Julian marias-articulos-periodisticos

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Pág. 1 JULIAN MARIAS Vía libre 19/08/1976 La famosa expresión «atado y bien atado», tan desafortunada literariamente, tan peli- grosa políticamente -a fuerza de querer evitar los peligros-, gravita ominosamente - sobre el conjunto del panorama político español. Con pocas excepciones, cuantos se ocupan activamente de política o hablan, de ella parecen aceptarla. Unos, en su sentido literal: pretenden continuar como si nada hubiera pasado, aunque saben muy bien que hace nueve meses pasó lo más grave -e irreversible- que podía pasarles: haber pasado. Otros, fascinados por tan largo tiempo de hibernación política, nutridos al despertar con ideologías que no creen en el futuro, sienten terror a toda innovación real. Los primeros opinan que no hay que hacer nada; los segundos creen que «ya» se sabe lo que hay que hacer, y, por tanto, que no hay que hacer preguntas. La coincidencia, en el fondo, es pasmosa.La verdad es estrictamente la contraria. Los cambios de la sociedad española en cuatro decenios son enormes. Lo que pudo sostenerse a raíz de la guerra civil está demasiado lejos. Los principios que han informado las estructuras políticas con que se ha administrado al país han sido tres: el castigo, la prevención de la locura, la convale- cencia. Una atmósfera compleja de cárcel, manicomio y hospital ha envuelto las institu- ciones destinadas a hacer vivir a un pueblo y avanzar en la historia. El gran supuesto era que los gobernantes -y sólo ellos- sabían qué conviene, qué hay que hacer, y, sobre to- do, qué hay que no hacer. Hoy esto no lo cree nadie, empezando por los gobernantes, que son suficientemente discretos para no caer en tan burda convicción. Pero siguen creyéndolo -o al menos actúan como si lo creyeran- los organismos creados desde esa convicción y para perpetuarla. Dos docenas -o unos centenares- de señores intentan pro- ceder como los propietarios de una dehesa; pero ni España es una dehesa ni es propie- dad suya. La última parte de la frase que acabo de escribir la suscribiría casi todo el mundo, pero quizá no todos estén en claro sobre la primera; algunos, aunque pocos, opinan que basta con un cambio de dueño. Más aún: imaginan que ha cambiado ya; que la han ganado, que la han conquistado o -quizá, más exactamente- que la han heredado. Es curioso el aire triunfal con que hablan, gesticulan, exigen, con jactancia de nuevos propietarios. Y anuncian los cambios, disposiciones y mejoras que van a realizar, como si todo estuvie- se «atado y bien atado». Todo esto son sueños, más concretamente, pesadillas. España no necesita ser castigada - y ¿quién tendría derecho a ello?-, ni está loca (aunque una vez lo estuvo y podría volver a estarlo), y hace largos años que convaleció de los desastres, y tiene considerable salud y vitalidad. Ni cárcel, ni, manicomio, ni hospital, ni campo de concentración, ni dehesa pasiva en manos de sus dueños y, capataces. Ninguna de estas imágenes conviene a la España de 1976, y no va a tolerarlas. Y sabrá tomar nota de los que le proponen cual- quiera de esos destinos para rayarlos de la lista de sus esperanzas. Nadie sabe lo que España quiere, porque todavía o lo ha dicho, y va a decirlo, no va a permitir que tales o cuales señores expliquen su silencio. Lo que sin duda quiere es vía libre para ir a donde elija, mayoritaritamente y teniendo en cuenta a todos los hombres que la integran, cada uno con el mismo derecho a que su voz sea escuchada y sus deseos
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JULIAN MARIAS

Vía libre

19/08/1976

La famosa expresión «atado y bien atado», tan desafortunada literariamente, tan peli-grosa políticamente -a fuerza de querer evitar los peligros-, gravita ominosamente -sobre el conjunto del panorama político español. Con pocas excepciones, cuantos se ocupan activamente de política o hablan, de ella parecen aceptarla. Unos, en su sentido literal: pretenden continuar como si nada hubiera pasado, aunque saben muy bien que hace nueve meses pasó lo más grave -e irreversible- que podía pasarles: haber pasado. Otros, fascinados por tan largo tiempo de hibernación política, nutridos al despertar con ideologías que no creen en el futuro, sienten terror a toda innovación real. Los primeros opinan que no hay que hacer nada; los segundos creen que «ya» se sabe lo que hay que hacer, y, por tanto, que no hay que hacer preguntas. La coincidencia, en el fondo, es pasmosa.La verdad es estrictamente la contraria. Los cambios de la sociedad española en cuatro decenios son enormes. Lo que pudo sostenerse a raíz de la guerra civil está demasiado lejos. Los principios que han informado las estructuras políticas con que se ha administrado al país han sido tres: el castigo, la prevención de la locura, la convale-cencia. Una atmósfera compleja de cárcel, manicomio y hospital ha envuelto las institu-ciones destinadas a hacer vivir a un pueblo y avanzar en la historia. El gran supuesto era que los gobernantes -y sólo ellos- sabían qué conviene, qué hay que hacer, y, sobre to-do, qué hay que no hacer. Hoy esto no lo cree nadie, empezando por los gobernantes, que son suficientemente discretos para no caer en tan burda convicción. Pero siguen creyéndolo -o al menos actúan como si lo creyeran- los organismos creados desde esa convicción y para perpetuarla. Dos docenas -o unos centenares- de señores intentan pro-ceder como los propietarios de una dehesa; pero ni España es una dehesa ni es propie-dad suya.

La última parte de la frase que acabo de escribir la suscribiría casi todo el mundo, pero quizá no todos estén en claro sobre la primera; algunos, aunque pocos, opinan que basta con un cambio de dueño. Más aún: imaginan que ha cambiado ya; que la han ganado, que la han conquistado o -quizá, más exactamente- que la han heredado. Es curioso el aire triunfal con que hablan, gesticulan, exigen, con jactancia de nuevos propietarios. Y anuncian los cambios, disposiciones y mejoras que van a realizar, como si todo estuvie-se «atado y bien atado».

Todo esto son sueños, más concretamente, pesadillas. España no necesita ser castigada -y ¿quién tendría derecho a ello?-, ni está loca (aunque una vez lo estuvo y podría volver a estarlo), y hace largos años que convaleció de los desastres, y tiene considerable salud y vitalidad. Ni cárcel, ni, manicomio, ni hospital, ni campo de concentración, ni dehesa pasiva en manos de sus dueños y, capataces. Ninguna de estas imágenes conviene a la España de 1976, y no va a tolerarlas. Y sabrá tomar nota de los que le proponen cual-quiera de esos destinos para rayarlos de la lista de sus esperanzas.

Nadie sabe lo que España quiere, porque todavía o lo ha dicho, y va a decirlo, no va a permitir que tales o cuales señores expliquen su silencio. Lo que sin duda quiere es vía libre para ir a donde elija, mayoritaritamente y teniendo en cuenta a todos los hombres que la integran, cada uno con el mismo derecho a que su voz sea escuchada y sus deseos

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atendidos. Y ni se va a quedar donde está -es decir, donde la han puesto sin su consen-timiento-, ni va a aceptar una solución prefabricada, un específico envasado ya y que ella no haya imaginado, inventado, deseado, querido.

Si los hombres que integran los organismos del pasado que aún persisten tuviesen un patriotismo del que no tengo derecho a dudar y un sentido histórico del que sí tengo derecho, se apresurarían a renunciar a privilegios y facultades que no han recibido del pueblo español, a devolver a éste la plenitud de sus capacidades enajenadas, con lo cual podrían esperar seguir siendo parte viva de la política española. No se les puede pedir que abandonen sus puntos de vista, sus preferencias, sus intereses, pero sí que dejen de imponerlos en nombre de una representación que no tienen, que intenten conseguirla en un juego limpio que ha de estar abierto a todos, y por tanto, también para ellos.

Si esto no ocurre así, los españoles recuperarán, más pronto o más tarde -creo que muy pronto-, el pleno uso de su razón y de sus razones, y removerán los obstáculos que pre-tenden cerrarles el camino. ¿Cómo? Esta es la segunda parte de la cuestión.

No con «hechos consumados». No con la ocupación por sorpresa de los órganos de opi-nión o de los instrumentos del poder, para hacer regresar al país en otra etapa de pasivi-dad y sometimiento a dictados ajenos. Se va a constituir, se está constituyendo ya, un nuevo consenso, fundado, más que en el temor, en la esperanza; en la gana de vivir, en la fruición de inventar, en la conciencia de que España es uno de los países más intere-santes que han aparecido en la historia, capaz de haber creado las estructuras políticas mundiales más complejas y originales de la Edad Moderna.

Ese consenso todavía no ha encontrado su expresión -son muchos los que no quieren dejarlo-. Por eso se está produciendo el equívoco de que los españoles son como dicen unos cuantos y otros cuantos. La sorpresa, el día que cada hombre y cada mujer tengan una papeleta en la mano, va a ser considerable.

Pero la llegada y la fecundidad de ese día requieren el cumplimiento de algunas condi-ciones. La primera, insisto en ello, la remoción de los obstáculos «legales» que todavía lo estorban. La segunda, el estímulo de la imaginación nacional y el respeto a la capaci-dad de innovación, a la originalidad de España. No va a vestirse con el prét-á-porter de los grandes almacenes internacionales, sino con ropas que se ajusten a su cuerpo social, permitan la libertad de sus movimientos y proyecten su figura elegida, aquella bajo la cual se reconoce. «Sólo es buena a reinar la fantasía» -escribió Valle-Inclán medio siglo antes de que en la Sorbona pintaran en las paredes:«L'imagination au pouvoir.» Y don Ramón añadía, a continuación, este verso: «Y mi reino está en manos de plebeyos». Quería decir hombres de cualquier rutina, incapaces de inventar en vista de Ias ciruns-tancias a los que buscan siempre vía libre.

JULIAN MARIAS

Dos imagenes del hombre EL PAÍS - Opinión - 20-03-1979

La lengua lo distingue: algo y alguien, nada y nadie, qué y quién. Es lo que ha llevado a la pareja de conceptos cosa y persona. La confusión de lo que es tan claro e inmediato,

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tan inmediatamente claro, ha hecho que el pensamiento científico y aun filosófico se obstine en la pregunta errónea «¿qué es el hombre?», en lugar de la ineludible, pero siempre eludida, «¿quién soy yo?».Desde los comienzos de la filosofla griega se ha ido perfilando una idea o interpretación del hombre como persona, que en su núcleo último podría resumirse así: alguien corporal, que entiende el mundo, lo envuelve todo Con su pensamiento, es libre -y, por tanto, responsable-, elige su Vida («como el arquero busca el blanco», según Aristételes), puede ser bueno o malo, feliz o infeliz, y desea seguir viviendo después de la muerte, para siempre.

Esta idea del hombre viene a converger -en sucesivas aproximaciones, con fricciones, enfrentamientos, conciliaciones- con ,otra línea no filosófica, sino religiosa, judía y cris-tiana, que, siendo muy distinta, muestra una extraña coherencia con la anterior. Según esta otra imagen, el hombre ha sido creado por un acto efusivo de amor de Dios y no como las cosas, sino «a su imagen y semejanza»; por eso es «como Dios» (sólo que finito e imperfecto), participa en la vida divina, llama a Dios «Padre» y por ello es her-mano de los demás hombres, de todos los demás hombres; está llamado a una vida per-durable y sobrenatural; es tan libre y responsable que en sus manos está su destino: pue-de salvarse o condenarse, puede elegir -más aún, tiene que elegir- ahora su realidad para siempre. Por si faltara poco, su cuerpo está destinado a la resurrección, al esplendor, y queda en perpetua solidaridad con los hombres, en este mundo y en el otro: por el amor y por lo que se llama la comunión de los santos.

El resultado de esta sorprendente convergencia es la imagen del hombre, que se ha ido perfeccionando en el pensamiento de Occidente durante unos veinticinco siglos. Como idea, como imagen de una realidad -la nuestra- es algo admirable. Si no fuese verdad no se nos ocurriría decir más que esto: ¡Qué lástima? Y, al mismo tiempo, surgiría una pre-gunta asombrada, de difícil respuesta: ¿Cómo se le habrá ocurrido al hombre? ¿Cómo habrá podido inventar algo tan rico, tan complejo y, a la vez, tan claro, tan inteligible, tan espléndido?

Pero hay un momento en que esta manzana empieza a tener un gusano dentro. ¿Cuán-do? No es fácil decirlo, no es cómodo de precisar. Se diría que hay repetidos intentos de perforar la piel roja y reluciente, de penetrar en la pulpa jugosa y fresca.

El renacimiento se inicia desde el entusiasmo: Nicolás de Cusa, Copérnico, Luis Vives, Giordano Bruno, Galileo. Pero pronto, en nombre de la «ciencia» (y por parte de los que no la crean, de los que apenas la dominan), empieza la destrucción de la imagen perso-nal del hombre. No hay alguien, no hay quién. Todo es «algo», tado es «qué». Olvidan-do lo que sabe el lenguaje desde hace milenios, a golpe de los nudillos en la puerta, con-testará esta «ciencia»: «¿Qué es?», en lugar de «¿Quién es?» (que es lo que pregunta-mos todos cuando no nos han hecho un lavado de cerebro en alguna peluquería «cientí-fica»).

Y ¿qué se contesta a esa pregunta, respuesta a la llamada de los nudillos humanos en la puerta? Siempre se había dicho: "Yo.» Es decir: una persona circunstancial, única, in-sustituible, que no se puede confundir con ninguna otra, que por eso tiene un nombre (primariamente, un nombre vocativo, un nombre con el cual se llama). El cristiano ade-más cree que Dios lo conoce por ese nombre propio, que lo llamará por él, que se ocupa de él personalmente, con infinita atención inagotable, que lo tiene en sus manos, pero lo

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quiere libre, que conservará toda su realidad, de manera que nada de lo que hace, pien-sa, desea o quiere se perderá.

Pues, por increíble que parezca, desde el siglo XVIII se va afirmando y estableciendo una imagen del hombre que anula todo esto y nos va acercando cada vez más a la pre-historia. Se olvida que el hombre es persona, se lo entiende como un organismo forma-do por azar y necesidad, sin libertad y, por tanto, sin responsabilidad (aunque nadie es tan «juzgador» como los que así piensan), sin sentido. Algo que, lejos de elegir su vida, está sujeto a los mecanismos de la biología, la psicología, la ecnomía. En. una palabra, una cosa, una cosa como las demás.

La pasión de igualitarismo, que empieza a dominar hacia la misma época, ha podido parecer un sentimiento de noble hermandad entre los hombres, pero pronto descubre un afán de confundir: personas con cosas, hombres con organismos, organismos con la materia inorgánica. Empieza a afirmarse y extenderse por el mundo occidental un ex-traño rencor contra la excelencia.

La idea de que cada uno de nosotros sea único, insustituible, necesario; de que tenga valor por sí mismo, sea libre y pueda elegir por sí mismo su destino, tenga que hacer su vida, exista para Dios, que lo conoce por su nombre y lo llamará un día, esa idea resulta insufrible para muchos de nuestros contemporáneos.

¿Cómo se entiende?¿Cómo se puede proponer como la última palabra de la ciencia la destrucción de todo el refinadísimo pensamiento que va desde Sócrates, Platón y Aristó-teles hasta Descartes, Leibniz, Newton, Kant, Bergson, Ortega?

Esta segunda imagen rencorosa del hombre, que ha ido haciendo su camino desde hace algo más de dos siglos, con mayores recursos e insistencia en los últimos cien años, la imagen del hombre como cosa, sin libertad, sin elección, traído y llevado por los refle-jos psíquicos o las estructuras económico-sociales, sin horizonte ni posibilidad de inno-vación, destinado a la destrucción orgánica, a la simple aniquilación, cuyos proyectos, por tanto, son intrínsecamente vanos e ilusorios, esta imagen no tiene porvenir.

¿Cómo va el hombre a aceptar por largo tiempo una idea que, además de significar una degradación de lo que había llegado a pensar de sí mismo durante un par de milenios, contradice su evidencia? El hombre se siente alguien que no está dado y hecho, que tiene que elegir y decidir, y, por tanto, es libre; que, para que su vida tenga sentido, ne-cesita seguir viviendo siempre (y, sobre todo, que sigan viviendo siempre las personas amadas).

Algún día, creo que muy pronto, los hombres y mujeres de Occidente se frotarán los ojos como quien despierta de una pesadilla, se preguntarán, con asombro y un poco de vergüenza, cómo han podido dejarse seducir un momento por una idea tan primitiva y tosca, tan inverosímilm ente reaccionaria. Entonces volverán a esforzarse por entender, a la luz de sus nuevas experiencias, ese misterio que es una persona. Y, lo que es aún más interesante, por ser personas.

JULIAN MARIAS

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El arcaísmo en la filosofía actual EL PAÍS - Opinión - 23-04-1978

El éxito reciente de los llamados «nuevos filósofos» se debe, sin duda, a causas acciden-tales: propaganda editorial, deseo nacional francés de presentar un «equipo» que releve en el prestigio social a otros anteriormente lanzados y ya desgastados, etcétera. No es muy seguro que justifiquen plenamente el nombre de «filósofos», y su «novedad», pro-bablemente no es tanta. Pero pienso que esa denominación, «nuevos filósofos» ha in-fluido decisivamente en su resonancia, por ambas partes: por lo que tiene: de afirmación o reivindicación de la filosofía, y por lo que significa invocar la novedad ¿frente a qué? Esta es la cuestión.Hace ya doce años, en 1966, di una conferencia en la Universidad de Valladolid sobre «Las tendencias actuales del saber y el horizonte de la filosofía» (que puede leerse en mi libro Nuevos ensayos de filosofía, Revista de Occidente, o en el vol. VIII de mis Obras). Allí distinguía entre las tendencias del saber, es decir, las exigen-cias objetivas del saber filosófico, y las modas o aficiones de sus cultivadores.

MI inquietud no ha hecho sino aumentar. En 1973 publiqué un libro titulado Innovación y arcaístno. Temo que este título sea la expresión más breve de la crisis de la época ac-tual, de la lucha que se está librando y en la que nos jugamos, por supuesto, el futuro próximo. Decía yo entonces: "Si tuviera que resumir en una palabra la impresión más fuerte y persistente que me produce el contorno en estos últimos años, en cuanto se ex-presa públicamente, diría que es la de moverme en medio de una fauna arcaica Y me refiero en particular a la expresión pública del presente, porque la verdad es que en la vida real, y sobre todo privada, me siento bastante a gusto entre mis contemporáneos. Pero cuando veo lo que "pasa "(en el escenario histórico) y lo que "se dice" (en los me-dios informativos e interpretativos, en la cultura "vigente" e institucional), no puedo evitar una desazonante impresión de arcaísmo.»

Yo diría que el alma de nuestra époda no es arcaica, pero su expresión sí lo es; está «secuestrada» por esa expresión que va destiñendo sobre la realidad. la va arcaizando.

Entiendo por arcaísmo la recaída en el pasado lejano. saltando sobre el cercano, olvi-dándolo u omitiéndolo. Lo «antiguo» O «viejo» que perdura hasta hoy no es arcaico; al revés, es la condición para evitar el arcaísmo. Es arcaico lo que «vuelve», en disconti-nuidad, suprimiendo violentamente lo que hay entre ellos y nosotros. Es una paradójica innovación hacia atrás.

Nuestra época comenzó a comienzos del siglo, en España con la generación del 98, cuya fecha de entrada en la historia es en rigor 1901. Pues bien, casi todas las cosas que pa-san por «nuevas» son defines del siglo XIX, hacia 1880, es decir, anteriores a nuestro tiempo.

Hace pocos años se inició un carnaval en el vestido y atuendo de europeos y america-nos, en los llamados posters, en el estilo de la decoración, en la retórica; en todo caso se volvían los ojos al último cuarto del siglo XIX. En política, las dos concepciones que se enfrentaron el siglo pasado fueron el nacionalismo y el iniernacionalismo marxista.

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Hoy se recae en esos esquemas juntos: la fórmula que se impone en los países emergen-tes de Asia y Africa, y por imitación en los países de larga tradición política, es el na-cionalismo marxista. Cuando domina el ecumenismo, no hay hostilidad entre confesio-nes cristianas ni aun entre distintas religiones, hay feroces luchas religiosas en Irlanda, entre católicos y protestantes, como si estuviésemos en el siglo pasado. El lema «Patria o muerte. Venceremos» parece carlista o garibaldino, pero los cubanos nos dicen que es «marxista-leninista». Y lo más actual de todo parece ser la guerrilla, invención española -como su nombre indica- de la guerra de la Independencia (1808-14) y de las guerras carlistas. ¿No es todo ello puro arcaísmo?

En la filosofía es quizá donde el fenómeno resulta más visible. La de nuestro tiempo comienza, bajo la inspiración de Dilthey y Brentano, con la fenomenología de Husserl, la primera gran construcción filosófica del siglo XX (exactamente coetánea de la obra de Bergson). A Dilthey se debe la distinción entre «ciencias de la naturaleza» (Natur-wissenschafien) y «ciencias del espíritu» (Geisteswissenschaften). la reivindicación de la «comprensión»_o Verständnis como la manera de conocer propia de las disciplinas humanas, el descubrimiento de la vida histórica, como irreductible a la meramente bio-lógica. Brentano llevó al concepto de la intencionalidad y al descubrimiento de los va-lores.

Husserl hizo una crítica definitiva del psicológismo y del naturalismo, de la tendencia a interpretar como disciplinas psicológicas las filosóficas -lógica, ética, estética-, basada en la confusión de los actos (ciertamente psíquicos) con los objetos (Ideales). La lógica no trata de los actos de pensamiento, sino de sus contenidos, y no es en modo alguno una disciplina natural.

Como si nada de esto hubiera existido, como si estos pensadores lo hubiesen nacido, se recae hoy en diversas formas de naturalismo o psicologismo, con esos o con otros nom-bres. Se retrocede a concepciones del valor (por ejemplo, el libro de B. F. Skinner Be-yond Freedom and Ginity, 1971) que hubieran sido inadmisibles, no ya para Scheler, sino para Meinong o von Ehrenfels. Se entiende la realidad humana como lo había hecho Haeckel, tal ve La Mettrie, es decir, los suburbio de la filosofía.

Como en 1880, son hoy legión los que se proclaman «antimetafísicos», empleando esta pala bra en un sentido incontrolable, que nadie le ha dado en el siglo XX, lo cual mues-tra que no han leído -o entendido- ni a Bergson ni a Whitehead ni a Ortega ni a Heideg-ger ni a Jaspers ni a Marcel.

No se trata de que no se ocupen de metafísica, lo cual es perfectamente lícito: es que niegan el carácter de filosofía a todo lo distinto de su particular ocupación, o bien lla-man filosofía a lo que -al menos aisladamente- no lo es, o, finalmente niegan carácter filosófico a todo lo que han hecho los filósofos desde los presocráticos hasta ayer, sin reparar en que sería más razonable llamar otra cosa a su ocupación y dejar el nombre «filosofía» para esa ocupación dos veces y media milenaria.

Es decir, se salta por encima de tres cuartos de siglo de espléndida filosofía y se entron-ca con lo que se hacía antes de nuestra época, cuando, como decía Ortega, acometió a la filosofia un pasajero ataque de modestia y quiso ser una ciencia.

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Nada sería más iluminador que la relectura atenta del primer volumen de las Investiga-ciones lógicas -traducidas al español en 1929-, que contiene la crítica del psicologismo; sobre todo si se la completase con la crítica que del idealismo fenomenológico -no de la fenomenología como método- hizo Ortega, mostrando cómo la conciencia o Bewusst-sein, lejos de ser la realidad absoluta (o «relativa a nada», cómo Husserl decía), no es realidad, sino una interpretación de ésta, que sólo puede ejecutarse desde la realidad radical, nuestra vida efectiva.

La exigencia de evidencia fue esencial a la filosofía de nuestro siglo; con ello se avanzó en el mecanismo de la justificación, superando a la vez el viejo racionalismo del siglo XVlll (y de Hegel) y el irracionalismo que arranca de Klerkegaard y pervive larvada-mente en nuestros días.

Esta filosofía creadora del siglo XX comenzó con la exigencia de lafidelidad a lo real, cuyo primer requisito es el reconocimiento de que hay muchas formas de realidad, cada una con su propia manera de presentarse yjustificarse. Cuando Husserl pedía ir «a las cosas mismas» (Zu den Sachen selbst !), reclaniaba el respeto para cada manera de ser real -comenzando por la irrealidad de lo ideal-, y esto condujo a la evidencia de que hay muchas formas de realidad que son irreductibles a la de las «cosas».

Las formas de pensamiento inmediatamente anterior. desde el positivismo, habían con-sistido en ejercer violencia sobre la realidad, obligándola a sujetarse a ciertos esquemas: la identificación positivista de lo «real» con lo «dado» y de lo dado con lo dado «en la experiencia sensible» es el ejemplo de la actitud antifilosófica. La función de la Inteli-gencia es abrirse a la realidad, sea ella como quiera, no imponerle una estructura que no le pertenece. En este sentido, la fenomenología de Husserl era una disciplina de libe-ración.

No quiere esto decir que . no hubiese que ir más allá. Incluso mucho más allá. Husserl mismo no pudo superar las vigencias «antimetafísicas» de su tiempo (no se olvide que nació en 1859), creyó poder evitar toda «tesis» o posición de realidad y construir una fenomenología «atética» mediante la reducción o «puesta entre paréntesis».

Análogamente, la teoría de los valores o Weruheorie (Scheler, Hartmann)creyó poder-quedarse en las nociones de gelten y Gültigkeit, de «valer» y «validez», y desentenderse del problema de la «realidad» de los valores. La justificación de esta posición fue la evidencia de que los valores no son cosas; de ahí se Intirió -con precipitación y preven-ción- que los valores no son. Pero esto es mucho decir; y si se piensa en español la cosa resulta aún más problemática, a la vez que se presenta una salida, que las posibilidades de la lengua española ofrecen inesperadamente: ¿qué sentido tendría decir que no hay valores? La afirmación contraria -hay valores-, claramente tética, parece indudable. Dicho con otras palabras, el ver que los valores no son cosas debe remitir al problema de qué son o,con mayor radicalidad, dónde radican, cuál es su lugar en la realidad. Es decir, que tanto la filosofía fenomenológica como la teoría de los valores resultaban insuficientes y remitían, más allá de ellas, al problema de su fundamentación metafísica, entendiendo por estas palabras no otra cosa que la busca de una certidumbre radical. En lugar de eso...»

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JULIAN MARIAS

El horizonte hispánico de España

12/10/1976

La antigua titulación enumerativa de los Reyes de España tenía algunas ventajas. Re-cordaba la génesis de la nación española a lo largo de una serie de incorporaciones, en su mayoría matrimoniales, de los diversos reinos, principados, señoríos de la España medieval. Mostraba que el Rey de España era Rey -directamente- de cada una de sus partes por igual, desde el todo y no desde uno de los reinos ordinarios, por lo cual no había subordinación de unos a otros, sino de todos a la nación.Pero la enumeración tra-dicional no terminaba en España. Se extendía a las demás tierras de la Corona española, en Italia, Francia, Flandes. Africa, América, Oceanía. Cuando se fueron desprendiendo de la monarquía española grandes porciones de estos territorios, todavía quedaban en 1812, y así lo refleja la primera Constitución democrática de España, que de Cádiz irra-dió a tantos países de Europa y América, los que más verdaderamente eran españoles, los de América y Asia y Oceanía, aquellos que enviaron sus diputados a la ciudad atlán-tica asediada por Napoleón, los «españoles de ultramar» mezclados con los «españoles europeos». firmantes desordenadamente de la Constitución.

Estos países empezaron bien pronto a ser independientes, a no depender del Gobierno español, a no formar parte de España. No por ello perdieron su condición hispánica, su participación en la mayoría de los ingredientes que constituyen la sociedad española, empezando por la lengua con todo lo que lleva consigo. Lo cual quiere decir, vistas las cosas desde el otro lado, que al volver España a sus fronteras políticas de 1512 -después de la incorporación de Navarra- no pudo quedar reducida a las viejas fronteras sociales. La. sociedad española se prolonga, en un amplísimo horizonte, en todas las sociedades hispánicas, de las cuales, como tal sociedad, es inseparable.

Esta realidad, como tantas otras, no tiene existencia «oficial» ninguna. Del mismo modo que no hay magistraturas regionales -sólo nacionales o provinciales, lo cual es absurdo-, no las hay «hispánicas». ¿Puede haberlas? Estatales, creo que no. Los hispanoamerica-nos son suspicaces, celosos de cualquier injerencia del Estado español en los suyos. Pero España no es primariamente un Estado, sino una nación. El Esta do es el instru-mento jurídico para organizar política y administrativamente la nación; es para ella y no al revés (toda otra cosa sería totalitarismo). Las relaciones estatales o políticas entre España y cada una de las Repúblicas hispanoamericanas tienen que ser de igual a igual, entre países soberanos, y no afectan al conjunto. Pero hay otras relaciones. España y todos los países hispanoamericanos constituyen una unidad no política, sino social, no saturada, sino tenue, sin más poder conjunto que un poder espiritual: un repertorio de vigencias comunes, cuyo principal elemento, vehículo o excipiente de todos los demás, es la lengua española. Probablemente la única institución que hoy responde a esta con-cepción de la realidad es la Real Academia Española, que actúa en estrecha conexión con las demás Academias de la Lengua Española, en toda América y en Filipinas, aso-ciadas en una empresa común. No hay relaciones de poder ni de fuerza; hay fraternidad, cooperación asegurada por la referencia a la realidad de la lengua, admiración mutua, prestigio, autoridad intelectual.

Esta comunidad lingüística es probablemente lo más valioso que poseemos los países hispánicos, incluso en términos de potencia política y valor económico. (Algún día las

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regiones españolas que poseen además una lengua particular pedirán cuentas a los que, en nombre de ello, tan positivo y valioso en sí mismo, están intentando despojarlas de la lengua española, hacer que se sientan «ajenas» a ella, que no la consideren como «su-ya», en el más colosal propósito de empobrecimiento que pueda recordar.) Es el germen de un «mundo» real, constituido por un repertorio de vigencias sociales comunes, posi-bilidad de acciones históricas de enorme alcance, destinado a convertirse en una de las grandes piezas en la estructura del mundo integral.

A España le correspondería una función de convocatoria y convergencia para las activi-dades de carácter general hispánico. No por otra razón, sino por ser el origen común, el centro originario de la comunidad, el lugar en que los hispanoamericanos se han «en-contrado», lo que llamé hace un cuarto de siglo «la Plaza Mayor» de ese mundo.

Pero esto no puede hacerlo el Gobierno español, ni menos aún debe depender de tal o cual política; casi todas ellas, además, atentas a los problemas internos, han solido des-atender o tratar con torpeza las conexiones exteriores -exteriores políticamente, internas desde el punto de vista de esa gran sociedad hispánica-. Estas funciones son de aquéllas que podrían ser propias del Rey, no como Jefe del Estado, sino como «cabeza de la na-ción». Recuérdese que en algunas ocasiones el Rey de España fue nombrado árbitro por dos países hispanoamericanos en litigio -don Ramón Menéndez Pidal fue el experto lingüístico designado por el monarca-. Desligadas de la política, las actividades de la comunidad histórica hispánica podrían encontrar en el Rey un punto de convergencia y encuentro, de inspiración y fomento, de estímulo. En torno de él podrían agruparse, sin distinción de país, menos aún de ideología política, las figuras interesadas en promover la vitalidad de ese mundo de lengua y cultura españolas.

Las instituciones sociales -repito, no estatales- así organizadas podrían atraer coopera-ciones que de otro modo no se conseguirán nunca. Pienso también en los recursos eco-nómicos. En España apenas existe tradición de que se sostengan libre, privadamente, con espontánea generosidad, empresas de interés común. Sólo la Iglesia ha sido largo tiempo beneficiaria de la largueza -casi siempre póstuma- de los españoles (y es justo reconocer que durante gran parte de su historia ha sido la Iglesia la que ha realizado esas empresas, aunque con excesivas limitaciones, que en ciertos momentos casi han anulado su eficacia social). Sería alentador que los españoles y los hispanoamericanos -sin coac-ción estatal, sin intereses particularistas- dedicaran su talento, su esfuerzo, su inventiva, su riqueza a favorecer lo que tienen de común, lo que prolonga la realidad de cada uno de los países hacia su plenitud histórica, más allá de sus fronteras.

Si se hicieran cuentas de cuál es el valor global -en todos los órdenes- del mundo hispá-nico, a lo largo de medio milenio de historia común, sin olvidar la «prehistoria» que el milenio de España anterior al descubrimiento de América y las culturas precolombinas significan como subsuelo de esa historia, y se comparara ese valor con su «cotización» actual en la mente de nuestros contemporáneos, asombraría la injusticia y -lo que es más grave- el desacierto, el error que ello supone. Y al hablar de nuestros contemporáneos no pienso sólo en los extranjeros, sino muy principalmente en los españoles e hispa-noamericanos.

Permítaseme soñar lo que podría ser el peso de la palabra española en el mundo de fines del siglo XX.

JULIAN MARIAS

El sentimiento de la vida continúa

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03/02/1977

En aquel artículo, «Cruce de miradas», que recordé hace poco, hablaba Unamuno del «sentimiento de la vida continua», del que prometía hablar otra vez, que aconsejaba mantener en el cimiento del alma. Sin duda, los quehaceres y las tensiones de los dos últimos años de su vida no le dejaron holgura para ello, y la muerte vino a imponer si-lencio a su boca, que nunca había callado. Y pienso que es urgente preguntarse hoy qué quiere decir ese otro sentimiento nombrado por el mismo que bautizó al famoso senti-miento trágico de la vida. ¿Acaso su reverso? ¿O el cimiento que lo hace posible, que le da solidez, autenticidad, verdad?El niño nace en continuidad; se siente inserto en la pla-centa familiar y social, implantado en algo más grande que él y que viene de muy atrás; mejor dicho, que está ahí «desde siempre». El niño acude a la madre, al padre, al mundo social, para vivir, para orientarse, para entender. La continuidad es rigurosa, envolvente. Hasta el punto que acaso la única manera de escapar de ella es la soledad, la evasión hacia la fantasía, hacia los mundos imaginarios.

Pero esa continuidad queda amenazada cuando se llega a la pubertad, cuando el mucha-cho deja de ser niño y rompe con él, es decir, con el que ha sido. No se reconoce cuando se habla del que muy poco antes era; y le da rabia -esta es la expresión adecuada y efi-caz-. La protesta contra el mundo adulto suele ser un equívoco, porque el muy joven no tiene otro. Contra lo que protesta es contra la interpretación que los adultos tienen de él, y que fue probablemente verdadera unos meses o unos pocos años antes; pero ya no.

Entonces tiene la impresión de que los mayores no lo entienden, y muy pronto esa im-presión se convierte en la idea de que no entienden. La evidencia de que no saben quién es él (o ella), es decir, quién quiere ser, los descalifica y distancia; entonces los relega al pasado -un pasado en que todavía eran reales, en que eran queridos y probablemente admirados-. Esta es la impresión de «ruptura», cuyo núcleo es verdadero, necesario, inevitable, cuya interpretación es más problemática.

El joven tiene que ver y vivir las cosas desde sí mismo; tiene que revisar sus creencias, ideas, estimaciones, preferencias; en muchos casos, para revalidarlas, pero siempre de otra manera: tiene que empezar de nuevo, ahora desde su mismo centro, no desde un mundo familiar o social recibido.

Pero lo grave es que, si el joven no es muy agudo y está muy alerta, al relegar a los ma-yores al pasado cree que el mundo empieza con él. Y, como todavía no tiene un mundo propio -porque el mundo hay que hacerlo, y no ha tenido tiempo-, se instala en otro, igualmente ajeno, pero que por ser otro que el recibido le parece suyo. Este es el espe-jismo que introduce la discontinuidad.

Si se analiza el contenido concreto de la imagen que de la realidad tienen los jóvenes, especialmente los más «rebeldes» y discontinuístas, se encuentra que en su máxima parte es tópico, recibido, ni siquiera repensado en la familiaridad, y frecuentemente muy antiguo, procedente de adultos bastante arcaicos, poco innovadores y que en modo al-guno están «al día», rarísima vez creadores.

Esto explica el hecho de que la mayoría de los jóvenes «profesionales», representantes de la discontinuidad histórica, apenas pasan de la primera juventud desaparecen de la escena; no maduran, no son los hombres anticipadores y rectores de la etapa siguiente.

Unas veces ejecutan esa triste operación que se llama «sentar la cabeza» -como si la cabeza fuera para eso- y se aburguesan profesionalmente; otras, y es aún más triste,

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cuando han ido demasiado lejos, quedan invadidos por el desaliento, por la decepción, y quedan reducidos a un despojo. Para no remontarse a otras épocas, repásense los nom-bres de los jóvenes que iniciaron, hace ya cerca de quince años, los llamados «movi-mientos juveniles», y averígüese qué ha sido de esos muchachos y muchachas que an-dan ya por los 35 o cuarenta años. Y pregúntese, de paso, qué caso les han hecho los adultos que los «inspiraban».

No, el mundo no empieza con nosotros, ni con nosotros terminará. La ruptura de la «vi-da continua» no puede fundarse más que en la ignorancia, en cierta ignorancia que hoy se cultiva en medio de múltiples saberes. La pregunta básica en toda educación es ésta: ¿Qué hay que saber? Si se observara con algún cuidado adónde se orienta lo más signi-ficativo de las tendencias educativas dominantes, se descubriría que la pregunta capital es más bien: ¿Qué hay que ignorar? Si se sabe filosofía, se ve que la realidad no está dada y que no se la puede reducir a «datos»; que es inagotable, que no se la puede iden-tificar con ninguna interpretación o teoría, y que por tanto el absolutismo y el fanatismo son simplemente engaños; que hay un subsuelo de creencias sobre las que se asienta siempre la vida, más importantes que todas las ideas, pero que cuando estas son necesa-rias han de ser evidentes o justificadas, han de llevar consigo su prueba, la mostración de su verdad.

Si se sabe historia, se ve la continuidad articulada en que consis te, cómo no se puede ni volver atrás ni repetir lo vivido, pero toda innovación es algo que se hace desde el presente y no desde cero o desde una situación fingida; si se sabe historia, no se puede haber «historia-ficción». Siempre me ha sorprendido la hostilidad política (?) que susci-ta, a ambos lados del espectro, la doctrina de las generaciones, cómo exaspera a todos los que quieren manipular a la última.

Si se conoce la literatura, se sabe quién se es colectivamente, se posee una figura social, una interpretación múltiple deja propia realidad; un pueblo que conoce su literatura no puede ser mero detritus o material para algo. Y a la vez que conoce su figura advierte su limitación, sus conexiones, sus parentescos, y de este modo se va tejiendo la imagen compleja de los diversos mundos en presencia y con sus precisas articulaciones. No se puede establecer un sistema de fobias con personas que sepan quiénes son, de dónde vienen y adónde han querido ir y tal vez no han llegado, adónde podrán ir en el futuro partiendo de donde están.

Se dirá que hay pueblos que no saben estas cosas, o individuos que las ignoran, dentro de los que las saben. Así es, y este es uno de los hechos radicales con que nos encon-tramos, quizá la más honda de todas las desigualdades. Pero se suele olvidar que hay muchas formas de saber, y que acaso esos individuos o esos pueblos que parecen igno-rar tantas cosas, saben otras, y quizá también las mismas, solo que de otra manera. Pero en lugar de indagar y apreciar y comprender la sabiduría del campesino o del pueblo aparentemente inerte y primitivo, y de tratar de enriquecerlos sin perturbarlos, sin rom-per la figura de sus vidas, se intenta hacer tabla rasa hacia abajo de todas las diferen-cias, en una operación inesperadamente profunda de devastación. Mientras tantas gentes se preocupan -o fingen preocuparse- por el «medio ambiente», pasan el rastrillo o la apisonadora por el verdadero medio ambiente humano, que en buen español se llama circunstancia y empieza con las ideas y las creencias y la realidad psíquica y el propio cuerpo.

Todo esto quebranta «el sentimiento de la vida continua». Al romper la continuidad, pulveriza al hombre, sobre todo, al joven, lo deja inerme, sin raíces y, por lo tanto, sin posibilidad de crecer. Porque esto es lo decisivo: los «conservadores» creerán que al

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perderse el sentimiento de la vida continua se renuncia al pasado; ciertamente, pero no es esto lo verdaderamente grave: lo que se pierde es el futuro. Y como el hombre es futurizo, automáticamente se deshumaniza y se puede hacer con él lo que se quiera.

JULIAN MARÍAS

En este país 09/05/1976

Hace ciento cuarenta y tres años, el 30 de abril de 1833 -cuando Fernando VII, ya muy enfermo, apenas gobernaba, cuando se presentía la nueva epoca que iba a empezar cinco meses después-, publicó Larra en la Revista Española un artículo con este mismo título: En este país. Podría reimprimirse hoy; no ha perdido valor ni actualidad; si se sustituye-ran los nombres propios, se transpusieran las referencias concretas, podría publicarse con cualquier firma actual, o como un editorial, y nadie sospecharía su lejana fecha.¿No es melancólico? ¿No justifica la frase famosa -y con frecuencia, mal entendida- de La-rra, «Escribir en Madrid es llorar»? Porque hay que pensar más que en la inquisición (en las varias inquisiciones), en la censura, en las persecuciones, en las amenazas- en la in-finita capacidad de no enterarse, en la impermeabilidad, en la propensión al olvido. La-rra intentó pinchar un lugar común, un comodín para la pereza; al cabo de siglo y me-dio, ese tópico tiene más fuerza que nunca. En esta época de estadísticas, debería hacer-se una de las frases habladas y escritas que en España comienzan con esas palabras: «En este país».

Sólo hay un sentido en, que, esta frase sea lícita: la afirmación de que lo que se dice acontece efectivamente en España, sin que el que habla se atreva a generalizar más allá de lo que conoce bien. Pero no es así como se emplea: casi siempre implica o subdice: «sólo» en este país, en este país «y no en los demás». Y entonces, suele ser una false-dad, por lo menos un aserto injustificado, que el que enuncia no está en condiciones de probar..

Las razones que han llevado al uso de esa expresión son opuestas y, por tanto, muy pa-recidas. Se trata de la suposición gratuíta de que España es un país excepcional y fuera de serie. Tal vez lo sea; si no hay dos hombres iguales, ¿cómo va a haber dos países equivalentes? Y entre los grandes y creadores, la unicidad es evidente, la imposibilidad de confundirlos o intercambiarlos. Pero entonces no hay que engolar la voz, y, sobre todo, hay que mostrar en qué es excepcional el país que lo sea. Los provincianos, que creen, como decía Ortega, que su provincia es el mundo, se creen dispensados de cono-cer las demás provincias, cierran los ojos y se extasían nominalmente ante la suya; y digo nominalmente, porque no suelen conocerla, y casi siempre desconocen todo lo que tenga de admirable.

A fuerza de hipérboles y elogios en hueco, de desconocimiento de las limitaciones, los defectos o los males, se produce un asco a todo eso que lleva por lo general, no a su análisis y crítica, a su corrección concreta y en vista de las cosas, sino a su inversión automática, al desdén, al escarnio de la totalidad del país, pasado, presente y futuro, sin, atenuantes ni esperanza. Así ocurría en tiempo de Larra, el mayor crítico de la época, y así vuelve a ocurrir hoy, como si Larra no hubiera existido, no hubiera escrito, no hubie-ra dado relieve y énfasis asus palabras con el signo de admiración de un pistoletazo. Escribir para que al cabo, de siglo y medio, haya que volver a escribir lo mismo, ¿no da

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gana de llorar? Sí, pero antes de escribir la frase de Fígaro yo me detendría a comprobar si esto pasa solamente en Madrid.

La tesis de Keyserling, escrita hace exactamente medio siglo, de que «en lo ético Espa-ña se encuentra a la cabeza de la actual humanidad europea», mal entendida y peor utili-zada, ha sido desastrosa. Ha llevado a decir que España era el modelo del mundo," que todos nos envidiaban (y odiaban), y otras inepcias semejantes le ha exaltado en hueco y abstractamente el valor de España, a la vez que se atacaban -o destruían- sañudamente sus valores concretos; y, sobre todo, se identificaba el nombre de España con una pe-queña fracción de ella (a la cual ciertamente no voy a negar, como ella suele hacer con los demás, la condición espanola, pero sí la pretensión de agotarla). Ya sabemos lo que ha querido decir, en los discursos y artículos de los últimos de Genios, «amigo de Espa-ña» o «enemigo de España». Esto ha engendrado, en los que se han considerado -tal vez sin demasiado fundamento- la «oposición», un infinito desprecio por España y todo lo que ha sido y hecho. En una revista cuyaÍ inspiración ha de buscarse en una de las cimas de lo que fue el llamado «triunfalismo» se ventiló hace no mucho tiempo la peregrina cuestión. «¿Existe una cultura española?», y el conjunto de las respuesta era abrumado-ramente negativo; algunos expresaban su confianza en que esa cultura no había existido nunca, ni existía en el presente, ni existiría en el porvenir; y después de leerlos a todos, casi se inclinaba uno a pensar lo mismo, hasta que se doblaba la última página y se le-vantaban los ojos a la realidad.

Hoy se da un fenómeno curioso: se niega el valor de la cultura española, pero resulta que es maravillosa si se la considera a trozos: no se habla más que de la «cultura catala-na», la «cultura asturiana», la «cultura vasca», la «cultura gallega», la «cultura valen-ciana», la «cultura extremefla», la-«cultura andaluza», incluso se empieza a hablar tími-damente de la «cultura castellano-leonesa». Por lo visto, el todo es mucho menor que la suma de sus partes.

Dos grupos opuestos proclaman a diario que «nada ha cambiado». Poco importa que la transformación de la sociedad española -y de la realidad física de España- sea de las más rápidas y profundas de Europa, que la distancia entre la España de hace un cuarto de siglo y la de hoy sea mayor que la que en ese tiempo separa el presente del pasado en la mayoría de los países. En una pequeña ciudad de la España republicana advertían a uno en 1939: «¡Que llegan los fascistas». Respondió desdeñosamente: «¿Qué importa? ¡Con no verlos ... » Me asombran los que en estos meses declaran con la mayor seriedad que nada ha cambiado, cuando con su propia presencia, conducta y palabras demuestran hasta qué punto han mudado las cosas.

Frente a los que están convencidos de antemano de que en España no son posibles las formas. políticas que parecen normales y civilizadas en el resto de Occidente, y se nega-rán a reconocer que se vive en ellas hasta en el día que tengan plena vigencia, están los que, fingiendo entusiasmo por España, creen tan poco en su consistencia que están per-suadidos de que se va a volatilizar el día que nos comportemos política y socialmente como nuestros semejantes de Europa y América; y que somos tan poco originales que no vamos a dar un acento personal a las normas aceptadas en todos los países en que los hombres son libres para decidir por sí mismos cómo quieren vivir.

Como en España, durante los últimos: cuarenta años, se ha podido hablar muy poco de ella, al menos en concreto y en detalle, y -hay que decirlo- se ha hecho mucho menos de lo que se podía, una porción anormal de la información ha estado destinada al extranje-ro. Se podría pensar que eso ha abierto a los españoles amplios horizontes, los ha hecho estar enterados de otras formas de vida; pero como esa información ha solido ser ten-

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denciosa, ha bizqueado hacia las cuestiones interiores, ha presentado casi siempre los otros países como si apenas tuvieran que ver con España -para bien o para mal, tanto da-, todo ello ha contribuido a crear la impresión de que nuestro país es único, especial, teratológico. Los lectores españoles no acaban de tomar en serio lo que leen. de otros países, como si no fuera algo real, sino una forma de ficción. ¿Quién imaginaba que lo que contaban los periódicos estos últimos años de los Estados Unidos podría ocurrir en Madrid o Barcelona? Las noticias de Portugal, ¿se toman como algo efectivo, que ha sucedido o está sucediendo más cerca de Madrid que muchas ciudades españolas? ¿No se ha introducido en la mente de los españolel una extraña «distancia» de todo lo demás, que se parece mucho a la que establece el tiempo pasado? ¿No miran al mundo -a todo el mundo- como quien lo hace a través del túnel del tiempo? Sólo esto, explica que sien-tan horror a tantas, cosas excelentes, o inofensivas, que miren con impavidez o con bea-titud y derretimiento formas de vida que les producirían espanto si las imaginaran. Pero es que sienten que, en reafidad, nóvan con ellos.

Sería esencial que, definitivamente, se relegara al olvido el tópico que denunció Larra. España está viva, bien viva, y es un viejo país que hasta llegado hasta hoy, -1976- y va a seguir en el futuro, Dio! sabe hasta cuándo. En este PAÍS, al menos, yo quisiera que nadie renunciara a entender las cosas, y a hacerlas, repitiendo: «En este país ... »

TRIBUNA: JULIAN MARIAS

España y el pensamiento

EL PAÍS | Opinión - 18-07-1979

Se ha vuelto a remover en estos últimos tiempos la cuestión, casi siempre mal plantea-da, de la cultura española. Más específicamente, se ha puesto en duda la contribución de los españoles a las tareas del pensamiento, incluso su aptitud para él. Se reconoce fácil-mente que en España haya habido, o haya, artistas, literatos, tal vez espíritus religiosos; pero la tentación es borrar de un plumazo la significación de España, en lo que se refiere al pensamiento.Por lo general, los que sobre estos temas escriben no tienen idea muy clara de lo que es propiamente pensamiento, y es dudoso que se hayan tomado la moles-tia de conocer y justipreciar lo que en España se haya pensado durante unos cuantos siglos. Esto no sería grave, si no escribieran sobre el tema; esto último no es necesario, pero pasa lo mismo que con las castañuelas: si se tocan, se deben tocar bien. Un discreto amigo, residente en Alemania, me ha llamado la atención sobre algunos escritos recien-tes; aparecidos precisamente mientras yo estaba en ese país y en Austria, y me ha ani-mado a hablar de ellos. No voy a hacerlo, pero sí del fondo de la cuestión, a la que he dedicado bastante atención durante unos cincuenta años, y una considerable dosis de pensamiento.

He llegado a la conclusión de que la originalidad española, en muchos sentidos, ha sido muy superior a lo que se esperaba, y como no se suele ver más que lo que se espera, no

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se la ha visto. Casi todos los que han escrito de cosas españolas han mirado a ver si aquí pasaba lo que «debía pasar» -es decir, lo que se hacía en otras partes-, y no se han ente-rado de lo que, precisamente, en otros lugares no se hacía. Me parece dificil no ver «pensamiento» en la creación de esa forma de sociedad y Estado que se llama la nación -en el sentido moderno de la palabra-, y en España, hace cinco siglos justos, no es que se escribiera sobre ello, sino que se hizo, se realizó; por si fuera poco, se inventó tam-bién la comunidad de pueblos heterogéneos, la creación político-social más importante y compleja que ha existido después del Imperio Romano, y que se llamó la monarquía española; no concibo cómo puede hacerse eso sin pensamiento.

También significa una innovación considerable el usar las lenguas «vulgares», las len-guas vivas, para la teoría, en el sigloXIII; y en España se hizo por partida doble, con el castellano (Alfonso el Sabio) y el catalán (Ramón Llull o, latinizado, Raimundo Lulio). Y seguramente nadie fue tan estrictamente pensador como Luis Vives entre los huma-nistas, y, desde luego, nadie pensó tan profunda y ejecutivamente sobre lo humano con-creto como los cronistas e historiadores de Indias, experiencia que hizo posible la re-flexión teórica de hombres como Vitoria y Suárez, que desgraciadamente para efectos internos españoles, escribieron en latín.

Pero renuncio a seguir explorando los filones casi intactos y desconocidos de las formas originales y creadoras de pensamiento que en España se han alumbrado en siglos ante-riores. Vengamos al nuestro, ya que es el presente, si no me equivoco, lo que acucia y atosiga a nuestros comentaristas, en muchos casos con sincera preocupación y buena fe.

El siglo XX representa en España una concentración de pensamiento creador que no me parece inferior a la de ningún otro país, a pesar de las notorias deficiencias de una cultu-ra incompleta y fragmentaria, sin los grandes equipos que un siglo de prosperidad y disciplina había conseguido en algunas naciones. Una de las formas supremas de pensar la realidad humana -la novela- es creación española, entre la Celestina y el Quijote; en nuestra época es Unamuno el que inventa la forma de novela personal que va más allá del continente descubierto por Cervantes, explorado desde entonces hasta fines del siglo XIX. La novela como método de conocimiento es la gran aportación de Unamuno al pensamiento, con posibilidades que apenas se han empezado a conocer y aprovechar.

Infortunios personales han interrumpido, quién sabe si para siempre, la composición de un libro cuyo título iba a ser El pensamiento literario en la España del siglo XX -la lite-ratura es una forma de pensamiento irreductible a las demás y tan interesante como ellas-; ¿se ha medido lo que significa como pensamiento la obra de Valle-Inclán, Ma-chado, Azorín, Ramón Gómez de la Serna, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Rosa Chacel, etcétera? Y convendría no olvidar a Maragall o a Eugenio d'Ors.

Lo decisivo ha sido, sin embargo, la filosofía y su función en la cultura espafíola. El balance filosófico de Unamuno -lo hice en mi libro de 1943- es impresionante, y absolu-tamente anticipador respecto de toda Europa. Pero fue una filosofía «a regañadientes», a pesar de la voluntad de su autor. Con ella, y con una disciplina más intensa, la filosofía de Ortega representa, a mi juicio, el máximo esfuerzo de creación e innovación en nues-tro tiempo. En ella ha acontecido, sencillamente, una inflexión en el camino de la filoso-fía, el comienzo de una etapa, con el descubrimiento, esencialmente simultáneo, de una nueva realidad y un método adecuado para aprenderla. Se trata de pensamiento puro, en

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el sentido de absolutamente activo, en estado naciente, sin elementos inertes y de aca-rreo.

Por eso, esta filosofia ha podido tener consecuencias que algún día se podrán medir y evaluar. Se recordarán los nombres de Zubiri, de Gaos y algunos más; pero habrá que tener en cuenta que ese pensamiento fue soterrado, en 1939, por un alud de arcaísmo impuesto oficialmente, que hacia 1960 encontró su relevo en otro equipo de «enterrado-res» no menos activos, de observancia opuesta y no tan distinta.

En gran parte por esas condiciones adversas, los españoles de vocación filosófica, en su mayor parte, se orientaron hacia otras disciplinas menos sospechosas y combatidas, en las que podía unirse la decencia intelectual con una carrera oficial. Si no se tiene esto presente, no se entiende nada de lo que ha sucedido en los últimos cuarenta años. Con todo, no me sentiría tentado a cambiar la creación filosófica española de ese período por la de ningún otro país.

Pero, al margen de ese desdichado episodio político-social, lo interesante es la aptitud de la filosofía española para fecundar las demás disciplinas. La filosofía, durante casi todo el siglo XX, ha sido el centro de organización de la cultura española, lo cual basta-ría para definirla en la perspectiva del pensamiento. Lo que la filología, la lingüística, la sociología, la historia, la teoría del arte han tenido de original entre nosotros es que han estado henchidas de pensamiento. No sólo información, erudición, saber riguroso, sino pensamiento -con frecuencia metódico- encontramos en la prodigiosa obra de Menéndez Pidal, en la cual lo de menos -con ser asombroso- es la acumulación de noticias científi-cas y el férreo encadenamiento con que están trabadas. Y es pensamiento la obra entera de Miguel Asín Palacios, y lo es, tan aguda y finamente, la de Emilio García Gómez. Y -aunque unido a extremosa arbitrariedad encontramos un constante esfuerzo de pensa-miento en Américo Castro; y en forma más sosegada y acendrada en la impresionante obra de Dámaso Alonso, que se está publicando en gruesos volúmenes en medio de una indiferencia que me pasma casi tanto como su extensión y calidad. ¿Y Rafael Lapesa, y Montesinos, y tantos de sus discípulos?

¿Qué significa la obra entera de Enrique Lafuente Ferrari más que la introducción del pensamiento, de los conceptos rigurosos y los métodos de gran calado, en el estudio del arte? ¿Quién, en Europa o en América, entre los estudiosos de las disciplinas artísticas, es capaz de escribir De Trajano a Picaso, Ortega y las artes visuales o el libro sobre Zu-loaga? ¿No es pensamiento Invariantes castizos de la arquitectura española o El sem-blante de Madrid, o los estudios de urbanismo de Fernando Chueca? La obra de Manuel de Terán, ¿significa otra cosa que pensar la geografia? Y podría decirse otro tanto de Manuel García Pelayo, o de Luis Valdeavellano, o de Luis Díez del Corral; o de Juan Rof Carballo o de Juan Linz o de José Luis Pinillos (y lo que les han dejado hacer de «escuelas»). Pienso que Pedro Laín Entralgo significa, ni más ni menos, haber llevado el pensamiento en su forma más estricta a la historia de la medicina, con lo cual ha con-seguido cambiar su situación, su status intelectual. Y me conmueve el caso de los viejos que, a veces tardíamente, han ido derivando cada vez más, con recursos diversos, hacia el pensamiento, hacia la conciencia de su necesidad: fue el caso de Madariaga, de Sán-chez Albornoz, de Carande, de tantos otros, como lo es el de todos los investigadores que no han sucumbido al mimetismo, a la imitación pasiva y superficial de lo que creen que es la ciencia de otros países.

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No he tenido más remedio que indicar algunos ejemplos, apuntar algunos nombres -entre otros muchos que se podrían añadir, que se deberían añadir, si se tratase de estu-diar nuestra cultura-. No era ese mi propósito, sino algo mucho más sencillo: mostrar que, precisamente, lo que caracteriza a la cultura española del siglo en que vivimos, lo que la hará pervivir, pese a quien pese, lo que hará que haya que recurrir a ella cuando se quiera entender la realidad, es la función capital que en ella tiene el pensamiento.

JULIAN MARIAS

Examen de conciencia 07/08/1977

La razón histórica es razón narrativa; nada humano se puede entender si no se cuenta una historia. La política está aquejada de abstracción; se habla de las cosas en términos muy generales, ideológicos; se emplean fórmulas, principios, valoraciones abstractas; rara vez se ponen las cosas en movimiento, es decir, se cuenta lo que ha pasado, cómo se ha llegado a cada situación, partiendo de otras anteriores y eligiendo entre varias po-sibilidades existentes.Temo que lo que voy a decir irrite a casi todos los lectores, porque lo que voy a recordar encierra elementos penosos o desagradables para todas o casi to-das las posiciones que podamos tomar ante los asuntos públicos; para las mías, pretéri-tas o presentes, también. Pero he llegado a tina altura de la vida en que lo que me resulta más penoso, lo que más me duele e irrita, y por añadidura lo que me parece más peli-groso, es faltar a la verdad o disimularla. Y no veo que haya manera de escapar a las graves crisis más que enfrentándose a cuerpo limpio con todo lo que ha acontecido a cada comunidad humana. ¿Habrá esperanza, por ejemplo, de que la Argentina vuelva a ser plenamente lo que tiene que ser mientras no tenga clara su historia efectiva íntegra de los tres últimos decenios, con su «argumento» visible, explícito, aceptado, quiero decir reconocido, aunque fuese como «inaceptable»?

El examen de conciencia nacional, para ser fecundo, tiene que ser histórico y no «jurídi-co» -si se me entiende bien-, más que la busca de «culpas» o «delitos» debe ser el inten-to de comprender humanamente lo que ha pasado y se ha hecho; del mismo modo que el examen de conciencia personal debe ser biográfico y no una mera indagación frente a un formularlo -es lo que quisieron hacer los teólogos morales del casuismo, que fue, y quizá no sea casualidad, un invento español que, como tantos, no llegó a buen puerto ni dio los frutos que de él podían esperarse.

***

La Monarquía se quebrantó gravemente al permitir la dictadura de Primo de Rivera en 1923. No faltaban algunas razones para ello. pero eran insitficientes: es cierto que lo aprobaron muchos que después se iban a escandalizar, pero tal aplauso no prueba que la dictadura fuese lícita ni conveniente. En 1930 tuvo la Monarquía la posibilidad de sal-varse y restablecer su legitimidad comprometida, iniciando un nuevo proceso constitu-cional, pero prefirió no arriesgarse, y con ello se suicidó. En abril de 1931 había un enorme entusiasmo por la República, que pudo aprovecharse para poner en marcha nue-vamente al país, en una etapa de legitimación, reconstitución y movilización total de las energías. Pero un análisis de ese entusiasmo -más fácil de hacer hoy que entonces-

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muestra que en él predominaba la hostilidad a la Monarquía sobre el fervor positivo por la República; eliminada aquélla, pronto empezó a cuartearse y desmoronarse. Los ver-daderos republicanos eran pocos -y los organizados en partidos, arcaicos, con demasi-dadas reminiscencias del siglo XIX y de la tercera República francesa, como muestran ya sus nombres, su anticlericalismo, su afición a las «sociedades secretas»- los socialis-tas, ocasionalmente republicanos, no ocultaban demasiado su desinterés por una Repú-blica «burguesa», primer paso hacia otra cosa. Había, aunque en corto número, monár-quicos enquistados y «profesinalizados», entre los cuales brotó aquel lema funesto, «cuanto peor, mejor». Los movimientos regionalistas tomaron pronto un carácter exclu-sivista y obsesivo, que los confinó a la «única cuestión» respectiva y los hizo inoperan-tes cuando menos- para construir una verdadera política nacional. Las derechas parla-mentarias, más listas que inteligentes, con jefes democráticos pero no liberales, mantu-vieron una constante reticencia frente a la República, que las hizo sospechosas, para no perder su clientela antirrepublicana, pero no se pusieron del lado de la restauración mo-nárquica, porque les parecía imposible y querían gobernar. (Repase el lector, como ejer-cicio, cuántos de estos rasgos rebrotan de alguna manera, con diversos contenidos, en 1977.)

Los jóvenes creen hoy que entre 1931 y 1936 había solidaridad con la República en los políticos que gobernaron durante ella, que había una adhesión fundamental. Si leyeran las colecciones de los periódicos de entonces saldrían pronto de su error. Pocas veces se han escrito ataques tan virulentos como los que se dirigían de un «bienio» a otro. El de fines de 1933 a principios de 1936 era llamado «bienio negro» por las izquierdas, que lo entendían como la destrucción de la República. Y el lema con que las derechas hicieron las elecciones de febrero de 1936 no fue otro que «Contra la revolución y sus cómpli-ces» (y hay que ver a quién excluían de la complicidad). Los intentos violentos de des-truir la República se sucedieron por ambos lados casi anualmente, porque casi nadie estaba dispuesto a aceptar otra variedad de República que la suya particular. Y el máxi-mo de virulencia verbal en 1936 la representó, sin duda, el diario socialista «Claridad», contra el torso mayoritario del partido socialista.

En cuanto a la legalidad que significaba el Estatuto de Cataluña aprobado en 1932, cuya derogación por el régimen franquista en abril de 1938 tanto se lamenta ahora, no necesi-to recordar que entonces estaba yo enfrente de los derogadores lo que no es quizá el caso de muchos lamentadores actuales, pero debo recordar que a esa legalidad estable-cida le sucedió algún contratiempo, por iniciativa de Barcelona, en octubre de 1934, es decir, en plena República.

Por otra parte, la guerra civil significó la subversión contra e régimen que, pese a todos sus defectos y errores, era legítimo: consideré entonces que merecía ser defendido, pero no era demasiado fácil, y no sólo por la ofensiva de sus enernigos directos, si no por las tensiones de sus «partidarios». Fue un grave error sustituir la bandera española, en 1931, por la tricolor, pero a pesar de ello esa bandera republicana fue un símbolo de esperanza y despertó mi entusiasmo juvenil: ahora bien, muchos recordamos lo poco que interesaba durante la guerra, lo difícil que era conseguir que fuese izada: esa bande-ra que ahora exhiben a destiempo algunos partidos, no era del gusto de socialistas, co-munistas y anarquistas, o de los sindicatos, que preferían con mucho sus banderas rojas o rojinegras, símbolos de otras concepciones políticas distintas de una República liberal que pronto se vio desasistida.

No tenía particular sentido volver los ojos a ella en busca de una legitimidad, tras dece-nios de interrupción. Por eso tantos republicanos y, en general, tantos españoles para quienes la primera condición de la vida política es la libertad han pensado desde hace ya

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muchos años que la Monarquía podía ser una posibilidad en reserva, capaz de ir «más allá» de la guerra civil y buscar con el apoyo de la voluntad del pueblo español - y no de otro modo una renovada legitimidad democrática.

Que el posible titular de esa Monarquía era don Juan de Borbón, era evidente; que la perturbación del mecanismo sucesorio era un grave riesgo para la Monarquía, no menos claro. Pero los hechos tienen una realidad con la cual hay que contar si no se es un iluso, aunque de ellos, ciertamente, no brota automáticamente una justificación. El «hecho consumado» no pasa de ser un hecho.

La Monarquía establecida en España el 22 de noviembre de 1975 era legal y efectiva, lo cual no es poco, pero no bastaba. Y aquí es donde empezó a intervenir en forma creado-ra esa razón histórica cuyo proceso estoy examinando. Creo que las palabras iniciales del Rey, que se declaró desde el primer mrnomento «Rey de todos los españoles», sin distinciones ni privilegios para nadie, apoyadas por la que me pareció esplendida homi-lía del cardenal de Madrid, marcaron ya una dirección inconfundible. Desde entonces, la figura que la Monarquía ha ido tornando ha ido coincidiendo con el postulado de una legitimación que era la condición de su futuro y de que pudiera cumplir una misión tan importante como lo que he llamado en el título de un libro La Devolución de España (se entiende, por sí misma y a sí misma).

En pasos sucesivos, el referéndum del 15 de diciembre de 1976, la cesión de los dere-chos dinásticos por el conde de Barcelona a su hijo, finalmente las elecciopes del 15 de junio pasado, y la reunión de las Cortes elegidas, el 22 de julio, han ido llevando a cabo ese proceso histórico. Se ha cumplido algo tan insólito, tan improbable, como un proce-so de legitimación social. Y digo social, y no meramente jurídica, no sólo porque la le-gitimidad social es la que verdaderamente me importa, sino porque, si no me equivoco, ese proceso ha reflejado el movimiento histórico de la sociedad, la toma de posesión del pueblo español, tan pronto como ha podido hacerlo al ser «puesto en libertad».

***

Por eso se trata de un proceso innovador, creador. Por sus pasos contados, sin rupturas, conservando los fragmentos capaces de consolidación, pero sin ligarse a ellos, mante-niendo en todo momento una libertad hacia el futuro, ha empezado a ordenarse de nue-vo España. Soy parte integrante de ella, me siento solidario de su destino hasta la raíz, no he querido nunca abandonarla -he vivido la mayor parte de mi vida en exilio del Es-tado, pero nunca de la sociedad española- me va en ello la vida y las posibilidades bio-gráficas,y lo que es más, las de las personas que más me importan. Quiero decir que estoy vitalmente interesado, todo cuanto es posible. Pero permítaseme otra forma de interés: el teórico, el estrictamente intelectual, como estudioso de la sociedad y la histo-ria, y en definitiva de la vida humana. Desde este punto de vista, encuentro apasionante el espectáculo a que estamos asistiendo. Estoy tratando de dar los instrunientos ópticos para que podamos darnos cuenta de él. Quizá, de paso, esto pueda contribuir a que no malogrernos una espléndida posibilidad histórica.

La razón histórica/3 JULIAN MARIAS

Examen de conciencia JULIAN MARIAS EL PAÍS - Opinión - 07-08-1977

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La razón histórica es razón narrativa; nada humano se puede entender si no se cuenta una historia. La política está aquejada de abstracción; se habla de las cosas en términos muy generales, ideológicos; se emplean fórmulas, principios, valoraciones abstractas; rara vez se ponen las cosas en movimiento, es decir, se cuenta lo que ha pasado, cómo se ha llegado a cada situación, partiendo de otras anteriores y eligiendo entre varias po-sibilidades existentes.Temo que lo que voy a decir irrite a casi todos los lectores, porque lo que voy a recordar encierra elementos penosos o desagradables para todas o casi to-das las posiciones que podamos tomar ante los asuntos públicos; para las mías, pretéri-tas o presentes, también. Pero he llegado a tina altura de la vida en que lo que me resulta más penoso, lo que más me duele e irrita, y por añadidura lo que me parece más peli-groso, es faltar a la verdad o disimularla. Y no veo que haya manera de escapar a las graves crisis más que enfrentándose a cuerpo limpio con todo lo que ha acontecido a cada comunidad humana. ¿Habrá esperanza, por ejemplo, de que la Argentina vuelva a ser plenamente lo que tiene que ser mientras no tenga clara su historia efectiva íntegra de los tres últimos decenios, con su «argumento» visible, explícito, aceptado, quiero decir reconocido, aunque fuese como «inaceptable»?

El examen de conciencia nacional, para ser fecundo, tiene que ser histórico y no «jurídi-co» -si se me entiende bien-, más que la busca de «culpas» o «delitos» debe ser el inten-to de comprender humanamente lo que ha pasado y se ha hecho; del mismo modo que el examen de conciencia personal debe ser biográfico y no una mera indagación frente a un formularlo -es lo que quisieron hacer los teólogos morales del casuismo, que fue, y quizá no sea casualidad, un invento español que, como tantos, no llegó a buen puerto ni dio los frutos que de él podían esperarse.

***

La Monarquía se quebrantó gravemente al permitir la dictadura de Primo de Rivera en 1923. No faltaban algunas razones para ello. pero eran insitficientes: es cierto que lo aprobaron muchos que después se iban a escandalizar, pero tal aplauso no prueba que la dictadura fuese lícita ni conveniente. En 1930 tuvo la Monarquía la posibilidad de sal-varse y restablecer su legitimidad comprometida, iniciando un nuevo proceso constitu-cional, pero prefirió no arriesgarse, y con ello se suicidó. En abril de 1931 había un enorme entusiasmo por la República, que pudo aprovecharse para poner en marcha nue-vamente al país, en una etapa de legitimación, reconstitución y movilización total de las energías. Pero un análisis de ese entusiasmo -más fácil de hacer hoy que entonces- muestra que en él predominaba la hostilidad a la Monarquía sobre el fervor positivo por la República; eliminada aquélla, pronto empezó a cuartearse y desmoronarse. Los ver-daderos republicanos eran pocos -y los organizados en partidos, arcaicos, con demasi-dadas reminiscencias del siglo XIX y de la tercera República francesa, como muestran ya sus nombres, su anticlericalismo, su afición a las «sociedades secretas»- los socialis-tas, ocasionalmente republicanos, no ocultaban demasiado su desinterés por una Repú-blica «burguesa», primer paso hacia otra cosa. Había, aunque en corto número, monár-quicos enquistados y «profesinalizados», entre los cuales brotó aquel lema funesto, «cuanto peor, mejor». Los movimientos regionalistas tomaron pronto un carácter exclu-sivista y obsesivo, que los confinó a la «única cuestión» respectiva y los hizo inoperan-tes cuando menos- para construir una verdadera política nacional. Las derechas parla-mentarias, más listas que inteligentes, con jefes democráticos pero no liberales, mantu-vieron una constante reticencia frente a la República, que las hizo sospechosas, para no perder su clientela antirrepublicana, pero no se pusieron del lado de la restauración mo-

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nárquica, porque les parecía imposible y querían gobernar. (Repase el lector, como ejer-cicio, cuántos de estos rasgos rebrotan de alguna manera, con diversos contenidos, en 1977.)

Los jóvenes creen hoy que entre 1931 y 1936 había solidaridad con la República en los políticos que gobernaron durante ella, que había una adhesión fundamental. Si leyeran las colecciones de los periódicos de entonces saldrían pronto de su error. Pocas veces se han escrito ataques tan virulentos como los que se dirigían de un «bienio» a otro. El de fines de 1933 a principios de 1936 era llamado «bienio negro» por las izquierdas, que lo entendían como la destrucción de la República. Y el lema con que las derechas hicieron las elecciones de febrero de 1936 no fue otro que «Contra la revolución y sus cómpli-ces» (y hay que ver a quién excluían de la complicidad). Los intentos violentos de des-truir la República se sucedieron por ambos lados casi anualmente, porque casi nadie estaba dispuesto a aceptar otra variedad de República que la suya particular. Y el máxi-mo de virulencia verbal en 1936 la representó, sin duda, el diario socialista «Claridad», contra el torso mayoritario del partido socialista.

En cuanto a la legalidad que significaba el Estatuto de Cataluña aprobado en 1932, cuya derogación por el régimen franquista en abril de 1938 tanto se lamenta ahora, no necesi-to recordar que entonces estaba yo enfrente de los derogadores lo que no es quizá el caso de muchos lamentadores actuales, pero debo recordar que a esa legalidad estable-cida le sucedió algún contratiempo, por iniciativa de Barcelona, en octubre de 1934, es decir, en plena República.

Por otra parte, la guerra civil significó la subversión contra e régimen que, pese a todos sus defectos y errores, era legítimo: consideré entonces que merecía ser defendido, pero no era demasiado fácil, y no sólo por la ofensiva de sus enernigos directos, si no por las tensiones de sus «partidarios». Fue un grave error sustituir la bandera española, en 1931, por la tricolor, pero a pesar de ello esa bandera republicana fue un símbolo de esperanza y despertó mi entusiasmo juvenil: ahora bien, muchos recordamos lo poco que interesaba durante la guerra, lo difícil que era conseguir que fuese izada: esa bande-ra que ahora exhiben a destiempo algunos partidos, no era del gusto de socialistas, co-munistas y anarquistas, o de los sindicatos, que preferían con mucho sus banderas rojas o rojinegras, símbolos de otras concepciones políticas distintas de una República liberal que pronto se vio desasistida.

No tenía particular sentido volver los ojos a ella en busca de una legitimidad, tras dece-nios de interrupción. Por eso tantos republicanos y, en general, tantos españoles para quienes la primera condición de la vida política es la libertad han pensado desde hace ya muchos años que la Monarquía podía ser una posibilidad en reserva, capaz de ir «más allá» de la guerra civil y buscar con el apoyo de la voluntad del pueblo español - y no de otro modo una renovada legitimidad democrática.

Que el posible titular de esa Monarquía era don Juan de Borbón, era evidente; que la perturbación del mecanismo sucesorio era un grave riesgo para la Monarquía, no menos claro. Pero los hechos tienen una realidad con la cual hay que contar si no se es un iluso, aunque de ellos, ciertamente, no brota automáticamente una justificación. El «hecho consumado» no pasa de ser un hecho.

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La Monarquía establecida en España el 22 de noviembre de 1975 era legal y efectiva, lo cual no es poco, pero no bastaba. Y aquí es donde empezó a intervenir en forma creado-ra esa razón histórica cuyo proceso estoy examinando. Creo que las palabras iniciales del Rey, que se declaró desde el primer mrnomento «Rey de todos los españoles», sin distinciones ni privilegios para nadie, apoyadas por la que me pareció esplendida homi-lía del cardenal de Madrid, marcaron ya una dirección inconfundible. Desde entonces, la figura que la Monarquía ha ido tornando ha ido coincidiendo con el postulado de una legitimación que era la condición de su futuro y de que pudiera cumplir una misión tan importante como lo que he llamado en el título de un libro La Devolución de España (se entiende, por sí misma y a sí misma).

En pasos sucesivos, el referéndum del 15 de diciembre de 1976, la cesión de los dere-chos dinásticos por el conde de Barcelona a su hijo, finalmente las elecciopes del 15 de junio pasado, y la reunión de las Cortes elegidas, el 22 de julio, han ido llevando a cabo ese proceso histórico. Se ha cumplido algo tan insólito, tan improbable, como un proce-so de legitimación social. Y digo social, y no meramente jurídica, no sólo porque la le-gitimidad social es la que verdaderamente me importa, sino porque, si no me equivoco, ese proceso ha reflejado el movimiento histórico de la sociedad, la toma de posesión del pueblo español, tan pronto como ha podido hacerlo al ser «puesto en libertad».

***

Por eso se trata de un proceso innovador, creador. Por sus pasos contados, sin rupturas, conservando los fragmentos capaces de consolidación, pero sin ligarse a ellos, mante-niendo en todo momento una libertad hacia el futuro, ha empezado a ordenarse de nue-vo España. Soy parte integrante de ella, me siento solidario de su destino hasta la raíz, no he querido nunca abandonarla -he vivido la mayor parte de mi vida en exilio del Es-tado, pero nunca de la sociedad española- me va en ello la vida y las posibilidades bio-gráficas,y lo que es más, las de las personas que más me importan. Quiero decir que estoy vitalmente interesado, todo cuanto es posible. Pero permítaseme otra forma de interés: el teórico, el estrictamente intelectual, como estudioso de la sociedad y la histo-ria, y en definitiva de la vida humana. Desde este punto de vista, encuentro apasionante el espectáculo a que estamos asistiendo. Estoy tratando de dar los instrunientos ópticos para que podamos darnos cuenta de él. Quizá, de paso, esto pueda contribuir a que no malogrernos una espléndida posibilidad histórica.

JULIAN MARIAS

Figuras del 98

20/07/1976

Los hombres del 98 cruzan una y otra vez por los ojos, por el recuerdo, por la mente de Maragall. Aunque eran de todas partes, los asocia a Castilla, porque Maragall vive apa-sionadamente la lengua -las lenguas-, con extraordinaria sensibilidad que le hace decir finas cosas olvidadas. En 1903 ha ido de Galicia a Madrid, treinta horas de tren, y en un paréntesis de una carta a Pijoan nos da una intensa imagen de Castilla(«Castilla desola-da amb els seus grans horitzons muts que aniquilen a la gent: el Guadarrama de gran belleza a la llum de la lluna, com país de lluna ell mateix»). En el mismo año escribe

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sobre el libro de Unamuno, En torno al casticismo, y dice de su «magnífica evocación de la tierra de Castilla» que para el es lo mejor del libro y «revela el gran artista que hay dentro del profesor de Salamanca».Ya en 1902 había escrito una larga reseña de Amor y pedagogía. Maragall leía a Unamuno con la pasión y la esperanza con que era leído por las minorías despiertas en toda España, las que estaban atentas a los nuevos astros, cuando todavía se creía, en medio de un pesimismo más verbal que real, en la posibili-dad del talento y aún del genio. No había surgido esa forma suprema del resentimiento que consiste en dar por supuesto que se han acabado las figuras creadoras (sin duda porque se está persuadido de no ser una de ellas).

Desde 1900, Unamuno y Maragall se habían escrito, y lo hicieron hasta la muerte del segundo. Su epistolario, con algunos escritos que los comtemplan, fue publicado en 1971 por Pedro Laín Entralgo y Dionisío Ridruejo (Seminarios y Ediciones, Hora H), y esto hace superfluo insistir en la relación entre ambos escritores, tan íntima y profunda, con tan claras diferencias de nivel generacional y de instalación dentro de España. Pero quiero recordar algunas interesantes referencias de Maragall a Unamuno, que no se en-cuentran en este Epistolario.

Cuando Unamuno visitó Barcelona en 1906, de aquel viaje nacieron varios comentarios en prosa y tres poemas: «La catedral de Barcelona» (a Juan Maragall, nobilísimo poeta), «Tarrasa» y «L´Aplec de la Protesta». En un artículo de Maragall, «La gran setmana d'octubre», hay una interesante semblanza del visitante bilbaíno y salmantino:

«Aquest era don Míquel de Unamuno, rector de la Universitat de Salamanca, Fespanyol representatiu d'avui, el qui en un sentit caliliá podría ésser nomenat I'héroe de I'extrema decadéncia castellana, el cervell d´espantosa activitat, girant entorn del misteri de la vida i de la mort, de la idea divina i de la consciéncia individual; l´home ullprés per son abim interior, absort en la contemplació personal, i dient la seva angúnia metafísica for-tament, en belles paraules dures: l´últim poeta castellá.

«La seva alta, dreta, noble figura de basc recriat a Castella, travessá impertobable i des-denyosa per aquells díes aquest vastísimo arrabal de Tarascón, (com jo sé que ell digué an algú), sense dignar-se sinó llencar un cop d'ull a la superficie, tornant de seguida dis-gustat l'esguard cap endins de si mateix on hi retrovaba la pau de la noble estepa innen-sament quieta ¡deserta, pera rependre-hi en silenci la terrible batalla amb el Déu invisi-ble de ses nits d'insomni».

«Aquest pas de don Miquel de Unamuno, pels nostres cercles monstruosament tarasco-nesos, en un tal moment, me sembla una cosa tan... histórica, que en la seva sola con-templació hi pressento una font de saviesa molt abundanta».

Maragall, todo ojos, que quiere otros más grandes para después de la muerte, se asom-bra ante Unamuno en su abismo interior, que lanza una mirada desdeñosa a las cosas de fuera y recae en su intimidad, en sus honduras, en lo que llamaría el hondón del alma. Y unos meses después, el 5 de febrero de 1907, vuelve sobre el tema en una carta a Carles Rahola:

«No m'estranya Fefecte que le féu aquella grandesa de la Sagrada Família; és impossí-ble que ningú la pugui mirar amb indiferéncia, i en un esperit com el de vosté hi ha de deixar forta senyal. Realment a l´Unamuno em sembla que no li entrá o, millor dit, que lí entrá malament. En les cartes que m'ha escrit no me n'ha parlat; péro en l'article que sobre Barcelona escri gué en la Nación de Buenos Aires, em sembla veurc-hi una allu-sió verament malévola al nostre Temple. Es un home singular I'Unamuno: s'impressiona poc o deforment, de lo que veu perqué está massa preocupat de si mateix, és dir, del

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problerna de l´ánima individual. Aquesta emsembla la seva feblesa i també la seva gran força. Per més que aquí tothom el troba poseur, a mi emsembla un home d'una gran sin-ceritat; si de cas és ell a si mateix que s'enganya. Jo l´he arribat a respectar i estimar molt amb el breu tracte que vaig tenir-hi de present, i amb el més ample i efusiu que hi he tingut per cartes: i ell també m'ha demostrat estimar-me. Lo que es que aquí no el van saber tractar, en general, ni ell tampoc encertá en trobar l'embocadura de lo nostre. Quelcom per l'estil deu passar amb en Silverio Lanza; pero an aquest encara li manca bom troc per ésser I'Unamuno, em sembla».

Se impresiona poco o deformadamente por lo que ve, porque está demasiado preocupa-do de sí mismo. Esto es lo que impresiona a Maragall. Ahí ve la debilidad y la fortaleza de Unamuno, al mismo tiempo. La palabra «fuerte», «fortaleza», acude siempre a su pluma cuando habla de Unamuno, aunque también adivinó su inseguridad, su flaqueza -probablemente las suyas propias iban en sentido contrario- Unamuno confiesa que, por comparación con los griegos, a otros «la luz nos entristece y llena de preocupaciones. Andamos siempre a la busca de nosotros mismos y en la calle a la luz, nos perdemos». Pero en ese artículo de La Nación, «Barcelona», que tanto había inquietado a Maragall, Unamuno demostraba haber visto muchísimas cosas -quizá sin parecer que miraba-; y reprochaba a los barceloneses, y en general a los catalanes, exactamente lo que Maragall le reprochaba a él «un ensimismamiento pernicioso y fuente de toda clase de injusticias de juicio».

Lo curioso es que en ese volumen de Epistolario y escritos complementarios falta un texto decisivo: uno de los últimos artículos de Maragall, escrito dos meses antes de su muerte, y que es un diálogo de fraternal polémica con Unamuno. Tendré que hablar de él en otro contexto.

Ganivet y Baroja pasan por las páginas de Maragall. Señala el carácter específicamente granadino del primero. Maeztu aparece, sin mucho relieve, en un par de ocasiones dis-tantes. En 1901 le pregunta a Azorín: «¿No tiene nada publicado Maeztu, que en el bre-ve momento que pude hablarle me interesó mucho? Tal vez en el grupo de ustedes, habrá algún otro que tenga verdadera significación y que yo ignore en absoluto. No me lo dejen ignorar.» Diez años después, al darle gracias a Rahola por un artículo de Una-muno, cornenta: «M'hi sento molt a la vora, jo, de l'esperit d'aquest home; molt inés a la vora que de l´esperit d'un Maeztu, per exemple, que em fa l'efecte d'un home que, per la reflexió, es violenta penosament lo castís del seu sentiment».

Tempranamente, en enero de 1907, cruza un momento una carta a Frances Pujals el nombre de Antonio Machado, que le había enviado sin duda su libro primerizo Soleda-des, que Maragall nombra erróneamente Soledad. Pero en realidad no acaba de verlo. «Recordo d'ell -escribe- una visió d'hivern mol viva, i una tarda d'abril amb un 'Mai piu...'. El tinc en el cor, tot aquest jovent castellá que s'a fanya peis camins de la poesía, el veig trist i tot sovint pervertit per en Rubén Darío. «Y después de expresar su admira-ción por éste, por su fuerza poética, le reprocha frivolidad, jugar con una cosa tan sagra-da como la poesía.

El que más interesa a Maragall entre los hombres del 98, después de Unamuno, es sin duda Azorín. En 1900 publica una larga recensión de El alma castellana. Se ve que Ma-ragall ha leído el libro con avidez, buscando en él la clave de una España quefue solo (o principalmente) castellana -así piensa- y que debe ser, matizándose y enriqueciéndose, otras cosas más. Y así termina con un párrafo conmovedor: «Y así como él ha sabido revelar el alma castellana, que indudablemente ha podido llamarse velar el alma españo-la por muchisímo tiempo, se encontrará quien supiera buscar otras, ocultas siglos ha por

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los espacios de la península Ibérica, quizás, combinándolas, los españoles adquiriéra-mos conciencia de un alma nueva que buena falta nos hace».

Muy poco después empieza a escribir personalmente a José Martínez Ruiz; de su libro le dice: «Para mi tiene la mejor cualidad (y la más rara) que puede tener un libro: el ser vivo». A comienzos del año siguiente le elogia el Diario de un enfermo, recuerda a Ba-roja y otros escritores coetáneos, y dice que todo ello «empieza a hacerme sospechar si ustedes, los de la nueva generación, han vuelto a encontrar, a fuerza de seriedad y since-ridad, el espíritu inmanente del arte castellano en un nuevo sentido de su lenguaje, el sentido de la sobriedad, cosas una y otra inconocidas o desconocidas (a mi modo de ver) por los escritores castellanos de muchísimo tiempo (exceptuando tal vez a Pérez Gal-dós), que, a fuerza de hacer juegos malabares con la riqueza más superficial de la lengua castellana, acabaron por perder su sentido íntimo e hicieron traición en su arte al alma castellana austera y poderosa por su misma austeridad. Separaron el arte de la vida que es como hacer flores de papel y frutos de cerá, pero lo de ustedes, es vivo. »Y ahí vemos la sensibilidad de Maragall. en vivo también, yo diría en carne viva, ante la lengua. Por-que si Maragall fue unos ojos, su vida se realizó mediante la palabra; y ahí radicó la clave de su vida, su manera de ser poeta y prosista, catalán y español, hombre de la re-naixenca asomado a la nueva literatura a la nueva España del 98.

En el milenario de la lengua española / 1

JULIAN MARIAS

Filosofía e instalación lingüística EL PAÍS - Opinión - 22-11-1977

Se conmemora el milenario. -aproximado, naturalmente- de la lengua española. Como la lengua y la sociedad son fenómenos vivos, quiero tratar ahora de algo bien reciente, que ha sucedido a los pueblos que hablan nuestra lengua cuando ésta llevaba ya nueve si-glos, de existencia histórica.

La filosofía, como interpretación racional explícita de la realidad, sólo es posible cuan-do se realiza lingüísticamente. La «expresión» verbal de una doctrina filosófica es, antes que eso y más que eso, su realización concreta. Esto quiere decir que toda filosofía par-te de una instalación lingüística, de una lengua que es ya una interpretación de la reali-dad. El grado de autenticidad de una filosofía depende en gran parte de su conexión con la lengua en que se realiza y está condicionada por esa instalación previa.

El nacimiento de la filosofía occidental está ligado a la lengua griega, que sigue presen-te en todas las formas de pensamiento que históricamente tienen su matriz en las socie-dades helénicas; el cambio de instalación lingüística del griego al latín fue la máxima crisis en la historia del pensamiento occidental, y ha condicionado todo el pensamiento medieval y moderno. La fragmentación de la unidad lingüística latina en la pluralidad de las lenguas europeas -iniciada tímidamente y sin continuidad desde el siglo XIII (Al-fonso el Sabio, Ramón Llull, Meister Eckert), llevada a cabo desde el Renacimiento- significó el nacimiento de las diversas filosofías «nacionales» de Occidente.

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La diferencia fundamental entre este cambio y el anterior reside en que cuando el latín fue sustituido por las diversas lenguas de Europa, hacía mucho tiempo que no era una lengua viva; es decir, que se había hecho filosofía durante siglos en una lengua en que los que la hacían no estaban vitalmente instalados, sino sólo en una dimensión relativa-mente superficial y abstracta: la teórica. El griego y el latín habían sido las formas reales de instalación de los que filosofaban en estas lenguas; pero desde hacía siglos ya no era cierto; el filosofar desde las lenguas vernáculas fue un paso decisivo hacia la autentici-dad de la filosofía, aunque durante siglos el latín había mantenido la posibilidad de una «actitud» o Einstellung teórica que no hubiera sido posible -o sólo muy precariamente- en las lenguas vivas; el latín fue el invernadero de la mente teórica entre San Agustín y la Edad Moderna.

Francia, Inglaterra, Italia son los primeros países en que se hace con continuidad filoso-fía en la lengua viva, muchos años más tarde, Alemania. Es significativo que Leibniz, a fines del siglo XVII y comienzos del XVIII, no escribe todavía en alemán, pero sus obras principales y más representativas son francesas y no latinas; es decir, aun sin usar su lengua propia, se adscribe al mundo de las lenguas vivas, prefiriendo una ajena, pero próxima, al latín del mundo abstracto de la cultura pretérita. Wolff y -ya creadoramente- Kant ejecutarán la operación de instalar laFilosofía en la lengua alemana.

Inglaterra, por su parte, que mientras había cultivado el latín había sido simplemente parte de «la Cristiandad o Europa» (para usar la expresión de Novalis), tan pronto como empieza a hacer filosofía en inglés se segrega del torso continental europeo y hace filo-sofía en muchos sentidos «disidente», actitud que ha perdurado hasta hoy.

En cuanto a España, la máxima parte de su filosofía, y desde luego la más valiosa, se había hecho en latín: Luis Vives, Francisco Suárez. Es decir, la interpretación filosófica española del mundo no se ha intentado hasta nuestro siglo. En este sentido, toda la filo-sofía, hasta el siglo XIX inclusive, ha sido «recibida» para los hombres que hablamos español, lo cual quiere decir en alguna medida «escolastizada» -sea cualquiera el conte-nido de esa escolástica-. La intelección plena de una filosofía sólo puede lograrse en la lengua en que ha sido pensada y escrita, y si esa lengua no se conoce, se permanece siempre marginal a esa forma de pensamiento. Pero la posesión, la apropiación de esa filosofía, sólo puede ejecutarse en la lengua propia, insertándola en la instalación básica lingüística sobre la cual ha de superponerse toda interpretación doctrinal. No se puede entender plenamente a Aristóteles si no se lo lee en griego, pero un hombre de lengua española no puede hacerlo suyo más que repensándolo en español, con palabras y giros de esta lengua. Esta es la doble condición, aparentemente paradójica, frente a la filosofía originariamente ajena.

Para ello es menester, naturalmente, que se pueda formular esa filosofía en la lengua propia; lo cual no es obvio, ni en muchos casos posible: la supuesta posibilidad de «co-municación» universal entre lenguas cualesquiera no pasa de ser un pensamiento desi-derativo bastante demagógico. Tal vez «en principio» eso sea posible -al menos entre lenguas de cierta complejidad y afinidad a la vez-; pero para que llegue a ser real hay que crear las posibilidades filosóficas en una lengua dada.

Esto fue lo más valioso de Feijoo y otros ilustrados del siglo XVIII, en España y en América; o de los krausistas desde Sanz del Río y Giner, en el siglo XIX, que recibieron y de alguna manera adaptaron la forma del pensamiento alemán, nunca aclimatado antes

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en nuestra lengua. Pero no lo hicieron creadoramente, y no consiguieron una auténtica lengua filosófica española. Sólo la función creadora puede lograr la asimilación eficaz de la cultura ajena, incorporándola a la germinación de una propia, rigurosamente origi-nal. Esta empresa es la que llevaron a cabo Unamuno sin acabar de quererlo y casi a pesar suyo, Ortega deliberadamente y con excepcional genialidad.

En Unamuno se dio la convergencia de su preocupación filosófica constante, su inmer-sión en las filosofías de otras lenguas, con sus fabulosas dotes lingüísticas y literarias en español. Aunque no pretendió hacer filosofía, vivió en español la filosofía, tuvo que repensarla, la agitó en el fondo de su alma, instalada, anclada, en la lengua española.

Ortega hizo mucho más: filosofar creadoramente, desde el torso de la tradición intelec-tual íntegra de Occidente, en su lengua propia, sumergido en ella, ensayando sus posibi-lidades denominativas, expresivas, metafóricas, evitando hasta el límite de lo posible todo tecnicismo, todo neologismo, buscando palabras de la lengua, no «términos» defi-nidos por una estipulación, para expresar las realidades descubiertas. De sus manos sa-lió lo que nunca había existido: la lengua filosófica española, el repertorio de posibili-dades para hacer filosofía en español.

Conviene advertir que este planteamiento está a cien leguas de todo «nacionalismo» -por el que hay que sentir, decía Ortega desde su juventud, «exquisito desprecio»-. Los europeos no pueden ser nacionalistas, precisamente porque son nacionales (el naciona-lismo, que es la inflamación o irritación de la condición nacional, se queda para los que carecen de ella). Las naciones europeas son naciones de Europa -sociedades «de im-plantación» dije en La estructura social-, la cual las precede y preexiste, de cuya sus-tancia están hechas.

Análogamente, las lenguas europeas no son mutuamente ajenas, sino que han convivido siempre, en el área de Europa (por lo menos las lenguas románicas y germánicas de Eu-ropa centro-occidental). Han estado siempre en presencia han nacido en un suelo histó-rico condicionado por las culturas griega y latina, con la Biblia injertada, han dialogado durante toda su historia. Cualquier «separatismo» entre las lenguas de Europa es una traición a cada una de ellas, a su condición profunda.

Cada lengua europea es una entre las demás. Está hecha de referencia a las otras -y a sus orígenes- y sólo así se afirma en su peculiaridad. El que no "escucha" las demás lenguas y se recluye maniáticamente en la propia, no acaba de oirla, y se convierte históricamen-te en un provinciano. El filósofo occidental tiene que vivir en la herencia común, en la tradición, dos veces y media milenaria, de la filosofía, y nutrise de ella si quiere ser él mismo. Pero para crear, para tener su propia filosofía inevitable, para llegar de verdad a saber a qué atenerse, necesita retraerse a su intimidad, Y la única intimidad lingüística es la lengua propia, aquella en que se está «en casa». Viniendo de las lenguas occidenta-les en su convivencia, histórica efectiva, el filósofo tiene que llegar al núcleo personal de su lengua para descubrir la realidad desde sí mismo, es decir, desde su propia pers-pectiva irreductible, desde aquella forma lingüística única en que puede decirse a sí mismo con plenitud de sentido. La cultura española -y las hispánicas nacidas de ella, trasladadas a otras circunstancias, con otros ingredientes, pero dentro de la misma en-volvente instalación lingüística-, a pesar de ser una de las más creadoras e ilustres de la historia, ha sido incompleta en un sentido muy preciso: no ha llegado a tiempo a su ex-presión filosófica adecuada. No es, ni mucho menos, una excepción; al revés, son ex-

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cepcionales las culturas nacionales que han alcanzado esa plenitud, pero las demás han sido «penúltimas» o han vivido «apoyándose» -si vale la expresión- en otras. En la cul-tura de lengua española esto ha sido particularmente grave, por varias razones que es menester considerar.

Julián Marías

Gadamer

ABC Madrid, 21 de marzo de 2002

Ha muerto a los 102 años el filósofo alemán Hans-Georg Gadamer. Lo conocí en 1960. Durante estos últimos decenios he comentado con asombro y una punta de escándalo que la figura filosófica alemana más importante e interesante fuese este hombre nacido en 1900. Me parecía un símbolo de un aspecto particularmente importante de Europa en la segunda mitad del siglo XX. Había habido una larga serie de grandes pensadores de lengua alemana, desde Wilheim Dilthey, Franz Brentano, Edmund Husserl, Max Sche-ler, Nikolai Hartmann, Karl Jaspers, Martin Heidegger. Quedaba Gadamer. Había escri-to yo mi extenso libro Ortega. Circunstancia y vocación cuando di una conferencia en Munich y la segunda en la Universidad de Heidelberg, la bellísima ciudad conservada intacta, libre de toda destrucción durante la guerra. En la gran Aula de la Universidad me presentó cordialmente Gadamer. Apenas empecé a hablar se desató una tormenta con estruendosos truenos. Levanté la mano hacia la altura y dije: «los dioses protectores de la lengua alemana.» El auditorio rió, se rompió el hielo y todo transcurrió felizmente. Hablé de «Die Philosophie des jungen Ortega». Mostré el camino que Ortega había se-guido hasta la temprana posesión de su filosofía. En su primer libro, Meditaciones del Quijote, de 1914, había interpretado la verdad recurriendo al concepto griego de «alét-heia». En 1927, en Sein und Zeit, usó el mismo concepto. Me había preguntado cuál había sido el estímulo que llevó a ambos pensadores a recurrir a esta idea de la verdad como descubrimiento, desvelamiento, patencia. Pensé que habría sido algún alemán del siglo XIX con profundo conocimiento de Grecia. Nietzsche fue mi primera hipótesis; recorrí sus obras sin encontrar nada. Se me ocurrió el nombre del olvidado filósofo Teichmüller, cuyos dos libros sobre los conceptos filosóficos tenía en mi casa. Ahí en-contré toda la información, acompañada de una nota sumamente precisa que le había facilitado un filólogo, colega en la Universidad de Dorpat. Una pequeña contribución a la información sobre el pensamiento alemán.

Gadamer, discípulo de Heidegger, era continuador de la larga serie de grandes filósofos alemanes que, desde Leibniz o si se prefiere Kant, había continuado hasta la terrible devastación que significó el nacionalsocialismo. Se había concentrado en la hermenéu-tica filosófica, con atención preferente a la historia y el lenguaje. Su libro central, Wahrhit Und Methode (Verdad y método), dio el tono general de su rico pensamiento.

Alemania, en tantas cosas importante, ha superado sus crisis y ha vuelto a ser la gran nación que había sido; acaso no enteramente: el nivel de creación no ha sido el mismo, ha descendido la vocación, el interés por la filosofía. Algo análogo se puede decir de la

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mayoría de los países europeos, por ejemplo de Francia, en los cuatro últimos decenios. Hoy Europa tiene un grado de libertad y prosperidad que nunca había conocido antes. Fuerzas considerables pero minoritarias se esfuerzan incansablemente en atacar ambas cosas, sin conseguirlo. La situación es promisora pero no carece de algunos requisitos para su perfección. Los intentos negativos, muy organizados y ricamente financiados, son evidentes. Tal vez aprovechan la escasez de un pensamiento adecuado sobre las cuestiones decisivas. Siempre he creído que los filósofos han sido siempre cuatro gatos metidos en un rincón y sin ninguna importancia social. Siempre se los puede haber con-tado con los dedos de la mano; si acaso de las dos. Lo importante es que existan y sean lo que tienen que ser: miradas abiertas a la realidad, que se dejen penetrar por ella, men-tes dispuestas a decir lo que han visto, pase lo que pase.

Volví a ver a Gadamer varias veces, especialmente en Heidelberg, cuya Universidad frecuenté en varias ocasiones. En 1955, en una pequeña reunión en el Castillo de Cérisy, en Normandía, tuve el privilegio de pasar diez días de incesantes conversaciones con Heidegger. Conferencias, tres seminarios, interminables coloquios. El difícil pensa-miento de Heidegger, en su espléndido alemán particular, con modificaciones muy per-sonales, ha sido el vehículo de una de las grandes filosofías de nuestro tiempo. Era ma-ravilloso verlo funcionar, participar, con otros hombres también notables, movidos por el amor a la filosofía, en lo que podríamos llamar el taller del pensamiento heideggeria-no.

Gadamer ha mantenido el sentido de la filosofía, con gran dignidad y competencia, en una época en que casi toda Europa ha sentido un extraño desinterés por la filosofía. Se pensará que esto tiene muy poca importancia, pero si falta claridad sobre las cuestiones que permiten vivir con lucidez, que usan no sólo la inteligencia sino esa forma específi-camente humana que es la razón, todo puede estar en peligro. Esa mínima realidad que es la filosofía, cuyo peso social es casi imperceptible, es la posibilidad de un nivel de lo humano sin el cual todo lo demás resulta penúltimo, vulnerable, expuesto a retrocesos y caídas.

Se podría comprobar en la historia cómo los grandes quebrantos de la humanidad han coincidido con situaciones inadecuadas o deficientes de la filosofía. Hay que tener pre-sentes las condiciones, los requisitos, para que los hombres occidentales puedan vivir como lo que son: personas. Los demás, los innumerables millones de hombres de otros ámbitos históricos, también lo son, pero acaso no lo saben con plenitud. Ha hecho falta un ingente esfuerzo mental, ya milenario, para que en esa parte del mundo que llama-mos Occidente se haya puesto un poco en claro qué es esa realidad extrañísima, distinta de todas las demás, que es la persona humana. Por eso importa que no se pierda, por minúscula que sea, la actitud que consiste en indagar, con inseguridad y alguna esperan-za, a pesar de la constitutiva fragilidad de la evidencia, esa claridad sin la cual a última hora todo, hasta lo más brillante, puede oscurecerse.

JULIÁN MARÍAS

Hacia la historia-ficción EL PAÍS - Opinión - 15-08-1978

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Sería urgente determinar con precisión cuándo, cómo y por qué se inicia en Cataluña un proceso que va a llevar de una visión concreta, compleja y «normal» de la situación, con problemas, descontentos, satisfacciones y esperanzas, a un progresivo aislamiento, con la mirada fija en un pasado nunca bien definido (o, mejor dicho, una serie de momentos del pasado en los que se fila la atención discontinuamente), a una sustitución de la reali-dad -presente y pretérita- por un esquema que cada vez se da más por válido y «obvio». Es la historia-ficción, de la cual muchos intentan vivir; pero de ella no se puede vivir (a lo sumo, fingir que se vive).Yo pediría a los historiadores competentes; y veraces un esfuerzo para aclarar esta importante cuestión, de la que depende el porvenir de Catalu-ña y, por tanto, de España entera. Se ha producido un curioso proceso en virtud del cual, desde la historia-ficción, se descalifican siglos enteros de historia catalana. Tan pronto como los catalanes parecen normalmente instalados en su condición, enfrentados con cuestiones reales, con la proporción de satisfacción y descontento que es propia de lo humano, se los repudia. La abrumadora evidencia de que en el siglo XVIII, cicatrizadas las heridas ole la guerra de sucesión, Cataluña se sintió próspera, llena de proyectos y esperanza, en plena expansión, como nunca lo había estado desde fines del siglo XIV. Pues bien, A. Rovira i Virgil dice: «El siglo XVIII consumó la decadencia de Cataluña y completó la desnacionalización de los catalanes. Estos olvidaron la noble dignidad de la raza y cayeron en las abyecciones del servilismo dinástico y españolista. Después de Felipe V, los Borbones que vinieron, a Barcelona fueron recibidos triunfal mente por un pueblo olvidado de su propia dignidad y su propia historia. En el último tercio de aquel siglo, los más esclarecidos catalanes, no sólo se muestran resignados a la sujeción, sino que bendicen el yugo... Capmany -esta falsa gloria catalana, como le llama justamente Gabriel Alonar- escribe: «Tal ha sido el impulso que recibió en el benéfico reinado del señor Felipe V, época de feliz recuerdo para la prosperidad general en estos reinos». Como hace notar Miguel S. Oliver, aquellos catalanes estaban muy lejos del odio a Felipe V, que se manifestó en los cenáculos literarios del siglo siguiente.»

Decadencia, desnacionalización, abyección, olvido de la dignidad. ¿Quién es el sujeto de todo esto? «Los catalanes», «un pueblo», «los más esclarecidos catalanes»: todos, masas y minorías, los que, cerca de Felipe V, estaban «muy lejos» de un odio que se inventó en los «cenáculos literarios» del siglo siguiente (¡). Se desprecia a Cataluña en-tera durante un siglo largo, porque no había anticipado lo que se «descubrió» a fines del siglo XIX.

Todo esto lo sabe muy bien -y lo dice igualmente- cualquier historiador competente; pero en nuestros días, hasta en los mejores, se desliza un curioso supuesto que perturba lo que ven y exponen. Ferran Soldevila, por ejemplo, comenta, al hablar de la Cataluña del siglo XVIII: «Tot coadjuvava a la seva despersonalització: el prestig immens de la reialesa, l'anomenada i la valua reial de certs ministres, les mesures Intencionades o les aparentment innocues, i les deliberadament i decididament favorables, la fundació d´institucions de cultura, l'increment de la prosperitat material-, tota la vida hispánica.» El supuesto (increíble, si se mira bien) es éste: personalidad= aislamiento. Como si no se pudiera tener personalidad en compañía, dentro de una totalidad; según esta teoría, Castilla estaría igualmente despersonalizada, y Andalucía, y Aragón, y Galicia; y así el mundo entero.

¿Cuándo empezó este espejismo? Habría que precisarlo con rigor. Todavía en 1901, un hombre ya viejo, al final de su vida, Pí y Margall, dice: «Hay una patria para todos los hombres: la tierra. Hay una patria nos ha dado patria que siglos de comunes venturas y

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desventuras: la nación. Hay una patria constituida por la común lengua, las comunes leyes y los comunes usos y costumbres: la y rincón en que nacimos y tenemos los se-pulcros de nuestros padres. Seamos catalanes, españoles, hombres.»

Pero ya a fines del siglo XIX, hombres más jóvenes, de la generación de 1871 (la del 98) habían dado el paso decisivo hacia la historia-ficción. Adviértase que Maragall, aunque a veces se lo ha creído de esa generación -sobre todo por su amistad con Una-muno-, pertenecía a la anterior, a la de 1856; de Maragall he hablado largamente («Los ojos de Maragall», en La devolución de España, 1977).

La figura decisiva es, sin duda, Enric Prat de la Riba (1970-1917), que recibe el «me-dievalismo» clerical de que se va a nutrir durante varios decenios el catalanismo, bajo la inspiración de Torras i Bages, y en buena parte del tradicionalismo francés. «Adminis-trador lluminado», para Pabón y Jordi Solé Tura, el último de los cuales da interesantes citas del Compendi de doctrina catalanista, de Prat de la Riba y P. Muntanyola (1894), que no he podido manejar. «En el plano histórico -dice Solé Tura-, Prat acepta sin dis-criminación todos los lugares comunes de la historiografía romántica.» «El análisis his-tórico -añade- es elemental y hagiográfico: a un lado los buenos, al otro los malos... Prat de la Riba tenía una visión instrumental de la historia de Cataluña y de España: buscaba en ella, por un lado, la pervivencia del espíritu nacional y, por otro, la justificación, la legitimación de la hegemonía burguesa en Cataluña... Además, esta visión del pasado le permitía prescindir de las posibles causas internas de la decadencia catalana y, por con-siguiente, hablar de Cataluña como un todo único, un todo orgánico modelado por la continuidad histórica y por la lucha común de sus hombres contra un adversario exte-rior. identificado también en bloque.» A esto llamo «historia-ficción». Pero la expan-sión de ella no aparece hasta 1906, en el famoso libro La nacionalitat catalana.

La introducción trata de «el invierno de los pueblos» (l'hivern dels pobles). Partiendo de esta metáfora, supone Prat que a comienzos del siglo XVIII «ja havia comencat l'hiverín pera la terra catalana». Pero inmediatamente se remonta al siglo XV, y unas líneas des-pués al poder del rey como algo absorbente y destructor: «El rey ho era tot en la vida nacional; els pobles y llurs necessitars, interessos y afeccions no eren res.» Y después de desarrollar esta idea, concluye: «Donchs aquesta aran forca de la monarquía estava també en contra de Catalunya.» Y lo detalla, partiendo de tiempos de Boscán. Es bas-tante alucinante que los que los principios de la Edad Moderna parezcan esterilizadores y destructivos, pero más aún que se los vea concentrados contra Cataluña. Por eso inter-preta la historia de tres siglos y medio como «descatalanización». Pero, no sin sorpresa para el lector, añade: «La terra és el rioni, de la patria, la terra catalana és la patria cata-lana: totes les generacions ho han sentit, totes les generacions ho han consagrat».

Hay que leer este libro íntegro -¿cuántos catalanes lo conocen?-. Según él, Cataluña se convierte en provincia, y surge un provincialismo como amor a las cosas de Cataluña dentro de la nación española. De ahí se pasa al regionalismo, se admite la palabra «re-gión», que se identifica con el antiguo Principado. Con el regionalismo, dice Prat, va desapareciendo lo que llama «la bifurcación del alma catalana», es decir, sentirse, en dos planos distintos, catalán y español. Y así se llega «a la afirmació unitaria de la per-sonalitat catalana, llevat del nacionalisme.» Y la lengua es la diferencia capital, irreduc-tible.

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¿Cómo se llega a esto? Había que acabar de una vez -dice Prat- con «aquesta monstruo-sa bifurcació de la nostra anima», había que saber que éramos catalanes y nada más que catalanes. Y agrega que esta obra no la hace el amor, sino el odio: «Aquesta obra, ques-ta segona fase del procés de nacionalisació catalana, no la va fer l'amor, com la primera, sinó l'odi. Para Prat, el discurso de Guimerá en los Juegos Florales de 1889 señala el momento culminante de esta fase. Habría que añadir el discurso de Joseph Franquesa y Gomis, en la Lliga de Catalunya, el 12 de diciembre de 1898, sobre «los conflictes d'Espanya y lo catalanisme», publicado en tres lenguas por La Veu de Catalunya. Pero no quiero citarlo, porque no quiero recordar textos que no podrían más que herir a in-numerables españoles (sin excluir a muchos catalanes), y me propongo todo lo contra-rio.

A partir de aquí, Prat de la Riba se lanza a exponer el contenido del nacionalismo cata-lán, de la nacionalitat catalana, que empieza nada menos que con el periplo de Avieno, 500 años antes de Cristo, con lo que llama (en femenino, no se por qué) «la etnos ibéri-ca, la nacionalitat ibera, extesa desde Murcia al Rhodan, aixó és, desde les gents libi-fenicies de la Andalusía orierital fins als Ligurs de la Provenca». «Aquellas gentes son nuestros antepasados» -concluye.

No puede extrañar que el capítulo IX de este libro se titule «L'Imperialisme». En esto desemboca La nacionalitat catalana, que en su capítulo final resume las etapas: renaci-miento, industrialismo, provincialismo, regionalismo, nacionalismo, comienzo de la etapa imperialista. El «nacionalismo integral de Cataluña» se pondrá a la cabeza de la gran empresa, y «como la Prusia de Bismark impuso el ideal del imperialismo germáni-co, podrá la nueva Iberia elevarse al grado supremo del imperialismo: podrá intervenir activamente en el gobierno del mundo con las otras potencias mundiales, podrá otra vez expansionarse sobre las tierras bárbaras, y servir los altos intereses de la humanidad guiando a la civilización a los pueblos atrasados e incultos» (els pobles enderrerits y incultes).

Con estas palabras termina La nacionalilat catalana. Los inventores, treinta años des-pués, del lema «Por el imperio hacia Dios» ¿sabían que estaban poniendo en rnarcha su programa? ¡Qué increíble equívoco! ¡Qué coincidencia de los que se creían enemigos irreconciliables! Pero todo eso, si no se toma muy en serio, ha de llamarse historia-ficción. Prefiero no buscar un nombre adecuado si hay que formalizarse.»

MIÉRCOLES, DICIEMBRE 28, 2005 JULIÁN MARÍAS in memoriam Que Julián Marías quede En el prólogo del que ha sido su último libro, La fuerza de la razón, don Julián Marías decía que seguramente ya no escribiría más, y con palabras que sólo pueden leerse con emoción agradecía la compañía de sus lectores y afrontaba con ilusión y fe su paso a la otra vida. Julián Marías siempre tuvo dos vocaciones: la escritura y la docencia. Formado en la inigualable Facultad de Filosofía del Madrid de los años treinta, hubiera sido uno de sus

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eminentes profesores si la Guerra Civil no se hubiera cruzado en su camino a los 22 años. Pero nunca se quejó: con la misma claridad con la que vio, a esa edad, que lo que había que combatir era la propia guerra y no al bando contrario, supo que las puertas de aquella Facultad estaban cerradas para él y volcó su labor en la escritura. Asombra repa-sar el listado de libros escritos por don Julián, algunos de no pequeño grosor (hasta so-brepasar con creces la setentena de títulos). Para saber lo que Marías ha supuesto en la cultura española habría que imaginar que no hubiera existido (o basta con escuchar a tantos que no lo han leído o que lo miran con desprecio: el de quienes, hace sesenta años, lo veían “liberal” y “orteguiano”, peligroso para los sacrosantos valores de entonces; el de quienes, desde hace cincuenta años hasta hoy, lo ven “católico” y “de derechas”). A Ortega no se le habría reconocido la dimen-sión genial que tiene su pensamiento; la historia y la rara vocación de España no hubiera encontrado una de sus explicaciones más asombrosamente certeras (una curiosidad: la palabra que más se repite en los títulos de sus libros es España o españoles); la Transi-ción hubiera sido distinta (¿se reconocerá algún día la impagable labor de educación y civilización que la generación de Marías, Ridruejo, Lázaro Carreter o Delibes hizo para que cuando Franco muriera los españoles descubrieran que la gravedad del momento no movía la sólida tierra que, gracias a ella, los sustentaba bajo sus pies?). Pero, por encima de su contribución a entender tantas personas y cosas (y sus artículos en prensa son un modelo de expresión transparente, donde claridad y profundidad van de la mano), Julián Marías ha sido un filósofo. Nadie ha entendido ni explicado tan bien en qué consiste la vida humana, cuál es su extraño misterio, su rara consistencia, su en-tramado. Y eso es lo que hay que recordar en esta hora, no el mísero raquitismo de su nómina de premios (hasta para darle el Príncipe de Asturias se fue cicatero y se le dio compartido), no que se negara a ser catedrático cuando se “relajó” la dictadura (porque no quería jurar unos “principios fundamentales” que habían jurado, por cierto, tantos “demócratas de toda la vida”), o tantas cosas más. Representante máximo de una gene-ración que en tiempos inciertos supo que sólo siendo fiel a sus maestros sería fiel a sí misma, nunca hizo de su filiación orteguiana una vocación escolástica, antes bien, cuando discrepó de su maestro lo hizo con suma elegancia. Sabía que sólo mirando, con una visión responsable, puede hacerse pensamiento (y vivir). Don Julián Marías era creyente, un peculiar y profundo católico, ajeno, como todo en él, a estúpidas escolásticas. La casualidad ha querido que fallezca a pocos días del aniver-sario de la muerte de su esposa, su querida Lolita Franco. Ojalá, como creía (y deseaba) se haya encontrado ya con ella. Para los que carecemos de esa fe, aparte de sus libros, sólo nos queda el consuelo de agradecer a Dios o a quien sea que don Julián haya exis-tido. CÉSAR ROMERO 15 de diciembre de 2006 Adiós al filósofo Don Julián Marías acaba de morir en Madrid a sus noventa y un años. Se me agolpan los recuerdos y no sé bien cómo encauzarlos.

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Hace un par de meses, todavía lo visité en su casa de Vallehermoso y pudimos charlar un buen rato. Su amistad ha sido un gran regalo. He colaborado en su revista Cuenta y Razón y reseñado su último libro de artículos, La fuerza de la razón, 2005, aparecidos en Abc hasta el año 2003. Recuerdo sus últimas visitas a Zaragoza. Un día ventolero cruzando el Paseo, cuando comentó que Chicago era “the windy city”. Al pasar frente a la portada de Santa Engra-cia, le recordé el humor de Felipe II: “Han puesto el retablo en la puerta”, dijo el rey. Quizá por eso ha sobrevivido. En otra ocasión, llenó la sala de conferencias hasta los topes y la gente le aplaudió por su sola presencia, antes de abrir la boca. Siempre me asombraba que no consultase ni un papel, ni una nota. Su memoria era prodigiosa. Le divertía que en Buenos Aires, al pa-sear con Borges, todo el mundo le conociese a él por la calle, cuando el genio argentino todavía era un escritor de minorías. Sus libros y su prosa han seducido por igual a lecto-res cultos y a gente sencilla. Rara virtud en un escritor. Contaba con hacer algunas preguntas a uno de los filósofos griegos. Ésa era la última apuesta y la gran aventura llena de dudas. Casi ha logrado llegar a la edad de Menéndez Pidal, que anhelaba conversar con los juglares de Medinaceli cuando recitaban el Mio Cid. Hace un tiempo, compartió una cena en Madrid con Julián Gállego, y tuvo la humorada de preguntarle por mí. También contaba con la persuasión de su mujer Lolita a la hora de abrir puertas. Quizá tenga la fortuna de que ahora le abra la última de todas. CÉSAR PÉREZ GRACIA Heraldo de Aragón, 16 de diciembre de 2005 El hombre que nunca mintió Además de la vivacidad y la amenidad de su estilo, puro cristal de Murano, un estilo muy sencillo, muy «inteligible» y muy directo (el mismo con el que Frank Capra filmó La amargura del general Yen), Julián Marías nos transmitía una afectuosidad que yo diría que era como de otro tiempo. Estilo de hombre sabio, que es ese estilo que atesora como continuas señales del niño que se ha sido y del niño que se sigue siendo. Es muy difícil explicarlo. Su estilo, en fin, nos acercaba a él de una manera imparable. Uno de los éxitos de Julián Marías, me parece, es que al leerlo siempre tienes la impresión de tener veinte años, de estar empezando. He sentido por Julián Marías, desde que estudiaba Preuniversitario en el Instituto Cer-vantes de Madrid, calle de Montesquinza («Preu» de Letras, naturalmente, Hernández Vista nos daba Latín y Lasso de la Vega, Griego); le tenía a don Julián, decía, desde entonces, profunda admiración y «simpatía». Escribo «simpatía» entre comillas, porque

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no encuentro una palabra más ajustada. Siempre me ha seducido su jovialidad, su «proximidad». También «proximidad» lo escribo con comillas. Cuando le conocí, hace catorce o quince años, pude comprobar que esa «cercanía» que se desprende de sus tex-tos, esa «cordialidad», también formaba parte de su persona. Recuerdo que, muy al principio de los sesenta, tuve la suerte de conseguir, en la librería Cervantes de Oviedo, una primera edición, la de 1941, de su maravillosa Historia de la Filosofía, con prólogo de Zubiri, un libro que me ha acompañado durante toda la vida y del que he sacado enormes recompensas. Un verdadero libro «llave». Los libros «llave» son esos que te abren casi todas las puertas y verjas y te permiten pasar a los fantásticos mundos con que sueñas de chico. Y también un libro de magia, como el Quijote, que me descubrió, sobre todo, que lo interior es mayor que lo exterior y que lo íntimo es inabarcable de lo grande que puede llegar a ser. Fe en la libertad. En realidad, la Historia de la Filosofía de Julián Marías, es, para mí, un texto dedicado a la juventud, una nueva Isla del Tesoro. Los libros de Julián Marías, los que a mí más me gustan, encabezados por sus memorias en tres tomos, Una vida presente, me han transmitido su fe irreductible en las personas, en la libertad humana. Y eso, viniendo de alguien que ha tenido una vida difícil y complicada -delaciones (falsas) de amigos, cárcel, amenazas de fusilamiento, prohibido años y años por el régimen franquista, para el que siempre fue sospechoso, en fin, represaliado por las dos Españas-, tiene todavía más mérito. Supongo que haber hablado por los codos con Ortega y Gas-set o haber vivido aprendizajes y esperanzas con García Morente, tuvo que influir lo suyo. Así como «vivir» aquella Universidad Central de Madrid de los años 30, muy superior entonces a las de Oxford y Harvard, aunque hoy nos parezca increíble. Ser es-pañol, La educación sentimental, Mapa del mundo personal, España inteligible o Con-sideración de Cataluña, que son mis libros preferidos, además de la habitual temperatu-ra ética ejemplar en su autor, nos propagan amor a manos llenas, seny, civilización y apuesta por la verdad sin dogmatismos. Pero hablemos de cine. Curiosamente, Ortega y Gasset, del que yo no he leído nunca nada relacionado con el invento de los hermanos Lumiére (aunque cuando nos habla de Las Meninas está hablando de luz, claro); pues Ortega, decía, en el inicio de su epílogo a una reedición de Historia de la Filosofía, es-cribía ésto: «Y ahora, ¿qué más? Julián Marías ha acabado de hacer pasar ante nosotros la película que es la Historia de la Filosofía». Ortega ya conocía la fascinación de su amigo y discípulo por el cine. Desconozco los libros o revistas cinematográficas que haya podido leer Julián Marías a lo largo de su aventura como crítico cinematográfico, si es que se ha documentado. Desde luego, Marías pudo leerlo todo y en sus respectivas lenguas: Andrew Sarris o Film Culture, en inglés; André Bazin, Sadoul o Cahiers du Cinémà, en francés; Lotte Eisner o Kracauer, en alemán... Azorín. Pero, ¿y en nuestro idioma? ¿Alfonso Reyes?, ¿Villegas López?, ¿Azorín?, que, por cierto, descubrió lo bien que caminaba Gary Cooper. Azorín, un genio de nues-tras letras y un crítico muy sui generis, fue una persona querida y admirada por Julián Marías. A mí, don Julián, a lo largo de algunas conversaciones, me llevó a compartir su entusiasmo por el Dreyer alicantino de nuestra literatura. Hace tiempo, Marías le dedicó un texto monográfico, Ciencia romántica, donde homenajeaba al joven y bohemio Mar-tínez Ruiz que se alimentó durante veinte días a base de dos panecillos de diez cénti-mos, y todo por poder seguir escribiendo, por no abandonar su vocación de escritor, luchando contra el hambre sólo por escribir. Sé que a Julián Marías le hubiera gustado

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mucho ver en imágenes Doña Inés. A mí, también. Si consiguiera filmarla algún día, naturalmente que estaría dedicada a don Julián. Alguien que se ha adentrado, explorado y clarificado a Zubiri o a Unamuno, de los que ha escrito páginas memorables, ¿cómo no iba a explicar mejor que nadie lo que es el cine de autor? Las críticas de Marías en Gaceta Ilustrada, de hace medio siglo, o las de Blanco y negro, más recientes, pero también lejanas, están repletas, y trato de elegir muy bien cada palabra, de inspiración, de valentía, de alegría, de perspectiva, de mesu-ra, de conocimiento; y vacías de pedantería y fanatismo. Están redactadas con soltura, con una curiosidad que adivinas inacabable, son libres, nada envaradas. Julián Marías jamás ha pertenecido a ningún ghetto excluyente ni al cinturón de las capillitas ni al club de los cinéfilos del codazo moderno. En aquellos años, en que los textos de los críticos febriles y, supuestamente, entendidos, salían oscuros y arrugados, a Julián Ma-rías los párrafos le brotaban de su máquina de escribir lisos y luminosos. Nobleza. ¡Qué placer era para mí leer sus columnas!, aunque me tildaran de antiguo, porque lo moderno era poner los ojos en blanco ante las aburridas disquisiciones o los «comprometidos» ensayos ininteligibles que abundaban en las revistas especializadas de media Europa. Julián Marías reflexionaba sobre un lenguaje creado a base de imágenes, muy parecido a la vida, con nobleza. El cine, analizado por Marías, cualquier película, tenía nobleza. La cinematografía era tan noble y tan digna como la literatura, la música, la pintura o la propia historia. Y, además, muchas de su críticas elevaban el producto. También lograba que los que amábamos el cine nos sintiéramos orgullosos y, más aún, seguros. La capacidad de espectador de Julián Marías era, además de panorámica, en Cinemascope. Ha sido uno de los pocos críticos que yo he conocido que podían perder-se de verdad dentro de una película, de tanto como se metía. Marías veía todo, o casi todo, de lo que hay en una película y de lo que la película propone. Era un Sherlock Holmes al que no se le escapaba nada, por más que lo hubiera querido ocultar el direc-tor. Quizá porque Julián Marías, cuando iba al cine, veía lo que tenía delante de los ojos, que siempre es lo más difícil de ver. Nada se le quedaba fuera de cuadro a aquellos ojos azules, con destellos plateados, tan azules como los de la mamá de Dumbo. Es evidente que muchos recuperamos la infancia cuando vamos al cine, y que, a estas alturas del metraje, ya somos las películas que hemos visto y con quien las hemos visto. Para ser justos, la mayor parte de las críticas de Julián Marías -y no tengo la sensación de arriesgar nada-, le pertenecen tanto a él como a su mujer, Dolores Franco. No preten-do expresar que don Julián no tecleara sus propias impresiones e ideas semana a sema-na, pero sí que esas opiniones eran acompañadas por las de su mujer, y al revés. Quiero decir que las reseñas de Marías eran como el resultado de una historia de amor. De ahí su belleza, su bondad, su claridad, su sinceridad, su pasión, su modernidad, su poesía ligera y su temblor (¿inquietud?) de humanista cristiano. El matrimonio de Julián Marí-as -y así se desprende en sus Memorias-, fue también el de una pareja de aficionados la cine. Sé que él y Lolita quedaban quince minutos antes de comenzar la sesión en alguna cafetería cercana a la sala, donde tomaban café o un refresco, y, así, al placer de ir a ver una película sumaban la felicidad de una cita con la persona amada. Primum vivere. Una mirada común. Solían ir al cine un par de veces por semana. Yo los vi en alguna ocasión, en el cine Conde Duque, me parece. Don Julián vestido con traje oscuro, cami-sa blanca y corbata; ella, con esa elegancia de las mujeres de Penagos, tan cosmopolitas y tan decididas, mujeres que parecen como dibujadas a tinta china, pongamos que entre

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Margaret Sullavan y Kate Hepburn. Les recuerdo hablando en el hall, al tiempo que se fijaban en todo, como si fueran turistas o, mejor aún, exiliados. La cuestión es que si, allá por los primeros cuarenta, don Julián dialogó sin parar, durante meses y meses, con su entonces novia, mientras preparaba Historia de la Filosofía, solicitando su opinión continuamente -libro que ella transcribió y puso en limpio-, ¿cómo no iba a charlar horas y horas con su mujer de las películas que veían juntos, que vivían juntos? Sobre la fotografía, sobre la música, sobre tal escena, sobre tal diálogo. Me ha contado Miguel Marías, que es uno de los mejores críticos cinematográficos que tenemos en España, por no decir el mejor, al que quiero casi tanto como admiro; según su hijo Miguel, digo, en cuanto su padre sacaba el último folio de la máquina, salía disparado hacia donde se encontrara su madre para pedirle opinión. Y aunque Lolita estuviera atareada con labo-res caseras, lavándose la cabeza o hablando por teléfono, allí se quedaba don Julián, sin moverse, hasta que ella leía el artículo o el capítulo de un nuevo libro en marcha. Por eso, quiero darle hoy a Dolores Franco -cuando ya está otra vez al lado de su marido, porque si no fuera así, «la felicidad sería un engaño»-, la autoría compartida de muchas estupendas reflexiones sobre el cine, por tantos ensayos magníficos que don Julián nos regaló acerca de esa vida de repuesto que llamamos películas. Por compartir cientos de emociones a 24 fotogramas por segundo y participar ambos del gozo de las palabras asequibles, de las frases sin aspavientos. Porque los dos tenían una mirada común que abarcaba la totalidad. Estos días he vuelto a releer casi todas las reseñas, notas, juicios, pensamientos o como quiera que se llame el trabajo cinematográfico de Julián Marías. Me han parecido ensa-yos de convivencia. No lo supe ver así hace años. Pero lo que veo ahora es eso, toleran-cia, convivencia. Con qué sencillez nos ha mostrado el talento de Josef Von Sternberg o de Murnau, con qué naturalidad nos ha descrito la emoción según Leo McCarey. Ya en 1965, escribiendo de Las campanas de Santa María, una película que yo adoro, dedujo que McCarey no era sólo un genial cineasta, sino que, pasado el tiempo, iba a ser un autor de cabecera para los cinéfilos que entonces eran jóvenes, nosotros, cuando madu-ráramos. Y es una pena que se haya muerto sin descubrirnos por qué lloramos todos en la secuencia final de Tú y yo. Adivinamos que es un retorno, una revisitación, sí, pero, ¿adónde exactamente? Marías dice que McCarey filmaba y pensaba en planos significa-tivos. Curioso, ¿eh? Una vez le pregunté: «¿Por qué muchas películas que en el pasado fueron consideradas excepcionales se arrugan hoy ante nuestros ojos?» «Eso únicamen-te ocurre con las que en su tiempo ya eran inauténticas -me respondió-. Las películas verdaderas envejecen sin mengua». Días de sufrimiento. En el último tomo de Una vida presente, cuando Julián Marías narra los terribles momentos de la pérdida, primero, y la ausencia, después, de su mujer -«Yo ya no soy yo ni mi casa es mi casa»-, escribe las mejores páginas de toda su obra, porque en ellas nos enseña que el corazón es lo importante, y nos revela que el filósofo, que la filosofía, no es sino sensibilidad envuelta en pensamiento. De aquellos días de sufrimiento, de aquellos meses, de aquel tiempo de dolor, yo creo que podría salir una película tan extraordinaria como Tierras de penumbra. Aunque pueda parecer un atrevimiento -pido disculpas por ello-, me inclino a pensar que a partir del tercer volumen de Una vida presente, también desde La educación sen-timental, y sin abandonar la filosofía, Marías se internó en McCarey, en los territorios de la emoción pura, tan cercanos a la fe, a la verdad.

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Desde que estudiaba sexto de bachillerato he sido partidario de Julián Marías, una de las escasas personas cultas de culto que hemos tenido por estos alrededores. Si se me per-mite, y me voy a mi jerga, yo le veía como un Bogart de la Filosofía, el Di Stéfano del pensamiento, un Sinatra de la razón. Se nos ha ido, a todos, un amigo con los noventa cumplidos. Muy joven todavía. Un sabio. Un trabajador infatigable. Un grande de España. Un hombre que poseía todo lo bueno que acaba en encia: coherencia, paciencia, decencia, conciencia, resistencia, pru-dencia, coexistencia... Un ser humano irrepetible e insustituible. Una persona que ayudó a la democracia en tiempos de luto, allá por los cincuenta, y que luego volvió a echar una mano a su querido país durante la Transición. Siempre que alguien ponía en entre-dicho la verdad y la libertad, ahí estaba él, ahí estaban su voz y sus renglones. Los privi-legiados que fueron sus amigos, quienes le acompañaron en sus numerosos viajes, sus admiradores, sus lectores, además de haber sido recompensados por lo que aprendimos a su lado, nos hemos beneficiado de algo que podríamos definir como un mejor enten-dimiento de la vida, de la vida doméstica, de la vida cotidiana. Todo esto forma parte tanto de su quehacer filosófico como de sus impresiones sobre la cultura. Fue de los primeros en intuir que el cine es el arte más propio de su tiempo y el más idóneo para expresar la realidad de la vida. Gracias a la inteligencia de su mirada, yo pude recono-cer, casi de adolescente, que aquellos instantes como de mercurio que habitaban algunas imágenes, me hacían crecer, iban ampliándome y, a la vez, ensanchando mi entendi-miento, mi pasión, mis dudas. Como una roca. Entre sus miles de páginas queda el autorretrato, muy Rembrandt, de alguien auténtico, siempre puesto a prueba por los tiempos -tiempos cambiantes, tiem-pos favorables (pocos), tiempos en contra-, siempre por encima de las modas; la ima-gen, muy Hawks, de alguien que nunca mintió, que no es sino la cortesía del verdadero intelectual; alguien, en fin, que ha permanecido firme como una roca ante las calumnias, defendiendo sus convicciones sin herir a nadie. (Entre paréntesis: lo de no mentir, en un crítico de cine, es un milagro). Escribía a máquina, llevaba la cuenta de sus vuelos a Estados Unidos (yo también), ni tenía coche ni sabía guiar (yo tampoco), no le dio más lo del teléfono móvil (como a mí), le encantaban Maigret y sus deducciones bajo los cielos plomizos de París, leía por la noche antes de acostarse, en una butaca, sin quitarse el traje, que es una costumbre de otro tiempo, le gustaba visitar sin prisas los museos, no recibió muchísimos premios, nunca dio clases en las Universidades españolas, no conoció el rencor, era más que va-liente (como Atticus Finch), olía a significado y a loción de afeitar, y a mí me enseñó a ser yo, a expresarme libremente, a no tener miedo de ser demasiado superficial, dema-siado sentimental o demasiado pelmazo. Se ha ido de puntillas, con la discreción de John Ford. JOSÉ LUIS GARCI ABC de las artes y las letras, 24 de diciembre de 2005 En la muerte de Julián Marías Muere Julián Marías, la memoria de la filosofía

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Su Historia de la filosofía, publicada en 1941, y el hecho de que fuera el discípulo más cercano a José Ortega y Gasset convirtieron a Julián Marías en un personaje sobre el que pivotó la enseñanza de la filosofía en los tiempos oscuros de la posguerra. Sufrió, tras la Guerra Civil, la persecución política y académica; su amigo el filósofo Emilio Lledó nos dijo ayer que "la herida imperdonable" que le asestó la vida oficial española a Marías tras la contienda "le sumió en una soledad" de la que le rescató "su entusiasmo, su enorme energía". Muchos españoles y latinoamericanos estudiaron con aquel libro, que fue prologado por otro de los maestros de Marías, Xavier Zubiri, y que ha sido objeto de numerosas reedi-ciones. Marías fue también, además de un educador y de un filósofo, un polemista pre-ocupado por las cuestiones contemporáneas, que juzgó a través de su interpretación cris-tiana de la vida. Durante los primeros años de EL PAÍS, a cuyo nacimiento estuvo vinculado, publicó aquí muchos de sus numerosos artículos, y luego desarrolló en Abc la mayor parte de su vasta historia de escritor de artículos. Su hijo Javier, escritor y novelista, le recordaba recientemente, ya en los peores momentos de la enfermedad contra la que luchó hasta ayer, como un hombre que jamás perdió la memoria y que incluso en esos momentos de grave perturbación de su salud le recitaba citas enteras en sus idiomas originales, entre ellos el griego. El Rey ha llamado personalmente por teléfono al escritor Javier Marías para expresarle, en su nombre y en el de toda la familia real, el pésame por la muerte de su padre. Aparte de esta conversación, los Reyes y los príncipes de Asturias han envia-do sendos telegramas de pésame a la familia del filósofo. Julián Marías era de una cultura enciclopédica que nunca dejó de aumentar con una cu-riosidad infatigable. Católico, vallisoletano, viajero, cinéfilo, lector incansable; su casa era un caos de libros, muchos de ellos anotados, y no sólo enseñó filosofía a sus nume-rosos alumnos en España y en América, sino que también inculcó en sus hijos la pasión por saber. Aparte del escritor ya citado, es padre de Miguel, economista y cinéfilo; Fer-nando, catedrático de Historia del Arte, y Álvaro, músico. Su mujer fue Dolores Franco Manera, escritora también, que falleció en 1977. Emocionados, ayer, dos amigos suyos, de distintas generaciones, la escritora e historia-dora María Rosa Alonso, y Emilio Lledó, filósofo e historiador de la filosofía, trazaron el perfil completo del pensador que acaba de fallecer. Alonso, que le conoció en 1933, nos habló del joven Marías, cuya energía le servía también "para alimentar un extraor-dinario sentido de la amistad, que yo disfruté del matrimonio que él formaba con Lolita Franco. Sabía que yo no era creyente, y él lo era, y discutíamos sin cesar, pero con un respeto que es reflejo de la hondura de su ser. Después de la guerra fue perseguido por mil mezquindades; era un liberal antiguo, un hombre comprensivo, una excelente per-sona". Lledó le conoció después de la guerra, cuando ya Marías tenía 30 años y su joven amigo acababa de cumplir los 20. El filósofo subraya rasgos que ya aparecen en el perfil que trazó Javier Marías de su padre: la mezquindad de la guerra llevó a un compañero suyo a denunciarle ante las autoridades franquistas; éstas tomaron nota, encarcelaron a Julián Marías y le cerraron el paso, tácitamente, a la Universidad, instando la suspensión de su tesis doctoral. "Fue una mezquindad enorme", nos decía ayer Lledó. "Si Marías hubiera estado en la Universidad, ésta era hubiera sido distinta: nadie tenía su claridad de ideas;

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no hay derecho a que Marías no hubiera tenido el lugar que le correspondía, por su cla-ridad expositiva, por su energía, y por una sabiduría que entonces no podía compararse con la de ninguno de los que enseñaban filosofía". Apartado de la Universidad, y resistente a doblegar su dignidad, Julián Marías buscó sus propias áreas de docencia, "pero jamás se recuperó de la herida imperdonable que sufrió bajo el franquismo". Desde 1964 era un académico muy activo. Lledó declaraba ayer que recientemente ha vuelto a su libro capital, su Historia de la filosofía. "Es un libro admirable; si se piensa que él tenía tan sólo 26 años cuando lo da a la imprenta, se ve muy fácilmente que con esta obra rompía la estrechez de miras con la que España se despertó después de la guerra. Y él siguió sufriendo la guerra. Le quise, le quiero mu-cho. Fue un referente. Perdone que le hable con tanta emoción". JUAN CRUZ Una "España cicatera" Sus cuatro hijos y sus nietos presidieron ayer la capilla ardiente con los restos mortales del filósofo y escritor Julián Marías, instalada en el tanatorio La Paz. El escritor Javier Marías, visiblemente afectado, aseguró que España ha sido bastante "cicatera y tacaña" con su padre. "En el plano institucional, y no es que a mí me importe el plano institu-cional, nunca tuvo el reconocimiento a su labor. No consiguió ningún premio nacional, ni siquiera el de ensayo que dan todos los años, y mucho menos el Cervantes". El alcal-de, Alberto Ruiz-Gallardón y la presidenta madrileña, Esperanza Aguirre, fueron de los primeros en acercarse a dar el pésame a los familiares en un acto que resultó tan sobrio como su vida. Víctor García de la Concha, director de la Real Academia Española, le definió como un gran pensador y un hombre muy generoso. La Academia suspendió ayer su sesión se-manal. García de la Concha coincidió con muchos otros intelectuales en que Julián Ma-rías no ha sido un hombre reconocido como se merecía: "Su amistad con Julián Besteiro creó muchos recelos en los años del franquismo y eso no se recuperó después. La falta de reconocimiento en España contrasta con la valoración que tenía su figura a nivel in-ternacional". También Fernando Savater incidió en la importancia de su figura y en su escaso reconocimiento público. "Fue una persona represaliada después de la guerra y, como no ha sido un militante de la izquierda, tampoco se le ha glosado por el otro lado", dijo Savater, que destacó su intento de acercar la filosofía al gran público. El historiador Juan Pablo Fusi alabó su capacidad para recuperar la tradición liberal en la España de la posguerra. Antonio Garrigues Walker, presidente de la Fundación Ortega y Gasset, elo-gió la figura del pensador que "nos enseñó la objetividad del pensamiento". Una calle, un premio de humanidades y un colegio llevarán en el futuro el nombre de Julián Marí-as. AMELIA CASTILLA La visión responsable Julián Marías es un nombre clave en la cultura del siglo XX. Es un pensador profunda-

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mente arraigado en la tradición cultural española, cuyas reflexiones alcanzan a ámbitos variados y extensos que van desde la filosofía, el pensamiento cristiano, o el hispanismo americano, a la historia española, la erudición literaria y el ensayismo cinematográfico... Como antes Unamuno y Ortega, él también ha acertado a ser un filósofo en la plaza, es decir, en el periódico, la conferencia, o el ensayo. Su voz y su pluma han sido -y estoy seguro de que seguirán siendo- una luz para innu-merables lectores que buscan la verdad de las cosas. Toda su obra nace de una profunda convicción: que el filósofo y el intelectual deben ofrecer "una visión responsable" de la realidad. Ha de procurar que en sus palabras aparezca aquello que de verdad es, con su fundamentación y base, es decir, responsablemente. Marías ha sido un raro ejemplo de autenticidad, éxito y fracaso. Una temprana vocación filosófica le llevó a estudiar filosofía en Madrid con Ortega, Zubiri, García Morente y Gaos, en los años de la II República. Pronto creyó que en la manera de mirar que ofrecía aquella Escuela de Madrid, y singularmente Ortega, se hallaba el mejor método para pensar las cosas. Y hasta el último día ha puesto en juego aquellos conceptos para com-prender. En una de sus notas, escrita por Ortega tras su vuelta a Madrid, comenta que en la Historia de la filosofía de Marías, prologada por Xavier Zubiri y con epílogo del pro-pio Ortega, estarían los tres nombres "entreverados y mixtos", hechos un lío, sin "saber ya si somos cada cual de los otros dos discípulos o maestros". Su fidelidad creadora hacia aquella filosofía que Ortega iniciara hacia 1914 le cerró la universidad de la España de posguerra. Licenciado en Filosofía en 1936, pasó la guerra en Madrid, colaborando con Besteiro en los tiempos finales del conflicto, e iba a mante-ner una inquebrantable adhesión a sus raíces intelectuales y morales. Su famosa Histo-ria de la filosofía (1941) terminaba con la exposición del sistema de Ortega, y ensegui-da, en 1943, publicó un estudio riguroso y positivo sobre Unamuno, dos pensadores cuestionados por el franquismo. En todos sus escritos está viva la exigencia de libertad, de respeto al pasado, de democracia, y de un cristianismo personal limpio de contami-nación política. A lo largo de su obra corre una honda preocupación por España, por la diversidad de sus grupos y la coherencia de su historia. En España inteligible (1985), ofrece su visión de una nación con vocación europea desde la reconquista, ligada a una cosmovisión huma-nista y personalista de inspiración cristiana, y constructora de una fraternidad de países en Hispanoamérica fundada en la lengua común y en ciertas ideas básicas sobre lo humano. Cuando llegó la hora de la transición democrática, por la que tanto había laborado, pres-tó su apoyo sin fisura a un proceso que veía como una "devolución de España" a las manos de los propios españoles, a quienes les había sido enajenada. Y mantuvo con denuedo la idea de nación española y su inclusión en el texto de la Constitución, en unos inolvidables artículos aparecidos en su día en este mismo periódico. Marías ha sido un ejemplo de intelectual independiente, honrado y valiente. No ha cedi-do a las modas ni a los favores del poder; más bien al contrario, ha salido una y otra vez en defensa de aquellas causas que consideraba justas. Peleó por una Constitución que deseaba más perfecta y más vivaz; defendió el pensamiento de Ortega frente a aquellos ataques ultraconservadores que buscaban su condenación por parte de la Iglesia católi-ca; alzó su voz reiteradamente contra los totalitarismos de todos los signos, empezando

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por el franquista, y nunca transigió, en razón de su idea personal del hombre, con la aceptación del aborto o el secuestro político de la libertad. Habrá que estudiar sus contribuciones más rigurosamente filosóficas al sistema de la "razón vital" orteguiana, especialmente en el ámbito que llamó "antropología metafísi-ca". Su innovadora idea del hombre como una cierta estructura empírica de la vida humana complementa y enriquece la comprensión de ésta, y la enlaza con su visión de la persona y el mundo personal, de claras raíces unamunianas. Habrá que repensar otras aportaciones suyas al conocimiento de la estructura social, las vigencias sociales o la dinámica de las generaciones, donde se hace visible una admirable capacidad analítica aplicada a las sociedades, el cine, la literatura o las gentes. Marías ha sido un extraordinario pensador visual. Precisamente en su capacidad de mi-rar y de decir lo que ha visto, reside, a mi juicio, el fundamento de ese futuro promisor que creo que a su pensamiento le está reservado. HELIO CARPINTERO El País, 16 de diciembre de 2005 Llorar su muerte La noticia de la muerte de Julián Marías me ha afectado profundamente. Hace 50 años Julián ya significaba mucho para mí, desde mis escapadas estivales a Soria -a su abrigo y al de los Carpintero y los Ruiz- hasta su referencia personal que duró muchos años, pasando por su generoso recibimiento en la Academia a la que él mismo me había pro-puesto junto con Aleixandre y Laín. Para mí, antes que el escritor, prevaleció en Marías el maestro, lo que él quiso ser de muchacho y la España oficial le negó reiteradamente. Marías, además de un ensayista cabal, fue un orador completo, el continente y el contenido de sus discursos rimaba a la perfección sin necesidad de guiones ni notas complementarias. En una época en la que no era fácil encontrar un intelectual que se expresara con maes-tría, con belleza y espontaneidad, hubo uno excepcionalmente dotado que fue Marías Aguilera. Contra viento y marea el académico ahora fallecido extendió su fama y defen-dió su nombre por España, Europa y América Latina donde no había acto intelectual en el que se prescindiera de su nombre. No es esta ocasión de ensalzar su figura sino de llorar su muerte, de expresar mi senti-miento a los que lamentan como yo su pérdida. Escritor de verbo fácil y expansivo, crí-tico convincente, orientador de mentes jóvenes inclinadas a la filosofía, exigente con su tratado durante lustros, es la hora de tributarle unas palabras de despedida que España, con sus cuarenta años de academia y su noble afecto didáctico le agradece. MIGUEL DELIBES Marías y Ortega: usos de la filosofía en la vida cotidiana

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Hace pocas semanas leí en el prólogo de La Fuerza de la Razón que, probablemente, Marías no escribiría más. Era la despedida de un autor que me ha enseñado, que incluso me ha acompañado desde la adolescencia. Posteriormente, estudié filosofía y tardíamente me he dedicado a la gran figura de Orte-ga. En esta coyuntura Marías se convirtió en un referente obligado. Sobre todo, los dos volúmenes dedicados a Ortega son imprescindibles para la comprensión del autor de las Meditaciones del Quijote, pero en general son innumerables los pasajes de su obra que permiten aclarar algún aspecto del pensamiento orteguiano. Pero, lo que echo de menos en primer lugar es al autor que, con un admirable estilo que se desvanece ante lo que narra, ha llegado a estar próximo a mí a lo largo de tantos años, siempre entretenido, siempre interesante y siempre aleccionador, aunque pudiera discrepar de él. En realidad, la coincidencia con Ortega no se limita a una metafísica, sino que se ex-tiende a la forma en que ambos entendieron la tarea de la filosofía y la importancia que en ellos tiene el acto de comunicación. Fueron intelectuales públicos atentos al mundo político y social, pero decididos a man-tener una posición independiente frente a él. Tanto la trayectoria vital de Ortega como la de Marías van paralelas a la de su país, España. En el caso de Ortega, encontramos un a escritor precoz que evolucionó lentamente a la posesión definitiva de su filosofía. Desde el principio se pueden reconocer formuladas explícitamente muchas de las tesis definiti-vas y muy poco de su pensamiento es desechado en el transcurso de su evolución. Pero entiendo que hay una posesión de su pensamiento gracias a sus propias reflexiones metafísicas de los últimos años 20 que le permitieron encontrar su formulación definiti-va. Las circunstancias españolas y europeas determinaron que Ortega pasara los últimos años más bien retirado de la vida pública y llevando a cabo la culminación de su proyec-to intelectual. Por el contrario, el pensamiento de Marías se encuentra ya muy definido en Introduc-ción a la Filosofía, que terminó en 1947 con 33 años de edad. La Antropología metafí-sica, que apareció en 1970, es importante dentro de su trayectoria, pero cuenta con un punto de partida ya muy establecido. Aun cuando tenía detrás una larga trayectoria co-mo conferenciante y publicista, el momento de mayor presencia en la sociedad española lo constituye La España Real, que marca el paso a la democracia y acompañó a los lec-tores de su generación, y de la mía, en el tránsito a una nueva sociedad. La comparación con los primeros volúmenes de El Espectador o los artículos que compondrían la Rebe-lión de las masas es relevante, pues estos trabajos escritos antes de que su autor llegara a la cincuentena constituyen el momento de mayor presencia orteguiana en la sociedad. En el caso de Marías se abría un nuevo periodo para la sociedad española, mientras que en el caso de Ortega, tanto a nivel español como europeo, se anunciaba un periodo inse-guro y negativo. La ilusión producida por el advenimiento de la República no fue nada más que un paréntesis. Lo importante es que Marías y Ortega coinciden en buscar una comprensión de la vida cotidiana desde la metafísica. Los dos formaron grandes bibliotecas con escasos recur-sos, pero a la vez los dos supieron anteponer a cualquier noticia leída la experiencia directa de su propia sociedad. Unen así el interés por la metafísica, es decir por el cono-

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cimiento último, a una gran capacidad de observar, y de comprender la vida. En general, se trata de dos cualidades distintas, una más abstracta y otra más concreta, pero se dan personalidades -empezando por Aristóteles- que son capaces de desarrollar estas dos. En el caso de nuestros filósofos la comprensión de la vida es a la vez una tarea que requiere una metodología hermenéutica para llegar a describir sus categorías y una atención a lo que realmente pasa, a la forma en que una sociedad vive, más propia de un viajero que de un filósofo moderno. Pero los dos logran que a través de sus páginas el lector llegue a comprender mejor su mundo e incluso a sí mismo. JAIME DE SALAS La mesura del pensador Vengo tratando, estudiando y siguiendo a Julián Marías desde hace medio siglo: de 1941 datan nuestros primeros contactos, convertidos luego en fructuosa amistad. Algu-na vez he referido que acudí a su hogar de recién casado cuando yo iniciaba mis estu-dios universitarios en la Central, en noviembre de ese año. Lo hice aconsejado por los parientes en cuya casa me alojaba, y a quienes unía una estrecha amistad con Lolita Franco, la joven esposa de Marías. Julián me recibió con su cordialidad característica: me trató como un hermano mayor; me proporcionó libros -la Gramática Griega de Ve-ruela, entre ellos- y me dio sanos consejos (por ejemplo, que acudiera siempre que me fuese posible a escuchar las clases que impartía aún, en el viejo caserón de San Bernar-do, don Manuel García Morente). Cuando terminé la carrera acudí de nuevo al piso del matrimonio Marías. Julián me introdujo entonces -no podía ser menos- en la lectura sistemática de Ortega; que yo hice, cada vez más fascinado, en la primera edición de sus supuestas Obras Completas: el famoso tomo (único) con pastas de color naranja. Luego, seguí a Marías en sus conferencias y en sus libros. Claro es que mi camino no era el de la Filosofía, sino el de la Historia; pero las orientaciones de Ortega y las suge-rencias e intuiciones de Marías, también en este campo, me fueron siempre utilísimas; quizá por una reconocida afinidad de temperamentos y actitudes. Por entonces -a finales de los cuarenta- estaba muy de moda el llamado «Método histórico de las generacio-nes», utilizado por Pedro Laín en una de sus obras más sugestivas, y sistematizado por Marías. Un breve pero espléndido libro de Ortega -por cierto, no incluido en el tomo de color naranja-, el curso En torno a Galileo, fijaba el concepto de «crisis histórica», defi-nido por la divergencia entre «coetaneidad» y «contemporaneidad» de generaciones preclaras. Cuando yo hice mis primeras y frustradas oposiciones a cátedra, en 1953, mi lección magistral, titulada El Renacimiento como crisis histórica, debía mucho, si no todo, al legado de Ortega a través de Marías. Un deslumbrante libro de Julián, publicado hace pocos años -España inteligible-, coin-cide plenamente con los conceptos desarrollados por mí durante largos años cuando explicaba -en la cátedra que gané por fin en 1957- Historia General de España en la Universidad de Barcelona. El concepto de España como «proyecto», que a lo largo de nuestro Medioevo supone una lucha multisecular (la Reconquista), para «seguir siendo España»; la realidad de una España anterior al brote de las nacionalidades peninsulares, surgidas de esa misma lucha, venían a reforzar aquello sobre lo que -tanto en Barcelona como en Madrid, en mi cátedra como en mis libros y artículos- me he esforzado siempre en clarificar: esto es, que España «no es simplemente un Estado plurinacional» -como

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tanto se repite hoy-, sino «una nación de naciones»; y que la proyección de España, a partir del Renacimiento, en el vasto continente americano que ella había descubierto, esto es, el alumbramiento de las Españas de Ultramar, fue la «culminación universalis-ta» del viejo «proyecto peninsular». La visión histórica de Marías está matizada, a mi entender, por tres matizaciones sustan-tivas: Primera, un apasionado sentir de lo español -lo español castellano, sobre todo-. Ese apa-sionado sentir, que a veces es, como en el verso de Garcilaso, «dolorido sentir», se nos hace presente, casi día a día -yo diría que pedagógicamente- en sus artículos de prensa: es un apasionado sentir que busca forma, luminosamente, en la obra cumbre cervantina y que se traduce en la exigencia de una impregnación española del cuadro europeo y en la referencia, ineludible, a lo español americano. La segunda matización en la visión histórica de Marías -matización que por lo demás preside su obra toda- es el constante empeño de introducir claridad y sensatez en «la desmesura carpetovetónica». Como expresión de lo disparatadamente «desmesurado» (o «exagerado»), ha definido Marías, en uno de sus luminosos ensayos, la lamentable crisis en que se forjó nuestra guerra civil. En «lo desmesurado» se resume no pocas veces el juicio adverso que de su historia próxima, o de su propio presente, ha hecho el español contemporáneo. Al denunciar la «desmesura», Marías ha podido salvar, poniendo luz en la confusión, parcelas nada despreciables de nuestra historia, como la Restauración ca-novista y la España entre dos siglos. La tercera matización es una reacción, yo diría que instintiva, contra determinadas es-cuelas historiográficas muy en boga hace pocos años: las de cuño marxista, atenidas exclusivamente a los condicionantes económicos; o las que pretenden convertir la histo-ria en pura estadística o en cuestión de ordenadores. La reacción de Marías apela a lo que es sustancial en la Historia: el protagonismo del hombre en toda su realidad; la vir-tualidad del individuo diferenciado en el acontecer histórico. Es como una valiente pro-clama a favor de lo que yo alguna vez he llamado «escuela humanista». Pero esta última matización, este último rasgo, es como una afirmación más de la pro-porción, el equilibrio, el «seny» característicos de Marías. El «seny», expresión catala-na, tiene su equivalente castellano, más que en la palabra «sensatez» en esta otra: «me-sura». La mesura, cualidad casi insólita en el español medio, es, quizá, lo que mejor define a Julián Marías: al hombre, al pensador, al escritor. Ésa es su gran lección, la que nos ha dado a todos, la que espero que desde su obra siga dando a las nuevas generacio-nes españolas, que son, cuando menos, nuestra gran esperanza, pero también nuestra gran preocupación. CARLOS SECO SERRANO ABC, 16 de diciembre de 2005

JULIAN MARIAS

Instituciones sociales 05/10/1976

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En una Constitución del siglo XX, que no fuese un calco de las antiguas, que tuviese presente lo que es la sociedad a diferencia del Estado, debería haber lugar para institu-ciones sociales (y no estatales, menos aún «políticas»). Las únicas instituciones sociales que son reconocidas son las privadas -por ejemplo, las empresas-, y para eso es curioso ver la hostilidad que suscitan cuando muestran su carácter institucional, sobre todo si las acompaña alguna originalidad. Las llamadas «multinacionales» (quizá mejor «trasna-cionales»), aparte de la consigna general contra ellas y de los abusos que ocasionalmen-te puedan cometer, son miradas con ojeriza por muchos que tropiezan con algo nuevo, original y que no se reduce a lo ya sabido.Sería menester la inclusión deliberada de ins-tituciones sociales públicas. Si los historiadores miraran desde este punto de vista el pasado, encontrarían que la historia europea está llena de ellas, aunque no se llamasen así. Y que a ellas se debe buena parte de lo interesante y creador que se ha hecho duran-te siglos. La misma Iglesia, considerada temporalmente; las órdenes religiosas; los anti-guos gremios y gildas; durante mucho tiempo, la Mesta: las hermandades de labradores, las escuelas y Universidades medievales, y buena parte de las de la Edad Moderna, las Academias, desde el Renacimiento, los colegios profesionales; la multitud de organiza-ciones que ha regulado la navegación -y, por cierto, de manera trasnacional o suprana-cional- la pesca, el comercio marítimo, consulados del Mar o como se llamasen. Todo esto ha sido absorbido, más o menos plenamente, por el Estado en los países europeos sometido a reglamentos dictados por un ministro o un parlamento, según los casos, ad-ministrado por funcionarios, sujeto a los vaivenes de la política, a las tensiones del par-tidismo.

Me pregunto si es necesario o conveniente. Si no urge devolver a la sociedad la nación tenían en las habla mucho de «descentralización» entendiendo por ello devolver a las regiones una parte considerable de lo que en los últimos tiempos ha sido misión del Po-der central. Pero se entiende por esto una fragmentación del Estado, una multiplicación de él, nunca una devolución de funciones a las sociedades particulares que integran la Nación. La forma más eficaz de descentralización sería la socialización de lo estatal, en la medida de lo posible. Pero la confusión terminológica es tal, que suele llamarse «so-cialización» o «nacionalización» a la operación inversa: aquella por la cual se pone en manos del Estado lo que todavía la sociedad, la nación tenían en las suyas. Una de las ventajas principales de la Monarquía es proporcionaral país algo que no se pone en cuestión, lo cual permite, sin demasiado riesgo, poner en cuestión casi todo lo demás. (Y digo casi porque la política no puede poner en cuestión las cosas que son previas a ella y más profundas, por ejemplo, la realidad misma del país; esto sólo lo hace la polí-tica totalitaria, que, precisamente, es la supresión de la política, si se quiere aplicar, in-virtiéndola, la famosa frase de Clausewitz, «la guerra -civil- con otros medios».) Ese marco de referencia «dentro» del cual acontecen los cambios, permite que estos sean amplísimos y profundos, y da a las monarquías una capacidad de transformación muy grande. Cuando un país tiene un régimen determinado, y no se trata de una imposición, aun en el caso de que no se haya llegado a él por vías enteramente libres de presiones, parece aconsejable sacar el máximo partido posible de sus posibilidades y virtudes, re-ducir al mínimo sus limitaciones o para finalmente, de lograr que tenga un máximo de legitimidad social, que roce del consenso mayoritario.

La Monarquía puede ser el instrumento de la estabilidad social y, al mismo tiempo de la flexibilidad que pertenece a las variaciones sociales, frente a las legales. Una ley se puede cambiar de la noche a la mañana, tal vez por el capricho de un ministro; un uso social. por ejemplo el uso del «tú» y el «usted» es mucho más seguro y estable; pero

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para que la ley cambie hace falta una decisión de gobierno, que puede tardar años en producirse mientras que el uso cambia constantemente, está en perpetua fluidez, admite innumerables grados, matices, excepciones, ensayos, rectificaciones.

Pienso en los aspectos de la vida nacional que no deben estar a merced de la política, de los partidos, menos aún del partidismo. El tesoro artístico, por ejemplo; el conjunto de creaciones centenarias que constituyen el patrimonio nacional -sin mayúsculas institu-cionales y burocráticas-; no estoy seguro de que su administración deba estar en manos del Gobierno; creo más bien, que debería ejercerla la sociedad, asesorada por los hom-bres de prestigio y competencia acreditados. ¿No podría corresponder al Rey la presi-dencia, coordinación, inspiración de instituciones al margen de los cambios políticos, de las oscilaciones que debe haber en la política, que deben mantener una continuidad viva, ágil, sin rupturas ni bandazos? Lo mismo habría que decir del conjunto del patrimonio histórico y cultural de la nación, aunque no tenga tan inmediata realidad material como las ciudades, los edificios, las esculturas, los cuadros. La lengua española y las demás lenguas de España, la literatura, la historia, la investigación, todo eso forma parte de la realidad del paísy no puede ser objeto de tratamiento directamente político. Las Acade-mias han sido, desde su fundación. «Reales», patrocinadas por los reyes, dotadas de exenciones y privilegios, en alguna medida, fomentadas por ellos pero veo con inquie-tud que dependan del ministro de Instrucción Pública o de Educación o como se llame en cada temporada, como sucede desde el siglo XIX, que estén en sus manos, que su existencia y su estructura estén condicionadas por la mayor o menor discrección o por los compromisos políticos del titular.

Podrían existir Consejos formados por las personas de mayor prestigalo en la nación -y esto suele querer decir también fuera de ella-, destinados a asesorar al Rey (y no a enca-denarlo), coordinados por él, que constituyeran un amplio organismo social encargado de estimular y regular la vida de los estratos más profundos del país, aquellos de que se nutre todo lo demás. Y el Rey podría asociar a esta empresa no estrictamente política- no de gobierno, a las personas más relevantes, sin excluir a la más próxima y elevada, cuya ausencia de la vida nacional es ya de por sí una tremenda injusticia y una dificultad insuperable para la estabilización dinámica de la nación.

Y no es esto todo. He hablado hasta ahora como si la realidad de España terminara en sus fronteras nacionales. En ellas concluye, ciertamente, la función del Estado, el poder del Gobierno. Pero la sociedad española ya más allá, y tiene que actuar hasta donde se extienden sus propios límites. La sociedad española es una de las sociedades hispánicas. Solamente una de las que, en otro tiempo, se llamaron «las Españas».

Introducción a La Rebelión de la masas*

JULIÁN MARÍAS *

La rebelión de las masas es el libro mas famoso de Ortega, y aun de la lengua española en el siglo XX. Pero muy pronto rebasó los límites del español, y ha sido traducido a casi todas las lenguas importantes y a muchas que no lo son. En algunas de ellas se ha difundido en cientos de miles de ejemplares. Cuando apareció en inglés, el Atlantic Monthly escribió: “Lo que el Contrat social de Rousseau fue para el siglo XVIII y Das Kapital de Karl Marx para el XIX,

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debería ser La rebelión de las masas del señor Ortega para el siglo XX”. Este pequeño libro se ha convertido en uno de los grandes libros de nuestro tiempo. Se publicó por primera vez en 1930, hace ahora cuarenta y cinco años; a diferencia de los libros de moda, su vitalidad no ha hecho sino crecer. Envidiable destino el de este libro afortunado, casi increíble si se piensa que es un libro español.

Y sin embargo, hay que preguntarse en serio si su destino ha sido enteramente envidiable; porque un libro de pensamiento, de teoría, se escribe para ser entendido, y no es seguro que La rebelión de las masas se haya entendido bien. Los malentendidos surgieron pronto, se han acumulado con el tiempo, se han solidificado como un muro no enteramente transparente, acaso sólo traslúcido, que ha estorbado la lectura a las generaciones siguientes. Ha llamado excesivamente la atención sobre sí; quiero decir, la fama de este libro ha hecho que se lo tome aislado, separado del conjunto de la obra de Ortega, en la cual se encuentran sus raíces y su última justificación. En el caso de los lectores de muchas len-guas, este es el único libro de Ortega disponible, y no pueden recurrir al resto de su obra.

El título es ya fulgurante —y fue uno de los factores de su éxito inicial—; pero, como tantas veces en Ortega, es tan brillante que invita a contentarse con él, a no leer la obra, a creer que basta con el título para saber lo que el autor piensa. En 1937 y 1938 añadió Ortega a su libro un “Prólogo para franceses” y un “Epílogo para ingleses”, que evidentemente intentaban orientar a los lectores. Hacia 1950 andaba pensando en una segunda parte que se titularía Veinte años después.

Por esas fechas, cuando empecé a presentar este pensamiento a personas de otras lenguas, di algunas conferencias con el título: “El trasfondo filosófico de La rebelión de las masas”. Es claro que este libro trata de una cuestión muy precisa y limitada, y es sólo un capítulo de la sociología de Ortega; pero esta, a su vez, es su teoría de la vida colectiva, es decir, un capitulo de su teoría general de la vida humana o metafísica. Si se aísla el texto de su contexto, la intelección no puede ser plena. Pero ni siquiera los que han dispuesto de él han solido comprender bien este libro famoso. Quizá haya alguna otra razón suplementaria, que compense la claridad casi deslumbrante de este libro.

La rebelión de las masas se publicó en forma de libro en 1930, pero su contenido había sido anticipado en artículos y conferencias algunos años antes, como Ortega recuerda en una nota. En 1937, en el “Prólogo para franceses”, advierte los cambios que se han producido, sobre todo los que afectan a los primeros capítulos, y dice: “El lector debería, al leerlos, retrotraerse a los años 1926-1928”. Es decir, si mis cálculos generacionales son rectos, este libro pertenece a la zona de fechas 1916-1931. Una época intelectualmente espléndida, de la cual seguimos viviendo; de admirable porosidad, que dio fama instantánea a escritores de primera calidad —lo que es asombroso—: Proust, Kafka, Mann, Rilke, Scheler, Heidegger, Joyce, Wilder, Faulkner, Pirandello, Valéry, Unamuno, Ramón Gómez de la Serna... Esto hizo posible la resonancia inmediata de este libro español.

Pero apenas se había secado la tinta de la imprenta, coincidiendo con las primeras traducciones, se produce hacia 1931 un cambio de generación. El libro nació en una,

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pero vivió desde la cuna en otra bien distinta: en una época de politización. Es decir, un tiempo en que todo —lo político y lo que no lo es— se toma políticamente, y como si fuera político, en que todo se reduce a esa “única cuestión” de averiguar si algo o alguien es de “derecha o de izquierda”. En España, la politización superficial había empezado ya, hacia 1929, en las luchas con la Dictadura de Primo de Rivera; la profunda no había comenzado aún, como muestra la forma pacífica del advenimiento de la República, la artificialidad de las primeras violencias menores, bien distintas de las que aparecen hacia 1933-34, que es cuando realmente se politiza la sociedad española (no tal o cual grupo minoritario). Es el tiempo en que los comunistas alemanes deshacen el Centro y, sobre todo, la social-democracia y dejan el camino abierto a los nacionalistas extremos y, sobre todo, a Hitler, que ocupará el poder a comienzos de 1933. Análogas explosiones de fanatismo y violencia ocurren en las demás sociedades europeas, donde el sentido nacional va cediendo frente a una nueva “lealtad”, la partidista, con lo cual la Guerra Mundial de 1939-45 se desdoblará en una serie de guerras civiles, manifiestas o larvadas, de “quislings” y “quintas columnas”, fenómeno desconocido en la primera guerra.

Esto hizo que La rebelión de las masas fuese entendida políticamente, es decir, no fuese bien entendida. En la primera página, Ortega advertía que convenía evitar dar a sus expresiones “un significado exclusiva o primariamente político”. Y agregaba “La vida pública no es sólo política sino a la par y aun antes, intelectual, moral, económica, religiosa; comprende los usos todos colectivos e incluye el modo de vestir y el modo de gozar”. En 1937 tiene que aclarar con mayor energía. “Ni este volumen ni yo somos políticos. El asunto de que aquí se habla es previo a la política y pertenece a su subsuelo.” Y, ya con malhumor: “Ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil; ambas, en efecto, son formas de la hemiplejia moral.” Y todavía agregaba que, para aumentar la confusión, “hoy las derechas prometen revoluciones y las izquierdas proponen tiranías”.

¿Es que La rebelión de las masas no tiene que ver con la política? Claro que sí, y su significación política es mucho mayor hoy que la de casi todos los libros de política del último medio siglo; pero esto es así por haber tomado los problemas políticos en su raíz social, a un nivel más profundo que el de la política. Gran mayoría de los lectores de La rebelión han tenido una óptica políticamente condicionada, y en rigor no han leído más que lo que en este libro tiene una significación política directa; lo cual quiere decir que su lectura ha sido parcial, incompleta, insuficiente, y a última hora políticamente insuficiente.

El pensamiento de Ortega es sistemático, aunque sus escritos no suelan serlo; los he comparado a icebergs, de los cuales emerge la décima parte, de manera que sólo se puede ver su realidad íntegra buceando. Es cierto que Ortega da suficientes indicaciones para que esta operación pueda ser realizada, pero hay que realizarla, es decir, no se puede leer a Ortega pasivamente y sin esfuerzo, sin cooperación. Su método fue “la involución del libro hacia el diálogo”; tenía presente al lector, pero esto obliga a leer en actitud activa y dialogante. Han pasado tres generaciones justas desde que Ortega publicó su libro; estamos, homólogamente, al final de un período generacional, exactamente como en 1930; si no me engaño, en 1976 se iniciará una nueva “zona de fechas” y con ella otra variedad humana, por lo menos occidental —y claro es que esta

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condicionará el mundo en su conjunto—. Quisiera llamar la atención sobre el propósito y el contenido de este libro, y preguntarme qué ha pasado con él tres generaciones más tarde, cuando son hombres maduros, lindantes con la vejez, los que fueron juveniles lectores de La rebelión de las masas.

La última página de este libro enuncia una cuestión más importante aún que el tema central: “¿qué insuficiencias radicales padece la cultura europea moderna?”. Y Ortega concluye: “Mas esa gran cuestión tiene que permanecer fuera de estas páginas, porque es excesiva. Obligaría a desarrollar con plenitud la doctrina sobre la vida humana que, como un contrapunto, queda entrelazada, insinuada, musitada, en ellas. Tal vez pronto pueda ser gritada.”

No se me escapó la frase que he subrayado, cuando leí por primera vez este libro, un par de años después de su publicación. Ortega renunciaba a desarrollar esa doctrina “con plenitud”, pero advertía que allí estaba presente; conociéndolo, podía asegurarse que estaba lo bastante presente. Vamos a verlo.

Compara Ortega una modesta actividad humana, comprar, en el siglo XVIII y en el XX; la analiza en su detalle, observa que la actividad de comprar concluye en decidirse por un objeto, es una elección, y esta empieza por darse cuenta de las posibilidades que ofrece el mercado. Y a continuación nos da este párrafo de estricta filosofía original:

“Cuando se habla de nuestra vida, suele olvidarse esto, que me parece esencialísimo: nuestra vida es en todo instante, y antes que nada, conciencia de lo que nos es posible. Si en cada momento no tuviéramos delante más que una sola posibilidad, carecería de sentido llamarla así. Sería más bien pura necesidad. Pero ahí está: este extrañísimo hecho de nuestra vida posee la condición radical de que siempre encuentra ante sí varias salidas, que por ser varias adquieren el carácter de posibilidades entre las que hemos de decidir. (En nota: En el peor caso, y cuando el mundo pareciera reducido a una única salida, siempre habría dos: ésa y salirse del mundo. Pero la salida del mundo forma parte de éste, como de una habitación la puerta.) Tanto vale decir que vivimos como decir que nos encontramos en un ambiente de posibilidades determinadas. A este ámbito suele llamarse “las circunstancias”. Toda vida es hallarse dentro de la “circunstancia” o mundo. Porque este es el sentido originario de la idea “mundo”. Mundo es el repertorio de nuestras posibilidades vitales. No es, pues, algo aparte y ajeno a nuestra vida, sino que es su auténtica periferia. Representa lo que podemos ser; por lo tanto, nuestra potencialidad vital. Esta tiene que concretarse para realizarse, o, dicho de otra manera, llegamos a ser sólo una parte mínima de lo que podemos ser. De ahí que nos parezca el mundo una cosa tan enorme, y nosotros, dentro de él, una cosa tan menuda. El mundo o nuestra vida posible es siempre más que nuestro destino o vida efectiva.”

Y después de mostrar desde ahí, desde esa doctrina, el cambio reciente, concluye introduciendo un tema que parece de hoy, pero que está ya en 1930: “No quiero decir con lo dicho que la vida humana sea hoy mejor que en otros tiempos. No he hablado de la cualidad de la vida presente, sino sólo de su crecimiento, de su avance cuantitativo o potencial.” Y la doctrina filosófica continúa:

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“La vida, que es, ante todo, lo que podemos ser, vida posible, es también, y por lo mismo, decidir entre las posibilidades lo que en efecto vamos a ser. Circunstancia y decisión son los dos elementos radicales de que se compone la vida. La circunstancia —las posibilidades— es lo que de nuestra vida nos es dado e impuesto. Ello constituye lo que llamamos el mundo. La vida no elige su mundo, sino que vivir es encontrarse desde luego en un mundo determinado e incanjeable: éste de ahora. Nuestro mundo es la dimensión de fatalidad que integra nuestra vida. Pero esta fatalidad no se parece a la mecánica. No somos disparados sobre la existencia como la bala de un fusil, cuya trayectoria está absolutamente predeterminada. La fatalidad en que caemos al caer en este mundo —el mundo es siempre éste, éste de ahora— consiste en todo lo contrario. En vez de imponernos una trayectoria, nos impone varias y, consecuentemente, nos fuerza... a elegir. ¡Sorprendente condición la de nuestra vida! Vivir es sentirse fatalmente forzado a ejercitar la libertad, a decidir lo que vamos a ser en este mundo. Ni un solo instante se deja descansar a nuestra actividad de decisión. Inclusive cuando desesperados nos abandonamos a lo que quiera venir, hemos decidido no decidir.”

“Es, pues, falso decir que en la vida ‘deciden las circunstancias’. Al contrario: las circunstancias son el dilema, siempre nuevo, ante el cual tenemos que decidirnos. Pero el que decide es nuestro carácter”.

“Todo esto vale también para la vida colectiva. También en ella hay, primero, un horizonte de posibilidades, y luego, una resolución que elige y decide el modo efectivo de la existencia colectiva. Esta resolución emana del carácter que la sociedad tenga, o, lo que es lo mismo, del tipo de hombre dominante en ella”.

“Por lo pronto somos aquello que nuestro mundo nos invita a ser, y las facciones fundamentales de nuestra alma son impresas en ella por el perfil del contorno como por un molde. Naturalmente, vivir no es más que tratar con el mundo. El cariz general que él nos presente será el cariz general de nuestra vida”.

“No es cosa —dice Ortega— de lastrar este ensayo con toda una metafísica de la historia. Pero claro es que lo voy construyendo sobre el cimiento subterráneo de mis convicciones filosóficas expuestas o aludidas en otros lugares. No creo en la absoluta determinación de la historia. Al contrario, pienso que toda vida y, por lo tanto, la histórica, se compone de puros instantes, cada uno de los cuales está relativamente indeterminado respecto al anterior, de suerte que en él la realidad vacila, piétine sur place, y no sabe bien si decidirse por una u otra entre varias posibilidades. Este titubeo metafísico proporciona a todo lo vital esa inconfundible cualidad de vibración y estremecimiento.” “Todo, todo es posible en la historia, lo mismo el progreso triunfal e indefinido que la periódica regresión. Porque la vida, individual o colectiva, personal o histórica, es la única entidad del universo cuya sustancia es peligro. Se compone de peripecias. Es, rigurosamente hablando, drama”.

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¿No empieza a ser sorprendente cuánta doctrina filosófica rigurosa está expresa en La rebelión de las masas? ¿No empieza el lector a sentirse asombrado de que entre los innúmeros comentarios que tal libro ha suscitado apenas alguno lo haya puesto con conexión con estas ideas que son su efectivo origen? ¿No se siente una alarma al pensar si se habrá podido entender? Pues bien, Ortega escribe, a continuación de las palabras que acabo de copiar, la siguiente nota:

“Ni que decir tiene que casi nadie tomará en serio estas expresiones, y los mejor intencionados las entenderán como simples metáforas, tal vez conmovedoras. Sólo algún lector lo bastante ingenuo para no creer que sabe ya definitivamente lo que es la vida, o por lo menos lo que no es, se dejará ganar por el sentido primario de estas frases y será precisamente el que —verdaderas o falsas— las entienda. Entre los demás reinará la más efusiva unanimidad, con esta única diferencia: los unos pensarán que, hablando en serio, vida es el proceso existencial de un alma, y los otros, que es una sucesión de reacciones químicas. No creo que mejore mi situación ante lectores tan herméticos resumir toda una manera de pensar diciendo que el sentido primario y radical de la palabra vida aparece cuando se la emplea en el sentido de biografía, y no en el de biología. Por la fortísima razón de que toda biología es, en definitiva, sólo un capítulo de ciertas biografías, es lo que en su vida (biografiable) hacen los biólogos. Otra cosa es abstracción, fantasía y mito.” Y de esta estructura biográfica o biografiable de la vida humana se desprende una consecuencia decisiva: “Es el porvenir quien debe imperar sobre el pretérito, y de él recibimos la orden para nuestra conducta frente a cuanto fue”.

Ese carácter programático y dramático del hombre, ese “titubeo metafísico” —espléndida expresión que no sé si Ortega usó otras veces— frente a la circunstancia, lleva a los temas del esfuerzo y la autenticidad “Toda vida es la lucha, el esfuerzo por ser sí misma. Las dificultades con que tropiezo para realizar mi vida son precisamente lo que despierta y moviliza mis actividades, mis capacidades. Si mi cuerpo no me pesase, yo no podría andar. Si la atmósfera no me oprimiese, sentiría mi cuerpo como una cosa vaga, fofa, fantasmática.” “No es que no se deba hacer lo que le dé a uno la gana; es que no se puede hacer sino lo que cada cual tiene que hacer, tiene que ser. Lo único que cabe es negarse a hacer eso que hay que hacer; pero esto no nos deja en franquía para hacer otra cosa que nos dé la gana. En este punto poseemos sólo una libertad negativa de albedrío —la voluntad—. Podemos perfectamente desertar de nuestro destino más auténtico; pero es para caer prisioneros en los pisos inferiores de nuestro destino.”

Ortega introduce un concepto que merecería retenerse y ponerse al lado de la distinción leibniziana entre las vérites de raison y las vérités de fait: la verdad de destino. Y aclara: “Las verdades teóricas no sólo son discutibles, sino que todo su sentido y fuerza están en ser discutidas; nacen de la discusión, viven en tanto se discuten y están hechas exclusivamente para la discusión. Pero el destino —lo que vitalmente se tiene que ser o no se tiene que ser— no se discute, sino que se acepta o no. Si lo aceptamos, somos auténticos; si no lo aceptamos, somos la negación, la falsificación de nosotros mismos. El destino no consiste en aquello que tenemos gana de hacer; más bien se reconoce y muestra su claro, rigoroso perfil en la conciencia de tener que hacer lo que no tenemos ganas.” Y todavía, por si no estuviera claro, en nota: “Envilecimiento, encanallamiento, no es otra cosa que el modo de vida que le queda al que se ha negado a ser el que tiene que ser. Este su auténtico ser no muere por eso, sino que se convierte en sombra

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acusadora, en fantasma, que le hace sentir constantemente la inferioridad de la existencia que lleva respecto a la que tenía que llevar. El envilecido es el suicida superviviente”.

La consecuencia es la farsa, el desarraigo en el sentido más literal. “Vidas sin peso y sin raíz” —dice Ortega en 1930, no se olvide la fecha— déracinées de su destino, que se dejan arrastrar por la más ligera corriente. “Es la época de las ‘corrientes’ —añade— y del ‘dejarse arrastrar’.” Y esto no es una “ocurrencia”, algo dicho de pasada, sino el núcleo de la idea orteguiana de la vida. Por eso dice poco más adelante: “El día que vuelva a imperar en Europa una auténtica filosofía —única cosa que puede salvarla— se volverá a caer en la cuenta de que el hombre es, tenga de ello ganas o no, un ser constitutivamente forzado a buscar una instancia superior.” Pero la memoria —y sobre todo la memoria española— es tan flaca, que a veces se esgrimen contra Ortega, al cabo de unos años, sus propias ideas. Las cuales tienen, y en el mismo texto, un desarrollo explícito y expreso:

“La vida humana, por su naturaleza propia, tiene que estar puesta a algo, a una empresa gloriosa o humilde, a un destino ilustre o trivial. Se trata de una condición extraña, pero inexorable, escrita en nuestra existencia. Por un lado, vivir es algo que cada cual hace por sí y para sí. Por otro lado, si esa vida mía, que sólo a mí me importa, no es entregada por mí a algo, caminará desvencijada, sin tensión y sin ‘forma’. Estos años asistimos al gigantesco espectáculo de innumerables vidas humanas que marchan perdidas en el laberinto de sí mismas por no tener a qué entregarse. Todos los imperativos, todas las órdenes, han quedado en suspenso. Parece que la situación debía ser ideal, pues cada vida queda en absoluta franquía para hacer lo que le venga en gana, para vacar a sí misma. Lo mismo cada pueblo. Europa ha aflojado su presión sobre el mundo. Pero el resultado ha sido contrario a lo que podía esperarse. Librada a sí misma, cada vida se queda en sí misma, vacía, sin tener qué hacer. Y como ha de llenarse con algo, se finge frívolamente a sí misma, se dedica a falsas ocupaciones, que nada íntimo, sincero, impone. Hoy es una cosa; mañana, otra, opuesta a la primera. Está perdida al encontrarse sola consigo. El egoísmo es laberíntico. Se comprende. Vivir es ir disparado hacia algo, es caminar hacia una meta. La meta no es mi caminar, no es mi vida; es algo a que pongo ésta y que por lo mismo está fuera de ella, más allá. Si me resuelvo a andar sólo por dentro de mi vida, egoístamente, no avanzo, no voy a ninguna parte; doy vueltas y revueltas en un mismo lugar. Esto es el laberinto, un camino que no lleva a nada, que se pierde en sí mismo, de puro no ser más que caminar por dentro de sí”.

Esta doctrina se completa con los pasos rigurosamente exigidos para que el lector pueda orientarse y saber a qué atenerse. Es decir, hay un método. “La imaginación —escribe Ortega— es el poder liberador que el hombre tiene”. “Lo esencialmente confuso, intrincado, es la realidad vital concreta, que es siempre única.” “Porque la vida es por lo pronto un caos donde uno está perdido. El hombre lo sospecha; pero le aterra encontrarse cara a cara con esa terrible realidad y procura ocultarla con un telón fantasmagórico, donde todo está muy claro. Le trae sin cuidado que sus ‘ideas’ no sean verdaderas; las emplea como trincheras para defenderse de su vida, como aspavientos para ahuyentar la realidad. El hombre de cabeza clara es el que se liberta de esas ‘ideas’ fantasmagóricas y mira de frente a la vida, y se hace cargo de que todo en ella es problemático, y se siente perdido. Como esto es la pura verdad —a saber, que vivir es

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sentirse perdido—, el que lo acepta ya ha empezado a en-contrarse, ya ha comenzado a descubrir su auténtica realidad, ya está en lo firme. Instintivamente, lo mismo que el náufrago, buscará algo a que agarrarse, y esa mirada trágica, perentoria, absolutamente veraz, porque se trata de salvarse, le hará ordenar el caos de su vida. Estas son las únicas ideas verdaderas: las ideas de los náufragos. Lo demás es retórica, postura, íntima farsa. El que no se siente de verdad perdido se pierde inexorablemente; es decir, no se encuentra jamás, no topa nunca con la propia realidad.”

Esta teoría de la vida humana culmina en la conexión entre el hacer dramático, que no es mera actividad, y el futuro. “Quiérase o no —dice Ortega—, la vida humana es constante ocupación con algo futuro. Desde el instante actual nos ocupamos del que sobreviene. Por eso vivir es siempre, siempre, sin pausa ni descanso, hacer. ¿Por qué no se ha reparado en que hacer, todo hacer, significa realizar un futuro? Inclusive cuando nos entregamos a recordar. Hacemos memoria en este segundo para lograr algo en el inmediato, aunque no sea más que el placer de revivir el pasado. Este modesto placer solitario se nos presentó hace un momento como un futuro deseable; por eso lo hacemos. Conste, pues; nada tiene sentido para el hombre sino en función del porvenir.” Y aún subraya en una nota: “Según esto, el ser humano tiene irremediablemente una constitución futurista; vive ante todo en el futuro y del futuro.”

¿Será posible? Si se presentase esta serie de textos juntos a los innumerables lectores de La rebelión de las masas, ¿cuantos entre ellos sabrían que proceden de este libro? ¿Cuántos se han enterado de ellos, han leído la doctrina sociológica y política como algo que emerge de la visión filosófica que en estas páginas se encierra y que es su justificación? No se tenga la menor duda: el que no tiene presente la doctrina que acabo de reunir y recordar no ha leído La rebelión de las masas. Esta introducción quisiera ser una invitación a su lectura íntegra y en serio.

El que Ortega parta de una doctrina filosófica no es azaroso ni secundario. La única cosa que puede salvar a Europa, ha dicho, es que vuelva a imperar en ella una auténtica filosofía. La única, repárese bien en ello —y calcúlese en qué trance ha de estar ahora, en 1975—. Sólo un saber radical puede superar los problemas radicales —de radical desorientación— que afectan a la vida humana, individual y colectiva. Pero la filosofía tiene una singular independencia, una extraña “falta de necesidades”.

“La filosofía no necesita ni protección, ni atención, ni simpatía de la masa. Cuida su aspecto de perfecta inutilidad, y con ello se liberta de toda supeditación al hombre medio. Se sabe a sí misma, por esencia, problemática, y abraza alegre su libre destino de pájaro del Buen Dios, sin pedir a nadie que cuente con ella, ni recomendarse, ni defenderse. Si a alguien, buenamente, le aprovecha para algo, se regocija por simple simpatía humana; pero no vive de ese provecho ajeno, ni lo premedita, ni lo espera. ¿Cómo va a pretender que nadie la tome en serio, si ella comienza por dudar de su propia existencia, si no vive más, que en la medida en que se combata a sí misma, en que se desviva a sí misma?”

Y, subrayando esa independencia, continúa: “Para que la filosofía impere no es menester que los filósofos imperen —como Platón quiso primero—, ni siquiera que los

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emperadores filosofen —como quiso, más modestamente, después—. Ambas cosas son, en rigor, funestísimas. Para que la filosofía impere, basta con que la haya; es decir, con que los filósofos sean filósofos. Desde hace casi una centuria los filósofos son todo menos eso, son políticos, son pedagogos, son literatos o son hombres de ciencia”.

Esto lleva a Ortega a formular, aunque brevemente y casi de pasada, una teoría del conocimiento, del concepto, de la razón, en suma, que “hubiera irritado a un griego”. “Porque el griego creyó haber descubierto en la razón, en el concepto, la realidad misma. Nosotros, en cambio, creemos que la razón, el concepto, es un instrumento doméstico del hombre, que éste necesita y usa para aclarar su propia situación en medio de la infinita y archiproblemática realidad que es su vida. Vida es lucha con las cosas para sostenerse entre ellas. Los conceptos son el plan estratégico que nos formamos para responder a su ataque. Por eso, si se escruta bien la entraña última de cualquier concepto, se halla que no nos dice nada de la cosa misma, sino que resume lo que un hombre puede hacer con esa cosa o padecer de ella. Esta opinión taxativa, según la cual el contenido de todo concepto es siempre vital, es siempre acción posible, o padecimiento posible de un hombre, no ha sido hasta ahora, que yo sepa, sustentada por nadie; pero es, a mi juicio, el término indefectible del proceso filosófico que se inicia con Kant. Por eso, si revisamos a su luz todo el pasado de la filosofía hasta Kant, nos parecerá que en el fondo todos los filósofos han dicho lo mismo. Ahora bien: todo el descubrimiento filosófico no es más que un descubrimiento y un traer a la superficie lo que estaba en el fondo”.

Esta es la teoría de la razón vital, descubierta por Ortega en 1914, lentamente desarrollada y puesta en práctica a lo largo de toda su obra, formulada inequívocamente en La rebelión de las masas, con clara conciencia de que no ha sido sustentada por nadie. Y todavía cuarenta y cinco años después puede decirse que no ha sido pensada por nadie que no sea del linaje filosófico de Ortega. Estas ideas, y sólo ellas, hacen posible este tan famoso libro.

Cuando se relee ahora La rebelión de las masas, no se comprende que se escribiera hace cuarenta y cinco años; parece que describe y analiza la situación del mundo de hoy —o acaso de mañana—. El primer capítulo se titula “El hecho de las aglomeraciones”. Todo está lleno. El lector se pregunta: ¿en 1930? ¿No es ahora cuando lo está? “Vivimos en sazón de nivelaciones —escribe Ortega—: se nivelan las fortunas, se nivela la cultura entre las distintas clases sociales, se nivelan los sexos”; y agrega: “También se nivelan los continentes.” Hoy miramos a aquellos años como la época en que no pasaban esas cosas, por oposición a la nuestra; Ortega vio ya que estaban pasando. Por otra parte, advertía: “Europa no se ha americanizado. No ha recibido aún influjo grande de América. Lo uno y lo otro, si acaso, se inician ahora mismo”.

El hecho característico, el más importante de la vida europea, es “el advenimiento de las masas al pleno poderío social”. “Las minorías son individuos o grupos de individuos especialmente cualificados. La masa es el conjunto de personas no especialmente cualificadas. No se entienda, pues, por masas sólo ni principalmente ‘las masas obreras’. Masa es ‘el hombre medio’”. No se trata, pues, de clases sociales, ni siquiera de grupos sociales permanentes; se trata de funciones. Quiero decir que todos los hombres

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pertenecen, en principio, a la masa, en cuanto no están especialmente cualificados, y sólo emergen de ella para ejercer una función minoritaria cuando tienen tal o cual competencia o cualificación pertinente, después de lo cual se reintegran a la masa. Precisamente uno de los temas capitales de este libro es el de la “barbarie del especialismo”, aquella en virtud de la cual el hombre cualificado en un campo particular se comporta fuera de él como si tuviera competencia y autoridad, y no como uno de tantos, necesitado de seguir las orientaciones de los real-mente cualificados. Con lo cual queda dicho que una cosa es la masa —ingrediente capital de toda sociedad— y otra el hombre-masa —que puede no existir, porque es una enfermedad o dolencia que a veces sobreviene a las sociedades.

El hombre selecto o de la minoría no es el petulante que se cree superior a los demás, sino el que se exige más. No se trata de clases sociales, sino de clases de hombres. Se ha producido un enorme crecimiento de la vida: las masas ejercen muchos repertorios vitales que antes pare-cían reservados a las minorías; las posibilidades se han ampliado fabulosamente. Pero esto ha introducido la improvisación: se han lanzado al escenario histórico oleadas de hombres a los que no se ha podido saturar de la cultura tradicional. “De puro mostrarse abiertos mundo y vida al hombre mediocre, se le ha cerrado a este el alma”. La rebelión de las masas consiste en la obliteración de las almas medias; ese es el hombre-masa, que no es tonto, sino al contrario, que tiene “ideas” taxativas sobre todo, pero ha perdido el sentido de la audición. Por eso se produce la barbarie en el sentido literal del término: ausencia de normas y de posible apelación. Ortega recuerda la aparición, con el sindicalismo y el fascismo, de un tipo de hombre que no quiere dar razones ni quiere tener razón.

La consecuencia de esto es la violencia —que parece “el tema de nuestro tiempo”, del nuestro de ahora—. Adelantaré que aquí hay un grave error en La rebelión de las masas, quizá el error de este libro. En un lugar de él, Ortega dice de la violencia: “Hoy ha llegado a su máximo desarrollo, y esto es un buen síntoma, porque significa que automáticamente va a iniciarse su descenso” ¿Cómo pudo escribir esto, precisamente cuando la violencia estaba empezando, un poco antes del triunfo de Hitler y de las matanzas de Alemania en 1934 y de la revolución de Asturias y de las purgas de Moscú y de la guerra civil española y de la Guerra Mundial, con los campos de concentración y los bombardeos arrasadores y la eliminación de millones de judíos y de los que no lo eran? Tenemos una impresión parecida a la que nos producen los ataques de Unamuno o del propio Ortega a la dictadura de Primo de Rivera, que hoy nos parece tan moderada, apacible, casi inocente. Estaban tan “mal acostumbrados” por una etapa de insólita civilización, que creían pronto haber llegado al máximo. El hombre de nuestro tiempo sabe que siempre puede venir algo peor, mucho peor. ¿Lo sabe? A veces juega con la realidad como si no lo supiera o no quisiera saberlo.

La verdad es que Ortega, hasta cuando se equivoca, suele ver algunas cosas importantes. Y a continuación del gran error que acabo de copiar añade: “Pero aun cuando no sea imposible que haya comenzado a menguar el prestigio de la violencia como norma cínicamente establecida, continuaremos bajo su régimen: bien que en otra forma.” Y esa forma es la que procede del Estado. (“El mayor peligro, el Estado”, se titula uno de los capítulos.

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Pero ¿qué es la violencia? Ortega recuerda que el hombre ha recurrido perpetuamente a ella; unas veces era simplemente un crimen, y no interesa; otras, el medio a que recurría el que había agotado todos los demás para defender la razón y la justicia que creía tener; y entonces era “el mayor homenaje a la razón y la justicia”. Y llama a esta violencia la razón exasperada. Es decir, literalmente, la ultima ratio. “La civilización no es otra cosa que el ensayo de reducir la fuerza a ultima ratio”. Pero ahora, añade, la acción directa subvierte el orden y hace de la violencia la prima ratio, la única razón. “Es la Carta Magna de la barbarie.” En eso estamos hoy, mucho más que en 1930: entre los que lo fían todo a la violencia y los que utópicamente creen que puede eliminarse la violencia, que no hay derecho a usarla, especialmente contra los violentos.

Cuando Ortega muestra que el fabuloso crecimiento del mundo contemporáneo ha sido posible por la alianza de la técnica científica y la democracia liberal, recuerda que el liberalismo es “la suprema generosidad, el derecho que la mayoría otorga a la minoría”, “el más noble grito que ha sonado en el planeta”. Bolchevismo y fascismo, en cambio, son “dos claros ejemplos de regresión sustancial”, no porque no contengan alguna verdad parcial, sino “por la manera anti-histórica, anacrónica, con que tratan su parte de razón”. “Movimientos típicos de hombres-masas.” “Uno y otro —bolchevismo y fascismo— son dos seudoalboradas; no traen la mañana de mañana, sino la de un arcaico día, ya usado una y mil veces; son primitivismo.” “Necesitamos de la historia íntegra para ver si logramos escapar de ella, no recaer en ella.” Esta frase, leída en 1975, es particularmente escalofriante, porque se está realizando algo muy poco truculento, pero aterrador: la extirpación de su historia al hombre occidental —al hombre que verdaderamente la tiene y por eso no se ha detenido nunca y no ha habido nadie que lo pare.

No quiero “exponer” La rebelión de las masas: ¿para qué, si ahí está el libro? Sólo trato de orientar al lector para que no lo lea olvidándolo al mismo tiempo, tapando con un dedo imaginario las justificaciones o las conexiones esenciales. Hay que recordar cómo distingue Rusia de su aparente marxismo —“Rusia es marxista aproximadamente como eran romanos los tudescos del Sacro Imperio Romano”—, cómo advierte que, a pesar de la poca atracción del comunismo sobre los europeos, que siempre han puesto sus fervores a la carta de la individualidad, que no ven en la organización comunista un aumento de la felicidad humana, es posible que se derrame sobre Europa el comunismo arrollador y victorioso, por su carácter de magnífica empresa; es una “moral” extravagante, pero puede imponerse si no se le enfrenta “una nueva moral de Occidente, la incitación de un nuevo programa de vida”.

Europa se ha quedado sin moral; hay una crisis de las normas —de todas las normas—; las naciones son insuficientes, se han quedado pequeñas, hay que integrarlas en una Europa unida, en los Estados Unidos de Europa. Esto decía Ortega en 1930, y Europa prefirió destruirse nueve años después (y ahora intenta hacer esa unión europea con una bandera exclusivamente económica, que a nadie entusiasma, y tardíamente, cuando Europa ya no es suficiente, cuando no es más que uno de los dos ló-bulos inseparables de Occidente).

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Ortega dedicó las porciones más vivaces de La rebelión de las masas a analizar lo que es una nación: su origen, sus supuestos, su proceso de desarrollo, su saturación, su crisis. La formación de las unidades nacionales le sirvió de modelo para comprender lo que podría ser homólogamente el “paso a otro género”: a la super-nación Europa, no una nación más grande. La clave del pensamiento de Ortega es que “lo que en una cierta fecha parecía constituir la nacionalidad aparece negado en una fecha posterior”. León, pero no Castilla; León y Castilla, pero no Aragón; y así sucesivamente: “Es evidente la presencia de dos principios: uno, variable y siempre superado —tribu, comarca, ducado, “reino”, con su idioma o dialecto—; otro, permanente, que salta libérrimo sobre todos esos limites y postula como unidad lo que aquél consideraba precisamente como radical contraposición.” Esta es la lúcida interpretación del principio de incorporación, de constitución de unidades sociales superiores.

Y, por supuesto, Ortega anticipa en dos decenios teorías que, no sin alguna comicidad, se han presentado como su corrección o rectificación. Así, cuando escribe ¡en 1930!: “Los filólogos —llamo así a los que hoy pretenden denominarse “historiadores”— practican la más deliciosa gedeonada cuando parten de lo que ahora, en esta fecha fugaz, en estos dos o tres siglos, son las naciones de Occidente, y suponen que Vercigetórix o que el Cid Campeador querían ya una Francia desde Saint-Malo a Es-trasburgo —precisamente— o una Spania desde Finisterre a Gibraltar. Estos filólogos —como el ingenuo dramaturgo— hacen casi siempre que sus héroes partan para la guerra de los Treinta Años. Para explicarnos cómo se han formado Francia y España, suponen que Francia y España preexistían como unidades en el fondo de las almas francesas y españolas. ¡Como si existiesen franceses y españoles originariamente antes de que Francia y España existiesen! ¡Como si el francés y el español no fuesen, simplemente, cosas que hubo que forjar en dos mil años de faena!”

Las naciones no se han formado por comunidad de sangre, ni por las “fronteras naturales”, ni por la unidad lingüística. Es más bien el Estado nacional el que nivela las diferencias étnicas y lingüísticas. El principio nacional —a diferencia de otros tipos de comunidad humana— es este: “En Inglaterra, en Francia, en España, nadie ha sido nunca sólo súbdito del Estado, sino que ha sido siempre participante de él, uno con él.” “Nación significa la ‘unión hipostática’ del Poder público y la colectividad por él regida.” Por eso la nación como tal es inconciliable con la existencia de ciudadanos y no-ciudadanos, por ejemplo con la esclavitud. El Estado nacional es en su raíz misma democrático, por debajo de todas las diferencias de formas de gobierno; consiste en un proyecto de empresa común, su realidad es dinámica, consiste en hacer, en actuación.

España no era una nación en el siglo xi, pero esto no quiere decir tampoco que no fuera “nada”; Spania era una idea fecunda que había quedado desde el Imperio Romano, pero no una idea nacional, como no lo había sido la Hélade para los griegos del siglo IV. Y concluye: “Hélade fue para los griegos del siglo IV, y Spania para los ‘españoles’ del XI y aun del XIV, lo que Europa fue para los ‘europeos’ en el siglo XIX.” Pero estamos en el XX; y así como se llegó al siglo XV, “ahora llega para los europeos la sazón en que Europa puede convertirse en idea nacional.” Estas ideas son las que Ortega desarrolla, angustiado, en el “Prólogo para franceses” y el “Epílogo para ingleses”, cuando ve que Europa se va a destruir, se va a ir de entre las manos, por cerrazón mental

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y falta de imaginación. Pero hay que decir que ese prólogo y ese epílogo todavía no han sido entendidos por sus destinatarios. Y así van las cosas.

Apenas podría encontrarse una página en La rebelión de las masas que no tenga actualidad; más aún: que no tenga porvenir, que no sea anticipadora. En conjunto, este libro es mucho más verdadero que hace cuarenta y cinco años; se ha ido haciendo verdadero, es decir, verificando. La crisis de las normas, la creencia de que ya no hay mandamientos —de ninguna clase—, de que hay sólo derechos y ninguna obligación, la sustantivación de la “juventud” como tal, hasta hacer de ella un chantaje, todo eso está filiado con singular precisión hace cuarenta y cinco años, mostrado como una ingente falsedad, como una suplantación de la realidad, que amenaza anular una época espléndida.

Porque Ortega pensaba que la nuestra lo es. El “niño mimado”, el “señorito satisfecho” comprometen algo maravilloso, que no han creado y que ni siquiera saben comprender y estimar. Durante unos años, desde que el mundo se puso difícil, cuando la vida se convirtió en algo adverso, penoso, que reclamaba esfuerzo y entusiasmo, el “hombre-masa” se batió en retirada. Desde que comenzó la guerra civil española, sobre todo desde que se desencadenó la Guerra Mundial, en los años duros de la reconstrucción, no había en Occidente niños mimados, porque nadie podía mimarlos. Por eso ha habido un par de decenios admirables, entre 1945 y 1965, poco más o menos. Pero la nueva facilidad, la abundancia, la increíble prosperidad conseguida por los principios democráticos y la ciencia occidental, en Europa, en América y en aquellas porciones del mundo que han adoptado esos principios, ha aflojado los resortes, y una nueva ola de “señoritismo” se ha derramado sobre el planeta. Y con ella, una reactualización de La rebelión de las masas, una nueva promoción de hombres-masa, de “bárbaros especialistas”, de hombres que porque dominan una parcela del saber hablan con petulancia y autoridad de todo lo que desconocen.

La pleamar ha llegado a los más altos acantilados: a los que han profesado las humanidades, a los que se han seguido llamando filósofos. Y hoy la situación social de la filosofía es más baja que en toda la Edad Moderna, más que hace un siglo —época que gusta de imitar—. Esto me parece excelente, porque dentro de poco no va a haber ninguna razón accesoria o superficial para dedicarse a la filosofía, y se volverá a ejercitar por aquellos que no tengan remedio, que no puedan vivir más que haciéndola.

Quizá entonces vuelva a imponer su sutil imperio la filosofía —quizá obligue al íntimo asentimiento a la verdad—, y Europa, mejor dicho Occidente, pueda tomar posesión de su propia realidad.

Por eso he intentado ayudar a que La rebelión de las masas empiece a leerse como lo que es: un libro de filosofía.

JULIAN MARIAS

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Kant y las generaciones En el centenario de la "Crítica de la razón pura"

Opinión - 10-05-1981

Hace doscientos años, en 1781, apareció el libro que había de iniciar el «giro copernica-no» dentro de la filosofía moderna: la Crítica de la razón pura, de Immanuel Kant. Cen-tenares de libros, millares de artículos en todas las lenguas, se han escrito sobre la obra de aquel oscuro profesor de Königsberg (ciudad que hoy es soviética (i) y se llama Ka-liningrad). Se ha desmenuzado ilimitadamente el contenido de la Crítica y, en general, de todo el pensamiento kantiano; no parece fácil añadir nada nuevo a lo que se ha dicho en dos siglos; sin embargo, quizá es posible mirar a Kant desde una perspectiva no en-sayada; tal vez muestre una nueva faz de su realidad.Hace algún tiempo se me ocurrió examinar la figura y la obra de Cervantes desde el punto de vista de las generaciones (en Literatura y generaciones, Austral). Resultó que una buena parte de las anomalías que Cervantes presenta, y que se han tratado de explicar recurriendo a teorías arbitrarias e injustificadas, se aclaran tan pronto como se tienen presentes unos cuantos hechos de todos conocidos y se los toma en serio, en lugar de pasarlos por alto.

Algo parecido sucede con Kant. Hay un extraño paralelismo entre los dos grandes crea-dores. Cervantes era un autor más bien oscuro, estimado, pero no de gran importancia, hasta la publicación del Quijote, en 1605; como había nacido en 1547, tenía 58 años. Kant no alcanzó notoriedad -ni su pensamiento tuvo verdadera originalidad- hasta la publicación de la Kritik der reinen Vernunft; como había nacido en 1724, tenía 57 años. Es decir, Cervantes y Kant comienzan a ser grandes creadores -y a tener influjo- casi a la misma edad, en lo que eran los confines de la vejez. Aunque sus biografías son ente-ramente diferentes, y también difiere su posición dentro de sus generaciones respecti-vas, este hecho tiene graves consecuencias. De Cervantes me ocupé en1973; veamos ahora qué sucede con Kant, visto desde análoga perspectiva.

Según mi escala de generaciones, Kant pertenece a la de 1721 (es decir, los nacidos en-tre 1714 y 1728). ¿Quiénes fueron sus compañeros de generación, esto es, sus coetá-neos? En Alemania, Baumgarten, Crusius, Winckelmann, Lambert; en el resto de Euro-pa, Vauvenargues, Helvetius, Condillac, d'Alembert, Turgot, Holbach, Adam Smith, Gainsborough, Ventura Rodríguez, los tres grandes políticos Aranda, Campomanes y Floridablanca, y su rey Carlos III.

Si se considera, entre estos hombres, a los que tienen una significación intelectual, en especial filosófica, la impresión es que son enormemente antiguos, absolutamente pre-kantianos. Representan un nivel anterior, incomparable con el que pertenece a Kant. Se pensará que la genialidad de Kant lo explica. Lo malo es que si se echa una mirada so-bre la generación siguiente (la de 1736) resulta igualmente «prekantiana». ¿Quiénes son sus miembros? Lessing, Mendelssohn, Hamann, Jacobi, Condorcet, Bernardin de Saint-Pierre, Beaumarchais, Haydn, Hervás y Panduro, Villanueva, Juan Andrés, Cadalso, Capmany.

Lo que resulta asombroso es que esa impresión «prekantiana» la produce igualmente la generación que sucede a ésta, es decir, la de 1751. Entre sus componentes se cuentan:

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Herder, Pestalozzi, Goethe, Salomon Maimon, Reinhold, Mozart, Joseph de Maistre, Louis de Bonald, Destutt de Tracy, Laromiguière, Cabanis, Bentham, Dugald Stewart, Volta, Alfieri, Jovellanos, Masdeu, Arteaga, Goya, Tomás de Iriarte, Meléndez Valdés, Forner, Sempere y Guarinos, Carlos IV.

¿Qué quiere decir todo esto? La entrada en la historia de cada generación se produce globalmente hacia los treinta años; cuando la generación, como tal, tiene 45, alcanza el poder social; este período termina a los sesenta, y entonces la generación que estaba en el poder pasa a la reserva, reducida a un número limitado de «supervivientes». (En nues-tra época hay un segundo período de vigencia, entre los sesenta y los 75, por lo menos, para lo que he llamado la «generación augusta», para distinguirla de la «cesárea», de los 45 a los sesenta.) Pues bien, el poder social de la generación de Kant termina en 1781, es decir, cuando se publica la Crítica de la razón pura, cuando empieza el kantismo original y creador, lo que se llamó el criticismo. Es decir, Kant entra realmente en la filosofía cuando le corresponde a su generación salir del escenario histórico. Todo el Kant creador es posterior a su tiempo (como le ocurre a Cervantes). Cervantes y Kant existen como tales porque tuvieron un plus de longevidad que les permitió realizar su obra más allá de su tiempo histórico, y Kant es, en rigor, posterior a sí mismo.

Toda la obra eficaz de Kant -la kantiana y no «precrítica»- es generacionalmente pós-tuma. La existencia verdaderamente histórica de Kant -desde 1781 -coincide con la en-trada en la historia de la generación de 1751, tercera respecto a la suya propia. Sus nombres son los que en algún sentido nos suenan a «kantianos», nos parecen tener cierta afinidad con el nivel de la obra de Kant. Lo curioso es que son dos generaciones más jóvenes que él. Estos hombres -tómese el nombre capital, Goethe- se encuentran con Kant al iniciar su actividad histórica, y lo encuentran como la gran novedad.

Los demás, los verdaderos coetáneos de Kant y aun los de la generación siguiente, se encuentran con que Kant les sobreviene cuando ya están dentro de la vida, plenamente activos. Cuando Kant publica su libro genial era muy poco conocido dentro de Alema-nia y prácticamente nada fuera. Y cuando sus coetáneos y sucesores inmediatos están ampliamente metidos en actividades intelectuales, dentro de la madurez, les sobreviene Kant con su Crítica. En cambio, los hombres de la generación de Goethe la encuentran al salir y, por tanto, condiciona su trayectoria intelectual entera. Véase cómo esa aparen-te masa amorfa que es la historia empieza a articularse en un relieve, como un mapa en que se indican las altitudes y aparecen las montañas, los valles, las mesetas, las llanuras, las depresiones.

Pero esto quiere decir algo muy interesante, y es que los que podemos llamar discípulos de Kant son mucho más jóvenes que él. Los seguidores y continuadores de Kant no son, por supuesto, sus coetáneos, pero tampoco los de las dos generaciones siguientes, sino los de la de 1766. Es decir, los kantianos son poskantianos. Es curioso que el nombre que se da usualmente al idealismo alemán no es «filosofía kantiana», sino «filosofía poskantiana». De tal modo que cuando en la segunda mitad del siglo XIX hay un rebro-te de kantismo no se llama a ese grupo de escuelas «kantismo» ni «poskantismo», sino «neokantismo». Los primeros kantianos son mucho más jóvenes que Kant.Filosóficamente, Kant no tuvo hijos, sino nietos.

El más viejo kantiano creador, el primer discípulo -indirecto- que continuó el kantismo fue Fichte. Pero Fichte nació en 1762, es decir, pertenece a la generación de 1766, cuar-

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ta si se cuenta desde la de Kant. Estas son las anomalías en que nunca se repara; esto es lo que no se dice nunca, porque no se ve; se toman las fechas de un modo inerte, que a lo sumo indica cantidad, no de un modo histórico. Históricamente, en tres generaciones posterior a Kant.

Sus coetáneos son Schiller, Baader, Scheiermacher, Hegel, Hölderlin, August Wilhelm y Friedrich Schlegel, Alexander y Wilhelm von Humboldt, Novalis, Fries, Beethoven, Saint-Simon, Mme. de Staël, Chateaubriand, Maine de Biran, Royer-Collard, Degéran-do, James Mill, Malthus, Wordsworth, Walter Scott, Coleridge, Moratín, Conde, Mor de Fuentes, Marchena, Godoy y -no lo olvidemos- Napoleón.

Esta es la primera generación poskantiana. Por tanto, hay dos generaciones históricas posteriores a Kant que no son poskantianas, porque Kant, filosóficamente, es ya poskan-tiano.

Estos hombres son ya clara e inequívocamente románticos, la primera generación ro-mántica. El resto de los poskantianos, del Idealismo alemán pertenece a la generación siguiente, la de 1781; es decir, los nacidos en torno a la Crítica de la razón pura: Sche-lling, Herbart, Krause, Bolzano, Heinrich von Kleist, Jakob Grimm, Uhland, Schopen-hauer, Hamilton, Southey, Turner, Byron, Washington Irving, Lamennais, Stendhal, Gay-Lussac, Foscolo, Manzoni, Lista, Blanco White, Gallardo, Martínez de la Rosa, Andrés Bello.

En rigor, las cosas son todavía más extremadas que lo que acabo de mostrar. Kant pu-blica la Crítica de la razón pura en 1781, justamente al terminar la vigencia social de su generación; pero ni siquiera entonces tiene demasiada influencia. Tardó varios años en hacer efectos. Hasta la segunda edición (1787), que introdujo importantes cambios, la Crítica no fue verdaderamente actuante. Fichte -primer verdadero kantiano- no leyó el famoso libro-hasta 1790, y eso porque un estudiante te pidió lecciones sobre la filosofía kantiana, que apenas conocía; se puso a estudiarla, y el 12 de agosto de ese año le escri-be a su novia que se ha lanzado «de golpe y porrazo» (hals und kopf) en la filosofía kan-tiana. El año siguiente ha tenido la gran revelación que lo hace sentirse feliz: la doctrina de la libertad en Kant, que va a impulsar su filosofía personal.

Su entusiasmo viene en realidad de la lectura dé la Crítica de la razón práctica (apare-cida en 1788), aunque reconoce que esta parte moral de la filosofía kantiana «resulta incomprensible sin estudio de la Crítica de la razón pura».

No digamos cuándo se producen los efectos exteriores de Kant. El interesante libro de Charles Villers Pitilosophie de Kant, primera presentación, llena de precauciones, a los lectores franceses, se publicó en Metz en 1801. El largo prefacio de 62 páginas es un documento revelador que merecería ser estudiado a fondo para aclarar unas cuantas co-sas que afectan a Alemania, a Francia y a la transmisión de las ideas.

¿Cómo puede entenderse la historia del pensamiento si no se ven las «distancias» reales, las relaciones de coetaneidad o contemporaneidad, la figura efectiva con la cual ingresa cada autor en las mentes de los demás, las verdaderas relaciones entre unos y otros? ¿Cuándo se comprenderá que ni la cronología ni la estadística bastan para hacer historia, para entender algo humano, sino que hace falta además la razón histórica?

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JULIAN MARIAS

La confesión histórica

EL PAÍS | Opinión - 22-06-1976

En tiempo de la República imperaba una muletilla con valor de consigna: «Hay que definirse». Durante la guerra civil, en la zona republicana, era menester mostrar «ava-les» o carnets políticos del Frente Popular (no se tiene ni idea de lo difícil que era circu-lar, y aun sobrevivir, con la cédula personal); en la zona que se llamó allí nacional y aquí facciosa, supongo que la situación era muy parecida. Al terminar la guerra empezó la etapa de las «depuraciones», segunda parte de las «purgas» de Fernando VII: nada contribuyó más a sembrar de sal la tierra histórica de España.Ahora empieza a iniciarse una tendencia que pronto va"a ser una exigencia, si no se reacciona a tiempo: lo que pudiéramos llamar la «confesión histórica », la mostración de los recovecos del pasado político de los españoles, para ser admitidos -no está claro por quién- al futuro.

La confesión, además de ser un importante sacramento en desuso, es un maravilloso género literario. Es, finalmente, un prodigioso instrumento de conocimiento personal del hombre. Pero para que esto sea así, tiene que cumplir unas cuantas condiciones: li-bertad, espontaneidad, sinceridad, veracidad (que no es lo mismo), adecuada expresión literaria y una conciencia clara de los supuestos sobre y desde los cuales se Confiesa. Si algo de esto falta o está pervertido, se puede pasar con demasiada facilidad de la confe-sión a la inquisición en cualquiera de sus formas, incluida la autoacusación abyecta de los procesos de Moscú, hace ahora cuarenta años, con Vishinsky como fiscal máximo.

Se acaba de publicar en Barcelona un libro de Pedro Laín Entralgo: Descargo de con-ciencia (1930-1960). Ha sido presentado, en forma de coloquio, primero en Barcelona y luego en Madrid; he asistido, con tenso interés, a esta segunda presentación; después he leído el libro. Y con motivo de todo ello y de la tendencia germinante en la sociedad española, quiero hablar, no tanto del libro mismo como de la conciencia de Pedro Laín. Otro día diré alguna palabra sobre el fenómeno general y sus supuestos.

Nunca había oído el nombre de Laín hasta después de la. guerra, en el otoño de 1939; iba unido al título de «un consejero nacional de Falange». Poco tiempo después, quizá ya dentro del año siguiente, me dijo un amigo que Laín deseaba conocerme. Fui a verlo a su despacho, en el ministerio de la calle de Amador de los Ríos. Los dos sabíamos perfectamente dónde estábamos. Lo miré, al otro lado de su mesa. Yo había salido po-cos meses antes de la prisión donde había permanecido algunos -por inesperada e im-probable fortuna, pocos-. De lo único que verdaderamente me fio es de la cara: de las personas. Al ver por primera vez el rostro de Pedro Laín Entralgo, sentí la convicción de que podía confiar en él, y le hablé con total veracidad y apertura: estaba segurio, de que estaba seguro. (Y yo no era ni ingenuo ni inocente: acababa de sufrir la más increíble y grave decepción de amistad de toda mi vida, había medido hasta dónde se puede llegar cuando la vida humana está perturbada por el fanatismo o la cobardía o una combina-ción de ambos).

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Han pasado treinta y seis años largos, y mi primera impresión no se ha desmentido: una am istad fraternal y siempre en claro, de acuerdo o no, ha sobrevivido intacta, mejor dicho, creciente, a los cambios de dos biografías y dos generaciones de historia española y universal.

Mi situación era sobremanera dificíl. La lectura de mi nombre entre los premios extra-ordinarios de la Facultad de Filosofía y Letras, en la apertura de curso de 1939, se había vetado políticamente (en las listas de los periódicos del 2 de octubre brilla por su ausen-cia; pero ¿cómo sorprenderse, y qué importancia tenía, cuando un mes antes habían anunciado en grandes titulares: Polonia ataca a Alemania?). En una de nuestras entrevis-tas primeras, Laín me habló de su deseo de que ye, -elaborase -sin condiciones, sin pe-dirme que no fuera quien era en la recién fundada revista Escorial, de la que era subdi-rector; el director era Dionisio Ridruejo, a quien conocí mucho después. Me dijo Laín no era prudente que escribiesen un ensayo; sí una nota sobre algún libro, como tanteo. Así lo hice, y se publicó «La filosofía española en el siglo, XIII» (comentario al libro de T. y J. Carreras Artau, que puede leerse en el volumen San Anselmo y el insensato). Al año siguiente, cuande ya había publicado la Historia de la Filosofía en enero -creo que el primer libro de autor nuevo después de la guerra-, escribí para Escorial un largo en-sayo: «El problema de Dios en la filosofía de nuestro tiempo». Se publicó, pero que le costó la vida a la revista, y a asi Pedro Laín no pocos tártagos. No se desanimó por ello: cuando supo que preparaba mi tesis doctoral sobre La filosofía del P. Gratry, me la pi-dió para la colección Esconal, que él dirigía. Allí se publicó, en efecto;. pero no sin que las autoridades superiores ordenasen que fuese desencuadernada la edición entera y su cubierta fuese sustituida (con el consiguiente gasto de tiempo y dinero) por otra en la que no aparecía el nombre de la colección y el pequeño y lindo grabado del Escorial.

¿Fue excepcional esta actitud de Laín conmigo? Creo que no así era y así ha seguido siendo Unos años después, con ocasión de un homenaje íntimo de pocos amigos en una tasca madrileña, a los postres, alguien habló del optimismo de Laín. Yo dije más o me-nos: «No es que sea optimista; es que es óptimo. Hágase el experimento mental de ima-ginar la España de estos años sin Laín: ¿no hubiera sido todo mucho peor, más duro, más difícil? Laín ha hecho lo indecible por establecer la convencia entre españoles, por ayudar a unos y otros, por llevar a la vida nacional el espíritu de la amistad. » Pues bien, éste es el hombre que acaba de escribir un largo Descargo de conciencia, a quien todo el mundo -incluidos los sinceros amigos- parece pedir cuentas. Yo me pregunto de qué. Si se toma como nivel la conciencia de Laín, ¿quién podría dejar de necesitar descargo? Errores, ¿quién no los ha cometido, los comete y los cometerá? Las rectificaciones son excelentes siempre que cumplan dos condiciones: ser justificadas y explícitas; y las de Laín se ajustan a las dos. (Quizá es eso lo que no se le perdona, porque lo que ahora está de moda es aparecer como, por magia en los antípodas de donde se estaba, o rectificar aquello en que se tenía razón y abrazar la sinrazón del antiguo enemigo.)

No estoy seguro de que haya sido un acierto la publicación de Descargo de conciencia, aunque es un libro interesantísimo y en muchos sentidos admirable. Laín ha cedido a esa obsesión judicial de nuestro tiempo, a ese afán por buscar «culpabilidad» hasta en lo que nada tiene que ver con ello. Ortega dijo hace muchos decenios: «A ser juez de las cosas voy prefiriendo ser su amante». Nuestros contemporáneos tienen una extraordina-ria vocación de jueces; Pedro lo ha sido, y muy severo, de sí mismo, con lo cual quizá ha frustrado lo que pudo ser un espléndido libro de memorias, de recuerdos personales e históricos, conmovido, dolorido cuando hiciese falta, pero alegre, lleno de complacencia en la realidad y en una vida que es de las más «presentables» que conozco.

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Y de lo que estoy seguro es de que no ha sido un acierto la doble presentación del libro, el haber asociado a otros a esa función, de jueces; y puesto a hacerlo, sin suficiente dis-criminación, sin que algunos jueces tuviesen títulos suficientes, sin que tuvieran en oca-siones el mínimo cuidado de adelantar su propia confesión paralela. Pero el libro y el remolino que ha suscitado son enormemente expresivos de nuestra realidad. ¿Por qué no intentar echar una ojeada a lo que descubren?

JULIAN MARIAS

La cultura española y la filosofía EL PAÍS - Opinión - 13-11-1977 A España siempre le había faltado la filosofía. La prodigiosa cultura española -cada vez me lo parece más- de la Edad Media, del Siglo de Oro, decaída y vuelta a renacer en el siglo XVIII, con un Romanticismo admirable y un siglo XIX menos lamentable de lo que se dice, siempre se había resentido de una deficiencia filosófica que podría explicar buena parte de las limitaciones de nuestra historia. (Sería apasionante ensayar sobre la historia universal la hipótesis del papel relevante de los pocos países que han tenido una filosofía creadora a tiempo, frente al conjunto innumerable de los que han carecido de ella, o la han poseído precariamente, recibida o repensada a destiempo.)En nuestro si-glo, la situación se había invertido radicalmente. No sólo ha habido filolofía creadora en España, sino que ha sido el centro de organización de la cultura española en su conjun-to. Los que no eran filósofos tenían en cuenta la filosofía, y esto quiere decir que la en-contraban como horizonte de sus propios temas, como instancia a la cual seria menester recurrir a última hora. Esto dio una extraña coherencia y hondura a las diferentes disci-plinas intelectuales, a la literatura y en cierta medida, incluso al arte; es lo que hizo que todo eso llegara a ser una cultura, algo en que el hombre puede instalarse para vivir.

Pero la filosofía es libertad. La mirada filosófica nunca se queda quieta, va y viene, tie-ne que justificarse; ninguna verdad es filosófica si no es evidente. Por eso la pasividad es incompatible con la filosofía, la cual consiste en pensar y repensar; todo uso filosófi-co de una doctrina es necesariamente creador, porque si no lo es, no es un uso filosófi-co. En la Antropología metafísica, libro del cual he tomado algunas frases, hablaba de «la permanente desconfianza frente a la filosofía»; y añadiría: «El filósofo es un hombre inquieto e inquietante. Tiene, claro es, una enorme audacia; su riesgo permanente e in-eludible es la soberbia; pero esta se cura sólo con que el filósofo siga siéndolo, con que acepte su condición y su destino hasta sus últimas consecuencias; entonces desemboca en la más radical humildad, en la única verdadera humildad: aceptar la realidad.»

Claro que si se acepta la realidad no se tolera que sea suplantada. De ahí la indomable condición de esa apacible ocupación que llamamos filosofía. Por eso, cuando la libertad sufrió un largo eclipse en España, lo primero que se hizo fue intentar destruir la filoso-fía. Se la hizo desaparecer, y bien pronto, del «mundo de los objetos oficiales»; se acu-muló sobre ella la hostilidad y el desprestigio; se procuró que otras cosas ocuparan su lugar. Se consiguió que innumerables promociones de estudiantes, desde el curso 1939-40 en adelante, no tuviesen contacto legal con ella.

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No fue posible, sin embargo, el éxito completo de la operación. La filosofía estaba sóli-damente arraigada; además, se salvó con recursos «literarios»: el hecho de que los filó-sofos fuesen -y no por casualidad- escritores tuvo la consecuencia de que fuesen leídos, tal vez no en las instituciones, pero sí en el país, es decir, por el público, año tras año -y van casi cuarenta- Mientras tanto, se iban desvaneciendo, hasta de la memoria de los españoles, las figuras destinadas a ocupar su lugar, a suplantar la filosofía con otras co-sas cualesquiera.

Pero el daño ha sido muy grave, de todos modos. No para el conjunto de la sociedad española, que se ha seguido nutriendo de filosofía en proporción considerable, que ha mantenido despierto el sentido de ella, el gusto por lo que significa; ha sido un daño «profesional». Durante un cuarto, de siglo no era posible ser profesor o tener acceso a las instituciones filosóficas oficiales sin ser «escolástico» (con todo lo que ello llevaba adherido), es decir, sin renunciar a la actitud en que se engendra la filosofía: «La filoso-fía -escribía en el libro citado-, aparece así como una forma radical de nacimiento, como un desgarramiento de la placenta originaria que es la sociedad tradicional, para vivir a la intemperie y desde uno mismo. Lo decisivo es que la verdad filosófica no consiste sólo en el momento de la aléthéia, el descubrimiento o patentización y, por tanto, la visión; requiere al mismo tiempo el afianzamiento o posesión de esa realidad vista; la filosofía es descubrir y ver, poner de manifiesto; si una filosofía no es visual, deja de ser filosofía -o es la filosofía de otros-; pero no basta con ver: hace falta además "dar cuenta" de eso que se ve, dar razón de sus conexiones. Por eso propuse hace algún tiempo una "defini-ción" de la filosofía: la visión responsable.»

Esto es lo que se ha tratado de evitar a toda costa. La Universidad española de 1939 -la de la depuración implacable de sus cuadros y sus contenidos- ha engendrado sus fases sucesivas, hasta hoy. En las disciplinas periféricas, puramente técnicas o capaces de un tratamienta parcial, el azar y la convergencia de mejores o peores intenciones han de-terminado diversas calidades y aciertos, en algunos casos han hecho posible cierta recu-peración. En filosofía, a causa de su radicalidad, esto no era posible. No basta con dis-poner de unos cuantos equipos de «travestidos» que pasen de la escolástica al marxis-mo, el estructuralismo o el análisis lingüístico -evitando cuidadosamente lo que es es-trictamente filosofía-; ni es probable que en ese ambiente se engendre una nueva actitud filosófica, dispuesta a poner en cuestión la realidad misma.

Todavía no se ha roto el cordón umbilical que.enlazaba la filosofía con el conjunto vi-vaz de la cultura española. Gracias a que los libros filosóficos de nuestro siglo permañe-cen vivos, forman parte del haber de España, de lo. que los españoles -y no se olvide que igualmente los hispanoamericanos- siguen leyendo, hay esperanza de que el torso de la cultura española recobre su capacidad creadora y su conexión interna, sea algo capaz de vivificar a un pueblo y hacer que sea libre. Todavía son muchos los españoles que pretenden entender lo que leen o escuchan, porque necesitan saber a qué atenerse y no se contentan con gargarizar. Incluso los más jóvenes, que se habían habituado a ma-nejar signos convencionales sin verdadero valor significativo, empiezan a sentir fatiga y buscar otra cosa. Se están cansando también de ese singular «colonialismo» de los que hacen profesión de despreciar la política de los países anglosajones -es decir, la demo-cracia liberal-, pero citan incansable y servilmente su bibliografía, sin distinguir mucho la que es verdaderamente valiosa y la que es ínfima, mientras olvidan todo lo creador que se ha hecho en España en ochenta años -y que se traduce progresivamente al inglés y ejerce considerable influjo en la cultura de esos mismos paises-.

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Y, sobre todo, no hay que hablar en tiempo pasado. La filosofía ha seguido viva en Es-paña, ha cruzado la guerra y la interminable época de adversidad que la siguió, y sigue atravesando las nuevas formas de esa misma adversidad que hoy ocupan gran parte del horizonte. Esos libros que se siguen leyendo, se siguen escribiendo, y son distintos, pero se parecen a aquellos en que son también filosofía. «La filosofía -concluía el capítulo que he citado tantas veces- consiste en que ese doloroso nacimiento no ocurre sólo al principio: tiene que estarse renovando instante tras instante, y eso es lo que quiere decir "dar razón". Filosofar es estar renaciendo a la verdad: es no poder dormir.»

JULIAN MARIAS

La generación del 98

EL PAÍS - Opinión - 13-07-1976

No sé si Maragall es muy leído en nuestro tiempo; su nombre es recordado con alguna frecuencia; se citan algunos de sus versos, se comenta alguna opinión suya. Mi prefe-rencia va hacia él entre todos los poetas catalanes, en la imperfecta medida en que los conozco, y es uno de los poetas españoles que más me conmueven, y desde luego de los de su tiempo, sin que su lengua catalana sea obstáculo. Para los catalanes de hoy, Joan Maragall es un hombre ilustre, pero quizá no lo tienen verdaderamente presente. Acaso -no estoy seguro- su catalán no es demasiado «ortodoxo»; otro día intentaré explicar esta sospecha. Y quizá olvidan la amplísima porción de su obra -tan catalana como el resto- escrita en castellano, en la lengua general de su España. En cuanto a los no cata-lanes, temo que se desanimen previamente ante el temor a no «entender» la poesía de Maragall; temor que tiene muy poco fundamento, y que no tendría ninguno si los edito-res tuvieran la costumbre de añadir un mínimo vocabulario -tal vez cuatro o seis pági-nas- con las palabras en que puede tropezar un español o un hispanoamericano que no haya aprendido catalán. Y, a consecuencia de ese temor, luego no leen los miles de pá-ginas admirablemente escritas en su lengua común.

Creo que Maragall era visual, que tendía a comprender con los ojos. Es admirable su claridad para entender situaciones históricas, hechos literarios, problemas políticos, cir-cunstancias personales, lanzando una mirada en torno suyo para «hacerse cargo». Lo que en otros puede ser unilateral, esquemático o maniático, en él se integra en una mira-da abarcadora: sus ojos corrigen con frecuencia las ideas parciales, y es capaz de ver fisiognómicamente, y bien temprano, fenómenos complejos que ha costado largo tiem-po analizar. Dada nuestra propensión a lo abstracto, me parece obligado aprovechar bien lo que nos han enseñado los hombres de nuestro país capaces de intuición, de abrir bien los ojos y mirar alrededor (y luego hacia adentro).

Maragall nació en Barcelona el 10 de octubre de 1860; murió -más joven de lo que pa-rece- el 20 de diciembre de 1911. Por razón de una amistad profunda y significativa, tendemos a emparejarlo con Unamuno; pero no era de su generación, sino de la anterior, y su trayectoria vital está mucho más próxima a la de Menéndez Pelayo (1856-1912). Si no me equivoco, pertenecía a la generación de 1856 (los nacidos entre 1849 y 1863),

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mientras que la del 98 es la de los nacidos en torno a 1871 (1864-1878, entre Miguel de Unamuno y Luis de Zulueta).

Esto resulta especialmente claro si se lee a Maragall, que reconoció a la generación de 1898 como un grupo nuevo, joven, y precisamente en el año que, según mis cálculos, corresponde a la «entrada en la historia» de la generación como tal. El 28 de febrero de 1901, publica en el Diario de Barcelona un artículo titulado «La joven escuela castella-na».

Naturalmente, falta la fecha; pero no el concepto de generación. « De algún tiempo a esta parte -escribe Maragall- van llegando a nuestras manos obras literarias de una nue-va generación de escritores en lengua castellana; y cada una de ellas sucesivamente va afirmando en nosotros la idea de una evolución saludable en aquella literatura; de una evolución hacia la sinceridad, hacia la expresión directa y viva del sentimiento.» Una nueva generación, que naturalmente no es la suya: bastaría esto para situar a Maragall en la anterior. Son los «jóvenes»; Maragall, que ha cumplido cuarenta años, ya no lo es. Habla de Valera, Pereda y Galdós, como el pasado: «han escrito -dice- en siglo de oro cuando el suyo no lo era».

Pero no es esto solo: Maragall advierte que «ya en la generación literaria que precedió a la ahora recién llegada se notó una mayor naturalidad en la expresión».

Y agrega Maragall: «Pues bien, en los jóvenes que llegan la saludable tendencia se acentúa: es más, se nota un esfuerzo de sinceridad» ¿En quiénes piensa? En Azorín (es decir, Martínez Ruiz), en Bernardo G. de Candamo, en Pío Baroja. Del primero recuer-da El alma castellana, y ahora habla del Diario de un enfermo, con el que «ha afirmado nuevamente su personalidad literaria que vemos formarse vigorosa en su sensibilidad, intensa en la sobriedad de su estilo». De Candamo menciona sus Estrofas, libro que le parece prematuro, pero interesante. Del que más habla es de Baroja, «más formado», cuya obra, «aunque influida por los grandes maestros extranjeros, impresiona ya fuer-temente por lo que tiene de original y propio».

Maragall está convencido de que algo nuevo empieza. «Todo lo que acabamos de indi-car de los jóvenes autores mencionados, y otras señales que hemos creído descubrir en pequeños trabajos sueltos de periódicos y revistas, coinciden en anunciar que la literatu-ra castellana tiende a salir del estacionamiento en que tantos ingenios se malograron en parte; que el movimiento ha empezado, y que entre los que lo impulsan hay ojos pene-trantes y brazos fuertes. Ojos penetrantes para ver lo que pasa en el mundo y orientarse en la luz: brazos fuertes para sujetar el ideal y conducirlo por el camino propio, pero levantándolo muy en alto para que la luz le dé bien de lleno.»

Poco después, en carta a Josep Pijoan del 14 de enero de 1904, vuelve a aparecer el te-ma de la joven generación que se inicia. Iba a hablar Pijoan de la poesía popular catala-na en el Ateneo de Madrid. Y Maragall le dice: «Perqué lo que anem a fer es principal-ment coneixer'ns i estimar-nos. An aixo em sembla que hi esta molt ben disposada l'ac-tualjove generació madrilenya, molt més ben disposada que l'anterior, la dels homes de quaranta anys per am unt ».

La cosa no puede estar más precisa: la joven generación se contra pone a la anterior, la de los que tienen más de cuarenta años, es decir, con extremado rigor, los nacidos antes del 1864. Es claro que Maragall no había pensado sobre la teoría de las generaciones, y por supuesto no había hecho una cronología de las generaciones españolas y europeas; ni sabía que se iba a llamar «generación del 98» la que estaba entrando en el escenario histórico. Simplemente, la estaba viendo, percibía una variedad literaria y humana,

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promisora, sin cera, abierta, amistosa para Cataluña, con deseo de abrir esos ojos pene-trantes con los cuales se sentía en esencial afinidad. Porque Joan Maragall fue el hom-bre que supo poner, con extraña y sobrecogedora metáfora, la paz de Dios dentro de nuestros ojos; el que escribió en su «Cant espiritual» ese verso que siempre me estreme-ce: Amb la pau vostra a dintre de I'ull nostre.

En el milenario de la lengua española / y 2

JULIÁN MARÍAS

La lengua filosófica española JULIÁN MARÍAS EL PAÍS - Opinión - 29-11-1977

Lejos de estar España confinada en sí misma, escindida del resto del mundo, atenida a sí propia, se ha constituido como tal en medio del mundo, presente en todas partes. Hace medio milenio inventa la nación en el sentido moderno del término, y pocos decenios después inventa y realiza la supernación, el conjunto de pueblos diversos en los dos hemisferios, unidos en una empresa política cuyo nombre fue la Monarquía española o, si se prefiere, las Españas. España, desde que existió como tal nación, no fue «intraeu-ropea» -como Francia, Italia o Alemania-, sino que fue más allá de sí misma en Europa y, sobre todo, fue «transeuropea», proyectada hacia lo otro; no estrictamente occidental, sino más bien occidentalizadora.De ahí su responsabilidad histórica. La innovación práctica de España, su fecundidad, su capacidad de engendrar en otras formas humanas y otras culturas, la extensión de su instalación lingüística a otros continentes, no guardó equilibrio con su innovación teórica. España, la nación más madrugadora en la acción -en esa forma de interpretación de la realidad que es la acción-, tan temprana en la expre-sión literaria y artística, en ciertos aspectos de la vida religiosa, fue perezosa en llegar a su expresión filosófica original, se retrasó respecto de otros pueblos europeos más crea-dores.

Ese desnivel ha venido gravitando sobre todos los pueblos hispánicos, en Europa y en América, y ha frenado ciertos desarrollos últimos, ha introducido un elemento de inse-guridad que es bien visible en nuestra historia reciente.

Al fin y al cabo, el torso de las sociedades occidentales había vivido de manera creden-cial hasta el siglo XVIII; fue la gran crisis de este siglo la que forzó al recurso a las ideas, y esto quiere decir a las últimas, a la filosofia. Adviértase que hasta fines del siglo XVIII o comienzos del XIX no se puede descubrir ninguna inferioridad de la América hispánica respecto del resto del continente, sino más bien al contrario: las cimas de la América hispánica son las cimas de América.

Cuando se extiende a las sociedades en su conjunto lo que había sido privativo de sus minorías, cuando es imperiosa la necesidad de saber a qué atenerse, de llegar mediante la razón a un sistema de certidumbre que puedan convertirse encreencias auténticas, el mundo hispánico se encuentra con que no sólo no tiene una filosofía propia, sino que

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carece del instrumento lingüístico para hacérsela, de la manera de alojar en su instala-ción fundamental una interpretación filosófica propia de la realidad.

Desde hace siglo y medio o dos siglos -según se miren las cosas-, los hombres hispáni-cos hemos vivido «de prestado», dependientes de formas mentales ajenas, no entera-mente poseídas, no plenamente significativas; es decir, sin verdadera independencia histórica. Hemos estado condenados a imitar y a la vez a ser provincianos -una cosa suele ir con la otra- Las causas de esta situación son muy complejas y merecerían una indagación a fondo, que no se contentase con una primera aproximación. Pero es esen-cial percatarse de que no es excepcional, que más bien constituye la regla general de la cual son excepciones, unos cuantos países particularmente afortunados en este aspecto.

Pero ello introduce un insidioso arcaísmo en nuestra cultura. He comparado hace mucho tiempo la lengua a la herencia biológica, y advertía que así como en el rostro de una persona descubrimos junto a los rasgos hereditarios yño individuales, la edad, del mis-mo modo la lengua es siempre la de cierto tiempo; y finalmente, al gesto y la expresión de cada individuo corresponde el estilo con que esa lengua es hablada o escrita. Pues bien, el español no creó en su hora la lengua filosófica que necesitaba, y esto quiere decir que las sociedades que viven en esa lengua no llegaron a «madurar» íntegramen-te.Sería apasionante indagar si la decadencia española vino a coincidir con el momento histórico en que esa situación era insostenible; habría que ver si al menos una de las raíces de la decadencia española fue la falta de una filosofía propia (y no recibida, no «escolástica») cuando era menester vivir desde la irrenunciable instalación histórica y a la vez a la altura del tiempo. Se podría ver si la razón de que esa decadencia no afectara entonces a las tierras de América no estaba acaso en el hecho de que el Nuevo Mundo no había llegado todavía a la necesidad de la filosofía y, por tanto su situación no era aún carencial o deficitaria. Finalmente se podría investigar si la interrupción o mitiga-ción de la decadencia española (que no fue ni tan completa ni tan definitiva como suele creerse) no se debió acaso a que el español, si bien en forma precaria, fue capaz de im-provisar ciertos modos de expresíón filosófica -Feijoo, por ejemplo, cuya importancia lingüística no se ha estimado justamente-; ya que Europa fue en el siglo XVIII «una escuela general de civilización» (la expresión es de Antonio de Capmany en 1773) y a que en ese tiempo funcionó -más que antes y que después-como un todo del que partici-paba cada uno de sus miembros.

« Nosotros somos -escribía Capmany- de los que menos hemos contribuido para hacer la Europa, moderna, tan superior a la antigua: mas la gloria de este todo cubre a todas sus partes. » Es decir, que en el siglo XVIII España funcionó, más allá de sí misma, como parte de Europa, y esto pudo mitigar su ausencia de filosofía en español y aplazar el enfrentamiento con esta situación de deficiencia. Con ella se encontraron la España del siglo XIX y los países independientes de la América deñuestra lengua.

Si Baruch de Spinoza, muerto en 1677, hace trescientos años, judío español, no hubiera tenido que nacer y vivir en Holanda y hubiera sido Benito de Espinosa; si, aun habiendo sido holandés, no hubiera sido expulsado de la Sinagoga a los veinticuatro años, quizá las cosas hubiesen sido un poco distintas. Spinoza tenía como lengua materna el espa-ñol; en ella vivía, pensaba leía a Cervantes, Quevedo, Gracián, Saavedra Fajardo, Gón-gora; en ella compuso en 1656 su Apología -para justificarse de su abdicación de la Synagoga; en carta a BIyenbergh de 5 de enero de 1665 se lamentaba de no poder escri-birle «en la lengua en que había sido criado» y tener que hacerlo en holandés. Si hubiese

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vivido en u comunidad judía sefardí, dentro de la lengua española, no entre cristianos holandeses que la desconocían, es posible que su filosofía se hubiese escrito en español y no en latín; en español, como probablemente se pensó. Tal vez en el siglo XVII hubie-se existido un pensamiento rigurosamente filosófico, nutrido de cartesianismo, en nues-tra lengua. Pero dejemos los futuribles.

No fue así, y eso condiciona buena porción de nuestra historia común. Pero ¿sigue sien-do así? ¿No es el español de hoy uno de los instrumentos más perfectos y eficaces para la creación filosófica? ¿No se ha pensado en esta lengua parte esencial de la filosofía más innovadora de este siglo? ¿No se ha creado una lengua filosófica de singular rigor y flexibilidad, que además ha alumbrado innumerables posibilidades lingüísticas que habían permanecido abandonadas tanto tiempo?

Esta es la situación actual. Con la experiencia acumulada de las lenguas clásicas y las principales lenguas modernas en que se ha creado la filosofía moderna, sin el intento provinciano de atenerse a una sola -como han propendido a hacer países de tradición filosófica más rica-, aprovechando para la filosofía una espléndida tradición literaria y de pensamiento religioso, con un «espesor lingüístico» asombroso, el español ha llega-do a la filosofía. No se ha reparado lo bastante en que la lengua española, fijada morfo-lógicamente en fecha muy temprana, mantiene viva casi toda su historia. Las Coplas de Jorge Manrique son español de hoy, inmediatamente accesible a todo hispanohablante; el Libro de Buen Amor o las obras de Alfonso el Sabio se pueden leer sin esfuerzo; el Poema del Cid es inteligible con muy poca ayuda o preparación filológica. Compárese esta situación con la del francés, el inglés o el alemán ante su pasado lingüístico y litera-rio, que se han ido «enajenando» y alejando de la lengua hablada y entendida hoy. Y esto es todavía más importante para los hispanoamericanos, que pueden disponer como propia de toda la herencia literaria de su lengua, siglos antes del Descubrimiento, y así compensar la relativa brevedad de su historia política con la profundidad de un larguí-simo pasado cultural inmediatamente vivo, plenamente significativo. Todo el sistema de interpretaciones lingüísticas de la realidad en que consiste nuestra lengua se actualiza ahora al nivel de la filosofía y sin renunciar a ellas, poniéndolas en juego desde el enri-quecimiento literario de que no disponían las filosofias más tempranas de otras lenguas nacíonales europeas. El español ha llegado a la filosofía tarde, pero en una esplendorosa madurez. ¿Puede compararse el español -europeo y americano- del siglo XX con lo que era el francés del siglo XVII o el italiano dividido en dialectos, entre los que acabó por imponerse el toscano, o el inglés de la misma época, o el alemán de mediados del siglo XVIII, anterior a Goethe, a Schillet, a los románticos?

El vocabulario español, enriquecido en dos hemisferios, y en incontables experiencias históricas reales, la sintaxis flexible y ágil -«el español -dije una vez- juega libremente con monedas bien acuñadas»-, la increíble riqueza de modismos, que llevan cuajadas interpretaciones procedentes de vivencias seculares; la existencia de sufijos fecundos, como -izo, que me ha permitido incorporar al vocabulario filosófico el adjetivo "futuri-zo», difícilmente sustituible; la existencia de los tres prodigiosos verbos «ser», «estar» y «haber», por los que no sé qué darían los filósofos que piensan y escriben en otras len-guas; el uso optativo del adjetivo antepuesto o pospuesto, con tan diferentes funciones; la personalizadora preposición «a» para el acusativo, que tan finamente usa nuestra len-gua; el doble signo de interrogación o de admiración (o su refinada combinación en una misma frase); tantos recursos más, baldíos durante siglos, de los cuales puede servirse la

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filosofía tan pronto como nos pongamos a hacerla de verdad, sin mimetismos ni arcaís-mos, en nuestra lengua viva.

La lengua española, finalmente no es sólo la lengua de España, sino que es una lengua universal; lo cual no quiere decir que la hablen muchos millones de hombres, sino que la hablen diversos pueblos, es decir, comunidades diversas, con diferentes posturas his-tóricas, con distintas experiencias de la realidad. Los que hablamos español no somos un país, ni siquiera un inmenso país, sino muchos: un mundo, que llamamos hispánico, y que es verdaderamente, mundo porque se funda en un común repertorio de ingredien-tes humanos, de creencias, experiencias, usos, cosas consabidas, dolores y esperanzas y proyectos; y, sobre todo, en la lengua, vehículo de todo eso, interpretación primaria de la realidad, sustrato de toda filosofía posible que pretenda ser auténtica.

Esta es nuestra riqueza principal, en todos los órdenes; este, es el instrumento funda-mental para la filosofía; es, por añadidura, el temple primario de nuestra interpretación propia, la posibilidad de decirnos a nosotros mismos quiénes somos, lo cual significa quiénes pretendemos ser. La filosofía es la busca de una certidumbre radical para saber a qué atenerse y vivir en autenticidad. Sólo desde la filosofía en este sentido son «filo-sóficas» las cuestiones secundarias y marginales que también interesan y deben estu-diarse; es la filosofía la que decide de sí propia y de toda otra certidumbre. Las posibili-dades de la lengua española me parecen ilimitadas, superiores a todo lo mucho que ya se ha hecho con ella; en el campo de la filosofia, tan joven, está casi todo por hacer; pero lo que se ha hecho nos enseña ya cómo hay que hacerlo. Los que hablamos español no tendremos excusa si no hacemos en los próximos decenios una filosofía que nos haga entendernos desde, la raíz, proyectivamente, y que dé al mundo una nueva interpreta-ción, insustituible y, única, que venga a integrar los milenarios esfuerzos de Occidente por llegar a la vida como claridad y, por tanto, libertad.

Julián Marías

La más grave amenaza

Julián Marías. Catedrático de Filosofía. Miembro de la Real Academia Española ABC, 4-IX-1994, p 3.

A finales de 1945, recién terminada la Guerra Mundial, hablé de "la vocación de nuestro tiempo para la pena de muerte y el asesinato". Algo tan terrible como cierto, que había dominado el espacio de una generación, desde 1930 aproximadamente. La siguiente significó una recuperación de la civilización y el sentido moral, y, por tanto, del respeto a la vida humana. Pero no duró demasiado: hacia 1960 empezaron ciertos fenómenos sociales inquietantes, y que no han hecho más que crecer y afirmarse. Son el terrorismo organizado -muy organizado, y esto es lo esencial-, la inmensa difu-sión del consumo de drogas y, sobre todo, la aceptación social del aborto. No el que alguna vez se cometa, cediendo a impulsos fuertes en circunstancias agobiantes, sino el que eso parezca bien, un derecho, tal vez un síntoma de "progresismo". Hay una mani-fiesta voluntad de ciertos grupos sociales de que se cometan abortos, de que el mundo entero quede contaminado por esa práctica, de que nuestra época se pueda definir por ella, como otras por la esclavitud o la tortura judicial.

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Hace ya once años escribí un artículo, "Una visión antropológica del aborto", en que decía lo que me parece necesario y evidente. Creo que hay que separar esta cuestión de toda perspectiva religiosa, y también científica, porque la inmensa mayoría de las per-sonas no conocen la ciencia y no tienen medio de comprobar lo que enseña. Un cristiano puede tener un par de razones "más" para encontrar inadmisible el aborto, pero si yo fuese ateo opinaría lo mismo sobre el asunto. Se trata de que lo que se llama "elección" es exactamente "licencia para matar". Al hijo que va a nacer, a la persona "viviente" que llegará en un plazo fijo a la plenitud de la vida humana si no se la mata en el camino. He insistido en que, lejos de ser el hijo "par-te del cuerpo de la madre", un tumor que se puede extirpar, es "alguien", un "quién" irreductible al padre, a la madre, a todos lo antepasados, a los elementos que integran el mundo y al mismo Dios, a quien podrá decir "No". El niño que nace es una nueva reali-dad distinta de todo. Y esto en cualquier momento. La más refinada hipocresía es usada constantemente en defensa del aborto. "Interrupción del embarazo", como se podría llamar a la horca o al garrote "interrupción de la respiración". Y cuando se considera aceptable en las prime-ras semanas, no después, esto equivale a creer que es bueno disparar a una persona a veinte metros, discutible a diez metros de distancia, inadmisible a quemarropa. De igual modo, si se piensa que un niño con anormalidades no debe vivir, ¿por qué no esperar a que nazca y matarlo si es efectivamente anormal? ¿Y si la anormalidad sobreviene a cualquier edad? A veces pienso que Stalin y Hitler han triunfado al final. Se dan justificaciones extrañas para justificar el aborto. La violación, por ejemplo. Me pregunto cuántas violaciones "fecundas" se producen, tal vez ninguna, y si esto justifica más de cuarenta mil abortos en España en un solo año -¿con qué justificación legal?-. Otra "razón" es la necesidad de disminuir el crecimiento de la población. Para eso se usan estadísticas "futuras", absolutamente incontrolables e irresponsables, y no se tiene en cuenta el extraordinario aumento de la producción de alimentos y de todo lo demás, hasta el punto de que su exceso es un problema. Pero hay otros medios de regular la natalidad, mejores o peores, pero incomparablemen-te más justificados que el aborto. Y se lo defiende y propaga en países, como los euro-peos, en los que el descenso de la natalidad es angustioso, en los que apenas nacen ni-ños, ni siquiera para mantener la población. Europa va a ser un continente de viejos, y si la tendencia se prolonga, una comunidad en vías de extinción; y es donde con más en-carnizamiento se hace la propaganda del aborto. ¿Por qué? Creo que por debajo de todos los argumentos que se esgrimen hay una volun-tad profunda de "despersonalizar" al hombre en general y de perturbar la esencial duali-dad de la vida humana, varón y mujer, irreductibles e inseparables, constituidos por la referencia mutua. Se lleva mucho tiempo intentando "reducir" lo personal a lo orgánico, y esto a lo inorgánico; lo humano a la zoología; se descarta la libertad, la responsabili-dad, el sentido de la paternidad y de la maternidad -se ve a la mujer embarazada, algo noble y admirable, como una "hembra preñada"-. De esto se trata, esto es lo que se está ventilando. La Humanidad va a decidir en este final del siglo XX si sigue hacia adelante o vuelve a la prehistoria -suponiendo, como muchos quieren creer, que la prehistoria no era humana, que el hombre alguna vez no ha sido hombre con sus rasgos esenciales y propios-. Estamos amenazados por la mayor ola de "reaccionarismo" que puedo recordar; porque no afecta a tal o cual aspecto secundario de la vida, sino a su misma realidad, a la que tiene de persona, a lo que hace que pueda ser vividera, con esperanza en medio de todas las dificultades y dolores que lleva consigo. La manipulación a que está sometido el mundo actual, incomparable con la de cualquier

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otra época, hace verosímil que el mundo se embarque en una monstruosidad sin prece-dentes. Imagino que en el siglo próximo se podrá sentir vergüenza de que haya existido una época tal como nos la presentan, ofrecen y, lo que es más, quieren imponer

JULÍAN MARIAS

La otra lengua de Maragall 15/08/1976

En verso, Maragall escribió siempre en catalán; en prosa, usó esta lengua y el español alternativamente, y su obra total se reparte casi por igual entre ambas. Hay que decir que el prosista Juan Maragall, ciertamente inferior al poeta Joan, no tiene nada que en-vidiar a los escritores de cualquier parte de España dentro de su generación, aunque no tenga la genialidad creadora que tuvieron los hombres del 98, y que él tuvo en poesía. En todo caso, la catalanidad de Maragall es extrema: su instalación en Cataluña es plena e intensa; todo lo mira desde allí; viajó poco; nunca residió con habitualidad fuera de Cataluña, ni apenas de Barcelona. Cuando escribía en lengua española era también para Cataluña, ya que se trata casi íntegramente de artículos en el Diario de Barcelona. Esto es lo que ha impedido que Maragall tenga circulación general en España: sus géneros literarios. El diario en que escribía no se leía más que en Barcelona, a lo sumo en Cata-luña; aparte de la colección en Obras completas, no se hicieron libros con los artículos de Maragall. El valor permanente que pudieron tener -que hoy resulta evidente a distan-cia- no fue visto, ni siquiera en su propia región. Creo que sería, conveniente la «des-amortización» de Maragall, su lectura general y lo más amplia posible.

Pero hay que decir que Maragall vivió ambas lenguas, no meramente las utilizó instru-mentalmente, y por eso puede hablarse de dificultades o conflictos, y por eso fue un escritor en las dos. Creo que Maragall se fue instalando progresivamente en la lengua española, que se llama así, dice, aunque no sea la lengua de todos los españoles. En 1895 habla de la «preocupación del estilo, una preocupación de escribir bien el castella-no revelada en ciertas frases hechas, en ciertos giros muy castellanos seguramente, pero por esto mismo de escasa espontaneidad, de ningún arraigo en el sentimiento del autor». « Defecto es éste inevitable en poco o en mucho -añade- para cuantos escribimos en un idioma que no es el nuestro materno; defecto en el que tal vez estemos incurriendo en las mismas frases con que pretendemos advertir a otros. La verdad es que los catalanes que escribimos en castellano nos vemos en el caso paradójico de esforzarnos en ser es-pontáneos y de premeditar la sinceridud de nuestra expresión.»

Poetas catalanes en castellano Unos años más tarde, en 1902, se ocupa Maragall de los poetas catalanes que escriben en castellano, y encuentra en ellos «aquel agraz delicioso de la lengua castellana que se encuentra en Fray Luis de León y otros clásicos madurados al sol greco-latino, y cuyo secreto parece perdido en los modernos poetas castellanos. Hay en aquéllos un no sé qué de austeridad catalana en el sentimiento, y de noble sobriedad en el lenguaje que equivale a lo mejor de la influencia clásica, a expensas, sin embargo, de la emoción poé-tica, que sólo brota palpitante y comunicativa cuando el poeta habla en vivo, esto es, en su lengua íntima».

Esto es particularmente interesante: «su lengua íntima», esto es el catalán para Maragall, y para la inmensa mayoría de los catalanes; pero no todo es intimidad, y precisamente

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desde ella se puede enriquecer la otra lengua también propia. ¿Se duda que lo fuera para Maragall? Al prologar en 1908 el libro Hores lluminoses, de Morera i Galicia, que se quejaba de haber pasado tres cuartos de su vida sin escribir en catalán, Maragall le dice: «D'aquesta pena vostra procedeíx gran part de la nostra delicia: perqué de la freqüenta-ció poética amb la noble llengua castellana, que us era connatural, heu dut a la nostra un element que calia a sa renaixença literaria, una elegancia que heu sabut assimilar-li tant més profundament quant amb més amor de neófit l'heu tractad a per la vostra tardança.»

La intimidad de Maragall Y no se trataba sólo de literatura. Las cartas a Pijoan -siempre escritas en catalán-dejan ver resquicios de la intimidad familiar de Maragall. Aparece su mujer, Clara Noble, que a través de la obra del poeta tan noble y tan clara se muestra, con su bellesa molt recón-dita, com la viola que embalsama els boscos-, y sus hijos, que van naciendo, hasta trece. «La Clara -escribe Maragall al amigo ausente, en octubre de 1903 -també estaba amb ansia: cada día a ¡'hora del carter em preguntava si hi havia noves de vosté. El saluda afectuosament. Els petits -no es un dir-ho, no- potser no pasa dia que no l'anomenin. El noi gran tot sovint surt amb aquesta: «Papá, ¿dónde está el señor Prussián ?» Y en otra carta, poco después: «Ara han entrat les meves bessones. - «¿Qué quieres que le diga al señor Pujoan? - Que venga» - Aixó es parlas en plata. La Clara em saluda amb afecte.» Y todavía dentro del mismo año: «A l'altra plana la Clara vol contestar lo mellor que ella pu gui aquelles lletres de noble galanteria amb que vosté li dóna l'enhorabona de son vuité filli. Quin bell tall clássic el d'aquella carta. ¡Que noblement espanyola! ¡Quin home que és vosté! »

Y, quizás más que nada, el contacto con los escritores del 98, con Unamuno ante todo, le hace penetrar profundamente en la otra lengua. La había sentido, en alguna medida, ajena; pero ¿no les pasaba lo mismo a los escritores que sentían la necesidad de renovar-la desde su raíz,, de superar la inautenticidad en que, salvo excepciones, había caído en los últimos decenios del siglo XIX? Eso, que he llamado «la interpretación regional del descontento, ¿no hace a Maragall, y a otros, creerse lejos de una lengua también suya, porque no sienten como propias las formas literarias dominantes o lo que en ella se dice, al menos lo que sobrenada?

En 1906 le escribe a Unamuno: «Nunca había sentido tanto la hermandad de las lenguas castellana y catalana como en la traducción que me ha dado de mi Vaca cega. Es un portento. O es que cuanto más se ahonda en cualquier idioma, más se acerca uno a su profunda convergencia: y nada ahonda como la poesía. Además, hay entre nuestras dos lenguas la doble hermandad latina e ibérica.» mos de Maragall, se titula ,Catalunya i avant», pero está escrito en español y lleva como lema los dos Versos de Unamuno: «La sangre de mi espíritu es mi lengua / y mi patria es allí donde resuene.»

De ellos -dice Maragall- ha de arrancar su contradicción a lo que Unamuno, a quien llama «el español más representativo que hoy existe en la Península», había dicho. «Di-jo y sostuvo que los catalanes debíamos esforzarnos en catalanizar España y que debía-mos hacerlo en castellano: que de este esfuerzo, simultáneo con el de cada región para imponer su espíritu en el conjunto, había de resultar la verdadera nación española.»

«Pues yo creo -responde Maragall- que esto no puede ser: que la personalidad catalana no está bastante fuerte para tal intento, y que emprenderlo por aquel camino sería nues-tra ruina definitiva, sin provecho alguno para la nación española.» «La prueba ha sido hecha nada menos que por cinco siglos. Cataluña se incorporó, espiritualmente y todo, al Estado hispano-castellano.» Y Maragall se pregunta qué ha quedado, dónde está el rastro de catalanismo, lo catalán en España, «qué sustancia ganó España con tenernos,

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qué ascendió Cataluña por tal incorporación». De los catalanes ilustres (Boscán, Pí, Balmes, Piferrer, Capmany, Milá) se pregunta si alguien sabe fuera de España, o aun dentro de ella, que eran catalanes, mientras que lo sabe de Verdaguer, Torras y Bages, Prat de la Riba, Cambó, Corominas, Gaudí, «y por catalanes representan algo en la cul-tura y en la política españolas».

Creo que Unamuno hubiera podido mostrar una considerable dosis de catalanidad en la primera lista de nombres -el olvido voluntario de Capmany me parece una de las gran-des infidelidades a Cataluña de los catalanes que asumen más su representación-y hoy, al cabo de sesenta y cinco años cabría preguntarse cuánto queda vivo en Cataluña de algunos de la segunda lista. Pero lo más interesante es lo que Maragall agrega: que si se ha hecho caso a lo que los catalanes decían en castellano, ha sido porque se ha sentido que aquellas palabras «tenían un fermento catalán», que venía «del verbo catalán resuci-tado». «Podemos arrancárnosla esta lengua" ¿Podremos hacer nuestra, injertar en nues-tra garganta y en nuestro corazón la gloriosa lengua de Castilla? ¿Qué importa que use-mos también la castellana? Si alguna alma sentís en ella cuando la hablamos, es el alma de la otra; sin ella no nos oiríais siquiera.»Entendimiento ibérico

«No, mi admirado don Miguel de Unamuno -concluye-; no, amigo mío muy querido; no puede ser, no podemos tomar la lengua castellana como lengua propia", no podríamos hablar. Ahora nos damos a entender en ella porque la otra está dentro; y cuanto más firme y más fuerte la hagamos dentro, más nos daremos a entender en todas las lenguas. ¡Adentro!: usted ha dado vida a esta palabra en una obra breve, fuerte, inolvidable.»

Y tras estos párrafos admirablemente escritos en el más vivo castellano, desde dentro, Maragall, al declinar su vida, proclama un catalanismo en retirada, de exclusivismo sin hostilidad entre hermanos, de «dejarse en paz unos a otros». Ninguna imposición mutua, hasta, llegar a la raíz común, a la raíz ibérica que indudablernente existe. «Allí hemos de encontrarnos, allí hemos de entendernos (y por cierto hablando cada uno, en su lengua), allí hemos de unirnos valorando cada uno su elemento y su fuerza en la raíz común.» Allí ve Maragall «la España grande la castellana-catalana-vasca-portuguesa», «el alma peninsular aún por descubrir, la gran civilización ibérica aún por hacer, y por la que seremos algo, mucho en el mundo».

Unamuno pensaba que los españoles todos, de cualquier región, deben ejercer su «impe-rialismo» sobre el conjunto, catalanizar, galleguizar, vasquizar España, y todo ello en la lengua general. Maragall encontraba el catalán irrenunciable y se sentía incapaz de esa catalanización general de España. Catalunya i avant quería decir para él: ¡adentro!

Ha pasado mucho tiempo y el mundo ha dado muchas vueltas. Se han hecho diversas experiencias, se han cometido demasiados errores, y ahora vamos a empezar de nuevo una etapa de la historia, espero que más inteligente que las últimas. Para ello he creido esencial traer a la memoria la admirable figura de Maragall, su nobleza, su patriotismo catalán y español, su capacidad d e amor y ad miración, su profund a raíz religiosa, que le hacían sentir respeto y entusiasmo por la realidad, su talento creador, que le permitía no vivir poseído de oscuros resentimientos. Los catalanes, desde luego, los españoles todos, no podemos permitirnos el lujo suicida de olvidar a Maragall.

Pero ha pasado ya bastante tiempo desde que murió; y habría que completar su visión con la nuestra, añadir nuestros Ojos y los de cuantos en este siglo han mirado con vera-cidad las cosas a los suyos tan perspicaces y luminosos.

Creo que hay que rectificar la interpretación «castellanista» de España, obra muy prin-cipal de los no castellanos. Creo que se podría mostrar que España ha sido y es mucho

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más catalana de lo que Maragall pensaba, y mucho más vasca que lo que se dice, y más gallega y andaluza y navarra y aragonesa... Recordando la frase de Ortega «Castilla hizo a España, y Castilla la ha deshecho», hace ya tiempo que propuse una rectificación esencial: «Castilla se hizo Espana». Hablar del «Estado hispano-castellano» me parece un error político fundado en un error histórico.

Y en cuanto a las lenguas, cada una tiene su propia vida, condición, posibilidades, futu-ro, y nada confunde más que tomarlas en bloque. Pero es claro que el catalán es irrenun-ciable. Cuando los catalanes hablan la lengua española, «la otra está dentro» -dice Ma-ragall- Claro que sí. Dentro, fecundando y matizando la otra, desde la intimidad; pero los catalanes están también «dentro de la otra», es decir, instalados en ella, en esa doble. instalación sin paralelismo que es su destino histórico y, si lo aceptan creadoramente, su privilegio.

Julián Marías La perduración de Unamuno

ABC Madrid, 9 de julio de 1998

Llevo sesenta años escribiendo sobre don Miguel de Unamuno, desde 1938. Hace cin-cuenta y cinco que se publicó mi libro Miguel de Unamuno, que no ha envejecido a mis ojos –y, por sus reediciones, parece que tampoco a los de sus lectores–. La razón es que traté de «construir» la figura de Unamuno atendiendo a lo que me parecía más profundo y auténtico, lo que podía permanecer, más allá de los azares, las modas pasajeras, las tentaciones.

«Cuando me creáis más muerto, / retemblaré en vuestras manos» –escribió Unamuno, pensando en el temblor, siempre actualizado, de sus versos–. Unamuno cultivó todos los géneros; poesía, novela, teatro, libros doctrinales llenos de una filosofía rehuida y de preocupación religiosa, artículos sobre todos los asuntos imaginables: paisajes, ciuda-des, autores, política. Cada lector, incluso cada época, ha ido mirando la obra de Una-muno según diversas perspectivas, y las imágenes de él han ido cambiando. Yo señalé que lo más importante de su obra era lo más desatendido hasta entonces: la novela, en la que veía lo más innovador y creador literariamente y lo más importante filosóficamente: la «novela personal» como método de conocimiento, desde Paz en la guerra hasta San Manuel Bueno, mártir.

En tiempos de politización, cuando se ha puesto la política en el primer plano, obturan-do la visión de la mayor parte de la realidad, se ha insistido en la dimensión política de Unamuno, de la cual se deben conservar la valentía personal, el liberalismo y su apasio-nado amor a España, su condición tan profundamente vasca como española. Tal vez se debe tomar con precaución su propensión al apasionamiento, sus ocasionales arrebatos, de los cuales algunas veces se arrepintió y otras no tuvo tiempo para ello.

Ha habido un tiempo en que se ha sentido vivo interés por su dimensión religiosa, su afán de inmortalidad y resurrección, su vacilación y angustia. Ha sido el momento en que los incomprendidos, los toscos y cerriles, arremetieron contra él, en vida y después de muerto, con asombrosa falta de sentido religioso y de espíritu cristiano; en esa misma

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fase se buscó en Unamuno el planteamiento del núcleo último de la religión, se recibió de él un estímulo inapreciable para la reminiscencia de la dimensión religiosa de la vida humana.

Esta fase, si no me engaño, ha pasado. Se ha entrado en una etapa de trivialización de la religión, de reducción de ella a cuestiones sociales y políticas, dejando fuera el núcleo radical que la constituye, las preguntas irrenunciables. Esto ha venido acompañado de una frecuente actitud de desdén por lo propiamente religioso, que se mira con hostilidad y sarcasmo; esto ha hecho que la estimación de Unamuno haya descendido, que no se lo invoque con el interés y fervor de decenios anteriores.

Añádase a esto que ha caído en manos de eruditos, afanosos por encontrar –o inventar– «escritos inéditos», mientras permanecen no leídos acaso los más importantes. Se da valor a anotaciones privadas, a cartas múltiples que Unamuno escribía –entre otras ra-zones porque vivía en Salamanca y no en Madrid, y su medio habitual de comunicación era epistolar–. No se tiene en cuenta su época de exilio en Francia. Creo que su ausencia de mención a Heidegger, que tan poderosamente le hubiera interesado, se debe a que en 1927, cuando se publicó Sein und Zeit, estaba precisamente en Francia y no en Sala-manca, donde hubiera descubierto y devorado el gran libro.

Como se ve, el azar, siempre decisivo en los asuntos humanos, ha tenido un papel evi-dente en la imagen de Unamuno, en sus formas de perduración, en sus eventuales eclip-ses.

Parece aconsejable tratar de ver en qué «consistió» Unamuno, qué fue lo más propio de él, dónde alcanzó un máximo de autenticidad. Ésta suele coincidir en un escritor con su calidad. Creo que el teatro nunca fue una gran creación de Unamuno, que no añade nada importante a lo que magistralmente realizó en sus novelas. Entre los millares de artícu-los que escribió, se impone una distinción entre los que brotaron desde dentro, por una necesidad vital, y los que significaron algo superficial, motivado por la actualidad, por la exasperación, en ocasiones por el malhumor, tan estéril casi siempre.

Hay que llegar al fondo de Unamuno, a lo que tuvo que ser, a lo que expresó para poder vivir, para intentar ser quien era. Entonces se descubre que es irrenunciable. Sus descu-brimientos filosóficos, «involuntarios», si se entiende esta palabra, rehuidos, casi nega-dos, son asombrosos. Se ve hasta qué punto anticipó lo que había de verse y poseerse después, con recursos de que no disponía, pero que palpó con extraño acierto. Se diría que Unamuno «miró» –y por tanto vio– lo que no supo conceptuar y expresar adecua-damente.

Hay que leer sus novelas como lo que son, sin imponerles las exigencias de las diversas modas que se han sucedido a lo largo de un siglo –no se olvide que la primera es de 1897–; y si se hace así se descubre que son una aportación capital a la filosofía, que significan nada menos que la incorporación de la imaginación a la razón –erróneamente desdeñada por las vigencias de su tiempo–.

Y en la selva poética de Unamuno hay que entrar con rigor, sin perder lo valioso, sin dejarse distraer por las frecuentes tentaciones y caídas. No todo lo que Unamuno anota-ba en sus cuadernos es verdadera poesía que merece conservarse. Pero no se pueden perder aquellos momentos en que encontró lo más profundo de lo que era, más aún de lo que pretendía ser.

La dimensión religiosa de Unamuno es quizá lo más vivo de su obra, lo más problemá-tico, lo que invita a ser leído desde una perspectiva que no había sido posible. ¿Cuál? La de la libertad. El Concilio Vaticano II proclamó la libertad religiosa como algo esencial,

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rectificación de un error «religioso» inveterado, de una imposición perpetuada durante siglos, una de las infidelidades cristianas al cristianismo.

Desde la libertad se puede y se debe leer a Unamuno, sin suspicacias, sin partidismo, con ojos abiertos y por tanto críticos. Se puede ver lo que aportó, lo que nos legó, y que es irrenunciable; lo que le faltó, lo que debió a sus limitaciones o a presiones del tiem-po.

Unamuno tenía tal valor, realidad y claridad, que puede afrontar el examen y la lectura atenta. No puede temer que deje de interesar, de incitar, de enriquecer a sus lectores; no puede pasar y ser olvidado. Mientras sea leído, y más desde el fondo y hasta alcanzar el suyo, más asegurada tendrá su perduración.

La razón histórica / 1 JULIAN MARIAS

La invención creadora EL PAÍS - Opinión - 31-07-1977

El 22 de noviembre de 1975, apenas ayer, inició su reinado Juan Carlos I; exactamente veinte meses después, el 22 de julio de 1977, el Rey ha declarado abiertas las primeras Cortes democráticas que España tiene desde 1936: un Congreso y un Senado compues-tos de miembros de todos los partidos, después de unas elecciones libres, pacíficas, con-ciliadoras y alegres.¿Cómo ha sido posible? ¿No es inverosímil, increíble? Recuérdese cómo estaba planteada la cuestión: España había padecido una guerra civil de extremada violencia y dureza, que había terminado con la destrucción política total de uno de los dos beligerantes, sin conservar ni siquiera un residuo de él, ni aun en calidad de venci-do; el régimen victorioso se había instalado en el poder para siempre, sin admitir siquie-ra que después de él pudiera haber otra cosa; y cuando estableció una Ley de Sucesión, lo hizo con la pretensión de que ella sirviera para perpetuar la misma concepción del Estado; cuando quiso dar al país una Ley Fundamental (algo así como una Constitu-ción), la hizo aclamar de una vez y sin más trámite que escuchar su lectura por las que entonces se llamaban Cortes Españolas; no se admitía ni la existencia de partidos políti-cos, para no hablar de toma de posesión del Poder, ni aun de participación en él. La úni-ca alternativa a este estado de cosas sería, naturalmente, la subversión, la destrucción del Estado, probablemente la revolución. Así se repetía por unos y por otros, quiero decir por los partidos de ambas alternativas.

Pues bien, veinte meses después nos encontramos con que no queda nada de lo que ha sido la vía pública española durante cuatro decenios; empezando por lo más grave y elemental: que hay vida pública, precisamente lo que había faltado en tan largo tiempo. Nada de lo que podía decirse que caracterizaba políticamente a España entre 1939 y 1975 (en rigor, desde 1936) es válido hoy.

Pero, al mismo tiempo, hay que añadir que ninguna de las previsiones -aterradas o espe-ranzadas- se ha cumplido: no se ha hundido nada, no ha habido colapso del Estado, no ha habido subversión ni revolución ni nada parecido. Entonces, ¿qué ha pasado? Acaba de suceder ante nuestros ojos, y públicamente, a la luz del día. Parece algo obvio. Y, sin embargo, no lo es. Creo que muchos españoles y casi todos los extranjeros, si son since-

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ros, confesarán que no lo comprenden. Y como esta confesión cuesta mucho, la mayoría prefieren hacer otra cosa; mejor dicho, otras dos: unos tienen la impresión de que han sido objeto de una experiencia de magia: que se les ha escamoteado, por arte de presti-digitación, toda la escenografía en que habían creído vivir políticamente, decenio tras decenio, y hasta el suelo en que tenían puestos los pies; otros, como no entienden lo que ha pasado, piensan que no ha pasado, que es todo engaño o alucinación, que eso que no se parece nada a lo anterior, a pesar de ello es lo mismo, porque así tiene que ser. Como ni unos ni otros tienen mucha imaginación, ni gran talento denominativo, cuando quie-ren definir la situación en que vivimos suelen emplear curiosas palabras: unos hablan de «traición»; los otros, de «neofranquismo». Yo creo que lo que ha pasado en los últimos veinte meses se entiende muy bien. Basta con mirar y dejar que se dibuje en la mente la figura de lo que realmente ha acontecido, no lo que se suponía que debería suceder. Es la realidad misma la que debe explicarse. Y no se la entiende si se la deforma con es-quemas abstractos que nada tienen que ver con ella. Lo que ha pasado -lo que está pa-sando- en España es muy claro, pero es mucho más asombroso que lo que suele pensar-se; yo lo formularía así: en la vida pública española ha funcionado la razón histórica.

Hay que volver al tema -para mí siempre decisivo- de la legitimidad social, más impor-tante que la mera legitimidad jurídica. En 1936 se perdió, por supuesto en el bando que consistió en su quebrantamiento, pero en seguida también en el otro, porque en él se «aprovechó» la rebelión militar y el comienzo de la guerra civil para romper con lo que hasta aquel momento era la República y empezar «otra cosa» (una revolución, o acaso dos). Indicio de ello es que el 18 de julio fue celebrado, y en el Madrid de la guerra la calle del Príncipe de Vergara (el general liberal Espartero) se llamó avenida del 18 de Julio (antes de llamarse, desde 1939, General Mola).

Durante la guerra en ambas zonas, y en toda España después de la victoria militar, se gobernó en una forma que consistía en ilegitimidad social, porque su principio era pre-cisamente la exclusión del consenso de gran parte del país. Me explicaré, porque la cosa no puede ser más grave.

En mi Introducción a la Filosofía (1947) hablaba yo de las formas políticas en que «una fracción importante del país, como tal, ejerce una dominación coactiva sobre la totali-dad, sin contar, ni siquiera hipotéticamente, con el asentimiento del resto de la pobla-ción, sino al contrario, nutriéndose más bien de su oposición y resistencia». Los que se sienten titulares de ese poderío se consideran virtualmente «dominadores» del resto de la población, «cuya oposición y repulsa del poder constituido resulta esencial. Por eso se trata de formas políticas en las que el consenso general está excluido formalmente y por principio, pues tan pronto como se produjese dejarían de existir como tales». Esta es la situación existente en España de 1936 a 1975, y es la que hoy domina en unas dos terceras partes del mundo, afectadas de lo que pudiéramos llamar ilegitimidad social esencial. El «partido único» (o sus equivalentes) es la expresión política de estas formas de gobierno.

Pero, aunque faltase esa legitimidad social, lo que en España había es legalidad: un sis-tema de leyes, sobre todo civiles, pero también criminales, incluso de derecho público, con arreglo a las cuales trancurría la vida de individuos y corporaciones. Negar esto sería el mayor absurdo. Los españoles nos hemos inscrito en el registro civil, nos hemos casado, hemos testado, hemos firmado contratos válidos, hemos constituido sociedades, hemos tenido documentos y pasaportes, se nos han reconocido -y a veces negado- cier-

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tos derechos; ha habido, sobre todo en los últimos años, toda una serie de instituciones políticas que han regido la vida del país. Su fundamento era, sin duda, discutible, su legitimidad, precaria o nula -según los casos-, pero su legalidad era notoria.

Esta era la situación que vino a alterar profundamente la muerte del hasta 1975 jefe del Estado y fuente de todo poder político. Nadie destruyó el sistema, nadie «triunfó» sobre él; se extinguió naturalmente, y los mecanismos legales previstos funcionaron; se man-tuvo la estructura del Estado, la Monarquía nominal prevista por las leyes vigentes llegó a ser efectiva.

Conviene recordar cuáles fueron los esquemas mentales con que la opinión política re-accionó a la nueva situación. Se pueden resumir en las dos palabras más repetidas en periódicos y discursos durante los primeros seis u ocho meses: reforma y ruptura.

Creo que ninguna de estas dos expresiones era muy afortunada ni inventiva. La primera fue usada por las fuerzas políticas que pretendían mantener lo más posible el régimen que había terminado irreversiblemente, que confundían la legalidad jurídica con la legi-timidad social y creían que en política la que cuenta es aquélla. El propósito era refor-mar el régimen existente. Algunos, lo menos posible; otros, ampliamente y bastante a fondo.

La segunda palabra, «ruptura», fue usada monótonamente, con algunos adjetivos de recambio («democrática», «pactada», etcétera) por la que se llamó -con inaceptable pre-tensión de exclusivismo- «oposición democrática». Su significación tenía un núcleo bien claro: dar por supuesto que había ocurrido lo que no había ocurrido (la destrucción o derrota del régimen vigente), interrumpir la continuidad del poder, empezar en cero, es decir, sustituir el poder establecido (socialmente ilegítimo) por otro sin títulos claros, que sería una nueva ilegitimidad.

Todos sabemos que no ha prosperado ninguna de estas soluciones: ni ha habido «refor-ma» ni «ruptura». Se ha mantenido una estricta continuidad de poder, que no ha estado abandonado ni un solo día; no se ha quebrantado la legalidad vigente, no ya en la vida privada, sino ni siquiera en la vida pública; han funcionado los mecanismos legales existentes: Cortes, Consejo del Reino, Ley de Sucesión, etcétera. Pero no para conservar el régimen anterior, simplemente reformándolo, sino para transformarlo radicalmente, para alumbrar otro nuevo y bien distinto. Se ha incorporado así el parcial consenso de los que se sentían solidarios del antiguo -y tenían derecho a ello- para movilizar el pro-ceso innovador al que estamos asistiendo, y que va mucho más allá de lo que los «ruptu-ristas» imaginaban: porque no se trata de una mera sustitución o inversión de lo que existía, con otro equipo y distinta coloración, pero a última hora con análogos princi-pios, sino de la creación de algo nuevo, irreductible a la posición que era el punto de partida y a su contraria.

En efecto, lo que en estos veinte meses se ha llevado a cabo ha sido algo cuya originali-dad encuentro asombrosa.

No se ha perpetuado la ilegitimidad social que es la exclusión del consenso, el dominio de una parte del país por otra; no se la ha sustituido por otra análoga, es decir, el relevo de la fracción dominadora por una fracción de la mayoría dominada. Se han utilizado los recursos enteros del país, sin exclusiones, para lograr una transformación radical de

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las estructuras existentes, sin solución de continuidad, sin saltos ni retrocesos, sin inver-sión mecánica del cuerpo social. Y digo «radical» no en el sentido de «extremista» -precisamente es lo que se ha evitado-, sino en el sentido literal y fecundo de la palabra: una transformación desde la raíz, de dentro a fuera, sin arrancar nada del suelo nutricio, sin pérdida de la estabilidad, mediante una profunda renovación de la vitalidad. Raíz es sinónimo de origen: cuando digo que ha funcionado la razón histórica, es lo mismo que si dijera que ha funcionado la originalidad creadora que es propia de la historia humana. Tendremos que verlo en su prodigioso detalle.

La razón histórica/2 JULIAN MARIAS

Examen de conciencia EL PAÍS - Opinión - 07-08-1977

La razón histórica es razón narrativa; nada humano se puede entender si no se cuenta una historia. La política está aquejada de abstracción; se habla de las cosas en términos muy generales, ideológicos; se emplean fórmulas, principios, valoraciones abstractas; rara vez se ponen las cosas en movimiento, es decir, se cuenta lo que ha pasado, cómo se ha llegado a cada situación, partiendo de otras anteriores y eligiendo entre varias po-sibilidades existentes.Temo que lo que voy a decir irrite a casi todos los lectores, porque lo que voy a recordar encierra elementos penosos o desagradables para todas o casi to-das las posiciones que podamos tomar ante los asuntos públicos; para las mías, pretéri-tas o presentes, también. Pero he llegado a tina altura de la vida en que lo que me resulta más penoso, lo que más me duele e irrita, y por añadidura lo que me parece más peli-groso, es faltar a la verdad o disimularla. Y no veo que haya manera de escapar a las graves crisis más que enfrentándose a cuerpo limpio con todo lo que ha acontecido a cada comunidad humana. ¿Habrá esperanza, por ejemplo, de que la Argentina vuelva a ser plenamente lo que tiene que ser mientras no tenga clara su historia efectiva íntegra de los tres últimos decenios, con su «argumento» visible, explícito, aceptado, quiero decir reconocido, aunque fuese como «inaceptable»?

El examen de conciencia nacional, para ser fecundo, tiene que ser histórico y no «jurídi-co» -si se me entiende bien-, más que la busca de «culpas» o «delitos» debe ser el inten-to de comprender humanamente lo que ha pasado y se ha hecho; del mismo modo que el examen de conciencia personal debe ser biográfico y no una mera indagación frente a un formularlo -es lo que quisieron hacer los teólogos morales del casuismo, que fue, y quizá no sea casualidad, un invento español que, como tantos, no llegó a buen puerto ni dio los frutos que de él podían esperarse.

***

La Monarquía se quebrantó gravemente al permitir la dictadura de Primo de Rivera en 1923. No faltaban algunas razones para ello. pero eran insitficientes: es cierto que lo aprobaron muchos que después se iban a escandalizar, pero tal aplauso no prueba que la dictadura fuese lícita ni conveniente. En 1930 tuvo la Monarquía la posibilidad de sal-varse y restablecer su legitimidad comprometida, iniciando un nuevo proceso constitu-cional, pero prefirió no arriesgarse, y con ello se suicidó. En abril de 1931 había un enorme entusiasmo por la República, que pudo aprovecharse para poner en marcha nue-vamente al país, en una etapa de legitimación, reconstitución y movilización total de las

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energías. Pero un análisis de ese entusiasmo -más fácil de hacer hoy que entonces- muestra que en él predominaba la hostilidad a la Monarquía sobre el fervor positivo por la República; eliminada aquélla, pronto empezó a cuartearse y desmoronarse. Los ver-daderos republicanos eran pocos -y los organizados en partidos, arcaicos, con demasi-dadas reminiscencias del siglo XIX y de la tercera República francesa, como muestran ya sus nombres, su anticlericalismo, su afición a las «sociedades secretas»- los socialis-tas, ocasionalmente republicanos, no ocultaban demasiado su desinterés por una Repú-blica «burguesa», primer paso hacia otra cosa. Había, aunque en corto número, monár-quicos enquistados y «profesinalizados», entre los cuales brotó aquel lema funesto, «cuanto peor, mejor». Los movimientos regionalistas tomaron pronto un carácter exclu-sivista y obsesivo, que los confinó a la «única cuestión» respectiva y los hizo inoperan-tes cuando menos- para construir una verdadera política nacional. Las derechas parla-mentarias, más listas que inteligentes, con jefes democráticos pero no liberales, mantu-vieron una constante reticencia frente a la República, que las hizo sospechosas, para no perder su clientela antirrepublicana, pero no se pusieron del lado de la restauración mo-nárquica, porque les parecía imposible y querían gobernar. (Repase el lector, como ejer-cicio, cuántos de estos rasgos rebrotan de alguna manera, con diversos contenidos, en 1977.)

Los jóvenes creen hoy que entre 1931 y 1936 había solidaridad con la República en los políticos que gobernaron durante ella, que había una adhesión fundamental. Si leyeran las colecciones de los periódicos de entonces saldrían pronto de su error. Pocas veces se han escrito ataques tan virulentos como los que se dirigían de un «bienio» a otro. El de fines de 1933 a principios de 1936 era llamado «bienio negro» por las izquierdas, que lo entendían como la destrucción de la República. Y el lema con que las derechas hicieron las elecciones de febrero de 1936 no fue otro que «Contra la revolución y sus cómpli-ces» (y hay que ver a quién excluían de la complicidad). Los intentos violentos de des-truir la República se sucedieron por ambos lados casi anualmente, porque casi nadie estaba dispuesto a aceptar otra variedad de República que la suya particular. Y el máxi-mo de virulencia verbal en 1936 la representó, sin duda, el diario socialista «Claridad», contra el torso mayoritario del partido socialista.

En cuanto a la legalidad que significaba el Estatuto de Cataluña aprobado en 1932, cuya derogación por el régimen franquista en abril de 1938 tanto se lamenta ahora, no necesi-to recordar que entonces estaba yo enfrente de los derogadores lo que no es quizá el caso de muchos lamentadores actuales, pero debo recordar que a esa legalidad estable-cida le sucedió algún contratiempo, por iniciativa de Barcelona, en octubre de 1934, es decir, en plena República.

Por otra parte, la guerra civil significó la subversión contra e régimen que, pese a todos sus defectos y errores, era legítimo: consideré entonces que merecía ser defendido, pero no era demasiado fácil, y no sólo por la ofensiva de sus enernigos directos, si no por las tensiones de sus «partidarios». Fue un grave error sustituir la bandera española, en 1931, por la tricolor, pero a pesar de ello esa bandera republicana fue un símbolo de esperanza y despertó mi entusiasmo juvenil: ahora bien, muchos recordamos lo poco que interesaba durante la guerra, lo difícil que era conseguir que fuese izada: esa bande-ra que ahora exhiben a destiempo algunos partidos, no era del gusto de socialistas, co-munistas y anarquistas, o de los sindicatos, que preferían con mucho sus banderas rojas o rojinegras, símbolos de otras concepciones políticas distintas de una República liberal que pronto se vio desasistida.

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No tenía particular sentido volver los ojos a ella en busca de una legitimidad, tras dece-nios de interrupción. Por eso tantos republicanos y, en general, tantos españoles para quienes la primera condición de la vida política es la libertad han pensado desde hace ya muchos años que la Monarquía podía ser una posibilidad en reserva, capaz de ir «más allá» de la guerra civil y buscar con el apoyo de la voluntad del pueblo español - y no de otro modo una renovada legitimidad democrática.

Que el posible titular de esa Monarquía era don Juan de Borbón, era evidente; que la perturbación del mecanismo sucesorio era un grave riesgo para la Monarquía, no menos claro. Pero los hechos tienen una realidad con la cual hay que contar si no se es un iluso, aunque de ellos, ciertamente, no brota automáticamente una justificación. El «hecho consumado» no pasa de ser un hecho.

La Monarquía establecida en España el 22 de noviembre de 1975 era legal y efectiva, lo cual no es poco, pero no bastaba. Y aquí es donde empezó a intervenir en forma creado-ra esa razón histórica cuyo proceso estoy examinando. Creo que las palabras iniciales del Rey, que se declaró desde el primer mrnomento «Rey de todos los españoles», sin distinciones ni privilegios para nadie, apoyadas por la que me pareció esplendida homi-lía del cardenal de Madrid, marcaron ya una dirección inconfundible. Desde entonces, la figura que la Monarquía ha ido tornando ha ido coincidiendo con el postulado de una legitimación que era la condición de su futuro y de que pudiera cumplir una misión tan importante como lo que he llamado en el título de un libro La Devolución de España (se entiende, por sí misma y a sí misma).

En pasos sucesivos, el referéndum del 15 de diciembre de 1976, la cesión de los dere-chos dinásticos por el conde de Barcelona a su hijo, finalmente las elecciopes del 15 de junio pasado, y la reunión de las Cortes elegidas, el 22 de julio, han ido llevando a cabo ese proceso histórico. Se ha cumplido algo tan insólito, tan improbable, como un proce-so de legitimación social. Y digo social, y no meramente jurídica, no sólo porque la le-gitimidad social es la que verdaderamente me importa, sino porque, si no me equivoco, ese proceso ha reflejado el movimiento histórico de la sociedad, la toma de posesión del pueblo español, tan pronto como ha podido hacerlo al ser «puesto en libertad».

***

Por eso se trata de un proceso innovador, creador. Por sus pasos contados, sin rupturas, conservando los fragmentos capaces de consolidación, pero sin ligarse a ellos, mante-niendo en todo momento una libertad hacia el futuro, ha empezado a ordenarse de nue-vo España. Soy parte integrante de ella, me siento solidario de su destino hasta la raíz, no he querido nunca abandonarla -he vivido la mayor parte de mi vida en exilio del Es-tado, pero nunca de la sociedad española- me va en ello la vida y las posibilidades bio-gráficas,y lo que es más, las de las personas que más me importan. Quiero decir que estoy vitalmente interesado, todo cuanto es posible. Pero permítaseme otra forma de interés: el teórico, el estrictamente intelectual, como estudioso de la sociedad y la histo-ria, y en definitiva de la vida humana. Desde este punto de vista, encuentro apasionante el espectáculo a que estamos asistiendo. Estoy tratando de dar los instrunientos ópticos para que podamos darnos cuenta de él. Quizá, de paso, esto pueda contribuir a que no malogrernos una espléndida posibilidad histórica.

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La razón histórica / 3 JULIAN MARIAS

El ejercicio de la libertad EL PAÍS - Opinión - 14-08-1977

La palabra «liberación» es de las más escalofriantes de nuestro siglo. Los españoles trabamos conocimiento con ella durante la guerra civil, que fue llamada (por los que acabaron ganándola) unas veces «Cruzada» y otras «Guerra de Liberación». Se hablaba del «ejército liberador» y de los «territorios liberados», etcétera. Por supuesto, los «libe-rados» lo eran sin su consentimiento. Después, el inundo se ha llenado de «movimientos de Liberación» (o «ejércitos», o «frentes» o como quieran llamarse); el resultado de sus actividades suele ser la desaparición indefinida de toda libertad.Afortunadamente, Es-paña no ha sido «liberada» a fines de 1975, y por eso no hemos pasado de una penosa escasez de libertad a otra aún más penosa, sino a un grado muy considerable y, sobre todo, a unas posibilidades cuyo único límite es la estructura objetiva de la realidad -económica, técnica, social, voluntaria-, con la cual hay que contar si no se es un mente-cato o un iluso.

Entonces -se dirá-, si no ha sido liberada, ¿córno se ha pro ducido ese incremento de liber tad? Yo diría qué ha sido puesta en libertad. Terminado el régi men anterior, ha resultado evidente su falta de justificación, la violencia que signíficaba, su carácter ruti-nario, sobre todo. La sociedad española, apenas se ha iniciado la devolución a sí misma, tan pronto como ha empezado a moverse y, sobre todo, expresarse, ha advertido el esta-do de petrificación en que estaban sus estructuras políticas, la ilicitud y, lo que esmás, la falta de necesidad de innumerables frenos, contro les, prohibiciones, tabúes, y ha empe-zado a omitirlos, incluso a olvidarlos. Cuanto más se insista en que los gobernantes de los pri meros meses del nuevo régimen no eran realmente nuevos, en que a última hora eran supervivencias del anterior, más evidente resulta lo que acabo de decir: más que una «decisión» liberadora, ha habido el reconocimiento de que la anterior falta de liber-tad no tenía sentido, era, más, que cual quier otra cosa, pura inercia y falta de imagina-ción.

Es lo que quiero decir cuando uso la expresión de que ha funcionado la razón histórica. En cierto sentido, funciona siempre, y la historia misma es la que permite entenderla: es su fluencia, su desarrollo creador, lo que nos hace entender su sentido. Pero esa marcha de la historia está con frecuencia perturbada por las «ideas» que el hombre tiene acerca de ella; me refiero, sobre todo, a la historia pública, expresa, articulada, como es la his-toria política. La razón abstracta, la imposición a la realidad social de esquemas ajenos y que no proceden de ella, es un factor de alteración y perturbación, de deformación en sentido estricto. Esta interferencia es la que está faltando en el proceso político español, o, al menos, es muy poco operante. España está ejercitando su libertad con un mínimo de hormas prefabricadas; por eso está resultando tan sorprendentemente original.

Cuando se dice que tales o cuales partidos no son muy propiamente tales, o que no tie-nen una ideología muy definida, o que no se sabe bien dónde ponerlos, eso me tranqui-liza mucho. Porque lo que he temido es que se partiera de lo ya antiguo y preexistente, del pasado no muerto y no resucitado, y España se llenará de aparecidos, de fantasmas,

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de revenants. No es que falten, claro; pero no son muchos ni muy. importantes, ni el país se interesa demasiado por ellos.

Era de temer -y no ha pasado- que el horizonte político se pareciera terriblemente al de 1936, como ha ocurrido en otros países tras una larga interrupción de la vida política. En España, las fuerzas que han contendido en las elecciones se parecen muy poco a las de entonces; y las que tienen -más posibillidades, nada. Sus grupos son mayores o me-nores, mejores o peores, pero lo importante es que son irreductibles a todo grupo o par-tido anterior a la guerra civil. Ni sus ideas, ni su composición social, ni sus propósitos, ni sus hombres, tienen semejanza alguna con los de hace cuarenta y tantos años. Las semejanzas han quedado confinadas en grupos o partidos cuya característica común es el inmovilismo -de cualquier color- y que pueden ver pasar los decenios sin pestañear.

Son los que, incapaces de com prender que las cosas cambian de verdad, que sean real-mente dis tintas, se ponen a hacer cuentas, dividen a los hombres en «derechas» e «iz-quierdas» y llegan a la conclusión de que las elecciones de 1977 han sido iguales que las de 1936, y que el país está «dividido.» como entonces. La realidad es bien distinta: España no está dividida, sino matizada (que es aproximadamente lo contrario); siente repugnancia por todo intento de escisión, no se siente cómoda cuando se la quiere agru-par en «campos»; estoy persuadido de que ese intento va a costar gran parte de su «clientela » a los partidos que se obstinen en ello; los hay que sienten gran complacen-cia en llamar «derechas» a todos los que no son como ellos, es decir, a la mayoría del país; es un deporte relativamente inofensivo, pero que puede resultar peligroso para los que lo practican: la mayor parte de los que son así llamados no se sienten de derechas, saben que no lo son, y muchos de ellos representan, por el contrario, la principal frac-ción de la sociedad española que es capaz de innovación, que busca algo nuevo 3, no siente la tentación de repetir lo muchas veces ensayado, y con poco éxito.

Los españoles deberían hacer, de preferencia a solas, en la intimidad de sus conciencias, un ejercicio mental: preguntarse de quién esperan algo nuevo (de qué personas de qué grupos o partidos, de qué fuerzas sociales, de qué ideas). No cabe duda del que, de una manera más o menos clara y expresa, se van a hacer esta pregunta, y especialmente los jóvenes. Políticamente, todos, menos los viejos políticos, lo somos, por que no tenemos experiencia de participación política. De ahí que la primera oferta electoral -la de las pasadas elecciones del 15 de junio- haya tenido caracteres generales de novedad. Es un hecho indiscutible que la juventud de los candidatos ha contado. Por una parte, se trata-ba de la «llegada al poder» de la generación de 1931 (los nacidos entre 1924 y 38), anunciada por mi en 1974, y el consiguiente «relevo»;. por otra parte, la juventud de las personas parecía prometer novedad en las ideas y posturas (de ello se han beneficiado algunos pertenecientes a la generación siguiente o de 1946, los nacidos entre 1939 y 1953, a los cuales no llegará su «hora» hasta 1991).Pero, pasada esa primera impresión, se va a buscar novedad efectiva, y no sólo su promesa. Si hombres jóvenes repiten sini-maginación lo que dijeron antes que ellos otros que han muerto viejos hace mucho tiempo, no van a parecer jóvenes, políticamente jóvenes. Para los muchachos, para los que son realmente, muy jóvenes, todo es nuevo (salvo lo que les dicen que no lo es), y pueden sentir pasajero entusiasmo por cualquier cosa que asi se presente; es lo que re-presentan los llamados« movimientos juveniles »; pero cuando no hay novedad real, ¿qué queda de ellos? ¿Qué ha sido de los jóvenes de Berkeley de 1964, de los de mayo de 1968 en París? ¿Hay algo más pasado, más anticuado y sin esperanza de resurrec-ción?

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Más allá de la conciencia y la voluntad de los partidos, más allá de las propuestas y las palabras, España ha empezado a ejercer su libertad y se ha puesto, de un brinco, en el presente. Nada se parece a 1936: ni el estado de ánimo, ni las agrupaciones reales, ni los centros de interés, ni las simpatías, ni las antipatías. Salvo algunos rezagados o algunos espíritus imitativos, nadie es clerical ni, claro, anticlerical; nadie se siente -ni quiere ser- «proletario" y la palabra «burgués» pertenece al léxico de un pretérito muy añejo; los militares no son militaristas; las clases no son dos, sino muchas más, y están en fluen-cia, en cambio, soti lábiles y se deslizan casi imperceptiblemente de una a otra, sin fron-teras rígidas; donde había burros, hay tractores; las yuntas de bueyes son cosechadoras; los campesinos no van a lomos de mula, sino en automóvil -de ellos están llenas las calles de los pueblos serranos, y en sus tabernas, aun en los mínimos pueblos de Soria, se encuentra whisky escocés y cerveza alemana donde hace poco sólo había tinto de la tierra y gaseosa-; las mujeres tienen poco que envidiar a las del resto de Europa, y acaso empiezan a preguntarse si todo lo que han adquirido era envidiable. Lo que pasa es que muchos políticos están demasiado ocupados en organizar sus partidos, muchos periodis-tas -lo han aprendido todo en la Escuela o en las redacciones del pasado régimen, y no tienen demasiado interés en ver cómo son de verdad las casas. Por eso sus palabras tie-nen con tanta frecuencia una nota de irrealidad.

La historia de los últimos dos años podría resumirse en pocas palabras: una fabulosa aproximación entre la España oficial y la España real, que estaban separadas por un abismo y hoy casi podrían coincidir. La España oficial podría ser la expresión, de un lado, la articulación funcional, de otro, de la España real. Si así fuera, podríamos con-templar el porvenir sin miedo y con esperanza.

Pero hay algunos síntomas inquietantes, de distanciamiento o, mejor dicho, de recaída, Los partidos miran hacia atrás más que hacia adelante, y se acuerdan demasiado de lo que fueron -y los llevó a la ruina, por cierto-; en este sentido, son más afortunados los que no tienen antecedentes claros que los puedan «congelar». Así como algunas mujeres tienen prisa por casarse, pero sobre todo por saber con quién se van a casar -lo cual las lleva con frecuencia a casarse mal-, políticos y periodistas tienen demasiada prisa por saber cómo se va a organizar políticamente España, en vez de pararse a pensar cómo debe organizarse. Cuando las Cortes se consideran constituyentes, en lugar de entusias-marse con esa tarea fresca e incitante, vuelven los ojos a las de 1931-33, que no fueron particularmente brillantes ni capaces de ordenar un sistema democrático flexible y esta-ble. No creo que haya que olvidarlas; yo las tengo bien presentes en la memoria; pero más bien para no tropezar donde ellas lo hicieron, para no repetir lo que ya en 1931 era anticuado y en 1977 sería mera literatura de evasión o teatro del absurdo. Si se leen aho-ra los discursos de las Cortes de la República, de cualquier partido, y aun aquellos que son evidentemente «superiores» a los que pueden esperarse hoy, se ve que aquello no puede ser, porque apenas tiene que ver con nuestra realidad ni con nuestros problemas. El país va a seguir adelante. Está ejercitando su libertad. Sería absurdo que sus minorías cualificadas, las encargadas de darle expresión y proponerle proyectos, se quedaran atrás, sin capacidad imaginativa, y, por tanto, sin poder de propuesta y orientación. Por ejemplo, a la hora de establecer, al cabo de casi medio siglo, en un mundo nuevo, una nueva Monarquía.

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Constitución de una Monarquía nueva JULIAN MARIAS EL PAÍS - Opinión - 21-08-1977

Se ha publicado un breve folleto que contiene el mensaje de apertura de las Cortes, pro-nunciado por el Rey el 22 de julio pasado. Me ha interesado vivamente el hecho de que, tras la lista completa de diputados y senadores, se imprime en el mismo pequeño volu-men el primer mensaje de la Corona, pronunciado exactamente veinte meses antes, en el acto de juramento y proclamación como Rey. Que se pueda recordar literalmente lo que se dijo en ocasión distinta y en tantos sentidos lejana, es una prueba a la que quisiera que pudieran someterse todos los hombres políticos. ¿Cuántos y cuáles se atreverían? Personalmente sólo me fío de los que sean capaces de afrontar la comparación con ellos mismos.En el primer discurso, el Rey expresaba su deseo de actuar «como moderador, como guardián del sistema constitucional y como promotor de la justicia». Y agregaba: "Que nadie tema que su causa sea olvidada; que nadie espere una ventaja o un privile-gio.»

En el último mensaje, ha dicho que hablaba «como Monarca constitucional». A algunos les ha sorprendido esta expresión, y se han preguntado cómo puede el Rey ser constitu-cional si no hay una Constitución. Son los mismos que han hablado interminablemente de la «Oposición democrática» cuando ésta no se había sometido a ninguna votación ni elección. Estaba claro que esa Oposición decía que pretendía ser democrática, que de-seaba someterse a elecciones democráticas y establecer una democracia. Es igualmente claro que el Rey, al llamarse constitucional, dice que así se entiende a sí mismo, que pretende reinar de acuerdo con una Constitución que habrá que redactar, discutir, apro-bar democráticamente.

Pero aquí se desliza un peligroso equívoco. Hay algunos comentadores que dan por su-puesto que si el Rey es constitucional, tendrá tales o cuales facultades o limitaciones. Es decir, que dan ya por aprobada la Constitución que tenemos que hacer. Tal vez piensan en Constituciones pasadas; más probablemente, en algunas de las vigentes en otros paí-ses europeos, dando por supuesto que tenemos que copiarlas. No ha faltado quien ha propuesto el dilema de ser un rey «escandinavo» o un rey «árabe». Parece que lo impor-tante es imitar -a unos o a otros-, hacer algo que ya se haya hecho, no ser original. No veo por qué el Rey de España vaya a ser un rey «árabe»; pero tampoco me parecería adecuado que fuese un rey «escandinavo». Preferiría que fuese un rey español, y sobre todo, de los decenios finales del siglo XX, es decir, un rey circunstancial, de aquí y de ahora, capaz por ello de seguir siéndolo creadora, inventivamente, en el futuro.

La mayoría de, los reyes europeos son «residuales», en el sentido de que son lo que ha quedado de la institución monárquica después de su hora de plenitud en el siglo XIX -me refiero, por supuesto, a la monarquía constitucional-. Hubo un momento en que se creyó que «la hora de las monarquías ha pasado», que son « supervivencias », acaso útiles, y que tienden a reducirse a una función «simbólica». Parecía que la forma ade-cuada de gobierno de los países modernos era la República; el ejemplo de América era enormemente elocuente.

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Es posible que esta actitud tuviera sentido; tal vez la historia marchaba en esa dirección; pero la historia no está prefabricada, el futuro no está escrito. ¿Cuántas verdaderas re-públicas existen en -'América? Aparte de los membretes del papel impreso de los docu-mentos oficiales, la sustancia republicana se ha evaporado de la mayoría, que son meras dictaduras. Más aún, habría que decir de las repúblicas que se titulan «populares» o «democráticas», en que jamás hay elecciones libres ni pluralismo político ni participa-ción de los ciudadanos en el poder. Hoy la decisión es otra: hay unos cuantos países -repúblicas o monarquías- en que la democracia es efectiva;hay otros muchos -lo mismo da que se llamen emiratos o repúblicas populares- en que nadie tiene derechos políticos, en que el poder está en las manos indiscutidas de un hombre o una camarilla.

Esto hace cuestionable el carácter «residual» de las monarquía s; y, sobre, todo, no pue-de ser residual una monarquía que empieza, como la española. Hay que establecerla de nueva planta, hay que imaginarla, inventarla, constituirla circunstancialmente, en vista de la situación actual del país, de la función que le corresponde, de los proyectos histó-ricos para los cuales se establece. Y hay que tener en cuenta que España es un país eu-ropeo, absolutamente europeo, la primera nación moderna que ha existido, vieja de cin-co siglos; pero que además es algo que no son otros, uno de los países -el núcleo origi-nario- de una realidad histórico-social no menos efectiva que Europa: la comunidad de los pueblos hispánicos.

Hay en el discurso de la Corona un pasaje decisivo, todavía más importante que la de-claración formal: «la democracia ha comenzado». Es lo que pudiéramos llamar el rever-so de la siniestra expresión «anti-España».

El Rey Juan Carlos ha dicho: « La Institución monárquica proclama el reconocimiento sincero de cuantos-puntos de vista se simbolizan en estas Cortes. Las diferentes ideolo-gías aquí presentes no son otra cosa que distintos modos de entender la paz, la justicia, la libertad y la realidad histórica de España. La diversidad que encarnan responde a un mismo ideal: el entendimiento y la comprensión de todos. Y está movido por un mismo estímulo: el amor a España. »

,Si no me equivoco, son estas palabras las más realmente avanzadas que se han pronun-ciado en España en medio siglo, el reconocimiento de la. democracia intrínseca, gozo-samente aceptada en su contenido efectivo y no sólo como esquema legal, la aceptación de la diversidad en las interpretaciones de España y sus posibles caminos históricos. Pero, si entiendo bien estas frases, no significan que cualquier opinión caprichosa valga tanto como otra, no equivalen a un ligero «lo mismo da». Al contrario. «Hemos conse-guido -dijo unos minutos antes- que las Instituciones den cabida en su seno a todas aquellas opciones que cuentan con respaldo en la sociedad española.» Esto es decisivo en una democracia: el respaldo de la sociedad. España afirma enérgicamente algunas opciones, respalda minoritariamente otras, rechaza algunas. Y, en todo caso, esas opcio-nes tienen un cauce legal adecuado: «Hemos , conseguido -continúa el texto- que haya un lugar para cada opción política en estas Cortes.» Y el sentido de estas palabras se aclara con las que siguen un poco más adelante: «Para la Corona y para los demás órga-nos del Estado, todas las aspiraciones son legítimas, y todas deben, en beneficio de la comunidad, limitarse recíprocamente. La tolerancia, que en nada contradice la fortaleza de las convicciones, es la única vía hacia el futuro de progreso y prosperidad que bus-camos y mereceremos. »

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La clandestinidad, la violencia, el totalitarismo, quedan excluidos. El lugar de las op-ciones políticas no es otro que las Cortes; y han de limitarse recíprocamente para poder coexistir. Es decir, que su convivencia tiene primacía sobre cada una de ellas,' y una opción política, legítima en sí misma, que pretenda afirmarse de manera intolerante y a expensas de las demás, con eso sólo se excluye el marco de su licitud y pierde el dere-cho a ser reconocida.

Estas tesis me parecen adecuadas a un Rey en el sentido actual de este título. No son tesis «políticas», que serían propias de un gobernante o un representante de partido o un legislador. Son más bien normas que definen el ámbito de la política. El Rey habla de «la función integradora de la Corona y su poder arbitral». No está prejuzgando la Cons-titución del Estado -asunto de las cortes- ni está trazando una trayectoria política -menester del Gobierno-. Ni siquiera se refieren sus palabras al aparato estatal en sentido estricto, sino a algo más hondo y previo: a la Nación para la cual será ese Estado. Más aún que como Jefe del Estado, el Rey ha hablado como cabeza de la Nación.

Hay una frase en el discurso que me pareció de máximo interés: « Como Rey de Espa-ña, al tener la soberanía popular su superior personificación en la Corona .... » La sobe-ranía corres ponde al pueblo, es decir, a la so ciedad entera, a todos los es pañoles en cuanto pertenecientes a España en su integridad; diputados y senadores son los repre-sentantes de esa sociedad, que en ellos se expresa abreviadamente; y esa soberanía se personifica en la Corona, cuya misión es precisamente velar por ella. Esto es lo que sig-nifica la expresión «Monarquía constitucional ». La Constitución española la harán las Cortes; pero lo que se está haciendo ya es otra cosa: la constitución de una Monarquía. nueva.

La razón histórica / 5 JULIAN MARIAS

El símbolo y la función Opinión - 30-08-1977

El establecimiento de una Monarquía plenamente actual, sin arcaísmo, sin ligaduras enojosas y extemporáneas, sin novelerías ni caprichos, está muy adelantado en España, más de lo que razonablemente hubiera podido esperarse. Es un ejemplo más de la elasti-cidad de la sociedad española, de su temple creador. Hace casi un año dediqué cuatro artículos -capítulos hoy de La Devolución de España- a examinar las posibilidades de una figura de Rey adecuada aun país europeo e hispánico, es decir, referido intrínseca-mente a Hispanoamérica, en el último cuarto del siglo XX; sus títulos eran: «Jefe del Estado o cabeza de la Nación?», «El prejuicio de la sociedad amorfa», «Instituciones sociales» y, «El horizonte hispánico de España». No podía imaginar entonces que en menos de un año iba a avanzar España tan largo camino en un proceso innovador. No es fácil en nuestro tiempo sentir entusiasmo monárquico; pero parece difícil no sentirlo ante el alumbramiento de una forma histórica definida por rasgos nuevos, ajustados a las circunstancias y no utópicos, en suma, creadores.Ha evitado el arcaísmo la nueva Monarquía de dos maneras opuestas: la primera, desligándose de los ejemplos del pasa-do reciente, hasta el punto de que su estilo en nada recuerda lo que había sido la vida pública -por llamarla de algún modo- durante tanto tiempo; pero evitando, a la vez, la

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tentación de recaer en las formas de la institución monárquica hace medio siglo; por ejemplo, no se ha restablecido nada que se parezca a lo que fue la «Corte», ni hay «pa-laciegos», ni ningún grupo o clase de españoles que parezcan «más cercanos» a los Re-yes que los demás, la segunda manera es más sutil, y merece párrafo aparte.

La Monarquía no ha tratado de hacer «lo contrario» de lo que se había hecho antes, en el pasado inmediato o remoto. Esta hubiera sido la gran tentación, la más insidiosa, porque una de las maneras de depender del pasado y perpetuarlo es oponerse mecánicamente a él. Nada se parece tanto a una cosa como su contraria, y por eso carecen de originalidad los que no apartan los ojos de algo a que automáticamente «se oponen». La expresión popular, tan usada en política, «darle la vuelta a la tortilla» suele olvidar que la diferen-cia entre sus dos lados es mínima, y difícilmente discernible; por eso nunca me ha pare-cido prometedora, cuando me he sentido radicalmente inconforme con lo que estaba sucediendo.

El Rey, sin «oponerse» verbalmente a nada, sin renegar de nada, sin acogerse a la som-bra de modelos añejos, ha ejercido su libertad creando un estilo del que no había prece-dentes; ni su figura ni -lo que importa más aún- la de sus relaciones con el pueblo tienen semejanza con lo que hemos conocido los españoles de cualquier edad. Esa novedad no ha sido anunciada ni proclamada, y por eso muchos no la ven, porque no se dan cuenta más que de lo que se les explica, pero basta con mirar para que se imponga su eviden-cia. Hágase un experimento mental: imagínese cuántas acciones, gestos, expresiones de la Corona hubiesen sido posibles en otras circunstancias, hasta donde llegue nuestra memoria personal. Esto dará la medida de la innovación a que estamos asistiendo, tal vez distraídos por la rutina de los que, por no contar con ella, no la advierten.

Lejos de asumir la más mínima beligerancia ni partidismo, el Rey ha proclamado la licitud de todas las posiciones políticas que la sociedad española adopte y que se aven-gan a limitarse y tolerarse recíprocamente. Es decir, en lugar de «hacer política», se ha puesto, no «fuera» de ella, sino por encima y, a la vez, por debajo de ella , como su fun-damento y coordinación. Con otras palabras, ha afirmado la legitimidad y necesidad de la política -la más decisiva rectificación del pasado reciente-, sin hacer pasar por política su voluntad o sus intereses -lo cual es un cambio no menor-. La expresión «motor del cambio», que tanto se ha usado en la Prensa para calificar al Rey, refleja sin precisión la realidad que estoy describiendo; y digo sin precisión, porque hay muchas clases de mo-tores, y urge ver con claridad de qué se trata. Al afirmar la política, no ha pretendido hacer una política -en esto se distingue de todo hombre de Estado o de partido-. Algu-nos quizás objetarían que alguna política particular es favorecida por la Corona. Habría que conceder que es así: aquel amplísimo repertorio de formas que son realmente políti-cas, esto es, en que la política es posible. Los representantes de ideologías o tácticas que -a la corta o a la larga- eliminan la política y la identifican con cualquier clase de dicta-dura, encuentran, en efecto, que la afirmación de la posibilidad efectiva de la política es una posición muy particular -y adversa.

Si esto es así, también será lícita una política antimonárquica. Ni que decir tiene. Los partidos tienen perfecto derecho a oponerse a la Monarquía, a proponer otras formas de gobierno. Y el país tiene derecho a saber a qué atenerse respecto a esos partidos a saber adónde lo quieren llevar: para poder seguirlos sin equívocos y con conocimiento de cau-sa.

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España ha iniciado una experiencia histórica: el restablecimiento de la democracia me-diante una Monarquía cuyos caracteres legales deberá definir la Constitución, cuyos rasgos fisiognómicos estoy tratando de describir. Algunos partidos están empeñados en esa empresa, quieren que se lleve a cabo. Otros, por el contrario, no quieren que se haga, prefieren seguir otros caminos y sustituir esta naciente Monarquía por otros siste-mas. Ambas posiciones son igualmente lícitas en una democracia -los sistemas en que opciones análogas no son posibles no son democracias, aunque se lo llamen por tripli-cado-. Pero la democracia consiste muy principalmente en que la vida pública sea públi-ca, manifiesta y no clandestina; no sólo el presupuesto debe ser transparente, sino la totalidad de los programas. Por tanto, los ciudadanos necesitan saber qué partidos quie-ren seguir la experiencia iniciada y cuáles pretenden truncarla y desviarla hacia otros derroteros. Lo que no cabe es encogerse de hombros como si fuese una cuestión indife-rente o que puede aplazarse hasta las calendas griegas, que podrían coincidir con cual-quier «hecho consumado». Los partidos tienen derecho a preferir uno u otro régimen, y los electores tienen igual derecho a preferir uno u otro partido y a saber qué es lo que han decidido con su voto. La ambigüedad de las derechas parlamentarias durante la Re-pública fue funestísima, y una de las causas principales del desastre político de 1936.

No tiene demasiado sentido, hablar de preferencias «teóricas»; la política es circunstan-cial, y Ortega decía que una teoría que no es para una práctica no es una teoría, sino una estupidez. (La contraposición de teoría y práctica -o praxis, como prefieran decir con alguna pedantería los que simulan saber griego- sólo indica que se ignora que la theoría es la forma más perfecta de praxis.) Se trata de preferir la Monarquía u otra forma polí-tica aquí y ahora, en la España en que tenemos que vivir, sean cualesquiera nuestras opiniones sobre los diversos capítulos de un tratado de derecho político. Por esto no hace ninguna falta ser monárquico para creer que la Monarquía es la solución más ade-cuada a los problemas actuales de España, como no fue menester ser republicano para creer que la República podía ser la salida mejor de la crisis de 1931.

Pero lo que no es legítimo -en todo caso no es inteligente- es «hacerle ascos» al régimen político que se considera circunstancialmente el mejor, el preferible o tal vez el necesa-rio. Quiero decir que no se puede hacer una experiencia histórica mínima, precaria, sin entusiasmo. Cuando se dice que el Rey es un símbolo, si se sabe lo que se está diciendo, se le está concediendo grandísima importancia, porque un símbolo es cosa muy seria; pero si se quiere decir con ello que puede ser una figura decorativa, algo así como un mascarón de proa, entonces hay que replicar que ese es un lujo que no nos podemos permitir.

El Rey, además de su carácter simbólico, tiene una función. Es símbolo de la Nación en su con junto y -no menos- de cada uno de los antiguos Reinos, Principados o Señoríos que están simbólicamente representados en los cuarteles de su escudo; es decir, de la unidad proyectiva de esa diversidad territorial e histórica. Es también símbolo de la con-tinuidad temporal, ya que España no se agota en el instante presente, ni son españoles sólo los vivos -que, por otra parte, están variando, mediante el nacimiento y la muerte, a cada minuto-; del espesor histórico de un pueblo milenario, con sus experiencias todas, sus logros, sus errores y sus fracasos. Es, finalmente, símbolo de la convivencia de to-das las partes, individuales y colectivas, que integran España.

Pero además tiene una función, no estrictamente política, sino más bien previa a la polí-tica, que la hace posible y, a la vez, va más allá de ella. Ningún partido, ningún grupo,

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ninguna, clase, ninguna región puede «apoderarse» del Rey, ni identificarse con él, ni servirse de él para sus fines particulares. No puede trazar un programa de gobierno, ni ejercer el poder que corresponde a éste, ni redactar la Constitución, ni ejercer la función legislativa de las Cortes. Si el Rey siente la tentación de injerirse en las funciones de los partidos o de las instituciones políticas o de los organismos de gobierno, la perturbación que esto lleva consigo altera todo el equilibrio, quebranta el prestigio de la Monarquía y rebaja su figura en vez de exaltarla. La función del Rey no es ninguna de esas, sino otra sobre la cual no hay quizá claridad suficiente: reinar. ¿Qué significa esta palabra?

La razón histórica / y 6 JULIAN MARIAS

La función social de reinar EL PAÍS - Opinión - 04-09-1977

La Monarquía constitucional se ha resentido de su origen negativo: ha nacido como un esfuerzo por limitar o reducir el poder absoluto de los reyes, ha sido el resultado de un forcejeo histórico. Por otra parte, ha aparecido frente al principio, republicano, que afirmaba la exclusiva soberanía del pueblo. De un lado, el Soberano -el antiguo monar-ca absoluto, que no tenía por qué ser un déspota ni un gobernante arbitrario, que regía el país según normas, pero que no conocía instancia superior-; del otro, la soberanía na-cional. El «compromiso» entre ambas posturas fue la monarquía constitucional, enten-dida como Carta o Pacto. Recuérdese, a comienzos del siglo pasado, la pugna entre dos adjetivos que se repartían los títulos: «real» y «nacional».Como resultado de este proce-so histórico, los verdaderos monárquicos entendían que el constitucionalismo era una manera de aguar el vino, de conservar un «resto» de monarquía que en rigor no lo era; el verdadero rey era el «Rey neto» al que vitoreaban los absolutistas de Fernando VII. Para eso, más vale una República -pensaban muchos-; y algunos transigían con la monarquía constitucional como «la mejor de las repúblicas», la que planteaba menos problemas.

De otro lado, también el principio republicano se ha debilitado mucho. Cada vez más se ha reducido al funcionamiento de un mecanismo electoral que no es mucho más que una burocracia. El presidente de la República acaba por ser un funcionario al que se recibe con saludos, cañonazos e indiferencia, que apenas se sabe quién es. Si se preguntase a mil personas quiénes son los presidentes de las diferentes Repúblicas que hoy existen, se descubriría su general desconocimiento.

La humanidad difícilmente soporta el gris. Ya Scheler señaló con perspicacia el poco relieve de la República de Weimar, su escaso esplendor y atractivo; esto pareció «segu-ro», pero dejó a la opinión alemana inerme frente a la seducción de camisas, marchas, desfiles, banderas, arengas, fuesen comunistas, nacionalistas o, finalmente, nacionalso-cialistas, el Zentrum y la socialdemocracia, infinitamente más decentes y con mayor inteligencia, se volatilizaron. El afán por reducir el poder ejecutivo a un mínimo hizo que no pudiera enfrentarse con los problemas apremiantes, y una ola de dictaduras ba-rrió a las democracias ultraparlamentarias.

Las Repúblicas presidencialistas han conservado el principio republicano y democrático sin minimizar la figura del presidente, incorporándole la función ejecutiva, dándole una aureola de prestigio y esplendor que ha mantenido vivo ese mismo principio republica-

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no, que de otro modo languidece hasta el punto de que el Presidente se convierte pronto en eso que se llama en inglés un strongman, un dictador o más bien un déspota, apoya-do en el ejército o en un partido «revolucionario».

Probablemente se pensó que en España la monarquía iba a ser una «dictadura corona-da», pero no ha sido nada parecido, y no se diga que porque «se ha impedido», ya que no es tan fácil que se hubiera podido impedir, al menos a corto plazo; lo decisivo es que nadie lo ha intentado, nadie lo ha querido; al contrario, las inclinaciones dictatoriales se encuentran muy lejos, precisamente entre los que -desde ambos extremos- atacan a la monarquía y la cubren de denuestos en las paredes de las ciudades españolas y a veces en discursos o artículos.

Hay el riesgo de que algunos piensen que, en vista de que la monarquía está resultando, por propia iniciativa, plenamente democrática, más aún, el principal factor de democra-tización y liberalización del país, conviene que haya el mínimo de monarquía posible, que su papel se reduzca hasta el límite. Tal actitud, desde un punto de vista democrático, me parece suicida.

La democracia puede existir en forma republicana o monárquica; en España va a existir en la segunda forma, por múltiples razones históricas. Y conviene que exista saturada-mente, en la plenitud de su forma. Así como una república debe ser enérgica y vivaz-mente republicana, una monarquía debe aprovechar hasta el máximo las virtualidades y posibilidades que lleva consigo. ¿Cuáles son?

El Rey no debe considerarse como un Presidente vitalicio; este último es normalmente un hombre político, casi siempre perteneciente a un partido; en los sistemas presidencia-listas, la figura más importante, encargada de realizar durante su mandato una política particular; en los parlamentarios, la Presidencia suele significar un glorioso retiro o «pa-se a la reserva», siempre con una adscripción menos activa a uno de los partidos o fuer-zas políticas actuantes.

Nada de esto puede aplicarse al Rey: ni debe identificarse con un partido, ni -menos aún- depender de él, ni siquiera significar una orientación política singular. No puede ejercer el gobierno, ni siquiera presidirlo. Dentro del Estado, como Jefe de él, tiene que velar por la armonía de los distintos poderes y por su pulcra distinción e independencia. Como Rey constitucional, no es sólo que esté «sometido» a la Constitucion -manera negativa y defensiva de formularlo, enteramente inadecuada-, sino que su misión es velar por ella; la Constitución lo constituye como tal Rey, y es él el encargado de que todo el juego político transcurra de acuerdo con ella. Cuando se habla de «poder mode-rador», esto suele entenderse como «echar agua al vino»; debe ser lo contrario: impedir que sea aguado o enturbiado el vino de la efectiva democracia, cuya forma y realidad define la Constitución.

¿Cómo puede el Rey hacer esto? Que el Rey sea Jefe del Estado y, por tanto, tenga que ver con la política, no quiere decir que sea meramente una figura política. La debilidad de muchos Estados, en gran parte del mundo -con demasiada frecuencia en Hispanoa-mérica, por ejemplo-, tiene su raíz en la debilidad de las sociedades. Hace muchos años di en Buenos Aires una conferencia titulada «La política del arbotante» (puede leerse en mi libro Sobre Hispanoamérica), dedicada a esta grave situación. Una de las razones de que las sociedades no tengan la coherencia y el vigor necesarios es que carecen de insti-

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tuciones: apenas hay instituciones sociales; y desde luego no tienen cabeza, no hay ma-gistraturas propiamente sociales, no políticas. Esto es lo que fue la Monarquía antes de su crisis a fines del siglo XVIII; el Rey era, más que ninguna otra cosa, cabeza de la Nación, es decir, de la sociedad como tal, a la cual se recurría contra el Gobierno -es decir, la representación del Estado- o la Iglesia, o la nobleza, o los desmanes de cual-quier índole.

Es la sociedad la que tiene que dar su vigor -es decir, su vigencia- a la Constitución. Si la sociedad es débil, el Estado no puede ser fuerte, más que en el caso de que su fuerza sea a expensas de la sociedad, es decir, que se trate de un poder que usurpe el legítimo que la sociedad debe tener y la oprima. Es el caso de todo despotismo, sea de un monar-ca, un «presidente», un comité de partido, un general, una clase, un sindicato, etcétera.

La función de las Fuerzas Armadas es la defensa de la Nación; hacia fuera, contra una agresión exterior; hacia dentro, contra la violación de su estructura constitucional por cualquier violencia particular, sea opresión dictatorial o subversión. Que el Rey sea el jefe de las Fuerzas Armadas tiene este sentido preciso: la facultad real de velar por la Constitucion y asegurar su vigencia frente a todo intento de quebrantarla, desde el Go-bierno, desde un parlamento que pretenda ser convención, desde cualquier forma de subversión.

Cuando se dice que la soberanía popular tiene «su superior personificación en la Coro-na», creo que se quiere decir algo, muy parecido a lo que acabo de escribir; es decir, el Rey es titular de una magistratura social -antes que política- como «cabeza de la Na-ción», en él se personifica ésta como sociedad, como proyecto histórico, como comuni-dad humana en continuidad histórica, desde los orígenes hasta el futuro previsible, antes de toda decisión política concreta, que podrá ser una u otra, a lo largo del tiempo, sin romper esa coherencia y contínuidad superior, que la Constitución expresa en forma legal.

¿Es esto un «poder»? No un poder político. Se trata más bien de autoridad, si se prefie-re, de prestigio. Es un poder sin fuerza, capaz de disparar las fuerzas sociales. Recuerdo que hace años, las compañías productoras de acero en los Estados Unidos intentaron elevar el precio de su producto. El presidente Kennedy llamó a los directivos de estas compañías poderosísimas y les expresó su desaprobación, mostró públicamente la injus-tificación y peligrosidad de esa medida. Las compañías dieron un paso atrás y renuncia-ron a enfrentarse con la desaprobación del Presidente. Adviértase que éste no «prohi-bió» -no podía hacerlo- esa decisión de las compañías; no puso en juego sus poderes constitucionales, sino su autoridad social. Pero ésta resultó tremendamente eficaz. La crisis por la que después han pasado los Estados Unidos ha sido primariamente la de esa autoridad presidencial, la disminución de un prestigio que se había mantenido intacto durante cerca de dos siglos a pesar de las inevitables debilidades humanas, y que la in-discreción de algunos presidentes y el interesado aprovechamiento de algunos grupos han socavado en alguna medida. Los Estados Unidos están ahora empeñados en la res-tauración de ese prestigio, en la reafirmación de la cabeza social que siempre han teni-do.

Esta es, a mi juicio, la función más propia de un rey. En ello consiste eso que se llama reinar. ¿Quién podría resistir la desaprobación de un Rey impecable, fiel a su misión, inaccesible a la lisonja, insobornable? ¿No movilizaría las energías íntegras de la na-

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ción, de manera que hiciese imposible todo quebrantamiento de la Constitución, toda opresión, toda subversión, todo intento de desmantelar este cuerpo social, animado por el mismo proyecto colectivo, que llamamos España?

Y, vistas las cosas de manera positiva, -lo que es aún más interesante-, al Rey corres-pondería el fomento, la coordinación, la institucionalización (en la medida en que es conveniente) de las actividades sociales y que no tienen por que ser primariamente esta-tales, menos aún políticas. Sobre todo, aquellas que requieren continuidad.

Para poner un ejemplo eminente, el patrimonio artístico, urbano, cultural de España. En él reside una fracción decisiva de lo que hemos sido, que por existir es plenamente ac-tual, es parte esencial de lo que somos, y condición de lo que podemos ser si pretende-mos ser un pueblo y no, como dijo una vez Ortega, la polvareda que ha dejado un gran pueblo en el camino de la historia. Este patrimonio es cosa demasiado grande, compleja e importante para que pueda abandonarse al azar de las iniciativas individuales. Pero ¿quiere decir esto que es asunto político? Entiendo que no. Las instituciones encargadas de velar por su mantenimiento, conservación, vitalidad, por la participación en el de todos los españoles, deben ser sociales; no deben estar a la merced de los probables cambios de gobierno en un régimen democrático; tendrían que estar en las manos de los hombres efectivamente competentes y con la decisión de poner a esa carta su vida pro-fesional y su vocación; y es el Rey el que podría convocar a una de las más grandes em-presas que podrían entusiasmar a los españoles: poner en forma la realidad de España y tomar posesión de ella, gozarla, vivirla, seguir creándola.

Y no se olvide que, tan pronto como se habla de la realidad de España y no meramente de su Estado, se desemboca en América, en toda aquella donde nuestra lengua vive, nuestras formas artísticas han florecido, aliadas con las originarias, donde pervive nues-tra literatura y nuestro pensamiento, donde se siguen haciendo de mil maneras distintas que revierten sobre nosotros. El Rey de España, como Jefe del Estado es cosa exclusi-vamente nuestra; pero como cabeza de la realidad social española pertenece inevitable-mente, queramos o no, al mundo hispánico en su conjunto: para con todo él tiene debe-res, sutiles deberes históricos; ¿no tendrá también prestigio, alguna manera de autoridad espiritual?

JULIAN MARIAS

La significación de las palabras

EL PAÍS | España - 10-02-1978

Perdone el lector este artículo, que no debería ser necesario escribir. Siento un poco de vergüenza al tener que recordar que desde Aristóteles es sabido que hay palabras unívo-cas (con una significación única), equívocas (con significaciones dispares y sin co-nexión) y, sobre todo, analógicas (con varias significaciones, referidas, a un núcleo se-

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mántico común). Palabras unívocas hay muy pocas; supongamos que lo son «hombre» o «perro»; «león» (animal) y «León» (ciudad) son enteramente equívocas; «cabo» (geo-gráfico, del ejército o de vela) es una palabra analógica, de significaciones solamente enlazadas por la referencia a «cabeza» o «extremo». Las voces que se refieren a asuntos humanos, y sobre todo históricos, políticos, sociales, nunca son unívocas. «República» es el gobierno del público, la «cosa pública». «En cada una de las tres formas de Repú-blica: monarquía, aristocracia y democracia, son diversos los gobiernos», decía Saave-dra Fajardo. ¿Es esa la «república» que piden los republicanos? Se les podría responder que ya está establecida, pero no es probable que se contentaran.Diversos autores han escrito artículos para comentar -y condenar- lo que he dicho sobre «nación» y «naciona-lidad». La palabra «nación» tiene larguísima historia y una compleja evolución semánti-ca. Se refiere a la noción de «nacimiento». Se dice de alguien que es «ciego de nación» o «tonto de nación». Se llamaban «naciones» en las universidades medievales a los gru-pos de escolares, según su origen natal. En el Dictionnaire de l'Académie Francaise (1789) puede leerse: «La Faculté des Arts de l'Université de Paris est composée de qua-tre nations, qui ont chacune leur titre particulier. (L'honorable Nation de France, la fide-lle Nation de Picardie. La vénérable Nation de Normandie, & la constante Nation de Germanie.)» En Estados Unidos se llamaba «las seis naciones indias» (the six Indian nations) a los sioux, comanches, etcétera.

No es de extrañar que don Miguel Coll i Alentorn encuentre ejemplos en que se llama «nación» a Cataluña o se habla de «nación catalana». Naturalmente. Pero sabe muy bien que esa palabra se empleaba en un sentido bien distinto del vigente hoy cuando decimos que Francia, Alemania, Italia, España, Suecia son «naciones». Esté sentido se inicia cuando, en el último cuarto del siglo XV, se supera la concepción patrimonial de las monarquías, el feudalismo de los ejércitos nobiliarios, de la administración de justicia, etcétera, y se llega a una concepción nacional de la sociedad y del Estado. En una na-ción moderna, el gran poeta Ausias March no hubiera podido plantar horca en sus do-minios, adminitrar justicia por sí mismo y mandar cortar la mano derecha a un vasallo moro acusado de robo, como cuenta Martín de Riquer en su espléndida Historia de la Literatura Catalana, volumen II. Y cuando de Ausias March se decía que era «caballero Valenciano de nación Catalán», ¿qué significaba? ¿Era una nación Cataluña, otra Va-lencia, otra Aragón? ¿O era una nación Aragón, quiero decir el Reino de Aragón en su conjunto? En el sentido medieval, cualquiera y todos; en el moderno, ninguno.

El proceso de nacionalización de España, de constitución de una nación española, fue lento e «inexacto», como todo lo humano. La fecha 1474 es aquella en que Fernando e Isabel empezaron a reinar juntos en Castilla, en que un rey aragonés reinó con una reina castellana en el reino mayor, comenzando a realizar el sentido de unidad que ya era an-tiguo. En la biblioteca del rey Martín el Humano, muerto en 1410, se encontraban las Canoniques del Rey de Castella, Istorias de Castella, Chróniques, Cróniques de Caste-lla, La Segona part de les Croniques d`Espanya, La Terça part de la Gran Crónica d`Espanya, Canónicas de España, La Segona partida de les Cróniques dels Conqueri-dors d`Espanya. Y en 1462, los catalanes ofrecen la corona del Principado a Enrique IV de Castilla, y los diputados juran «que sia feta perpetual unió e incorporació de aquest Principat ab lo regne de Castella».

En cuanto a «nacionalidad», es claro que es una palabra abstracta, que indica una cuali-dad o afección; ahora algunos reconocen que con ella quieren decir nación, pero no se atreven, porque temen que esta palabra «no vaya a pasar». Me interesa mucho esta afir-mación. Si en el anteproyecto de Constitución se hubiera hablado de «naciones», mi respuesta habría sido política e histórica, no lingüística. Creo que en el siglo XX no hay

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más que una nación en España, una sola en Francia, una sola en Italia; pero esto se pue-de discutir, lo que no me parece bien es deslizar el supuesto contrario por la puerta falsa de un uso indebido de la voz «nacionalidad».

También don Josep Meliá ha escrito (en EL PAÍS) sobre mis artículos. No ha sido muy afortunada su intervención. No soy erudito -no soy tampoco erudito-, pero suelo saber de qué hablo. El señor Meliá parece haber descubíerto una mina en el libro de Georges Weill, L`Europe du XIX siecle et l'idée de nationalité (1938). Pero tengo ese libro en mi biblioteca desde 1945, y lleno de señales en lápiz rojo, y lo cité en mi Introducción a la Filosofía, publicada hace 31 años (es decir, que cuando algunos van, vuelvo).

Y resulta que en ese libro se habla de «nacionalidad» en el sentido abstracto, que me parece perfectamente legítimo. Cuando en Alemania se combate el uso de la palabra Nationalität y se la rechaza como galicismo, se la contrapone a Volkstum, como recuer-da el señor Meliá; el cual debería saber que Volkstum es una palabra abstracta, la condi-ción de Volk, como su estructura muestra bien a las claras; nadie la contrapone a VoIk (pueblo o nación en raíz germánica). Y Cavour usa siempre la palabra nacionalidad en ese sentido abstracto (nacionalidad francesa, italiana, etcétera) y nunca como denomina-ción de una nación o alguna de sus partes.

Buscar con lupa media docena de textos inoperantes en el uso lingüístico e incluso leí-dos por muy pocos, como la traducción del libro de Prat de la Riba (cuyo título, La na-cionalidad catalana, es por lo demás lingüísticamente inobjetable), y contraponerlos al abrumador uso centenario de los cientos de millones de personas que hablan español, no parece muy discreto. Es posible que esa acepción de «nacionalídad» se introduzca algún día en el uso, pero ese día no ha llegado, y no es la Constitución lugar adecuado para imponerlo aprovechando la distracción de los legisladores.

Por último, leo en La Vanguardia del 31 de enero un artículo de don Xavier Rubert de Ventós, En torno a la filosofía nacional de Julián Marías, del cual tengo que decir una palabra. No sé bien qué es «filosofía nacional», y no sabía que tuviese ninguna. Ni mi filosofía es «nacional», ni mi pensamiento sobre la nación es «filosofía», sino sociolo-gía e historia. Poco añade el señor Rubert a lo que ya se había dicho, a no ser su afirma-ción de que «se dice nacionalidad porque no se puede decir nación vasca o catalana». También es interesante su emparejamiento de «nacionalidad» y «vaca», porque «vaca es un nombre abstracto».

Pero el señor Rubert se permite introducir su artículo con un largo párrafo en que con-trapone la «mentalidad totalitaria» a la «mentalidad liberal» y compara al «totalitario» con el «liberal» a lo largo de media columna. Y todo esto, añade, viene a cuento de mis comentarios sobre «nación» y «nacionalidad» en el anteproyecto constitucional.

No me voy a «depurar» ante nadie, y menos ante el señor Rubert. No lo he hecho nunca ante los que tenían mayor entidad y poder que él. Por no aceptar ningún totalitarismo he conocido por dentro las prisiones franquistas -esas de que tanto hablan muchos de oídas - y no he tenido acceso a ningún puesto público, ni siquiera universitario, que tan cómo-damente han gozado muchos rebeldes de última hora. He defendido la autonomía de Cataluña, el derecho al uso libre del catalán, la fuerte personalidad histórica, social y cultural de los catalanes, cuando nadie lo hacía, cuando había una censura a la que nun-ca me doblegué, ya que publiqué fuera de España todo lo que era prohibido en ella, sin tener en cuenta los inconvenientes y peligros que ello acarreaba. Durante unos veinte años, si no el único liberal, creo que he sido el único liberal en ejercicio, que lo era acti-va y públicamente. Y voy a seguir siéndolo, guste o no. Se comprenderá que una impu-tación de «totalitarismo» sólo puede inspirarme un desprecio sin límites.

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Julián Marías La significación de Unamuno

Blanco y Negro, revista quincenal ilustrada (segunda época) Madrid, enero de 1939 (número extraordinario)

año XLIX, nº 18-19 (2.367)[páginas 16-17]

Hace dos años que se nos murió a los españoles don Miguel de Unamuno. Todavía no nos hemos dado bien cuenta de esa muerte ocurrida durante la guerra, que aún dura en este momento. Y la guerra da una extraña presencialidad a las cosas. Es una unidad, como un paréntesis en nuestra vida, y todo lo que dentro de ella sucede parece persistir en su presencia; parece que mientras la guerra sea actual, lo es también. Así, la muerte de Unamuno, que no sentimos como algo pasado, como algo que ocurrió hace «ya» dos años, sino que ha sido «hoy», en este «hoy» angustioso de dos años y medio, como si fuese el día inacabable de un astro gigante de rotación pausada. Un día que también parece muchas veces noche y sueño, pesadilla trágica que interrumpió nuestra vida vigi-lante; y así la guerra entera tendría la unidad del sueño, y éste sólo sería pasado al des-pertar. Y cuando despertemos, sólo propiamente entonces, vamos a echar de menos a don Miguel de Unamuno y a preguntarnos con afán por él.

¿Qué hueco ha dejado entre nosotros? ¿Qué va a ser ese hueco en nuestra vida? No to-dos los que mueren dejan hueco; algunos sí, y por eso decía, con frase de que gustaba don Miguel, que se nos había muerto, es, decir, que su muerte no era sólo asunto perso-nal suyo, sino que nos afectaba a todos; que no había desaparecido, o dejado de existir, sin más, sino que perduraba; y nos había dejado dos cosas en que sobrevivir en este mundo: su obra y su hueco, tal vez aún más fuerte éste que aquélla.

Unamuno no ha dejado sucesor. Las figuras de primera magnitud, como él lo era, no lo dejan nunca; son estrictamente insustituibles; por eso dejan hueco, y no un puesto va-cante que cubrir. Su hueco necesita llenarse, y así ejercen atracción, como un remolino en una corriente de agua; por eso son inquietadores y provocan movimiento. Pero ese hueco, decíamos, no es simplemente una plaza vacante, no se puede llenar de un modo equivalente, sino de otro modo distinto, profundamente diverso; y esto es lo que hace que haya historia.

Unamuno tenía un enorme papel en España. Tenía una realidad tan grande, que parece increíble que ya no lo tengamos, que una persona tan viva tomo él, tan actuante, que llenaba tanto espacio, haya muerto. Porque Unamuno no era sólo un genial escritor, un intelectual, un profesor de lengua griega en Salamanca, sino, ante todo, una persona, un hombre de esos con los que es forzoso contar, que están ahí viendo las cosas y hablán-donos de ellas, sobre todo, viviéndolas con los demás. Un hombre de esos –tan pocos– que pueden dar compañía a un pueblo entero. Y nos sentimos más solos después de la muerte de Unamuno. Era una personalidad inquietadora. «Mi obra –escribió una vez– es hacer que vivan todos inquietos y anhelantes.» Unamuno decía las cosas, con frecuencia a gritos, siempre de un modo entrañable y confortador. «No basta curar la peste –decía–,

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hay que saber llorarla. ¡Sí, hay que saber llorar!» Unamuno sabía llorar con llanto varo-nil, fuerte, paternal y, por eso, colectivo; colectivo del único modo que puede ser since-ro, siendo, a la vez, concretísimo, como del hombre a quien le importan los demás, cada uno de los demás, no una teoría, un régimen, una clase, una raza o cualquier otra abs-tracción exangüe. ¡Qué aguda y hondamente hubiera llorado ahora, de haber seguido viviendo! Tal vez, de tan fuerte como era su angustia, no la pudo soportar su viejo cuer-po y prefirió morir por no cruzar estos años de sueño trágico.

Y ese llanto paternal de Unamuno, ese «dolor de España» de que tanto hablaba, cuando España no era todavía un puro dolor, era inteligente y activo, era un afán de claridad y de calor a la vez. Tal vez más de calor que de luz, según su preferencia íntima. Unamu-no era un hombre de ideas, de los más fecundos entre nosotros; y un hombre de libros, de los suyos y de los ajenos, que es una de las cosas más vivas que pueden darse, dígase lo que se quiera. Pero trataba a las ideas de un modo que pudiéramos decir impaciente, como estímulos, como excitantes, de manera cordial acaso sin llegar, sino pocas veces, a últimas evidencias, y nunca a unidades congruentes y responsables de pensamiento. Su fuego mental era todo chispas ardientes, dispersas, sin llegar a ser luz aparentemente quieta y fría, pero que –no lo olvidemos– sólo se consigue a fuerza de la más elevada temperatura. Chispas que, eso sí, sirven sobre todo, para prender otros fuegos, para pro-pagarse y difundirse. Su papel era ese, y el que no fuese propiamente doctrina y sistema no es un reproche, sino una caracterización. Tal como era, es como don Miguel resulta insustituible.

Ese modo suyo de manejar las ideas y de estar necesitado por ellas, y su género de influ-jo, resultan especialmente claros cuando se piensa en su problema, en el que le llenó la vida entera y ahora ha cobrado una significación dramática y augusta: el de la muerte. Unamuno vivió para la muerte; vuelto siempre a ella, anticipándola, angustiado por la necesidad de perduración, de inmortalidad, no del nombre sólo, sino de la persona y de la carne. Ahora está en la muerte. Ya ha afrontado el momento de confirmar la fe en la inmortalidad o no confirmar nada, sino en encontrarse. Que esto es, y bien lo veía Una-muno, lo terrible del caso: que la aniquilación no significa el hallar frustrada la fe en 1a otra vida, sino el no hallar; no que le pase a uno algo horrendo, sino, lo que es infinita-mente más angustioso pensar, que «no pase nada». Esto es lo que sobrecoge a las almas enérgicas y llenas de vida; estarían dispuestas a afrontar cualquier cosa; pero ¿no tener que afrontar? Bien está la más dura tragedia; pero ¿que no haya tragedia?

Unamuno ha dedicado su vida y su obra entera a este problema de la inmortalidad. ¿Cuál es el resultado intelectual de esa agonía y ese esfuerzo? Nos veríamos un poco perplejos para contestar taxativamente a esa pregunta, y esto ya es sintomático. Unamu-no no ha llegado, no digamos, claro es, a una «solución», sino tampoco a un plantea-miento claro y suficiente de la cuestión decisiva. ¿Quiérese decir con esto que sus afa-nes han sido intelectualmente baldíos, que nada logró su larga vida atormentada en el camino de la verdad? En modo alguno. Cuando se lee a Unamuno con un poco de aten-ción y sin perderse, con la mente hecha a ver los problemas y las hendiduras por donde parece que se trasluce el ser mismo de las cosas, se queda uno sorprendido por la rique-za de la visión que poseía, y se ve, sin duda, que, por lo menos, adivinó algunas cosas muy fundamentales. Y esto es justamente lo que impele a esforzarse por entender a Unamuno y penetrar a lo hondo de esta selva un poco intrincada y bravía de sus pensa-mientos. Pero antes que esto se advierte otra cosa, y es que Unamuno ha sabido darnos, tanto como cualquiera, la evidencia, mejor dicho, la inminencia del problema mismo. Y esto es esencial. Don Miguel de Unamuno se pasó su vida terrenal poniéndonos obsti-nadamente ante los ojos y dentro del alma misma la tremenda cuestión, haciéndonos

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sentir su mordedura en el fondo de la persona, devolviéndonos así a nosotros mismos. Este ha sido su papel y su mérito primero. Su afán por hacer revivir dentro de todos y dentro de sí propio la gran cuestión última, casi enteramente enterrada en la mayoría de los hombres contemporáneos por largos años de radical trivialidad y estupidez: «No quiero morirme del todo –escribía–, y quiero saber si he de morirme o no definitivamen-te. Y si no muero, ¿qué será de mí?; y si muero, ya nada tiene sentido.» De esto preci-samente se trata, y Unamuno ha hecho cobrar, o recobrar, conciencia de ese último sen-tido que necesitaba, tan olvidado por casi todos. Lo cual es una liberación.

Por esto adquieren hoy un entrañado dramatismo aquellas palabras de Unamuno en que angustiadamente se refería a la muerte, en especial a la suya propia, en la que ya está. «Tiemblo –decía– ante la idea de tener que desgarrarme de mi carne; tiemblo más aún ante la idea de tener que desgarrarme de todo lo sensible y material, de toda sustancia.» Y aquella frase rebosante de afán: «Yo no dimito de la vida; se me destituirá de ella.» Pero, sobre todo, aquella escena de Niebla, en que su protagonista, Augusto Pérez, le habla al autor, y le dice: «Pues bien, mi señor creador don Miguel, también usted se morirá, también usted, y se volverá a la nada de que salió... ¡Dios dejará de soñarle! ¡Se morirá usted, sí, se morirá, aunque no lo quiera!» Ya está cumplido todo esto, ya tiene resuelto su problema, y nos queda a los demás, que tenemos que pensar en la muerte, a este don Miguel de Unamuno que sentimos tan vivo.

Y al releer y repensar las cosas que nos dejó dichas a lo largo de toda su existencia te-nemos que preguntarnos hoy, y cada vez más: ¿Qué era Unamuno? ¿Cuál es el sentido de su obra? ¿Era filosofía? ¿Era poesía? ¿Otra cosa, acaso? No se trata de querer clasifi-carlo. Esto sería absurdo, tan absurdo como creer que la pregunta tiende a una clasifica-ción. Él mismo sintió a veces la necesidad de tocar esta cuestión, como al escribir: «No quiero engañar a nadie ni dar por filosofía lo que acaso no sea sino poesía o fantasmago-ría, mitología en todo caso.» Que toda la obra de Unamuno es poesía, nada más cierto; que no sea filosofía, parece bastante claro. Pero ¿no es más que poesía? Esto es alta-mente dudoso. La relación de Unamuno con la filosofía es una cuestión, que lo fue para él igualmente. En muchos de sus libros apenas habla de otra cosa que de temas filosófi-cos; con frecuencia, con perfecto sentido y hasta con penetrante agudeza; sin embargo, tenía la impresión de que aquello no era filosofía,

y, probablemente, estaba en lo cierto. Pero el hecho mismo de que tuviera que hablar de ello indica que ahí late un problema interno que afecta al sentido último de la obra de Unamuno. ¿Cuál era, repito, su relación con la filosofía? ¿Tiene algo que decirle? ¿Tie-ne algo que hacer con ella la filosofía? Parece que sí, y es una cuestión que será menes-ter plantear en su día.

Pero conviene no olvidar una cosa: y es que Unamuno no está hecho y concluso, ni tampoco su obra, sino que dependen de los demás, de los hombres posteriores. El pre-sente reobra sobre el pasado y lo hace ser de nuevo; pero no por sí, sino en el presente. Lo que una cosa es, depende de lo que será, aunque parezca extraño. Cuando se pregun-ta si algunos pensadores indios eran filósofos, y se comparan sus afirmaciones con las de filósofos presocráticos griegos para hacer ver su semejanza de contenido, se suele olvidar un detalle, y es que llamamos a estos filósofos presocráticos. Es decir, los carac-terizamos por lo posterior, como algo previo a lo que, sin duda alguna, era filosofía. Sin Platón y Aristóteles, ¿cabría incluir en la filosofía a Tales de Mileto? Probablemente, no.

No acabará de saberse –ni de tener realidad– el sentido último de algunas intuiciones de Unamuno mientras no se saquen de ellas –si se sacan– sus consecuencias extremas. La

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respuesta suficiente a aquellas preguntas sólo podrá encontrarse en el Unamuno que tendremos que hacer. La decisión corresponde al futuro. Y este es el signo en que se reconoce su fecundidad y su importancia. No se puede decir todavía qué ha de ser aún don Miguel, cuál es el Unamuno que perdurará entre nosotros. Con esto queda dicha la urgencia del tema. Aquí no se puede hacer más que formularlo y dejarlo pidiendo res-puesta.

Hoy interesaba sólo recordar la significación de Unamuno, a los dos años de haber de-jado, en soledad y seriedad, la vida pasajera, para avanzar hacia la otra perdurable.

JULIÁN MARÍAS

LA VEGETACIÓN DEL PÁRAMO

LA VANGUARDIA 191176 «Se trata –no hay que decirlo- del famoso “páramo cultural” español de los últimos decenios. La imagen ha sido moneda corriente desde poco después de la guerra civil. Primero circuló fuera de España; se suponía que en ella no quedaban más que “curas y militares”, y ni rastro de vida intelectual, refugiada en la emigración. La propaganda oficial, mientras tanto, afirmaba que se había eliminado –hacia el cementerio, la emi-gración, la prisión o el silencio- la escoria “demoliberal”, y se había restablecido el esplendor “imperial” de España, ejemplificado en nombres de los que hace mucho tiempo nadie se acuerda, y que no es piadoso recordar. Hace mucho tiempo que quedaron atrás, desmentidas por los hechos, las dos versiones, si se quiere, las dos caras de la moneda falsa, de curso “legal” cada una de ellas en campos acotados y para propósitos muy definidos. Sin embargo, ahora reverdece la primera, destinada primariamente al consumo de los jóvenes nacidos a la vida histórica hace poco tiempo, un decenio o dos a lo sumo, que tienen más presente la imagen de los últimos años y confunden los tiempos que no han vivido. ¿Cómo es posible que pueda usarse –y prosperar- la imagen del “páramo”? Los jóve-nes tienen ante los ojos, sobre todo, las instituciones en las cuales estudian, a las cuales tienen acceso; y se podría hablar, en efecto, de un páramo institucional desde que la guerra arrasó las Universidades, el Centro de Estudios Históricos, la Institución Libre de Enseñanza, la Residencia de Estudiantes y la de Señoritas, y en muy buena medida las Academias. Se les ha dicho además, incansablemente, que no han tenido maestros -lo cual ha contribuido tanto a que no los tengan aunque los haya, a que renuncien a ellos y no los hagan suyos-. Se ha tratado de inculcar en sus mentes la idea de que sólo en los últimos años –a lo sumo desde 1956- ha habido intentos de resistencia a la falta de libertad, de afirmación de las opiniones discrepantes, de ejercicio de la inteligencia. Es decir, hasta que han empezado a hacer algo los interesados en difundir esa imagen. Todo lo anterior –y, en definitiva, todo durante cuarenta años- ha sido el páramo inte-lectual de España. La verdad ha sido muy distinta. En La España real he escrito: “La libertad empezó a germinar y brotar, como brota la hierba en los tejados y en las junturas de las losas de

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piedra. Sería apasionante y conmovedor una historia fina y veraz del tímido, vacilante, inseguro renacimiento de la libertad en España”. No puedo hacerlo aquí –lo he hecho parcialmente, en otros lugares, desde hace un cuarto de siglo, por ejemplo en El inte-lectual y su mundo, 1956, publicado en Buenos Aires, prohibido muchos años en Espa-ña: en Los Españoles; en El oficio del pensamiento; en Innovación y arcaísmo-; voy a limitarme a recordar algunos hechos, algunos datos, todos ellos anteriores a la muerte de Ortega a fines de 1955, es decir, en el apogeo del supuesto “páramo”. La guerra civil –en ambas zonas- significó la ruptura de la continuidad, la casi total extinción de la vida intelectual, el dominio de la propaganda, la persecución de la ver-dad, el triunfo del partidismo. Sin embargo, en la zona republicana, en Valencia y lue-go en Barcelona, se publicó la revista mensual Hora de España, que mantuvo un deco-ro intelectual y literario, sorprendente en medio de una feroz discordia civil. La noble pluma de Antonio Machado honraba todos los números de la revista, y a su sombra colaboramos muchos que no hemos tenido nunca que avergonzarnos ni arrepentirnos de lo que allí escribimos. No sé si en la otra zona hubo algo comparable –no ha llegado a mí la noticia-, pero hay que hacer constar que, terminada la guerra, desde 1940 y durante los dos años de dirección de Dionisio Ridruejo y Pedro Laín Entralgo, Esco-rial significó un esfuerzo de reanudación de la convivencia intelectual y de los derechos de su ejercicio. Y, en forma ya más independiente, no se olvide lo que fue Leonardo en Barcelona, y desde 1946 Ínsula en Madrid (puede repasarse el índice de esta revista que hace unos veinte años compuso Consuelo Berges, y que no puedo ver sin admira-ción y una nostálgica melancolía).

Tres son los elementos que pueden distinguirse en los años posteriores a la guerra: 1) La exclusión de los disidentes por el Estado y las fuerzas políticas que lo respalda-ban, su recuperación por el resto de la sociedad. 2) La reanudación de la continuidad intelectual por parte de los grandes escritores. 3) La aparición de otros nuevos, de las generaciones posteriores a la guerra. Tan pronto como fue posible, quiero decir desde el término de la Guerra Mundial, que había impuesto un casi absoluto aislamiento, se empezó a hablar de los escritores emi-grados. Mientras la censura proscribía sus obras y hasta se tachaba con indeleble tinta negra su nombre al frente de la edición de un clásico, Ínsula fue el órgano principal de su difusión y comentario. En el Diccionario de Literatura Española de la Revista de Occidente (1949) hablé de Alberti, García Lorca, Salinas, Guillén, Antonio Machado, Azaña, Gómez de la Serna, Casona, José Gaos, y allí aparecían igualmente otros mu-chos, sin otro criterio que la calidad y la información disponible. Los grandes autores de la generación del 98, de las dos siguientes, empezaron muy pronto a escribir, y una parte esencial de su obra corresponde a los años que estoy re-cordando. Menéndez Pidal publica Los españoles en la Historia y Los españoles en la literatura –tan independientes, tan contracorriente, que tanto rencor oficial provoca-ron-: Reliquias de la poesía épica española, Romancero hispánico, El Imperio Español y los cinco reinos, innumerables estudios lingüísticos, literarios e históricos. Azorín, Españoles en París, Pensando en España, los dos prodigiosos libros Valencia y Ma-drid, novelas como El enfermo, La isla sin aurora, María Fontán, Salvadora de Olbe-na; cuentos como Cavilar y contar, ensayos y memorias como París, Memorias inme-moriales, Con permiso de los cervantistas, Con Cervantes, El cine y el momento. Baro-

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ja en los mismos años publica sus memorias, Desde la última vuelta del camino, Can-ciones del suburbio, El cantor vagabundo... Los títulos de Ortega se suceden: Historia como sistema, Ideas y creencias, Teoría de Andalucía, Estudios sobre el amor, los pró-logos a Bréhier y Ybes, a Alonso de Contreras y El collar de la Paloma, Papeles sobre Velázquez y Goya... Zubiri publica Naturaleza, Historia, Dios; Morente, Lecciones preliminares de filosofía y Ensayos; Dámaso Alonso, La poesía de San Juan de la Cruz, Ensayos sobre poesía española, Vida y obra de Medrano, Poesía española, y nada me-nos que los libros de poesía original Oscura noticia, Hijos de la ira y Hombre y Dios. García Gómez, después de las Qasidas de Andalucía, Silla del Moro y Nuevas escenas andaluzas, la traducción de El collar de la paloma.Vicente Aleixandre, nada menos que Sombra del Paraíso; y por si fuera poco, Mundo a solas, Poemas paradisiacos, Nacimiento último, Historia del corazón. Miguel Mihura estrena en colaboración Ni pobre ni rico sino todo lo contrario y El caso de la mujer asesinadita, y solo Tres som-breros de copa, El caso de la señora estupenda, Una mujer cualquiera, ¡Sublime deci-sión!, etc. José López Rubio, Alberto, Celos del aire, La venda en los ojos, La otra ori-lla. Fernando Vela publica El grano de pimienta, Circunstancias, Los Estados Unidos entran en la historia. Marañón da una larga serie de libros admirables: Ensayos libe-rales, Crítica de la medicina dogmática, Luis Vives, Españoles fuera de España, Anto-nio Pérez, Elogio y nostalgia de Toledo. ¿Quién ha podido romper la continuidad de la cultura española del siglo XX, más fuerte que el partidismo, la violencia y el espíritu de negación? ¿Y los nuevos? Quiero decir los escritores apenas conocidos o desconocidos entera-mente, que hacen la mayor parte de su obra después de la guerra civil. Aparte de algu-nos libros promovidos por la guerra misma, poesía o narraciones de Miguel Hernán-dez, Herrera Petere, Rafael Alberti, Agustín de Foxá, Dionisio Ridruejo y otros a am-bos lados de las trincheras, hasta 1941 no empieza ese nuevo brote de pensamiento, narración o poesía. Casi toda la obra poética de Gabriel Celaya es de ese período: Tentativas, Movimien-tos elementales, Objetos poéticos, Las cosas como son, Las cartas boca arriba, Paz y concierto, Vía muerta, Cantos iberos. Casi lo mismo podría decirse de Luis Rosales: después de Abril, anterior a la guerra, Retablo sacro del Nacimiento del Señor, La casa encendida, Rimas. De Dionisio Ridruejo son Primer libro de amor, Fábula de la don-cella y el río, Sonetos a la piedra, Poesía en armas, En la soledad del tiempo. La obra de Leopoldo Panero, José Luis Hidalgo, Carlos Bousoño, Eugenio de Nora, Blas de Otero, se condensa o al menos se inicia y madura en estos años.

Zunzunegui, anterior a la guerra, publica con fecundidad tras ella: ¡Ay..., estos hijos!, La quiebra, La úlcera, Las ratas del barco, Esta oscura desbandada. Pero es Camilo José Cela el que inicia la novela de su generación, a fines de 1942: La familia de Pas-cual Duarte; y luego, Pabellón de reposo, Nuevas andanzas y desventuras de Lazarillo de Tormes, La colmena, Viaje a la Alcarria y tantas invenciones más. Y tras él Ignacio Agustí con Mariona Rebull y El viudo Rius, Carmen Laforet con Nada, Gironella con La marea y Los cipreses creen en Dios, Miguel Delibes con La sombra del ciprés es alargada, Aún es de día, El camino, Mi idolatrado hijo Sisí, Diario de un cazador. To-davía en ese plazo empiezan a aparecer cuentos de Ignacio Aldecoa y su novela El ful-gor y la sangre y Congreso en Estocolmo, del economista y novelista José Luis Sampe-dro, y Gonzalo Torrente, y el comienzo de la obra teatral de Buero Vallejo, desde His-toria de una escalera hasta Irene o el tesoro.

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¿Cómo olvidar la obra ingente de Pedro Laín Entralgo, autor caudaloso y profundo a un tiempo? Medicina e historia, Menéndez Pelayo, Las generaciones en la historia, La generación del 98, España como problema, La historia clínica, Palabras menores, La espera y la esperanza, son sólo unos cuantos de sus libros de quince años. Y, aunque con obra iniciada unos años antes, Enrique Lafuente Ferrari da en éstos mismos lus-tros obras capitales: Velázquez, Vázquez Díaz, Zuloaga, la expansión y maduración de su Breve historia de la pintura española, el libro esencial sobre el tema. ¿Y los innume-rables libros de Camón, Juan Antonio Gaya Nuño, Sánchez Cantón, Angulo, María Luisa Caturla, María Elena Gómez Moreno? Añádase la obra de Fernando Chueca, desde Invariantes castizos de la arquitectura española hasta Nueva York: forma y so-ciedad, El semblante de Madrid o La arquitectura del siglo XVI, los estudios de geogra-fía social de Manuel de Terán, los ensayos de patología psicosomática y psicología de Juan Rof Carballo, y tantas obras originales. Los libros de historia de las ideas de Antonio Tovar, Luis Díez del Corral, José A. Maravall, Enrique Gómez Arboleya, Lapesa, Blema, Díaz-Plaja... Y no puedo omitir mi nombre, porque, si no me equivoco, mi Historia de la Filosofía (enero de 1941), fue el primer libro nuevo de autor nuevo, que invocaba la tradición filosófica española anterior a la guerra para seguir adelante con otros libros: La filo-sofía del P. Gratry, Miguel de Unamuno, El tema del hombre, Introducción de la Filo-sofía, Filosofía española actual, El método histórico de las generaciones, Biografía de la Filosofía, Ensayos de teoría, Idea de la Metafísica, La estructura social... Repare el lector en que esto es una fracción de lo que se ha publicado en España des-pués de la guerra civil y hasta 1955. Y que me he fiado de mis recuerdos más vivos, sin disponer de tiempo ni de espacio para tratar adecuadamente el tema. Pero pienso que no son buenos botánicos los que hablan del “páramo” y se les pasa esta frondosa, es-peranzadora vegetación, que pudo brotar en el clima más inhóspito, sin abono, sin cul-tivo, mientras tantos intentaban simplemente descastarla».

JULIAN MARIAS

La vida en España durante la República / 1

EL PAÍS

Cultura - 09-07-1981

Voy a hablar de la vida intelectual y universitaria durante los años de la República como testigo presencial, aunque en mi primera juventud: cuando se proclamó la República en España, el 14 de abril de 1931, yo no había cumplido los diecisiete años y estaba toda-vía estudiando el bachillerato en el Instituto del Cardenal Cisneros; en octubre de ese mismo año «empecé a estudiar en la Universidad de Madrid, y me licencié en Filosofía en junio de 1936, un mes antes del comienzo de la guerra civil. Mis años universitarios coinciden exactamente con los de la República. Hice la experiencia plena y muy a fondo de la universidad; a pesar de mi juventud, estaba bastante activo: fui colaborador de una revista que hacíamos los estudiantes (Cuadernos de la Facultad de Filosofía y Letras), donde apareció mi ensayo San Anselmo y el insensato; colaboré bastante en Cruz y Ra-ya, y llegué a tiempo de publicar una sola colaboración en la Revista de Occidente, poco

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antes de comenzar la guerra. Conocí a un número sorprendentemente alto de intelectua-les, escritores y artistas de aquellos años (casi todos los importantes, con unas pocas excepciones: Miró, que murió en 1930; Antonio Machado, Maeztu...); participé en el crucero universitario que en 1933 organizó la facultad de Filosofía y Letras, dirigida por D. Manuel García Morente, con la Escuela de Arquitectura; asistí al curso de 1934 de la Universidad Internacional de Santander; El Sol publicó en 1933 mis primeras páginas impresas: el prólogo al diario del crucero, que había de aparecer al año siguiente edita-do por Espasa Calpe. En 1934 se publicó por la Revista de Occidente mi primera tra-ducción, con un prólogo: Discurso sobre el espíritu positivo, de Auguste Comte; al año siguiente, la Revista de Pedagogía, que dirigía Lorenzo Luzuriaga, publicó mi primera traducción del alemán: Introducción a la filosofía, de Rudolf Lehmann. Por esto puedo dar una impresión vivaz y de primera mano, no libresca, de lo que fue el ambiente inte-lectual, especialmente universitario, hace medio siglo.

La República tuvo una duración brevísima: cinco años (los de la guerra fueron simple-mente uña larga agonía). Si pensamos en nuestra vida posterior, en tantos períodos de cinco años que podemos distinguir en ella, nos parece insignificante. El actual régimen tiene ya cinco años, y nos parece que acaba de empezar. La República fue un brevísimo episodio que tuvo un final lamentable.

Y, sin embargo, sigue irradiando al cabo de medio siglo. Despierta emoción, conmocio-nes, simpatías, antipatías, entusiasmo, odio; nos estamos ocupando de ella, ahora esta-mos celebrando un curso para estudiarla. ¿Por qué? ¿Por qué esa irradiación de algo tan efímero, que no tuvo un desarrollo demasiado brillante y acabó tan mal?

Advenimiento de la esperanza Creo que esto se explica porque la República significó en su advenimiento sobre todo una cosa: esperanza. La Monarquía cayó en 1931 arrastrada por la dictadura de Primo de Rivera y todavía más por los intentos de componenda posteriores. Por incapacidad de enfrentarse de verdad con la situación de España, por pretender salir del paso de cual-quier manera, de mala manera, lo cual engendró una actitud de repugnancia generaliza-da. Había un descrédito del Estado y de los intentos políticos, apresurados y torpes, de arreglarlo. Por comparación, la figura del general Primo de Rivera resultaba digna, es-timable, y esa actitud negativa fue a mi juicio la causa capital del derrumbamiento de la Monarquía, de la pérdida de apoyo social que el propio Alfonso XIII reconoció certera y noblemente.

La República, en cambio, significó una oleada de entusiasmo. Nació rodeada de entu-siasmo; tanto, que se contagió incluso a muchos de sus adversarios, que a pesar de todo, y, aunque lamentaban por una razón u otra la caída de la Monarquía, participaban en forma extraña de ese entusiasmo envolvente, vigente (fenómeno que merecería analizar-se).

Pero la República tuvo mala suerte en muchos sentidos, Uno de ellos fue que su adve-nimiento coincidió con la gran crisis económica que siguió a la depresión de 1929; mientras a la dictadura le habían tocado en suerte las vacas gordas de la prosperidad, la República llegó cuando la depresión se hacía sentir fuertemente en Europa. Ahora acaba de ocurrir algo parecido: después de la asombrosa prosperidad europea de los últimos decenios, la Monarquía ha venido inmediatamente después de la monstruosa elevación de los precios del petróleo, que está asfixiando literalmente a medio mundo; por tanto, en plena crisis económica occidental.

Nacimiento con hipotecas

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Esto quiere decir que la República, que por supuesto cometió errores económicos consi-derables, tenía una situación muy difícil; era muy improbable hacerlo bien, aun con ca-pacidad y la mejor voluntad. Y tenía otros inconvenientes: nació con varias hipotecas, la principal y más peligrosa, el pacto de San Sebastián. Y hubo, por desgracia, un predo-minio considerable del negativismo, más voluntad de irritar que de construir.

Por la situación electoral y la debilidad de los partidos, la República se vio obligada a gobiernos de coalición, que tienen demasiados problemas y, salvo casos extremos de ruina del Estado o amenaza gravísima, son muy arriesgados, porque se convierten en un reparto de influencias, de poder parcial, y los partidos se oponen y perturban mutuamen-te; además, nadie tiene últimamente la responsabilidad de la política, y es problemático que haya equipos válidos de recambio, que la democracia requiere.

Sobre todo, se produjo una rápida politización. Entiendo por politización (o, si se prefie-re, politicismo) no ya el interés por la política, que es necesario y aconsejable, sino el que la política se ponga en primer plano y no se piense en otra cosa, y se juzgue de hombres, instituciones e ideas por su filiación política antes que por cualquier otra con-sideración. Esto ocurrió muy pronto. No se olvide que la política española, durante los breves años de la República, estuvo dividida en dos bienios (un poco largos) y, contra la imagen que tienen los jóvenes de la República como algo relativamente unitario y defi-nido por la adhesión de los republicanos, la situación fue estrictamente la contraria. Ca-da bienio fue execrado por muy cerca de la mitad de la población, que consideraba la política imperante, no como algo menos bueno que lo deseable, sino como el mal, sim-plemente. El bienio rojo y el bienio negro eran llamados así y execrados, no ya por los adversarios frontales de la República, sino por gran parte de los que se llamaban repu-blicanos.

Escisión y discordia Esto llevó a una polarización, a una escisión que condujo a la discordia; no al desacuer-do, sino a la actitud de no querer convivir con los demás. En todas las sociedades, hasta las más concordes, existen grupos de personas que promueven la discordia, pero suelen ser fracciones mínimas que están en los extremos del espectro político, que no quieren convivir, y en las sociedades sanas esos grupos quedan relegados a los suburbios de la vida política, y resultan inoperantes. Es lo que se llama en inglés the lunatic fringe (el fleco demencial); mientras se trata de un fleco, por muy demencial que sea, no pasa na-da; lo malo es cuando la sociedad se deja arrastrar por sus dos flecos y se divide y es-cinde.

Esto es lo que ocurrió progresivamente, en varias fases, a lo largo del brevísimo tiempo de la República. Y no olvidemos la hostilidad cerril de los que fueron sus enemigos desde el primer día, lo hiciera bien o lo hiciera mal, aquellos cuyo lema era «Cuanto peor, mejor»; los irreconciliables, en suma.

Hace poco enuncié un principio que ha regido en mi vida -en mi vida personal, porque política no la he tenido nunca- y que se puede aplicar a la política, incluso a la interna-cional; y es no intentar contentar a los que no se van a contentar, porque son penas de amor perdidas. Hay que intentar contentar a los que, en principio al menos, se pueden contentar; ¿para qué intentarlo con los que en ningún caso van a darse por contentos?

No era mi propósito hablar aquí de política, pero como se trata de un periodo definido por un acontecimiento político, era absolutamente inevitable detenerse un momento en lo que fue la República como un episodio político que duró un lustro. Pero de lo que voy a hablar es de la vida intelectual y universitaria. ¿Cuáles fueron sus caracteres?

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JULIAN MARIAS

La vida intelectual en España durante la República / 2 EL PAÍS - Cultura - 10-07-1981

Fue una época de indudable esplendor intelectual. Tengo una imagen refulgente de mis años universitarios, de 1931 a 1936, y en buena proporción mi vida personal se ha nu-trido de aquellos años, de lo que en ellos adquirí. No sólo conocimientos, aunque fueron muchos para lo que permiten cinco años. Pero me he nutrido, sobre todo, de las raíces, de la manera de implantación en la vida intelectual y en España en su conjunto, de la actitud y la moral intelectual que hice mías en aquel tiempo. Sin embargo, hay que hacer una restricción. ¿Es que en la República se produce un verdadero incremento de la creación intelectual y literaria? Hay que contestar que no.

En 1894 empieza a germinar en España, mientras las generaciones anteriores, las del siglo XIX, están plenamente vigentes, una nueva actitud, por lo pronto literaria, luego intelectual en general, y empiezan a publicarse algunos libros de autores nuevos. No en el sentido de que eran jóvenes, sino en el de que inician una época nueva, significan un cambio de actitud y de instalación en la vida. Benavente, en primer lugar; Valle-Inclán, Unamuno, Menéndez Pidal son los primeros, los que inician la generación del 98, cuya entrada en la historia como tal generación acontece, sino me equivoco, en 1901.

De 1894 (el año de La verbena de la Paloma, no se olvide) es El nido ajeno, la primera obra de Benavente: y Femeninas de Valle-Inclán; en 1895 se publica en La España Mo-derna la serie de ensayos de Unamuno En torno al casticismo, de 1896 es La leyenda de los infantes de Lara, de Menéndez Pidal. En estos mismos años se publican todas las obras de ganivet, muerto en 1898. En 1897, la última gran novela de Caldos, Misericor-dia, y la primera de Unamuno, Paz en la guerra: una es la época que termina, y la otra, la que empieza.

Desde entonces se van publicando en España libros nuevos, originales, creadores, egre-gios; algunos de ellos, geniales. Y esto se va desarrollando sin interrupción hasta 1936. Pero un poco menos durante los años de la República; es un hecho que hay que señalar y que suele desconocerse, por una inercia que llevaría a pensar lo contrario.

Si se toma un período inmediatamente anterior, 1925-1930, y se compara con 1931-1936, se encuentra, para unos cuantos autores importantes, lo siguiente. Llamo A al primer tiempo, y B, al segundo:

Unamuno: A: La agonía del cristianismo, De Fuerte ventura a París, Cómo se hace una novela. B: San Manuel Bueno, mártir, El hermano Juan.

Valle-Inclán: A: Tirano Banderas, La corte de los milagros, Viva mi dueño, La reina castiza. B: Baza de espadas (parcialmente en forma de libro sólo después de la guerra).

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Baroja: A: La nave de los locos, Las mascaradas sangrientas, Divagaciones apasiona-das, Entretenimientos, Humano enigma, La senda dolorosa, Los pilotos de altura, Los amores tardíos, El nocturno del hermano Beltrán. B: La estrella del capitán Cimita, A vira neta, Las noches del Buen Retiro.

Azorín: A: Doña Inés, Los Quinteros y otras páginas, OID Saín, Brandy, mucho bran-dy; Comedia del arte, El clamor, Lo invisible, Félix Vargas, Andando y pensando, Blanco en azul, Superrealismo, Angelito, Pueblo. B: Cervantes o la casa encantada, Lope en silueta, La guerrilla.

Antonio Machado: A: Nuevas canciones, Poesías completas. Con su hermano Manuel: Desdichas de la fortuna o Julianillo Valcárcel, Juan de Mañara, Las Adelfas, La Lola se va a los puertos. B: La prima Fernanda, La Duquesa de Benamejí (Manuel solo; Phoenix).

Maeztu: A: Don Quijote, Don Juan y la Celestina. B: Defensa de la Hispanidad.

Menéndez Pidal: A: Orígenes del español, La España del Cid. B: Supervivencia del poema de Kudrun, El Imperio Romano y su provincia.

Ortega: A: El espectador (volúmenes IV, V, VI y VII), La deshumanización del arte, Espíritu de la letra, Kant, Misión de la Universidad, La rebelión de las masas (y el cur-so, publicado después de su muerte, ¿Qué es filosofía?). B: El espectador (volumen VIII), Prólogo a obras, Goethe desde dentro, Historia como sistema (en inglés) (y el curso, publicado después de la guerra, En torno a Galileo).

Gabriel Miró: A: El obispo leproso, Años y lenguas.

Pérez de Ayala: A: Tigre Juan, El curandero de su honra.

Américo Castro: A: El pensamiento de Cervantes, Santa Teresa.

Marañón: A: Sexo, trabajo y deporte, Tres ensayos sobre la vida sexual, Amor, conve-niencia y eugenesia, Ensayo biológico sobre Enrique IV y su tiempo. B: Amiel, Las ideas biológicas del P. Feijoo, El Conde-Duque de Olivares, Raíz y decoro de España, Vocación y ética.

Ramón Gómez de la Serna: A: El drama del palacio deshabitado, El torero Caracho, La mujer de ámbar, Él caballero del hongo gris, La Nardo, Caprichos, Gollerías, Goya, Efigies, Azorín, La malicia de las acacias, Seis falsas novelas, El dueño del átomo, Los medios seres, y varias colecciones de Greguerías. B: Policéfalo y señora, Elucidario de Madrid, El Greco, La hiperestésica, ¡Rebeca!, y nuevas colecciones de Greguerías. (Sin duda, ambas listas son incompletas; en Madrid se decía: «Ramón escribe todo lo que piensa, publica todo lo que escribe y regala todo lo que publica»).

Pedro Salinas: A: Víspera del gozo, Seguro azar. B: Fábula y signo, La voz a ti debida, Razón de amor.

Jorge Guillén: A: Cántico.

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García Lorca: A: Canciones, Romancero gitano, Mariana Pineda, La zapatera prodi-giosa. B: Poema del cante jondo. Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, Bodas de sangre, Yerma, Doña Rosita la soltera, Amor de Don Perlimplín con Belisa en su jardín, Reta-blillo de Don Cristóbal (y, por supuesto, obras póstumas, como Poeta en Nueva York, La casa de Bernarda Alba, etcétera).

Gerardo Diego: A: Versos humanos. B: Viacrucis, Fábula de Equis y Zeda.

Alberti: A: Marinero en tierra, La amante, El alba del alhelí, Cal y canto, Sobre los ángeles, Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos, Sermones y moradas. B: Un fantasma recorre Europa, Trece bandas y cuarenta y ocho estrellas, Fermín Ga-lán, El hombre deshabitado.

Vicente Aleixandre: A: Ambito. B: Espadas como labios, La destrucción o el amor.

Rosa Chacel: A: Estación ida y vuelta. B: A la orilla de un pozo.

Se podría continuar y completar, pero estas muestras bastan para ver dos cosas: primero, que ambos períodos, el inmediatamente anterior a la República y el que coincide con ella, fueron sencillamente espléndidos; segundo, que la producción del primero de estos períodos es mucho mayor y más importante que la del segundo.

Por cierto, no sería difícil encontrar textos de toda esta época en que se habla de la de-cadencia intelectual de España. Esto se dice entre nosotros siempre: situación lamenta-ble, pobreza, no hay nada, páramo. Esto se ha dicho y se sigue diciendo y se dirá, su-pongo, hasta la consumación de los siglos, si España sigue existiendo. Pero no hay que hacer mucho caso de lo que se dice, y vale más la pena mirar, ver qué pasa realmente. La lista de libros que he dado, y que es muy incompleta, y se reduce a doce años, es absolutamente asombrosa.

Pero queda un resto de sorpresa, de extrañeza, que contrasta con lo que suele creerse. Resulta que, siendo espléndida la producción intelectual y literaria de los años de la República, es inferior a la de los años anteriores. Entonces, ¿qué pasa con ese esplendor de la República, que todavía irradia sobre nosotros? ¿Qué fue de aquella promesa, de aquella esperanza? Hay que cambiar de punto de vista: la indiscutible ventaja, el avance de la República, en la vida intelectual, estuvo en las instituciones.

JULIAN MARIAS

La vida intelectual en España durante la República / 3

EL PAÍS - Cultura - 11-07-1981

Durante la República se crean millares de escuelas; se crean centenares de institutos de segunda enseñanza. No se olvide que en Madrid, hasta 1931, sólo había tres: el del Car-denal Cisneros, el de San Isidro y el Instituto-Escuela. En la mayor parte de las capitales

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de provincia no había más que uno; en muy pocas ciudades, aun considerables, había ninguno. Había un elevado número de licenciados y doctores que se habían formado en la excelente universidad de los últimos años, dedicados a la enseñanza privada -por lo general muy mal retribuida-, y que encontraron puestos en institutos que alcanzaron inmediato prestigio. En 1933 se creó la Universidad Internacional de Verano en Santan-der, que fue algo absolutamente excepcional y admirable. Se daban cursos del más alto nivel -y atractivo- por las primeras figuras intelectuales de España y por un número con-siderable de las de otros países, entre ellas bastantes ganadores del Premio Nobel. En octubre de 1934 publiqué en Cruz y Raya un artículo sobre esta universidad, porque corrían vientos de fronda y algunas amenazas se cernían sobre ella: era menester alertar a la opinión y mostrar qué significaría la supresión de esa institución; allí puede encon-trarse una idea bastante precisa de lo que fue una de las empresas más interesantes que se habían intentado en España y que, por supuesto, al final de la guerra civil fue conver-tida en algo enteramente diferente.

En aquellos años se organizaron las Misiones Pedagógicas, por una parte; la Barraca, por otra, que difundieron de manera extraordinaria formas de cultura, de arte, de litera-tura; don Pablo Gutiérrez Moreno difundió privadamente los estudios artísticos, y de su esfuerzo nacieron pequeños libros esenciales, como la Breve Historia de la Pintura es-pañola de Enrique Lafuente Ferrari.

El Centro de Estudios Históricos era algo sumamente modesto en su apariencia: no había columnas, ni salones, ni grandes sofás suntuosos; pero había unos despachos en que alguna gente trabajaba -por cuatro cuartos- con admirable dedicación y altura. Don Ramón Menéndez Pidal lo presidía, con un equipo cuya fecundidad ha quedado atesti-guada en Europa y en América durante medio siglo. Y algo análogo habría que decir de las Escuelas de Estudios Árabes, impulsadas por don Miguel Asín Palacios.

Y, sobre todo, la universidad. Había empezado a mejorar un par de decenios antes, pero recibió nuevos estímulos. Recobró su libertad e independencia, comprometidas por al-gunas intromisiones de la dictadura. La así llamada, la de Primo de Rivera, fue menos dictadura que lo que pensamos, sobre todo si comparamos con tiempos posteriores, por-que don Miguel Primo de Rivera, nacido en 1870, perteneciente a la generación del 98, era en el fondo un liberal; es decir, estaba sometido a la vigencia de un liberalismo am-biente; era todo lo liberal que puede ser un dictador, que paseaba de paisano y solo por la calle de Alcalá, y cuando pasaba una muchacha bonita le decía un piropo; y entraba en el café llamado Granja el Henar, en la calle de Alcalá, y saludaba a la tertulia adversa presidida por su tenaz enemigo don Ramón del Valle-Inclán, al cual el dictador, en una de sus miríficas Notas oficiosas -que habría que publicar-, llamó una vez «eximio escri-tor y extravagante ciudadano»; don Miguel cruzaba hasta él fondo, la tertulia contestaba a regañadientes al saludo; y al salir volvía a saludar, y la tertulia volvía a corresponder, mientras don Ramón comentaba: «¡Qué pezao! ».

Esta era la situación, pero al final los errores se fueron acumulando. El primero fue sus-tituir el directorio militar por un Gobierno (civil, pero no muy civilizado) poco demo-crático, menos liberal, y que tomó en serio el actuar como un Gobierno; el segundo error fue suplantar el Parlamento con una Asamblea Nacional, puramente digital; el ter-cero, tener la debilidad de constituir una especie de partido político que no era tal la llamada Unión Patriótica; el más grave de todos los errores de Primo de Rivera fue que-darse, no contentarse con una operación quirúrgica de urgencia que pudo durar dos años y de la cual España hubiera podido recuperarse. Se inició la intervención en la vida es-pañola, cada vez más intensa y más torpe; y en 1929 invadió resueltamente el ámbito de la universidad. Fue entonces cuando Ortega dimitió -no fue expulsado, dimitió de su

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cátedra-, seguido por otros profesores; y continuó su curso universitario en la sala Rex y luego en el teatro Infanta Beatriz, aquel espléndido curso ¿Qué es filosofía?, publicado después de su muerte.

Había habido una torpe intervención gubernamental en la universidad, y ésta con la Re-pública, recuperó su independencia, la plena libertad de cátedra, y la autonomía le fue concedida a algunas universidades y la iban a recibir las demás. La universidad estaba en las mejores manos y tenía capacidad de iniciativa y de administrar se a sí misma -y de asumir su propia responsabilidad, de ganar o perder su prestigio.

Puedo hablar con precisión, sobre todo, de la facultad de Filosofía y Letras de Madrid, entre 1931 y 1936. El primer decano fue don Claudio Sánchez Albornoz, pero pronto fue nombrado rector, y el decano fue don Manuel García Morente, probablemente el mejor decano que ha existido nunca. Mientras lo era, se ocupaba de la construcción, instalación y organización de la nueva facultad en la Ciudad Universitaria, no es que dejara de dar cursos, ¡es que daba tres! El suyo de Ética, otro de Introducción a la Filo-sofía y un tercero de Literatura Francesa, en la que era sumamente competente. Y enci-ma traducía algunos librillos, como los diez enormes volúmenes de la Historia Univer-sal, de Walter Goetz (la Propyläen Weltgesthichte); la Decadencia de Occidente, de Spengler; las Investigaciones lógicas, de Husserl (en colaboración con José Gaos), y tantos otros libros.

Y organizaba el Crucero Universitario por el Mediterráneo, en 1933, que no le costó un céntimo al Estado, porque fue sostenido por lo que pagaban alumnos y profesores, y las becas con cantidades allegadas por donaciones de don Juan Zaragüeta, por ejemplo; o por dos conferencias que dio Ortega en el teatro Español, con entrada pagada, sobre el tema «¿Qué pasa en el mundo?»; y con el dinero que el Patronato Nacional del Turismo pagaba por conferencia que Morente daba en algunas ciudades del recorrido, para fo-mentar el turismo en España.

Este era el decano, y esto era lo que significaba «autonomía». La asistencia a clase era voluntaria, había derecho a no ir a los cursos (pero no a ignorarlos); yo no fui a tres cur-sos de mi especialidad; a uno de ellos, porque no me interesaba; a otro, porque me inte-resaba aún menos; al tercero empecé a asistir, pero al cabo de varios días de explicacio-nes sobre los adulterios de la mujer de Auguste Comte, comprendí cuánto faltaba para entrar en su filosofía y su sociología, y preferí leer unos cuantos libros. Al reimprimirse, hace poco, mi traducción del Discurso sobre el espíritu positivo, he sentido volver aquel tiempo lejano.

Como la asistencia a clase no era obligatoria, algunos catedráticos se quedaban sin estu-diantes. Un catedrático titular -excelente persona, por lo demás, pero más bien aburrido-tenía hasta siete alumnos; en cambio, José É. Montesinos, que no era más que ayudante, acabado de volver de Alemania, tenía un curso de doscientos, y tuvo que duplicarlo. Y otro catedrático, bastante pintoresco, superviviente de una fauna antigua, al cabo de un par de meses se quedó con una sola alumna, y como acontecía que era su hija, supongo que el curso prosiguió en casa, después del almuerzo.

Es decir, se produjo la selección del profesorado sin excluir ni expulsar a nadie, sin ve-jar a nadie, sin quitarle a nadie su sueldo, mediante la espontánea cotización de los estu-diantes. Los profesores nos conocían, llegaban a ser nuestros amigos, quizá nuestros mejores amigos. Si no los había disponibles de una disciplina, Morente los traía de don-de los hubiera: del extranjero, del Seminario Conciliar, de un instituto o un colegio pri-vado. Recuerdo, en cambio, que una vez fuimos a pedirle al decano que organizara un curso de Filosofía de la Historia. Morente nos miró atentamente, con su simpatía habi-

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tual, con una sonrisilla un poco irónica, y nos dijo: «Bueno, si ustedes me dicen quién puede dar bien ese curso, yo lo traigo y lo contrato, aunque no sea ni bachiller; pero díganme quién». Nos quedamos, pensando un momento, nos miramos, le dimos las gra-cias y nos fuimos

Julián Marías Laín Entralgo: su magnitud real

ABC Madrid, 21 de junio de 2001

No es fácil comprender el conjunto de la obra intelectual de Pedro Laín Entralgo. Su larga duración de más de setenta años desde el final de la guerra civil hasta su muerte hace unos días; su amplitud y variedad que puede enmascarar su coherencia, la conver-gencia de sus muchas dimensiones; la clave su unidad en un proyecto intelectual de ex-cepcional valor. En muchos sentidos Laín hace pensar en Gregorio Marañón, médico como él, atento a la realidad española y sus problemas, con una visión estrictamente personal de todo ello, con una formación digna de los más abarcadores y profundos humanistas de diversos siglos.

Laín Entralgo es el autor de una extraordinaria creación: la transformación de la historia de la medicina, que hasta él había sido una rama secundaria, casi trivial de la visión mé-dica de lo real, en una disciplina rigurosa y profunda; no sólo su espléndido libro La Medicina hipocrática, sino su temprano libro Medicina e historia y la ingente serie de monografías sobre grandes médicos; sin contar las profundas visiones de la relación médico-enfermo y de la historia clínica.

Al mismo tiempo empezó el estudio apasionado y preciso de la realidad española, de sus problemas con su permanente dramatismo intelectual, de figuras que han sido clave de su historia; su temprano libro sobre Menéndez Pelayo, tan traído y llevado en los años que siguieron a la guerra civil, tan escasamente entendido, hizo que pasara de una mención «patriótica» a un conocimiento rico, matizado y utilizable. Son muchos los españoles ilustres estudiados por Laín, como Fray Luis de Granada y tantos más, que han dado concreción y relieve a una riquísima historia casi siempre mal poseída.

Estas preocupaciones llevaron a Laín al campo de la filosofía; nunca tuvo pretensión de filósofo, pero si se mira con atención su obra se descubre que es parte importante de la creación filosófica española de los últimos decenios, con la incorporación de gran parte de su tradición antigua y, por supuesto, de su renacimiento extraordinario en nuestro siglo desde Unamuno y Ortega, con la aportación absolutamente esencial para Laín de Zubiri, que puede parecer absorbente y acaso excesiva. La contribución de Laín a la filosofía es simplemente irrenunciable. No puede olvidarse La espera y la esperanza o sus estudios sobre la amistad.

Hay que añadir la profunda religiosidad de Pedro Laín, su significación dentro de un movimiento de pensamiento religioso, independiente, libre, a la altura del tiempo, que ha sido característica de la realidad española del siglo XX, tal vez vacilante o disimula-

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da en los últimos decenios. Sería interesante discernir los pasos que el pensamiento es-pañol más independiente ha dado en la segunda mitad del siglo XX y sus avatares pú-blicos desde diversas presiones y ocultamientos que han desdibujado su verdadera reali-dad y su importancia.

En la última fase de su larga vida, la obra de Laín recobró la unidad originaria de sus diversos flancos. El problema de la unidad del hombre, del sentido unitario de sus di-versas dimensiones, de la realidad del cuerpo, algo decisivo para el profundo conoci-miento de un médico excepcionalmente profundo y competente, y el carácter radical-mente personal de lo humano. Esto hace que varios volúmenes de la obra de Laín, pu-blicados en la Editorial Galaxia Gutemberg del Círculo de Lectores, sean estrictamente «antropológicos», convergencia de la visión científica, empírica, de lo humano con el sentido predominantemente filosófico del análisis de la persona humana.

A última hora, esta amplia y muy significativa parte de la obra de Laín viene a iluminar el conjunto de su producción. Las innumerables páginas que escribió en los últimos años iluminan el ingente conjunto de sus escritos desde los años inmediatos a sus co-mienzos en la década de los cuarenta. El propio Laín ha vuelto a reunir e interpretar desde el nivel de su madurez la impresionante serie de estudios que había ido elaboran-do desde las diversas solicitaciones que las múltiples facetas de su personalidad le habí-an ofrecido y planteado.

Esta consideración permite una comprensión global de una obra cuya extensión y varie-dad podría llevar a una visión fragmentaria y en definitiva inadecuada de su pensamien-to. Es particularmente interesante el que la maduración de Laín lo haya llevado a la co-nexión final de los muy diversos elementos que han compuesto su obra. Ese carácter unitario, vitalmente convergente, de su obra escrita descubre el sistematismo interno de un pensamiento cuyo último sentido filosófico trasparece al final de una larga carrera intelectual. Me parece esencial retener estos rasgos que no son añadidos por una consi-deración exterior a su obra, sino que aparecen si se la considera en serio y en su conjun-to. Se puede leer la obra de Laín de tantos años, movida por tantos problemas concretos y aparentemente independientes, y se descubre lo que es una obra intelectual que res-ponde a una persona concreta, a una vida muy larga, sometida a tantas presiones, solici-taciones, recursos; en una palabra, a una trayectoria ejemplar, realizada en condiciones particularmente complejas y dramáticas, que descubren el sentido de una etapa de nues-tra historia que sería decisivo comprender y asimilar en su complejidad y en el sentido unitario que adquiere al verla realizada en una biografía.

Entender a Laín Entralgo requiere este esfuerzo de interpretación histórica. Precisamen-te ese esfuerzo es lo que permite entender un periodo de excepcional relevancia, que se desdibuja de manera inquietante por falta de rigor intelectual, de conocimiento preciso de los hechos y, sobre todo, de lo más necesario: la exigencia de implacable veracidad con lo real. Esta deficiencia es lo que pone más en peligro la posesión de nuestro inquie-tantes, apasionante y posiblemente fecundo siglo XX.

JULIAN MARIAS

Las instalaciones lingüísticas 31/07/1976

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El poeta Joan Maragall es anterior y superior al prosista Juan Maragall. (Firmaba «Joan» sus cartas catalanas, «Juan» sus escritos, privados o públicos, en castellano, del mismo modo que en catalán llamaba a su gran amigo «don Miguel de Unamuno», y nunca se le hubiera ocurrido la cursilería de escribir «Catalunya» en un texto castellano, ni «España» en una página catalana).Desde los dieciocho años escribe Maragall poemas catalanes; hasta 1892, cuando tenía treinta y dos, no empieza a escribir artículos en es-pañol para el Diario de Barcelona. Su primera instalación lingüística, incluso literaria, es sin duda en catalán, y desde ella hay que entender toda su obra.

Pero hay que preguntarse qué era el catalán entre 1878 y 1911, cuando Maragall escribe. No puedo hablar de. ello con suficiente conocimiento de causa, y temo que ni siquiera los catalanes tengan suficiente claridad sobre ello. En rigor, no voy a hacer más que sugerirles algunas cuestiones, con la esperanza de que los sabedores de esa lengua y de su historia puedan contestarlas y con ello, acaso, contribuir a la perfección de esa lengua y a la normalidad de su uso.

En un artículo de 1902, «Por el alma de Cataluña», dice Maragall: «El espíritu catalán tiene un vicio que lo afea mucho, y es la propensión a la parodia». Está pensando sobre todo en las gatadas o singlots que hicieron reir a los barceloneses a mediados del siglo pasado, sobre todo las de Serafí Pitarra (Frederic Soler) escritas -como siempre advierte en sus portadas- «en catalá del qu'ara's parla». Pero Maragall, casi siempre justo, añade:

«No se trata ahora de mortificar la conciencia o la memoria de aquellos cuyo ingenio brotó en plena menestralería barcelonesa y en época en que el renacimiento catalán, en la ciudad, sólo se sentía bien vivo en las bajas regiones donde nuestra lengua quedara relegada por cuatro o cinco siglos de olvido literario casi absoluto (y lo que no fue olvi-do fue algo peor, como el vallfogonismo); aquellos ingenios, al fin y al cabo, siguieron el impulso tan inconsciente como natural del medio en que brotaron; y si al popularizar el renacimiento literario (lo cual fue mérito suyo) dejaron en él la grosera levadura que llevaban (viciándolo lamentablemente), fue porque no sabían lo que se hacían: no veían seguramente a dónde el renacimiento iba; no tuvieron conciencia de su misión; y ya cabe sólo agradecerles el bien que hicieron, perdonarles el mal, y, sobre todo, reparar su desacierto».

En la «Crida» que anunciaba la edición de todos los Singlots poétichs de don Serafí Pi-tarra, en 1885, «y escrit tot en catalá», se explicaba:

«Lo catalá... s'ha de dí perque aquí no's tracta ab monas; no es literari ni fi, sino 'l catalá qu' aquí parlém totas las personas».

No era esto, ciertamente, lo que buscaba el exquisito poeta Maragall. Pero ¿a dónde iba para él el esperado renacimiento? Ni el doctor Vicent García, rector de Vallfogona, que gozó del favor de Felipe IV, ni Serafí Pitarra, pero acaso tampoco se hubiera sentido cómodo Maragall en 1976.

Maragall tenía una concepción dialectal de la lengua, de toda lengua. En el prólogo a Extremeñas, de Gabriel y Galán (1905) se expresa claramente: «Todo el libro es así, vivo; todo él escrito, en ese lenguaje desarrapado, es decir, vivo: escrito en dialecto, como la Iliada y la Divina Comedia; porque no son las lenguas las que hacen las obras, sino las obras las que hacen las lenguas. Y la poesía grande, la viva, la única, gusta mu-cho de brotar en dialectos; y te diré por qué».

« Dialecto -continúa Maragall-, según el clásico sentir, es la corrupción de una lengua; pero, si bien lo piensas, es la constante germinación de las lenguas en boca del pueblo, que es, como si dijéramos, la madre tierra de las palabras: todas salen de ella y todas

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vuelven a ella; allí nacen, allí mueren, allí se transforman, se modulan, se combinan y renacen, y se mueven, en fin, en toda la libertad de su naturaleza. El pueblo siempre habla en dialecto, es decir en libertad, en perpetuo movimiento; y cuando una lengua quiere definirse en una fijeza de perfección y desecha la compenetración con sus dialec-tos, con el pueblo, aquella lengua muere momificada en su perfección».

Esta visión resulta aún más clara en un artículo de 1902, «Las lenguas francas». Mara-gall, en el sur de Francia, encuentra «nuestra misma expresión catalana del lado de acá de la cordillera, con variantes múltiples y encantadoras». Pregunta a una niña: «¿Cómo llamas tú a las estrellas?» Lis esteles -contestó con su vocecilla de hada en el infinito silencio- ¡Lis esteles! Alzamos los ojos al cielo y las estrellas nos parecieron brillar con nueva luz del inmortal misterio. Y en seguida recordamos la canción de la Magalí pro-venzal (que en dialecto bearnés dirían Margalide, y nosotros Margarida): «Ei plen d'es-tello aperamount»; y la dulce libertad del verbo pirenáico nos penetró deliciosamente; y nos sentimos profundamente alegres de que nuestra lengua fuera una lengua libre y franca, sin gramáticas ni academias que la encierren, sino abierta a toda expresión es-pontánea en cada lugar, hasta de cada individuo y hasta de la pasión de cada momento».

«Libre y franca», dice Maragall que es la lengua catalana. ¿Lo es hoy? No sé, no sé; no me gusta hablar de lo que no conozco bien; pero a veces he sentido en escritores catala-nes extraña falta de comodidad, de holgura, como si anduvieran con cuidado de no pisar las rayas. ¿Qué hubiera pensado Maragall? Espontaneidad, libertad, espíritu creador: esto es lo que buscaba. No se sentía «cautivo de un diccionario». Y agregaba: «Mi gra-mática está en mi humor, en mi pasión, en el verbo libre de los genios que sean herma-nos míos en expresión».

Por eso Maragall veía la significación de Verdaguer. Al hablar de los Jochs Floirals, primer símbolo del catalanisinio, dice: «Allí se encontraron todos los visionarios de la historia de la filosofía, de la política, del folk-lore: deslumbrados por su visión, a tientas se encontraron buscando el verbo catalán y se dieron las manos. Venían unos del país de los trovadores y cronistas hundido en los siglos, y balbuceaban un dulce hablar arcaico que nadie entendía; venían otros de modernos arrabales con un lenguaje grosero, pero muy vivo y pintoresco; Otros llegaban de las aulas y academias esforzándose en dar al naciente lenguaje literario acento propio a culturas ya formadas, y hablaban un catalán acastellanado o con ecos literarios y franceses; otros, en fin, los menos por de pronto, los mejores siempre, traían en los labios algo de la música viva, pura, del catalán cam-pestre, hablando como en los siglos y habiéndose movido con ellos sin mancha ni ruptu-ra. «En esta situación apareció un día L'Atlántida. L'Atlántida es, ante todo, el monu-mento del verbo catalán moderno: en él se encuentran todavía las señales del caos de que procede: hay en él arcaísmo, hay influencias meramente clásicas, su lenguaje no es todo oro puro, pero tiene unidad popular, tiene la lengua de la momaña catalana expan-sionada e inundadora de poesía en que todo lo demás queda resuelto y confundido. El poeta catalán descendlió de la montaña a la ciudad cantiando su poema, y nuestra len-gua volvió a existir viva y completa, popular y literaria en una pieza». «Todo él -dice Maragall de Jacinto Verdaguer- está en nuestra nueva lengua catalana: fue el poeta creador de ella: fue el poeta, el Dante catalán». «Así escribía con ocasión de la muerte de Verdaguer, en 1902; había nacido en 1845, dos años después de Galdós, en su rnisma generación, la anterior a la de Maragall; la de Verdaguer era la de Bécquer y Rosalía de Castro.

Pero no se olvide que he hablado de instalación. La lengua es una de las más radicales de la vida humana; en ella «se está», desde ella se interpreta la realidad y se proyecta la vida. Por eso la lengua es -tiene que ser- libertad.

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Hacia el final de su vida, hablando de un catalán que escribía en castellano, Pi i Molist, dice Maragall algunas cosas extremadamente finas. Le reprocha «un enamorament es-pecial de la llengua de Cervantes». Y explica: «Un enamorament tan gran envers una llengua, no es comprén sinó en un estranger en ella. Es clar que tot literat sent amor a la llengua en la qual escriu; pero, quan aquesta llengua es la própia, en l'amor que se li té hi ha aquella confianga, aquell abandonament, aquella llibertat i fins de vegades aquella impertinéncia carinyosa que el fill aviciat sol usar amb la mare; mentres que un amor com el que en Pi i Molist sentia per la llengua castellana més aviat s'assembla al que se sent per una dona forastera: hi ha en tal amor una mena de susceptibilitat, com una por d'ofendre, i un excessiu delitar-se en la contemplació de les seves belleses com no con-siderant-les cosa propia i de casa, sinó cosa exquisida, cosa d'altri que un esté per molt ditxós de que li siga permés fruir, i ho far amb certa ostentació i al mateix temps amb cert encogiment de sobrevingut».

Si yo fuera catalán, y sobre todo escritor catalán, leería con suma atención y un poco de temor las líneas que acabo de copiar. ¿Se escribe en catalán con abandono, libertad y hasta impertinencia? ¿Se está realmente «en casa», condición para escribir creadora-mente, y para que se pueda hablar espontánea y libremente, sin remordimiento de con-ciencia y temor a la heterodoxia? Y ¿no habrá que preguntarse por la segunda mitad de la obra de Maragall?

JULIAN MARÍAS

Las recaídas en la España oficial

11/08/1976

Empieza a sentirse la urgencia de la educación política entre los españoles, distraídos por cuestiones apremiantes, por confusos temores y esperanzas, por un cambio de régi-men que no acaba de serlo -es decir, de ser cambio, y por eso mismo no acaba de consti-tuirse en verdadero nuevo régimen-, hemos olvidado que en España se interrumpió la política hace 40 años, y hay que aprenderla. Sustituida primero por la violencia, luego por la maquinación, la intriga y el favor, siempre por la amenaza de la fuerza, que en general ni siquiera necesitaba ejercerse, la política desapareció del repertorio de las ac-tividades españolas. De vez en cuando, algún viejo político parece recordarla. pero sin cuidarse demasiado de ponerla al día; los más jóvenes la desconocen como experiencia vivida, y a lo sumo saben lo que se aprende en los libros, o en el mejor de los casos, lo que puede adivinar la vocación. En algunos casos, muy pocos, aparece la huella de la experiencia de otros países en que la política existe; pero no sé si se ha intentado siquie-ra «traducir» esa experiencia a las condiciones y las exigencias españolas.Nada de esto es demasiado dramático, y no debería inducirnos al pesimismo. Es natural que en Espa-ña falte educación política, y se puede adquirir; pero lo grave es que no se advierta, que no se intente; o que no se quiera, simplemente, esa educación política necesaria, y se prefiera continuar con los sustitutivos.

La prepotencia que ha definido la vida pública española, desde 1939 hasta 1975 ha per-mitido a unos cuantos grupos -más complejos de lo que se dice, y que no quiero enume-rar apresuradarnente- presentarse como «el equivalente de España» (no ya su «represen-tación», que hubiera sido más tolerable y menos peligroso). Lo hemos visto una vez

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más con ocasión de la última crisis, planteada y resuelta -sea cualquiera el posible acier-to de esa solución- absolutamente a espaldas del país, sin que este intervenga para nada en ello. Ni siquiera se ha fingido una «representación» del país, por ilusoria que fuera: el organismo a quien el poder fue legado por quien lo tenía en la mano, sin lanzar si-quiera una mirada a la opinión de los 35 millones de españoles, ha, usado una vez más ese poder, acaso con la avidez de quien no confía en poder seguir usándolo mucho tiempo.

La vieja disyunción entre la «España oficial» y la «España real» ha tenido en nuestro tiempo un agravamiento que no pudo sospechar Ortega cuando usó estas expresiones en 1914: entonces, la España oficial estaba «superpuesta» a la otra, ocultándola en parte, en alguna medida parasitaria de ella, contribuyendo a su paralización; en nuestro tiempo, gracias a la inspiración totalitaria, la cosa ha ido mucho más lejos: la España oficial ha pretendido ser España, su «equivalente» -como antes dije- Esto es lo que se ha intentado -y se sigue intentando- perpetuar. Y es de la máxima urgencia que todos vean que esto es imposible; incluso en interés de esos grupos españoles cuya existencia interesa con-servar, porque hay que salvar y aprovechar todo lo que hay en España, si hemos de hacer algo interesante; para mí, la voluntad de exclusión es seguro indicio de incapaci-dad para cualquier empresa histórica que valga la pena.

Y hay un segundo aspecto, aparentemente opuesto, que me parece muy semejante, e igualmente inquietante. El que la España oficial haya sido de tal manera avasalladora, ha llevado a muchos a no ver la realidad más que en sus términos y planteamientos. Es lo que le está ocurriendo a lo que se llama «la oposición». Ya esa sus tantivación es un poco alarmante: tiene el peligro de institucionaliarse, de convertirse en una extraña figu-ra monolítica a la vez que internamente fragmentada. Sin cuidarse demasiado de mos-trar ;un respaldo efectivo, confiando más en nombres y siglas y comités, que en opinio-nes certeras y fuerzas reales, muestra una peligrosa inclinación a actuar en el vacío.

Ya el nombre de «oposición» es in tanto anormal, porque no que la muy claro a qué se opone. Hace un año, hace nueve meses, todavía esto tenía sentido; pero como el aparato que hoy, nos gobierna, por muchas que sean sus deficiencias, por precaria que sea la confianza que suscita, es en gran medida ,posición a lo anterior, la automática oposi-ción a ese aparato pudiera muy bien resultar un reverdecimiento de los principios domi-nantes el año pasado.

El carácter más negativo que programático de los grupos políticos, especialmente de los más locuaces, su tendencia a dar por supuesto que la opinión está con ellos, más que a conquistarla, todo eso recuerda de un modo alarmante los usos de la política (de la no política) de los decenios pasados. Se ha concentrado durante un semestre largo el 90 por 100 de la energía política en el único objetivo de la amnistía (a reserva de sustituir au-tomáticamente esa petición por la de «amnistía total» tan pronto como se ha consegui-do, para dejarla vana e inválida». En cambio, no se ve que esos grupos o partidos políti-cos tengan ninguna prisa en que haya elecciones democráticas, normales, seguras y pa-cíficas. No las piden razonablemente, no se preparan para ellas, no muestran su conve-niencia y su urgencia. Extrañamente coincidentes con esos organismos que conservan en sus manos el poder, no parecen apasionarse por lo que constituye el nervio del ejerci-cio de esa democracia que todo el mundo verbalmente invoca.

Será acaso que no confían en el resultado de esas elecciones? ¿Será que prefieren supo-ner que la opinión está con ellos, mejor que comprobarlo? ¿O acaso que, lo mismo que los grupos sociales que han acaparado el poder durante cuatro decenios, se consideran, por sus mismos títulos nominales, «equivalentes» de España?

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No cabría tentación más inoportuna ni más arriesgada. Representaría la recaída en la España oficial. la herencia de los usos abusivos que han esterilizado políticamente a un país, cuya vitalidad ha impedido que sea esterilizado en el resto de sus dimensiones.

Hay que acometer, y pronto, la empresa de educar políticamente a los españoles; quiero decir, de que los españoles nos eduquemos políticamente, empezando, claro es, por los que pretenden ejercer funciones políticas. No creo que se pueda seguir abusando de Es-paña mucho tiempo, ni empezar a abusar de ella de otra manera. La España real tiene suficiente vitalidad para desmontar a los que quieran cabalgarla sin su consentimiento.

JULIAN MARIAS

Los cristianos y la política 07/12/1976

La historia de las relaciones entre la religión y la política es larga, confusa y con fre-cuencia deprimente. Ambas convergen en la vida del hombre. y no es fácil se pararlas. Pero si se quiere alguna claridad para el presente, conviene reducir el tema a aquellas épocas -cercanas, si se mira bien- en que ha habido política como un tema general. co-mo una ocupación de todos los hombres (o, si no, como una privación). Más o menos, desde la Revolución francesa, cuando se intentó so meter a los eclesiásticos a jurar la «constitución civil del clero» y esto los dividió en los assermentés o «juramentados» y los «refractarios», fieles a la obediencia a Roma. Poco después se inventó aquella la-mentable «alianza del trono y el altar», que había de tener tan largas consecuencias, y de la que se encuentra una temprana muestra en las palabras del anónimo denunciante de Jovellanos, en 1800, que hace mucho tiempo cité en Los españoles: acusa a los que: «asestan sus tiros contra la cabeza de la Iglesia procurándola destruir. haciendo ridículo de lo más sagrado de nuestra religión católica, y concluyen echando por tierra y hollan-do los tronos, los cetros y las coronas, porque conocen que unidas las dos potestades, son, absolutamente invencibles; mas separadas, ni una ni otra puede resistirles». Esa alianza, a decir verdad no muy santa, ha llevado a muy tristes consecuencias, y no será a españoles a quienes sea menester recordárselo. Y su ejemplo ha estimulado otras alian-zas en que los poderes públicos o las fuerzas políticas buscan el apoyo o la fuerza per-suasiva de la Iglesia, y ésta puede caer en la tentación de buscar un «seguro» para un futuro dudoso. Naturalmente, las cosas no se presentan, nunca con toda su crudeza: ha habido y siempre habrá «justificaciones»: es notoria la propensión irreligiosa o antirre-ligiosa que han tenido muchos movimientos políticos contra las estructuras y fuerzas tradicionales. y la «defensa de la religión» era el pabellón que podía cubrir todos los reaccionarismos, aun los más opresivos; no es menos evidente que la pretensión de de-fender a los pobres y a los oprimidos suscita fuertes resonancias evangélicas, aunque a la vez se destruya el núcleo mismo del mensaje evangélico.Para un cristiano, la utiliza-ción de la Iglesia o, con mayor motivo, de la religión como tal para fines ajenos es in-aceptable. Pero esto no quiere decir que ese mismo cristiano no se encuentre en la nece-sidad de saber a qué atenerse en cuestiones políticas, y es falso que su cristianismo nada tenga que hacer en ello. Este es el delicado problema que hoy tenemos planteado en todo el mundo.

En todo, es cierto, pero de muy diversas maneras. Acabo de leer con vivo interés una nota pastoral publicada por los obispos del Sur (Andalucía y Canarias). Se ha informado de ella con gran desigualdad, desde el texto completo hasta una mínima y arbitraria se-

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lección de párrafos fuera de contexto. Empieza el documento con estas palabras: «Ante la multiplicidad de opciones políticas que solicitan la adhesión de los ciudadanos, son muchos los fieles que nos piden una orientación moral. Creemos que es nuestro deber pastoral iluminar la conciencia de los católicos desde el Evangelio para que adopten una decisión libre y responsable.»

Nada menos «intemporal». Los obispos andaluces hablan «ante la multiplicidad de op-ciones políticas que solicitan la adhesión de los ciudadanos». ¿En cuántos países -y en qué fechas se pueden o han podido escribir palabras semejantes? En España, durante cuarenta años, por supuesto, no. Y hoy, ¿acaso en Chile. o en Cuba, o en el Perú, o en Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Rumania, la Unión Soviética, o en ninguna de las dos Coreas, o en Vietnam, o en los países árabes. o en casi ninguna parte de Africa? Y casi lo mismo podría decirse, con alguna atenuación, de otra enorme porción del mundo. Los obispos fechan su texto: «Adviento 1976». En España, donde escriben, se trata de otro advenimiento menor, con modesta minúscula. pero bastante excepcional: el de las opciones políticas, el de la posibilidad y la necesidad de elegir, frente al uso generaliza-do de que todo esté ya elegido por los demás.

Lo más interesante de esta pastoral andaluza es que es religiosa. Los obispos han habla-do a hombres civiles, a ciudadanos que tienen deberes y parece que van a tener derechos -y el deber de usarlos-; pero no pierden de vista que sobre quienes tiene autoridad espi-ritual es sobre los católicos, y precisamente en cuanto lo son. Por eso, tras una introduc-ción en que apelan a la responsabilidad política, el realismo y sentido crítico y el respeto a los discrepantes -todo ello temporal y válido para hombres civilizados sin más distin-ciones-. consideran desde el cristianismo las exigencias absolutas de cualquier opción política: la libertad. la justicia, la moralidad. (Los obispos dicen: « El valor libertad ». «el valor justicia» y «el valor moralidad». y no estoy muy seguro de que estas expresio-nes sean las mejores; lo mismo que cuando dicen que los fieles piden «orientación mo-ral ». Esto lo pueden dar muchos hombres, creo que a los obispos hay que pedirles «orientación religiosa, aunque no desdeñen los valores lo que primariamente deben bus-car es la salvación de los hombres. Para ello hace falta que la política de los cristianos tenga libertad, justicia y moralidad; la política de los cristianos y no la «política cristia-na», porque esto no existe.)

Y los obispos andaluces piden que la cosa no se quede en palabras y proclamaciones, sino que llegue a las obras. «Lo que importa no es lo que se dice, sino lo que se hace», escriben. Yo creo que también importa lo que se dice, porque decir es una de las más importantes cosas que los hombres hacen, pero la intención es clara y justa.

No hay una política cristiana, porque los cristianos pueden tener muchas y muy diver-sas; lo que hay ciertamente es políticas -demasiadas- que no pueden ser cristianas; aque-llas que destruyen o pretenden destruir aquello en que consiste el hombre para un cris-tiano, y por su puesto su vida sobre la tierra. Si se despoja al hombre de su libertad polí-tica y social; si se niega su libertad personal, si se reduce su horizonte al de este mundo y se lo despoja de su esperanza en una vida perdurable. dejándolo abandonado a la radi-cal desesperación de la adversidad, la mutilación, la enfermedad, la vejez o la muerte sin otra alternativa; si se lo utiliza y explota como un medio; si se lo priva de sus dere-chos en este mundo, remitiéndolo hipócritamente al otro: si se disminuye la producción por cualquier motivo, condenando a los demás a la pobreza innecesaria: si se desprecia la voluntad de los hombres y no se cuenta con ella ni se tolera su expresión, si no se siente la responsabilidad por el destino de los demás, se ha abandonado radicalmente la condición cristiana y no se la puede invocar con ningún pretexto (porque pretexto hay siempre para todo).

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No es muy brillante la historia de la Iglesia -o, si se prefiere de los eclesiásticos- en sus relaciones con la libertad. Nominalmente ha aceptado con demasiada facilidad la exis-tencia de formas políticas y sociales que faltaban a la justicia, pero de hecho ha paliado la injusticia dominante en muchas ocasiones. Frente a la libertad, las cosas han sido peores, porque después de una proclamación de la libertad «esencial» del hombre. poco se ha hecho para defenderla, asegurarla, reclamarla. Hoy, que las cosas están cambiando tanto y tan de prisa, la reivindicación de la justicia, causa de innumerables más para aceptar la falta de libertad o al menos olvidarla. sin querer advertir que la privación de libertad es la más profunda injusticia, causa de innumerables más.

Tengo esperanza de que en el último cuarto de este siglo la Iglesia tome posesión plena y sin restricciones de esa porción nuclear del cristianismo y comprenda que es simple-mente irrenunciable.

JULIAN MARÍAS

Los supuestos

EL PAÍS | España - 29-06-1976 La publicación del libro de Pedro Laín Entralgo Descargo de conciencia (1930-1960), y, sobre todo, las reacciones que ha suscitado, me hacen reflexionar sobre algo que queda fuera de la crítica e incluso del campo visual: los supuestos del libro y de sus lectores y comentadores. Si no queremos anegar en confusión la confesión histórica, hay que intentar ponerlos en claro. Hace cuarenta años se rompió la convivencia de los españoles, se produjo la discordia en la forma más radical de toda nuestra historia, ya eso llamamos la guerra civil. Tres factores dieron particular gravedad a este suceso, haciendo de él algo sin comparación con las demás perturbaciones de nuestro pasado: el primero, las conexiones de ambos beligerantes con movimientos totalitarios extranjeros, que realzaron y pusieron en primer plano las tendencias minoritarias análogas e introdu-jeron así una doble deformación en la política de las dos Españas en guerra: el segundo, el hecho de que la mayor violencia y ferocidad, en ambos lados, no fue bélica, sino po-lítica, en forma de represión de los supuestos disidentes, en una escala de formas de criminalidad más o menos legalizada, y tercero, que los vencedores de 1939, lejos de poner punto final a la contienda, han prolongado hasta ayer sus consecuencias y su espí-ritu, y hay una fracción considerable que intenta perpetuar todo ello indefinidamente.

Las interpretaciones dominantes en ambas zonas beligerantes eran, claro es, diametral-mente opuestas. Según una de ellas, la República era un régimen absolutamente legíti-mo y legal, un Estado de derecho irreprochable, atacado violentamente por una subver-sión militar-fascista, sin la menor justificación y como primera batalla de la Alemania nacionalsocialista y la Italia fascista. Según la interpretación contraria, la llamada Re-pública era un caos sangriento, en poder de malhechores, a punto de desmembrarse y sumirse en una revolución, y la única reacción posible a ese estado de cosas fue la Cru-zada o Guerra de Liberación, para salvar a España del dominio Soviético.

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Es comprensible que en 1936 se dijeran estas cosas, y hasta es posible que algunos las pensaran; pero al cabo de cuarenta años todo el mundo está persuadido de que la por-ción de verdad de ambos esquemas estaba disuelta en una masa de circunstancias bien diferentes. Las dos tesis que acabo de recordar eran absolutamente inconciliables, y la realidad efectiva las desmiente a ambas. Que la República fuese un régimen legítimo no implica que no estuviese perturbada por fuerzas ajenas a todo espíritu democrático y liberal y a toda preocupación de legalidad; ni que su política en los últimos meses no encerrase graves desaciertos; el que lo dude, lea, por ejemplo, los textos citados por Stanley Payne en La revolución española. Que los defectos de esta situación política fuesen irreparables, que hubiese derecho a destruir el Estado, y arrasar toda su estructu-ra, a multiplicar por diez mil la violencia existente, ¿quién podría hoy sostenerlo?

Yo creí entonces, y sigo creyendo, que la guerra civil fue querida por muy pocos, por dos fracciones exiguas que impusieron su voluntad de discordia y violencia al país ente-ro, alegres de poder liquidar la estructura política para poner las cosas a su gusto. No se olvide que el 18 de julio fue festejado también en la zona republicana, y la calle del Príncipe de Vergara (es decir, Espartero, el vencedor liberal de la primera guerra carlis-ta) se llamó en el Madrid de la guerra «Avenida del 18 de Julio».

En mi opinión, la inmensa mayoría de los españoles no querían la guerra; pero, una vez estallada, planteaba una opción insoslayable. Personalmente, creo que lo decisivo fue estar a favor o en contra de la guerra, y en ese punto pongo mi estimación; me parece secundario, en cambio, desde la aversión a la guerra como tal, haber optado por uno u otro bando. Había, ciertamente, razones a favor y en contra de los dos; era posible —sobre todo, teniendo en cuenta que la información era deficiente, que la presión de la propaganda fue fortísima—preferir una de las dos alternativas; y ha sido igualmente posible considerar después que esa preferencia había sido errónea, que a última hora el otro lado tenía mayor justificación o menores inconvenientes. Considerar -como se hizo durante la guerra— que militar en el otro bando o simpatizar con él era un crimen, me parece atroz. Tener por culpable durante cuatro decenios al que estuvo en el de los ven-cidos, es moral y políticamente monstruoso.

Pues bien, son inequívocos los síntomas de que se está deslizando, como por debajo de la puerta, el supuesto contrario; que se es culpable simplemente por haber estado del lado de los vencedores. El no necesitar excusarme de ello ni el mínimo grado, me da cierta autoridad para rechazar ese supuesto, que se ha manifestado al enjuiciar a Laín y su libro. ¿Quién es nadie para pedirle cuentas por eso? ¿Es que no tendría que darlas igualmente su antiguo adversario? ¿Es que va a renacer el espíritu de las «depuracio-nes» de 1939, cuya contribución al envilecimiento nacional no es fácil de medir? ¿Van a volver a pedirse «documentos», «declaraciones» o «juramentos» de adhesión a lo que sea, como se ha hecho durante tantos años, dejando inquieta la conciencia de los que se han sometido a ello, poniendo en entredicho la legalidad de los puestos obtenidos me-diante tal discriminación, excluyendo de participar en el Estado a los que no se han ave-nido a expresar tales «adhesiones»?

Si se considera necesaria una gran confesión general de los españoles, hágase —y pien-so que debería hacerse en el secreto de cada conciencia—; pero, entiéndase bien, de todos los españoles. Durante cuarenta años sólo era obligatoria para la mitad; si ahora obliga exclusivamente a la otra mitad, se va a perpetuar la coacción, la violencia, y para decirlo todo, la mentira. Porque la santificación alternativa de cada uno de los dos ban-

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dos que lucharon en la guerra civil es una colosal falsedad, que hace imposible el clari-vidente examen de conciencia que sería necesario, el dolor de corazón por tan inmenso error histórico, el propósito radical de la enmienda.

Es la conducta personal, durante la guerra y después de ella, lo que interesa; en un inte-lectual, es la historia de sus obras, de sus palabras, de su respetó a la verdad. El otro día preguntaba cómo hubiera sido la España posterior a 1939 sin Laín; imagínese lo que hubiera sido con veinte Laínes.

Es claro que no los hubo: se hubiera sabido. La deuda de los españoles con Pedro Laín me parece copiosa; incluso la deuda política. Desde puntos de partida bien distintos de los suyos, y sin que ello fuera estorbo a la amistad y a la coincidencia en tantas cosas, lo he visto siempre esforzarse por entender a los demás, por dar su generosa ayuda, por aceptar la posibilidad de que el otro y no él tuviera la razón. Hayan sido cualesquiera sus posturas, Laín ha sido el reverso de la guerra civil, la negación de su espíritu. Y si se ha equivocado, es él quien lo dice. Y pienso que debería examinar con cuidado sus « errores», porque la mayoría de sus posiciones, aun en apoyo de causas que a mí me pa-recían inaceptables y a él se lo parecen hace por lo menos veinte años, eran en su conte-nido justas. Para buscar el ejemplo extremo, aunque no sea muy convincente su libro Los valores morales del nacionalsindicalismo, muestra bien a las claras los valores mo-rales de su autor.

A los jueces de afición y no de profesión habría que preguntarles, como en el cuento: Y a usted, ¿quién lo presenta? Y hay que cuidarse, al mismo tiempo, de no aceptar, como moneda válida, los supuestos injustificados sobre los que levantan su tribunal. Negar la parte de razón del otro es una injusticia; renunciar a la razón que tiene, aunque no sea, total, es otra. Resistamos, sigamos resistiendo.

JULIAN MARIAS

Martín Heidegger, en la muerte

27/05/1976

Me dan la noticia de que Martin Heidegger ha muerto. Yo diría en español, mejor aún, se ha muerto, y pienso que para él esto hubiera tenido un hondo sentido de haber podido decirse así en su alemán elaborado, reconstruido, recreado desde sus raíces.Con Hei-degger termina una etapa de su generación. Nacido en 1889 -como Gabriel Marcel-, seis años más joven que Karl Jaspers y Ortega; cuando yo me asomé a la filosofía era el gran astro naciente. En 1927 había publicado su libro genial, Sein und Zeit; asombra pensar que sólo tenía treinta y ocho años. Cuando en 1931 llegué a la Facultad de Filosofía de Madrid, poco conocido era el mundo no alemán, pero ya en 1928 lo había comentado Ortega, y Zubiri volvía precisamente de pasar dos cursos con él en Friburgo. Yo devoré ese libro fascinador en 1934, recién cumplidos los veinte años, en la Universidad de Santander, encerrado todos los días varias horas frente a la bella tipografía con reminis-cencias góticas, el diccionario Langenscheidt al lado. Cuando un día doblé la última

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página, la 438, sentí que había doblado el cabo de Buena Esperanza del alemán -desde entonces, cualquier libro parecía fácil- y había incorporado eso que sólo de vez en cuando aparece en el mundo: una filosofía. Todavía puede verse, palidecida por los años, una raya de lápiz rojo en el margen, que señala las últimas interrogantes de Hei-degger, al final de su libro.

Todavía Heidegger no estaba de moda. No se habían apoderado de él los glosadores. Nadie lo había traducido, y por tanto, aún no se había demostrado que es intraducible. Lo seguí en los años sucesivos, en sus libros y folletos, y no son escasas las primeras ediciones que guardo. Habían de pasar muchos años para que Francia se apoderase de él y con su sustancia hiciera el «existencialismo». Martin Heidegger había de recorrer, por su parte, un largo camino, con hondas excursiones hacia el subsuelo de la poesía y del arte. Y siempre siguió buceando en sus griegos, sobre todo los presocráticos, en sus idealistas alemanes -Kant, Hegel-, en Hölderlin, Trakl, Nietzsche. Había de tropezar ingenuamente con el nacional-socialismo -el ingenuo Heidegger, que no vivía en este mundo, aunque fuese el padre de la expresión in-der-Welt-sein-, y el nacionalsocialismo tropezó brutalmente con él. Los envidiosos, los resentidos, lo aprovecharon largos años para no perdonarle su genialidad.

Porque -hay que decirlo- Martin Heidegger era un genio. Uno de esos hombres contados que alumbran algo, que aumentan el mundo, con los cuales hay que seguir contando ya. Nunca me dejé fascinar por esa genialidad, porque me había formádo filosóficamente en otra, más luminosa, más controlable, creo que más verdadera, y tuve siempre conciencia de que a Heidegger le faltaban y le sobraban algunas cosas importantes; pero la eviden-cia de su fabuloso talento filosófico se me impuso desde la primera lectura, desde los primeros capítulos. Hace siete años, en una entrevista en L'Express, Heidegger decía melancólicamente: «Casi todos creen que he muerto.» Hace cosa de tres años, un profe-sor alemán me decía que en las universidades de su país no se podía nombrar a Heideg-ger, que su nombre era «una palabra sucia». Lo siento por el tiempo presente, capaz de renegar de su propia filosofía, es decir, de su raíz.

Conviví con Heidegger en 1955 en el Château de Cérisy, en Normadía. «Monstruo de su laberinto», dije entonces. Pude penetrar durante diez días en el «taller» de Heidegger, donde desmontaba a sus filósofos y poetas y volvía a recomponerlos etimológicamente, envolviéndose tal vez en el hilo de oro de sus teorías, cono en un capullo. Alguna vez he dicho que el gusano de seda no debe ser el animal totémico del filósofo. Pero no impor-ta. Heidegger ha sido, con Husserl, el mayor filósofo alemán de nuestro tiempo, uno de los más grandes del siglo XX. En algún sentido, Sein und Zeit es el libro capital de nuestra época. En él se inició una nueva manera de filosofar, de escribir filosofía, de vivir el alemán, de tal manera que había de resultar difícilmente comunicable. Su irra-diación ha sido inmensa, y durará mientras haya filosofía. Hoy son muchos los que de-sean que no la haya y predican con el ejemplo: no haciéndola -lo que es perfectamente lícito- y usurpando su nombre -lo que no es demasiado decente- Pero la filosofía no se ha extinguido. Cuando se discute si la metafísica es posible, ¿qué importa si es necesa-ria, inevitable?

Heidegger habló, quizá demasiado, de la angustia, de la cual se apoderaron los que no eran capaces de seguirlo leyendo. Habló de la Sorge, la cura, el cuidado. Del Dasein o existir humano. Y, por supuesto, el que más después de Unamuno, de la muerte. Con todo ello se olvidó muchas veces que la cuestión primaria era para él «el sentido del ser en general», ese Sein que lo fascinó, cuyo nombre escribió de tantas maneras, con orto-grafía arcaica, con un aspa que lo tachaba, quizá porque adivinaba que no era su mejor nombre.

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Es muy difícil traducir su alemán. Sein zum Tode ha solido traducirse «ser para la muer-te»; creo que en español se dice «estar a la muerte», lo que le pasa al hombre todos los días de su vida. Ahora, Heidegger no está a la muerte, sino que ha llegado a ella, está en la muerte. Quiero creer que tras ella sigue estando después de haber ejercido esa «liber-tad hacia la muerte» que fue otro viejo tema de su filosofía.

Julián Marías

Menéndez Pelayo

ABC Madrid, 1 de agosto de 2002

Acabo de hablar de don Marcelino Menéndez Pelayo en su Santander, en la Universidad Internacional que lleva su nombre. No está incluido en el admirable «espesor del pre-sente» que caracteriza a la cultura española, que hace posible que autores muertos hace ya muchos años sigan plenamente vivos, sean leídos, no solamente estudiados, susciten admiración, repulsa, discusión.

Menéndez Pelayo no está presente. Nació en 1856, murió en 1912: una vida breve hasta en su tiempo, aprovechada con fantástica actividad. Creo que se explica esa ausencia de Menéndez Pelayo en el repertorio de aquello que pervive, con lo que, queramos o no, contamos siempre.

Algunas excelencias de su figura explican este resultado. Fue enormemente precoz. Lector insaciable, descubridor y devorador de libros, había acumulado un inmenso sa-ber, una maduración impropia de sus años. Es sabido que hubo que modificar la ley para que pudiera ser catedrático de Universidad al filo de los veinte años. En ese tiempo pu-blicó dos grandes libros llenos de erudición, de conocimientos nuevos e improbables: Historia de los heterodoxos españoles y La ciencia española. Rebosaban saber y entu-siasmo, irrefrenable adhesión por lo que había sido la España que se veía como tradi-cional. Había un punto de exageración al mezclar con lo egregio lo que era simplemente normal y aceptable.

Esto sucedía hacia 1876, año en que se fundó la benemérita y valiosa Institución Libre de Enseñanza, que tenía otro signo, también estimable, tal vez innecesariamente polé-mico. En esos medios, entre los llamados krausistas, surgieron innecesarias polémicas con la obra de Menéndez Pelayo. El espíritu crítico, tan necesario, tan valioso, lleva dentro la amenaza del negativismo. A Menéndez Pelayo lo sacaba de quicio el que, en nombre del progreso, se negara casi todo lo que se había hecho en España durante largo tiempo, sin conocer apenas los libros que don Marcelino había devorado desde la prime-ra juventud. Esto hizo que la figura de Menéndez Pelayo quedara consignada a una po-sición que no fue realmente la suya.

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A medida que fue madurando se fue abriendo; su horizonte fue muy amplio, su curiosi-dad creció, su tolerancia también. En su mocedad había hablado desdeñosamente de las «nieblas germánicas»; en su importantísimo libro Historia de las ideas estéticas en Es-paña habla sobre todo de autores alemanes.

Sus estudios posteriores son abrumadores por su cantidad y conocimiento, también en-riquecedores e iluminadores. Lope de Vega y Calderón, la poesía hispanoamericana, todos los entresijos de la literatura española y su proyección al otro lado del Atlántico, todo eso fue conocido, historiado fervorosamente por Menéndez Pelayo. Fue la gran figura intelectual de la Restauración, con enorme prestigio institucional, en la cátedra, en la Real Academia Española, en la dirección de la Biblioteca Nacional. Quizá todo eso hizo olvidar un poco que era ante todo un escritor. Lector y escritor, eso fue toda su vida Menéndez Pelayo. Por las razones que he apuntado quedaba adscrito a una inter-pretación parcial, yo diría un poco lejana y no muy inmediata, de su figura y su obra.

Muy poco después de la guerra civil, Pedro Laín Entralgo publicó un inteligente estudio sobre Menéndez Pelayo, a la vez que aparecía mi libro Miguel de Unamuno, al que cos-tó un año encontrar editor, porque en aquel momento era fácil publicar contra Unamu-no, pero no sobre él. Pienso que es simbólica la coincidencia de estos dos libros, que significaban la reconciliación en la calidad y en la verdad de valores españoles que nun-ca debían haberse enfrentado, que juntos componen a lo largo de la historia una maravi-lla, que en su fragmentación y contraposición parecen a veces dos medios desastres.

Todo esto permite entender el hecho doloroso de que Menéndez Pelayo haya sido poco y sesgadamente leído, que no haya llegado a integrarse en su lugar, en la espléndida época que fue la Restauración, lo que ahora están descubriendo el conocimiento y la buena fe. Por esto ha quedado fuera de lo plenamente actual, no enteramente vivo. Urge remediar ese error; habría que poner a Menéndez Pelayo en su verdadera situación, allí donde le corresponde estar.

La edición nacional de sus Obras Completas es admirable porque permite que existan juntas; pero al mismo tiempo las han cerrado en una especie de fortaleza que pocos visi-tan, por falta de tiempo y de estímulo. Sería menester que existiera y fuese accesible a todos una edición de aquellas porciones de la obra de Menéndez Pelayo que tienen ple-no valor, que son actuales, que podemos asimilar; en suma, que están vivas.

Decía Ortega que la historia consiste en que inyectemos nuestra sangre en las venas de los muertos. Es una faena de resurrección, que se cumple muy desigualmente, según los países y los tiempos. Sería apasionante lanzar una ojeada a este aspecto de la vida humana y de la historia. Tal vez en ello se encontrara la clave de innumerables aciertos, de tantos desastres que han sobrevenido a la humanidad.

He hablado de tiempos; esa operación la han ejecutado ejemplarmente algunos países durante siglos y luego se han desentendido de ella; han sido los momentos en que ha hecho su aparición una decadencia más o menos grave, más o menos duradera.

Sería ocasión de ejercitar con Menéndez Pelayo esa suprema generosidad, tan remune-radora: intentar inyectar nuestra sangre en sus venas, que se paralizaron hace ya tantos años, en 1912. Todavía no están anquilosadas. Se vería que empezaban a reverdecer y a anunciar frutos promisores, por desventura no gozados hasta ahora.

JULIAN MARIAS

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Nación y "nacionalidades"

15/01/1978

España ha sido la primera nación que ha existido, en el sentido moderno de esta palabra; ha sido la creadora de esta nueva forma de comunidad humana y de estructura política, hace un poco más de quinientos años -si se quiere dar una fecha representativa, sería 1474- Antes no había habido naciones: ni en la Antigüedad, ni en la Edad Media habían existido; ni fuera de Europa. Ciudades, imperios, reinos, condados, señoríos, califatos; naciones, no. Poco después de que España llegara a serlo, lo fueron Portugal, Francia, Inglaterra; con España, la primera «promoción»; más adelante, Holanda, Suecia, Pru-sia;. en un sentido peculiar, Austria, y desde fines del siglo XVII empieza a germinar algo así como una nación dentro de Rusia. Italia y Alemania no llegan a ser naciones hasta hace un siglo (aunque se sentían ya así, social si no políticamente, mucho antes, y verdaderamente lo eran).Políticamente, las expresiones «Monarquía española» y «Na-ción española» han precedido largamente a «España». El Tesoro de la lengua castellana o española, de Sebastián de Covarrubias (1611), da esta definición: «NACION. Del nombre latino natio, is, vale reyno o provincia estendida, como la nación española.» Ricardo de la Cierva, en un artículo impecable, acaba de recordar lo que ha sido siem-pre, cuantitativamente incluso, el uso constitucional de las expresiones «Nación» y «Nación española».

Hasta hace unos días, el anteproyecto de Constitución recién elaborado arroja por la borda, sin pestañear, la denominación cinco veces centenaria de nuestro país. Me pre-gunto hasta dónde puede llegar la soberbia -o la inconsciencia- de un pequeño grupo de hombres, que se atreven, por sí y ante sí, a romper la tradición política y el uso lingüis-tico de su pueblo, mantenido durante generaciones y generaciones, a través de diversos regímenes y formas de gobierno.

En la época en que el nombre «nación» se usa abusivamente -Naciones Unidas- por todos los países que son o se creen soberanos, desde los más grandes hasta los que ape-nas se encuentran en el mapa, con estructuras sociales y políticas que nada tienen que ver con la de la nación, resulta que la más vieja nación del mundo parece dispuesta a dejar de llamarse -y entenderse- así. El anteproyecto recurre a cualquier arbitrio imagi-nable con tal de escamotear el nombre «Nación»: «sociedad», «pueblo», «pueblos» y, sobre todo, «Estado español» -la denominación que puso en circulación el franquismo

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por no saber bien cómo llamarse, que ha ocupado tantos años los membretes de los im-presos oficiales- Pero ocurre que estos conceptos no son sinónimos; y usarlos como si lo fueran significa una falta de claridad sobre las realidades colectivas, disculpable en la mayoría de los hombres, pero no en los autores de una Constitución.

Ahora que la Iglesia -sabiamente- ha añadido a los pecados de pensamiento, palabra y obra los de omisión, la de la palabra Nación en el texto constitucional propuesto resulta difícilmente perdonable. En él, en efecto, nunca se dice que España es una nación, lo cual equivale a decir que España no es una nación, ya que en ese texto era necesario decirlo. Me gustaría computar -en caliente, directamente- lo que de ello piensan los es-pañoles, si se dan cuenta de lo que se intenta hacer con su país, es decir, con ellos (y con sus descendientes).

Pero no es esto sólo. La idea nacional se cuela en el anteproyecto, como de pasada, en el artículo dos, que dice así: «La Constitución se fundamenta en la unidad de España y la solidaridad entre sus pueblos y reconoce el derecho a autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran.» Yo no sé qué quiere decir que la Constitución «se fundamenta en la unidad de España»; entendería que la reconozca o la afirme o la proclame; pero esto no es demasiado grave. Sí lo es que el texto diga que integran España «nacionali-dades y regiones». Explicaré por qué me parece así.

Esta Constitución, tan enemiga de toda « discriminación », la practica aquí en las más serias cuestiones. Según ella, hay en España dos realidades distintas, a saber, «naciona-lidades» y «regiones». En una Constitución, habría que decir cuáles son -y me gustaría saber quién se atreve a hacerlo, y con qué autoridad-. Pero lo más importante es que no hay nacionalidades -ni en España ni en parte alguna-, porque «nacionalidad» no es el nombre de ninguna unidad social ni política, sino un nombre abstracto, que significa una propiedad, afección o condición. El Diccionario de Autoridades (1734) dice: «NA-CIONALIDAD. Afección particular de alguna nación,. o propiedad de ella.» Y la última edición (1970) del Diccionario de la Academia la define así: «Condición y carácter pe-culiar de los pueblos e individuos de una nación. 2. Estado propio de la persona nacida o naturalizada en una nación. »

Es decir, España no es una «nacionalidad», sino una nación. Los españoles tenemos «nacionalidad española»; existe la «nación España», pero no la «nacionalidad España» -ni ninguna otra-. Con la palabra «nacionalidad», en el uso de algunos políticos y perio-distas en los últimos cuatro o cinco años, se quiere designar algo así como una «subna-

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ción»; pero esto no lo ha significado nunca esa palabra en nuestra lengua. El artículo del anteproyecto no sólo viola la realidad, sino el uso lingüístico.

Algunos defensores de esa acepción espúrea de la palabra «nacionalidad» invocan el precedente del famoso libro Las nacionalidades, publicado hace poco más de un siglo por D. Francisco Pi y Margall, catalán, republicano federal, uno de los presidentes del poder ejecutivo de la efímera I República Española (febrero de 1873 a enero de 1874). Ahora bien, al invocar ese libro demuestran no haberlo leído. Porque Pi y Margall no llamó nunca «nacionalidades» a ningún tipo de unidades político-sociales, ya que sabía muy bien la lengua española en que escribía -en que escribió tan copiosamente- Las «nacionalidades» de que habla son, no Francia, España, Alemania, Suiza o Estados Unidos, sino la nacionalidad francesa, la española, la alemana, la suiza, la norteameri-cana, etcétera. Usa la expresión en el sentido en que -todo el siglo XIX habló del «prin-cipio de las nacionalidades». A las naciones, Pi y Margall las llamaba «naciones»; y a lo que solemos llamar «regiones», casi siempre las denominaba con la vieja palabra roma-na, de amplísima significación, «provincias». Lo que pasa es que resulta más cómodo leer títulos que libros, y los antiguos, ni siquiera solían tener las socorridas solapas que tantas veces simulan un conocimiento inexistente.

Al hablar -con entusiasmo- del principio federalista, que Pi y Margall pretendía aplicar a todos los niveles, desde el municipio hasta Europa, escribe, por ejemplo:

«Yerra el que crea que por esto se hayan de disolver las actuales naciones. ¿Qué había de importar que aquí, en España, recobraran su autonomía Cataluña, Aragón, Valencia y Murcia, las dos Andalucías, Extremadura, Galicia, León, Asturias, las Provincias Vas-congadas, Navarra, las dos Castillas, las islas Canarias, las de Cuba y Puerto-Rico, si entonces como ahora había de unirlas un poder central, armado de la fuerza necesaria para defender contra propios y extraños la integridad del territorio, sostener el orden cuando no bastasen a tanto los nuevos Estados, decidir las cuestiones que entre éstos surgiesen y garantizar la libertad de los individuos? La ración continuaría siendo la misma. Y ¿qué ventajas no resultarían del cambio? Libre el poder central de toda inter-vención en la vida interior de las provincias y los municipios, podría seguir más atenta-mente la política de los demás pueblos y desarrollar con más acierto la propia, sentir mejor la nación y darle mejores condiciones de vida, organizar con más economía los servicios y desarrollar los grandes intereses de la navegación y el comercio; libres por su parte las provincias de la sombra y tutela del Estado, procurarían el rápido desenvol-vimiento de todos sus gérmenes de prosperidad y de riqueza: la agricultura, la industria,

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el cambio, la propiedad, el trabajo, la enseñanza, la moralidad, la justicia. En las nacio-nes federalmente constituidas, la ciudad es tan libre dentro de la provincia como la provincia dentro del cuerpo general de la República.»

Pi y Margall extiende la misma Consideración a otras nacion es: «Otro tanto sucedería en Francia si se devolviese a sus provincias la vida de que disfrutaron, y en Italia, si se declarase autónomos sus antiguos reinos y repúblicas, y en la misma Inglaterra, si lo fuesen Escocia e Irlanda... Inglaterra, Italia y Francia seguirían siendo las naciones de ahora.» Pi y Margall habla constantemente de «grandes naciones» y «pequeñas nacio-nes»: ni a unas ni a otras se le pasa por la cabeza llamar «nacionalidades». Y el libro III de Las nacionalidades se titula La Nación española.

¿De dónde viene entonces este uso caprichoso e inaceptable de la palabra «nacionali-dad»? Es, simplemente, un anglicismo, de los que tanto gustan los que no tienen mucha familiaridad con la lengua inglesa. Si no me equivoco, procede de John Stuart Mill, que en su tratado sobre Representative Government (1861) usó la palabra nationality en su recta significación y, además, de manera imprecisa, como designación de una comuni-dad. Mill habla de feeling of nationality (sentimiento de nacionalidad), French nationa-lity (nacionalidad francesa), etcétera. Pero también dice, por ejemplo-, «A portion of mankind may be said to constitute a Nationality if they are united among themselves by common sympathies which do not exist between them and any others, etcétera.» («Pue-de decirse que constituye una Nacionalidad una porción de humanidad si están unidos entre sí por simpatías comunes que no existen entre ellos y otros cualesquiera, etcéte-ra.»).

Por esta vía -una teoría polítíea inglesa de mediados del siglo XIX- ha entrado en nues-tra lengua una moda recentísima, imprecisa, que aparece con alguna frecuencia en nues-tros periódicos y en los discursos de algunos políticos que acaso no saben muy bien de qué hablan. Parece demasiado que tan livianos motivos determinen la Constitución de la Nación española, introduzcan una arbitraria desigualdad entre sus miembros y pongan en pelígro la articulación inteligente y fecunda de un sistema de autonomías eficaces, fundadas en la realidad, no en oscuros rencores o en la confusión mental.

JULIÁN MARÍAS

¿POR QUÉ MIENTEN?

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ABC 160197

Reconozco que tengo una aguda sensibilidad para la mentira. La verdad me importa hasta tal grado, que la mentira me deprime y entristece. Por desgracia, su frecuencia es inquietante, y en personas individuales o grupos ha adquirido un carácter que se po-dría llamar "profesional": se puede contar con la mentira con la seguridad de que no falte. La historia es objeto preferente de esa operación, lo que resulta fatigoso y encierra quizá los peligros más graves que nos amenazan. Todo lo que se haga para establecer –o restablecer– la verdad histórica me parece tan precioso como necesario. Pero, aun-que existen, se cuentan con los dedos los que se entregan a fondo a esa urgente tarea. La voluntad de mentir se concentra especialmente en la presentación del pasado cerca-no y del presente, sobre todo en sus dimensiones intelectuales, culturales en general. Casi todo el mundo considera necesario decir que España, durante cerca de medio si-glo –o más– ha sido un desierto, y se ha acuñado la expresión "páramo cultural". Hace veinte años escribí un largo artículo titulado "La vegetación del páramo" (reco-gido luego en mi libro "La devolución de España", 1977). En él consideraba la activi-dad cultural en España entre 1941, fecha en que se reanudó tras la guerra Civil, y 1955, en que murió Ortega. Era un recuento fragmentario, sin rebuscas ni propósito exhaustivo, de lo que se había hecho, en medio de grandes dificultades, en esos quince años. Resultaba una larguísima lista, impresionante, de "libros libres", fruto de voca-ciones admirables; se veía la continuidad, no interrumpida, de los autores existentes antes del feroz corte de la guerra, y la aparición de promociones nuevas, de sorpren-dente fecundidad, y en la mayoría de los casos, capaces de innovación e independencia. La vegetación del páramo, concluía yo, es bastante frondosa. Baroja decía con humor que los españoles discuten sobre cuestiones de hecho. Muchos hacen ahora algo mejor: ni siquiera discuten, sino que hacen caso omiso de los hechos. Al cabo de tantos años, casi nadie ha leído el artículo, ni siquiera en el libro, agotado hace mucho tiempo. Y el hecho es que, con raras excepciones, cada vez que se habla de lo que ha sido la realidad cultural de España después de la guerra civil, se acumulan las mentiras más evidentes, más contrarias a la irrefragable realidad. Lo más curioso es que a veces las cometen los que dieron frondosidad a la vegetación del páramo, los que con su propia obra desmienten lo que dicen. Hay gran número de autores que surgieron precisamente en aquel tiempo, que florecieron y alcanzaron fa-ma, que contribuyeron a que, a pesar de tantos pesares, España fuese habitable, espe-ranzadora, interesante, en muy alta proporción creadora. ¿Por qué lo hacen? Tengo una irrefrenable propensión a intentar entender. Hay que distinguir de edades o generaciones. Los jóvenes –y en esta categoría, para estos efec-tos, son los que no han llegado a los cincuenta años– mienten, diríamos, en nombre de otros. Su motivo principal es la ignorancia: no saben nada, aceptan pasivamente lo que les han dicho y lo repiten como cosa propia. Hay un curioso grupo, formado por los que empezaron a actuar hacia 1956 –fecha muy significativa–. Tuvieron, ya desde entonces, la voluntad de dar por nulo todo lo que se había hecho antes –es decir, todo lo que se enumeraba en el artículo de que hablo–, para dar la impresión de que con ellos, y sólo con ellos, se iniciaba una resistencia a las presiones oficiales y un intento de independencia.

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Finalmente, los decididamente mayores, los que vivieron y escribieron en ese ya lejano periodo, con frecuencia se pliegan a las presiones dominantes, temen ser acusados de complacencia con ellas si afirman y valoran lo que muchos hicieron precisamente para no aceptarlas, pagando por ello el precio necesario. Algunos tuvieron en efecto esa complacencia para buscar una vida más fácil, lo que al fin y al cabo es humano; otros no. Todos contribuyeron a que no se rompiera la continuidad de una cultura que data ya de un siglo largo –y me refiero a la que es "actual", no a la dilatadísima que consti-tuye el patrimonio milenario de todos los que hablan español a ambos lados del Atlán-tico–. En España, desde hace veinte años, han sucedido muchas cosas, buenas y malas, con evidente predominio de las buenas. Sobre todo, el incremento de la libertad, cuyos re-trocesos no han sido tan profundos que hayan impedido su posible recuperación. Lo que sigue faltando, y me preocupa extraordinariamente, es el triunfo de la veracidad. La verdad fue, como en todas las guerras, la primera víctima en 1936. Una crisis pre-via de la veracidad fue la causa últimamente decisiva de la discordia que llevó a la guerra civil; se buscan las causas de su origen, y rarísima vez se piensa en esta. La verdad fue evitada, perseguida durante los decenios siguientes, por el partidismo, la obsesiva politización de los que mantenían su versión interesada de las cosas y los que aspiraban a sustituirla por otra opuesta pero igualmente tendenciosa y deformadora. Esto es comprensible, pero ¿lo es la perduración de tales actitudes cuando se ha cance-lado lo que de siniestro ha tenido una larga época, cuando se puede decir la verdad? Es gravísimo que no se haga, que no se quiera usar la libertad para lo que debe ser su finalidad primaria. No se abrirá de verdad el horizonte de España mientras no haya una decisión de esta-blecer el imperio de la veracidad, la exclusión de la mentira. Esto, claro es, en todos los órdenes; me estoy refiriendo particularmente a la vida intelectual, porque es lo que conozco mejor y porque es algo "notorio", controlable, que consta y en buena media queda. Creo que mentir descalifica al que lo hace, y debe tener la consecuencia inmediata de su desprestigio. Cuando alguien lo hace, los que lo saben deben tomar nota y obrar en consecuencia. Hay que tener en claro a quién se puede estimar, en quién se puede con-fiar. No es infrecuente el caso de quienes, en cierto momento de su vida, han cedido a las tentaciones dominantes y han renunciado a decir la verdad; ese día han perdido su condición de intelectuales y se han convertido en "militantes" de lo que sea. La propor-ción es variable según las edades y las regiones españolas, pero el peligro es muy am-plio. Con diversos pretextos, hay gentes dedicadas a lo que llamo la "calumnia de España". Ningún pretexto me parece aceptable para ello; no sólo en nombre de España, sino, todavía antes, en nombre de la verdad.

Julián Marías

JULIAN MARIAS

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Sobre el liberalismo EL PAÍS - Opinión - 04-06-1978

Es peligroso fiarse de las reseñas que de las conferencias dan los periódicos. Suelen ser breves resúmenes poco coherentes, con frecuentes errores; en ocasiones no son inteligi-bles para el propio conferenciante. ¿A qué se referirá este párrafo de la reseña? -se pre-gunta al leerla-. Un lector, en una carta al diario EL PAIS, se muestra preocupado por una frase tomada de la referencia a una reciente conferencia mía: «No hay propiamente partidos liberales, ni quizás hagan falta.» Yo nunca hubiera dicho «quizás», porque siempre uso la forma «quizá», pero lo importante no es eso, sino que dije algo más complejo, matizado y acaso interesante.He escrito mucho sobre el liberalismo, porque me parece la única postura que en nuestro tiempo es inteligente, abierta y no regresiva. En mi libro Innovación y arcaismo (1973),se pueden encontrar dos artículos publicados uno o dos años antes: «El "fracaso" del liberalismo» y «El contenido del liberalismo», en que ya trataba esta cuestión de los partidos liberales.

Decía yo que por la expresión «fracaso del liberalismo» pueden entenderse dos cosas distintas: « 1) que el liberalismo se haya abandonado en el inundo, que ya no impere, que nuestros contemporáneos lo hayan desechado u olvidado; 2) que los países que le han permanecido fieles hayan fracasado históricamente, frente al éxito de los no libera-les o antiliberales.»

«Es evidente -continuaba mi texto- que pocos se llaman hoy 1iberales"; en pocos países hay, con ese nombre, "partidos liberales"; el que fue históricamente más importante, el británico, dejó de ser una fuerza política considerable hace medio siglo, y virtualmente ha desaparecido. Pero yo veo en esos signos, más que el fracaso, el triunfo del libera-lismo: en las sociedades donde el liberalismo es vigente, no es especialmente importante llamarse "liberal": se da por supuesto. El liberalismo se afirmaba como tal, polémica-mente, frente a otras posiciones políticas: por ejemplo, la conservadora, que pretendía mantener el estado de cosas preexistente, al menos en sus grandes rasgos; pero si el libe-ralismo ha triunfado, hay que conservarlo; y entonces el conservadurismo es liberal. Los dos partidos dominantes en Inglaterra, el conservador y el laborista, son liberales en el sentido general de la expresión, y significan dos interpretaciones distintas -en alguna medida contrarias- del mismo liberalismo; por lo cual no tiene demasiado sentido man-tener frente a ellos una tercera posición "liberal". Quiero decir con esto que los partidos liberales sólo se justifican realmente en sociedades que no son liberales, donde los de-más partidos no lo son (o, claro es, donde no hay partidos, o hay solamente uno, que es la peor forma de no haberlos).»

Lo mismo que decía de Inglaterra podría decirse de Estados Unidos: ninguno de los dos grandes partidos se llama liberal; pero quién duda de que ambos lo son, en dos formas distintas y que por eso se contraponen; los demócratas son en un sentido más liberales, pero los republicanos lo son más en otro. En otros países la cosa es menos clara, porque hay partidos resueltamente antiliberales, en estos casos, importa retener el liberalismo como nota de las actitudes políticas liberales, pero resulta equívoco confinarlas a un partido que se titule «liberal», como si los demás no lo fueran, como si el liberalismo estuviera reducido a él. Lucidos estaríamos si esta fuese la realidad.

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Pero -continuaba mi viejo artículo- queda la otra altemativa: ¿será que han fracasado los, países liberales, los que se han mantenido fieles a la interpretación liberal de la con-vivencia política? Parece más bien lo contrario: si recordamos lo que ha ocurrido en el mundo en el último medio siglo, encontramos que los únicos países que no han padeci-do desastres, bancarrotas económicas, guerras civiles, persecuciones, esclavitud, son justamente los que no han abandonado -en una u otra forma- el torso de la convicción liberal. Son los países que no han dejado de ser -a pesar de las adversidades, usualmente desencadenadas por los otros- libres, prósperos, vivideros. Los que no han caído en la ruina, la desesperación o la abyección. Los que no necesitan cerrarse y convertirse en gigantescas jaulas, porque no temen quedarse vacíos si tienen sus puertas abiertas. Aquéllos a donde piensan irse los que se quieren marchar de donde están.»

Siempre me ha asombrado que casi nadie subraye el hecho enorme de que los millones de obreros europeos que en los últimos quince años han emigrado a otros países (de España, Portugal, Italia, Grecia, etcétera} han ido invariablemente a Francia, Holanda, Bélgica, Suiza, Inglaterra, Escandinavia o Alemania occidental; y nunca a Polonia, Hungría, Rumania, Albania, Yugoslavia, Checoslovaquia, Alemania oriental o la Unión Soviética. Se supone que los obreros europeos son -en una u otra forma- «socialistas» o expresamente comunistas. Parece dudoso: a la hora de poner en juego sus vidas, optan por los países donde el liberalismo tiene amplia vigencia, y evitan cuidadosamente aquellos que se titulan «socialistas». Y si no es esto, no caben más que otras dos expli-caciones: a) Que estos últimos países estén reducidos a condiciones económico-sociales tan inferiores que desanimen de la preferencia ideológica cuando llega el momento de participar personalmente de ellas. b) Que sean de tal modo insolidarios, que no estén dismiestos a compartir sus recursos con sus «hermanos de clase». Claro que exactamen-te lo mismo pasa con los intelectuales, escritores, profesores, artistas, que abominan del liberalismo y el «capitalismo», pero se apresuran a instalarse, a la menor oportunidad, en los países donde, son vigentes, sin que ni por casualidad se les ocurra establecerse en los países que admiran, elogian y visitan -fugazmente- como invitados oficiales, tal vez para recibir algún premio quese apresuran a invertir en alguna propiedad, lo más placen-tera posible, de los países execrados.

Quiero recordar algunas fórmulas que he usado hace mucho tiempo para expresar la sustancia del liberalismo, porque la memoria es flaca y conviene refrescarla.

Liberal es el que no está seguro de lo que no puede estarlo. Esta es la más vieja fórmula a que llegué, hace más de veinte años, y la verdad es que no he conseguido mejorarla. Pero hay que aclarar, además, que aunque de algo se esté seguro, si esa seguridad no es fácilmente comunicable, en la convivencia con los demás hay que comportarse como si no se estuviera seguro; por ejemplo, cuando se trata de convicciones religiosas; de otro modo se cae en una especie de cinismo de la fe, que en el fondo no es muy cristiano, y desde luego nada liberal.

Si pasamos de la actitud liberal al liberalismo como forma política, lo definiría como la organización social de la libertad. Pero esto quiere decir que no tiene un contenido fijo e invariable, porque se trata de ser libre dentro de la sociedad en que se vive, y en cada caso se entiende por «libre» algo peculiar, y para ello se necesitan diferentes cosas. Por esto, el liberalismo no puede ser «inmovilista», ni «utópico», ni «pretérito», sino estric-tamente actual, más aún: futurizo. Liberalismo es la forma política que nos permite ser libres aquí y ahora.

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Por eso sus contenidos cambian, por eso no hay una «doctrina» liberal, sino varias, se-gún los tiempos y lugares, según la pretensión de los hombres y mujeres que, en cada caso, quieren ser libres, esto es, elegir por sí mismos su vida y no recibirla ya decretada por alguien desde fuera. Por la misma razón, el liberalismo no es una teoría abstracta, en nombre de la cual se nos pueda imponer cualquier infierno presente, como «condición» de un paraíso siempre aplazado hasta las calendas griegas. El liberalismo trata de reali-zar el máximo de libertad posible en unas circunstancias dadas, las nuestras, y por con-siguiente para nosotros, no para nuestros descendientes (si es que nos dejan tener des-cendientes).

La única manera de asegurar la perduración del liberalismo, de darle giarantías, es la democracia. Por eso tiene el máximo interés. La única democracia que me parece de-seable es la democracia liberal, la que no se puede convertir en un instrumento de opre-sión de las minorías por las mayorías (o, mas probablemente, por minúsculos grupos que pretenden representarlas). Pero preferiría hablar de liberalismo democrático, porque lo sustantivo es el liberalismo, la vida como libertad, que permite a cada uno ser quien es.

Se dice a veces que se trata de «libertades formales»; claro que sí: son las que informan la vida colectiva, las que le dan forma y configuración, las que permiten buscar, recla-mar, conseguir todas las demás libertades. Sin las «formales», ni siquiera se puede uno quejar de la falta de libertad o de justicia, y por eso en los países que no las respetan parece reinar la más absoluta satisfacción, mientras las quejas y protestas se multiplican en los países que disfrutan de razonable justicia y de libertad para pedir más (o para decir que no se tiene).

Si volvemos a España, encontramos que lo que ha avanzado prodigiosamente, sobre todo en los dos últimos años, es el liberalismo democrático. La liberalización progresi-va -y extrañamente rápida- ha llevado a una democratización efectiva, que no ha puesto en peligro el liberalismo perseguido durante cuatro decenios y por fin recobrado. Esto ha sido posible porque había permenecido soterrado en el fondo de las almas españolas, alentado por algunas minorías que no lo habían dejado apagarse, a pesar de todas las presiones y amenazas, y de que nunca ha sido «rentable». Tengo la impresión muy viva de que los más jóvenes empiezan a recobrarlo y hacerlo suyo. Dentro de muy poco -en cuanto haya elecciones- podrá comprobarse si me equivoco o no. Tal vez entre en esce-na una generación que se sienta más afin a los individuos de las anteriores, que no han consentido en que su vida sea suplantada, que sienta repugnancia por los que están se-guros de todo y suponen que todas las cosas están ya resueltas y puestas en un libro.

Es menester que los liberales -llámense como sea- no se dejen seducir por la jactancia de los que no lo son y se atrevan a permanecer en su inseguridad animosa, en el entu-siasmo esceptico en que consiste el liberalismo, ese instrumento para buscar la felicidad, no para comprarla, de confección, en un almacén.

JULIAN MARIAS

Cómo consolidar una democracia / 1

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15/02/1977

En la Crítica de la razón pura, Kant se planteó tres cuestiones fundamentales: ¿Cómo es posible la matemática pura? ¿Cómo es posible la física pura?, ¿Es posible la metafí-sica? Se ve la diferencia de la formulación: mientras Kant da por supuesto que matemá-tica y física son posibles -ahí están, han encontrado su «seguro camino- y se pregunta «cómo» son posibles, en el caso de la metafísica su pregunta es previa y mas radical: ¿es posible? Al escribir Cómo consolidar una democracia he dado por supuesto que puede consolidarse: es mi única concesión al optimismo.Si se me permite -por segunda vez- una referencia filosófica, recordaré que Aristóteles, en su genial Política (un libro que deberían leer todos los políticos prácticos y muchos que no lo son, que traduje, en colaboración con María Araujo, hace un cuarto de siglo), dice que el régimen mejor no es el que extrema sus caracteres, sino más bien al contrario: el que los modera de tal modo que resulte viable, que pueda durar y resistir a los intereses de destruirlo y a los embates del tiempo. También explica que el verdadero tema de la ciencia política es la seguridad (aspháleia); la fidelidad a un tipo de régimen no consiste en su pureza, sino en su prolongación y conservación. No es democrático lo que extrema la democracia, sino lo que hace que siga habiendo democracia.

«Consideremos -dice Aristóteles- cuál es la mejor forma de gobierno y cuál es la mejor clase de -vida para la mayoría de las ciudades y para la mayoría de los hombres, sin asumir un nivel de virtud que esté por encima de personas ordinarias, ni una educación que requiera condiciones afortunadas de naturaleza y recursos, ni un régimen a medida de todos los deseos, sino una clase de vida tal que pueda participar de ella la mayoría de los hombres y un régimen que esté al alcance de la mayoría de las ciudades.»

Allá en 1950 comenté estas ideas de Aristóteles con palabras que, si no me engaño, pueden seguir válidas:,«La disociación amenaza toda la vida griega. El acuerdo se ha perdido hace muchos años. ya no se sabe lo que es bueno ni lo que es malo, lo que es justo ni lo que es injusto: no se sabe, sobre todo, quién debe mandar. Aristóteles se re-coge sobre sí mismo y, renunciando a lo que era más caro para un griego -lo irreal-, se inclina sobre la realidad histórica, sobre el incesante movimiento político del último siglo, sobre las constituciones pacientemente coleccionadas, e intenta extraer de ese material la fórmula que haga, posible una nueva concordia, una mínima seguridad, para que los hombres puedan seguir tendiendo los arcos de sus vidas con alguna esperanza de que la felicidad sea su blanco».

La transición de España desde el Régimen anterior hacia una Monarquía democrática se está realizando con rapidez y suavidad mayores de lo que podía razonablemente espe-rarse a fines de 1975. Entonces escribí los últimos capítulos -esperanzados- de La Espa-ña real. Lo normal sería que hoy no pudiesen leerse sin consternación y desaliento -por mi parte, sin un poco de rubor- ¿Cómo podía tenerse tal confianza? ¿No era increíble ingenuidad esperar en una apertura pacífica del horizonte, en una transformación pro-funda y sin grave tropiezo? Pues bien, han pasado catorce meses desde que escribí «¿Qué vamos a hacer?», y los españoles hemos hecho bastantes cosas, y muchas de ellas inteligentes. Lejos de tener que arrepentirme, debo decir que me quedé corto.

Hay muchos factores positivos que están actuando en sentido favorable en ese proceso. Enumeremos algunos:

1) La despolitización de España durante más de 35 años y la concentración de los espa-ñoles en la vida privada más que en la vida pública. Se dirá -y se dirá bien- que la des-

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politización es un mal y algo sumamente peligroso. Pero no hay mal que por bien no venga, y cuando se ha pasado por una ,politización obsesiva que llevó a la discordia, la retracción a la vida privada -aunque fuese impuesta- hizo que el pueblo español se enri-queciera, curara sus heridas, quedara en disponibilidad para nuevas salidas. Lo estamos viendo. Y no se olvide que la vida pública se superpone a la privada y se edifica sobre ella cuando no es una tiranía o una fantasmagoría.

2) La relativa prosperidad económica de los últimos dos decenlos, que ha permitido a la gran mayoría de los españoles un bienestar no muy inferior a la media europea.

3) El acceso efectivo a la educación media y superior -aunque quizá este último adjetivo no acabe de justificarse-, a los viajes, deportes, espectáculos, televisión, lecturas, de casi todos los grupos sociales. Es decir, la incorporación de España al nivel de vida, al reper-torio de posibilidades que constituye hoy lo que llamamos Europa.

4) El cansancio de una larga dictadura que consideró a los españoles- en el mejor de los casos- como menores de edad y pretendió, sin títulos suficientes, ordenar sus vidas. el afán de recuperar la soberanía, la iniciativa, el ejercicio de los derechos políticos y, por lo pronto, los del estado -adulto.

5) El buen humor ambiente, la falta dé hostilidad y espíritu de violencia en el cuerpo social tomado en su conjunto (no en las minorías vocingleras y sin fuerza real). Esto hace que los españoles -al revés de lo que sucedía hace cuarenta años- tomen con calma y tolerancia lo negativo, molesto y enojoso (huelgas, perturbaciones del orden, excesos de represión, errores de cualquier género), aíslen cada inconveniente y no entren, como otras veces, en el proceso suicida de la bola de nieve que generaliza en una actitud pe-simista o violenta un malestar ocasional. Estamos a cien leguas, por ambas partes, de la «pobretería y locura» que señaló José Moreno Villa en sus famosos artículos de 1936: ninguno de esosdos rasgos puede aplicarse a la España de 1977.

6) Finalmente, la esperanza de innurnerables españoles no monárquicos en una Monar-quía cuyos primeros gestos han sido de frecuente acierto, y en la persona de un Rey que no suscita hostilidad alguna, y sí una simpatía difusa y envolvente, ajena a todo parti-dismo.

Pero sería ilusorio o desleal ocultar la existencia de otros factores resueltamente negati-vos o que, aun no siendolo, pueden ser utilizados negativamente y que suponen un con-siderable peligro para esa transición pacífica y el establecimiento de una verdadera de-mocracia. Programáticamente, y la reserva de analizarlos con precisión, los agruparía en cuatro campos, de donde vienen las amenazas principales a la consolidación. de la de-mocracia en nuestro país:

1) El planteamiento inadecuado, extremoso o parcial de los problemas de ordenación regional de España, que puede comprometer su viabilidad y la concordia general que es indispensable para que esa nueva organización, absolutamente necesaria, llegue a buen puerto.

2) La resistencia por parte de los supervivientes inmodificables del régimen anterior a aceptar la soberanía de los españoles y el abandono de privilegios que hoy son simple-mente imposibles.

3) Los intentos, desde el extremo opuesto, de suplantar esa soberanía por otra voluntad minoritaria que enlace, como heredera o sucesora, con la situación que terminó a fines de 1975.

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4) El grave deterioro de la economía, cuyas causas son muy complejas, cuyo remedio no es fácil, pero resulta más difícil por la resistencia a nombrar e identificar las verdaderas- causas principales. «Cuando no hay harina, todo es mohína», dice el refrán. La relativa abundancia de harina ha impedido que los españoles entremos en el proceso de trans-formación de la sociedad y el, Estado con un grado peligroso de mohína; pero sí ese bienestar se compromete, todos los factores positivos que antes enumere quedarán mi-nados en su raíz.

«No sabemos lo que nos pasa, y eso es precisamente lo que nos pasa», dijo Ortega, pen-sando en Europa entera, en 1933. Intentemos ver claro qué nos pasa, para evitar que nos pase lo peor.