L o s C a s t i L L o s d e L F i n d e L M u n d o · En la confluencia del valdivia y el cruces,...

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Los CastiLLos deL Fin deL Mundo U na noche de diciembre de 1599, ayu- dados por las sombras y la derevención de sus moradores, el odio acumulado invadió la ciudad. Un alzamiento mapuche que había empezado 500 kilómetros al norte, caía sobre el sur. Siete ciudades fueron borradas de los imprecisos mapas de América y Valdivia se hundiría otro medio siglo en el olvido y la sel- va recuperaría su señorío y el río volvería a ser el tranquilo Río de los Ainil. E n el verano de 1643, tres naves que los ainil no reconocían, entraron por el es- tuario y avanzaron río arriba. So- bre el puente de una de las naves, Elias Herckmans pudo reconocer, casi perdido entre la vegetación, el trazado de la antigua ciudad, y pensaría en su almirante: Hendrick Brouwer, muerto poco antes de llegar a la ciudad que tanto deseaba. La orden era establecerse en Valdivia. Construyeron un fuerte y empezaron unas difíciles tratativas con los mapuche. Pero la memoria de estos de- bía tener todavía fresco el recuerdo de los otros europeos. Y nada pudieron los abalorios ni los eejos, ni los telescopios soplones del firmamen- to. Unos pocos meses deués, en pleno invier- no y ya casi sin provisiones, los holandeses aban- donan Valdivia para no volver. Pero esta vez fueron escuchadas las voces que desde hacía cuatro décadas alertaban so- bre el peligro de perder tan ventajoso puerto. E l 2 de febrero de 1645, Antonio Se- bastián de Toledo, segundo Marqués de Mancera, entraba con una flota pertrechada para varios años, al estuario del río que aho- ra llamaban de Valdivia. En su escaso mes de permanencia en la bahía, dejó establecido un sistema interconeado de fortificaciones que cerrarían para siempre la puerta a la ambición de sus enemigos. Y en sólo dos años, Constan- tino Vasconcelos pondría los fundamentos de cuatro castillos: San Pedro de Alcántara, que sería el primer asiento de la repoblación, en una isla que llamaron de Mancera, situada al fondo de la bahía; San Sebastián de la Cruz en Corral y el San Luis de Alba de Amargos, en la ribera sur; y el de la Pura y Limpia Concepción de Monfort de Lemus, en la ribera norte, en Niebla. Pensados como partes de un mismo diositivo de defensa, sus fuegos cruzados hicieron imposible el acceso de naves enemigas al río, y consolidan la Plaza, Puerto y Presidio de Valdivia. A l principio, los castillos eran apenas unas baterías que aprove- chaban las ventajas del lugar, y barracones para la tropa y los pertre- chos, y alcanzarían un primer estadio de desarrollo hacia fines del mismo siglo xvii. Los gobernadores e ingenieros, sometidos al ritmo de la guerra de Arauco, que consumía buena parte del presupuesto virreinal, pasarían proyeos y más proyeos de ampliación, entre solicitudes de aumento de la dotación militar y de estrategias para traer más presidiarios a las obras. La primera mitad del siglo xviii transcurriría casi sin cambios. Sólo el de Niebla verá concluida, alrede- dor de 1714, una obra fundamental, debida al Gobernador Velásquez Covarrubias: sus batería de dos niveles, para 14 cañones, tallada direamente en el promontorio sobre el que se fun- da el Castillo, a más de 30 msnm. H acia 1764, el ingeniero Juan garland y White llega a Valdivia. A su voluntad y dedicación se deberán las obras definitivas de los cas- tillos. Estudia a fondo la bahía, sus corrientes y mareas. Reconoce los mon- tes que la rodean, los ríos se- cundarios. Elabora detallados planes y replantea sus roles defensivos. Intensifica la pro- ducción de tejas y ladrillos en la Isla Valenzuela, frente a la ciudad, e instala una segunda fábrica a medio tiro de cañón del Castillo de Niebla. Eje- cuta dos obras de magnitud considerable: la ampliación del Castillo San Sebastián de la Cruz de Corral y la regula- rización de la planta del Cas- tillo de Niebla. En ambas fortalezas, reconstruirá o añadirá edificaciones en ladrillo o bloques de cancagua, una piedra arenisca abundante en la zona. En Niebla, Garland rediseña el muro a tierra y crea dos medios baluartes, tallando nuevamente el promontorio para crear el foso exterior y los muros, y rebaja el interior para ampliar la explanada interna, dándole su forma ac- tual al castillo. Él mismo nos cuenta que se cortaron y removieron más de 300.000 m 3 de cancagua, con un peso cercano a las 450.000 toneladas, todo con mano de obra presidiaria. Fueron estos los últimos trabajos construivos que vivieron los cas- tillos, antes del fin. A fines de diciembre de 1552, Pedro de Valdivia funda la ciudad que lleva su nombre, cerca de la desembocadura del río que los mapuche llamaban Ainil Leufú (el río de los ainil, los habi- tantes del lugar ). El Calle-Calle o Valdivia, reune el caudal de numerosos afluentes en la abrigada Bahía de Corral, puerto más o menos equidistante del Estrecho de Magallanes y de Valparaíso. Aun hoy, profundamente alterada su cubierta forestal nativa, la zona abunda en densos bosques, ricos en las maderas y el agua dulce que, desde un principio, surtió las necesidades básicas para la na- vegación, que permitió anexar al Virreinato del Pe- rú el vasto territorio austral del Reyno de Chile. D urante su primer medio siglo de vida, poblada por unos pocos cientos de eañoles, su verdadero motivo de existencia fue el oro, el de más alta ley que se conoció en América. Las minas Madre de Dios dominaron la vida de la ciudad, que parecía transcurrir en una relativa tranquilidad. La historia oculta mal el cansancio, las enfermedades y los atropellos que debieron sufrir los mapuche que extraían el oro, en un clima de inviernos fríos y lluviosos. Los cronistas Alonso de Ovalle y Diego de Rosales, coin- ciden en denunciar, aunque veladamente, la vida de osten- toso lujo de ese primer medio siglo. Todavía 150 años des- pués, Pedro Usauro Martínez de Bernabé, en su memorial La Verdad en Campaña, cuenta de vecinos que sacaban pe- pitas de oro de los gaznates de las gallinas, del oro con sello real que solía aparecer bajo los golpes de azada en los huer- tos de los solares, y de las afanosas búsquedas de los muros de oro de la Ciudad de los Césares.

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L o s C a s t i L L o s d e L F i n d e L M u n d oUna noche de diciembre de 1599, ayu-

dados por las sombras y la desprevención de sus moradores, el odio acumulado invadió la ciudad. Un alzamiento mapuche que había empezado 500 kilómetros al norte, caía sobre el sur. Siete ciudades fueron borradas de los imprecisos mapas de América y Valdivia se hundiría otro medio siglo en el olvido y la sel-va recuperaría su señorío y el río volvería a ser el tranquilo Río de los Ainil.

En el verano de 1643, tres naves que los ainil no reconocían, entraron por el es-

tuario y avanzaron río arriba. So-bre el puente de una de las naves, Elias Herckmans pudo reconocer, casi perdido entre la vegetación, el trazado de la antigua ciudad, y pensaría en su almirante: Hendrick Brouwer, muerto poco antes de llegar a la ciudad que tanto deseaba.

La orden era establecerse en Valdivia. Construyeron un fuerte y empezaron unas difíciles tratativas con los mapuche. Pero la memoria de estos de-bía tener todavía fresco el recuerdo de los otros europeos. Y nada pudieron los abalorios ni los espejos, ni los telescopios soplones del firmamen-to. Unos pocos meses después, en pleno invier-

no y ya casi sin provisiones, los holandeses aban-donan Valdivia para no volver.

Pero esta vez fueron escuchadas las voces que desde hacía cuatro décadas alertaban so-

bre el peligro de perder tan ventajoso puerto.

El 2 de febrero de 1645, Antonio Se-bastián de Toledo, segundo Marqués de

Mancera, entraba con una flota pertrechada para varios años, al estuario del río que aho-ra llamaban de Valdivia. En su escaso mes de permanencia en la bahía, dejó establecido un sistema interconectado de fortificaciones que cerrarían para siempre la puerta a la ambición de sus enemigos. Y en sólo dos años, Constan-tino Vasconcelos pondría los fundamentos de cuatro castillos: San Pedro de Alcántara, que sería el primer asiento de la repoblación, en una isla que llamaron de Mancera, situada al fondo de la bahía; San Sebastián de la Cruz en Corral y el San Luis de Alba de Amargos, en la ribera sur; y el de la Pura y Limpia Concepción de Monfort de Lemus, en la ribera norte, en Niebla. Pensados como partes de un mismo

dispositivo de defensa, sus fuegos cruzados hicieron imposible el acceso de naves enemigas al río, y consolidan la Plaza, Puerto y Presidio de Valdivia.

Al principio, los castillos eran apenas unas baterías que aprove-chaban las ventajas del lugar, y barracones para la tropa y los pertre-

chos, y alcanzarían un primer estadio de desarrollo hacia fines del mismo siglo xvii. Los gobernadores e ingenieros, sometidos al ritmo de la guerra de Arauco, que consumía buena parte del presupuesto virreinal, pasarían proyectos y más proyectos de ampliación, entre solicitudes de aumento de la dotación militar y de estrategias para traer más presidiarios a las obras.

La primera mitad del siglo xviii transcurriría casi sin cambios. Sólo el de Niebla verá concluida, alrede-dor de 1714, una obra fundamental,

debida al Gobernador Velásquez Covarrubias: sus batería de dos niveles, para 14 cañones, tallada directamente en el promontorio sobre el que se fun-da el Castillo, a más de 30 msnm.

Hacia 1764, el ingeniero Juan garland y White llega a Valdivia. A su voluntad y dedicación se deberán las obras definitivas de los cas-

tillos. Estudia a fondo la bahía, sus corrientes y mareas. Reconoce los mon-tes que la rodean, los ríos se-cundarios. Elabora detallados planes y replantea sus roles defensivos. Intensifica la pro-ducción de tejas y ladrillos en la Isla Valenzuela, frente a la ciudad, e instala una segunda fábrica a medio tiro de cañón del Castillo de Niebla. Eje-cuta dos obras de magnitud considerable: la ampliación del Castillo San Sebastián de la Cruz de Corral y la regula-rización de la planta del Cas-tillo de Niebla. En ambas fortalezas, reconstruirá o añadirá edificaciones en ladrillo o bloques de cancagua, una piedra arenisca abundante en la zona.

En Niebla, Garland rediseña el muro a tierra y crea dos medios baluartes, tallando nuevamente el promontorio para crear el foso exterior y los muros, y rebaja el interior para ampliar la explanada interna, dándole su forma ac-tual al castillo. Él mismo nos cuenta que se cortaron y removieron más de 300.000 m3 de cancagua, con un peso cercano a las 450.000 toneladas, todo

con mano de obra presidiaria.Fueron estos los últimos trabajos

constructivos que vivieron los cas-tillos, antes del fin.

A fines de diciembre de 1552, Pedro de Valdivia funda la ciudad que lleva su nombre, cerca de la desembocadura del río que los mapuche

llamaban Ainil Leufú (el río de los ainil, los habi-tantes del lugar). El Calle-Calle o Valdivia, reune el caudal de numerosos afluentes en la abrigada Bahía de Corral, puerto más o menos equidistante del Estrecho de Magallanes y de Valparaíso.

Aun hoy, profundamente alterada su cubierta forestal nativa, la zona abunda en densos bosques, ricos en las maderas y el agua dulce que, desde un principio, surtió las necesidades básicas para la na-vegación, que permitió anexar al Virreinato del Pe-rú el vasto territorio austral del Reyno de Chile.

Durante su primer medio siglo de vida, poblada por unos pocos cientos de españoles, su verdadero motivo de existencia fue el oro,

el de más alta ley que se conoció en América. Las minas Madre de Dios dominaron la vida de la ciudad, que parecía transcurrir en una relativa tranquilidad. La historia oculta mal el cansancio, las enfermedades y los atropellos que debieron sufrir los mapuche que extraían el oro, en un clima de inviernos fríos y lluviosos.

Los cronistas Alonso de Ovalle y Diego de Rosales, coin-ciden en denunciar, aunque veladamente, la vida de osten-toso lujo de ese primer medio siglo. Todavía 150 años des-pués, Pedro Usauro Martínez de Bernabé, en su memorial La Verdad en Campaña, cuenta de vecinos que sacaban pe-pitas de oro de los gaznates de las gallinas, del oro con sello real que solía aparecer bajo los golpes de azada en los huer-

tos de los solares, y de las afanosas búsquedas de los muros de oro de la Ciudad de los Césares.

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La reconstrucción de la ciudad se inicia en 1647, sobre las ruinas de la antigua, y recién termi-

nada la etapa inicial de las defensas del puerto. Un tími-do cuadrángulo rematado por torres y atalayas, de unos 300 metros por lado, diseñado por el mismo Vasconce-los, fue la segunda traza de Valdivia. En torno a él irían asentándose los nuevos colonos, tal vez aprovechando las viejas calles, los mismos solares y los ruinosos muros.

En la confluencia del valdivia y el cruces, frente a la isla que tomaría su nombre de las fábricas de tejas, la ciudad creció a partir de

la ciudadela, entre la curva del río y las sinuosidades del hualve o laguna de San Antonio, que la cierra por el oriente y el sur con humedales alimentados por las afloraciones de los catricos. Dos caminos la comunican hacia el sur y el interior, y el río tolera la navegación en más de 40 km.

El resto del si-glo y otro más transcurrirían entre sobresal-tos de visitas de piratas o corsarios (que nunca se atre-vieron a entrar al puerto), y no anunciados y poco fre-cuentes levantamientos ma-puche. Y éstos, por otro lado, las más de las veces no eran

renuentes a una relativamente pacífica coexistencia y colaboración, sin la cuales la maltrecha colonia no hubiese sobrevivido, aunque el barco del Real Situado, si no se hundía entre el Callao y Valdivia, aseguraba raciones anua-les básicas de alimento, vestimentas y algún dinero que mantenía activo el comercio.

Hacia la segunda mitad del siglo Xviii, la población se extiende lejos de los muros de la ciudadela de Vasconcelos, y el gobernador Es-

pinoza Dávalos pide a Garland construir dos torreones de vigilancia en los caminos de salida. Terminados antes de 1780, unos años más tarde servirán

de hitos para un muro que otro ingeniero, Antonio Duce, construirá como defensa de la ciudad, consolidando los mismos bordes del hualve.La ciudadela de Vasconcelos sería demolida hacia 1792, y el muro de Duce desaparecerá silenciosamente en la medianía del siglo xix, aunque sus talu-des persisten semiocultos en el fondo de algunas calles.

Un mediodía de febre-ro de 1820, un lejano es-

truendo de cañones anunció la avanzada de Lord Thomas Co-chrane. Después del sopor de 175 años de inacción, los casti-llos caerían en pocas horas ante un empuje que no fue sólo el de las tropas libertadoras, sino la

ventolera de otro siglo.Aunque Valdivia, luego de vaivenes casi irrisorios, volverá a su sopor colo-nial –tal vez acrecentado por el abandono y la lejanía de la capital, ahora más graves que cuando dependía de Lima–, del que no saldrá hasta 30 ó 40 años después, cuando la Segunda Colonia, la inmigración alemana, la desperecen para enfrentar su historia contemporánea y el breve fulgor que emitirá entre fines del siglo xix y principios del xx.

Hoy, son sólo los carcomidos castillos de la bahía y los to-rreones en la ciudad, los que atestiguan materialmente el paso de las

generaciones de hombres y mujeres que compusieron, a lo largo de casi 300 años, la historia reciente de la Ciudad de los Castillos del Fin del Mundo.

Museo de SitioCastillodeNiebla

La misión del museo de Sitio Cas-tillo de Niebla es promover el cono-

cimiento interpretativo del Fuerte de Nie-bla y demás fortificaciones españolas de la Bahía de Corral, armonizando esta función con la permanencia del monumento, me-diante su conservación y la difusión de

normas de uso que comprometan la participación del usuario en la

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de la Pura y Limpia Concepción de Monfort de Lemus

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