar- tier y con ¿tros un cierto escepticismo hacia un térm ino tan amplio y abarcantíe (C hartier 1987:3-4, 11; cf. Kaplan 1984:1-2; Gecrtz 1973:4-5).

Gran parte de lo que podríam os designar como cultura popula - es com partida por grupos no populares (¿élites?, ¿clases superiores?); por ejemplo, ciertos símbolos y prácticas nacionales y religiosos. Desde luego, los diferentes grupos asimilan, reelaboran y se apro­pian ele losisímbolos de diferentes maneras. Scott acentúa con re jón la im portancia ele la “negación discursiva” - la tácticam ente ast ita apropiación de los discursos de la élite por los grupos subordinados (Scott 199C:104-6). Pero de ello no se desprende que la división oo- pular/élitejjsea siem pre capital, o (yo añadiría) que la apropiación popular sejl invariablemente instrum ental. Por ejemplo, en el caso de la religión (mexicana) ciertos aspectos del catolicismo “p o p u lir” no están confinados a las clases populares, m ientras que, por el fcon-

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trario, el anticlericalismo ha asumido formas tanto populares como elitistas. Por lo tanto, el catolicismo y el anticlericalismo están a ca­ballo en tre dos clases. Pueden permitirse tender puentes, ideológi­cos e institucionales, entre las distintas clases. (Cabe considerar, por ejem plo, a la Liga Nacional para la Defensa de la Religión y a la U nión Popular, ambas de los años veinte, o a los clubes anticlerica­les —el liberal, el patriótico y el m utualista- que reclutaron m iem ­bros provenientes de un ancho espectro social.)

De m anera más general, las llamadas clases populares han exhi­bido enorm es variaciones culturales basadas en región, religión, ideología, etnicidad, y la (frecuentem ente crucial) división ru ra l/u r­bano (Knight 1984a:52-56). Los críticos han señalado con toda razón la simplicidad y abstracción de las Tradiciones “G randes” y “Pequeñas” de Robert Redfield; pero abandonar la “Pequeña T radición” en favor de “cultura popu lar” puede ser una simple re­form ulación semántica en vez de un avance analítico im portante.

En lo que respecta a revolución, m e gustaría pronunciarm e en form a más definida y ser m enos negativo. Definiciones y teorías abundan. Muchas de ellas son bastante inútiles. Por la m anera en que com únm ente se le usa y define, revolución implica tanto una fuerte movilización y un conflicto como una transform ación socio- política sustantiva. La mayoría de los análisis parece incorporar estos dos aspectos, que se hallan asociados aun cuando para fines analí­ticos son distintos (H untington 1971:264; Skocpol 1979:4-5). En otras ocasiones he analizado la revolución m exicana y, en m enor m edida, otras revoluciones, en térm inos de esos dos aspectos, que yo distinguiría como el descriptivo y el funcional (Knight 1990d). El prim ero implica una definición o descripción de aquello que se­m eja una revolución: algo que involucra violencia, una moviliza­ción sostenida (no m eram ente de tipo coercitivo) y el choque de ideologías, grupos y clases rivales; tal choque se da p o r sentado en la creencia de que su resultado tiene una p rofunda im portancia que, a su vez, conduce a levantamientos significativos, que quizás im pliquen la situación de “soberanía m últiple” analizada por Char­les Tilly (Skocpol 1979:11). Esta definición descriptiva puede abar­car no sólo las llamadas grandes revoluciones sociales, que en tra­ñan una guerra civil, sino tam bién -si así se desea- revoluciones anticoloniales o movimientos de liberación nacional (como el arge­lino), así como revoluciones “fallidas” (como la de Taiping). Las re­beliones campesinas -d e l tipo de las analizadas p o r S cott- form an

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parte, y con frecuencia una parte crucial, de estos episodios históri­cos más grandes (Scott 1976:3; Wolf 1969, 1973). Podríamos discutir acerca de los criterios de afiliación a tan selecto club (cuán profun­do es lo profundo, por ejem plo), e incluso podríam os endurecer las reglas de admisión. Pero desde un punto de vista histórico, creo que es tan probable como útil distinguir esa categoría tan am plia de raros episodios históricos y diferenciarlos, por lo menos dentro de algún continuum , de los golpes y las revueltas individuales.

Desde mi punto de vista, los autores de estudios comparativos de “grandes” revoluciones, o de revoluciones “sociales”, no estaban in­ventando quimeras. Sin embargo, esto no quiere decir que ellos hayan logrado explicaciones causales significativas, pues no creo que esta categoría, por selecta que pueda ser, se ajuste a claros pa­trones etiológicos. Y tam poco es sorprendente: lo que he ofrecido es una definición puram ente descriptiva -u n a revolución se aseme­ja k algo como esto- que no implica un vínculo causal común.

Tampoco creo que las revoluciones exhiban una m orfología co­m ún. No avanzan -p a ra tom ar como ejem plo una versión favorita- a través de fases: m oderada, radical y term idor (cf. B rinton 1965: capítulos 3, 5-8). G eneralm ente, desde luego, es posible identificar tales fases si uno observa con suficiente atención e im aginación. Pero esa identificación suele im plicar presunciones a priori y una cierta cantidad de m aniobras procusteanas. No creo que la revolu­ción mexicana se ajuste a un patrón sem ejante; no sólo porque los patrones que siguió la revolución (pues la revolución encarnó pa­tronees, no fue sólo una serie de acontecim ientos al azar) fueron de­masiado variados, espacial y tem poralm ente, com o para adm itir una configuración tan clara y tan simple. En ella ocurrieron m u­chas mini-radicalizaciones y m ini-term idores que afectaron a la ad­m inistración nacional, los gobiernos estatales e incluso la política local. Hubo, por supuesto, algunas burdas concordancias, en espe­cial después de que se puso en m archa la revolución “institucional” de los años veinte (vaga etiqueta y vaga cronología tam bién): una tendencia radical durante m ediados de los años trein ta y una ten­dencia conservadora -quizás un Term idor m oderado, largo y len to - a partir de entonces. Pero estas tendencias no casan realm ente con el itinerario revolucionario derivado de la revolución francesa. De hecho, así como hemos dejado de utilizar la revolución industrial británica como criterio para juzgar los procesos posteriores de la industrialización, probablem ente tam bién deberíam os abandonar

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el arquetipo revolucionario francés. ‘Ya es hora -advierten Corri­gan y Sayer- de que la búsqueda de un ‘1789 inglés’ cese de una vez por todas” (1985:202). En efecto: abandonarla se antoja necesa­rio, sobre todo porque ese arquetipo probablem ente caricaturiza la revolución francesa.

Si, con respecto a la etiología y la m orfología, encuentro que las revoluciones son suficientem ente variadas y dispares - “igual que los relatos”, según la frase de Wolf (1971:12)-, no diría lo mismo acerca de sus resultados. Ciertas revoluciones com parten un paren­tesco en cuanto a sus logros, y -a ñ ad iría de m anera tentativa- esos resultados com parables se derivan de ciertos rasgos socioeconóm i­cos comunes. En otras palabras, los resultados están distribuidos de m anera menos azarosa que las causas, y es por esta razón que los es­tudios “m acro” de la revolución, como los de Corrigan y Sayer, re­velan similitudes interesantes y en ocasiones muy estrechas en tre casos modestos (por ejemplo, Rnight 1986a:2:5l7-27; Doyle 1990: capítulo 17).

En este punto pasamos de la descripción a la función; es decir, a la consecuencia, el resultado, la “contribución a la historia”. Po­demos decir que una revolución “descriptiva”, com o la de Taiping, ha fracasado porque fue esencialm ente incapaz de transform ar a la sociedad. U na vez más, podem os discutir acerca de lo que im plica “transform ación”. (En mi parecer algunos analistas esperan que las transform aciones revolucionarias sean tan rápidas y extrem adas que descalifican con facilidad a casi todas las revoluciones p o r no ser verdaderam ente “revolucionarias”. Quizás el cambio “revolucio­n ario ” es habituaím ente m enos abrupto y m enos extrem ado de lo que por lo general se supone; las revoluciones -n o obstante que jus­tifiquen el té rm in o - pueden ser más conservadoras de lo que pen ­samos.) Así como existen revoluciones “fallidas”, tam bién hay revo­luciones “exitosas”, casos en los que las revoluciones “descriptivas” -e l estruendo revolucionario- han traído consigo transform aciones revolucionarias funcionales; es decir, fueron algo más que un “bla- bla-blá vacío de sentido”. La revolución m exicana es una de ellas. Yo iría todavía más lejos y señalaría que el resultado en México se conform ó a varios de los caprichosos requerim ientos de una revo­lución “burguesa”, y tal vez de esa m anera justifica su afiliación a ese subconjunto de la categoría “revolución social”.

Esta distinción en tre descripción y función, o en tre proceso y re­sultado, tiene sus aspectos problem áticos, algunos de los cuales ya

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han sido m encionados. Está el acostum brado problem a de la in ter­pretación: ¿cuán profundo es lo profundo? ¿Qué es “transform a­ción”? (Estas preguntas todavía surgen, desde luego, aunque igno­rem os las consideraciones sobre el estatus “revolucionario”. D ebatir ese estatus es sólo uno entre los múltiples medios para tratar de c a- librar el caijibio histórico.) También está el problem a de distinguir al proceso ¿leí resultado. Dado que es discutible cuándo se ha al­canzado unj “resultado”, podem os adoptar diferentes perspectivas cronológica!s desde las cuales observemos los efectos transform ado­res de la revolución. ¿Qué había cam biado hacia, digamos, 1917 o 1934, 1940 |b 1992? Aquí volvemos a la vieja cuestión de la m ona- lidacl de la! revolución. Como ya he dicho, es una falacia anno- pom órfica ¿sum ir que las revoluciones tienen un ciclo de vida: las viejas revoluciones m ueren , las generaciones revolucionarias m ue­ren, pero el legado histórico de las revoluciones (especialmente: el de las éxito jas) nunca se gasta del todo; pervive en las estructuras socioeconómicas, en las instituciones políticas, en la retórica, los mi­tos, los recúerdos, las canciones, los relatos, las estatuas, en los pro­yectos individuales y colectivos, en las vendettas familiares y en las polémicas ijitelectuales. La cam paña presidencial de 1988 m ost o que el legaí lo histórico (carclenista) de la revolución de ninguna m anera se ljiabía agotado. De m odo que nunca es posible cerrar el libro y evaluar el resultado “definitivo” de una revolución (recuér­dese la famosa cita de Mao en Knight 1985b:28). No obstante, con el paso del tiem po y el beneficio de la retrospección, sin duda es posible debatir sobre las consecuencias -e l resultado, la func ión - de las grandes revoluciones, aclarando, al hacerlo, el punto de vis ta que adoptam os. U na evaluación de la revolución m exicana hecha en 1920 serji com pletam ente distinta de una evaluación de la revo­lución hecha en 1930 o 1940.

Creo quj: esta distinción en tre proceso y resultado es útil y puede ser especialm ente valiosa en el contexto presente, dado que m uchos clei los debates -em píricos y teóricos- que surgen en el curso de esja inquisición intelectual pueden substituirse bajo algu­no de estos;dos apartados. De hecho, la distinción en tre procese, y resultado corresponde en alguna m edida a los dos campos de análi­sis asociaclcts a Scott, por una parte, y a Corrigan y Sayer, por la otra. Por loj tanto ordenaré el resto de esta ponencia en conform i­dad con ell<». La segunda parte considerará el proceso de la revolu­ción a la luz de los trabajos de Scott. En cuanto al periodo, me con­

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centro en la revolución arm ada (fijada convencionalm entc en tre 1910 y 1920), sus causas (que veo arraigadas en prim er térm ino en el porfiriato) y su secuela (principalm ente el periodo de la revolu­ción “institucional”, 1920-1940). De m anera que es el periodo alre­dedor de 1880-1940 el que reclama mi atención.

Al tratar de com prender qué fue lo que cupo en la revolución, debem os tener en cuenta no sólo las “causas” que nos son familia­res (quiero decir, las condiciones que supuestam ente generaron protestas y rebeliones: la comercialización, la inversión extranjera y las exportaciones, la concentración de la tierra, la creciente estrati­ficación, la proletarización, la construcción del estado, la centrali­zación del pocler, el caciquismo, la represión militar, la m onopo­lización del poder político, la recesión económ ica), sino tam bién los lentes más subjetivos a través de los cuales se percibían esas con­diciones (por ejem plo, las m entalidades, las ideologías, las creen­cias individuales y colectivas). El prim er conjunto de considera­ciones -e l m aterial de las historias nacionales del pasado (por ejemplo, O choa Campos 1967, 1 9 6 8 )-implica una gran generaliza­ción, m acroanálisis, un enfoque “ético” que dé prioridad al obser­vador supuestam ente imparcial (Harris 1979:32-41). El segundo, estrecham ente asociado con la historia regional, local y oral que ahora predom ina, implica una generalización de bajo nivel (a veces, ay, casi nada de generalización), microanálisis (como corres­ponde a la “m icrohistoria”) y un enfoque “ém ico” que da prioridad a los puntos de vista, preocupaciones y motivos de los participantes históricos. Este segundo enfoque (el “ém ico”) m erece gran aten­ción cuando consideram os el proceso de la revolución: en p rim er lugar, porque está fuertem ente representado en la historiografía reciente; en segundo, porque indudablem ente echa luz sobre la motivación y la participación “popular”; y en tercero porque se vin­cula con uno de los dos principales paradigm as teóricos que nos proponem os examinar: el de Jam es Scott.

II

El trabajo de Scott es sum am ente pertinente para nuestra in terpre­tación del proceso de la revolución -arm ada e institucional- en dos am plios sentidos. Como yo lo en tiendo , su trabajo se divide en dos grandes mitades: la prim era, representada por The Moral Eco- nomy (1976), se propone explicar las protestas y movilizaciones es-

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pacíficamente campesina* en el marco de circunstancias rebeldes e incluso revolucionarias (Circunstancias, sin duda, que podrían cate- gorizarse como descriptivamente revolucionarias; en las cuales, por ejemplo, no obstante el resultado, existe una sustantiva moviliza­ción no-coercitiva en pos de metas que provocan oposición, contra­movilizaciones, represión y conflicto). La segunda contribución im­portan te de Scott, representada por Weapons of the Weah (1985) y Domination and the Arts of Resistance,(1990; Los dominados y el arte de la resistencia, Era, 2000), versa en gran m edida sobre campesinos constreñidos por poderosos sistemas ele dom inación (algo que ociu- rre con m ucha más frecuencia, desde luego). En este punto , aun­que el conflicto sea endém ico, es limitado, de tono m enor y no re­belde -y, a fortiori, no-revolucionario (Scott 1990:102, 136, 199). Con frecuencia, cuando los científicos sociales exponen dicotomías (izquierda-derecha, estable-incstable, popular-elitista), es necesario hacer hincapié al mismo tiem po en que se trata de puntos de un continuum y no de casilleros separados. En este caso, esa aclara­ción en cierto moclo viene al caso. Pero sólo en cierto m odo. Es un rasgo de las revoluciones (sin duda, diría yo, de la revolución mexi­cana, y creo que tam bién de la francesa, la rusa, la alemana, la boli­viana, la iraní y, quizás, la cubana) que acontezcan de m anera re­pentina, que tom en por sorpresa a los observadores e incluso a los participantes. Como le dijo Lenin a Trotsky: “A cceder al p oder en form a tan repentina, después de haber sido perseguidos y vivir en la clandestinidad [...] Es schwindelt! [¡Es in tim idante!]” (H unting- ton 1971:272).

Así, como habré de señalarlo más adelante, las revoluciones re­velan algunas de las características de un “m undo puesto de cabe­za”. Pero aunque esto es cierto, el paso de una situación no-revolu­cionaria a una revolucionaria -c o n todo lo que ello im plica en términos de cálculos, tem ores y anhelos subjetivos- puede ser muy repentino y dramático: más acorde con la teoría de las catástrofes que con la m etáfora febril y organicista (de una enferm edad cre­ciente que lleva a una fiebre predecible) por la que se op ta la mayoría de las veces en el análisis revolucionario (por ejem plo, Brinton 1965:69, 72, 250-53). También significa que el cam pesina­do, dominado, simulador, de pronto puede encontrarse “autorizado”, brevem ente capaz de enunciar el “oculto trasunto” de los pobres, en tanto que sus antiguos dom inadores de p ron to tienen que velar por sus defensas de clase (Scott 1990:102, 224). El rnodus operandi

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cambia: las “armas de los débiles" -la simulación, la condescenden­cia táctica, las apelaciones al paternalism o del te rra ten ien te - son descartadas en favor de los machetes, los garrotes, las escopetas y, puesto que estamos hablando de arm am entos tanto metafóricos como materiales, focos de guerrilla, ligas campesinas, dem andas “estructurales” más radicales.

Según Scott, las nuevas circunstancias tam bién perm itieron la expresión de sentim ientos populares que, como las corrientes sub­terráneas que hacen su curso a través de cavernas invisibles, antes se encontraban latentes, sofocados p o r el sistema de dom inación. Así -sostiene en form a convincente-, el discurso radical de la re­volución pop u lar no es una nueva invención, sino más bien la manifestación exterior de cavilaciones silenciadas hasta ese m om en­to, igual que las corrientes surgen a la superficie y caen en cascada por los peñascos. Ahora los sentim ientos latentes “auténticos” se vuelven evidentes, la “furia m oral” popular (para em plear la frase de M oore) o la “ju sta ira” (Scott) se m uestra tal cual; el cam pesino impasible y aguantador abandona la m áscara y se convierte en el protagonista de una revuelta, un pandem ónium (Scott 1976:167; Moore 1978; Knight 1986a:l:162, 167-68). (Dada la im portancia, la catarsis, la “electricidad política” de este cambio en las relaciones sociales, se antoja inadecuado m ezclar el arsenal. Scott, por ejem ­plo, cita a Pedro M artínez como un exponente de las “armas de los débiles" en m edio del tum ulto de la revolución zapatista; ¿pero se trataba de un caso de “resistencia” schweikiana, de autopreservación individual o, incluso, de un “aprovecharse de los demás"? (Scott 1985:294; 1990:206.)

Si el paso de tranquilidad a rebelión, de las “armas del débil” al arsenal de la furia m oral, es repentino -y está posibilitado p o r la existencia, enm ascarada de acatam iento, de sentim ientos subversi­vos-, ¿qué hay del posterior re torno a la tranquilidad o, por lo menos, de la term inación de la revolución y la creación, sobre una base de represión y conciliación, de una nueva relación en tre go­bernantes y gobernados? En el caso de las rebeliones y revoluciones “fallidas", la represión es la norm a, aunque puede verse apoyada p o r divisiones en tre los campesinos, cansancio, la necesidad de sem brar o de cosechar, sea en la Francia del siglo XVlll, en el Yucatán del siglo xix o en el México del siglo xx (Cobb 1972:XV; N. lleecl 1964:99; Knight 1986a:l:277, 315, 318, 378; García de León 1985:2:29).

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Así, lk movilización cam pesina se convierte en un breve episo­dio, inspirador, horripilante, pero a final de cuentas fútil (por ejemplo,jal carecer de consecuencias prácticas, es decir, del tipo de las que lí>s campesinos tenían en fnente). Así sucedió con I; s re­vueltas campesinas francesas, la revuelta cam pesina inglesa, la gue­rra de lo! campesinos alem anes, la rebelión Taiping y la güer a de castas dej Yucatán. Desde luego, éstas no carecieron de consec uen­cias; sirvieron, por lo m enos, como señales de alerta, re frenando

, las exigencias de la élite o del estado, pero term inaron en claras vic­torias paila las élites, y ciertam ente no revolucionaron la socicdad. Pero en ;1 caso de la revolución m exicana, al igual que de otras “granclesj’ revoluciones (indudablem ente la francesa y la bolivia­na), el cam pesinado no fue sólo reprim ido sino tam bién concilia- do. Tuvojun éxito parcial en la consecución de sus m etas, mié itras que, por el contrario, la clase terraten ien te sufrió auténticas pérdi­das en térm inos de poder político y económ ico. Sin em barpo, el cam pesinado siguió siendo el cam pesinado -defin ido como una clase rural subordinada. En m uchos aspectos (como han subra­yado, en; especial, los revisionistas), el cam pesinado “victoi oso” cambió i n conjunto de amos por otro. Así pues, con el tiemno el campesinado tuvo que dejar sus armas revolucionarias, líten les y metafóricas, y volver a tom ar las “armas de los débiles”. Pero este | ■cambio r o fue repen tino -n i es, en el caso mexicano, total. Como observa Cobb, quizás con dem asiada cautela, “Siem pre es posible tom ar un poco de tiem po para im pulsar a las personas a que ¿ ban- donen uiia situación revolucionaria (o facilitarles que lo hagan) una vez que ya no son indispensables” (Cobb 1972:85). Si la génesis de una revolución social exitosa es con frecuencia repen tina \ d ra­mática, lo más probable es que su term inación -c o n la advertencia apenas ekpresacla, esa term inación es una noción resbaladiza - sea m orosa y i m undana, y p o r ende, quizás, m enos estudiada (razón por la cual Hobsbawm [1986:7] se refiere al “desatendido proble­m a de cójjno y cuándo acaban las revoluciones”).

En el <j aso mexicano, la franca resistencia, la violencia, el vigoro­so cabildeo y la movilización política continuaron du ran te los años veinte y treinta y, aun cuando los cuarenta trajeron consigo u n es­cenario ^ociopolítico distinto, caracterizado por un cam pesinado más apaci ble, es una caricaturización de la historia contem poránea considerar esa década -o , de hecho, los últim os cincuenta años en su conjuil to - como un periodo de tranquilidad, docilidad e inercia

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popular (cf. Voss 1990:31; K night 1990a). Cierto: ahora estamos lejos de la insurgencia popular de 1910-1920. Las condiciones, pe­nurias y tácticas del cam pesinado ipexicano han cam biado de ma­nera m arcada y, en cierta m edida, ese cambio ha implicado la fabri­cación y el despliegue de nuevas “armas de los débiles”, adecuadas para las batallas del periodo posterior a los veinte y, especialm ente, de los cuarenta.

Por el mismo motivo, las élites han tenido que responder a esas nuevas circunstancias: han cambiado en términos de maquillaje, de representación política, y en modus operandi. Las “armas de los fuer­tes” ya no son las que eran en 1910. Pero el punto es que duran te la larga odisea posrevolucionaria, los campesinos de México, alguna vez patrocinadores de una revolución social, estaban otra vez cons­treñidos p o r un nuevo sistema de dom inación, que a su vez les exi­gía desarrollar nuevas “armas de los débiles”, aunque m ucho más feas y aguzadas que las esgrimidas por los campesinos de Sedaka. (Podría hacerse un razonam iento parecido acerca de la Bolivia pos- revolucionaria. Véanse Kohl 1982; Albó 1987.)

Por lo tanto, el paradigm a dual de Scott brinda una lente útil y adecuada a través de la cual se puede contem plar el proceso de la revolución. Pero, ¿qué tan útil es? A riesgo de parecer rústico (lo que etim ológicam ente es una característica de un buen campesi­no), perm ítasem e abordar de m anera rápida los m uchos puntos en los que el análisis de Scott tiene un tono de au tenticidad, para p o d er concen trarm e en áreas más debatibles. Soy de la opinión -co m p artid a po r otros, com o Jo h n T u tin o - de que la noción de econom ía m oral es invaluable para ayudar a explicar las causas y el curso de la revolución m exicana (Knight 1986a:l:158-60; Tutino 1986:16-17, 24; Joseph y Wells 1990a:182). Si uno observa dónde, cuándo y por qué se rebelaron los campesinos, no alcanza a en­co n tra r una correlación clara ni con los niveles de vida (indivi­duales, colectivos o regionales) ni con la fluctuación del ciclo eco­nóm ico. Como ha com entado E. P. Thom pson, es un e rro r creer que el “radicalism o popular puede ser incluido en las estadísticas del costo-de-vida” (T hom pson 1963:222). Y el argum ento idealista de Guerra, que pone un gran acento en la disem inación de las ideas de los librepensadores y en las nuevas formas de sociabili­dad, tam poco explica la protesta cam pesina, en tanto que contra­ria a la protesta de la clase m edia (G uerra 1985).

Protesta y revuelta parecen derivar en particular de la experien­

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cia ele com unidades que enfrentaban un grave riesgo, prácticam en­te mortal, a su existencia -económ ica, política, social y cultural (Warman 1976:89). El riesgo em anaba de una clase terraten ien te expansionista (incluyendo a algunos pequeños rancheros y caci­ques lo mismo que a grandes latifundistas), una clase que disfrutó de Considerables beneficios políticos duran te el porfiriato; y de un estado que a la vez consentía la expansión de los terraten ien tes y buscaba im plem entar su propio proyecto de centralización y con­trol social (Helguera R. 1974:70, 72; Knight 1986a:l:92-95, 115-17). Éstas son aseveraciones hechas grosso modo. No se aplican, por su­puesto, a todos los movimientos campesinos, y m ucho m enos a todos los movimientos revolucionarios. (No estoy explicando el ma- derismo civil de 1909-1910 en térm inos de “econom ía m oral” -a u n ­que “sensibilidades m orales” podría ser un concepto válido.) La prueba de este punto de vista se encuentra al revisar los num erosos movimientos campesinos que poblaron la revolución, m uchas veces bajo los más diversos m arbetes nacionales. (No me detendré a con­siderar si esos movimientos campesinos eran suficientem ente pode­rosos y num erosos para calificar a la revolución m exicana como una “revolución cam pesina” o una “guerra cam pesina”. En mi opi­nión sí lo eran, pero ésa no es la cuestión que ahora nos im porta.)

Un “movimiento cam pesino” no está, desde luego, com puesto enteram ente por campesinos. Ni tiene que ser dirigido, en todos los casos, por campesinos. Más bien debe mostrar, a través de una gama de indicadores, que cuenta con el apoyo espontáneo (no coercionado) de los campesinos para perseguir objetivos que éstos suscriben por voluntad propia -d e hecho, con gran afán. En lo que toca al liderazgo, me im pacientan los subterfugios con que se quie­re convertir a Zapata en un ranchero y, por ende, en un líder no-re­presentativo del campesinado. En realidad, es probable que Zapata haya sido tan campesino com o la mayoría de sus seguidores. El ar­gum ento de que era un “ranchero” es, en este caso, una especie de pista falsa. En otros casos -p o r ejemplo, el in ten to de Carrillo Puerto para organizar a los campesinos de Y ucatán- la distancia con un líder de clase m edia (¿o pequeña burguesía?) puede ser más significativa; y esa distancia se ensancha m ucho si considera­mos a m ediadores arquetípicos, como Portes Gil en Tamaulipas. El liderazgo debe ser juzgado a la luz del apoyo que recibe, su progra­ma y sus logros. Portes Gil buscó de m anera muy clara el apoyo campesino de un m odo coadyuvatorio, en pos de sus propias metas

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políticas (Fowler-Salamini 1990). Eso no hizo que la movilización cam pesina que organizó fuera irrelevante, pero im pide que veamos el PSF de Portes Gil como un “movimiento cam pesino”, a m enos que el térm ino se dilate en form a injustificable. Pero otros “movili- zadores” (o m ediadores, interm ediarios, comisionistas -sin duda habrá más térm inos que añadirem os al vocabulario) encabezaron m ovim ientos cam pesinos sin ser cam pesinos ellos mismos, y lo hi­cieron de m anera honesta y con representativiclad (Craig 1983: capítulos 4, 5). Lo que está en cuestión es el grado de relación y solidaridad que existe en tre líderes y seguidores: lo que pod ría ­mos llam ar la organicità del liderazgo (Knight 1989:42; Sassoon 1980:138).

Pero si el program a y los logros son im portantes, tam bién lo son el estilo y la cultura. Los líderes de los movimientos campesinos, cualquiera que sea su origen social, tienen que ajustarse a ciertas normas: si no pertenecen al cam pesinado por nacim iento y ocupa­ción (como en realidad ocurrió con m uchos de ellos), tienen que dem ostrar que form an parte de él en cuanto a la cu ltura y las cos­tumbres, y lo hacen -algunos cínica, otros genu inam en te- m edian­te su “vestimenta, su com portam iento y su habla” (Schryer 1980:15; Una burguesía campesina en la revolución mexicana, Era, 1986; Joseph y Wells 1990a: 183).

Los movimientos campesinos fueron num erosos y poderosos: en Morelos, Guerrero, Tlaxcala, La Laguna, partes del Estado de Mé­xico, Michoacán, Puebla, Veracruz, San Luis, Zacatecas, Durango, Sinaloa y Chihuahua, y en algunas áreas de Sonora, Jalisco, Oaxaca, Tabasco y Yucatán. La revuelta estaba estrecham ente correlacionada con los pueblos “libres” (para em plear la term inología de Tannen- baum. Sus estadísticas pueden ser defectuosas, pero eso no invalida su perspicacia en lo que respecta al papel central que desem peñó el poblado libre: Tannenbaum [1933] 1966: capítulo 16; J. Meyer 1986). A la inversa, aunque m uchos peones de hacienda se unieron a la revolución, fueron m ucho m enos num erosos y notables. Por lo tanto, la explicación de la econom ía moral es sugerente, aunque - e n parte por falta de datos históricos- no creo que pueda probarse en forma definitiva. Existen evidencias válidas sobre la “furia m oral” que impulsó a los campesinos a rebelarse, pero no hay, com o ya he dicho, m ucha correlación entre niveles de vida objetivos y rebelión, y la abstracción de cubículo sobre el desposeim iento relativo no es buena base para una explicación significativa (cf. Nickel 1998:379-

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82; Scott 1976:32, 187). La descripción de los zapatistas hecha por Womack - “gente del campo que no quería moverse y por lo tan :o se embarcó jin una revolución”- podría extenderse a una legión de re­volucionarios campesinos (Womack 1968:ix).

La tesi¡¡ de Scott tam bién es confirm ada por el carácter general­m ente m oderado y retrospectivo de la revuelta campesina. Les za- patistas adoptaron un program a m oderado de reform a agraria que sólo se radicalizó al paso del tiempo, como respuesta a los acón teci- mientos. (Este proceso de radicalización es im portan te y m erece atención Los m oderados titubeantes pueden convertirse en decidi­dos radicales bajo la presión de las circunstancias; las revolucic nes, corno las ¡guerras, tienen un ím petu inherente. O, para d e d i l ) en la term inología de Scott, las revoluciones no sólo pueden recelar discursos ocultos, sino dar pie a otros nuevos.) Desde luego, esta m oderación de propósito (por lo m enos inicialm ente) y la tenden­cia a m irar hacia el pasado son rasgos com partidos por m uchos m o­vimiento^ campesinos que aspiraban a la restauración de una p re­via situación -e n cierta m edida, quizás d o rad a- de seguridad, subsistencia, autonom ía parcial y reciprocidad de la élite (Scott 1976:187; Cobb 1972:80).

Algunas autoridades -e n especial Arnaldo Córdova- han buscado por lo tanto negar el estatus revolucionario de esos rebeldes: puesto que carecen de un proyecto convenientem ente radical, nacional y de gran envergadura, no pueden ser revolucionarios, y el propio térm i­no revoluc ón campesina se convierte en un oxím oron (Córdova 1973: capítulo .5i). Aquellos que, como Womack o yo, han aceptado el papel en ofecto revolucionario de los campesinos rebeldes -s ir im­portar la ¡ideología formal (el proyecto o propósito de carácter políti­co )- son tddados de campesinistas románticos (Córdova 1989:14) Las severas críticas de Scott, que hacen eco a las de Lawrence Stone, son pertinentes: ‘‘Un examen histórico de los miembros de casi cualquier movimiento masivo revolucionario m ostrará que usualm ente lo¡ ob­jetivos buscados son limitados, incluso reformistas, en tono, aunque los m edio ¡ adoptados para alcanzarlos puedan ser revolucionarios” (Scott 1985:317-18, véanse también Scott 1990:77, 106; Knight 1936a: 1:161, 314). El no saber reconocer esto habla no sólo de una cierta incom prensión de la historia sino también, como señala Scott. de una peregrina adherencia a las gas tacáis certidum bres del leninismo (Scott 1983:297; 1990:151, que además argum enta en favor del supe­rior valor láctico de la protesta popular “primitiva").

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Por últim o, el argum ento de Scott acerca de la latencia de los sentim ientos subversivos —y su crítica a la noción de hegem onía— es corroborado de m anera sustantiva por la experiencia de 1910-11. Carecemos, desde luego, de estudios adecuados sobre el campesi­nado de finales del porfiriato: ningún proto Jam es Scott sondeó a los cam pesinos de esa época con respecto a sus luchas cotidianas con los terratenientes y caciques, o a las actitudes subversivas que abrigaban debajo de una máscara de docilidad. Los antropólogos de la época solían estar muy ocupados midiendo cráneos, sobre todo en el sur de México, en la parte indígena, que era la región m enos rebelde del país (por ejemplo, Gaclow 1908; Starr 1908). Incluso la generación posterior de antropólogos (trabajando ya en el periodo posrevolucionario), que podría haber tratado de explorar los esta­dos de ánim o prerrevolucionarios, tendió a confinarse a una serie de instantáneas sincrónicas, m uchas de ellas tom adas a través de la lente del funcionalismo clurkheimiano. Se hicieron de la vista gorda ante la historia y el conflicto por igual. Más recientem ente, unos cuantos historiadores han recurrido a la historia oral o a docum en­tos judiciales con la esperanza de reconstruir la m entalidad popular tal com o era en vísperas de la revolución, pero aún no contamos con estudios del calibre y la m agnitud de la escuela francesa.

Por mi parte, me quedé im presionado ante las proporciones de la insurrección popular en y después de 1910 (sic: no aguardó la caída ele M adero en 1915. Cf. Tutino 1990:41). Aparte de las for­mas de protesta reconocidas por la historia convencional -las insu­rrecciones campesinas, las tomas de tierras y las cam pañas milita­res- hubo también muchas protestas “expresivas”, indicadoras de un “discurso ocu lto” po p u lar im buido ele antipatías étnicas y de cla­se: hum illación de los ricos, lincham iento de catrines, invasión del espacio público, por ejem plo cuando la horda salvaje recorrió jac ­tanciosam ente las lodosas calles de Torreón, viajó en tranvía sin pagar, desayunó en Sanborns, en tró a las cantinas a caballo o sub­virtió el decoro tradicional del paseo dominical en Guadalajara, forzando a las hijas de la gente decente a bailar con campesinos za­rrapastrosos (Knight 1986a:l:210, 2:40, 177, 577). Su discurso tam­bién sonaba subversivo. Se corrió la voz de que no era necesario pagar impuestos; “la Revolución” justificaba las tomas de tierras (Knight 1986a:l:220, 244-45, 280-81). Mientras tanto, los grupos im populares -terra ten ien tes, mayordomos, funcionarios, militares, dueños de casas de em peño, agiotistas, españoles, ch inos- eran ob­

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je to de frecuentes ataques, tanto en las ciudades como en el campo (Knight 1986a: 1:206-8, 212-13, 279, 286, 343-44, 382-83, 2:38, 44, 119-20). Se veía a las m ujeres campesinas en trando en las ciudades provistas de canastas, para llevarse los frutos del previsible saqueo. En Chiapas, los indios de la sierra tom aron sus viejas armas, iconos y estandartes y, bajo los auspicios clericales, se levantaron en rebe­lión, aterrorizando a la población de ladinos con “la sangrienta imagen de una guerra de castas” (T. Benjamin 1989:108-10; García de León 1985:2:37-41). Los ejemplos podrían multiplicarse; su in­cidencia y significación podrían debatirse extensam ente. Pero es difícil eludir la conclusión de que México, duran te y después de 1910, experim entó en buena m edida un “m undo de cabeza”, ese dram ático tras toe am iento de posición y clase que históricam ente ha caracterizado la revuelta popular y la revolución (Hill 1975; Scott 1990:166-72).

En términos de conducta, el cambio fue pasmoso. Perplejo, Luis Terrazas lam entaba que los peones, antes leales, se hubiesen arm a­do y am enzaran a sus amos (Knight 1986a:l:182). Dado lo inespe­rado del levantam iento, parece difícil creer que estas nociones ra­dicales y populares hubiesen nacido de novo en 1910 o que fueran producto del program a político de M adero, sum am ente m oderado y respetable. Las actitudes populares (o ideología o cultura) proba­blem ente están arraigadas m ucho más profundam ente y son más resistentes a los vaivenes repentinos. En otras palabras, la conducta es más elástica que la cultura. Admito que éste fue un problem a que exam iné pero que nunca traté de resolver en mi estudio de la revolución (Knight 1986a:l:528, n. 577). En mi opinión, lo im por­tante no era el sustrato prerrevolucionario de la cultura popular -cuyo aspecto sociopolítico era muy difícil de com prender-, sino más bien los dramáticos y decisivos acSftitecimientos de 1910-1911 y lo que ocurrió después. Desde mi ptanto de vista, esos aconteci­m ientos em anaron de una generación o más de abusos y tensiones crecientes, aunque no de crecientes protestas populares. De hecho, en este respecto, la segunda mitad del porfiriato -es decir, la poste­rior a 1893- fue más apacible que la prim era, y el porfiriato en su conjunto fue más apacible que la década de 1840 o que los años de la República restaurada (véanse F. Katz 1986a:ll, 1988b :ll; Coats- worth 1988a:39).

Mi razonam iento acepta, y ciertam ente acoge con beneplácito, la idea de un sustrato latente de oposición cam pesina que, como

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indiqué sucintam ente, estaba establecido en ciertas regiones, co­m unidades y familias, y se m anifestaba en ciertas adhesiones polí­ticas tradicionales, muchas de ellas de matiz “patriótico-liberal” (Knight 1985a:83, 19S6a: 1:162-64). Ello significaba que la protesta cam pesina estaba lejos de la violencia brutal, m uda e inarticulada que algunos estudios han sugerido. Los campesinos se parecen más a los animales políticos aristotélicos que a los perros de Pavlov o a las palomas de Skinner (Knight 1986a: 1:527, n. 558), aunque la protesta campesina derivó de aflicciones y tendencias socioeconó­micas básicas del tipo que han subrayado las historias “tradiciona­les” de la revolución (Tannenbaum y otros) de una m anera más bien vaga y simplista, con apoyo en las estadísticas. Las penurias socioeconómicas encontraron expresión en formas ideológicas y normativas, m uchas de las cuales se ajustaron al m odelo de Scott porque eran retrospectivas, nostálgicas y bastante m oderadas, en especial al principio.

Hasta ahora he señalado, como lo prom etí, mis estrechas concor­dancias con muchos de los argumentos de Scott. Desde mi punto de vista, operan muy bien para la revolución mexicana. Pero tam bién hay algunos problemas. Sus argumentos se pueden aplicar a muchas zonas y actores “revolucionarios”: regiones, com unidades, barrios, clientelas, clanes, familias e individuos. Pero no todo México era “re­volucionario”. Sin acudir a la burda dicotom ía de “campesinos revo­lucionarios y no revolucionarios”, tenemos que reconocer que en México, al igual que en Francia o Rusia o China o Bolivia o Cuba, la revolución tenía una geografía precisa. ¿Por qué algunas partes de México fueron especialmente apacibles después de 1910, por ejem­plo, gran parte del noreste (Nuevo León, Tamaulipas), partes del Centro y del Bajío (Aguascalientes, Guanajuato, Q uerétaro), gran parte del sur y del sureste (Yucatán, Campeche y Q uintana Roo)? Podríamos discutir detalladam ente la incidencia y el significado de las protestas campesinas en estos y otros estados (cito los estados como una especie de taquigrafía geográfica, sin presum ir que haya habido una uniform idad dentro de ellos). Si suponem os, no obstan­te, que nadie cree que la protesta campesina se haya extendido de m anera uniform e a lo largo y ancho del país, ni que fuera absoluta­m ente inexistente fuera de Morelos, como algunos revisionistas casi llegaron a afirmar (Ruiz 1980:7-8), entonces debe haber existido un patrón de protesta ivlaliva. En mi opinión, el contraste entre los revo­lucionarios estados de Morelos y Tlaxcala, por un lado, y p o r otro

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los, eligamds, no revolucionarios Yucatán o Jalisco, es obvio y precisa una explicación. Pero, ¿qué hay detrás? Aquí los argum entos de Scott enfrentan, a mi parecer, algunos problemas.

De acuejrdo con la tesis de la “econom ía m oral”, la protesta se deriva de 1;:. rup tura , bajo el im pacto del m ercado o del estado, de un equilibrio preexistente que, aunque explotador, era tolera ole en la medidla en que no implicaba la negación de los derechos bási­cos ele subsistencia ni la elim inación de toda reciprocidad en la re­lación del C am pesinado con los terratenientes y el estado. Así cómo esta tesis sil've para explicar la revuelta popular en las regiones re­volucionarías, como Morelos o Chihuahua, tam bién explica la tr m- quilidad -es decir, la relativa ausencia de revuelta p o p u la r- en ai 'li­nas otras, ijin una com unidad com o San José de Gracia, donde los excesos de ¡riqueza no rebasaban ciertos límites y dónele el acceso a los recurso|¡, aunque distaba de ser igualitario, no estaba sufriendo ningún gran trastorno, no es so rp renden te la ausencia de im pulso revolucionario; es la excepción que prueba la regla de la econom ía moral. (Delmanera que losjosefinos pasaron los primeros meses ele la revoluciónjjobservando el com eta Halley o los fallidos intentos de Elias MartíjjVez por volar con alas ele paja lanzándose desde lo alto de un fresrio [González [1968] 1972:114, 118].)

En algunas otras áreas apacibles -quizás la m ayoría- lo que gar an­tizó la tranquilidad, por lo menos durante un tiempo, no fue tanto la ausencia cU¡ abusos o penurias como el predom inio y la eficacia leí control socjjal. En un grado muy im portante, la coerción mantuve- la plantocraciji en Yucatán, así como en otras partes del sur: Campee oe, Valle Nacicjnal, las m onterías de Chiapas. Aquí ingresamos a unj.iai- saje de “arifias de los débiles”, como diría Scott. No era que los peo­nes ele Yucatán no padecieran penurias -éstas se pueden inferir no sólo ele las ¡escandalosas revelaciones de John Kenneth Turner, !:¡no tam bién cidl registro ele esporádicas protestas populares en los 'últi­mos años ctfel porfiriato (Joseph y Wells 1990a:169-74; C. Gilí 19ÜI). Más bien, clirecían de la libertad para expresarlas, o para enfrentS.i •se a la plantocjrada, que m anejaba un sistema de control social -e x 6 :p- cional inclvtso para los parám etros clel porfirism o- que incluía la cuasi esclavitud, cazadores de esclavos, m ano de obra deportadla y castigos coiíporales (Joseph [1982] 1988b:7l-80; Knight 1986a:l:^7- 89). De m ajiera que la revolución popular en Yucatán fue más bien esporádica,! confinada principalm ente al interior, hasta la dram át ca irrupción djbl general Alvaraelo en 1915.

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Sin em bargo, no creo que estos casos de inmovilidad -fuese la tranquilidad idílica de San José o la tranquilidad a lo Granja de uni- malestfie Y ucatán- puedan explicarse por com pleto en los térm inos de los dos principales argum entos de Scott. Dicho de otra m anera, los campesinos apacibles no estaban necesariam ente felices con su suerte (aunque era un destino tolerable, que implicaba una subsis­tencia adecuada), pero tam poco habían sido intim idados y conde­nados a la inacción por un sistema de coerción. U na tercera consi­deración, aplicable en cierta m edida en los dos casos, así como en m uchos otros, era lá de “hegem onía”, que Scott parece haber des­cartado. Desde mi punto de vista, la noción de hegem onía (o sus diversas alternativas: mistificación, dom inación ideológica, falsa conciencia) debe ser em pleada con cuidado y parquedad, y cierta­m ente no como una especie de explicación global, análoga a esos descuidados passe-parlouls: “carácter nacional" o “naturaleza hum a­n a”. Pero en algunas circunstancias la hegem onía, o algo parecido, parece ajustarse al patrón histórico, así como la “econom ía m oral” o las “armas de los débiles” parecen ajustarse en otros casos.

Al descartar las nociones de hegem onía, Scott parece postular (especialm ente en Weapons of the Weak y Los dominados y el arle de la resistencia) una condición constante de descontento cam pesino y subversión potencial en las sociedades agrarias (Scott 197(5:4, 1985:317, 1990:70, 72). En este respecto parece aproxim arse al ar­gum ento im plícito de Skocpol: que la opresión y el descontento campesinos son dados, y por lo tanto las principales rebeliones y re­voluciones están determ inadas por acontecim ientos y presiones que actúan sobre el estado, en especial a través del sistema estatal in ternacional -u n argum ento que resulta inútil para explicar el es­tallido de la revolución m exicana (Knight 1990cl:2-3). En otras pa­labras y dicho en térm inos de la conocida m etáfora de la olla de p resió n ,1 Scott y Skocpol im aginan un cocido hum eante, cubierto por una tapadera firme. (Scott tam bién hace hincapié en que la tapa está tan bien sellada que el guisado se cocina silenciosa y anó­nim am ente.) Las explosiones sólo ocurren cuando la tapa es m ani­pulada de m anera indebida.

En contraste, podría alegarse que distintas ollas despliegan dis­tintos niveles de actividad. Algunas son muy inestables, prontas a estallar en cualquier m om ento (por ejemplo, Morelos en 1910). En tales casos, la tapa no puede soportar las presiones internas; la ma­nipulación externa puede o no ser im portante, y en Lodo caso será

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más el gatillo que la causa de la explosión. Y cuando la explosión suceda, el guiso llegará al techo. Otras ollas estarán en ebullición, pero la tapa es tan fuerte que podrá aguantar la presión, p o r lo menos hasta que em piecen de veras las m anipulaciones indebidas (por ejemplo, Yucatán antes de 1915). U na tercera categoría de ollas, me atrevería a sugerir, está apenas a fuego lento. Las tapas fir­mes son innecesarias, porque hay poca lum bre bajo la olla, y aun si se quita la tapa, el guiso seguirá en su lugar.

Es esta tercera categoría la que m erece algo de atención. En pri­m er lugar: ¿puede presum irse que exista tal categoría? ¿O quizás sólo existe en las sociedades industriales desarrolladas? Me parece que la evidencia de cierta especie de “hegem onía” condicionante de actitudes y conducta en, digamos, los Estados Unidos, es fuerte, y (pace G iddens y tal vez Scott) no me convence totalm ente el ar­gum ento de que los estados m odernos tienen una capacidad de p roducir hegem onía fuera de toda proporción con los estados tra­dicionales (Giddens 1987:71-78, 209-12; Scott 1985:320-21, 1990:21, n. 3). Desde luego, los argum entos de Scott derivan en su mayor parte de sociedades puram ente campesinas, de allí que las com pa­raciones con sociedades no campesinas puedan ser inválidas. Con­forme los campesinos p ierden su estatus como tales y cam bian el cultivo ele subsistencia por em pleos asalariados, dice Scott, se con­vierten en “una especie híbrida con características únicas” (1976: 214-15).

Quizás esas características únicas incluyen una vulnerabilidad a la “mistificación” de la que carecían sus ancestros campesinos. No obstante, incluso en lo que se refiere a esos ancestros, Scott reconoce, en The Moral Economy, que el descontento no es algo determ inado, que hay grados de descontento, que a su vez ayudarían a explicar la incidencia de la revuelta en tanto que opuesta a la inm ovilidad (1976:239, n. 103). En contraste, todo Weupons of Ihe Weak sostiene que la sumisión se consigue por coerción, no sólo físicamente, sino tam bién por la “m onótona com pulsión de las relaciones económ i­cas”, de la que hablaba Marx (1985:246, 1990:66). La sum isión no significa aceptación por parte del cam pesinado o legitim ación del statu quo; y dado cierto relajam iento del sistema de dom inación, cierta apertura tentadora, la m áscara de la sumisión caerá, y la su­misión dará paso a la protesta y la rebelión. Eso ocurrió en muchas partes del México revolucionario conform e los discursos ocultos se hicieron públicos. Podemos suponer que los subordinados de Te-

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rrazas, inquilinos y peones experim entaron una transform ación si­m ilar en C hihuahua en 1910.

Pero no sucedió así en muchas otras partes del país. Y ese hecho, esa ausencia de protesta, no puede ser atribuido enteram ente ni al bienestar m aterial ni a la abierta coerción. Existen suficientes ejem­plos, tanto durante como después de la revolución armada, de cam­pesinos que desdeñaron la tentadora apertura. No se levantaron, si­guieron siendo leales al cacique o terrateniente, se opusieron a las reform as revolucionarias que les prom etían tierra, escuelas, y a la desaparición de la autoridad del terrateniente (por ejem plo, Amer- linck de Bontem po 1982; González [1968] 1972:174; Gledhill 1991; Margolies 1975:39). Incluso en el revolucionario Morelos hubo campesinos -com o los de Tenango- que supuestam ente estaban “li­gados solidariam ente a la hacienda de una m anera tal que no po­dían percibir la m agnitud de la relación de explotación” que sufrían (H elguera R. 1974:68). Y al contrario: quienes se levantaban no eran los mas pobres, aquellos que estaban más cerca de la m iseria y las crisis de subsistencia; en realidad, podem os cuestionar si el México porfiriano sufrió alguna vez una crisis m althusiana que se com parase rem otam ente con la ham bruna norvietnam ita de 1944- 45. Lo más cerca que México estuvo de una crisis m althusiana fue durante la revolución, y especialmente en 1917, el “año del ham bre” (Coatsworth 1976; Knight 1986a:2:412-18).

¿Cómo deben explicarse estos casos ele quietud? No niego que en m uchos de ellos un cálculo racional haya inducido cautela. Los campesinos tem ían oponerse a terratenientes o jefes poderosos, cuya pérd ida de autoridad quizás sólo fuera tem poral. Después poclía haber represalias. La reform a agraria posrevolucionaria fre­cuentem ente fue obstruida por la indiferencia o la franca oposi­ción de los peones, que tem ían que una solicitud ejidal les acarreara la ira del terraten ien te local y de sus pistoleros (Craig 1983:74-75; Friedrich 1977:90-92). Peones, inquilinos y aparceros se resistían a abandonar viejos convenios con el terrateniente en pos de un teóri­co beneficio futuro (Knight 1991:93-95). Para trazar un paralelo significativo, que corrobora tanto The Moral Economy com o Weapons of the Weak, he argum entado en repetidas veces que las em presas extranjeras no figuraron en tre los principales objetos de la hostili­dad y los ataques populares duran te la revolución, puesto que las empresas extranjeras en cuestión, como las grandes com pañías mi­neras y petroleras, no eran consideradas ni com o usurpadoras del

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patrimonio^¡agrario de los campesinos ni como amenazas para la se­guridad cam pesina (Knight 1987:21-25, 53-69). Muy por el con ira- rio: p roporcionaban em pleos y salarios más altos. En el Valle del Mayo, la U a ited Sugar Com pany disfrutaba de relaciones bastante buenas cor el cam pesinado indígena local; sí fueron objeto de la aversión de los campesinos los ladinos y mestizos de la élite tern -te­niente (M.¡Gilí 1955). U na relación similar unió a los indios de os Altos de Ghiapas y los cafetaleros alem anes de las tierras bajas (Knight l986b:5^-60). Nadie sostendría que existía un poderoso vínculo afectivo en tre los jefes extranjeros y los campesinos y obre­ros mexicanos; sin em bargo, la relación, que sobrevivió al colapso de la autoridad duran te la revolución, tam poco se puede explicar en términcjs de coerción. Más bien, la relación era táctica, calCi la- clora y utilitaria, susceptible de un análisis m odificado de las “armas del débil”, (jue hiciera hincapié en la “m onótona com pulsión” do la econom ía sobre la coerción abierta.

Por la misma razón, algunos terratenientes mexicanos conserva­ron la “lealtad" -es decir, la persistente sum isión- de sus trabajado­res campesinos duran te y después de la revolución. El cálculo eco­nómico, níi la coerción -n i el afecto-, fue lo que prevaleció. I'oro aunque el cálculo económ ico explica m uchas cosas, no aclara todo el cuadro. ¿A qué se debe que la sumisión persistiera mientras, e¡ el estado vecino, en el valle cercano, en el m unicipio más próxim o, los campesinos se estaban movilizando, m archando y atacando a los m ayordom os a machetazos? ¿Y por qué, si de acuerdo con las evi­dencias qu¡; tenem os, la situación económ ica de las com unidades “sumisas” en tanto que opuestas a las “insurgentes” no siem pre era distinta, y de hecho algunas veces era parecida?

Desde lijego, algunas líneas de fractura obedecían a motivos eco­nómicos, yíj fuera en tre estados (un sumiso Aguascalientes comoa- rado con uji Morelos insurgente) o en el in terior de ellos (un norte de Tlaxcaláisumiso, un sur insurgente) (Buve 1990:239-40). Sin em­bargo, en él in terio r de estados como Puebla o M ichoacán, y de re­giones como la Ciénega de Chapala o los Once Pueblos, tam bién existían marcadas discrepancias que aparentem ente no se reducían a diferencias económicas bien delineadas. C herán tenía “canij: os divididos niuy inequitativam ente”, y sin em bargo era un bastión del conservadurism o clerical, y era el coco de su vecino agrarista, Naranja (Fiieclrich 1986:162). Parece que la geografía de la reve li­ción no puócle reducirse a patrones económicos. Las comuniclaces

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“rojas”, “revolucionarias”, “agraristas" se enfrentaban a com unida­des conservadoras, clericales, antiagraristas, y en algunas com uni­dades había divisiones internas. Ello no p rueba que la rebeldía se correlacionara claram ente con la absoluta pobreza ni con el de­sahucio y el conflicto agrario. De allí que con frecuencia los revolu­cionarios enfren taran graves dificultades para movilizar al cam pe­sinado, especialm ente en aquellas áreas donde la movilización cam pesina era “secundaria” —es decir, donde no se basaba en una previa insurgencia cam pesina autónom a (Knight 1991:86, 89).

Mi argum ento, entonces, es que la incidencia de inmovilidad cam pesina no se puede explicar solam ente en térm inos de coer­ción (la que no podía im pedir que hubiese rebeliones exitosas en m uchos lugares) ni por los cuidadosos cálculos campesinos, funda­dos en consideraciones económicas -específicam ente, la subsisten­cia. Después de todo, m uchas revueltas campesinas, en especial du­ran te 1910-1915, se produjeron contra lo que aconsejaban los cálculos más racionales. Como Scott ha dicho, la rebelión campesi­na no obedece a un cálculo utilitarista, de búsqueda de la felicidad. Es im probable que el cálculo individual y el interés propio desaten revueltas; los rebeldes pueden tener que “arriesgarlo todo”, las re­vueltas pueden surgir “aunque todo parezca estar en con tra” (Scott 1976:3, 191, pero véase Scott 1990:220, n. 33, que considera que los “actos de locura” son “excepcionales”). Y aun cuando, una vez que han com enzado, las revueltas atraen a sus oportunistas, sería carica­turizar a la revolución el atribuir la movilización popular principal­m ente al cálculo, el interés propio y la búsqueda de éxito. Las sim­ples tasas de m ortandad lo refutarían, a m enos que hayamos de suponer que los campesinos eran demasiado estúpidos para apre­ciar el riesgo de la revuelta. A final de cuentas, a SaLurnino Cedillo le pudo ir bien, pero m uchos de sus semejantes m urieron.

En otras palabras, así como la protesta y la revuelta tienen una dim ensión norm ativa e ideológica, tam bién la tienen la sumisión y la inmovilidad, que tam poco pueden ser reducidas a cálculos m ate­riales, aunque con frecuencia éstos eran im portantes, y a veces lo más im portante, como en Secíaka. El m ejor ejemplo de esto se halla en el apoyo cam pesino a la iglesia y la oposición al agrarism o revo­lucionario, una posición claram ente resum ida en las palabras que los peones de la hacienda G uaracha dirigieron a Cárdenas: “No querem os tierra, sino nuestra fe” (Gledhill 1991:36, 97). Este es un tópico central para nuestra com prensión de la historia revoluciona-

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lia. En su refutación de la noción de hegem onía, Scott soslaya en gran m edida cuestiones de religión y magia (1985:320, 334; pero cf. 1976:220-21, 236-37; y 1990:24, 115). En el caso m exicano -e n com paración con el malasio—, éste no es un desvío que debam os se­guir. En México, religión y revolución fueron inseparables. Tanto duran te la revolución arm ada como después, la iglesia se opuso ge­neralm ente a la revolución, y lo hizo con el beneficio de un consi­derable respaldo popular, especialm ente en los estados de Jalisco y M ichoacán, en el Bajío y en zonas del norte, principalm ente Za­catecas, Durango y Nayarit. Este fenóm eno -q u e alcanzó su apogeo en la guerra de los cristeros de 1926-1929- es com plejo, y aunque existen algunos buenos estudios y una destacada magnum opas, to­davía estamos lejos de com prenderlo.

La convencional explicación revolucionaria ligó a la iglesia con la “reacción”. La iglesia se alineó con los terratenientes, en oposi­ción a las promesas de reform a de la revolución, en especial la de reform a agraria. Por lo tanto los cristeros fueron actores económ i­cos: por una parte los terratenientes y los rancheros, deseosos de preservar sus propiedades, y por la otra sus dóciles adherentes, peo­nes en ambos sentidos de la palabra. Algunos estudios recientes tam bién in terpretan la Cristiada en térm inos de simples factores económicos (Tutino 1986:343-45; Larfn 1968). Pero por otro lado, Ramón Jrade brinda un panoram a más sutil: hace hincapié en las divisiones políticas y de clase y argum enta que “los levantam ientos cristeros fueron principalm ente una respuesta [...] a los esfuerzos de la coalición revolucionaria por consolidar y centralizar su poder sobre los estados” (Jrade 1985, 1989:13). (Esto, aunque es cierto, supone una cuestión que todavía está por responder: ¿por qué esos esfuerzos, que abarcaron todo el país, p rodu jeron una resistencia católica tan tenaz en algunas áreas pero no en otras?)

En contraste, al sostener la fundam ental religiosidad del movi­m iento, Jean Meyer m antiene que la Cristiada fue un movimiento sum am ente heterogéneo, que incluía representantes de todos los estratos de la sociedad (1974c). Para Meyer, el cristero no era un homo economicus. Más bien, la Cristiada conjuntó diversos segmentos de la sociedad católica e incluyó un masivo contingente popular, que no era de n inguna m anera el dócil instrum ento de las élites dom inantes. En realidad, alega M eyer-tal vez exagerando, pero el punto es válido—, los caciques estaban escasam ente representados en las filas de los cristeros, y éstos representaban una fuerza popu­

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lar germina, autónom a, análoga en m uchos aspectos a la de los za- patistas de la década anterior. En mi opinión, la p rueba de esto puede verse en la obstinada y prolija resistencia de los cristeros durante 1926-1929 (y en m enor grado, durante la “segunda Cristia- d a” de los años treinta). Sea que los caciques y terratenientes hayan estado presentes o no, esa resistencia, que adopLÓ la form a de la clásica guerra de guerrillas, no habría sido posible sin una extensa participación y un muy arraigado apoyo popular (“fanatism o”, lo llamaban sus enemigos). También hay pruebas evidentes durante la década de los treinta, cuando el anticlerical im pulso agrárista del régim en de Cárdenas fue desafiado tanto por la indiferencia como por la franca hostilidad populares, especialm ente en las regiones y com unidades de tradición cristera. De hecho, incluso hubo casos de agraristas -recip ien tes de títulos ejidales- que siguieron siendo fervientem ente (“fanáticam ente”) católicos (Secretaría de Educa­ción Pública [sep] 1935).

¿A qué habría que atribu ir este conservadurism o cam pesino po­pu lar -q u e recuerda el de la Venclée? Como ya he dicho, la coer­ción de las élites no es suficiente. Muchos m iem bros de la élite abandonaron la región duran te la rebelión (J. Meyer 1974c:43). Aquellos que se quedaron difícilm ente estaban en posición de sos­tener y dirigir una gran rebelión sobre la base de la coerción. Tene­mos que aceptar que la Cristiada tuvo una base realm ente popu lar y, en m enor m edida, tam bién el anticarclenismo neocristero de la década de los treinta, particularm ente los sinarquistas (“en una m enor m edida” porque, hacia la década de 1930, la guerra civil abierta había term inado y las élites estaban, no obstante el reciente radicalismo del gobierno central, m ejor situadas para ejercer su au­toridad y defender su posición).

La fuerza de esa base popular -católica, antiagrarista, antirrevolu- cionaria y, por lo tanto, en cierto sentido, conservadora- puede in­terpretarse de diferentes maneras. (Y estas interpretaciones, debo subrayar, son mis propias destilaciones de argum entos a m enudo complejos -y a veces embrollados.) U na interpretación -grosso modo, la de M eyer- hace hincapié en la religiosidad característica del cam­pesinado de la zona centro-occidental de México. Pero aunque las raíces históricas de esta religiosidad pueden rastrearse (J. Meyer 1974b:43-53; Sullivan-González 1989), el argum ento tiende a tom ar el catolicismo como premisa, y a negar que sirvió como fachada de propósitos ulteriores. Si se acepta esa premisa, la cuestión de si el ca­

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tolicismo operó como una forma de “mistificación” depende en gran m edida de lo que uno piense acerca del catolicismo, o del cris­tianismo, o de la religión en general -cuestión que, por falt;i de tiem po y c e tem eridad, habré de esquivar. No obstante, la evidencia mexicana! ciertam ente sugiere un genuino (y voluntario) apego al catolicismo -incluyendo no sólo el catolicismo folklórico h eterodo­xo, sino tam bién la iglesia institucional- que choca con la descrip­ción del catolicismo hecha por Scott, ya sea en la Europa medieval o en la Espdña de la década de 1930, sea como una fuente de “nega­ción discu rsiva” y disidencia popular o como una fachada hueca, im­puesta poi las élites a una masa escéptica (Scott 1990:68-9, 215).

Este chisque es todavía más im pactante si vemos a la iglesia mexi­cana comí) algo más que un simple m entor espiritual y le atribui­mos un píipel sociopolítico significativo (no necesariam ente e de tribuna cltíl pueblo). Varios historiadores niegan la transparencia de la religjón y buscan relacionar tanto al catolicismo com o al c eri- calismo popular con factores sociopolíticos. Esta postura puéc e ir de un buijdo reduccionism o (“opio del pueblo”) a form ulack nes más sutileí. De acuerdo con la tradicional explicación “revoluciona­ria” ya m encionada, el conservadurism o y catolicismo cam pesino obedecía ;i los intereses de la élite terraten ien te y atestiguaba el poder de ¡ios clérigos. En la m edida en que esto es cierto -q¡ue la autoridad!clerical apoyaba a una conservadora élite terra ten ien te—, éste p o d ríi parecer un caso clásico de “m istificación” (o “falsa con­ciencia”, i tcétera). C iertam ente no faltan pruebas de ello. Lo.; sa­cerdotes predicaron en contra de la reform a agraria, denunciaron la revoluc ón, lanzaron invectivas con tra la “educación socialista” y excomul garon a quienes sucum bieron a tales herejías (C aig 1983:70-71; González [1968] 1972:173-74; Frieclrich 1977:48, 1>0). A parentem ente, hasta llegaron a negar la extrem a unción a los agraristas agonizantes y revelaron los secretos de confesión a las cuadrillas de m atones de los terratenientes (G ruening 1928 Í118; Gledhill L-)91:84). Lo más im portante es que, con frecuencia, los rebaños campesinos se dejaban pastorear por sus curas. D eclinaban demandar! tierras po r tem or a la excom unión y el fuego infernal; atacaban a los protestantes creyendo que “el gobierno de México es protestante y [...] está tratando de cam biar la religión de nuestro pueblo al protestantism o”; boicoteaban las escuelas públicas y aisla­ban a los pioneros agraristas; tom aban las armas, ya fuera en valien­te defensa ¡de su fe o para agredir de m anera brutal a los vulñera-

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bles m aestros rurales (G ruening 1928:282} Raby 1974: capítulo 5; s e p , 1935).

Esa hegem onía eclesiástica parece indudable -au n q u e no así sus alcances geográficos ni sus orígenes históricos. La tradicional expli­cación revolucionaria, que hace hincapié en la confabulación cleri­cal con los terratenientes explotadores, casa cóm odam ente con la hipótesis de la “falsa conciencia”. De hecho, los radicales de los años treinta hablaban virtualm ente en estos términos: la educación socia­lista había sido concebida para rom per la hegem onía ideológica de los clérigos, terratenientes y capitalistas ( s e p 1935). Si tenían razón, una gran parte del campesinado mexicano languidecía, no obstante su experiencia revolucionaria, atrapado en la falsa conciencia. No sólo no em plearon las armas de los débiles, sino que tom aron las armas para apoyar a sus explotadores clérigos y terratenientes. Evidentem ente, esto no encuadra bien con el análisis general de Scott. Pues aunque Scott acepta que “las principales formas históri­cas de dom inación se han presentado bajo la form a cíe una metafí­sica, de una religión, una visión del m undo”, duda de que tales pre­sentaciones hayan tenido influencia. El narcótico (la "anestesia general", en palabras de Scou) no funciona; la gente com ún abfaza la religión en la m edida en que ésta es subversiva, disidente, susten­tadora del “discurso oculto” (Scoit 1990:68, 115, 215),-

U na explicación más sutil, que adoptan Jracle y hasta cierto pun to Meyer, amplía los principales motivos del catolicismo y los ve com o un arm a, un sím bolo y un prem io en la vieja batalla en tre cen tro y periferia, una batalla agravada por la experiencia de la re­volución. Por consiguiente, los cristeros no pelearon sim plem ente en defensa de lós caciques y los terratenientes, sino en defensa de la patria chica, para m antener a distancia la detestable revolución, para conservar su autonom ía local. A unque este razonam iento no da por cierto el burdo argum ento de una “falsa conciencia" -la mo­vilización católica no servía a los intereses de la élite terraten ien te toul court-, sí implica una noción de hegem onía. El conflicto en tre la revolución y la iglesia, escenificado en los cam pos de batalla de Jalisco y M ichoacán, es una lucha por la suprem acía ideológica e institucional (J. Meyer 1974c:63-63). Volveremos sobre esto en la conclusión.

U na versión aún más franca de esta in terpretación es evidente en algunos recientes estudios revisionistas, señaladam ente el de M aijorie Becker (1987, í*)88a, b). El análisis de Becker tiene una

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particular relevancia po ique ella trabaja explícitam ente em pleando el paradigm a de las “armas del débil” (es decir, el paradigm a que rechaza las nociones de hegem onía e in terp re ta las políticas cam­pesinas en términos de una resistencia cotidiana a la dom inación, indicativa de una m entalidad subversiva latente). Según Becker, el cam pesinado católico de M ichoacán -e n particular, el cam pesina­do católico de Ju an ácu aro - com batió la im posición cardenista de un program a revolucionario que era anticlerical, agrarista y “so­cialista”. Al hacerlo así, utilizaron su propia visión del m undo y sus tradiciones, y buscaron defender la integridad y autonom ía de su com unidad. De acuerdo con este escenario, los cam pesinos de Michoacán desplegaron las armas de los débiles contra una nueva y am enazadora m áquina de dom inación: el estado revolucionario. Los cardenistas desem peñaron el mismo papel que los ricachones de la u m n o de Sedaka. Nótese que esto significa un com pleto tras- tocam iento ele la in terpre tación tradicional (es decir, revoluciona­ria) de los acontecim ientos, que consideraba que estos mismos campesinos sufrían la “reaccionaria” dom inación de los terrate­nientes, sacerdotes y caciques, dom inación que la revolución busca­ba rom per en nom bre del progreso, la em ancipación y el igualita­rismo.

Aunque no cuestiono tanto el análisis de Juanácuaro que hace Becker, tengo dudas sobre su análisis del carclenismo en general (sea considerado como un movimiento ele Michoacán o como un movi­m iento nacional). Hay dos problemas im portantes que interfieren de m anera directa con la utilidad del paradigm a de Scott para el aná­lisis de este fenómeno. Primero, es dudoso hasta qué punto puede considerarse al carclenismo como una eficaz m áquina de dom ina­ción. Las imperfecciones, limitaciones y lagunas en su radio de ac­ción efectiva eran impresionantes (Knight 1990b). Esto es evidente a partir de los propios datos ele Becker, así como de muchas otras fuen­tes. El proyecto cardenista no le fue impuesto a un campesinado am edrentado, ni era la obra de una élite indisputable. En ambos res­pectos, por lo tanto, los cardenistas en general no se asemejaban a la élite pueblerina incuestionablem ente poderosa de Sedaka. El poder de los cardenistas era político y dependía de un gobierno central dis­tante y a veces incierto, en tanto que la élite de Sedaka disfrutaba de un pocler económico garantizado en la localidad. En algunas ciuda­des los cardenistas eran los amos del cotarro, es cierto, pero en m u­chas no lo eran -estaban aislados, eran vulnerables y a final de cuen­

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tas, en algunos casos, fueron asesinados (Raby 1974:128-37, 147-60; Vaughan 1987, 1991). Como esta comparación lo indica, el m apa po­lítico seguía siendo sum am ente matizado: pueblos rojos com batían (a veces literalm ente) con comunidades clericales. El estado no po­día establecer un amplio m onopolio político; incluso los monopolios políticos municipales eran vulnerables. En una situación tan frag­m entada y conflictiva, el argum ento de las “armas de los débiles” pa­rece un tanto inadecuado y sin duda forzado.

Esto nos lleva al segundo problem a im portante: en ausencia de tal m onopolio, el campesinado conservaba cierta genuina influen­cia política, m ucho mayor que la que los campesinos de Sedaka pa­recen haber disfrutado. Pero fueran católicos o agraristas, los cam­pesinos del México de la década de 1930 vivían en una sociedad posrevolucionaria, la m area de la insurgencia popular había dismi­nuido, pero las aguas seguían agitadas. La sociedad fue testigo de una sostenida movilización popular, propagandas rivales, políticas competitivas (aunque sucias) y una endém ica violencia local. En un m undo tan hobbesianoi aún no existía (pnce algunos historiadores) un Leviatán, una élite dom inante firme, ni un cam pesinado en tera­m ente dom inado. Los días de la gran guerra de guerrillas habían term inado pero, inviniendo la célebre frase de Clausewitz, podem os decir que las políticas (agrarias) de la década de 1930 fueron, en muchos sentidos, la continuación de la guerrilla por otros medios.

La sola heterogeneidad del paisaje político -e n todo México, pero en particular en M ichoacán- requiere una explicación que vaya más allá de la coerción o de la renuen te sumisión económ ica -esos gemelos determ inantes de las políticas campesinas. Requiere, fundam entalm ente, de una vuelta cuidadosa y parcial a la idea de hegem onía. En mi opinión, las polarizadas políticas del periodo posrevolucionario im plicaban una batalla por la hegem onía en tre élites rivales (y aquí defino élites de m anera muy am plia). Como re­sultará claro por lo que ya he dicho, no considero a los campesinos como sujetos inertes de esta batalla: ellos participaron, lucharon por un cierto grado de autonom ía y contribuyeron a la fabricación de nuevas ideologías y prácticas políticas (Knight 1990c:249-50). No podía predecirse lo que harían. Esa fue una de las lecciones de 1910. La destrucción del viejo sistema porfirista de dom inación po­lítica dejó un vacío que, en térm inos sencillos, los revolucionarios buscaron llenar y sus estemigos procuraron combatir.

Entre sus principal«* enem igos durante los veinte y los treinta,

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destacaban la iglesia católica y los legos católicos m ilitantes. Inde­pendientem ente de que considerem os que el anticlericalismo revo­lucionario haya sido una fuerza em ancipadora y progresista, con o clecía ser, u n a im posición autoritaria o incluso u n a cortina ele hum o para ocultar cuestiones “socioeconómicas" más p rofunda­m ente arraigadas, en la realidad despertó sentim ientos encom i a­dos tanto eh pro como en contra. Los revolucionarios buscare n conversos de m anera muy activa y sus oponentes católicos - la exac­ta contraparte social, en algunos casos, de los m ilitantes revolu­cionarios- sjí resistían (J. Meyer 1974a:53). Además, hay bastantes evidencias de que el cam pesinado estaba polarizado en esos exiie- mos. Beckeí subraya la resistencia del cam pesinado bravio y tem e­roso de Diou a la dom inación cardenista, pero no es difícil encon­trar contraejem plos de valiente resistencia agrarista tren te a la dom inación clerical y terra ten ien te (Friedrich 1977; Craig 19i:3; Gledhill 195'1). En otras palabras, el punto de vista revolucionario no era totalínente un mito autojustificatorio.

Si, com oiparece ser el caso, M ichoacán -o M éxico- se asemejaoa entonces a iun com plejo mosaico de téseras políticas, ¿qué por e- mos concluir de ello? Puesto que en esta situación la dom inación es fragm entaria, vulnerable y com batida, es equívoco considerar que el cam pesinado estaba encerrado en una prisión sin ventanas, con una capacidad muy lim itada de resistencia cotidiana. La ima­gen de S edíka no em bona, ni ello es sorprendente, dada, com o íe dicho, la experiencia todavía reciente de la revolución social, q.\e tiñó de maiilera muy profunda las percepciones y los cálculos m£ só­canos. C on o el propio Scott ha dicho: “Seclaka no es M oreíos” (1985:244). Además, la ausencia de un m onopolio (o siquiera un oligopolio) Ipolítico no implica ni indiferencia ideológica ni un p u- ralismo insulso; p o r el contrario: la gente se disparaba m utuam ei te con gran dirigencia por sus creencias políticas y religiosas. La situa­ción se asei neja a la de las guerras religiosas francesas más qu<: al butshellismo* británico. Por encim a de las penurias m ateriales y ele la ética de subsistencia que acom pañaba y suscribía la protesta cam pe­sina, por encim a del cálculo cotidiano de respiros y beneficios; por encim a, poi lo tanto, ele los dos principales instrum entos explica ti-

* En los afilas c in c u e n ta y se sen ta , se e m p le ó el té rm in o but.\lielti\m e n In g la te rra p a ra re fe rirse (jn u n a so la p a lab ra al p o lítico c o n se rv a d o r R. A. B u tle r y al la b o r iita H u g h G aitskeli, co n el fin de se ñ a la r el a lto g ra d o de sim ilitu d e n tre las p ro p u e s ta s d e u n o y o tro [N. de l T.].

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vos que Scott brinda, y que conjuntados explican una gran canti­dad de cosas, tenem os que considerar un plano adicional de com ­portam iento (perdón por la m etáfora espacial) que abarcaba ideo­logía, lealtades normativas y hegem onía. No digo que este plano m ereciera la consideración más im portante y com parto el disgusto de Scott hacia el “cleterminismo ideológico” -o el “idealismo rabio­so”- que ahora está de m oda en m uchos círculos (Scott 1985: 317; C orrigan y Sayer 1985:2). Pero no estoy aún convencido de que “la noción de hegem onía y los conceptos relacionados con ella [...] no sólo no logran in terp re tar las relaciones de clase en Sedaka, sino (¡lie también nos pueden desorientar gravemente en la comprensión de los conflictos de clase en la mayoría de las situaciones" -incluyendo, proba­blem ente, al México revolucionario (Scott 1985:317 -e l subrayado es m ío-; véase tam bién Scott 1990:72).

Es cierto que hubo m uchos Schweiks* mexicanos, plebeyos es­cépticos que rechazaron por igual a la iglesia y al estado, a la autori­dad clerical y a la revolucionaria, o Cándidos** que cultivaron su m ilpa y prefirieron la cantina a la capilla o a la escuela socialista. Pero tam bién hubo m uchos mexicanos que tom aron partido en las grandes luchas sociales ocurridas en tre 1910 y 1940, ejerciendo sus opciones y contribuyendo a los resultados. No hay duda de que ésa fue una situación especial -qua posrevolucionaria-, pero no fue única en térm inos históricos. Ni tam poco el paso del tiem po, po­dríam os añadir, ha deshecho por com pleto la obra ele la era revolu­cionaria. La revolución -e lla misma consecuencia de una hegem o­nía fallida (la p o rfir ian a)- hizo nacer un estado que luchó para afirm ar su autoridad frente a enem igos poderosos que hacían sus propias contrarreclam aciones a la autoridad. La gente com ún de México fue a la vez víctima y participante en esta lucha secular. Y el resultado fue, por lo m enos en parte, una nueva hegem onía, más duradera que aquella del pasado: un Gran Arco m exicano, obra no sólo ele los arquitectos de la élite, sino tam bién ele las encallecidas m anos de los simples peones.

* A n tih é ro e , p ro ta g o n is ta d e El buen soldado Schwrik, de Ja roslav Ha.se k, u n a m o r­daz sá tira so b re la e s tu p id ez de la g u e r ra [N. de l T.].

** P e rso n a je d e la novela d e V oltaire, Candida [N. del T.].

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Ello nos lleva al análisis de Corrigan y Sayer, que tam bién tiene una interesante presencia en el estudio de la historia m exicana m oder­na. Al hacer hincapié en la necesidad de “com prender las formas del estado culturalm ente y las formas culturales como formas regu­ladas por el estado”, no sólo introducen la cuestión central de la for­mación del estado, que es un asunto vivo en los estudios mexicanos, sino tam bién la cuestión del cambio cultural y su significado políti­co (Corrigan y Sayer 1985:3). En este último respecto, se apartan de Scott, por lo menos en cierta m edida (en especial del Scott ele Weapons of the Weak y Los dominados y el arte de la resistencia). Desde luego, Corrigan y Sayer subrayan la im portancia ele la coerción; al igual que Scott, argum entan que la “quietud [...] no debería con­fundirse con la sum isión”, y los dos afirman que su libro no es un alegato a favor del “consenso” contra la “coerción” (1985:197,199). También parecen desechar la noción de falsa conciencia (1985:9).

No obstante que esos indeseables han sido echados por la puerta principal, unas cuantas opiniones correligionarias han conseguido colarse por la puerta trasera. Invocando a D urkheim , C orrigan y Sayer insisten en la “dim ensión m oral de la actividad del estado”, manifiesta en la “regulación m oral” y que es parte clave de la tras­cendental “revolución cultural”; la regulación m oral im plica “un proyecto de norm alización, de volver natural, de ciar por sentado, de volver, en una palabra, ‘obvias’ las que ele hecho son [...] prem i­sas de una forma particular e histórica de orden social” (1985:3, 4). Durkheim recibe una palm adita en la espalda p o r haber revelado que la “amplia regulación m oral [y] la organización del consenso” son prerrequisitos indispensables para el orden civil. La “d im en­sión m oral” de la acúvidad del estado es algo que los marxistas, a diferencia de Durkheim, no han atendido suficientem ente (a pesar del famoso com entario de Marx: “toda burguesía debe ser capaz de presentarse a sí misma como representante de la sociedad en su con jun to”). Así que hay que congratularnos de que ahora los estu­diosos se propongan “un enfoque oportuno en el ejercicio del poder como algo que se halla en la raíz de las formas de relación hum ana y en la construcción de subjetividades d iferen tes” (1985: 186, 191, 193, 205). “El orden capitalista -prosiguen Corrigan y Sa­yer- nunca ha estado sostenido solam ente por la ‘m onótona com ­pulsión de las relaciones económ icas’”. El papel del estado se ex-

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tiende m ucho más allá de la coerción para incluir “formas cultura­les” que penetran profundam ente en la sociedad civil: “el enorm e poder ‘del estado’ no es sólo externo y objetivo; tam bién es, a par­tes iguales, in terno y subjetivo, opera a través de nosotros. O pera, sobre todo, a iravés de los millares de m aneras en que colectiva e individualm ente nos (m al)representa, ‘estim ula’ y engatusa y, a final de cuentas, nos fuerza a (m al)representarnos a nosotros mis­m os” (1985:180, 199).

Así, para p oner un ejemplo concreto, el desem pleado siente una “pérdida de autoestim a” (1985:198-99). (Es in teresante que “con­forme caía la dem anda de su fuerza de trabajo [los campesinos de Sedaka] han experim entado una correspondiente pérdida en el respeto y reconocim iento que les ten ían” sus pares y sus superiores. Si la “hum illación del ocio” es “in ternalizada” ele esa m anera, ¿acaso ello no indica una form a de “autotergiversación” colectiva o incluso de “mistificación”? [Scoit 1985:239].) De m anera más gene­ralizada, argum entan Corrigan y Sayer, el estado inculca sentim ien­tos adecuados, nacionales lo mismo que econóniicos (y lo hace con gran éxito: no se trata de “estím ulos” vanos). El estado im perialista británico logró “durante largos periodos, encandilar a los subordi­nados de la m etrópolis con el espectáculo del im perio”; los “límites de lo posible [...] son sancionados de m anera masiva y espectacu­lar en los m agnificentes rituales del estado y nos atrapan con una fuerza em ocional difícil de resistir” [1985:195, 199]. (Com párese, para establecer un contraste, el repudio de Scott a la hueca teatrali­dad clel estado laosiano [1990:58-61].)

No es mi intención enfrentar a Scott con Corrigan y Sayer en un pleito como los com batientes de una de las peleas de gallos baline- sas de Geertz. Sus respectivos puntos de vista podrían avenirse (aunque con algún costo teórico) argum entando sim plem ente que Sedaka no es Morelos, pero tam poco es Inglaterra; que los cam pe­sinos malayos son, en conjunto, inm unes a las zalamerías del estado y de la clase gobernante de una m anera en que, por lo general, los ingleses no lo han sido, y que esta discrepancia apunta, quizás, a una diferencia fundam ental en tre las sociedades agrarias “tradicio­nales”, analfabetas, por un lado, y sus contrapartes industriales, “m odernas” y alfabetizadas, por otro (una diferencia que Scott re­conoce pero que a veces vuelve borrosa).3 Dicho de otro m odo, las diferentes ubicaciones espaciales y tem porales generan conclusio­nes teóricas muy distintas. Estas últimas sirven, en el m ejor de los

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casos, conío hipótesis de m ediano alcance (?), relevantes sólo [ ara su lugar cljt origen o máximo para sitios sustancialm ente similares a su lugar de origen. No estoy seguro de si alguna de las partes que­rrá que suí hipótesis se lim iten de esta m anera y queden impedí das así de reci¡ rre r el m undo. Ya he citado a Scott en el sentido de que su tesis esi)¡\ hecha para aplicarse a ‘‘la mayoría de las situación*?; de conflicto ele clase”, posición reforzada por su convencida m ención de A bercipm bie, Hill y T urner (ver Scott 1985:317; Abercroi'nbie, Hill y T urner 1980; Scott 1990:77, para un rechazo razonado pero generalizado de la noción de hegem onía). Por lo tanto, una clt? las m etas del!presente debate puede ser tratar de p robar estas h ipóte­sis en un ilugar -e l México m o d ern o - que ofrece tanto parálelos com o con rastes con Malasia e Inglaterra. De esa m anera podem os no sólo ai ojar luz sobre México, sino tam bién encontrar cuán glo­bales -e n vez de parroquiales- son estas hipótesis.

Aplicado a México, el argum ento de Corrigan y Sayer reconoce­ría (¿subrayaría?) la dim ensión m oral tanto de las fuentes ele auto­ridad p re iJ. re vo 1 uc i o n a ri as como del propio estado revolucionario. Reconocería, en especial, la im portancia del intento de “revolución cultural” - a batalla por la legitim idad, quizás— que el estado revolu­cionario eínprendió desde su comienzo, y que se caracterizó por el nacionalism o, el anticlericalismo, la reform a agraria, la moviliza­ción obreiU, los program as educativos, lo« proyectos artísticos ' la form ación ¡del partido. El intento ele revolución cultural en México se puede considerar, grosso modo, com o un paralelo de la lograda re­volución cultural inglesa -ése es el tema básico ele The Giml Á rh. Tal enfoqui; hace hincapié en el largo plazo, y considera la revolu­ción armaeja com o un episodio ele un proceso m ucho más largo de construcción de la nación, form ación del estado y desarrollo cap ta- lista; un proceso que se puede considerar que com enzó con la era borbónica, >e renovó con la Independencia y la Reforma, y fue ace­lerado posteriorm ente por la revolución ele 1910. (Ésta es una opi­nión que algunos historiadores com partirían: véanse Semo 19'’8: 299, Knighí 1985b:3.)

En consecuencia, la revolución de 1910 no subvirtió instantá­neam ente i n m odo de producción en favor de otro. C reer que la revolución d e 1910 “debería” haber hecho esto, o que no fue una e- volución propiam ente clicha porque no lo hizo, y que otras revolu­ciones características, como la francesa, « lo han hecho, es, como ya lo he m encionado, ahistórico, falso y ridículo (cf. Ruiz 1980). Si

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algo han dem ostrado de m anera inequívoca los debates recientes acerca de las revoluciones inglesa y francesa es que la defunción del feudalismo y la instalación del capitalismo fueron un proceso lento, no el logro repentino de un fía t revolucionario (Hill 1981:118-19, 124). También existe un acuerdo sustantivo, en estos casos com para­bles, de que la pulcra ecuación de las facciones revolucionarias con las clases sociales no funciona; que los actores revolucionarios colec­tivos no deberían ser descritos como “figuras de cartón que repre­sentan de m anera m ecánica ‘intereses económ icos”’, y que la ima­gen de una burguesía aferrándose deliberadam ente al poder, y por lo tanto de una revolución como “un acontecim iento definido y fe­chado, en el que el poder político cambia de manos de m anera visi­ble", es una burda sobresimplificación que debería matizarse con se­riedad (Corrigan y Sayer 1985:75, 85). Pero eso no significa que la revolución arm ada, el breve episodio de levantamiento político y movilización popular, carezca de im portancia para el proceso más largo, que sea un m ero destello en la pantalla de la historia o que no pueda ser evaluada en térm inos de conflicto de clase o del tras­cendental cambio de un modo de producción a otro (Vandenvood1987:232; 1989:312).

De m anera que tengo sim patía p o r la idea ele ubicar a “la Re­volución” den tro de una franja más amplia de historia sin negar por ello la im portancia crucial de “la Revolución” en el conjunto del proceso. Tam bién soy consciente de los peligros de este enfo­que, al que Corrigan y Sayer aluden, señalando que su hincapié en la continuidad y linealidacl puede “acercarlo peligrosam ente a los principios de los Whigs” (1985:201). La advertencia es im portante, dado que probablem ente ya dem asiada teleología y linealidacl -e n suma, dem asiado w higerism o- han puesto una camisa de fuerza a la historiografía m exicana, que yo vería como algo bastante más ja ­lonado, desordenado y tortuoso que muchos. (Quizás Corrigan y Sayer d irían lo mismo acerca de Inglaterra.) En todo caso, es facti­ble y, creo yo, ilum inador, aplicar el m odelo de Corrigan y Sayer a México, para reubicar el Gran Arco entre los cactos del Anáhuac.

Se pueden hallar m uchos ele’ los com ponentes de la transform a­ción cultural de Inglaterra, mutatis rnulandis, en el amplio proceso de cambio que caracterizó a México a partir de 1760 (en especial desde 1880 y, a forliañ, 1920): la creación de una nación, de un m ercado nacional, incluso de un ficticio “carácter nacional”; la pro- fundización del capitalismo -es clecir, producción comercial, acu­

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m ulación de capital y proletarización- dentro de ese m ercado, faci­litada por las mejoras en la infraestructura (ferrocarriles bajo el ré­gim en de Díaz, carreteras bajo los de Calles y Cárdenas); la apela­ción a la intervención del estado para desarrollar la econom ía, no obstante el laissa-faire de la burguesía; esto a su vez se vinculaba a una “visión baconiana [...] de que el control y dirección estatales lH>clían estim ular el progreso m aterial” (Corrigan y Sayer 1985:83; df. Córdova 1973:236-47, 268-76); el establecim iento de una socie­dad más homogénea, constituida idealm ente por ciudadanos libres en vez de castas, esclavos o peones serviles, todos los cuales fueron em ancipados m ediante reform as liberales com o las que Juárez practicó a nivel nacional y Alvarado a nivel local (C orrigan y Sayer 1985:183); el impulso a la alfabetización, al trabajo duro, la higiene y la sobriedad -q u e juzgaban necesarios tanto los porfiristas com o los revolucionarios- para el desarrollo de la nación (French 1990, Vaughan 1982); la rup tu ra de los particularism os locales y la incul­cación de sentim ientos de lealtad hacia la nación y el estado {forjar patria:, una tarea en lá que los ideólogos porfiristas, com o Justo Sierra, hicieron hincapié, y que los activistas revolucionarios com o M anuel Gamio continuaron); la erosión, en especial, del p o d er de la iglesia, la más egregia institución antinacional (recuérdese que Calles promovió una iglesia cismática, un eco distante de la Refor­ma de Enrique VIII); la satanización de los enem igos del proyecto del estado (en especial de los católicos: jacobitas en Inglaterra, en México cristeros) (Corrigan y Sayer 1985:196); incluso el estableci­m iento, en una situación posrevolucionaria, de una oligarquía polí­tica -defacto, un régim en de partido ú n ico - basada en clientelismos y corruptelas, a final de cuentas resistente a la reform a y “condu­cente al capitalismo, aunque de m anera compleja y contradictoria”, es decir, la “Vieja C orrupción”, alias el PRI (Corrigan y Sayer 1985: 88-89; Porter 1990:112).

Por tem or de que algunos lectores -e n particular h istoriadores- palidezcan ante estas com paraciones rem otas, acaso traídas de los pelos (Calles como Enrique VIII, E nrique Gorostieta com o el Prín­cipe Chai lie, Portes Gil como el duque de Newcastle), perm íta­seme sugerir un paralelo más sincrónico y, por lo tanto, más acep­table: el fabianismo, que, con su preocupación por los abusos sociales, sus supuestos darwinistas sociales, su em peño por m ejorar la intervención del estado, e incluso su afanosa colección de esta­dísticas, tuvo poderosas resonancias en el México posrevoluciona­

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rio. “Fabianismo, gradualismo, elitismo, jerarqu ía , patriarcado y se- m iveneración ‘del Estado’ son rasgos clave del laborism o y del Par­tido Laborista", generalizan Corrigan y Sayer, ofreciendo una lista ele verificación de los atributos políticos que han de encontrarse abundan tem ente en el México revolucionario (1985:172; cf. Cor­dova, 1973). Recuérdese, por ejem plo, que el p rim er partido au­ténticam ente de masas surgido de la revolución fue el Partido Laborista, de M orones, nom bre que no fue elegido de m anera arbi­traria (Garrido 1986:49). Así que surgen paralelos en dos dim ensio­nes. En el largo plazo, el desarrollo m exicano parece desplegar al­gunos rasgos estructurales que recuerdan m ucho la “revolución cu ltural” de Inglaterra (para usar ese térm ino com puesto). En el corto plazo, el estado revolucionario m exicano parece adoptar al­gunas de las características específicas del fabianism o inglés (para usar o tro) - ta l vez como resultado ele la im itación directa. (Desde luego, en otras partes habrán de encontrarse m uchos paralelos si­milares o aun mejores -p o r ejem plo, si com param os los procesos de cambios posrevolucionarios m exicano y francés.) Me concentro en el caso inglés no porque sea necesariam ente el m ejor o el más cercano, sino porque es el caso analizado en Tile Great Arch. De hecho, las revoluciones inglesa, francesa, m exicana y boliviana os­tentan ciertas características com unes con relación a sus conse­cuencias que harían que valiera la pena hacer un análisis com para­tivo, quizás bajo un rubro amplio como revoluciones “burguesas”.)

Para insistir un poco más en el paralelo inglés, y volviendo a la cuestión clave de la transform ación y legitim ación culturales -q u e yo considero como un punto potencial de discusión en tre Corrigan y Sayer por un lado y Scott por el o tro -, vale la pena recordar los enérgicos esfuerzos de dirección cultural em prendidos p o r el régi­m en revolucionario m exicano. Estos no carecían del todo de an te­cedentes -h ab ía habido intentos en el porfiriato así como por par­te de los liberales y de los borbones. Desde luego, esos esfuerzos envejecieron y quizás se vieron em pequeñecidos p o r siglos de pro- selitismo católico. Pero el régim en revolucionario de México, como sus contrapartes de Francia, Rusia, China y Cuba, se em barcó en un ambicioso program a para “nacionalizar y reorganizar” al pueblo m exicano (H unt 1984). Ello implicaba, por ejem plo, cam biar “los rituales de dom inación [la] dilatada teatralidad del repertorio esta­tal”, com isionar murales didácticos, constru ir m onum entos, rebau­tizar las calles, reescribir la historia, instituir nuevas celebraciones

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(“fiestas seculares" ideadas para conm em orar aniversarios y h »roes revolucionarios), am pliar la educación -especialm ente la educa­ción ru r il—, rehabilitar al indígena ideológicam ente y mezclar indi- genism ojton nacionalismo (Corrigan y Sayer 1985:107; FriedJ; nder 1981; O ’ivlalley 1986; Knigln 1990c).

Que había un proyecto estatal de transform ación cultural p irece indudable. Los revolucionarios, como ya he dicho, creían 1 rme- m ente ein nociones de hegem onía, e incluso de falsa conciencia (si bien no en esos térm inos). Pero, ¿qué tanlo éxito tuvieron? F.n pri­m er lugar, ¿transform aron la conciencia populai', legitim ando al ré­gim en re volucionario? (Y si lo consiguieron, podem os p regun tar una vez más, ¿fom entaron una nueva “mistificación” o “falsa con­ciencia”? O, más bien, ¿com batieron con éxito una legitimación an­tagónica -p o r ejem plo, el conservadurism o católico- gracias a lo cual clestnistificaron, rom piendo los grilletes de la falsa concien­cia?) ¿O¡si proyecto revolucionario fue un fracaso, una fachada de oropel detrás del cual la gente com ún, los campesinos especial­m ente, sfguían descontentos y rezaban a los antiguos dioses, intac­tos por 1 \ nueva legitimación? ¿Se trataba ele un caso, no só o ele ídolos cld trás de los altares, sino de ídolos detrás de altares detrás de murales?

Las respuestas no son fáciles ele obtener, en parte porque la: p re­guntas son muy refractarias, en parte porque apenas se han realiza­do investigaciones al respecto. Es claro que Scott tiene razón al hacer hincapié en que esa aparente sumisión no indica de nin juna m anera lealtad genuina; los m ítines del pri pueden ser tan prefabri­cados com o los de Pathet Lao (Scott 1990:58-61). Y debem os ser siem pre Cuidadosos ele la reificación de “la Revolución” a que estas preguntas tienden. H ubo diferentes revoluciones, y por ende dife­rentes matices ideológicos, aun después ele que el proceso ele nsti- tucionaliiación -y legitim ación tentativa- se puso en m archa. No obstante,j descontando estas im portantes salvedades, creo que pue­de argum entarse que la revolución logró establecer una legitimi­dad parcial: parcial en térm inos de regiones y grupos que resoon- elieron di: m anera positiva a su m ensaje, lo “internalizaron" y se convirtieion en portadores y agentes de la ideología revoluciona­ria, y que; a( hacerlo, con frecuencia m oldeaban y rehacían esa ideo­logía, puesto que, como ya he dicho, ella no era im puesta ele m ane­ra unívoca y vertical.

Por otra parle, algunos grupos im portantes fueron indiferentes

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o francam ente hostiles. En otras palabras, no se clio en el periodo 1910-1940 un proceso de legitimación lineal sino una secuencia de batallas ideológicas, unas violentas y otras pacíficas, unas libradas de m anera local y silenciosa, y otras a escala nacional y ruidosam en­te. También había una escabrosa correlación de posturas en el sen­tido de que cuando, por ejem plo, los revolucionarios adoptaban la reform a agraria y el anticlericalismo, sus enemigos conservadores se oponían a esa reform a y apoyaban a la iglesia. Hacia los años treinta, los problem as internacionales tam bién se habían incre­m entado m ucho y endurecían estas posiciones ideológicas anta­gónicas. La polarización propició las habituales apropiaciones mi- topoiéticas de autoridades y de héroes. Los revolucionarios se rem ontaron a Cuauluém oc, H idalgo y Juárez; los conservadores a Cortés, Iturbide y Alamán. Los prim eros (en algunos casos) ondea­ron la bandera roja; los segundos favorecieron la bandera tricolor o el estandarte de la Virgen de Guadalupe. (A los cristeros la bandera roja sólo les parecía adecuada para los expendios de carne. Véase J. Meyer 1974c:284-85, 287.) Los revolucionarios invocaban la leyenda negra del colonialismo español, y los conservadores denunciaban a los protestantes, masones y gringos. En tanto que las campañas cris- teras (según se nos dice) estaban saturadas de religiosidad católica, y los m ilitantes católicos de la U nión Popular se em peñaban en “penetrar y transform ar desde dentro el tejido de la vida social”, sus enem igos revolucionarios y anticlericales buscaban crear toda una coniracultura, una “religión substituta” que em ulaba las prácticas católicas a la vez que se burlaba de ellas instaurando los Lunes Rojos, las bodas socialistas y las fiestas seculares -estas últimas dedi­cadas no a la virtud, a la m agnánim a usanza francesa, sino más bien a los alim entos nativos, como el coco o el plátano (Friedrich 1980: 156; J. Meyer 1974c:272-81; Jrad e 1989:7; M artínez Assad 1979:45- 48, 125).

Este conflicto por los signos y símbolos (¿nadie ha acuñado toda­vía el neologismo semiornaquia}) ha com enzado a llamar la atención en la historiografía m exicana. (Es de esperarse que, conform e la atención crezca, no estim ulará esa “decodificación”, cerebral y en­rarecida, que se ha puesto tan de m oda en otras partes.) Los histo­riadores tienen que preguntarse cómo y por qué tales símbolos fue­ron adoptados por grupos particulares y con qué grado de éxito y sinceridad fueron enarbolados -p regun tas difíciles, una vez más. A' estas alturas, yo insistiría en tres puntos. El prim ero es que la apro-

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piiición ideológica de los símbolos estaba condicionada histórica­m ente; de ahí que estuviera lejos de ser uniform e. El estado de Tabasco, revolucionario, contrastaba con Jalisco, católico, y, com o ya he m encionado, en cada estado había muchas y complejas varia­ciones. Los factores que determ inaban la lealtad “revolucionaria” tam bién eran variados. Entre los más im portantes estaba una histo­ria de luchas agrarias que, en Morelos, Tlaxcala, La Laguna y partes de M ichoacán, ayudó a crear apoyos para la revolución tanto en su etapa arm ada como en su etapa institucional (aun duran te etapas en que el gobierno nacional frenó la reform a agraria). Con el agra- rismo llegaron -d e m anera general, pero no u n ifo rm e- el apoyo a la educación federal, el anticlericalismo y, hacia finales de los trein­ta, la República española y la nacionalización clel petróleo. Aunque tal adopción de causas revolucionarias con frecuencia fue instru­m ental -hab ía casos de agraristas que se fingían anticlericales, o de grupos cuyo agrarismo era superficial y táctico (]. Meyer 1974c:62; Buve 1990:255, 262)-, sería erróneo asum ir que las lealtades revo­lucionarias en general eran sólo de dientes para afuera, hechas por oportunism o o bajo coerción, como m uchos tienden hoy a inferir. Contra los oportunistas y ventajosos debernos destacar a'los dedica­dos -y, m uchas veces, vulnerables- agraristas que buscaban movili­zar a los campesinos aun en circunstancias hostiles -los d^ Lagos de M oreno, p o r ejemplo (Craig 1983). Por lo tanto, el éxito* en térm i­nos de movilización revolucionaria, dependía en gran m edida de las circunstancias m ateriales locales. No es so rprenden te que la co­m unidad de San José de Gracia -p róspera, mestiza y poblada por terra ten ien tes- despreciara en su mayor parte el agrarism o, en tanto que Mazamitla, su cercana rival, dueña de un pasado indíge­na e insurgente, fuera más receptiva (González [1968] 1972:174-75).

Si el factor m aterial era crucial, las predisposiciones históricas también im portaban. Con predisposiciones históricas quiero decir las actitudes culturales y políticas que distinguían a algunas com unida­des o regiones. Al invocarlos como factores significativos, estoy con­cediendo una cierta autonom ía a “ideología” o “cu ltu ra”, aunque acepto que en esos factores se mezclan (no diría llanam ente que se ocultan) otras consideraciones. Los mensajes revolucionarios eran recogidos con vehem encia -fuese en 1910, cuando la revolución comenzó, o más tarde, cuando procedió a institucionalizarse- por ciertas com unidades, familias e individuos que se alineaban históri­cam ente a la izquierda (otro térm ino taquigráfico), o que -tom e-

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mos un préstam o de la term inología política francesa- adoptaban el partido del “m ovim iento” contra el partido del “o rd en ”. Con ello m e refiero a aquellos que se adherían a la tradición liberal, radical y patriota: aquellos que en el siglo XIX pelearon por la independen­cia, respaldaron a los liberales y resistieron a los franceses, y que en el siglo XX apoyaron a Madero y a Cárdenas.

Por supuesto, hubo m uchas discontinuidades e incoherencias ' en esta larga historia. Pero creo que puede dem ostrarse que, en México como en Francia, ciertas com unidades y regiones adqui­rían, a través de sus experiencias históricas, actitudes políticas y cul­turales de considerable tenacidad (Bois 1971). A unque reforzadas p o r los factores materiales ya m encionados, esas lealtades eran en cierta m edida autónom as y autosustentables. Con frecuencia eran reforzadas p o r la rivalidad con com unidades vecinas de filiación opuesta, y por canciones, sociedades, fiestas y m em oria oral (Loera 1987:35-39). La revolución arm ada de 1910 ayudó a cim entar anti­guas lealtades y a crear otras nuevas. Entretanto, no hay que olvidar que las huestes católicas tam bién hacían proselitismo, reclutaban y cambiaban de composición. En el porfiriato se dio una exitosa aun­que poco estudiada cam paña de proselitismo, especialm ente en los estados del centro y el occidente de México: una especie de con­quista espiritual porfiriana (González [1968] 1972:70-71; García de León 1985:2:21-24; Sullivan-González 1989). Ésta, así com o -y yo supondría, más q u e - la nueva ola de catolicismo “social”, dio a la iglesia y a las bases católicas un apoyo más amplio y más fuerte, que se volvería evidente durante la sangrienta Cristiada de los años veinte. Y ese episodio creó, desde luego, nuevos m ártires y héroes, recuerdos y canciones. No es sorprendente, por lo tanto, que esas bases se opusieran de m anera tenaz a las políticas anticlericales y la educación socialista de los treinta.

Tuvieron tam bién éxito considerable en esa resistencia. Aunque el régim en revolucionario derrotó a los cristeros en el campo de batalla, su cam paña para ganar corazones y m entes no tuvo tan buenos resultados. Parece probable que, en el largo plazo, la edu­cación en México haya servido para inculcar nociones de naciona­lismo. Pero el program a revolucionario de los veinte y los trein ta era m ucho más ambicioso y radical que eso. Por ejem plo, buscaba rom per la influencia del catolicismo sobre el pensam iento mexica­no (especialm ente sobre el pensam iento fem enino), y fracasó casi por com pleto. Buscaba -p o r lo menos en los años tre in ta - fomen-

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tar una “solidaridad” campesina, cooperativa y con concien d a de clase, y ¡tu fracaso fue tam bién mayor que su éxito. Eso no quiere decir que la ideología revolucionaria no alcanzara un arraigo popu­lar ni qille se m antuviera m eram ente como una ideología ele élites -sirviendo, por ejemplo, para un ir a la élite revolucionaria ar te sus enem igas, com o se dice que lo hacen las “ideologías dom inan tes”, aun cuaítido.no alcancen hegem onía sobre la sociedad en ¡;u con­ju n to (Abercrombie, H illy T u rn er 1980; Knight 1992). El p roe litis- mo revolucionario fue m ucho más allá. Pero sus éxitos eran muy irregulares y dependían de circunstancias m ateriales y cult uales ante rio lies. Podemos adelantarnos a advertir que ha sobrevivido una espiscie ele ideología revolucionaria popular, si bien cada vez más re ií endada y contrapuesta con la ideología revolucionaria “ofi­cial” del PRt. Esto se volvió evidente en 1988, cuando la cam p iñ a de Citauhtéimoc Cárdenas claram ente aprovechó las reservas de ipoyo de regiones como La Laguna, en donde el cardenism o había flore­cido cincuenta,años antes.

Esas iradiciones radicales y populares no son ni im posiciones de la élite iii construcciones en teram ente populares. Son una mezcla de ambíiS cosas. Así como el catolicismo, una creación de la ‘Gran Tradición” española, fue adoptado y modificado por la “Pequer a Tra­dición” mexicana (más taquigrafía), así las ideologías seculares Como el liberalismo, el anarquism o y el socialismo fueron transm utadas y particularizadas cuando las abrazaron las com unidades campesinas (Knight 1990c:234, 250). Los nuevos mitos y héroes seculares ingre­saron aljpanteón tradicional: Marx y Madero se codearon con Cristo y la Virgjfn de Guadalupe; a causa de su martirio, Carrillo P ueno asu­mió una apariencia similar a la de Cristo - la incoherencia ríe. arre­draba ai pensam iento popular. Este nuevo sincretismo, edificado sobre otros más antiguos, brindaba un puente entre la cultura elitista y la popular, entre la alta política y la baja, entre las tradiciones Gran­de y Pequeña. Aunque sería una gran exageración hablar d ; una “ideología dom inante”, creo que sería correcto decir que la ideolo­gía de laírevolución brindaba un conjunto ele ideas y de símbol is del que muchos de los actores sociales -n o todos- pudieron adueñarse, abrazad«* y utilizarlo en sus mutuos acuerdos -y en sus luchas.

Al hacerlo, probablem ente esa ideología acrecentó la unid; el po­lítica nacional -lo cual no quiere decir que haya anestesiado a la so­ciedad civil o “mistificado” al pueblo para llevarlo a una miope obe­diencia. A veces sirvió para justificar la represión, para fortale :er la

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cohesión de la estrecha élite gobernante: "la révolulion en clanger”, in­vocada contra la iglesia en los años veinte y contra las compañías pe­troleras extranjeras en los treinta, tam bién pudo ser invocada con­tra el movimiento estudiantil en los sesenta. Pero en otras épocas la ideología de la revolución -igualitaria, nacionalista, populista- ha dado cierta influencia a grupos y dem andas populares. Pues en la m edida en que el partido gobernante afirma gobernar én nom bre de la revolución, no puede burlarse absoluta, flagrante y repetida­m ente de los preceptos populares legados por esa revolución. El año de 1910 fue para México lo que 1688 fue para Inglaterra. "Los grupos gobernantes -observa Scott- pueden verse obligados a asu­m ir la imagen idealizada que presentan a sus subordinados”; los tra­suntos públicos encarnan elem entos en torno de los cuales pueden movilizarse grupos populares y presionar a las élites para que sean coherentes con sus pregonados principios (Scott 1990:54). De ah íla periódica renovación de las políticas “revolucionarias” y el diálogo con el pueblo (son ejemplo de ello la presidencia de Echeverría e incluso el program a de Solidaridad del régimen de Salinas). De allí, tal vez, la no tan abierta represión de los movimientos populares en México, en com paración con Centroam érica o el Cono Sur.

Lo fascinante de la actual coyuntura en la política m exicana no es sólo la brecha entre los preceptos revolucionarios y la práctica real (que no tiene nada de nuevo), sino tam bién -o quizás más aún— el abierto abandono de m uchos de esos principios. M ientras que los anteriores regím enes habían respetado los símbolos aun cuando transform aban sus prácticas, los gobiernos de la década de los ochenta em pezaron a desm ontarlos: pusieron a C ananea en tre las em presas en venta y, de m anera más general, repudiaron el na­cionalismo económico, le dieron la bienvenida al Papa y renegaron clel anticlericalism o revolucionario, plantearon abiertam ente la “flexibilización” -¿ la eutanasia oficial?- del ejido. No fue sorpren­dente, sino que más bien evidenció la persistencia de las lealtades populares revolucionarias, el hecho de que los viejos lemas, epíte­tos y recuerdos resurgieran en 1988 cuando C uauhtém oc Cár­denas, hijo de Lázaro, contendió por la presidencia como candida­to de la oposición. “No querem os seguir siendo títeres del pri” - le escribió una delegación de Oaxaca a Cuauhtém oc. “En lo que a nosotros toca usted es el ganador, y estamos aceitando las armas que usamos en 1910 para derrocar a la dictadura” (Gilly 1989:73).

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I V

En conclusión: Scott y Corrigan y Sayer brindan perspectivas ilumi­nadoras pero contrastantes sobre la historia revolucionaria mexica­na. The Moral Econorny ofrece una sólida explicación fenom enológica del descontento campesino estableciendo sus raíces en circunstan­cias materiales y cambios estructurales al .tiempo que reconoce las di­mensiones morales e ideológicas de-la protesta. Así, el análisis (ético) de los factores materiales y estructurales se vincula con el reconoci­miento (émico) de las demandas, los símbolos y el discurso campesi­nos. “Em bona” bien con el caso, que, por supuesto, es el de una am­plia movilización popular, en el contexto de una revolución social (descriptiva). Con Weapons of lile Weak y Los dominados y el arte de la re­sistencia, Scott ofrece un punto de vista alternativo, derivado de un contrastante contexto sociopolítico (caracterizado por la dom ina­ción de la élite y la sumisión campesina), que retrospectivam ente puede ayudar a nuestra com prensión del porfiriato y de la repentina conmoción, el brusco cambio de discursos, que m arcó su caída. En suma, estos análisis brindan explicaciones sobre el porfiriato, su caída y el breve pero crucial periodo inm ediato en que el m undo se puso de cabeza. Sin embargo, su utilidad disminuye conform e entra­mos al periodo posrevolucionario de reconstrucción, edificación del estado y confrontación ideológico-institucional, especialm ente entre la iglesia y el estado (1920-1940 aproxim adam ente). En este punto, el análisis de Corrigan y Sayer sobre la “transform ación cultural” es sugerente.

Corrigan y Sayer hacen hincapié en la necesidad de contem plar las fases revolucionarias -las revoluciones “descriptivas”- com o epi­sodios, si bien como episodios axiales, den tro de procesos de cam­bio más largos y más amplios. Por ende, dirigen nuestra atención a la transformación secular de la sociedad, la economía, la política y la cultura que se halla subsum ida en la m etáfora del Gran Arco. En México, la revolución arm ada catalizó procesos ele cambio a largo plazo, parte im portante de los cuales im plicaron el continuo cho­que de símbolos e ideologías rivales. Los campesinos fueron prota­gonistas activos -n o víctimas desventuradas- de esos procesos (de allí que Seclaka, una com unidad poco familiarizada con la revolu­ción, no sea un paralelo adecuado). A unque aún estaban claramen- le subordinados -si 110 lo hubieran estado, ya no habrían sido cam­pesinos-, los de México disfrutaban de una autonom ía política y

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una influencia limitadas pero reales. También presentaban m arca­das diferencias regionales y culturales, que no se pueden in terpretar en térm inos de unas causas materiales anteriores sin correr el grave riesgo de recluccionismo. Las circunstancias materiales - la lucha por la tierra, el agua y la subsistencia- eran cruciales, y proba­blem ente fueron los principales determ inantes de inclinaciones y lealtades. Pero, especialm ente en el ancho reino de la religión, la ideología y la cultura, disfrutaban por lo menos de una relativa auto­nom ía, alimentadas y condicionadas por tradiciones y experiencias históricas: la Reforma y la intervención francesa, la “conquista espi­ritual” porfiriana, la revolución arm ada y la Cristiada. En la m edida en que estas experiencias fueron singulares en térm inos históricos, así, en un exam en más detenido, las políticas campesinas parecen revelar “lealtades cambiantes, contradicciones internas, riñas perso­nales, el papel de las personalidades y de las m inorías militantes [...] la pasión, la confusión, la credulidad, el m ito, la anarquía, el ru ido” (Cobb 1972:121).

Estas experiencias, en toda su infinita variedad, d ieron form a a las lealtades de los individuos, familias, barrios, pueblos y regiones -lealtades que, aun fuertem ente condicionadas, no estaban necesa­riam ente determ inadas (ni siquiera “en últim o análisis”) por las condiciones m ateriales, por una coerción ni por la “m onótona com pulsión de las relaciones económ icas”. ¿Todas esas lealtades tan diversificadas, fueran revolucionarias o conservadoras, refleja­ban la “falsa conciencia”, es decir, una traición de los intereses “ob­jetivos” de los campesinos (sin olvidar que los distintos bandos del debate atribuyen la elaboración de la falsa conciencia tanto a los re­volucionarios como a las élites católicas, según la preferencia o el prejuicio)? Tal vez convenga más dejar esa p regun ta a los filósofos morales que a los historiadores.

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Estudios empíricosII

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• REFLEXIONES SOBRE LAS RUINAS: FORMAS COTIDIANAS DE FORMACIÓN DEL ESTADO EN EL MÉXICO DECIMONÓNICO ■ Florencia E. Mallon

“El búho de Minerva, que porta la sabiduría, vuela al anochecer.” Eric Hobsbawm em plea estas palabras en el últim o párrafo de su reciente libro sobre las naciones y el nacionalism o, sugiriendo que los historiadores sólo le prestan atención a un fenóm eno cuando ha pasado su m om ento culminante (Hobsbawm 1990:183). Por ende, quizás sea adecuado que mi análisis sobre la form ación del estado en el México del siglo XIX se titule “Reflexiones sobre las ru inas”. A comienzos de la segunda m itad de los años ochenta, el estado m e­xicano enfren tó un enorm e desafío a su estabilidad. La cam paña presidencial de Cuauhtém oc Cárdenas en 1988 puso en tela de ju i­cio el predom inio del pri durante más de m edio siglo. La respuesta del pri al desafío cardenista duran te el régim en de Carlos Salinas de Gortari consistió en desechar buena parte de la herencia revolu­cionaria plasm ada en la Constitución de 1917. ¿A quién, entonces -ap a rte de los anticuarios-, puede resultarle útil com prender lo que ya ha sido destruido?

Com enzaré por afirm ar que la arqueología de las instituciones políticas im porta a m ucha más gente aparte ele los anticuarios. En tanto que productos de conflictos y confrontaciones previos, las ins­tituciones tienen incrustados en su seno los sedim entos de las lu­chas an teriores.1 Descubrirlo nos ayuda a com prender no sólo la ! historia de cómo se form aron, sino tam bién su carácter actual y su potencial futuro. Desde esta perspectiva, cavar hasta lo más p ro fu n -.. do tam bién puede ayudar a discernir las tendencias contem porá­neas de transform ación, las sendas de destrucción e incluso las con­tinuidades ocultas.

En este in ten to de arqueología política me ha parecido particu­larm ente útil el concepto de hegem onía. Sin em bargo, no igualo hegem onía con una creencia en -o una incorporación d e - la ideo­logía dom inante. En cambio, defino hegem onía de dos m aneras distintas, aunque a veces relacionadas. Según la prim era, la hege-’j m onía es un conjunto de procesos incubados, constantes y en cur- j so, a través de los cuales las relaciones de poder son debatidas, legi- '

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) timadas y ítcdcfmidas en todos los niveles de la sociedad. Según esta definición hegem onía es proceso hegem ónico: puede existir y

> existe en todas partes, en todo m om ento. De acuerdo con la segun­da, la hegem onía es un punto final real: el resultado de un proceso hegem ónico. Se llega a un equilibrio siem pre dinám ico o precario,

--un contrato o acuerdo en tre fuerzas disputantes. Q uienes se hacen ! con el poder rigen, entonces, a través c)e una com binación de coer­

ción y consentim iento. En palabras ele Philip Corrigan y I j t re k Sayer, eso >ís una “revolución cultural": la generación de un provec­to social y m oral com ún que incluye nociones de cultura política

¡ del p u eb ley de la élite.-Si contcflmplamos la hegem onía como un proceso, todos los r ive-

les de la pblítica se convierten en terrenos intervinculados, e|n los que. el poejier es disputado, legitimado y redefiniclo. Unos proye :tos políticos snempre derro tarán a otros, y unas facciones predom ina­rán sobre |f> tras. Las interacciones en tre diferentes terrenos pclíti- cos -p o r ejem plo, en tre las com unidades y las regiones, o entre las regiones yjiel estado cen tra l- no sólo redefinen a cada uno inte ?na- m ente, siíío que tam bién colaboran a reclefinir el equilibrio de fuerzas eribe ellos. En esta constante y com pleja interacción en tre

, terrenos eje conflicto y alianza, existen m om entos de cambio o transform aciones de mayor envergadura: movimientos revoluciona­rios o radicales, m om entos en que, según las palabras de Ja nes Scott, “la cortina es [...] rasgada” (Scott 1985:329). Esos m om entos pueden explicarse analizando la articulación histórica de elifp en­tes procesips hegem ónicos en una coalición o m ovim iento político más ampl^ps.

Aquí esiclonde en tra la definición de hegem onía como resultado final. Los líderes de un movimiento determ inado o de una coali­ción alcanzan la hegem onía final sólo cuando reúnen efectivamente

I legitim idad y apoyo duraderos. Y lo logran si incorporan de m ane­ra parcial as aspiraciones políticas o los discursos de los partidarios del movinjjiento, articulando elem entos ele procesos hegem ónicos previos a su proyecto hegem ónico naciente. Sólo entonces pueden reg ir m ediante una com binación de coerción y consentirm e íto , controlar los térm inos del discurso político a través de la incorpora­ción y de l|i represión, y producir en efecto una revolución cu lú ral.

Un majrco así nos perm ite contem plar el p oder político com o interactivo!, y com prender su acum ulación com o úna serie de pro­cesos incubados e interdepenclientes. Si los conceptos de hegemo-

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nía y contrahegem onía están siem pre ligados, cacla impulso hege- m ónico implica un impulso contrahegem ónico. La hegem onía n o l puede existir o reproducirse sin la constante -au n q u e parcial- in­corporación de la contrahegem onía.3 Las alianzas cam biantes en un nivel afectan las relaciones o coaliciones en otros terrenos polí­ticos. Los discursos y los movimientos políticos continúan ejercien­do influencia y teniendo im portancia incluso después de haber sido reprim idos o hundidos.

En este ensayo, contribuyo a la arqueología política en general m ostrando los efectos subterráneos que tuvieron los discursos y movimientos populares del siglo xix sobre las prim eras décadas del siglo xx, cuando los creadores del estado m exicano encararon difí­ciles decisiones en tre hegem onía y dom inación. Excavo con detalle algunos de los procesos hegem ónicos del siglo xix en la Sierra de Puebla que tienen im portancia directa para nuestra com prensión de la revolución m exicana de 1910. Al concentrarm e en un estu­dio de caso especialm ente rico, puedo com binar niveles de análisis com unales, regionales y nacionales. En las com unidades, los de­sacuerdos en tre las facciones se negociaban constantem ente a tra­vés de separaciones de género, etnicidad, edad, riqueza y d iferen­cias ecológico/espaciales. En la región) los conflictos por el poder reconstruían y redefinían continuam ente el contenido de la cultu­ra política. Y en el nivel ñacmnaT, las élites políticas y económicas luchaban en tre sí por la hegem onía m ediante la construcción de coaliciones suprarregionales que podían conquistar y reconstruir el p o d er del estado. No es posible com prender realm ente la compleji-~j dad de una consecuencia hegem ónica si no es a través de la combi- | nación de estos tres niveles.

La últim a parte de mi ensayo ubica la Sierra de Puebla en un m arco m exicano m ucho más amplio -e n el que los procesos hege­m ónicos p rodu jeron la hegem onía resultante hacia 1940- y se apoya en una com paración con Perú, donde hasta el día de hoy los procesos hegem ónicos han resultado en una refragm entación polí­tica. Al com parar México con Perú no deseo desarrollar el caso pe­ruano de m anera sistem ática' cosa que, desde luego, está más allá de los límites de este ensayo y de este libro, sino destacar los logros específicos del sistema político mexicano en tre 1920 y 1940. Sin duda hay que hacer hincapié en la represión, la violencia y la exclu­sión que form aron parte im portante de las políticas revolucionarias institucionalizadas en México du ran te aquellos años. Pero el colo-

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car a México al laclo de Perú -d o n d e no se ha alcanzado una hege­m onía resultante final en toda la historia poscolonial de ese país-, sirve tam bién para subrayar la exitosa construcción de la sociedad civil y política del México del siglo XX. Asimismo, ello nos perm itirá trazar algunas continuidades políticas que persistieron incluso du ­rante la crisis de los ochenta.

LOS PROCESOS HECEMÓNICOS EN LA SIERRA DE PUEBLA:

LA REVOLUCIÓN DE 1910 DESDE LA PERSPECTIVA DEL SIGLO XIX

Uno de los factores que explican la estabilidad del estado mexica­no posrevolucionario fue su capacidad de llegar hasta el nivel local. Después de 1920, los forjadores del estado revolucionario iniciaron un proceso de articulación que pondría a pueblos y m unicipios en relación directa con el gobierno central. Ese proceso alcanzó su culm inación durante la presidencia de Lázaro Cárdenas, quien ins­titucionalizó la revolución a través de la reform a agraria, la educa­ción socialista, el apoyo a los obreros y el nacionalismo económ ico. Ese habría de ser el stalu quo hasta que en los noventa Carlos Salinas de Gortari revirtiera la mayoría de las políticas revoluciona­rias del estado m exicano.4

Hasta aquí podem os concordar, por lo m enos en un nivel abs­tracto. Sabemos m enos sobre cómo se elaboraron esas políticas y por qué alcanzaron resonancia, aunque conflictiva, a nivel local. Es­pero mostrar, a través del examen de procesos hegem ónicos especí­ficos en la Sierra de Puebla durante el siglo xix, que los elem entos para muchas de esas políticas ya habían sido generados, en pueblos y en ciudades, duran te la “revolución liberal” y la República Res­taurada. El genio de los forjadores del estado revolucionario del siglo XX fue que llegaron hasta el fondo de la reserva de esas tradi­ciones populares. El “gran arco” que construyeron tenía, por ello, sólidos cimientos en la cultura popular local.

EL DISCURSO SOBRE LA TIERRA: LOS EJIDOS REVOLUCIONARIOS DESDE

LA PERSPECTIVA DEL SIGLO XIX

Para com enzar con una de las principales piezas del discurso revolu­cionario mexicano, tom aremos el ejido y la reform a agraria. Como m uestran varios autores de este libro, y com o ya han señalado Jean

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Meyer y M aijorie Becker (joseph y N ugent 1994), las dotaciones es­tatales de ejidos fueron frecuentem ente problem áticas a nivel local. Las dotaciones casi nunca correspondían a las mismas tierras que los campesinos habían hecho suyas a través de procesos locales y personales de trabajo, denom inación y lucha. De hecho, el estado revolucionario, a través de un higienizado discurso oficial de gene­rosidad, se presentaba a sí mismo como el m agnánim o patrón que recreaba las com unidades campesinas a su im agen.5 No obstante estos problem as, la reform a agraria fue un éxito espectacular, en es­pecial del régimen carclenista. ¿A qué se debió?

U na posible explicación es que la política ejidal del estado se vinculaba con anteriores discursos estado-pueblo sobre los ejidos y las tierras de los pueblos, que se rem ontaban por lo m enos hasta la “revolución liberal” ele 1855. Como es bien sabido, las leyes libera­les originales sobre la privatización de las propiedades corporativas se aplicaban tanto a las tierras de la iglesia como a las tierras com u­nales, y convocaban a la privatización de unas y otras, para desarro­llar una sociedad de m ercado de individuos que pudiesen ser com ­pletam ente iguales ante la ley. No obstante, en la práctica, tales principios resultaron ilusorios (J. Meyer 1971, 1984). Por lo tanto, después de la aprobación original de la ley de desam ortización en ju n io de 1856, Miguel Lerdo de Tejada expidió una serie de decre­tos esclarecedores sobre la desam ortización de las pequeñas pro­piedades m unicipales o com unales, que pueden ser considerados como una rein terpretación de la m anera en que podía aplicarse la ley liberal al campesinado com unal y pequeño propietario.

Como lo explicó M iguel Lerdo de Tejada en su circular original y más im portante, dada a conocer el 9 de octubre de 1856, los in­tentos de aplicar las leyes agrarias de ju n io habían generado una serie de confusiones y abusos. Los campesinos más pobres habían sido excluidos del proceso de adjudicación porque no tenían el di­nero para pagar las cuotas necesarias o porque los especuladores se les habían adelantado a p resen tar solicitudes de parcelas específi­cas. Era necesario rem ediar esos abusos y convencer al cam pesina­do pobre con pequeñas propiedades de que la ley se había hecho para beneficiarlo; de otra m anera, “la ley sería nulificada en uno de sus principales propósitos, que era el de subdividir la propiedad agrícola”. Así pues, Lerdo ordenó que todas las parcelas que tuvie­ran un valor inferior a los doscientos pesos fuesen adjudicadas en forma gratuita y necesariam ente a sus propietarios de fado, a m enos

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que ellos ¿enunciaran en form a clara y específica a su derecho a tales parce! as/’

Un mes más tarde, ante un caso que le fue presentado por el po­blado ele liapeji del Río, el presidente decidió declarar la tradición de la propiedad com unal —que él interpretaba como la propieclac de la tierra otorgada a las com unidades indígenas por la corona espa­ñola jun to jcon la prohibición de venderla o transferirla— totalm en­te p ertinen te y legítim a en el contexto liberal. Los pobladores de Tepeji habían solicitado, sólo una sem ana después de la circular original dej Lerdo, que sus tierras com unales de repartimiento n o I ue- sen incluidas entre aquéllas afectadas por los procedim ientos de adjudicación. El presidente respondió:

las lierrits del caso deben ser conservadas y disfrutadas en pro oie- t ciad absoluta por los indios referidos, que reciben ele esta m ar era

el d e re íh o a em peñarlas, rentarlas y venderlas, y a disponer de ellas coi no cualquier'propietario hace con sus cosas, y sin que los m encionados indios necesiten pagar ningún costo, puesto que 110 estáijt recibiendo las tierras por adjudicación, claclo que y;i las poseíari. sino que sim plem ente están siendo librados de imjo :cli- mentosdnaclecuaclos y anómalos vinculados a esa propiedad.

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Con estii interpretación, la legislación liberal sólo modificaba los derechos ej e la propiedad com unal perm itiendo la libre circulación ele las parc elas; por lo demás, la identidad de los propietarios / la tradición cj:e su calidad de propietarios debían perm anecer inim ita­bles.7

En la Si erra de Puebla, la in terpre tación alternativa de la ley agraria liberal, presente ya en los debates en el seno del estado libe­ral, se articulaba con un naciente discurso regional acerca del ;ig- nificado cli: la propiedad. En tres contextos específicos -e l d<: la guerra civil, en tre conservadores y liberales (1858-1861), la iire r- vención frs ncesa (1861-1867) y los conflictos de la República 1¡es- taurada (1Ü67-1868)- los serranos y sus aliackos d ieron form a a su interpretad ón ele “prop iedad” m ediante alianzas y conflictos políti­cos y la práctica discursiva. Pin el discurso que surgió, la propiec acl de la tierral no era ante todo, o de m anera más legítima, una cues­tión de ele reclios individuales o privados, sino que estaba ¡n- terrelacionjida con la historia ele usos y derecho com ún que sé re­m ontaba alia conquista española. Los hum ildes y los indígei as

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tenían una legitim idad mayor en los conflictos de tierras simple­m ente por su estatus: eran propietarios a m enos que pública y ex­presam ente dijeran lo contrario.

El p rim er conflicto que ayudó a dar forma a este discurso fue u na pelea en tre facciones liberales de la Sierra de Puebla, en tre 1859 y 1860, donde la cuestión central era la in terpretación de las leyes agrarias liberales. La facción más radical, dirigida p o r los co­m andantes mestizos de la guardia nacional J u a n N. M éndez y Ra­m ón M árquez Galindo, protegía los derechos de los indios toto- nacas de las com unidades de las tierras bajas de Tenam pulco y Tuzam apan fren te a los vecinos blancos en la adjudicación de tie­rras m unicipales del área de Teziutlán-Tenampulco. En contraste, la facción liberal más m oderada, encabezada por el ex gobernador de Puebla, Miguel Cástulo de Alatriste, apoyaba las pretensiones de los residentes blancos de Teziutlán.

Las tierras que se disputaban distintos distritos o m unicipalida­des eran especialm ente difíciles de definir duran te los procesos de adjudicación. Los agricultores comerciales de Teziutlán habían ren­tado o poseído tierras en estas reg iones—tierras tropicales magnífi­cas para ganado u otros usos com ercial«;- y deseaban privatizarlas. Las m unicipalidades tam poco eran claras en cuanto a la ubicación de las líneas divisorias en tre ellas. Bajo tales circunstancias, los alia­dos de Alatriste en Teziutlán com enzaron un proceso de desam orti­zación liberal del que esperaban beneficiarse, em pleando la in ter­pretación más literal de la ley d e ju n io de 1856: las tierras eran para qu ienqu iera que tuviera la posesión en ese m om ento. M árquez y M éndez, por otra parte, articulaban los reclamos de los pobladores al espíritu de la ley de 1856 tal como estaba representada en los es- clarececlores decretos y circulares emitidos de octubre a noviem bre del mismo año, y respaldaban las acciones de autodefensa de los in­dígenas contra los propietarios blancos que querían adjudicarse las propiedades m unicipales.H

Cuando Rafael Avila -vecino de Teziutlán y funcionario político local nom brado por A latriste- protestó por las acciones de Már­quez en su pueblo, form uló la protesta en térm inos de la prim era in terpretación de la ley agraria liberal. Acusó a M árquez de ofrecer armas a los campesinos de Tenam pulco y El Chacal para expulsar de Teziutlán a los vecinos de las tierras m unicipales, y predijo que habría una “guerra de castas” si Alatriste no adoptaba contram edi- das severas. Tres días después, las predicciones de Avila com enza­

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ron a cumplirse, según su punto de vista, cuando soldados indíge­nas enviados por M árquez invadieron el pueblo e in ten taron arres­tar a los funcionarios locales a cargo del proceso de desam ortiza­ción.!)

No obstante, es ilustrativo contem plar los conflictos desde la perspectiva de la otra in terpretación de la ley liberal. Si el derecho original y legítimo de propiedad era la dotación dada a las com uni­dades indígenas por la corona española, y si en verdad uno de los principales propósitos de la legislación agraria liberal era la redis­tribución de la tierra, entonces los campesinos indígenas de Te- nam pulco, Tuzamapan, El Chacal, Jono tla y poblaciones asociadas tenían más derecho a las tierras m unicipales en disputa que los blancos y adinerados habitantes de Teziutlán. Además, dado que estos campesinos no habían renunciado a sus derechos a la tierra de ninguna m anera legal o explícita, todo proceso de adjudicación que se llevara a cabo en Teziutlán no sólo era ilegítim o sino ilegal. De hecho, a la luz de la circular del 9 de octubre de 1856, Avila y los de su índole bien podían ser considerados como “especulado­res”. En este contexto, las acciones ele los campesinos indígenas cuando in ten taron recuperar sus tierras y cuando trataron de arres­tar a las autoridades políticas encargadas de las adjudicaciones esta­ban justificadas legalmente.

Durante la intervención francesa, esta interpretación más popu­lar y populista de la política agraria liberal se articuló con la defensa de la nación y la lealtad al estado-nación. En marzo ele 1864, cuando los serranos ele Puebla se hallaban bajo el ataque de las fuerzas in­tervencionistas, el com andante militar de Zacapoaxtla, José María Malclonaclo, emitió una circular para los com andantes de las pobla­ciones indígenas ele Xochitlán, Nauzontla y Cuetzalan. El principal objetivo ele Malctonado era explicar las leyes de reform a, cuyos pri­meros beneficiarios, decía, eran las clases humildes. Las leyes agra­rias liberales estaban hechas para salvarlos de los abusos de la élite sacerdotal y para ciarles acceso a la tierra. En el contexto de la inva­sión extranjera, a Malclonado le interesaba, por supuesto, acrecen­tar las bases de la resistencia popular (cf. Mallon 1995, capítulos 2 y 4). Pero aquí lo que más nos interesa para nuestros propósitos es que el discurso sobre la tierra contenido en su circular conectaba con las circulares nacionales y las resoluciones de octubre-noviem ­bre ele 1856, y con las articulaciones que se dieron en el conflicto ele 1859-60 entre Méndez y Alatriste.

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Según M aldonado, el propósito de las leyes de desam ortización era “convertir la propiedad nacional en propiedad privada, enri­queciendo así a m ultitud de familias”, y “las tierras com unales de los poblados deberían distribuirse entre los indios en partes iguales para satisfacer sus necesidades sin que tengan que pagar nada". No obstante, pese a sus esfuerzos por hacer cum plir estas disposiciones de la m anera más justa posible, algunas personas creían que sus in­tereses habían sido lastimados, en particular aquellos que, “abusan­do de la autoridad que tenían, se habían apoderado de las tierras com unales que había en la sierra, en detrim ento de los poblado­res”. Por lo tanto -d ijo a las autoridades de los pueb los- era su ta­rea hacer cum plir la )ey y asegurarse de que todos los terra ten ien­tes blancos (de razón) y aquellos que poseyeran más de una fanega de tierra (equivalente más o m enos a 6 500 m-) pagaran los im­puestos necesarios para que sus adjudicaciones fueran legales. Quienes se resistieran perderían el acceso a la tierra, que se reparti­ría entonces en tre los pobres.10

Hasta aquí, M aldonado se basaba en discursos alternativos exis­tentes, seleccionando algunos m iem bros de la com unidad, indíge­nas pobres, com o aquellos que tenían especial derecho de que se les hiciera justicia de acuerdo con las reformas. Al igual que en los ejemplos previos, en su análisis la propiedad se hallaba com pensa­da por la justic ia y situada en el contexto de la redistribución y de un com prom iso con la igualdad. Pero M aldonado fue aún más allá: vinculó el derecho a la propiedad con la defensa de la nación. “Puesto que los traidores han dem ostrado no m erecer conside­raciones por parte del gobierno -co n c lu ía - a todos aquellos que posean tierras com unales en los pueblos y no busquen el perdón inm ediatam ente se les despojará de sus tierras que serán repartidas [entre los pobres]”.11

Al vincular la defensa de la nación con el derecho a la propie­dad, M aldonado abrió una nueva línea de razonam iento acerca de las tierras de los poblados. La propiedad no era ya un m ero asunto particular sino que se reincrustaba en el tema de la conducta colec­tiva, el bien com ún y las responsabilidades de la com unidad. La co­m unidad y sus representantes tenían el derecho de juzgar quién era m ereced o r y qu ién no, de acuerdo con princip ios político- morales. Aquellos que defendían la nación -soldados de cualquier ran g o - tenían, por implicación, derecho a la tierra.

Un pronunciam iento análogo tuvo lugar en diciem bre de ese

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mismo año! cuando el gobernador de Puebla, el liberal Fernando María Orte!»a, firmó un decreto concediéndole al poblado serrano de Xochiatíulco los derechos de propiedad formal sobre las dei as de las haciendas Xochiapulco y La Manzanilla, así com o sobre las tierras del ¡para entonces extinto poblado de Xilotepec. O rtega tam bién le Concedió estatus de m unicipio independien te a X oclia- pulco, com jirtiéndolo en una villa en vez de un simple pueblo, y dán­dole el ííonjibre de Villa del Cinco de Mayo. Como lo dem uestra rse nuevo norribre, el decreto sejustificó en un discurso sobre los dere­chos de propiedad , la recom pensa para los “buenos” ciudadanos y sobre com í el estado podía conceder la tierra en ese contexto. Las tres justificaciones que aparecían al principio del decreto eran: oue el estado te¡inía derecho de recom pensar los servicios de ciudadanos y poblaciones; que los habitantes de Xochiapulco habían “brindado destacados ¡servicios en la noble causa de la independencia ele M é­xico y sus saldados se habían distinguido, en tre otras brillantes; ac­ciones de gjíierra, en la gloriosa batalla del 5 de mayo", y que, p o r el bien públirio, a veces era necesario apoderarse de una p ropiedad , tras evaluaiUa y pagar su precio justo. En el decreto el estado apare­cía como el m ediador en tre Xochiapulco y los hacendados. El acce­so a la tierrji para todos los m iem bros de la com unidad quedaba, le­gitimado a j través de una serie de justificaciones imbricadas, debido al papel cl<!l poblado en la resistencia contra los franceses, pero tam bién, según su rango, para los soldados que habían com batido el 5 de m a jo .12 Por lo tanto, a final de cuentas la contextualización de la p ropiedad privada y dél acceso a ella im plicaba cuestiones de servicio a \ í nación y a la com unidad.

U n tercisr m om ento en el desarrollo de los discursos local y regional sobre la tierra tuvo lugar en el periodo de la posgue ra inmediata,j du ran te la consolidación de la República Restaúra la. M ientras fiie gobernador provisional del estado de Puebla, en agos­to de 1867,1 Juan N. M éndez alentó interpretaciones más populistas de los cleréchos de propiedad m ediante el nom bram iento de tina comisión, encabezada por el general náhuatl Juan Francisco L ü;a, p a ia supervisar la adjudicación de las tierras com unales en el ár ;a. Basados ert los discursos regionales elaborados du ran te la gue ra civil y la iritervención francesa, las com unidades de la Sierra de Puebla respondieron vinculando el derecho del pueblo a la tierra com unal con su valentía y sus contribuciones a la causa de la repú­blica. La relación en tre estos diversos m om entos discursivos y p o -

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Uticos era especialm ente clara en casos en los que ya se había enta­blado un debate sobre los derechos de propiedad, como en Tenam- pulco, Tuzam apan y Cuetzalan.

En marzo de 1867, mientras la lucha continuaba, los poblados de Jonotla, Tuzamapan y Tenam pulco -e l mismo que se había unido con M éndez en 1860 para p ronunciar un contradiscurso liberal acerca de la tie rra - se reun ie ron en una asamblea com unal para reflexionar sobre la circular dél gobierno liberal acerca de la desa­mortización. Las tres com unidades estaban de acuerdo con la de­sam ortización siem pre y cuando se cum plieran las siguientes con­diciones: que todas las adjudicaciones recayeran en los vecinos del poblado o del distrito, que la desamortización de la parcela en pose­sión de los vecinos se hiciera sin cargos y que todos los problem as de dem arcación y usurpaciones se resolvieran de inm ediato y con justicia. Pero quizás lo más interesante era la justificación que se daba para la exención de cargos en la adjudicación. Puesto que los pueblos habían colaborado de m anera asidua y habían pagado todos sus impuestos duran te la década de 1860 -es decir, durante las guerras-, ahora tenían derecho a sus propiedades sin cargo alguno. Jono tla y Tuzam apan m encionaron en especial los mil trescientos pesos con que habían contribuido a la resistencia en 1863, m ientras que Tenam uco recordó haber sido siem pre puntual en el pago de sus im puestos, además de haber proporcionado m ano de obra para construir un hospital rural en Espina.13

En Cuetzalan el debate sobre la desamortización de las tierras com unales se intensificó en 1867. En 1862, las autoridades com u­nales del barrio indígena de Tzicuilán, en Cuetzalan, habían dirigi­do u n a petición a José M aría M aldonado que era el com andante m ilitar en Zacapoaxtla. Se quejaban de que algunos vecinos nuevos en Cuetzalan habían dejado que su ganado dañara los cultivos del barrio y que, dada la reputación de M aldonado “po r [sus] ideas [...] sum am ente liberales”, sin duda “se inclinaría [...] a ser un de­cidido partidario de los débiles y en especial de la raza indígena, que había sufrido siem pre [a m anos de] sus dom inadores...”

M aldonado, en efecto, se com portó como correspondía a su re­putación liberal y consiguió un acuerdo en tre los pobladores de Tzicuilán y los tres vecinos blancos, que estipulaba la necesidad de re tira r del área todo el ganado y ren ta r algunas tierras com una­les a dos de esos tres vecinos duran te un periodo de cinco años (Thom son 1991).

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Sin embargo, para enero de 1868 los arrendatarios blancos esta­ban listos para desam ortizar sus parcelas y los pobladores indígenas de Tzicuilán se rebelaron contra lo que consideraban un continuo abuso de sus derechos com unales sobre la tierra. H aciéndose eco de las consideraciones sobre el derecho a la propiedad aireadas en las anteriores interpretaciones ele las leyes agrarias liberales, hechas por las com unidades de Tuzamapan y jono tla , el capitán de la guar­dia nacional en Cuetzalan, Francisco Agustín, dejó muy claro en su carta a Ignacio Arrieta, je fe político del distrito, que la gente del ba­rrio de Tzicuilán consideraba que tenía derecho a las tierras com u­nales por su lealtad y relación con la facción del populista M éndez en la política estatal (Thom son 1991:221-26; la carta de Agustín aparece citada in extenso en la página 222). Y esa asociación se basa­ba a su vez en la com pleja construcción ele un discurso liberal po­pular sobre la tierra, desde la década de 1850.

Así, hacia finales de los años sesenta y setenta, las com unidades del centro y el oriente de la Sierra de Puebla propugnaban una in­terpretación colectivista, orientada al estado, de la ley agraria liberal. D urante los veinte años precedentes de lucha habían aprend ido a esperar dos cosas: prim ero, que los campesinos tenían derechos originales e irrevocables sobre sus tierras com unales, que les ha­bían sido concedidos por el estado colonial, y segundo, que el esta­do podía intervenir legítim am ente para garantizar esos derechos contra los terratenientes rapaces, en especial cuando los campesi­nos eran particlai'ios leales de la nación. Tal com o fue form ulado po r el estado liberal y las com unidades campesinas du ran te los años cincuenta y sesenta, ese discurso liberal alternativo sobre los de­rechos de propiedad desafiaba otros enfoques, más orientados hacia el m ercado. Sin em bargo, al mismo tiem po, tenía una firm e base en las circulares esclarececloras dictadas por Lerdo en octubre y noviem bre de 1856 y en la política local form ulada en la sierra a lo largo de los años sesenta.

Durante la República Restaurada y en la segunda m itad del por- firiato, los planificadores liberales volvieron a darle prioridad a de­finiciones de la propiedad de la tierra puram ente orientadas al m ercado. En ambos casos, el resultado sería la rebelión campesina. Los principios del liberalismo popular sólo resurgieron a nivel na­cional en las décadas posteriores a la Revolución. En los veinte, eran visibles en el canje de concesiones agrarias por lealtad hacia la nación; en la década de 1930, en la legítim a intervención del esta­

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do para garantizar los derechos com unales originales sobre la p ro ­piedad del ejido. Durante esos años el genio de la reform a agraria consistió en resucitar los discursos y aspiraciones populares presen­tes desde la década de 1860.

PROCESOS HEGEM ÓNICOS EN LA SIERRA DE PUEBLA:

EL CASO DE LA EDUCACIÓN

En el área educativa hubo reverberaciones parecidas en tre el dis­curso liberal decim onónico y la política posrevolucionaria. Algunos de los ensayos incluidos en la versión en inglés de este libro y otros trabajos locales sobre la educación posrevolucionaria han com en­zado a exhibir los efectos contradictorios de los program as estata­les. En los veinte y los treinta, los esfuerzos del estado por expandir la educación se com binaron con intentos de capacitar a las pobla­ciones campesinas e integrarlas a la sociedad y a la econom ía nacio­nales, con propósitos, m enos loables, de control social. La respues­ta de las poblaciones locales en ambas décadas tam bién fue variada. M ientras que algunos recibieron con beneplácito los intentos de m ejorar y transform ar la vida local, otros se resistieron m ediante el ausentism o, el asesinato de maestros o, en los años veinte, la rebe­lión cristera.14 Como lo m uestra claram ente Elsie Rockwell en su ensayo (Joseph y N ugent 1994), cada escuela local posrevoluciona­ria se construía a través de procesos cotidianos de conflicto y con­troversia. Pero aquí tam bién hay fuertes paralelismos con lo que ocurría anteriorm ente en la Sierra de Puebla.

En la región central de la Sierra de Puebla, en tre 1867 y 1872, los funcionarios locales trataron de abrir escuelas prim arias públi­cas en diversas m unicipalidades del distrito de Tetela. Ese esfuerzo fue, en parte, respuesta a las aspiraciones populares que veían en la educación una m anera de abrir puertas al éxito, la participación y la ciudadanía. Incluso antes del final del Segundo Im perio, la gente del barrio de San Nicolás había escrito al Concejo M unicipal de Tetela acerca de su deseo de abrir una escuela primaria. Luego de explicar que habían ahorrado cien pesos de un proyecto agrícola com unal, vinculaban el advenim iento de “una paz estable y durade­ra” con la “prosperidad y el progreso ilustrado” que esperaban que les proporcionaría una escuela prim aria. A juzgar p o r el núm ero de escuelas que se abrieron en el m unicipio de Tetela en tre 1867 y 1870, tales aspiraciones ei'an com partidas por m ucha gente. El que

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hubiera fojidos para abrir un núm ero tan gránele de escuelas en un m om ento ¡de gran pobreza y escasez, tras quince años de gue rra civil e intervención extranjera, es p rueba de la p ro fund idad de las esperanzad puestas en la educación.15

Pero tal como se puso en práctica en esa región duran te ¿cue­llos años, ja apertu ra de escuelas tam bién se convirtió en una ma­nera de edseñar a la gente a m archar al compás del estado. Los niños necesitaban ser educados en los m odos de la “civilización”: llegar a la jíscuela puntuales, ap render el respeto, darle a la esc uela una prioridad más alta que al calendario agrícola o a la econom ía de la familia. Casi de inm ediato, a m edida que los maestros ex|: eri- mentabanj la frustración de una baja asistencia y una aparen te des­preocupación por aprender, surgió la cuestión de la im posición y de la vigilancia. En ese contexto, la educación ya no era una aspira­ción popular al progreso, bajo formas y con calendarios que el¡ pue­blo controlase. En vez de ello, se convirtió en un discurso ppten- cialmente! racista y autoritario sobre la necesidad de forzar ,a los pobladoras ignorantes o religiosos, indígenas casi sin excepción, en contra dei su propio ju icio y por su propio bien, a que ingresa ran en la esfera ilustrada de la “ciencia”. Y fueron los intelectuales oriundos ¡de los diversos m unicipios de Tetela de O cam po —n aes- tros, jueces de lo civil, funcionarios m unicipales y funcionarios de las comisibnes locales ele enseñanza púb lica- quienes se pusiere n al frente de ¡:sa batalla y ayudaron a definir el rum bo que tomaría.

La actiiud que los maestros adoptaron era casi de misionero.;. Se trataba déi llevar el entendim iento , el saber y la civilización a íes ig­norantes. En m uchos casos ellos mismos hacían sacrificios viviendo en condiciones muy pobres para enseñar. Sin duda debe haber sido difícil, en tal situación, no tom ar como algo personal las auser cias y demás Obstáculos. Y esto, que fue válido en las décadas de 1;860 y 1870, igualm ente lo sería en las décadas de 1920 y 1930.

Un cas¡c> particularm ente revelador fue el de Valentín Sánchez, m aestro de la escuela del barrio de San José, quien envió una carta al Concejil Municipal de Tetela en octubre de 1871. En ella explica­ba que h¿ibía estado enseñando en San José desde abril de 1370. Los padres y las autoridades políticas no habían m ostrado sino indi­ferencia, ¡:on el resultado ele que “los avances de los jóvenes han sido pocoti e insignificantes”. Sánchez confesaba sentirse avergonza­do durante las visitas ele la comisión local de enseñanza pública porque e a incapaz de m ostrar mayores progresos. “Pero, (qué

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puede hacer un m aestro -se p reg u n tab a- cuando los m uchachos sólo vienen cuatro, seis u ocho días en el curso de todo un mes?" Tan p ron to com o aprendían las lecciones, las olvidaban. De los cuarenta y dos m uchachos inscritos en la escuela, veinte sim ple­m ente no se presentaban. El resto sólo aparecía de vez en cuando. A unque ya les había escrito a las autoridades locales, éstas no ha­cían nada. Si no se podía hacer algo, concluía Sánchez, se vería obligado a renunciar. El 21 de octubre, nueve días después de su solicitud original, el Concejo Municipal pidió a la comisión local de enseñanza pública “llevar el caso a la corte correspondiente, de ma­nera que los niños com iencen a asistir a la escuela o qué>'sus padres reciban el castigo apropiado”.115

A veces la situación podía llegar a la confrontación personal. Do- naciano Arriaga, m aestro en La Cañada desde 1867, presentó una queja ante el m unicipio de Tetela en febrero de 1871. Su problem a era familiar: los m uchachos se ausentaban de la escuela; cuando iban, llegaban tarde, y los padres no cooperaban. La diferencia en este caso fue que Arriaga acusó a un padre, Antonio Tapia, de orga­nizar a los otros padres en contra suya, con la intención de quitarlo de su puesto. Según el maestro, la única razón por la que Tapia se oponía, era que “constantem ente regañaba a los niños por la insu­bordinación a la que están acostumbrados, los hurtos que no faltan, las bromas, y otras diversas cosas que hacen sin cesar”.

Arriaga sentía una profunda responsabilidad por los niños y pare­cía concentrar en Tapia y su hijo el origen de todas sus dificultades. Decía que no podía disciplinar al hijo de Tapia, porque cuando lo hacía su padre se quejaba “públicam ente de que los niños son mal­tratados de m anera injusta y por ello es que no adelantan con el ac­tual m aestro”. También utilizaba al hijo ele Tapia como ejem plo de su honda frustración cuando los padres no enviaban a sus hijos a la escuela con regularidad aunque éstos estuvieran avanzando.

Varios de los m uchachos que ya escriben, y principalm ente éste [el hijo de Tapia] debido al trabajo que su padre le obliga a hacer, llegan a la escuela a las once de la m añana y por la tarde a las cuatro [...]

O tra d iferencia en este caso fue que se solicitó al juez de paz de La Cañada que investigara y escribiera un inform e en el que confir­mó las ausencias, los retardos y la insubordinación de los niños, y

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dijo que ello sucedía con el consentim iento de los padres. También inform ó sobre una entrevista personal con Arriaga y con Tapia. En esa reunión Tapia reconoció que, ju n to con otros dos padres, había tratado de fundar una escuela privada. Pero se disculpó diciendo que cualquier cosa que pudiese causar problem as había sido “p o r enojo y sin reflexión” y que no volvería a hacerlo. El ju ez de paz fi­naliza su inform e con la confirm ación de que varios padres habían acudido a su oficina solicitándole una reunión de barrio para fun­dar una escuela privada, pero que él había rehusado. El 25 de marzo, más de un mes después de la prim era queja de Arriaga, la comisión local sobre enseñanza pública le pidió al juez que acorda­ra una reunión con los individuos implicados en el caso para deter­m inar las culpabilidades y los castigos correspondientes.17

El caso de Donaciano Arriaga y la escuela de La Cañada perm ite observar lo que ocurría en la mayoría de las confrontaciones en tre los padres, los maestros y los funcionarios municipales. U n com po­nente crucial en la mayoría de esos casos, pero especialm ente claro en el de La Cañada, era la lucha en tre los padres y los m aestros sobre e l dem po que los niños trabíyaban. En la econom ía agrícola local,, el control de los padres sobre el tiem po de trabajo de los hijos era muy frecuentem ente clave para la organización y la di­visión del trabajo y para el sistema de autoridad patriarcal (Mallon 1995, capítulo 3). La interferencia de forasteros, fuesen m aestros o funcionarios municipales, era a la vez mal vista y potencialm ente peligrosa. Así, la cuestión no era si la educación es deseable o no en abstracto, sino máft bien quién controlaría el proceso educativo y quién pagaría el mayor costo.

En este contexto, los debates a propósito de las escuelas privadas son especialm ente íeveladores y denuncian claram ente cóm o se m anejaban las escuelas públicas a nivel local. Tal como la p lan tea­ban los maestros, las autoridades m unicipales y las comisiones de enseñanza pública, la educación no servía a las necesidades de la población, y a pesar de ello obligaba a que la econom ía familiar pa­gara la mayor parte del costo. Y si las cosas eran así, ¿por qué no fundar escuelas privadas? Desde la perspectiva de los padres de La Cañada, una escuela privada les perm itiría controlar el proceso a quienes pagaban los costos más elevados.

No obstante, a los m aestros locales y las autoridades políticas que se hallaban en m edio de la refriega les resultaba difícil ver las cosas bajo esta luz. En vez de ello, tendían a tom ar tales conflictos

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ele m anera muy personal. Se explicaban la situación a través de imágenes de sí mismos en las que se veían luchando por llevar la ci­vilización al ignorante. En X ochiapulco, esas imágenes oponían una “ciencia” superior a las supersticiones asociadas con la “reli­g ión”, como puede observarse en un conflicto ocurrido en 1870 en tre el barrio de Cuauximaloyan y la cabecera de Xochiapulco.

A comienzos de diciem bre de ese año, diez vecinos de Cuau­ximaloyan se quejaron con el jefe político del distrito de Tetela de que su cabecera municipal les había prom etido proporcionarles fondos de la tesorería municipal si querían fundar una escuela. Sin em bargo, lo que había hecho era exigir un im puesto m ensual de un real p o r persona para patrocinar la escuela que se hallaba en la cabecera. Por lo pronto, la gente de Cuauximaloyan estaba en la po­breza, “sin semillas, sin maíz y sin nada más porque todo se había perd ido con la revolución”. Le p idieron al jefe que les perm itiera conservar su dinero para pagar su propio m aestro.18

U na sem ana después el juez m unicipal de Xochiapulco respon­dió encolerizado. A su m anera de ver, el barrio de Cuauximaloyan había acordado ya que la educación prim aria era lo suficientem en­te im portante para justificar la contribución de un real por perso­na. Sin embargo, tras haber aceptado en una asamblea pública, ha­bían presentado una petición al jefe político. Gente que había sufrido aún más que los vecinos de Cuauximaloyan, insistía el juez, no rehusaba pagar el im puesto. Lo que en realidad sucedía, según la conclusión del juez, era que

están más interesados en constru ir una iglesia que no necesitan que en construir el más augusto de los templos, el consagrado a la ciencia. Para construir la prim era, ha habido y hay un peso [ocho reales] por persona; pero para el segundo, no hay ni si­quiera un real por mes para la educación de sus propios hijos; además, cuando se trata de dar para la educación, hay m ulti­tudes de ancianos, hay m uchos que están enferm os, o que son pobres, pero no así para la iglesia...19

El asunto de la religión era im portante y polém ico en Xochia­pulco, un pueblo que le debía su existencia misma a la “revolución liberal” de 1855. Por otra parte, cuando D inorin acusó a los habi­tantes de Cuauximaloyan de preferir la religión a la educación, lo hizo en el contexto de una discusión pública ya existente que había

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concecliddi tanto a la iglesia como a la escuela una legitimidad p íbli- ca equivaliente, en el sentido de requerir labor com unal para anbas. De hecho, tan sólo un mes antes de la confrontación con Cuau- ximaloyarí, el alcalde interino de Xochiapulco le había escrito al jefe político dj: Tetela solicitándole permiso para organizar una fie!;ia la­boral coniunal para construir una pequeña casa o santuario p a n los santos despueblo. Una vez que la escuela prim aria quedó term inada -explicaba el alcalde- el concejo municipal había decidido q ú r de­bería invitarse a los mismos vecinos que la habían construido

para cooperar con trabajo voluntario [...] de m odo q u e d e la mismajímanera en que pueden ayudar para constru ir una casita en dorjlcle pro teger a sus santos, que a causa de la guerra lo ; en­tonces} enemigos ele los intereses del pueblo llevaron al barrio de Las Lo mas, donde fueron abandonados, sin la veneración d i sus propietarios.

Así, las anteriores discusiones com unales no habían privilegiado la educación p o r encim a de la religión, salvo para conceder que se construyera prim ero la escuela; tanto una como otra eran conside­radas legjítímas. En realidad, al denigrar a Cuauximaloyan po r su devoción a la religión, D inorin estaba atando los cabos anticleri­cales presentes en el liberalismo, y em pleándolos para desviar la atención ¡sobre im portantes asuntos subyacentes. La lucha con el pueblo cl¡> Cuauximaloyan no estaba relacionada con el esqi ema educación contra religión, p o r lo m enos no en sentido abstracto, sino con ;1 control clel barrio sobre las escuelas y el uso equii uivo de los impuestos en todos los barrios del m unicipio.

El jefe! político com prendía la im portancia de esos asuntos sub­yacentes, V su resolución del conflicto lo puso en claro. Decidió que a partir dííl 1° de enero de 1871, Cuauximaloyan tendría su propia escuela. Él concejo m unicipal de Xochiapulco nom braría un maes­tro para la escuela y fijaría su salario, que pagaría la tesorería m uni­cipal. Los:!habitantes de los barrios de Cuauximaloyan y de A; tlán continuarían contribuyendo a los gastos educativos a través de im­puesto de C hicontepec, de la misma m anera que los habitantes de la cabeceia seguirían pagando. Si ese im puesto no bastaba para cu­brir los gastos de todas las escuelas, el concejo m unicipal encontra­ría la m anera de saldar la diferencia recurriendo a otros fondos, distribuyéndolos equitativam ente en todo el m unicipio.21

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Es indudable que el jefe político en Tetela estaba ocupadísim o con disputas de esa naturaleza. Meses antes, en 1870, Juan José Galicia, un indio totonaca de Tuzam apan, había protestado ante el jefe por el castigo que había recibido de manos del alcalde del pue­blo. 01 alcalde, José Galván, se quejó ante el jefe de que éste no le pidiese' a él un inform e antes de escuchar a Galicia. Al parecer, Ga­licia había sacado a su hijo de la escuela prim aria una vez que el m uchacho llegó a un nivel avanzado, “leyendo bastante bien, escri­biendo con un nivel de segundo grado y en religión había llegado a aprenderse el Padre N uestro”. Galván había castigado a Galicia, quien fue entonces a Tetela a protestar, en donde consiguió que el jefe político le escribiera a Galván una carta privada diciéndole que dejara de m olestarlo. Según Galván, cuando Galicia regresó a Tu­zamapan

em pezó a decirle [a todo m undo] que sólo aquí se m olestaba a la gente, que en Tetela nadie decía nada y dejaban que los niños dejaran la escuela, y que se ha m etido tal desorden que [los niños] han em pezado a padecer m uchos resfríos, como lo p rue­ban las listas de asistencia y las cotidianas ausencias que yo he in­cluido, de m anera que usted pueda responder d iciéndom e qué debo hacer: si debo dejarlos en esta situación o si debo obedecer la ley relativa a las escuelas [públicas].

A lo largo del docum ento, Galván parece más interesado en afir­m ar su autoridad que en el progreso de la educación, y justifica sus actos y su conocim iento superior m ediante la denigración incesan­te de las familias totonacas. Explica que las autoridades se vieron forzadas a castigar a las familias por no enviar a sus hijos a la escue­la, y que habían tenido éxito a pesar de graves dificultades, com o lo probaba el hecho de que los niños, “a pesar de ser totonacas hipó­critas y cerrados, han adelantado m ucho”. Después justifica sus prácticas autoritarias aseverando que, desde su punto de vista, tenía el deber de llevar la educación a la gente a pesar del torpe criterio de ésta, “dado que como indios totonacas lo que es bueno les pare­ce m alo”.22

En Xochiapulco y Tuzam apan los conflictos y las tensiones exis­tentes eran utilizados por los intelectuales locales para explicar -d esd e su punto de vista- por qué la población local se resistía a la educación. Ya fuera que el conflicto previo tuviese que ver con la

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religión-, como en Xochiapulco, o con negociaciones étnicas p o r el pocler local, como en Tuzam apan, la cuestión subyacente no era la educación per se sino la m anera en que era im plem entada y con­trolada. 23 En el discurso de los intelectuales locales, las protestas de los vecinos por su falta de control sobre el proceso, su deseo de en­contrar maneras de acceder a la educación y de organizaría de m a­nera equitativa por encim a de las líneas étnicas y de los distintos ba­rrios, se transform aron en prueba de su ignorancia, de su falta de entendim iento. Después, esa ignorancia fue considerada com o su­perstición, en el caso de Xochiapulco, y com o inferioridad racial, en el caso de Tuzamapan.

En ambos casos, quizás podam os com prender la frustración e im paciencia de los maestros locales y de los funcionarios m unicipa­les cuando, después de m uchos esfuerzos y sacrificios, se conseguía una escuela, sólo para que los padres se resistieran a que sus hijos acudieran. Y sin em bargo, desde la perspectiva de los propios pa­dres, los discursos de ilustración y civilización superior, las justifica-

, ciones de que era “p o r su propio b ien”, provenientes de la frustra­ción de las autoridades, eran cualquier cosa, m enos liberadores. De hecho, tales discursos yjustificaciones podían fácilm ente vincular a los intelectuales locales que m aniataban a los pobladores con redes más vastas de complicidad y control social que surgieron en México después de 1867.

Las luchas alrededor de la “revolución liberal” de 1855 ayudaron a afilar una serie de discursos racistas sobre el control social que se utilizaron de m anera muy difundida, tanto por conservadores co­mo por liberales, para justificar la represión de los movimientos sociales agrarios. Los reprim ieron m ediante la “otrificación” de la población campesina ind ígen a-id en tifican d o a los cam pesinos in­dígenas con la ignorancia, la superstición, la falta de ju icio político y la tendencia a la violencia y el pillaje. Los conservadores se valie­ron de estos discursos como justificaciones de sus políticas corpora­tivas y autoritarias: dada la gran población cam pesina indígena, se igualó democracia con m atanza y carnicería; México no estaba listo para políticas de participación amplia. En su em peño por controlar el poder político, los liberales articularon discursos similares: los campesinos no sabían cómo actuar públicam ente; necesitaban un liderazgo fuerte; cuando se les dejaba a sus propios recursos, el único resultado era la anarquía.24

Los discursos locales sobre educación se vinculaban especial-

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m ente bien con las variantes liberales. En ese contexto, los cam pe­sinos indígenas no estaban listos para participar en la esfera públi­ca; an teponían sus intereses familiares y sus creencias religiosas al deber cívico de educar a sus hijos. En ese contexto, el racismo se convirtió en un discurso incubado de control; los intelectuales loca­les, regionales y nacionales de tendencia liberal tenían la obliga­ción de educar a las masas a pesar de ellas mismas. Los liberales te­nían que crear al ciudadano, a través de un proceso de educación y vigilancia continua.

Las campañas educativas de la segunda y la tercera décadas del siglo XX parecen una espectral repetición de m uchas de estas cues­tiones. La com binación de educación y vigilancia, de capacitación mezclada con control social, tam bién se halla presente en las cam ­pañas de maestros m isioneros de los años veinte y en el movimien­to de educación socialista de los treinta. Y tam bién la com binación ele entusiasm o local y resistencia. En cierto sentido, estas últimas campañas tuvieron éxito porque vincularon los debates ya habidos en la sociedad de esos pueblos, con cuestiones y asuntos surgidos de m anera continua durante seis o más décadas. Pero la clave del éxito del estado posrevolucionario en las com unidades campesinas sería la alianza con los intelectuales locales: maestros y funcionarios políticos que a lo largo de los años se habían considerado a sí mis­mos solitarios com batientes contra la ignorancia y la superstición. Esas personas serían cruciales, no sólo en las cam pañas educativas, sino tam bién en la reconstrucción de las políticas locales.

AUTONOMÍA MUNICIPAL Y HEGEMONÍA COMUNAL:

PATRIARCADO DEMOCRÁTICO EN LA SIERRA DE PUEBLA

Ju n to con la tierra para los que la trabajan, la au tonom ía política ha sido reconocida desde hace m ucho tiem po com o el segundo in­gredien te clave del program a popu lar de la revolución de 1910. Expresada tam bién como au tonom ía m unicipal, el fin de los jefes políticos o, para decirlo con Jo h n Womack, “voto real sin caciques” (W omack 1968:55), esta aspiración de con tar con voz política anim ó a m uchos a apoyar la transform ación revolucionaria. No obstante, precisam ente p o r esa razón resulta curioso que, con la institucionalización del régim en revolucionario en los años tre in ­ta, los gobiernos locales se convirtieran en los delegados del esta­do central invasor. El m unicipio libre, obtenido a sangre y fuego,

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se conviijtió en el abrevadero local o cam po de pruebas para los m iem brds del pri.

¿CómCt ocurrió esto y qué hizo tan exitoso el proceso de cer trali- zación posrevolucionario? Una vez más, a través del análisis de pro­cesos paralelos que tuvieron lugar en el siglo xix, m ostraré q i e los creacloreji del estado en el siglo XX tuvieron éxito porque se vincu­laron coi; los debates preexistentes sobre poder, legitim idad y justi­cia que habían ocupado la política de los pueblos desde el peí iodo colonial.¡ Al aliarse con sectores específicos de la com unidad, ;eña- ladam enje con los intelectuales varones y jóvenes, los líderes ¡posre- volucioníirios establecieron lazos perdurables entre el partido insti­tucional I' los grupos ele votantes campesinos.

En la ¡¡ierra de Puebla, la política local y las instituciones com u­nales erán campos de intereses en los que el p oder se negoció y acum ulója lo largo del periodo colonial y hasta entrado el siglo xix. Los conflictos por el poder ayudaron a transform ar y recon: tru ir las instituciones locales una y o tra vez duran te cuatro siglos. Tales transicio íes no eran tersas ni funcionales, y es dem asiado poco lo que sabém os sobre ellas para hacer algo más que especular. Pero lo que surgió hacia m ediados del siglo XIX -com binando las fractu­ras y los ¡cambios puestos en m archa por el colonialismo con los nuevos experim entos en el gobierno del m unicipio originados pol­la in d ep en d en c ia - fue una nueva form a de proceso hegem onico comunal! Esa nueva form a de política, organizada en torno 2 una jerarqu ía civil y religiosa de funcionarios que unificó los puestos m unicipales y los de cofradía en un único sistema de cargos, era una solución negociada en tre facciones com unales, particular nen- te en tre jóvenes y viejos o en tre barrios y linajes organizados jspa- cialm ento, respecto a la redefinición y el control del p o d er a nivel local (Mallon 1995, capítulo 3).

En un ¡sentido, este nuevo sistema de cargos ayudó a negoc r r las viejas tensiones generacionales que habían existido en la cu tura náhuatl. M ientras los hom bres de diferentes generaciones colabo­raban p aia contro lar la fuerza laboral, la sexualidad y el potencial reproductivo de la mujer, las ancianas y los ancianos colaboraban en la reproducción de la autoridad y de los privilegios generaciona­les. Estos ¡vínculos y conflictos transversales, a veces representados y resuellos í;n la familia y el ám bito doméstico, tam bién estaban ; n la raíz de laí políticas com unales. Incluso antes de la conquista espa- ñola, la milicia brindaba una ru ta alternativa a los más jóvenes jara

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circunvenir el poder dé los mayores. Al comienzo del periodo colo­nial, los indios más jóvenes buscaron ¡nuevamente el poder m edian­te alianzas con funcionarios españoles, tratando de pasar po r alto la autoridad generacional y patriarcal de los más viejos. Y con la in­dependencia, el surgim iento del m unicipio tam bién proporcionó a los más jóvenes y educados una fuente d iferente de p oder local y de m ediación con el estado poscolonial em ergente (Mallon 1995, capítulo 3).

Al brindar un escalafón de edades por el que podían transitar los hom bres en su paulatina consecución de autoridad y prestigio co­m unales, el sistema de cargos ayudó» a organizar y adm inistrar lqs constantes conflictos por el poder. Cojnbinaba funciones políticas y religiosas y sometía todos los puestos a la vigilancia de un consejo de ancianos o posados -ancianos que habían agotado sus servicios a la com unidad después de haber ocupado todos los puestos en lajerar- quía civil y religiosa. Así, también brindaba vigilancia com unal sobre la nueva institución del municipio. Sin embargo, dado el poder que aún conservaban los pasados, el sistema de cargos com binaba legiti­m idad y conflicto aun cuando buscaba resolver este último.

L aje rarqu ía civil-religiosa, con su escalafón claram ente definido a través del cual -teó ricam en te- todos podían ascender, en realidad estaba dividida en un nivel superior (cargos principales) y un nivel inferior (cargos com unes). Idealm ente, los dos niveles sólo estaban separados por las edades de los hom bres que los ocupaban; pero en la realidad, no todos los individuos que desem peñaban cargos co­m unes lograban llegar a los principales. Los pasados fiscalizaban los procedim ientos, nom inando y aprobando candidatos para los dis­tintos puestos y reforzando aún más la diferenciación. Con frecuencia la división tam bién reproducía distinciones regionales, étnicas, eco­nómicas y sujeto-cabecera. Los pueblos políticam ente dependientes (sujetos), que eran más pobres o predom inantem ente totonacas, te­nían m enos representación en los puestos superiores del sistema de cargos que sus cabeceras, más prósperas o de origen náhuatl. No obs­tante, al mismo tiempo esas divisiones no estaban grabadas en pie­dra; había cabida para la movilidad individual o de grupo hasta el estatus de anciano o principal, dependiendo de factores como la ri­queza, los servicios prestados o el talento, la guerra o la rebelión (cuando los hom bres más jóvenes podían evidenciar cualidades es­peciales), y en especial la separación de un poblado sujeto y la fun­dación de un sistema de cargos nuevo, autónom o.-5

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Algunos de esos conflictos y divisiones podían resolverse en las asambleas com unales, que eran la arena cuidadosam ente construi­da donde se dirim ía el discurso com unal y donde los diferentes grupos de interés, facciones o individuos buscaban la aprobación colectiva de sus proyectos o su estatus. Esas asambleas tenían prácti­cas bien establecidas, casi ritualizadas, y en su seno se hallaban re­presentados los círculos concéntricos del poder. La elección clel idiom a —ya fuera el español, una o más lenguas indígenas, o una com binación de todos ellos- colaboraba constantem ente a recons­tru ir las relaciones de autoridad. El español, por ejem plo, represen­taba la capacidad del hablante para m ediar con la sociedad en ge­neral y con el sistema político, pero los pasados que no hablaban español podían recurrir a su probada autoridad com unal para dejar a un lado el pocler simbólico de la lengua dom inante. Ade­más, en las asambleas com unales más grandes y más im portantes, las m ujeres y los hom bres más jóvenes podían servir com o una suerte de coro aprobatorio o reprobatorio , aun cuando no poseye­ran ni el estatus generacional ni de género, ni la capacidad lingüís­tica para intervenir. Así, los líderes indígenas locales, a través del sistema de cargos y del concejo de ancianos, podían contrarrestar la acum ulación de p oder por parte de los más jóvenes o de m edia­dores más asimilados culturalm ente -funcionarios o secretarios m unicipales- recurriendo al apoyo ele la com unidad en su conjun­to, robustecida dentro del espacio discursivo de la asamblea. No obstante, haciendo a un lado la autoridad de los pasados, podían surgir en el mismo espacio nuevos líderes, que recurrieran a la aprobación colectiva del coro com unal (Sierra Camacho 1987).

La com unidad, tal como vivía y se reproducía en la Sierra de Puebla, se reconstruía constantem ente a través de una compleja red de conflicto y cooperación que vinculaba a mujeres, hom bres y generaciones en familias, barrios, poblados y cabeceras. Vínculos transversales de generación, género y etnicidad definían a la com u­nidad como una com binación de familias organizadas in ternam en­te de acuerdo con una estructura patriarcal por edades. Los líderes locales, varones, sin excepción, ganaban autoridad y prestigio al sustentar un cargo en una estructura paralela de puestos religiosos y políticos con un orden de im portancia ascendente. M ientras más viejo era un líder, más puestos había tenido y más grande era su au­toridad; a final de cuentas, el concejo de ancianos supervisaba todas las demás formas de actividad política. Y era esa com binación

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de familias y ancianos patriarcas lo que le daba a la com unidad su identidad y legitimidad. Se acostum braba iniciar las peticiones polí­ticas y demás docum entos apelando a “N uestra com unidad, com ­puesta de sus familias y sus pasados".26

La relación en tre familia y com unidad era recíproca. La autori­dad de los varones de mayor edad, así como su responsabilidad de velar por el bien com ún, eran claram ente com prendidas en ambas instituciones, y el m antenim iento de esa autoridad en una institu­ción reforzaba su m antenim iento en la otra. En la com unidad, los pasados tenían la obligación de ganar de m anera continua su auto­ridad y prestigio aconsejando, representando y arriesgándose por el bien com ún. Los patriarcas tenían responsabilidades paralelas en el seno familiar. Así como los pasados ten ían que p ro teger a la com unidad en su conjunto, los varones ancianos de las familias te­nían la obligación de cuidar y p ro teger a sus dependientes. Ade­más, dada la in terdependencia de las dos instituciones, las autori­dades de la com unidad podían in tervenir legítim am ente en las familias para preservar la dependencia m utua de las relaciones fa­miliares recíprocas. Un patriarca abusivo am enazaba no sólo a sus propios dependientes, sino tam bién al tejido colectivo de la com u­nidad. Así, en últim a instancia tenía que estar sujeto a la autoridad de la com unidad.27

Es en la relación, m utuam ente fortalecedora, en tre familia y co­m unidad, y en las obligaciones recíprocas que vinculaban a los m iem bros de diferentes familias y com unidades, donde se halla la base de la hegem onía com unal. La idea de justic ia para todos no era algo que se identificara con igualdad absoluta, sino con las rela­ciones recíprocas m antenidas por el “b u en ” patriarca. Los pasados eran justos si protegían sus com unidades y se sacrificaban por el in­terés com ún. Los funcionarios municipales eran justos si m ediaban equitativam ente entre los ciudadanos y garantizaban a todos la sub­sistencia, com o lo haría un buen padre. Los funcionarios del esta­do eran justos si respondían a las necesidades de todos sus “hijos”.

En ese contexto, es especialm ente interesante que Juan Fran­cisco Lucas, el más destacado y prestigioso líder de la resistencia guerrillera contra los franceses, fuese conocido en sus últimos años como “el patriarca de la sierra”. Lucas se tomó con tocia seriedad su obligación de velar por el bien com ún, inóluso cuando envejeció, se hizo rico y más poderoso. Por ejemplo, en determ inado m om en­to solicitó a los funcionarios del m unicipio que realizaran un cles-

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linde emr¡? sus propiedades y el poblado vecino. Como explicaba en el docum ento, no era cuestión de resolver conflictos sino de preve­nirlos; quería asegurarse de que todo m undo estuviera contento con la dem arcación y que se mantuvieran buenas relaciones. El papel del buen patmarca era conservar la paz obrando de m anera justa.28

En unü situación en la que la justicia clel buen patriarca fun­cionaba, odo m undo, po r ende, se beneficiaba. Más allá ele; la fa­milia, o del ám bito dom éstico, los pasados eran quienes íre jo r encarnaban este principio. Su estatus reflejaba recursos y con: pro- misos, au toridad y servicio; ob ten ían ese estatus gracias a que per- soniflcabiin las características ideales del padre bondadoso, que tam bién les valían el derecho de supervisar las relaciones políticas en general, así com o de m ediar en ellas, m anten iendo la p a z e n tre los individuos y en la com unidad en su conjunto. Y en tanto qjiie los anc ianos;cum plieran su trabajo correcta y justam ente, todo m undo tenía la obligación de seguir luchando por los principios com .mes ele la hegem onía com unal, pues la m ejor m anera de lograr jiji: ticia era asegurando la sobrevivencia de “las familias y los pasados".

Si la hegem onía com unal estaba organizada in ternam en te en torno de| un concepto de justicia generacional y de génerb , era igualm ente im portan te para su reproducción cabal la forma que adoptaraíii las relaciones con la sociedad y la econom ía en ge r e ral. La gente ¡que poseía talento para tal m ediación -fundam entalm ente, la educación, la eficacia en el lenguaje y los contactos para m anejar interacciones económicas o políticas fuera de la com u n id ad - se­guía, no obstante, sujeta a la supervisión y control de la colectivi­dad, especialm ente la que encarnaban los pasados. Tam bién enía que gana'rse el privilegio de represen tar a la com unidad. Las r ego- ciaciones1 ¡sobre quién desem peñaría las funciones de m ediador, in- cluyendoilal secretario y al ju ez m unicipales, por lo general b asca­ban equilibrar el prestigio adquirido en la com unidad a través del sistema de cargos con las destrezas aprendidas en la escuela,;« 1 co­m ercio regional u otros sectores de la sociedad exterior. El a m ar tales características podía en trañar la elección de un ju ez o ele un alcalde prestigioso a nivel local, pero que no sabía hablar español o era analfabeta, y que tenía que trabajar ju n to con u n ladino, un mestizo é un secretai'io indígena asimilado a la cu ltura predom i­nante.29 fiero fuera cual fuera el resultado en algún caso concrc o, el m anteniriliento del consenso com unal descansaba sobre los pi ares gemelos (le la justicia in terna y la exitosa m ediación externa.

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Así com o la independencia ayudó a articular las jerarqu ías civi­les-religiosas em ergentes a las instituciones municipales poscolonia- les, la “revolución liberal” de 1855 introdujo otra ola de nuevas di­námicas en la reconstrucción del consenso com unal. En la Sierra de Puebla, de 1840 en adelante, el crecim iento económ ico generó nuevas oportunidades en el com ercio y en la producción agrícola, especialm ente en áreas como el comercio a larga distancia o la agri­cultura comercial, «jue, de acuerdo con las divisiones del trabajo existentes, era terpeíio de los hom bres. Además, las nuevas oportu­nidades para educarse o m igrar abrieron rutas alternativas a la in­fluencia económ ica y política de los más jóvenes, que ya no necesi­taban aguardar su herencia y podían em plear nuevas capacidades para construir alianzas a nivel de la com unidad.30

De esa m anera, las dos décadas de resistencia guerrillera des­pués de la revolución de 1855 tuvieron lugar en com unidades que ya estaban implicadas en los nuevos procesos de tensión in terna y cambio. La propia "revolución liberal”, al favorecer la foija de con­ceptos radicalm ente nuevos de ciudadanía y participación política, dispuso el escenario para una reconstrucción de los procesos co­m unales hegem ónicos. Si bien no abolió las jerarquías internas de género, étnicas y generacionales, la presencia de las fuerzas guerri­lleras liberales en la franja centro-oriental de la Sierra de Puebla puso en cuestión las formas de política hegem ónica com unal surgi­das en tre finales de la colonia y principios del periodo indepen­diente.

Las operaciones de la guerrilla liberal en la Sierra de Puebla acrecentaron el poder potencial de los hom bres más jóvenes, en es­pecial de los jóvenes indígenas, al posibilitar su participación en los batallones de la guardia nacional que encabezaban la resistencia. Solía elegirse a los oficiales de esos batallones según criterios de de­dicación y valentía que tenían poco que ver con la edad o la etnici- dad. Los indios nahuas sin apellido com batían codo a codo con los mestizos. La guardia nacional tam bién jugó un nuevo papel en la m ediación con la sociedad en general; a través de sus oficiales y de las acciones de sus hom bres,'los pueblos se integraban al movi­m iento liberal y recibían reconocim iento o recom pensas por su va­lentía y dedicación.31

Por lo m enos potencialm ente, este nuevo acceso al p oder y a la influencia a través de la guardia nacional representaba un desafío al m onopolio de los pasados y podría haber creado tensiones con

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funcionarios o prácticas com unales más antiguos. No obstante, los soldados de la guardia nacional y sus líderes ocuparon un espacio interm edio en tre el estado liberal y la política com unal con gran creatividad y dinamismo. A nivel local, com binaban los conceptos indígenas locales de com unidad y responsabilidad colectiva con de­finiciones radicales de ciudadanía liberal, alim entando una visión dem ocrática sobre cómo debería organizarse la sociedad. De acuer­do con esa perspectiva, los funcionarios m unicipales electos tenían que ser responsables ante todos los ciudadanos de la com unidad, distribuyendo de m anera equitativa las obligaciones fiscales y labo­rales, así como los ingresos. A nivel regional y nacional, las un ida­des de la guardia nacional utilizaban su posición en la sociedad local y la ideología de reciprocidad, central para el consenso com u­nal, para conceptualizar una relación más igualitaria con el estado central. La gente debería tener el derecho de elegir a sus represen­tantes y exigir respuestas y participación política y económ ica para todos. De acuerdo con la definición que hacía la guardia nacional de la Sierra de Puebla, la nación estaba com puesta de todos sus ciu­dadanos y el estado tenía igual obligación de asegurar la prospe­ridad de todos (Mallon 1995, capítulos 2-4).

Lo que surgió de esa interacción en tre la hegem onía com unal y la lucha liberal fue lo que podría llamarse, según Juclith Stacey, “el patriarcado dem ocrático” (Stacey 1983:116-17, 155-57). En el cora­zón se encontraban las progresivas negociaciones en tre los pobla­dores varones sobre las fuentes de legitimación del poder y de pres­tigio local. En esas negociaciones, las tropas de la guardia nacional retenían el nuevo acceso al p oder estatal así como el control sobre los medios locales ele violencia y autodefensa. Sin em bargo, toda re­ferencia a, o uso de la solidaridad com unal por parte de la guardia nacional ten¿i que ob tener la aprobación de los pasados, custodios del com unalism o “legítim o” que eran la encarnación misma de las ideas comunales de justicia, es decir, de los conceptos de reciproci­dad y responsabilidad contenidos en la idea del buen patriarca. Ese m utuo reconocim iento de p oder e influencia, pues, subyace en la construcción del “patriarcado dem ocrático”.

Sin embargo, la tensión oxim orónica en tre dem ocracia y patriar­cado era igualm ente im portante para el concepto. En este caso, de­m ocracia significaba la extensión de la influencia y el prestigio a hom bres que an teriorm ente habían estado en los m árgenes de la estructura de poder com unal. Patriarcado significaba la progresiva

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exclusión de las mujeres de la definición am pliada de ciudadanía. Y esta tensión oxim orónica tam bién estaba presente en las luchas so­ciales y culturales a través de las cuales se construía el patriarcado dem ocráüco, en tanto que forma em ergente de cultura política po­pular.

El patriarcado dem ocrático no era sólo u n a negociación en tre hom bres, sino tam bién un in tento de los pobladores campesinos, hom bres y mujeres, de confrontar las nuevas posibilidades políticas que em ergían con la “revolución liberal”. L iteralm ente al calor de la batalla, los hom bres y mujeres de esos poblados luchaban por salvar la brecha en tre sus dinám icos y debatidos conceptos de m u­tualidad yjusticia, y las ideas de libertad individual e igualdad con­tenidas en el liberalismo decim onónico. Al situar estas ideas en el contexto de la reciprocidad y el com unalism o indígenas, los cam­pesinos de la sierra m itigaron el individualismo y fortalecieron las prom esas de igualdad que contenían tales ideas. Al hacerlo, m ol­dearon una visión liberal muy distinta, tanto en térm inos de clase com o étnicos, de la que sostenían m uchos intelectuales urbanos (Mallon 1995, capítulos 2 y 4). Al mismo tiem po, su visión tenía li­m itaciones de género, y sus posibilidades de igualdad necesaria­m ente estaban m ediadas p o r las tradiciones y relaciones patriarca­les existentes.

En las innum erables luchas que se dieron en la Sierra de Puebla duran te la “revolución liberal” y la intervención francesa, el año de 1868 resultó un parteaguas. Con la derro ta del Im perio y el reesta­blecim iento de la República (1867), el p o d er y la autonom ía del liberalismo popular com enzaron a decaer. Cuando la desam ortiza­ción de las tierras com unales em pezó en serio, la respuesta com u­nal unificada tam bién cobró m ucha im portancia. En tales condicio­nes, el p oder independien te de la guardia nacional em pezó a decrecer y la hegem onía com unal se reorganizó una vez más en torno a un eje generacional revitalizado. Esa reorganización brinda la m ejor explicación de los hechos que ocurrieron en 1869, cuando los poblados nahuas de los alrededores de Cuetzalan, descontentos por la abusiva privatización de las tierras com unales que tenía lu­gar en su región, participaron en una rebelión regional aliados con las un idades de la guard ia nacional de X ochiapulco y Tetela de Ocampo. Los funcionarios de la Secretaría de la Defensa de México no sabían qué hacer con los líderes guerrilleros capturados. Todas las fuentes militares insistían en que esos líderes eran peligrosos y

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FlÁCbu -

íiiuiioiecs

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debían ser Enviados a una suerte de exilio interno. Sin em bargo, en la ciudad d¡; México quienes se encontraban al m ando apenas po­d ían creer «¡n tales juicios; la edad prom edio de los prisioneros e ra de ¡noventa y dos años!32

Pero quiiiás la m ejor prueba de esá revitalización de la política ge­neracional ;e encuentre en la transform ación de Juan Francisco Lucas. Nacido en 1834, su acta de bautismo no registra apellidos ni de sus padrüs ni suyos. A los veinticuatro años se unió al batallón le la guardia nacional de Xochiapulco y pronto lo com andó, ascen­diendo en menos de diez años al rango de general. Mantuvo corr;s- pondencia personal con el presidente de la república y se hizo com­padre de personajes influyentes, incluido el propio Porfirio Díaz.

Su juven tud y falta de vinculación con el sistema regular de car­gos puede ^iaber desorientado a los líderes étnicos. Su am bivalen­cia ciertam ente se ve reflejada en dos peticiones de los pasados y de las autoridades de Cuetzalan en 1863, donde se refieren a Lucas su­cesivamente com o “Señor Capitán Don Ju an Francisco Luca:;”, luego como “Señor D o n ju á n de Político”, casi com o si él se e:;iu- viese disfrazando com o autoridad política. Sin em bargo, du ran te los años de a “revolución liberal”, aunque respetaba a¡los lideré; y a las autoridades com unales, Lucas tenía la última palabra en la le­gión bajo sv m ando. Tal vez las cosas cam biaron después de 18(:7, cuando algii nos de sus antiguos aliados se volvieron contra él y en­contró entii; los nuevos a m uchos de los viejos pasados a los cpie había desafi ado o em baucado.

En 1868,i Lucas desposó a Ascensión Pérez, hija de uno de los mestizos más ricos y prom inentes de Tetela, co$a que lo llevó a he­redar uno ele los pocos grandes fundos de la región, que usó eolito base para continuas rebeliones en la sierra. Al final, com o hem )s visto, sería conocido como “el patriarca de la sierra”; pero en ;;u boda, tres ni eses antes de cum plir treinta y cuatro años, el general Juan Francijco Lucas m intió sobre su edad. Al declarar que tenía treinta y cinco años, reconoció de m anera simbólica los cambios que ya se percibían en el aire. Durante el resto del siglo xix, el libe­ralismo popular de la guardia nacional tendría que sacrificar la de­m ocracia potencial a cambio de la sobrevivencia com unal. Los caj: i- tanes de veiiite años de la guardia nacional cedieron nuevameri e espacio a los pasados y a los aliados de éstos.33

Hacia finí jes del siglo xix, la tendencia de los hom bres jóvenes a rebelarse y desafiar la autoridad generacional en la política de los p<>-

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blados era frecuente en los periodos de guerra o de fluctuación polí­tica. De hecho, desde la conquista, los compromisos entre generacio­nes, grupos étnicos y poblados habían influido en por lo menos tres transiciones institucionales y discursivas en la sociedad local: el esca­lafón de puestos civiles estaba asociado con los gobiernos de república de la colonia; las jerarquías civiles-religiosas se articulaban, después de la independencia, con los nuevos municipios; y el aparentem ente efímero patriarcado democrático alió a los pasados con la guardia na­cional en el periodo 1855-67. Con la revolución de 1910, las milicias basadas en los poblados volverían a in tentar negociaciones genera­cionales y étnicas con los líderes comunales; una vez más éstas impli­carían relaciones de poder marcadas por el género.

D urante la revolución de 1910, la dem anda de autonom ía m uni­cipal que inspiró la im aginación popular contenía la doble prom e­sa de un re to rno a la dem ocracia com unal y a la solidaridad fami­liar (que la m ayoría de las veces significaba que todos los hom bres tendrían autoridad sobre “sus” m ujeres). Sin em bargo, com o es bien sabido, las prom esas de dem ocracia popular nacieron m uertas en el periodo de la consolidación posrevolucionaria.34 llene O ’Mal- ley ha explicado esto exam inando el proceso a través del cual sur­gieron las im ágenes de los varones revolucionarios en la cultura re­volucionaria oficial. O ’Malley señala que la dom inación de la clase burguesa se articulaba a través de la construcción de distintas mas- culinidades para diferentes héroes revolucionarios. El control del estado se hizo eficaz a través del discurso patriarcal, em pleado con­tra todas las m ujeres, pero quizás de m anera aún más im portante contra los varones rebeldes de las clases más bajas, quienes apare­cen, en este nuevo sistema, com o los perpetuos adolescentes que confrontan la autoridad -benevolen te, pero firm e- del padre bur­gués (O ’Malley 1986).

Es útil recordar aquí que la m etáfora de la rebelión adolescente no es sim plem ente un tropo utilizado por el estado posrevoluciona­rio. Hemos visto que en la Sierra de Puebla los conflictos genera­cionales se encontraban en el centro mismo de las negociaciones que construyeron la cultura política com unal y ayudaron a defifjilr el perfil del patriarcado dem ocrático. Por lo tanto, la inteligencia del estado posrevolucionario reside no sólo en la m anipulación dis­cursiva de la m asculinidad, sino tam bién en la capacidad para vin­cularse con el conflicto generacional com o m etáfora y práctica en la cultura popular.

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En este contexto, es ten tador sugerir que la revolución institu­cionalizada de los treinta y más tarde representaba la institucionali- zación del patriarcado dem ocrático. En la Sierra de Puebla la pro­pagación de la econom ía del café, las crecientes oportunidades de migración para la fuerza de trabajo y el m enor acceso a la tierra en los pueblos contribuyeron a aflojar las ataduras de la gerontocracia y a generar nuevas opciones para la fuerza de trabajo de las m uje­res y hom bres jóvenes en la econom ía de m ercado (Arizpe 1973, Dow 1974, Nutini e Isaac 1974 y Taggart 1975). El ensayo d e ja n Rus (Joseph y N ugent 1994) da indicios inquietantes de que duran­te los años del cardenismo se desarrollaron tendencias parecidas en Chiapas, y podemos especular, con base en datos indirectos, que lo mismo ocurrió en todo el país. La reform a agraria masiva, patrocina­da por el estado, la difusión de la agricultura comercial, las crecien­tes oportunidades para la m igración de la fuerza de trabajo, el des­gaste de las formas com unales de acceso a la tierra: todas estas tendencias colaboraron a aflojar las ataduras de la gerontocracia a lo largo de la frontera. La im portancia de los m ediadores y de los intelectuales locales, con gran frecuencia hom bres jóvenes con más años de educación, aum entó en todas partes bajo la hegem onía del partido gobernante. En cierto sentido, si los pasados ganaron la ba­talla con la guardia nacional después de 1867, perd ieron la guerra después ele 1920.

Así, visto desde el lado del proceso hegem ónico com unal, se vuelve más fácil explicar el surgim iento del m unicipio libre posre­volucionario -co n su eficaz com binación de populism o y autorita­rismo. Tal como fue el caso durante la “revolución liberal", el popu­lismo implicaba vínculos efectivos con los intelectuales más jóvenes a nivel local. Para esos ambiciosos habitantes de los pueblos, p redo­m inante aunque no exclusivamente varones, el partido gobernante se convirtió en boleto para acceder al p oder y a la influencia local. Al mismo tiempo, el uso de las m etáforas y prácticas del patriarca­do dem ocrático para m antener el control social hizo que se recons­truyera el autoritarismo, porque garantizó que el lado patriarcal de la diada continuara dom inando sobre el lado dem ocrático de la po- lídca mexicana.

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LA REVOLUCIÓN DE 1910 DESDE LA PERSPECTIVA DECIMONÓNICA Y REGIONAL

Desde la perspectiva de los procesos hegemónicos locales o regiona­les, se vuelve m ucho más fácil explicar el éxito del estado posrevolu­cionario para obtener un resultado hegemónico. Aunque aquí he li­m itado mi análisis a tres áreas políticas específicas -refo rm a agraria, educación y gobierno local-, probablem ente podrían darse formas similares de análisis sobre otras áreas. Si consideramos el argum ento de William Roseberry (desarrollado en este mismo libro) de que la hegem onía no es el pleno acuerdo o la aceptación ideológica, sino el establecimiento de un m arco discursivo com ún, entonces el esta­do m exicano del siglo XX fue hegem ónico precisam ente porque se vinculó a los debates y discursos existentes en la sociedad local.

Con relación a la cuestión de la reform a agraria, el liberalismo popular ya había definido, en la segunda mitad del siglo xix, el de­recho del estado a intervenir en favor de algunas personas para darles acceso a la tierra, y había vinculado el derecho a la tierra a la defensa de la nación. O bregón y Cárdenas se apoyarían en esas tra­diciones. Sobre el asunto de la educación, los m aestros y funciona­rios m unicipales del siglo XIX habían luchado para vencer la resis­tencia local en tom o a la disciplina y la asistencia a la escuela. La oposición en tre educación y religión, educación e ignorancia, la ecuación de resistencia con superstición y de los m aestros to n mi­sioneros de la ciencia y la ilustración son discursos que tendrían u na profunda resonancia entre los intelectuales de los pueblos. Por último, al articular los gobiernos municipales locales a los debates y discusiones existentes en torno al patriarcado democrático, así como al privilegiar a los hom bres jóvenes como m ediadores, tam bién se vinculó el m unicipio libre posrevolucionario con el proceso com u­nal hegem ónico que venía desde la independencia.

Así, mi análisis del patriarcado dem ocrático sugiere que la a veces incom prensible com binación de populism o y autoritarism o que subyace al dom inio del PRI es una herencia ele la progresiva ar­ticulación de los procesos hegemónicos comunales con la construc­ción de la política nacional. En la cultura política m exicana, los au­toritarismos perdurables coexisten de m anera incóm oda con tercas y recurrentes contrahegem onías democráticas. Ambas tienen sus raíces en la construcción dinám ica y contradictoria de políticas he- gemónicas comunales y nacionales.

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PROCESOS HECEMÓN1COS Y RESULTADOS HECEMÓNICOS:LAS CULTURAS POLÍTICAS REGIONALES Y LA FORMACIÓN DEL ESTADO EN MÉXICO Y EN PERÚ

Cuando P« rú y México ingresaron al siglo XX, sus estados tenían m ucho en com ún superficialm ente. En Perú, Nicolás de Piéro a y su sucesor, E duardo López de Rom aña, encabezaron gobiernos in ­teresados «11 el orden , el progreso y el desarrollo económ ico. De­seaban conducir su país a la era m oderna, y presidieron el com ien­zo de una sustancial inversión estadounidense en la p roducción y en la construcción de nuevas carreteras y ferrocarriles. En México, Porfirio Díaz alentó tendencias similares, si bien m ucho más acen­tuadas. Asiinismo, en ambos países los estados se apoyaban en coali­ciones cuyos centros estaban conform ados por clases em presariales y terratenientes, en com binación con capital extranjero. La rep ro ­ducción de esos estados y de las coaliciones que los respaldaban re­quirió, en diversos m om entos y de diversas formas, la represión ño- len ta de lös m ovimientos sociales y de la resistencia popular. I3aro en conjunjo, la apariencia era de prosperidad y orden , m oderniza­ción y progreso (Mallon 1983, Cosío Villegas 1956).

Lo que no resultaba tan obvio era que cada uno de estos estados se había fo rm ado y consolidado de una m anera históricam ente dis­tinta. En México, Porfirio Díaz llegó al p oder com o u n héroe ele la resistencia: popular contra la Intervención Francesa y el Segundo Im perio, riiontado en una coalición com puesta por m últiples ir ovi- m ientos regionales contrahegem ónicos. Cada m ovimiento regional tenía una dinámica in terna singular, basada en el particu lar proce­so histórico a través del cual se había construido su p rop ia cül u ra política y en su particular experiencia duran te la In tervención Francesa, el Segundo Im perio y la República Restaurada. P e r3 la coalición |:n su conjunto dio a Díaz el m andato de construir ana política nacional sobre la base de la negociación y la incorporación antes que ¡sobre la represión y la dom inación (Mallon 1995: capítu­los 4, 5, 8)'.

Lo que estaba p o r verse, en 1876 y después, era lo que D íaz haría con|ese m andato. Hasta cierto punto , cum plió sus prom esas durante lós prim eros años, por lo m enos en el centro del país. Inicialmeiite, los gobernadores y otros funcionarios políticos de los gobiernos estatales eran veteranos de luchas liberales anteriores que se habían ganado la confianza de su electorado. Servían como

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m ediadores entre la política local populista y el gobierno nacional. Incluso cuando se consolidó el poder, los movimientos y las coali­ciones regionales siguieron siendo escuchados -si bien no siem pre atendidos. Ese fue el caso duran te las adm inistraciones de Juan N epom uceno M éndez y Juan Crisóstomo Bonilla en Puebla; ése fue el caso, en cierta form a más tard íam ente, del gobierno de M anuel Alarcón en Morelos. Pero en algún punto del camino, el equilibrio de la coalición que m antenía a Díaz en el poder com enzó a cam­biar. Su centro em pezó a apoyarse cada vez m enos en las alianzas o movimientos populares que lo habían llevado al poder, y se trasladó a la clase em presarial ubicada e n la Ciudad de México y a los socios que había hecho en tre los inversionistas extranjeros (G uerra 1985, 1988:1:78, 79, 98, 101; 2:22; Wo'mack 1968:13-15; G oldfrank 1979: 151-53).

Este cambio de fuerzas en el equilibrio porfiriano fue un im por­tante factor desencadenante de los movimientos populares que en­cabezaron la revolución de 1910. En Puebla, el octagenario Juan Francisco Lucas rehusó responder la llamada de su com padre Díaz y se unió a la revolución debido a que tenía la sensación de que las prom esas se habían roto. En Morelos, cuando los poblados d e Ane- necuilco y de Ayala, an teriorm ente porfiristas, se declararon en favor de la révolución, ello se debió a la elección abiertam ente fraudu len ta que le robó la gubernatu ra a Patricio Leyva, el hijo de Francisco Leyva, e instaló al p rim er representante directo de la cla­se propietaria de las plantaciones. Cuando el terraten ien te Pablo Escandón hizo cam paña en Cuautla en 1909, las prim eras palabras en boca de la m ultitud que lo recibió en la estación del tren fueron las mismas del lema contrahegem onista de 1810 y 1855-61: “¡Mue­ran los gachupines!”35

En Perú, por contraste, Nicolás de Piérola recibió el p oder de m anos de un descolorido cacerismo incapaz de estabilizar una coa­lición gobernante. Después de la G uerra del Pacífico (1879-1884), el presidente Andrés Cáceres se negó a identificarse p o r entero con sus enem igos de antaño, los terratenientes que habían colaborado con la ocupación chilena, o con sus ex aliados, las guerrillas cam pe­sinas que habían encabezado la resistencia contra el ejército chi­leno (Mallon 1983, 1987; M anrique 1981, 1988). Hacia 1894, la m uerte del presidente cacerista Remigio Morales Bermúclez inició un conflicto arm ado por el control del estado en tre los caceristas y el Partido D em ócrata lidereado por Piérola. Para marzo de 1895,

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Piérola había tom ado Lima y había com enzado la reorganización del estado.

Los pierolistas anhelaban construir un estado que fuera “relati­vam ente au tónom o”, libre de los intereses de clase específicos de las facciones políticas. Según su razonam iento tal estado, situado por encim a de los antagonismos políticos, podría llevar a un verda­dero progreso a todos los ciudadanos del país y establecer una au­toridad efectiva y legítima en todo el territorio nacional. Sin em bar­go, esa autoridad electiva contradecía directam ente la au tonom ía del estado, y esa contradicción se hallaba en el cen tro del proceso por el que el estado pierolista estableció su dom inación.

Por debajo del discurso positivista de progreso y m odernización, yacían las antiguas prácticas de favoritismo político y represión vio­lenta. El “m oderno” estado peruano, en su inicial form a pierolista, se construyó a través de una serie de negociaciones zigzagueantes en tre esos contradictorios creadores de progreso y amiguismo, m o­dernización y represión.36 Así, Piérola edificó el estado sobre el ca­dáver del movimiento populai- del siglo XIX, a través de una alianza con sectores de la clase hacendaría en diferentes regiones peruanas.

El im pacto de esas alianzas y contradicciones fue especialm ente claro en las nuevas definiciones de ciudadanía y nación. En 1895, el prim er congreso pierolista ratificó una reform a constitucional he­cha por la últim a legislatura cacerista, que lim itaba el derecho al voto a aquellos que supieran leer y escribir. Por p rim era vez clesde la independencia, los indígenas y otros m iem bros de la com unidad quedaban excluidos del sufragio. La comisión del senado de 1895 dejó en claro la justificación de este cambio: “El hom bre que no sabe leer ni escribir no es, ni puede ser, un ciudadano en la socie­dad m oderna”.37

Así, más que a través de una consideración seria de las inquietu­des y exigencias de los movimientos campesinos, se restableció la dom inación m ediante la fragm entación y el aislamiento de los elec­tores políticos y su capacidad de defenderse. Dividir y dom inar antes que incorporar; reunificación neocolonial antes que consoli­dación nacional. De hecho los discursos sobre salvajismo y prim i­tivismo que acom pañaban y legitim aban la je ra rq u ía fueron gene­rados por una alianza en tre los ambiciosos notables locales y el estado supuestam ente “nacional” incapaz de incorporar de m anera efectiva las dem andas y visiones de las guerrillas indígenas campesi­nas. Ese mismo estado, en su form a pierolista, trepó hasta el siglo

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XX sobre las espaldas del cam pesinado reprim ido a sangre y fuego. Un estado que, sin embargo, se construyó una im agen de indigenis­ta benevolente, mito paralelo al de un cam pesinado aislado y pasi­vo sin interés por el m undo exterior.

La subsecuente historia política de Perú indica que la fragm enta­ción y el clientelismo también im pidieron la posterior consolidación de un estado verdaderam ente nacional. En la década de 1920, y luego otra vez en la de 1960, cuando las nuevas olas de los movimien­tos populares renovaron la posibilidad de una revolución nacional, se extendió y fortaleció en cambio el legado de represión a través de la fragmentación. No sería sino hasta finales de los años setenta cuando volvería a concederse el voto a los analfabetas en Peni.38

Volviendo a la im aginería de Corrigan y Sayer, podem os conside­rar la form ación del estado en México y en Perú como revoluciones culturales que se prolongan durante un dilatado periodo, duran te el cual la gente construye cada “gran arco” con m ateriales cultural e históricam ente distintos. No he exam inado aquí toda la duración del proceso, pero espero haber dejado en claro cuán d iferente era cada “gran arco” en su nacim iento. En México, aunque faltaran la­drillos y rellenos, se term inó la segunda m itad del arco, y los ci­m ientos se han sostenido bastante bien. Tal perdurac ión se debe a la fuerza de la cultura política popular, sum ergida y reprim ida du­rante el siglo XIX pero reorganizada y reconstru ida en la prim era m itad del XX. Su parcial incorporación al estado posrevolucionario ayudó a constru ir la hegem onía en México, precisam ente a través del establecim iento de un proyecto m oral y social com ún. A unque se trata de un asunto discutible, la sobrevivencia hasta en trada la década de los ochenta de ese proyecto, cada vez más desgastado y m altrecho desde 1968, ayuda a explicar por qué la crisis política de los últimos años todavía se ha peleado den tro de las estructuras es­tatales existentes.

En Perú, la construcción sólida del “gran arco” se detuvo en algún m om ento a la mitad de la tarea, y el resto de la estructura sólo tenía el revestimiento. La mayor fragm entación de las culturas políticas populares, su eficaz represión según el lema colonial “divide y vence­rás”, impidió que llegara a desafiarse la autoridad del estado en los años veinte. Por lo tanto, la historia subsecuente de Perú ha consisti­do en la repetida marginación de los movimientos contrahegem óni- cos y la imposibilidad de construir un proyecto social y moral com ún -aunque no por falta de intentos. En este contexto, la crisis de los

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ochenta aparece como un colapso de la autoridad del estado. Se há combatido, iio dentro de las estructuras estatales, sino a través de los conflictos armados que crecen cada vez más en sus márgenes.

Percibimos una diferencia parecida si com param os los procesos hegemónicós. En México, la naturaleza de los procesos hegem ór i- cos del siglojxix permitió el resurgimiento de un amplio y podero: o m ovim ientoipopular que transformó la crisis ele la sucesión de 1S10 en una muy im portante revolución social. Hacia 1940, ésta se hab a convertido e n un estado eficaz y hegem ónico. Por otro lado, en Perú, el legado popular, más fragm entado, fue incapaz de transfor­m ar las crisili de los años veinte y sesenta en revoluciones sociales. A unque tuvieron lugar movimientos populares agrarios y urbanos bastante amjilios, en especial en los años sesenta, el resultado fin il fue mayor re presión y crisis en vez de hegem onía. Esta disparidad en los procesos hegem ónicos se halla en la raíz de la diferenc a en tre el estado m exicano de los años noventa, m altrecho pero aún en funcione;, y el estado peruano, en un avanzado estadio de des­composición

U na últim a im agen rem acha esas diferencias: la del contraste en­tre Cuauhtéifnoc Cárdenas, héroe contrahegem ónico por lo m enos parcialm ente ya que su padre construyó el estado hegem ónico, y Sendero Luiiiinoso, activo precisam ente en aquellas áreas del Perú central dond e tam bién com batieron las guerrillas decim onónicas. Para Cárdenas, el conflicto borda sobre lo que realm ente significa el legado he gem ónico. Para Sendero, tiene que ver con la total bancarrota cjiel estado peruano. En Puebla y en Morelos; en 1981, los ciudadanos lucharon por la legitimidad del proceso m ediante ¡1 cual se contaron sus votos; a comienzos de los años noventa, luch a­ron p o r el í.uténtico significado del legado agrario de 1910, En

Ju n ín y en ^yacucho, las luchas en tre los senderistas y las milicias antisenderisi as formadas por campesinos —llamadas rondas— sigue: n reproduciendo la figura de una guerrilla que vigila eternam ente c:n los m árgenes de una nación inexistente.

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PARA REPENSAR LA MOVILIZACIÓN REVOLUCIONARIA EN MÉXICO:Las tem poradas de turbulencia en Yucatán, 1909-1915■ Gilbert M. Joseph

Para los historiadores del México m oderno, sigue siendo priorita­rio em p ren d er un análisis sugerente del periodo de transición que conectó la caída del viejo régim en porfirista con la em ergencia de un nuevo estado revolucionario. Intrigan especialm ente los años 1909-1913, que m arcan el surgim iento y la caída del m ovimiento nacional de reform as liberales de Francisco Madero. Es claro que m uchas de las restricciones impuestas a los movimientos populares por el estado porfiriano fueron revocadas durante el interludio m a­derista, lo que hizo em erger movimientos locales en extrem o diver­gentes en distintas regiones de México.

S orprende entonces que -co n excepción de trabajos im portan­tes sobre lo que ocurría en Morelos, Puebla y Tlaxcala en el núcleo central de México, y lo recientem ente investigado para el caso del estado de San Luis Potosí- poco se ha hecho p o r explicar tales m o­vimientos o p o r exam inar la suerte que corrieron (Womack 1968; Buve 1975; LaFrance 1984, 1989, 1990; Ankerson 1984; Falcón1984). Sin em bargo, tiene enorm e im portancia en ten d e r el carác­te r de la “revolución épica” (1910-1917) y el tipo de estado que sur­gió de ésta.

La variante yucateca de la apertura maderista guarda un interés particular. Como en otras regiones de México, duran te este perio­do Yucatán presenció la apertu ra de un nuevo espacio político, el m ovimiento de nuevos actores y alianzas políticas en este espacio y, en apretada sucesión, una serie de revueltas, algunas orquestadas, otras más espontáneas y faltas de coordinación. No obstante, aun­que en el resto de México esa intensificación surgida en lo local condujo inexorablem ente a la guerra civil y a la destrucción del o rden oligárquico tradicional, en Yucatán el viejo régim en sobrevi­vió. En consecuencia, en marzo de 1915 la revolución m exicana tuvo que abrirse camino desde fuera.

Esa no toria diferencia enm arca las interrogantes básicas de un estudio más amplio que em prendí con Alien Wells en torno a la po­lítica y la sociedad del últim o periodo porfirista y del prim er perio­do revolucionario (Joseph y Wells 1997).

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Prim ero, cómo es que a m ediados de 1913 el o rden oligárquico tradicional se las arregló para torear los prim eros desafíos a su poder, pese a las protestas y revueltas, frecuentes y extendidas, que se habían producido por todo el ám bito rural yucateco en los cua­tro años precedentes.

Segundo, cuál era la naturaleza de esta protesta rural; qué for­mas características asumió la resistencia entre los com uneros cam­pesinos y los peones de hacienda. Y de igual im portancia: cómo'Se tejió dicha resistencia hasta configurar tendencias de largo plazo. Por último, cómo fue que durante el periodo m aderista, en repeti­das ocasiones, la resistencia se movilizó y luego se disolvió, qtlé papel jugaron las élites regionales y el estado en el control de la in- surgencia.1

El rompecabezas de las fallidas rebeliones rurales en Yucatán es tam bién campo fértil para exam inar una de las preocupaciones centrales que tienen hoy los historiadores de los m ovimientos revo­lucionarios en México y otras partes: el grado de continuidad entre las formas de au to ridad en la era revolucionaria y la conciencia de las formas propias del viejo orden. Por ejem plo, ¿quiénes eran esos nuevos hom bres que condujeron las revueltas yucatecas lle­nando el vacío creado en 1910 por el debilitam iento del estado central? ¿Cómo reclutaban y m antenían a sus seguidores? ¿En qué m edida estas revueltas, encabezadas por los jefes locales (sus contem poráneos los denom inaban cabecillas o caciques), abrevaron en las subculturas de resistencia locales y configuraron rebeliones autónom as verdaderam ente “populares” en contra de los intereses y valores del viejo régimen? Es esto lo que arguye Alan Knight, otor­gándole voz nueva a la venerable corriente populista de in terpre ta­ción revolucionaria.

¿O fue más significativo que perm itieran a los elem entos móviles y en ascenso (ligados a las élites existentes) un prim er acceso a una clientela lograda en tre las masas y sobre cuyas espaldas algún día consolidarían una versión más eficiente del viejo régim en? Esto es lo que han argum entado recientem ente num erosos autores auto- proclam ados “revisionistas” (ver C arr 1980; Brading 1980; S. M iller 1988; Fowler-Salamini 1993, para profundizar en esta discusión).2

Es claro que los revisionistas han logrado situar la revolución mexicana en relación con las fuerzas de cambio a escala m undial y llamar la atención sobre im portantes continuidades en tre el régi­m en porfirista y el nuevo estado revolucionario. Em pero, ju n to con

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Alan Knight, sostendría que con frecuencia reducen la revolución a “una serie de episodios caóticos, producto de profesionales, en los cuales las fuerzas populares aparecen, a lo sumo, cual instrum entos de los caciques m anipuladores” (Knight 1986a:l:xi). Al estilo de Toc- queville, colocan como elem ento clave de la revolución épica el surgim iento de un estado central maquiavélico -a lgunos incluso argum entan que éste es el único elem ento im portante. Pero tal “estatolatría”, como la denom ina Iínight, confiere una falsa hom o­geneidad a la com pleja historia de la revolución m exicana. Más aún, ignora las presiones, surgidas de abajo que sufre un estado; enfatiza erróneam ente la inercia que impulsa a campesinos y obre­ros y la hegem onía intacta ele las élites y los estratos medios. Tal punto de vista tiene problemas para explicar cualquier década pos­terior a 1910 y es particularm ente sesgado en su visión del periodo previo a 1920, o del sexenio cardenista (1934-1940) (Iínight 1984b). Finalm ente, y hasta ahora, pese a atribuirle existencia real al “Es­tado Leviatán”, los revisionistas no han sido particularm ente claros en qué es exactam ente este estado o cóm o “esta cosa” ha logrado tragarse las culturas populares de México como si fueran m inúscu­los peces. De hecho, el estado, revolucionario perm anece como una especie de caja negra a nivel conceptual y con m ucha frecuencia se le figura como una presencia om inosa que ronda en las alturas, pero que se m antiene (siniestram ente) alejada de los avatares m un­danos de la sociedad mexicana.

En el capítulo in troductorio de este volumen, Daniel N ugent y yo planteam os que es necesario sintetizar las in terpretaciones po­pulista y revisionista y arribar a una que integre sus contribuciones y, en el proceso, las trascienda. Esto en traña aplicar, con mayor am­plitud, el tipo de análisis que proporcionan m uchos de los autores de este libro: una reconstrucción m ucho m ^ sofisticada de las m o­vilizaciones de campesinos y obreros (y suf desmovilizaciones), y una evaluación más profunda del im pacto -local, regional, nacio­nal y en ocasiones in ternacional- que tuvieron estos m ovimientos populares sobre los proyectos de transform ación social del estado porfirista y del estado revolucionario. En esto, los análisis de las movilizaciones de la era revolucionaria deben ir más allá del tipo de aseveraciones dogmáticas y generales que los académicos popu­listas vuelcan en sus historias nacionales a propósito de la resisten­cia y el ejercicio de un poder real (véanse Tannenbaum 1933; H art 1987; Silva Herzog 1963; Valadés 1963-1967).3 En cambio, m edian­

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te un exam én m inucioso de las culturas políticas populares, los ac a­dém icos deben dedicarse a deconstruir lo “po p u lar”, es decir, m os­trar lo apa ten tem en te “prim ordiales” que son las formas socio- culturales -lias nociones de com unidad, econom ía cam pesina, identidades!étnicas o de g é n e ro -y cómo, de hecho, se construyen históricam ente (O ’Brien y Roseberry 1991). En el proceso, lal aproxim ación com enzaría a generar elaboraciones em píricas del carácter y las lim itaciones de la conciencia subalterna, situando la producción jde esta conciencia en la relación dinám ica en tre proce­sos de dom inación y form ación del estado que son, con frecuencia, cotidianos yjeontinuos. Esto evitaría los excesos que se perciben en gran parte del trabajo académ ico reciente en torno a la resistencia en Am éricaILatina y otras partes, el cual sobredim ensiona la “au­tenticidad”, |la “irreductible in tegridad” de las culturas subalternas, y en consecuencia asigna una autonom ía injustificada a la política y la ideología [de las luchas populares.4

Sólo conlestos elem entos conceptuales en su sitio podrem os te­ner la posibilidad de reconstruir, con mayor precisión, el m odo:en que la iniciativa popular típicam ente condujo a cierto grado de ne­gociación d^sde abajo, en los múltiples espacios en los que se pro­movían los proyectos del estado. (Sobre algunos de los resultados ya logrados b u ed en evaluarse consultando los ensayos de Mallo i, N ugent y Alonso, Becker, Rus y Rockwell, incluidos en la edición e n inglés.)

Con el áriimo de practicar algo de lo que predico, me perm ití é abocarm e aj exam inar las tem poradas de turbulencia que in tern .i- ten tem ente |dom inaron Yucatán durante el periodo m aderista. Mi investigación, que en gran m edida abreva en el extraordinario coa- ju n to de testimonios pei'sonales que se hallan en las actas de los tri­bunales recogidas en el Archivo General del Estado de Yucatón (agey)5 -y de tradiciones orales y otras fuentes más convenciona­les-, me perjnite enfocar el estudio en los habitantes de los pueblos y en los peo |ies que partic iparon en las revueltas encabezadas po r los incipientes jefes revolucionarios y p o r los forjadores del estaco en Yucatán.

Esto es justam en te lo que no han hecho las “historiografías ce élite”, ni de la izquierda ni de la derecha. Muchos de los historiado­res de Yucatjin se han saltado el periodo m aderista para enfoca) ;e en los más connotados regím enes radicales de Salvador Alvarado (1915-1918)Iy Felipe Carrillo Puerto (1922-1924), épocas en qi e

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Yucatán era vitoreado como laboratorio social de la revolución m e­xicana (Joseph 1986: capítulo 5). Cuando los historiadores han abordado las tem poradas de turbulencia ocurridas en el periodo m aderista, las han m ostrado, p o r lo general, al m odo del discurso “oficial” de entonces -com o inútiles motines de peones vengativos, carentes de representación y plenos de brutalidad. Los autores lo­cales, de tendencia conservadora o marxista, han “explicado” el desencadenam iento de esos estallidos violentos como si se tratara tan sólo del trabajo de “agitadores externos” sin escrúpulos (iz­quierdistas o hacendados, ustedes elijan), que hicieran presa en las crédulas m entes de los campesinos ignorantes.1' Por supuesto, “no es ya posible negarle al cam pesinado atributos intelectuales o ideo­lógicos, equipararlo con ‘la idiotez de la vida ru ra l’, ni asum ir que el contenido ideológico de la conciencia revolucionaria del cam pe­sino es necesariam ente una im portación del ’ex terio r’, llegada a través de contactos urbanos, o gracias a la intervención de algún partido de vanguardia o cualquier agencia ex terna” (Knight 1981).

EL VERANO DE DESCONTENTO7

Las pistas más significativas para en ten d e r tanto el estallido como las limitaciones de las revueltas del periodo m aderista, nos rem iten a la historia de las dos décadas previas. Como buena parte del México regional, durante el últim o cuarto del siglo xix los requeri­m ientos del capitalismo industrial estadounidense y sus fluctuantes ritmos im pulsaron en Yucatán una p rofunda transform ación. Du­ran te el Porfiriato la producción de henequén aum entó furiosa­m ente y las exportaciones anuales se increm entaron de 40 mil pacas de fibra cruda a más de 600 mil pacas. U na pequeña élite te­rra ten ien te de en tre trescientas y cuatrocientas familias cultivaba h enequén en predios situados en el cuadrante noroeste de la pe­nínsula. Estos hacendados no eran actores independientes. Un grupo m enor, m ucho más cohesionado, de entre veinte y treinta fa­milias, constituía la camarilla hegem ónica, oligárquica (les llama­ban la casta divina, térm ino que ellos mismos com enzaron a usar a principios del siglo xx). Esta facción dom inante, basada en el pa­rentesco en tre Olegario M olina y Avelino M ontes (una verdadera familia extensa), tenía intereses hom ogéneos, una m em bresía rela­tivam ente cerrada y -gracias a su colaboración con el principal

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com prador de fibra, la In ternational Harvester C om pany- un con­trol tal de las palancas políticas y económicas del podei', que le fue posible bloquear los intentos de otros grupos de élite rivales, que surgieron en los últimos estadios de la sociedad porfiriana.

El p oder económ ico que le confiriera la asociación en tre In ter­national Harvester y el clan Molina-Montes tuvo un efecto com ple­m entario de agitación sobre la arena política. No sólo era Olegario Molina el gobernador del estado de Yucatán durante la prim era dé­cada del siglo XX, sino que sus parientes y asociados ocupaban los escalafones superiores de la burocracia estatal. Como fue típico en el México porfiriano, esta clique oligárquica en el p o d er fue incor­porada a la superestructura nacional. En 1907, al térm ino de su pri­m er periodo como gobernador, M olina mismo se unió al gabinete de Díaz en calidad de secretario de Fomento.

El boom henequenero le redituó millones al clan Molina-Montes. No obstante, para la gran mayoría de los hacendados henequeneros de Yucatán, que jun tos constituían una de las clases más adineradas del México porfiriano, las condiciones económicas eran de lo más inseguras. En la mayoría de los casos no sólo gastaban en grande sino que especulaban constantem ente, buscando nuevas formas de maximizar sus ganancias enm edio de las problem áticas fluctuacio­nes de una econom ía de exportación, y en el proceso con frecuen­cia se sobregiraron. Por cada caso de éxito genuino, m uchos más henequeneros vivían en un perpetuo estado de endeudam iento e inestabilidad fiscal que los condujo periódicam ente a la bancarrota.

Entre 1902 y 1915, cada vez era más frecuente que los m iem bros de la burguesía henequenero-m ercantil se endeudaran con la casta divina de los Molina. Para cum plir con sus obligaciones, se vieron forzados a com prom eter sus productos a futuro, a un precio ligera­m ente m enor al del m ercado. Es más, fue el tener acceso a capital extranjero y la capacidad de In ternational Harvester para concen­trar grandes sumas en las coyunturas críticas, lo que sirvió a Molina y a su facción oligárquica para allegarse bienes hipotecados, com ­p rar fincas al contado y consolidar su influencia sobre las com uni­caciones, la infraestructura y las operaciones bancarias regionales. Todo lo an terior le garantizó el control de la producción local de fibra pero, por lo general, hizo bajar su precio.

La caída del precio de la fibra durante los últimos años del Por- firiato hizo aum entar las tensiones dentro de la élite regional y cris­talizó la creencia, com ún en tre la mayoría de los hacendados, de

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que la camarilla de Molina se resistía a ceder parcela alguna de su control económico. Para 1909, la situación se hizo imposible. Se pensaba que la actividad política y, de ser necesaria, la rebelión eran los únicos medios para restaurar un reparto más equitativo de los dividendos del henequén.

Con su retórica dem ocrática, el movimiento nacional de refor­mas liberales encabezado por Francisco M adero estimuló a las fac­ciones subordinadas de la clase henequenera y a sus aliados de las clases medias a desafiar a la oligarquía dom inante en Yucatán. Dos partidos rivales, encabezados por facciones descontentas ele la élite terrateniente, entraron a escena tan pronto se abrieron espacios po­líticos en el periodo maderista. Estos dos partidos eran conocidos a nivel popular como los “m orenistas” y los “pinistas”, en alusión a sus representantes visibles, Delio M oreno Cantón y José María Pino Suárez, ambos periodistas. Financiados por sus simpatizantes hene- queneros, cada uno de estos partidos in tentó construir alianzas con la intelectualidad de la clase media, con la pequeña clase trabajado­ra y artesanal urbana y, lo que es más im portante, con el campesina­do maya -cosa que hasta ahora realm ente no se ha explicado.

Para los propósitos de este ensayo, me enfocaré particularm ente en ese campesinado diverso. El surgim iento del monocultivo del he­nequén transform ó dram áticam ente las vidas de decenas de miles de campesinos que conform aban la fuerza de trabajo. (Un exam en más detallado de las condiciones sociales en las fincas henequeneras puede hallarse en jo sep h y Wells 1988.) Las plantaciones devoraron a casi todas las com unidades campesinas independientes en la zona henequenera, localizada, a grandes rasgos, den tro de un radio de setenta u ochenta kilómetros a partir de Méricla, la capital del esta­do (ver mapa). A la vuelta del siglo, la gran mayoría de los pueblos li­bres mayas de la zona habían perdido su tierra.8

Para el final del periodo colonial, los blancos ya habían despo­jad o a estos pueblos de la riqueza de sus cofradías (o herm andades religiosas). Ahora, la erosión de las tierras de la com unidad hizo obsoletas las redes de parentesco patrilineal, que m anten ían in ter­cambios de trabajo, y a las cuales subyacía una élite político-religio­sa hereditaria. Al presidir el ciclo anual de fiestas, centro de la expe­riencia religiosa de la com unidad, esta élite maya pu d o o rquestar un catolicismo sincrético que resistió la dom inación de los blancos -y prom ovió lo que Nancy Farriss ha denom inado “la em presa co­lectiva de sobrevivir” (1984).

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Ahora, lii incapacidad creciente para con tener la expansión de las plantaciones de henequén em pujaba a los campesinos de Yuca­tán hacia liis fincas y luego los aislaba relativam ente en ellas. Los henequeneros se aseguraron de que su fuerza laboral fuera an grupo heterogéneo , para lo cual m ezclaron grandes concentracio­nes de peones mayas con grupos m enores de extranjei'os é tn ico ; y lingüísticos!-deportados yaquis, inm igrantes asiáticos precontraLa­dos y engaritados provenientes del centro de México. No sólo los peones mayas ten ían escaso contacto con sus com pañeros de oh as fincas; quedaron tam bién aislados ele sus posibles aliados urbanos. Los propietarios yucatecos confiaron en que estas precauciones, aunadas a u|a régim en de trabajo intenso y un sistema de vigilancia y represión de varios niveles -q u e incluía a la guardia nacional, a los batallonas federales y estatales, a cazadores de recom pensas p i- vados y a la agencia estatal de investigación (om inosam ente deno­m inada “policía secreta”)- , im pedirían otra G uerra de Castas.

Esta estrategia preventiva se extendió tam bién al plano discursi­vo: la élite hénequenera intentó reinventar los términos usuales de la etniciclad regional. D urante los días más oscuros de la G uerra c e

1 Castas -cu a r do los insurgentes mayas rebeldes tenían sitiados a los

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blancos en M érida-, se les concedió, por sus esfuerzos, el título de hidalgos a aquellos peones y com uneros mayas que pelearon al lado de los blancos o que cum plieron tareas esenciales para sus tro­pas (ver Bojórquez Urzáiz 1977, 1979). Luego, una vez que los blancos conqu istaron las tierras altas y los llam ados indios bravos se retiraron a los chaparrales que se extendían al otro lado de la fron te ra con Q uintana Roo, se les com enzó a llam ar mestizos, eufe- m ísticam ente, a aquellos mayas que perm anecieron en la zona he- nequenera del noroeste. Así, al m enos en lo tocante a la política oficial, en Yucatán dejó de existir oficialm ente la clasificación étni­ca de indio.9

De hecho, los testimonios campesinos de la época y las historias orales que he recogido pasan por alto el hecho de que en Yucatán el térm ino mestizo ha llegado a diferir del uso m exicano corriente. Ahora connota a una persona o atributo -u n estilo de vestido o mo- ra d a - que tiene sus raíces en lo maya, pero que con el tiem po reci­bió la influencia de la cultura hispánica (ver Joseph y Wells 1987: 27-40, esp. 29). Ciertamente, m ucho antes del final del siglo, los peo­nes y com uneros hablantes de maya se diferenciaban a sí mismos de los indios bravos que nunca capitularon ante los gobiernos estatal y federa l.10 De hecho la constante es que se refirieran a sí mismos com o “mestizos” o “cam pesinos”, o sim plem ente com o “pobres”, y nunca com o “ind ios” o “mayas”.11 Al mismo tiem po, estos peones y los habitantes de los pueblos se hacían pocas ilusiones de que los dzules -los señores, los patrones blancos que dom inaban la sociedad reg ional- los consideraran algo más que indios ignorantes y borrachos. Es verdad que éstos eran los térm inos que usaban los dueños de las plantaciones al describir a sus trabajadores “fuera de escena”, tér­minos que de tan repetidos llegaron hasta los archivos judiciales de la época.12 El aforismo típico de los dueños de plantaciones para referirse a su fuerza de trabajo maya era: “El indio no oye, sino por las nalgas”, evidentem ente una justificación sardónica del látigo.13

Pese a las varias precauciones tom adas -y a no dudarlo, por la naturaleza draconiana de algunas de ellas-, los patrones blancos de Yucatán vivían en constante m iedo de algún levantam iento maya. Los temores de los hacendados eranjustificados.

Es in teresante que, a diferencia de las élites porfiristas, los auto­res m odernos m enosprecien la capacidad de protesta de los peones ante las exigencias de sus amos, excepto, quizá, en los casos en que los trabajadores llegaron a un punto de ebullición y estallaron.14

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No cabe duda de que los dueños de las plantaciones utilizaban el palo y la zanahoria con efectividad, m ezclando incentivos pa terna­listas y medidas de seguridad basadas en mecanismos restrictivos de coerción y aislamiento.

No sorprende entonces que estos peones carecieran del po ten ­cial revolucionario -o com o dice Eric Wolf, la “m ovilidad táctica”- de los habitantes de los pueblos, los vaqueros, los m ineros y los se­rranos que form aron los ejércitos revolucionarios del cen tro y el norte de México.15

No obstante, los estudios hechos por Wells y yo en los archivos ju ­diciales matizan la noción predom inante: que los peones eran in­capaces de resistir ante sus patrones. Pese a que la estructura de do­m inación característica de la cultura del henequén restringía el potencial para una insurrección autogenerada desde las fincas, vere­mos que con frecuencia no pudo evitar que los peones se un ieran a las revueltas que se originaron en la periferia de la zona henequene- ra durante los primeros años de la era revolucionaria. Más aún, aun­que los peones yucatecos no fueran abiertam ente rebeldes, com o sí lo fueron los com uneros de la periferia o de fuera de la zona, esto no significa que no resistieran al régim en del monocultivo. Sus testi­monios personales -a s í como una lectura cuidadosa de los archivos de las fincas, de la correspondencia entre obispos y dueños, y de los relatos de los viajeros- sugieren que los peones participaron en “for­mas de resistencia cotidianas” y “más calladas”, que además de ser más seguras lograron -e n el largo plazo- com batir mejor, en lo m a­terial y en lo simbólico, los acelerados ritmos de trabajo y otros aspectos explotadores del monocultivo del hen eq u én .16 Por lo ge­neral, los peones rechazaban el ethos débil y paternalista de sus pa­trones, y m ostraban su insatisfacción de varias maneras: las más co­m unes eran huir, eludir las tareas y recurrir al alcohol. En m enor medida, quem aban clandestinam ente los campos de henequén, par­ticipaban en actos puntuales de violencia, a fin de cuentas fútiles, y -e n un núm ero aterrador de casos- se suicidaban.17

M ientras tanto, en los m árgenes de la zona henequenera , a lo largo de la cadena sur de colinas enanas conocidas como el Puuc, y al sur y al oriente de las principales haciendas de Temax, los peque­ños propietarios independientes defendían obstinadam ente sus tie­rras y su autonom ía en contra de las incursiones de los hacendados locales y de los jefes políticos molinistas. Los propietarios y contra­tistas blancos ejercían ya cierto control sobre un núm ero significati­

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vo de estos campesinos de base com unitaria, y era corriente que hubiera facciones dentro de cada pueblo .18 No obstante, cuando las tierras tradicionales de la com unidad estaban am enazadas, se acentuaban los lazos de solidaridad en tre sus pobladores. En varios casos, grupos significativos de com uneros optaron por pelear con­tra las autoridades locales antes que som eterse al deslinde y parce­lación de sus tierras tradicionales.19

A partir de 1907, las autoridades tuvieron cada vez m enos capa­cidad para contener el desasosiego social en estas áreas periféricas, ya que los insurgentes y los “bandidos” - a veces la misma gente, pese a los sobrenom bres deslegitim adores que les endosaba el esta­d o - se escabullían fácilm ente hacia los chaparrales.20 Fue aquí, en los m árgenes del régim en de monocultivo, donde el concepto de hombre libre ingresó al léxico cotidiano de los pequeños p rop ieta­rios, de los m ercaderes am bulantes, de los artesanos que poblaban las villas y los pueblos rurales.-1 Casi río sorprende, entonces, que estas áreas transicionales fueran un suelo férdl para reclu tar a los cabecillas y a las bases de las prim eras rebeliones del m aderism o.

TEMPORADAS DE TURBULENCIA: LAS MOVILIZACIONES

¿Cómo fue entonces que el pendenciero “verano del descon ten to” en Yucatán se pudrió hasta crear num erosas tem poradas de turbu­lencia que sacudieron el orden oligárquico? Y una vez desatada la insurgencia, entre 1909 y 1910, ¿cómo se las arregló el antiguo orden para aplazar una conflagración general hasta que el form ida­ble ejército constitucionalista del general Salvador Alvarado la im­portó a la entidad en 1915?

Aunque aquí debo limitarme a los trazos gruesos, in tentaré esbo- ' zar los mecanismos y las consecuencias de las movilizaciones y las desmovilizaciones que acaecieron en Yucatán en tre 1909 y 1915. En el proceso, procuraré enfocar los planes y la conciencia política con que las élites y los campesinos participaron en los levantam ien­tos del periodo.

No im porta qué tan furiosos estén, los campesinos esperan, hasta constatar que los detentadores del poder se encuen tren débi­les o divididos, antes de afrontar los riesgos de una insurrección.22

Las élites disidentes eran quienes, con frecuencia, daban aviso a los campesinos ele que existía la oportunidad. A veces eran los p ro­

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pios patrones los portadores, o individuos de más m odesta situa­ción a quienes Wells y yo hemos denom inado “articuladores”. Éstos eran cabecillas rurales, locales, que p o r lo general hablaban ca: tella- no suficientem ente bien y poseían alguna experiencia cultural en la sociedUcl dom inante que com plem entaba, o de hecho realzaba, su posición en la sociedad rural subordinada. Pese a que tales nter- m ediario; no causaban las revueltas rurales, en ocasiones las precipi­taron y partic iparon en la organización de los insurgentes rundes y en el establecim iento de vínculos con otros grupos.'-3

Era co n ú n que las élites morenistas o pinistas, así com o algunos intelectuales de la clase m edia de Mérida, p lanearan una revue lta e hicieran coincidir su levantam iento regional con algún suceso o conspiradión a nivel nacional. Entonces, m ediante una exten:;:. red de interní ediarios que incluía a cabecillas locales, espías y ccireos -conocidos pintorescam ente como “orejas” y “m adrinas”—, estas éli­tes disidentes movilizaban a los elem entos sim patizantes (y a veces “presionaban” o ejercían coerción sobre los renuentes) en leu po­blados rurales, las com unidades y las haciendas.-4

La pieza clave de estas recles eran los cabecillas de las com ui ida- des libres ele la periferia de la zona henequenera. Estos jefes lo< ales no sólo tenían acceso a M érida y a los poblados rurales sino taníoién a las fincai;, pues era com ún que tuvieran, ellos mismos o sus allega­dos, arreglos comerciales o laborales en esos ámbitos. En la mayaría de los casos, los cabecillas, sus parientes o sus clientes confiables vendían diversos productos en las fincas o trabajaban en ellas como personal de supervisión. Llegaron a saber muy bien quiénes erar los “buenos" y los “m alos” mayorales, cuál era el agravio principa de los peones y cómo y quién podía sacarles provecho.25

*

No es tare? fácil desentrañar qué tanta conciencia, en los m om er tos más fluido;, tienen quienes participan en una acción rural colectiva, pues son episodios que dejan escaso rastro cultural. Pese a su rique­za, los testilnonios judiciales de la época y la tradición oral recocida recientem ente nos perm iten describir con más confianza el carác ter de las movilizaciones en Yucatán, que las motivaciones que impulsa­ron a los campesinos libres y a los peones a unirse a ellas o a re c u ­sarse. De hscho, m uchos estudiosos de los movimientos sociales se cuestionañsi alguna vez se podrán determ inar las motivaciones in­

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dividuales con algún grado de precisión. La tarea es más desalenta­dora por ser retrospectiva y porque se cuenta con datos incom ple­tos. En el tum ultuoso contexto de los motines y las rebeliones, los propios insurgentes tal vez no hayan sido conscientes, al m om ento de unirse a una gavilla, de lo que los motivaba. U n peón yucateco, Marcos Chan, apuntó con tersura en su juicio: “Me preguntaron si quería unírm eles y dije que sí”.26 ¿Cómo podem os com enzar a ave­riguar lo que cruzó por su m ente? ¿Cómo podem os saber si habría actuado diferente ante la misma situación un día o una sem ana después? Algunos estructuralistas encuentran tan subjetivo el ejer­cicio de valorar motivos (y algunos añadirían, tan “trivial”) que de­salientan por com pleto el indagar por qué actúan las personas, y se abocan solam ente a en ten d e r cómo actuaron y cuáles fueron las consecuencias (ver Foweraker 1989; Skocpol 1979: esp. 16-18).

Estos críticos hacen una observación válida. La lectura cuidadosa de las actas judiciales sugiere que los campesinos en lo individual pueden haberse unido o rehusado unirse a las bandas insurgentes por muy diversas motivaciones conscientes (a veces interconectadas): cálculos económicos, vínculos y responsabilidades familiares o de parentesco adquirido, y la urgencia de vengar agravios. Por si fuera poco, más allá de las motivaciones más evidentes había, sin duda, otros factores inconscientes, de base psicológica, que jugaban un papel en las decisiones particulares. Por ejem plo, los psicólogos (em pezando p o r la corriente aristocrática y racista de Le Bon, a principios del siglo xx) han docum entado que en las turbas y en otros fenóm enos de m ultitudes ocurre un descenso en los um bra­les colectivos de la desinhibición (Le Bon [1909] 1952; Rudé 1964: esp. 3-6; Van Young 1992a:337-53). De hecho, algunos episodios de la insurgencia yucateca parecían fiestas públicas en las que, al com­pás de la banda de la com unidad, una enorm e cantidad de gente cam biaba de bando en masa.27

¿Y qué papel m otivante ju eg an las relaciones de género? En ciertos casos he hallado que m adres, esposas y herm anas em pujan a sus hom bres y ab iertam ente acicatean su machismo. En un ejem ­plo notable -q u e provocó un m o tín - M artina Ek exhortó ilustrati­vam ente a su m arido y a su hijo a que tom aran m edidas contra el capataz de una plantación. “Anden, por qué no m atan a ese cabrón ahora que pueden , a que él no sería tan tibio con ustedes”.28

En otras m uchas ocasiones, hubo campesinas de base com unita­ria que protegieron a sus parientes varones perseguidos por las

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fuerzas estatales de seguridad, acusados de “bandolerism o” o “sedi­ción”, e incluso “aguantaron presiones” de las autoridades por su causa. Era com ún que estuvieran al frente de las iniciativas de los pueblos para resistir la leva, conscripción forzada en el ejército o la guardia nacional. A veces, estas acciones provocaron que los agen­tes del estado las atacaran física o verbalm ente, lo cual enfurecía a los hom bres y daba pie a motines y revueltas muy sonados en los que participaban hom bres y mujeres por igual.29

En esto, la conceptualización de la “conciencia fem enina” plan­teada por Temma Kaplan en el contexto de las luchas obreras de España, México y otras partes de América Latina, es de gran ayuda para com prender los motivos de estas campesinas yucatecas (y por extensión, los de los hom bres relacionados con ellas). La existencia de estas campesinas giraba en torno a su papel asum ido de creado­ras y guardianas de la vida familiar y com unitaria. C uando su obli­gación (y su derecho reconocido) de alim entar y p ro teger a sus seres queridos se veía am enazada por la policía, p o r los reclutado­res militares y por otros agentes del estado, no sólo acicateaban a sus hom bres para que desem peñaran el papel que p o r costum bre les tocaba, sino que tam bién se involucraban ellas en acciones pú ­blicas de ruptura. Así, al em peñarse en ejercer su derecho tradicio­nal de cuidar a su familia, estas campesinas politizaban los tejidos ele la vida cotidiana. En el cam ino, hubo m uchas que se m argina­ron de la ley y fueron juzgadas por sus “superiores” para sen tar “ejemplo con ellas".30

Es cierto que existe una enorm e variedad de motivaciones y va­riables inconscientes, así como otras num erosas contingencias, que en tran e n ju eg o al ponderar el por qué de la partic ipación,de los individuos en motines y rebeliones. Podríam os afirm ar que la con­ducta política de los agrupam ientos insurgentes está, pot* lo co­m ún, sobredelenninada, al ser producto de m últiples y complejas fuentes culturales y sociales.31 Pero en últim a instancia, al ocupar­me de estos episodios ele resistencia y rebelión, me siento obligado a in ten tar una explicación general -o frece r al m enos una causa aproximada, pasando por el ojo de la aguja- de por qué ocurrieron y por qué los habitantes de los pueblos y los peones decidieron par­ticipar.

Para lograrlo, debem os m irar más allá de las propias creencias que tenían los insurgentes en torno a sus acciones, y cotejar estas creencias contra las condiciones estructurales que afectaban a los

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individuos como miem bros de un grupo o grupos, y como parte de una form ación social más amplia. Esto significa considerar toda la gama de relaciones de poder “externas", además de las propias per­cepciones “in ternas” que la gente podía tener sobre su conducta y sus condicionantes (ver Taylor 1979:128-42; Stern 1987a:3-25).

He bosquejado las relaciones dinám icas de dom inación presen­tes en la zona henequenera durante los últimos años del Porfiriato. He exam inado la severa am enaza que la expansión de las fincas productoras de fibra implicó para la existencia de los pobres, pero libres, pobladores de los m árgenes m enos controlables de esta zona. H ubo ocasiones en que a esta am enaza se sum aron los abusos de algunas autoridades políticas corruptas, en una coyuntura en que se deterioraba la econom ía pero se expandía el espacio políti­co. Tan trem endos eran los actos cometidos por estos jefes políticos y otros notables -u n o de ellos, muy conocido, aplicaba por ru tina el jus privia noclis—v¿ que el sufrim iento habitual se transform ó en una sensación insoportable de rabia, sum am ente propicia para la rebelión (Moore 1978: esp. 468-71; Tutino 1986: capítulo 1).

Edward Thom pson nos proporciona una señal, una guía para la inquietante tarea de en ten d er lo que ocurre en la conciencia de campesinos y peones duran te algún episodio de insurgencia:

La conciencia de un trabajador no es una curva que se eleve o caiga ju n to con los precios y los salarios; es la acum ulación de toda una vida de experiencias y socialidad, de tradiciones here­dadas, de luchas plenas de logros y derrotas. Es este pesado equi­paje el que form a la conciencia del trabíyador y fundam enta su conducta cuando m aduran las condiciones y llega el m om ento. (Citado por Winn 1986:v)

Puede ser útil contrastar este lúcido com entario de Thom pson con la docum entación del periodo que nos ocupa. Entre 1909 y1913, los interm ediarios que arribaban a las fincas henequeneras buscando seguidores eran recibidos, a m enudo, con ambivalencia.33 Pese al deterioro de las condiciones, muchos peones aún evitaban la confrontación directa. Es muy probable que creyeran que tales ac­ciones estaban condenadas al fracaso, como en el pasado, y que los beneficios temporales que podían obtener no eran com parables con la pizca de seguridad que todavía les brindaba la finca -p o r no m encionar la pérdida posible de la vida o de algún miembro.

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Algunoshrequerían mayor inform ación antes de enfrentarse al patrón , y la buscaban expresam ente. Los testimonios de la época y los relatos orales recogidos más recien tem ente revelan que en va­rias ocasioijles los peones (en lo individual o en grupos) negoc,üú*m con los cabecillas: con agudeza, un sirviente le p regun tó a unj*:fe m oren ista :1‘Bueno, jefe , ¿exactam ente qué jo rn a l nos da su revolu­ción?”34 En otra ocasión, ante el arribo de una banda m orenista y después dej una apresurada discusión, varios peones le notificaran su renuncia al patrón en el m om ento mismo: “Patrón, nos vamos a causa de laiiviolencia y la in tranqu ilidad”.35 Los recuerdos de n ao de ellos sugieren que las responsabilidades familiares y los agrav os de muchos! años ju g aro n un papel im portante en su cálculo.3«

No obstante, a ojos ele los peones no todos los henequenerosi pa­recían p erd er control ni habían abandonado su m odo paterna), de incentivarles; pese a que las condiciones eran deplorables, variapan de finca a finca.37 Sin duda, m uchos sirvientes prefirieron la estra­tegia de con tinuar ob ten iendo la m ayor seguridad posible, y se re­sistieron a lias exigencias del régim en de m onocultivo en formas más “rutinarias" y m enos riesgosas. Algunos peones, como los acani­llados de Alonso Patrón Espadas en Sacapuc, perm anecieron >e- nuinamentfb leales (incluso afectuosos) con un patrón conocido am pliam ente por su generosidad y afabilidad.38

Al igual; que los líderes de otras revueltas de cam pesinos c> es­clavos, los í'abecillas ele Yucatán no pudieron evitar ejercer “presio­nes” para asegurarse reclutas. Tampoco podían darse el lujo de no hacerlo, si querían desafiar a tan form idable régim en ele m ono­cultivo. Como regla, el p rim er esfuerzo era apelar, en maya, a os vínculos faihiliares y de origen com unitario que frecuentem ente un ían a lo¿ habitantes de los pueblos y los peones, e invocar os com partidos agravios de clase y origen étnico. Cuando había tiem ­po, los insurgentes solían echar abajo las puertas de la tienda de raya, m atab an el ganado del patrón y ofrecían a los peones un ban­quete improvisado, m ostrándose espléndidos y solidarios, sin olvi­dar rem ard lr la im potencia del amo. Es más, como prim era acción, los cabecillas intentaban siem pre am edrentar, m anipular o coero o- nar al persdnal de la finca que tuviera el mayor grado de influencia sobre los péones: al maestro, a los capataces y mayorales (llamados mayocoles) e i ncluso, en ocasiones, al propio encargado, el administ a- dor del haccnclado. Esta tarea se facilitaba cuando la inteligencia de los cabecillas les hacía suponer que tales individuos -o cu p an tes

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de los rangos medios en la sociedad ru ra l- podían estar desconten­tos con su acom odo vigente y ansiaban algún avance. Sólo cuando fallaban tales m odos de incentivo y reclutam iento com enzaban los cabecillas a intim idar directam ente a los peones, prim ero m ediante am enazas y luego infligiendo castigos violentos y ejem plares a los sirvientes favoritos del patrón.

Era frecuente que ju n ta ran a los peones y am enazaran arrasar sus chozas, quem ar su m ilpa y confiscar sus posesiones si no se unían a la revuelta -y peor si los delataban ante Jas autoridades.3tJ

Por supuesto, siempre arrecia el debate en torno a lo que Eugene Genovese denom ina, al escribir sobre asuntos semejantes pero en el contexto de las revueltas de esclavos afroamericanos, “terror revolu­cionario”. Genovese usa el térm ino descriptivamente, incluso con aprobación. En otras palabras, los líderes de las revueltas de esclavos o de los alzamientos campesinos se percatan de que sus movilizacio­nes no proceden en lo abstracto. Los cabecillas de Yucatán sabían que pese a que los peones hubieran alimentado alguna simpatía por la causa, llevaban m ucho üem po condicionados a la sumisión y ten­drían miedo de recurrir a la violencia. Siendo ése el caso, a tales'peo­nes debía “confrontárseles con una nueva realidad”. Genovese anota:

Aquellos [rebeldes] que no han perdido la cabeza deben con­cluir que no tienen posibilidad alguna m ientras no se eleve el costo de la colaboración hasta igualarse con el costo de la rebe­lión. Porque sólo entonces la gente estará en libertad de elegir bando sobre la base del deber. Y no sirve de nada p re tender que la gente inocente -personalm ente inofensiva y políticam ente n eu tra l- deba ser respetada. El opresor no necesita sino la neu­tralidad política para seguir haciendo negocios como siempre. Ésta es su sine qua non. Aquel que anhele la liberación en un contexto que no perm ite el cambio pacífico favorecerá el terro r revolucionario. N inguna revuelta de esclavos que haya dudado en convocar terro r ha tenido oportunidad alguna.40

Por supuesto, esta necesidad de em plear la fuerza para generar solidaridad -u n a factible contradicción ele térm inos- ha conducido a los oponentes de la insurgencia a ignorar, universalm ente, la Jun­ción unificadora de la presión. El “pensam iento oficial” del estado considera la presión como una p rueba de la naturaleza.coercitiva de la rebelión, o por lo m enos así la ha descrito. Lo cierto es que

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los finqueros yucatecos y las autoridades estatales no paraban de hablar de sus sirvientes como si los hub ieran “cap tu rado”, como si los “fuereños” los hubieran “forzado” a ser parte de un “contagio” creciente. Muchos historiadores de épocas ulteriores han llegado a las mismas conclusiones.41 Pero esas representaciones unilaterales de la presión, ya lo ha señalado el h istoriador indio Ranajit Guha, no pueden captar la am bigüedad esencial del fenóm eno, la cual es sintomática de la falta de uniform idad de la propia conciencia cam­pesina. “Pues no hay clase ni com unidad que sean siem pre tan m onolíticas que uno pueda descartar atrasos y disparidades en la respuesta de sus miem bros ante la rebelión”. En este contexto, sos­tiene Guha, ejercer presión “es prim ordialm ente un instrum ento de [...] unificación y no de castigo". Los insurgentes hacen uso de “sus masas y militancia [...] para resolver una contradicción en tre los propios [subalternos], y no en tre ellos y sus enem igos” (Guha 1985:197-98).

Por su propio deseo o m ediante algo de persuasión, un núm ero significativo de peones asumió el riesgo y se unió a los com uneros rebeldes en sus alzamientos. A lo largo de 1910 y a principios de 1911, la tenue alianza en tre las élites disidentes de las ciudades y los interm ediarios rurales con influencia en el in terio r continuó forta­leciéndose conform e las élites aseguraban armas y efectivo, y los nuevos cabecillas locales reclutaban gente en sus pueblos o en las fincas aledañas.

Sin em bargo, en apretada sucesión, las élites m orenistas y pinis- tas se pusieron a reconsiderar si era sensato movilizar a campesinos y acasillaclos. Para la primavera de 1911, había com enzado la última vuelta de motines y revueltas locales y ya se salía de control.

Lo que las élites no consideraron a plenitud al tejer estas rud i­m entarias recles de insurgencia fue que los incipientes rebeldes ru ­rales tenían tam bién sus propios planes, que rara vez coincidían con los limitados proyectos políticos de aquéllas. G radualm ente, a partir de la abortada conjura de C andelaria en octubre de 1909, durante la fallida rebelión de Vallaclolid a finales de la prim avera de 1910 *- y hasta las revueltas desatadas que sacudieron la entidad duran te 1911, 1912 y los prim eros meses de 1913, las movilizacio­nes locales de base popular com enzaron a cobrar vida p rop ia y a hacer caso omiso de las posturas políticas de las élites. C om pitien­do p o r Yucatán, las élites habían abierto la c¿ya de Pandora y p o r m ucho que se esforzaron, nunca pudieron acotar la rabia que esta-

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liaba en las áreas periféricas como H unucm á, el Puuc y el distrito oriental de Temax.

Aquí, en los márgenes del régim en de monocultivo, las fincas se vieron rebasadas por las bandas que m erodeaban “liberando” peo­nes y propiedades -despojando incluso en ocasiones a finqueros m orenistas o pinistas que inicialm ente habían fom entado la movili­zación. Esto ocurrió a lo largo de 1911 y 1912. En varias cabeceras m unicipales, los rebeldes dinam itaron las casas y tiendas de los no­tables, atacaron los depósitos de armas de los destacam entos de la guardia nacional y. “enjuiciaron”, sum ariam ente, a los comisarios abusivos, a las autoridades municipales y al personal de las fincas.43 Se apoderaron durante dos días de Halachó, una cabecera de buen tam año en el Puuc, y com enzaron a nom brar a sus propias autori­dades municipales.44 Ocasionalm ente, las bandas populares condu­cidas por cabecillas, a los que se les un ieron los peones locales, asal­taron las moradas de los hacendados, luego destruyeron las plantas procesadoras de henequén y levantaron rieles del ferrocarril elecau- ville, al m ejor m odo Indita.

Pese a que el daño era enorme, rara vez fue arbitraria o gratuita la violencia. Los objetivos se eligieron con m ucho tino y ninguna de las tres facciones de la élite -m orenistas, pinistas o m otinistas- se salvó. Fue frecuente el esfuerzo, muy elaborado, ele negar sim bólicam en­te el p o d er del patrón y m anifestar que las relaciones de p o d er se habían invertido. Por ejemplo, en el distrito ele H unucm á, en los m árgenes occidentales ele la zona henequenera, clónele el descon­tento agrario se había ido caldeando desde la penetración clel culti­vo de la fibra en los ochenta y noventa del siglo xix, los rebeldes despacharon a sus víctimas ele m odo ritualista y brutal. Así, en la hacienda San Pedro, Bonifacio Yam, un odiado contratista del pro­pietario, Pedro Telmo Puerto, fue decapitado con un m achete en presencia de los peones.45 En la hacienda Hoboyna, H erm inio Balam degolló de oreja a oreja a Miguel N egrón, el capataz de la finca, y luego bebió del hilo de sangre que recogió, en la palm a de su m ano, del borbotón. “Qué agridulce sabía la sangre”, diría más tarde a los m iem bros de su familia y a sus amigos de confianza.46

En estos ajusticiamientos populares, perpetrados a espaldas del m aderism o, era com ún que las venganzas personales se en tretejie­ran con los agravios com unitarios más añejos. Considérese la cele­brada conducta de Pedro Crespo, un cabecilla m orenista del distri­to de Temax. El 4 de marzo de 1911, Crespo en tró a la cabecera

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municipjU justo antes del amanecer, levantó de la cama al coi ap to jefe político, el coronel A ntonio H errera, y al tesorero, IS;:zario Aguilar iirito, y los llevó a em pujones, aunque se hallaban en paños m enores, hasta la plaza central. Mientras los miem bros de su 1: anda gritaban]“¡Abajo el mal gobierno!" y “¡Viva Madero!", Crespo des­cargó toda su ira en el aturdido Herrera: “Cabrón, tú m ataste a mi padre. P |)r nueve años m angoneaste y me chingaste a m í y e.1 pue­blo, pero ahora va la m ía”.47

La sidlación ciertam ente se había invertido. Designado a princi­pios de siglo como prefecto del distrito de Temax por los poderosos hacendados molinistas, H errera había sido la figura dom inan e en la vida política del distrito, y su presencia física lo hacía aún más am enazador para los campesinos locales. Voluminoso de com ple­xión, coii la cabeza rapada y una larga barba gris, H errera cobraba en ocasiones las dimensiones de un m onje loco o de un profei; ven­gador.

Tan sólo unos días antes, duran te las jaranas del Marti s de Carnaval' los tem axeños, todavía dem asiado intim idados como para em prenderla contra el jefe político, se habían burlado i le su subordinado, Aguilar Brito, al que designaron Juan Carnaval, y ha­bían fusilado una efigie del recaudador de impuestos frente al pala­cio municipal. Ahora, en esa misma plaza, con los primeros, ayos del sol, Pedro Crespo ponía en su exacta dim ensión al odiado pre­fecto. Enpun acto final ele hum illación, Crespo am arró a H errera y a Aguilar)a unas sillas y los acribilló a balazos frente al cabildo, :n el mismo silio dónele habían “fusilado" a Aguilar du ran te el carnaval. Apilaron ¡ los cuerpos en un carretón de carnicero y los f u e p n a botar a la¡; puertas del cem enterio del pueblo. (Es una ironía íiiies- tra que pfDcas horas después, el recaudador fuera en terrado en el mismo ataúd que Juan Carnaval había ocupado el Marte: de Carnaval.; 4ft

Después de años de explotación y degradación racial, los cam pe­sinos mayis se hallaron, de pronto , discutiendo entusiasmado! sus acciones e n los tendajones rurales y en las jaranas del sábado p o r la noche. Le que sigue es la reconstrucción de un diálogo típico ex­traído de testim onios de la época: “Yo p rend í la d inam ita que 'oló la caldera! , dijo fulano. ‘Yo tiré las m ojoneras que rodean el campo nuevo”, ci m entó m engano. “Nomás vean”, intervino zutano, “tocias estas ropaU finas se pagaron con el bo tín que los dzulesju n ta ro n a costillas di? nuestro pueblo”.49 Entre 1911 y 1912, tal insurgencia

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popular am enazó en varias ocasiones con incendiar la zona hene- quenera.

Es claro que el m ovim iento liberal m aderista era un atado de contradicciones, pero la fisura mayor estaba en la m arcada d iferen­cia en tre la visión del m undo de las élites urbanas, y la de los insur­gentes rurales que ellas mismas habían destapado. Pese a sus plei­tos, las élites m orenistas y pinistas favorecían por igual el retorno a algo parecido al liberalismo político de Benito Juárez. Por debajo de sus declaraciones ideológicas y su maquillaje retórico, los corroía el deseo de re to rnar al m odelo de poder político tradicional, muy del siglo xix, que les perm itiría ob tener su propia tajada de los divi­dendos de la econom ía henequenera. Ese liberalismo elitista, por supuesto, había dado su aval para la fragm entación de las tierras com unitarias en nom bre del progreso.

M ientras tanto, los testimonios personales y un “poem a épico" extraordinario y digresivo titulado “El quince de septiem bre”, escri­to por un com unero insurgente de veinte años proveniente del Puuc, de nom bre Rigoberto Xiu, revelan que los rebeldes popula­res de Yucatán estaban tam bién im buidos de liberalismo, pero de índole muy distinta.50 Su liberalismo invocaba a los héroes y las tra­diciones liberales: el padre Hidalgo y la Independencia, Juárez y la guerra contras los franceses. Y no obstante, en consonancia con los testimonios personales de otros tantos insurgentes, la tradición li­beral a que apelaba Xiu no era la inevitable m archa hacia el p ro­greso que las élites celebraban, sino una lucha sangrienta, a veces som bría pero absolutam ente “m oral”, que lleva siglos buscando preservar su libertad y dignidad contra las fuerzas externas de la opresión.

TEMPORADAS DE TURBULENCIA: LAS DESMOVILIZACIONES

A fin de cuentas, varias de las estrategias em prendidas por los due­ños de las plantaciones y por el estado, así como ciertos factores es­tructurales, explican por qué él conflicto político y la insurgencia popular en Yucatán no alcanzaron las dim ensiones de la rebelión generalizada que se produjo en otras partes de la República. Para empezar, el antiguo orden de Yucatán contaba con ciertas ventajas “propias" que le perm itieron con tener el desbordado descontento y reajustarlo a sus límites. La lejanía de la península -n o hubo ca-

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treteras que conectaran Yucatán con el centro de México sino hasta m ucho después de la Segunda G uerra M undial- im pidió la com unicación con los jefes revolucionarios del centro y el norte de México, e hizo virtualm enie imposible la coordinación de cam pa­ñas conjuntas.

En segundo lugar, el sistema altam ente regulado y coercitivo de control social que los terratenientes y el estado habían ideado du­rante el boom henequenero , im pidió la colaboración en tre los habi­tantes de los pueblos y los peones, y mantuvo aislados los estallidos locales. Como hem os visto, los heneqlleneros nunca pud ieron se­llar herm éticam ente las plantaciones; es un hecho que los cabeci­llas rurales y sus amigos cercanos penetraban frecuentem ente en las fincas, sobre todo como buhoneros o trabajadores eventuales. Pero, pese a los vínculos de parentesco o de origen com unal que con frecuencia existían en tre los miembros de las bandas insurgen­tes y las agrupaciones de peones de las fincas aledañas, a la larga fue extraordinariam ente difícil movilizar a un cam pesinado disper­so y balcanizado por diferentes relaciones sociales y productivas.51 Los testimonios de la época rezum an referencias a antiguas enem is­tades y venganzas en tre los habitantes de los pueblos y en tre los peones. Si las desatadas revueltas y m otines m aderistas lograron

ju n ta r a estos comuneros y acasiLlados en torno a agravios com parti­dos, tam bién en no pocas ocasiones sirvieron para apartarlos aún más; los antagonism os que se venían caldeando hirvieron y la tur­bulencia proporcionó una cubierta conveniente para saldar viejas cuentas. “Mira, Juan , ahí está uno de los robapollos de [la hacien­da] Suytunchén”, gritó un insurgente a un com pañero de Sierra Papacal; “vamos a quitarle al cabrón esas malas m añas de una vez por todas.’’52 Pese a los alegatos color de rosa de los historiadores populistas, durante la revolución épica de Yucatán y otras partes, peones y habitantes de los pueblos no pudieron am algamarse en alianzas duraderas, no se diga constituirse en “clase cam pesina” que luchara contra los terratenientes.53

La “m em oria social" de la clase Anquera yucateca puede consi­derarse en sí misma com o un factor “estructural”. La obsesión de los hacendados con el espectro de la Guerra de Castas les hizo pen ­sarlo dos veces antes de movilizar masivamente a los peones y co­m uneros mayas. A unque los fm queros morenistas y pinistas estaban urgidos de derro tar a la oligarquía motinista, la mayoría de ellos temía que si arm aban a las masas rurales se deteriorarían los elabo-

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lados mecanismos de control social que tanto habían colaborado al éxito del boom del henequén. Que ciertas élites hayan asum ido el riesgo de arm ar a los campesinos en toda la entidad dem uestra la división de la clase dom inante y la desesperación de algunos hene- queneros. Sin embargo, los campesinos rebeldes, p o r lo general, poseían poca capacidad de fuego; lo com ún era que tuvieran tan sólo sus machetes y antiguos escopetones que usaban para cazar.M

No obstante, aunque los obstáculos estructurales pesaran en con­tra, hacia fines de 1912 la insurgencia popular alcanzó niveles peli­grosos y amenazó con englobar toda la zona henequenera. Ésto hizo que a principios de 1913 los dueños de las plantaciones y su nuevo aliado, el estado m ilitar del general Victoriano H uerta, im­pulsaran nuevas estrategias para desactivar la insurgencia.55

Es probable que en ningún otro lugar de la República hayan re­cibido tan bien al nuevo dictador m ilitar como en Yucatán. E! asesi­nato de M adero fue aplaudido p o r las élites rivales yucatecas, quie­nes, sin dudarlo, respaldaron la subsecuente solución porfirista a los problem as del “bandolerism o” y la “anarquía” (léase insurgen­cia popular). La imposición huertista de un régim en m ilitar autori­tario institucionalizó él em pate político en tre las tres élites conten­dientes (molinistas, morenistas y pinistas), pero tam bién les brindó la oportunidad de llegar a un acom odo —“un acom odam iento de desleales”-* que habría de preservar la paz social.

Resuelto el asunto del poder en la entidad, al m enos tem poral­m ente, se hizo justicia alternando entusiasmo y crudeza porfiristas. El gobierno huertista declaró una am nistía general y luego dejó cl^ro -e n una serie ele edictos y decisiones judiciales de o rden local- que el “bandolerism o” (delitos contra la p rop iedad y resis­tencia a las autoridades) sería castigado con la m ayor severidad. Sin lugar a dudas, Yucatán (como cualquier sociedad, incluso la más controlada) no carecía de delincuentes “profesionales"; m u­chos bandidos y abigeos habían ejercido su oficio desde antes de las tem poradas de turbulencia, pero en éstas tuvieron mayores oportunidades. Sin em bargo, el estado huertista y las tres cam ari­llas de Yucatán usaban el térm ino “bandolerism o" en un in ten to po r lograr una altura discursiva con la cual encarar sus desafíos políticos. De m anera muy sem ejante a como se usa hoy el concep­to ele “terrorism o”, el térm ino “bandolerism o" se usó más com o

* En españo l en el o rig ina l [T.].

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“m etalen, juaje del crim en" que para d en o ta r un delito especifico. Esto le perm itió al estado y a la clase hacendada calificar de vio­lentas o potencialm ente violentas las conductas de las “clase:; peli­grosas” en la sociedad.5fi Es in teresante que sólo unos meses ; ntes dos de la: camarillas elitistas hayan tenido el hábito de referi se a algunos cíe estos “bandidos” (“sus” bandidos) com o “revoluti ona- rios” e “insurgentes”. Desde el pun to de vista de los “band jdos”, sus actividades con tinuaron siendo las mismas. En el distriito de H unucm s, por ejem plo, siguieron operando como individuó:, en pequeños grupos inform ales o en bandas insurgentes mayores, según las ¡opciones que les brindaran las circunstancias, pero s em- pre confiando en defender lo que quedaba de su m enguante pa­trim onio agrario y en ajustarle cuentas a las odiadas figuráis del poder.

Y en cuanto al estado m ilitar -au n q u e castigó ejemplarmejnte a muchos com uneros, y los envió al paredón por robo y abigeato-, so­lícito cortejó a los cabecillas populares mejor situados estratégicamen­te y, finalícente, negoció con ellos. A cambio de su aquiescencia, les concedió ít estos jefes locales de las áreas periféricas -aquellos que se habían m ostrado capaces de convocar a cientos ele combatieii :es- un cierto grado de autonom ía política, algo que fue siem pre su ob­

jetivo principal. Algunos recibieron cargos en la milicia de la ¡enti­dad, y a mliichos se les endulzó el arreglo con algún terrenito ele su agrado.

En tanto, los dueños de las plantaciones hicieron algunos aju stes propios. Cbmo hem os visto, incluso en la cúspide del boom aleí he­nequén , el régim en de m onocultivo en Yucatán había dependido de algo más que la m era coerción; “su idioma de p o d er” incluía in­centivos pa ternalistas y no im pedía que los trabajadores se dirigie­ran a los juzgados con sus quejas (Joseph y Wells 1988). A princi­pios de 19¡¿3, enfrentados a la escalada de la revuelta popular, los hacendados se vieron forzados, por lo m enos en el corto plazo, a hacer maycHres concesiones.37

Al igual que en las anteriores rebeliones de esclavos, ocurridas en el Caribe o en el Sur de Estados Unidos, las tem poradas ele tur­bulencia popular de Yucatán hicieron que los hacendados progre­sistas trazaran un program a de reform as e hicieran concesiones m ateriales ;n algunas fincas, incluso en los m om entos en que- las revueltas provocaban m edidas de control más severas en otras j:>ro- piedades.58 En general, después de 1913, losjuzgados locales -<:nn-

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trolados aún por los dueños de las plantaciones- estuvieron más dis­puestos a a tender las quejas de los peones contra los abusos más fla­grantes (y en ocasiones a enm endarlos).59 Esto sugiere tam bién pa­ralelismos con el régim en de plantaciones del periodo an terio r a la G uerra Civil, en el Sur de Estados Unidos, en el que, como ya lo han señalado Genovese y otros, la ley cum plía una especie de fun­ción hegem ónica, al p roporcionar p o r lo menos la apariencia de un rasero de justicia imparcial para los miembros de las clases su­bordinadas (Genovese 1974:25-49).

Finalm ente, en 1914, los trabajadores ruralqpjde Yucatán, en un gesto culm inante, lograron un decreto que alsfcfea la servidum bre po r deudas. A unque nunca se llevó a la práctica (parece haberse prom ulgado com o un recurso más para ganar tiem po para los fin- queros), el decreto sentó un precedente im portante que ulteriores gobiernos revolucionarios, después de 1915, habrían de hacer cum ­plir (ver Paoli y Montalvo 1977; Joseph [1982] 1988: partes 2 y 3).

Hacia m ediados de 1913, el campo estaba esencialm ente desm o­vilizado, pero la prom ulgación de un decreto sobre peonaje un año después da testim onio de qué tan tenue, realm ente, era la paz so­cial en Yucatán. La luna de miel de la clase dom inante con el huer- tismo habría de ser breve. Para enfren tar los retos crecientes que le planteaba el constitucionalismo revolucionario en el resto de Méxi­co, H uerta elevó en repetidas ocasiones los impuestos al henequén e intensificó la leva entre las escasas filas de trabajadores de las lin­cas. Con ello, trabajadores y élites p o r igual, hallaron odioso al huertism o. En 1914, ju sto antes de la caída de H uerta, la insurgen- cia popu lar resurgió en el Puuc y m uchos m otines encendieron la zona henequenera.

Después clel advenim iento del régim en constitucionalista en1914, la inestable alianza de camarillas a duras penas pudo m ante­ner el viejo orden. No fue sólo que tuviera que renegociar con los cabecillas populares cualquier arreglo, sino que debía entenderse con el nuevo gobernador traído de la ciudad de México. Fue en este m om ento crucial cuando se prom ulgó el tibio decreto sobre peona­je . Luego, en enero de 1915, cuando ni amenazas ni sobornos ser­vían para aplazar las reformas del en trante gobernador constitucio- nalista, la vieja “plantocracia” en terró sus diferencias facciosas y m ontó, por fin, una última y fútil rebelión para preservar el anden régirne. Los líderes y patrocinadores de esta revuelta, puesta en esce­na ostensiblem ente para m antener “la soberanía de la en tidad”, fue­

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ron Olegario Molina, Avelino Montes y otros pesos com pletos de la vieja Casta Divina motinista. Daba la im presión de que Yucatán había com pletado el círculo hasta quedar como al principio.

LOS LECADOS REVOLUCIONARIOS

¿O no lo completó? Yo argum entaría que los campesinos de Yuca­tán habían cambiado gracias a su participación en las tem poradas de turbulencia ocurridas, desde finales de 1909 hasta principios de 1913, en la época m aderista. Es verdad que el simple hecho de que el -así llam ado- “movimiento de soberanía” de 1915 convocara tan poco apoyo popular da testim onio de que algo habían cam biado las actitudes y tácticas de los campesinos. Los siete mil efectivos fuertem ente armados de Alvarado batallaron poco con tra una fuer­za yucateca de mil quinientos, buena parte de los cuales eran estu­diantes o comerciantes, hijos de las clases medias y altas, m eridanas o progreseñas. Unos cuantos cabecillas ofrecieron com batientes pero la mayoría se abstuvo hasta que se consum ó la debacle de la oligarquía yucateca y luego negociaron con Alvarado, un populista mexicano y revolucionario cuyo program a podía ofrecerle algo más a las clases populares yucatecas.60 Entre la m iríada de reform as que puso en práctica, Alvarado le devolvió el filo al decreto que proscri­bía el peonaje p o r deudas.

De hecho, existe am plia docum entación que sustenta la idea de que en el rem oto y oligarca Yucatán, com o en otras partes de Mé­xico, los viejos hábitos de obediencia dieron paso a nuevas formas de confianza en las propias fuerzas y a un ejercicio más horizontal del poder real -a lgo a lo que Knight denom ina “una nueva insolen­cia plebeya” (1986a:l:169). Entre 1910 y 1915, los archivos jud icia­les y los reportes de prensa revelan la cantidad de quejas que los capataces de las plantaciones o los propios dueños p lanteaban por­que sus peones ya no se quitaban el som brero en su presencia y no besaban la mano del amo.01

Los nuevos tribunales militares de Alvarado recibieron oleadas de peticiones por parte de peones que exigían de sus patrones alzas en los salarios y mejoras en las condiciones de trabajo. En un ejem ­plo sugerente, la decisión afirmativa de uno de estos tribunales re­volucionarios no fue suficiente para satisfacer al líder de una dele­gación de peones, quien continuó vociferando contra la arrogancia

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y crueldad de su capataz hasta que se le retiró a la fuerza del tribu­nal, por desacato a la corte.62

D urante el periodo 1909-1913, el repentino inicio de las carreras políticas de cabecillas populares como Pedro Crespo, Juan Campos y José Loreto Baak, nos da un indicio más del cambio acaecido en los ámbitos políticos y m entales. Los testimonios de la época y las entrevistas que hice con viejos que pertenecieron a algunas m unici­palidades m arginales seleccionadas sugieren que el precipitado as­censo de estos jefes locales fue satisfactorio para sus seguidores campesinos y desconcertó a la “plantocracia". D urante los m anda­tos de Alvarado y Carrillo Puerto, tales cabecillas, personas que han recibido escasa atención en la historiografía del México revolucio­nario (véanse Joseph 1980:193-221; Joseph y Wells 1987; Buve 1985, y Falcón 1984), pudieron consolidar sus clientelas en los espacios interm edios del poder: ámbitos m enores que las m aquinarias polí­ticas regionales, pero más amplios que los m eros cacicazgos locales. C om únm ente pequeños propietarios, artesanos y com erciantes o alguna combinación de éstos em ergieron de los círculos medios de la sociedad rural para movilizar y representar a las masas rurales en toda la República, y sirvieron de puente cultural e ideológico en tre los campesinos y la gente de las urbes -e n tre “los de aden tro” y los "fuereños”.

No hay duda de que si se abordara, en estudios longitudinales y culturalm ente inform ados, la vida de estos jefes m enores ó caci­ques interm edios -la “carne de la Revolución”, en palabras de Car- leton Beals (1931: capítulo 13)- se lograría avanzar largo trecho hacia la síntesis de la revolución mexicana que parece estar en cier­nes. Dichos estudios podrían enfocarse en las relaciones que forja­ron estos caciques con el em ergente estado revolucionario, p o r un lado, y sus clientelas locales, por el otro. Mi investigación sobre va­rios de estos cabecillas yucatecos me ha perm itido seguirles el ras­tro desde sus inicios en 1909-1910 como actores políticos destaca­dos, durante la consolidación de sus ámbitos de poder en tre 1910 y principios de los años veinte, y hasta su desaparición o su transfor­m ación en funcionarios del partido oficial en los trein ta (e incluso en los cuarenta, por lo m enos en uno de los casos). Tam bién me hizo rechazar las pulcras y dem asiado elaboradas interpretaciones de la revolución mexicana y me em pujó a unir elem entos extraídos tanto de los enfoques populistas como de los revisionistas.

Estaría de acuerdo con Knight en que cabecillas como Cresptt,

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Campos y Biiak representaron un tipo ele liderazgo em inentem ente popular ent; c los pobladores de la periteria de la zona henequene- ra: criados en el lugar, enfocados a lo local y legitim ados orgánica­m ente (en éL sentido del m odelo weberiano de “autoridad tradicio­nal”). Durajite las tem poradas de turbulencia, dicha autoría;.el reflejaba y ¿yudo a m oldear el carácter de la insurgencia de b ise com unitaria. No teniendo una visión que abarcara lo nacional, íi siquiera la íjegión, tales líderes respondían a sus seguidores y m e­diante sus acciones reforzaron la determ inación de todos ellós a preservar lajautonom ía y la subsistencia, m ientras m inaban, en Lis hechos y a i¡ ivel simbólico, la autoridad de la clase dom inante y el estado. Su “Ideología” está escrita en sus revueltas y em erge con fre­cuencia en ¡jus testimonios. Con sinceridad, Crespo elijo alguna v iz a la prensa:!“N uestro fin es derrocar a las autoridades y después; a- ver qué pasa”.1’3 O como lo resumiera Ju an Campos: “com batir h ti­ranía y la esclavitud y continuar siendo hom bre libre”.154

En los sitjos donde ese liderazgo y esa organización eran débiles o estaban vijitualmente ausentes, en los diversos asentam ientos étni­cos de peoiies en el corazón de la zona henequenera controlada -d u d o en considerarlos verdaderas com unidades-, las formas de protesta fueran diferentes. Allí la resistencia asumió un carácter co­tidiano másj“rutinario”, que estallaba en breves episodios de violen­cia, a m entido provocados por las incursiones de bandas dirigidas por cabecillas -e n tre 1910 y principios de 1913 (Joseph y Wells 1988:244-64).

Dada la ijiaturaleza defensiva y localista de la ideología y la autori­dad populares, en Yucatán el movimiento estuvo destinado a ser b is- tante fragm entario y quebradizo. Quizá los cabecillas de base con u- nitaria haya)* movilizado y representado a sus clientelas locales, p-jro igual com batieron y reprim ieron a las facciones rivales, y sólo con gran dificultad lograron hacer causa com ún (nunca alianzas dura­deras) con líos peones u otros elem entos cercanos.,is

Debo enjatizar que no pretendo hacer un ju icio teórico más am­plio ele la conciencia clel cam pesinado -afirm ar que está obsesiona­do con las linchas'locales por la tierra, por la subsistencia o por el deseo de qúe sim plem ente lo dejen en paz. Tampoco valido las lo­ciones esern ¡alistas según las cuales el munelito de la com unidad o la hacienda ¡restringe el horizonte ideológico de los campesinos. Mi anterior énfasis en la apropiación y reform ulación de la ideología li­beral por paji-te de los campesinos yucatecos debe haber dejado es o

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en claro. Es más, los académicos que trabajan en los Ancles sostie­nen enfáticam ente que, con frecuencia, los campesinos tienen una conciencia clara de los m undos políticos situados más allá de lo in­m ediato local y poseen una flexibilidad de razonam iento m ucho más com pleja que la predecible obpesión localista por la tierra, la autonom ía o la seguridad en su subsistencia (véanse los ensayos in­cluidos en Stern 1987b: esp. capítulos 1, 2 y 9). Sin em bargo, a causa de las formidables restricciones impuestas por el régim en de m ono­cultivo de Yucatán, en particular “el idioma del p o d er” que con efi­cacia com binaba aislamiento, coerción y seguridad paternalista, pa­rece legítimo concluir que en tre el campesinado yucateco que vivió las tem poradas de turbulencia prevaleció una orientación localista y una obsesiva defensa de sus propios derechos.

Sin em bargo, hay razones para no sorprendernos de que, en Yucatán, el m ovim iento popular conducido por los nuevos hom ­bres del 1910 no tuvo gran dificultad para am algamarse (a veces con ayuda de esos hom bres) con el aún más poderoso estado na­cional de los veinte y los treinta. En cierto sentido, pese a su marca­do regionalism o, Yucatán ofrece un ejemplo vivido de lo que se considera lugar com ún en la cultura política y la historia revolucio­naria de México: la propensión de los movimientos y elem entos po­pulares -invariablem ente antidem ocráticos en sí m ism os- que al principio sospechan, después colaboran con cautela y finalm ente legitim an a los autoritarios caudillos regionales y nacionales y al ré­gim en institucionalizado que a fin de cuentas éstos establecen.

Pedro Crespo, cacique del pueblo de Temax y del cen tro de Yu­catán desde 1911 hasta que m urió en 1944 -y cuya carrera hem os apun tado-, sirve para ilustrar este principio (Joseph y Wells 1987). Representativo él mismo de los agravios sufridos por casi todos los tem axeños (y en busca de una venganza personal), Crespo se rebe- ló en 1911, luego negoció por separado con el m aderism o, con el huerdsm o, con la variante local yucateca de "socialismo" y final­m ente evolucionó hacia el priísmo actual. Pero es muy fácil argum en­tar, como hacen los revisionistas, que Pedro Crespo “se vendió”. Hasta los años treinta, la vida política de Temax y sus alrededores continuó gozando ele un alto gracli|de autonom ía respecto clel es­tado, debida en gran parte a la astocia de Crespo. Es más, bajo su cacicazgo, los temaxeños recuperaron las tierras tradicionales de la com unidad. Después, duran te la D epresión, con el henequén irre­versiblem ente a la baja, Crespo negoció hábilm ente con los más po-

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clemsos finqueros y con el estaclo, y logró que sus campos continua­ran produciendo, lo que minimizó los despidos.

Es significativo que hasta el día de su m uerte, Crespo vivió de la misma m anera que sus rústicos seguidores: hablaba maya con los amigos, usaba guayabera, y vivía en una kaxna, la tradicional choza de paja y barro con techo de palma. No le interesó la riqueza, sino el poder político. La revolución m exicana le había ofrecido una oportunidad , y la tomo. Se veía a sí mismo com o líder nalo, y así lo consideran en Temax todavía. Como tal, hizo lo necesario para conservar e incluso am pliar su poderío. Esto requirió de una vigi­lancia y una negociación constantes: con los finqueros más podero­sos se podía hacer tratos, y tuvo que hacerlos con un estaclo burocráti­co más vigoroso; sin em bargo nunca le pid ieron que vendiera a sus seguidores, que acum ulara gran riqueza ni que abandonara Temax para irse a Mérida. De hecho, precisam ente por ser un líder nato, no podía trascender su localidad ni rom per con la cultura política que lo había producido.

En el proceso, Pedro Crespo jugó un im portante papel en la pro­moción de las rutinas y rituales del régim en que, a final de cuentas, perm ite que “la revolución mexicana” reclame su parte en la revolu­ción cultural propia de un estado en form ación (Corrigan y Sayer1985). Por décadas, Crespo tendió puentes ideológicos y culturales entre los temaxeños y el estado revolucionario: organizó ligas de re­sistencia, y después clubes y grupos juveniles den tro del partido ofi- cal; program aba veladas culturales semanales, oficiaba en los actos de conm em oración patriótica (tales como el aniversario del m ártir revolucionario Carrillo Puerto) y promovió con em peño “la educa­ción socialista” y los equipos de béisbol en algunos de los pueblos más remotos y en las com unidades ligadas a las haciendas del centro de Yucatán.,ir> Hoy, a cuarenta años de su m uerte, Crespo continúa al servicio del proyecto cultural del estado, pues fue incorporado, con los honores de rigor, en el panteón revolucionario al lado de iconos regionales tan famosos como Alvarado y Carrillo PuerLo, y se le conm em ora cada 20 de noviembre, cuando en Temax se da lectu­ra a la letanía ele los triunfos revolucionarios.

Hubo otros cabecillas de Yucatán menos implacables y sin las ad­quisiciones económicas que obtuvo Crespo, pero que se asemejan más a él que a la figura ficticia creada por Carlos Fuentes: Artemio Cruz. Todos fueron líderes que gobernaron m undos estratificados, fraccionados y locales, y que in tentaron un equilibrio en tre el nue­

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vo estado centralizador, p rom otor de un proyecto de transform a­ción capitalista, y sus propias clientelas locales, m ientras trepaban los escalones del p oder político (controlar las comisiones agrarias, las presidencias m unicipales y otros medios a su alcance). Gente como Crespo, o como Elias Rivero en Peto, que lograron un equili­brio, fungieron como traductores entre las ideologías populares y las del estado, perduró. Quienes no eran tan astutos política o cul­turalm ente (como José Loreto Baak) fueron reem plazados p o r sus com petidores que, en su oportunidad, le aplicaron las nuevas re­glas del juego a la vieja cultura política.

*

Es la fecha en que ni los revisionistas ni los populistas han dado un tratam iento satisfactorio a la p regun ta de cómo se form ó el estado posrevolucionario. Una cosa es afirmar, com o los revisionistas, que hubo una continuidad esencial en tre las élites porfiristas y revolu­cionarias en su deseo de construir una sociedad capitalista; a nivel nacional. O tra muy distinta es negarle peso a las culturas políticas populares y reducir a sus líderes al papel de m eros instrum entos de un Estado Leviatán em ergente. Yo sostendría que, en Yucatán y en otras partes, el proceso revolucionario cambió para siem pre los tér­minos en que habría de formarse el estado mexicano. De hecho, es la incorporación parcial de las dem andas populares por el estado lo que ayuda hoy a distinguir a México de países como Perú o El Salvador. Como lo señala Florencia Mallon en su artículo incluido en este volum en, sólo se necesita yuxtaponer las contrastantes im á­genes de C uauhtém oc Cárdenas y del Sendero Luminoso peruano para apreciar este punto. Para los cardenistas del México actual, la lucha se circunscribe al m arco de la revolución, la nación y el esta­do; los sencleristas se enfrentan a la total bancarro ta del estado pe­ruano y a la ausencia de una nación.

Al mismo tiempo, mis datos sobre Yucatán sugieren argum entos para som eter a escrutinio más detallado los rom ánticos y subjetivos enfoques populistas. Los datos nos desafían a especificar qué tan popular es “lo popu lar”, y nos previenen contra la aplicación de no­ciones esencialistas fáciles acerca de la solidaridad étnica, com unal o de clase, en los m undos sociales reales. Como hem os visto, el cam pesinado diverso de Yucatán estuvo dividido duran te m uchas décadas por diferentes relaciones sociales y productivas; las fuertes

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com unidades campesinas habían cesado de existir m ucho antes de la Guerra <jje Castas y de la subsecuente em bestida de la cultura del henequénJiIncluso en los m árgenes del régim en de m onocultivo, las com unidades campesinas, estratificadas y contenciosas, teh.'an lazos conmínales frágiles; no habría sido posible movilizarlas p ira confrontar)una am enaza ex tern a /’7 Además, la identidad étnica ira todo menojs “prim ordial” o solidaria; la etnicidad maya había sufri­do varias r|¡construcciones im portantes desde los días en que, du­rante el pejiodo colonial, los mayas yucatecos ejercieran “el erii se­ño colectivi) de la sobrevivencia".

Sí, Yucatán generó un m ovimiento rural popu lar duran te el pe­riodo maderista, pero estuvo muy lejos del levantam iento nació r al, telúrico, in /ocado por escritores como Frank Tannenbaum y José Valadés, o ijjiás recientem ente por Jo h n Hart. Las historias de víuto alcance de I {tales populistas, pasados y presentes, ofrecen heroicas im ágenes y¡ relatos conm ovedores, ni qué dudarlo; pero la expe­riencia revo lucionaria en Yucatán1’8 -así como otras detalladas ;n este volumejn- nos m uestra otras perspectivas e historias que los e- cuentos unlversalizantes tienden a evitar o a pasar por alto com ple­tam ente.

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TRADICIONES SELECTIVAS EN LA REFORMA AGRARIAY LA LUCHA AGRARIA:C ultura popular y form ación del estado en el ejido de Nam iquipa, C h ihuahua1■ Daniel N ugent y Ana María Alonso

El punto de partida de este ensayo es la idea de que existe una rela­ción entre cultura popular y form ación del estado, y que ni una ni otra son procesos o esferas de acción o representación autónom os. N uestro propósito es com prender esa relación m ediante el análisis de las reacciones de los campesinos ante la form ación del ejido de N am iquipa, C hihuahua, y m ediante el exam en de las m aneras en que algunos campesinos imaginan el estado y construyen sus pro­pias identidades en relación con él y contra él.- La argum entación se apoya en m ateriales derivados de estudios etnográficos e históri­cos sobre la participación de los nam iquipeños en la lucha política antes, duran te y después de la revolución de 1910, así como sobre la reform a agraria del estado m exicano posrevolucionario.

Entendem os la cultura popular com o los símbolos y significados subyacentes en las prácticas cotidianas de los grupos subordinados. A la vez que “constituida socialmente (es producto de actividades pre­sentes y pasadas) y socialm ente constituyente (es parte del contexto significativo en el que las actividades tienen lugar)” (Roseberry 1989: 42), la cultura popular no.es una esfera autónom a, auténtica y aco­tada, ni una versión en pequeño de la cultura dom inante. En cam­bio, la cultura popular y 1» cultura dom inante se producen una en relación con otra, a través de una “dialéctica de lucha cultural” que ocurre en contextos de poder desigual y entraña apropiaciones, ex­propiaciones y transform aciones recíprocas. La reciprocidad no implica igualdad en la distribución del poder, pero aunque la do­m inación “tiene efectos reales [...] éstos no son ni todopoderosos ni exhaustivos” (S. Hall 1981:233).

Las formas, rutinas, rituales y discursos de dom inio del estado ju eg an un papel clave en la dialéctica de la lucha cultural. La for­m ación del estado es una “revolución [...] en la m anera de en ten ­d er el m u n d o ”; es decir, una “revolución cultural" (Corrigan y Sayer 1985:1-2). En tanto que esta últim a expresión indica cierto reconocim iento del pensam iento de Mao Tse-tung, su inspiración deriva en no m enor m edida de D urkheim , para quien “el estado es el órgano mismo del pensam iento social [y] es sobre todo, de nía-