LA ALEGRÍA DE SER DISCÍPULOS

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Juan Carlos Hovhanessian

La alegría de ser discípulos

“Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos”

(Mt 28,19)

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Índice

Introducción.......................................................................................3

¿Quién es el discípulo?......................................................................4

El discípulo: un testigo.......................................................................7

Las cuatro columnas........................................................................10

El discípulo: un servidor..................................................................14

El discípulo: un pastor.....................................................................17

Ministerio profético..........................................................................22

Un testimonio...................................................................................25

Agradecimiento................................................................................29

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Introducción

El discípulo es alguien que ya se ha convertido a Cristo y que desea seguirlo y de cerca. Por

lo cual su marcha no es desordenada sino que crece en los siguientes pasos: en un primer

momento se inflama en un gran deseo y un firme propósito del bien. Luego procura la lucha

contra el pecado voluntario; luego trata de expiar las culpas pasadas. En un cuarto paso el

discípulo aprende a intensificar la purificación interna y externa, a educar sus pasiones, a

modificar sus sentidos y afectos, sirviéndose de la práctica de la oración y del uso frecuente

de los sacramentos. Luego le imprime a su vida un ritmo sobrenatural por medio de las

virtudes cardinales y teologales; crece en recta intención, en recogimiento en la presencia

de Dios y por fin con una proyección apostólica hacia el prójimo entra en las últimas etapas

de la vida de entrega a Dios y al servicio del prójimo.

Por supuesto que todo esto no lo puede realizar sin la dirección espiritual de un hombre

experto en vida interior, competente en doctrina y de acrisolado juicio.

De parte del discípulo se requiere a su vez, la apertura del corazón a quien ha tomado por

guía, sobre todo una humilde sumisión a sus directivas, un gran respeto y confianza que le

permitirán desarrollar en su corazón un sentimiento filial a quien considere como padre

espiritual.

Todo esto y otras cosas nos propone este breve librito, lleno de vivencias y de estímulos.

Hago votos por su éxito que permitirá al movimiento carismático contar con valiosos

discípulos entusiasmados por el único que merece llamarse “El Maestro”, Jesucristo El

Señor.

R. P. José Luis Toraca

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¿Quién es el discípulo?

“Los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado.

Al verlo, se postraron delante de Él, sin embargo, algunos todavía dudaron.

Acercándose, Jesús les dijo: Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra, vayan y

hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el Nombre del Padre,

del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que les he mandado. Y yo

estaré siempre con ustedes, hasta el fin del mundo”.

Mateo 28, 16-20

La palabra “discípulo” aparece con frecuencia en el Nuevo Testamento. Los estudios

indican que se encuentra en 262 ocasiones. Es, por consiguiente, algo a tener muy en

cuenta.

¿Quién es el discípulo? Discípulo es todo aquél que aprende. En el transcurso de la vida de

una persona es muy común que haya sido, por lo menos alguna vez, discípulo. Ya sea en el

colegio, en la escuela primaria, en el conservatorio, etc.

Mas, a lo que nos vamos a referir en este libro es a la misión y vocación del discípulo según

nos lo muestra la Palabra de Dios, es decir, ser discípulo de Jesús.

En este caso, el discípulo, no sólo aprende por escuchar o por ver sino que convive con su

maestro, comparte su misma vida. Esta debe ser la actitud de todo discípulo de Jesús: Ir con

el Maestro a donde quiera que vaya.

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No sólo aprende, sino que él mismo es testimonio de lo aprendido, porque lo que ha

recibido es vida, no teoría; y entonces, él la vive y así puede transmitirla a los otros.

En la Iglesia, hoy tal vez haya muchos que participan en distintos movimientos o

actividades, cumpliendo en algunos casos misiones pastorales, pero cuántas veces

descubrimos que en la Iglesia falta esa “Vida en abundancia” que Jesús nos prometió.

¿Dónde estará la falta? ¿No será tal vez que hay muchos que enseñan teoría, e incluso

doctrina, pero pocos que transmiten vida? Porque es frecuente ver aquellos que ingresan a

formar parte de los distintos grupos, en las misiones pastorales u otros, que al poco tiempo

se alejan o se estancan, o se acomodan como quien tiene un puesto en la feria, y en todo

caso son siempre los mismos; pasan los años y esos grupos quedan como esqueletos sin

vida, como un edificio de varios pisos con su estructura, pero sin terminar, sin habitar;

insisto, sin vida en él.

Realmente algo falla, algo no anda bien. Pensemos hermanos, que antes de ser maestros en

Israel, debemos nacer del agua y del Espíritu. Jesús se lo dice a Nicodemo en el Evangelio

de Juan en el capítulo 3.

Pensemos que, tal vez, necesitaríamos reflexionar sobre la importancia de ser discípulos,

con todo lo que esa palabra contiene

El discípulo es testigo con su vida de la Resurrección del Señor Jesús. No es un simple

comunicador de noticias, que por más elevadas que pudieran ser, si no van acompañadas

por el testimonio vivo, de poco sirven.

Los hombres están hartos de palabras huecas; quieren hechos, que lo que enseño, lo cumpla

yo mismo; porque si no, corremos el riesgo de parecernos a aquellos fariseos a quienes

Jesús increpó: “Hagan lo que ellos les dicen, mas no lo que ellos hacen”. Reflexionemos

sobre esto, hermanos, y tratemos de buscar en dónde podemos estar fallando, y no

pretendamos ver los errores de los otros. Esto que digo, en el tiempo que me ha tocado

participar en la Iglesia, lo he podido ver.

Desde que el Señor me llamó a seguirle, por Su infinito amor y misericordia, hace ocho

años, he tratado, junto a mis hermanos, de seguir a Jesús, con todas mis fallas y

deficiencias, pero para gloria de Dios, con perseverancia. Cuántas veces he visto con dolor

el antitestimonio que a veces damos en la Iglesia y fuera de ella, en primer lugar en mí

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mismo, en líderes, en servidores, en sacerdotes, religiosos. Somos hombres, es cierto, por lo

tanto falibles, pero también es cierto que Dios nos ha dado un espíritu de hijos y no de

esclavos.

Cuántas veces nos quejamos en la Iglesia porque las cosas no están como quisiéramos e

insisto, buscamos las fallas afuera y no descubrimos que el enemigo está muchas veces en

nosotros mismos: “Se sabe muy bien cuáles son las obras de la carne: fornicación, impureza

y libertinaje, idolatría y superstición, enemistades y peleas, rivalidades y violencia,

ambiciones y discordia, sectarismos, disensiones y envidias… Todos los que proceden así

no poseerán el Reino de Dios” (Ga 5, 19-21).

Cuántas veces predicamos el amor, el perdón, desde el púlpito, o lo hacemos en nuestros

grupos y movimientos, y enseguida al concluir, no sabemos ponerlo en práctica, o lo que es

aún más grave, predicamos enemistados con los mismos que nos están escuchando, sea que

ellos los sepan o no.

No se pretende criticar por la crítica misma, sino para que juntos caminemos hacia la

perfección con ese espíritu de hijos, para la edificación del Cuerpo de Cristo, descubriendo,

como alguien dijo alguna vez: enemigo conocido, medio vencido.

Busquemos siempre lo positivo, sí, pero aprendamos de nuestros errores y con seguridad

creceremos en sabiduría. “Si vivimos animados por el Espíritu, dejémonos conducir

también por él” (Ga 5,25).

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El discípulo: un testigo

“Y porque somos sus colaboradores, los exhortamos a no recibir en vano la gracia de

Dios. Porque él nos dice en la Escritura: En el momento favorable te escuché, y en el día

de la salvación te socorrí. Este es el tiempo favorable, éste es el día de la salvación. En

cuanto a nosotros, no damos a nadie ninguna ocasión de escándalo, para que no se nos

desprestigie nuestro ministerio. Al contrario, siempre nos comportamos como

corresponde a ministros de Dios, con gran constancia: en las tribulaciones, en las

adversidades, en las angustias, al soportar los golpes, en la cárcel, en las revueltas, en las

fatigas, en la falta de sueño, en el hambre. Nosotros obramos con integridad, con

inteligencia, con paciencia, con benignidad, con docilidad al Espíritu Santo, con un

amor sincero, con la palabra de verdad, con el poder de Dios; usando las armas

ofensivas y defensivas de la justicia; sea que nos encontremos en la gloria, o que estemos

humillados; que gocemos de buena o de mala fama; que seamos considerados como

impostores, cuando en realidad somos sinceros; como desconocidos, cuando nos conocen

muy bien; como moribundos, cuando estamos llenos de vida; como castigados, cuando

estamos ilesos; como tristes, cuando estamos siempre alegres; como pobres, aunque

enriquecemos a muchos; como gente que no tiene nada, aunque lo poseemos todo”

2 Corintios 6: 1-10

El discípulo es la imagen de Jesús, es por tanto el servidor de todos. A él le anima el amor,

porque quien ama a Jesús, ama todo lo que Jesús ama.

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El discípulo no sólo transmite información, sino su preocupación es la formación. Es decir,

no sólo da a otros lo que él ha aprendido de Jesús sino que él mismo lo vive y lleva a otros

a vivir esa misma Vida.

Porque él no sólo conoce de Jesús, sino que conoce a Jesús. Esta es la gran diferencia.

Algunos pueden enseñar inclusive Teología, sin que en sus vidas todavía Jesús sea el Señor,

sin haber tenido aun un encuentro personal por la fe y la conversión con Jesucristo

Resucitado, Salvador del hombre y de todos los hombres. Esto es como enseñar una

ciencia, mas el que es discípulo, aún tal vez sin conocer mucha Teología, es testigo con su

vida del amor de Dios. Esto es lo que toca los corazones, más que las muchas palabras: el

testimonio de vida.

Recordemos por un momento a los discípulos de Emaús: transitaron con Jesús un largo

camino, hasta le “enseñaron” al mismo Cristo, pero no lo reconocieron.

Diría San Agustín al respecto: “Iban por el camino, y el camino iba con ellos y, no obstante,

no conocían el camino”.

¿No será que hoy nos está pasando lo mismo? ¿No será que hacen falta más testigos que

maestros? Ellos conocían los sucesos acontecidos, pero no eran testigos de Su

Resurrección. Jesús les abrió los ojos.

Pidamos también nosotros a Jesús que nos abra los ojos y oídos del corazón para que

podamos, sanados de nuestra ceguera y sordera, ser testigos de Su Resurrección. Para que

podamos proclamar con nuestros labios y con nuestra propia vida: “Jesús resucitó, yo soy

testigo, me dio su Espíritu, cambió mi vida, me dio Su paz y Su amor, esto es también lo

que puede hacer por ti”.

Testigos, esta palabra es la que Jesús les dijo a sus discípulos, “…serán mis testigos…”.

Al verdadero discípulo de Jesús se lo reconoce, no por una manera de hablar o de vestirse,

no por un distintivo prendido en el pecho, ni siquiera por llevar una imagen o una cruz en el

cuello, o por llevar la Biblia en su mano, sino por sus frutos: “Por sus frutos los

conoceréis”.

Dice el Evangelio de Marcos, capítulo 16: “Ellos fueron a predicar por todas partes, y el

Señor los asistía y confirmaba sus palabras con los milagros que la acompañaban”.

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El discípulo sabe ante todo lo que significa seguir a Jesús. No caben las medias tintas.

“Quien conmigo no recoge, desparrama”, dice el Señor.

Seguir a Jesús significa ser humillado, perseguido, difamado, significa cargar la cruz. Dice

en el libro de Apocalipsis: “…a los tibios los vomita de sus boca”, no sirven entonces las

tibiezas.

Seguir a Jesús significa estar dispuesto a todo, a ser nómades, peregrinantes nunca

acomodados, significa vivir la misma vida de Jesús. Significa darlo todo por amor, siempre

amando.

“…Y le dijo: sígueme. Él se levantó y lo siguió” (Mt 9,9). Dice el Señor que cuando

alguien a va a construir una casa, primero se sienta y calcula los costos, así también el

discípulo.

Si estamos dispuestos a ser discípulos, primero debemos buscar al Maestro. Los

Evangelios, lectura de la Palabra, nos ayudarán maravillosamente a encontrarnos con Él,

con Su ejemplo. Leerla con un corazón dispuesto, pidiendo al Espíritu Santo que podamos

ser como María, que recibiendo la Palabra, la aceptó, la acogió, la engendró, se hizo carne

en ella y la dio a luz.

Es la oración un diálogo con el Padre Amoroso. Descubramos, hermanos, el poder de la

alabanza, y como María, demos gloria al Padre, cantemos la grandeza del Señor por las

maravillas que Él quiere hacer en sus hijos.

La vida sacramental, la reconciliación que nos trae la paz, la Eucaristía, el alimento que nos

transforma en discípulos de Jesús, que nos hace hermanos.

La vida de comunidad, sobre todo en una pequeña comunidad, donde el trato sea directo de

tú a tú, de hermano a hermano.

Así vivían nuestros primeros hermanos en la fe y el Señor obraba por medio de ellos esos

signos y prodigios de Su amor.

Hermanos, caminemos hacía la madurez para que nuestras comunidades lleguen a ser, por

la Gracia de Dios nuestro Padre, como esa primera comunidad cristiana, que llena del

Espíritu Santo, daba testimonio de Jesús, Muerto y Resucitado, para la salvación de todos

los hombres.

¡Que así sea!

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Las cuatro columnas

“Todos se reunían asiduamente para escuchar las enseñanzas de los apóstoles y

participar de la vida en común, en la fracción del pan y en la oraciones. Un santo temor

se apoderó de todos ellos, porque los apóstoles realizaban muchos prodigios y signos.

Todos los creyentes se mantenían unidos y ponían lo suyo en común: vendían sus

propiedades y sus bienes, y distribuían el dinero entre ellos, según las necesidades de

cada uno. Íntimamente unidos, frecuentaban a diario el templo, partían el pan en sus

casas, y comían juntos con alegría y sencillez de corazón; ellos alababan a Dios y eran

queridos por todo el pueblo. Y cada día el Señor acrecentaba la comunidad con aquellos

que debían salvarse”.

Hechos 2, 42-47

Sobre estas cuatro columnas se edifica nuestra fe, son las que nos llevan, decíamos, a crecer

como discípulos. Vamos a meditar sobre ellas separadamente.

En primer lugar: “La enseñanza de los apóstoles”. El discípulo amado nos dice: “En el

principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Al

principio estaba junto a Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra, y sin

ella no se hizo nada de lo que existe. En ella estaba la Vida, y la Vida era la luz de los

hombres” (Jn 1, 1-14).

Juan presenta a Jesús como la Palabra de Dios personificada. Palabra increada y Palabra

creadora a la vez. Y esa Palabra es vida que ilumina a los hombres y les revela el rostro

invisible de Dios, haciéndoles participar de Su filiación divina.

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La manera en que comenzamos a conocer a Dios, es por medio de la Palabra, por eso, la

predicación de la Palabra ocupa en la Iglesia primitiva un lugar muy importante.

El que transmite la Palabra, transmite vida. Debe ser, por ello, como María, que se dejó

tomar por la Palabra y así, acogiéndola, la dio a luz: “Hágase en mí según tu Palabra” (Lc

1, 38).

“Tu Palabra, Señor, es la verdad, y la luz de mis ojos”, canta el salmista. Cantemos también

nosotros, hermanos, y pidamos al Señor que nos llene el corazón con Su verdad y Su luz.

La Palabra del Señor es la “Espada de doble filo” (Ap 1, 16).

Leer la Palabra de Dios, tener hambre y sed de ella, es un signo de conversión. Leerla y

practicarla: sólo así podremos transmitirla.

“Señor, me heriste el corazón con tu Palabra y te amé” (San Agustín). Leerla como esa

carta del ser querido, que va dirigida a mí, que me expresa su amor, sus promesas y su

intimidad.

“El que me ama será fiel a mi Palabra, y mi Padre lo amará y vendremos a él, y

habitaremos en él” (Jn 14, 23).

El segundo aspecto del que nos habla el libro de los Hechos: “…La vida común…”, es, sin

lugar a dudas, la comunidad de creyentes; esta surge como fruto de la Palabra de Dios, de la

oración y de la Eucaristía.

La comunidad es lugar donde la palabra “yo” da paso a la palabra “nosotros”. El lugar

donde se reúnen los hermanos en Cristo Jesús, redimidos por Su preciosísima sangre, para

compartir su fe. Es decir, para poner al servicio de los demás, lo que tienen y lo que son. Es

como una relación de familia, la fraternidad. “Te necesite o no te necesite, soy para tí tu

hermano”.

En la primera comunidad cristiana, el aspecto comunitario, fraternal, era una vivencia

cotidiana.

En el Evangelio de Juan, capítulos 13 al 17, se pone de manifiesto el carácter fraternal de

los que conocen a Jesús. Allí los temas del amor y la fraternidad se reiteran continuamente,

mostrando que los discípulos de Jesús viven en la unión, en la unidad. Ese es, en definitiva,

el verdadero distintivo del cristiano.

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Unidad en la diversidad es la verdadera comunidad cristiana. No es uniformidad, pues los

carismas son diferentes, pero todos proceden de Dios, por lo tanto, son distintos en sus

funciones o ministerios, pero todos viven la misma fe, unidos en el amor.

Leyendo a los Evangelistas, a San pablo, a San Pedro, a San Judas o a Santiago en sus

escritos del Nuevo Testamento, descubrimos claramente que cada uno tiene su estilo

propio, pero todos en un mismo Espíritu, que como dice Pablo “es el que obra todo en

todos…”. Así también nosotros no reneguemos de nuestras dotes personales, pero

permitámosle al Espíritu Santo que las modele “como barro en manos del alfarero”, para

que podamos compartir con nuestros hermanos, exponer nuestras mociones, discutirlas,

pero hacerlo todo en el Espíritu del amor, que insisto, es el que distingue al verdadero

discípulo de Jesús, porque “el amor es paciente y servicial…”.

“Vivid unidos en el amor, en una casa, tened un alma y un sólo corazón” (San Agustín).

El tercer aspecto del que nos habla el libro de los Hechos es “La fracción del pan…”. Nos

muestra claramente a la comunidad reunida en torno a la Eucaristía, se refiere por lo tanto a

la vida sacramental.

Todos los sacramentos de la Iglesia tienen su cumbre, su cúlmen, en la Eucaristía; todos

nos conducen a ella, así como también tienen en ella su fuente, por eso la Eucaristía es

“fuente y cumbre” de la vida cristiana: Jesús Sacramentado.

“El que coma de este pan, vivirá eternamente” (Jn 6, 58). Es el alimento para la Vida

Eterna. La Eucaristía es también fuente del impulso apostólico. “…De la misma manera, el

que me come, vivirá por mí” (Jn 6, 57), Jesús nos dice: “vivirá por mí”, “vivirá para mí”,

“para mi Gloria”, “para mi Reino”. Si comulgamos “bien” no podremos menos que

lanzarnos a una actividad apostólica incansable, valiente y constante. Toda comunión bien

hecha nos hace discípulos, fraternos, es decir, “pescadores de hombres” (Mt 4, 19).

Dice San Agustín que todo alimento que como se transforma en mí, pero al comer el

Cuerpo de Cristo, yo me transformo en Él. Las comuniones nos deben ir transformando en

Jesús, si esto no sucede así, deberíamos ver qué es lo que está fallando en nosotros. La

comunión nos “Cristifica” y en Él somos todos hermanos, unión de todos los que viven en

la misma fe en Jesús, Muerto y Resucitado por nosotros, que se ofrece como alimento para

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que todos seamos uno, para que el mundo crea; que tengamos “un solo corazón y una sola

alma” (Hch 4, 32).

El cuarto de los cimientos donde se edifica nuestra fe, como nos lo muestra el libro de los

Hechos es: “…las oraciones…”

“La vida es oración, y la oración es vida”, nos dice San Agustín.

El discípulo de Jesús, dijimos, es aquel que comparte con su Maestro la misma vida, por lo

tanto debe ser un hombre de oración.

Nuestro Divino Maestro y Pastor, frecuentemente, como nos lo muestran los Evangelios, se

retiraba a orar, a alabar a su Padre, a llenarse con Su amor. Subía al monte y se pasaba la

noche en oración, en contemplación.

Cierto día, Jesús dijo: “Como el Padre me amó, así los he amado a ustedes”. Su corazón

estallaba de tanto mor que recibiera en contemplación, en alabanza, en diálogo de amor con

Su Padre, que lo derramó sobre Sus discípulos, sobre todos nosotros.

La alabanza es el agradecimiento con el gozo de la creatura, que nos revela nuestra

pequeñez ante la gloriosa grandeza de Dios. Nos pone en presencia de Dios, es el canto

agradecido de la creatura a su Creador: Cielo y tierra alaban a Dios, porque Dios vive entre

las alabanzas de su pueblo (cf. Ap 5, 13).

Jesús nos prometió que cuanto pidiéramos al Padre en Su Nombre, nos sería concedido. Por

lo tanto, hermanos, no temamos ni dudemos en pedirle a Dios en nuestra oración: “Padre,

en el nombre de Jesús, hazme sentir Tu amor, para que pueda amarme y amar a todos mis

hermanos”.

Pidamos Su amor para poder vivir en Él, porque sólo así sabrán que somos Sus discípulos.

Sin oración no hay santidad; sin oración la fe se debilita.

El discípulo de Jesús es el testigo del amor del Padre, porque su Hijo se lo dio a conocer,

por medio del Espíritu Santo.

Que la oración de Jesús al Padre sea también nuestra oración: “Padre que todos sean uno…

para que el mundo crea” (Jn 17, 21).

Sin oración no hay santidad, sin santidad no hay comunidad, no se puede edificar el Cuerpo

de Cristo, la Iglesia.

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Con eficiencia y eficacia se podrá formar un grupo, pero no llegará a ser comunidad porque

en ella se requiere santidad y esta es fruto de la oración, de la Eucaristía, de la Palabra de

Dios.

La santidad es hija del amor.

“Ama y haz lo que quieras” (San Agustín).

“Padre, que todos seamos uno en el Nombre de Nuestro Señor Jesucristo”.

Amén.

El discípulo: un servidor

“Sobre esto tendríamos que decir muchas cosas, pero es difíciles explicárselas, porque

ustedes son lentos para comprender. Aunque ya es tiempo de que sean maestros, ustedes

necesitan que se les enseñe nuevamente los rudimentos de la palabra de Dios: han vuelto

a tener necesidad de leche, en lugar de comida sólida. Ahora bien, el que se alimenta de

leche no puede entender la doctrina de la justicia, porque no es más que un niño. El

alimento sólido es propio de los adultos, de aquellos que por la práctica tienen la

sensibilidad adiestrada para discernir entre el bien y el mal.”

Hebreos 5, 11

El discípulo de Jesús es un servidor, a ejemplo del Maestro, que fue el servidor de todos.

“El que no vive para servir, no sirve para vivir”, una sentencia que conocemos y sobre la

que deberíamos reflexionar.

Todos los que conocen a Jesús sienten el ferviente deseo de servirle. Por consiguiente, todo

aquel que forma parte de la Iglesia es, o debiera ser, un servidor, un discípulo.

En las comunidades de la Renovación Carismática hay servidores, que son aquellos que

tienen la misión como animar, atender a los hermanos, conforme al carisma que han

recibido; pero sucede que no siempre los hermanos que participan de esos grupos de

oración o comunidades se sientes servidores. ¿Por qué será esto? Como experiencia propia,

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puedo decir, tal vez, que uno de los motivos sea el hecho de la falta de crecimiento de

aquellos que tienen la misión de animar y de transmitir a sus hermanos que todos en la

Iglesia somos servidores, de acuerdo al carisma recibido por el Señor.

Aunque algunos de mis hermanos en este ministerio pueden sentirse contrariados por lo que

digo, este problema, muchas veces, es por falta de crecimiento.

Meditemos un poco sobre esto. Cuando en una comunidad, esa pequeña Iglesia, los que

están sirviendo en ella ven con preocupación que muchos vienen y así como vienen se van,

y los que quedan, a veces se los ve, si me permiten el término, como aburridos, y se

cuestionan: ¿Por qué la falta de perseverancia? ¿Por qué la falta de compromiso? ¿Por

qué falta el entusiasmo? Es decir, se descubre que algo no anda bien.

Si hay una autocrítica a la luz del Espíritu Santo, si hay humildad para orar al Señor como

el publicano en el Evangelio de San Lucas, diciéndole al Padre con un corazón puro: “¿En

qué estamos fallando? Ayúdanos, Señor, a distinguir lo que te agrada, ten piedad Señor, de

nuestra debilidad”, allí estaremos en la búsqueda de la verdad, de la solución del problema.

Debo crecer como discípulo para que pueda hacer discípulos.

Nuestra infancia se refleja en nuestras oraciones: Dame, ayúdame, sáname, etc. El centro

soy yo, el bien es para mí. Antes dijimos que discípulo es el que vive la vida de Jesús. Él

oraba así: “Padre, glorifica a tu Hijo, para que él te glorifique” (Jn 17, 1).

El niño siempre pide, y los grandes saben dar. El niño se entusiasma más con un juguete,

que con un alimento bueno para su crecimiento. Al niño le gustan más las golosinas, que la

sopa o la papilla. Le gustan más los adornos del árbol de Navidad, que todo lo que

representa. Al niño le gustan los espectáculos circenses.

En nuestras comunidades sucede también así; atraen más al niño en la fe, la curaciones, el

don de lenguas, alzar lo brazos, cantar, aplaudir, etc. Pareciera que atraen más los consuelos

de Dios que el Dios de los consuelos. Atraen más las añadiduras que el Reino de Dios. A

nadie se le ocurriría pensar que sea todo esto innecesario. Por el contrario, así como el niño

necesita el juguete, las golosinas, el circo, etc., también necesita la sopa, la papilla,

aprender a leer y escribir, a comer por sí mismo, a aprender el verdadero sentido de la

Navidad. Necesita una infancia feliz, para que pueda crecer y realizarse como persona.

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Así también, en nuestra vida espiritual, muchos llegamos al Señor por esos regalos de Su

amor, que como Padre bueno, sabe dar buenas cosas a Sus hijos, para que sean felices,

esperando, como esperan los padres en la tierra de sus hijos, que crezcan y lleguen a ser

hombres de bien. Así como en la vida humana, en la vida espiritual: lo que corresponde es

no quedarse en la infancia, sino crecer, avanzar hacia la madurez.

Se me había ocurrido alguna vez, dando este tema en un retiro, qué pensaríamos si

viéramos a un adulto por la calle con un globo en la mano y un chupetín en la boca y

vestido con ropa de colegial, arrastrando un autito de plástico. Seguramente nos movería a

pensar que es un pobre hermano retardado. ¿No es cierto? Pues hermanos, a veces nosotros

en nuestras comunidades damos esa misma imagen, sólo que como ésta es espiritual, por lo

menos no se nota tanto.

Hermanos, pidamos al Señor que nos sane y podamos crecer normales, siendo adultos en la

fe; que seamos como niños para el mal, como dice San pablo, que siempre tengamos en el

corazón la inocencia, el candor, la ternura del niño, para ver siempre lo bueno, pero

también como nos invita San Pablo, seamos adultos en la fe, caminemos hacia la madurez.

No busquemos sólo el consuelo de Dios, sino al Dios de los consuelos.

Pasemos entonces, de la leche al alimento sólido. La gente madura busca los frutos del

Espíritu, que son: Amor, alegría, paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza,

mansedumbre y temperancia.

Ga 5, 22-23

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El discípulo: un pastor

“Él comunicó a unos el don de ser apóstoles, a otros profetas, a otros predicadores del

evangelio, a otros pastores o maestros. Así organizó a los santos para la obra del

ministerio, en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la

unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al estado del hombre perfecto y a la

madurez que corresponde a la plenitud de Cristo. Así dejaremos de ser niños, sacudidos

por las olas y arrastrados por el viento de cualquier doctrina, a merced de la malicia de

los hombres y de su astucia para enseñar el error. Por el contrario, vivamos en la verdad

y en el amor, crezcamos plenamente unidos a Cristo. Él es la cabeza, y de Él todo el

cuerpo recibe unidad y cohesión, gracias a los ligamentos que lo vivifican y a la acción

armoniosa de todos los miembros. Así el cuerpo crece y se edifica en el amor”.

Efesios 4, 11-16

El Señor puso en la Iglesia ministros. A unos apóstoles, a otros profetas… en orden a la

edificación del Cuerpo de Cristo. Así organizó a los santos para la obra del ministerio, nos

dice Pablo.

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Aunque somos todos iguales, como hijos de Dios, no lo somos en las funciones, sino, en

orden a la edificación del Cuerpo de Cristo. Es decir, somos distintos miembros del Cuerpo

de Cristo, de ese mismo cuerpo. Debemos, entonces, crecer, llegar a la madurez para

encontrar nuestra ubicación en la Iglesia, y ayudar a que nuestros hermanos también la

encuentren.

Pablo es un ejemplo claro de lo que decimos: pasó por distintas etapas. Se convirtió y era

un discípulo que daba testimonio: fue administrador, oró en lenguas, fue contado entre los

profetas, ayudó a Bernabé, curó enfermos, hizo milagros en el nombre de Jesús, y luego fue

enviado como apóstol.

En nuestras iglesias, pareciera que el que tiene un don, ya ha llegado, ya no necesita

avanzar, ni buscar el crecimiento. Tratemos entonces de crecer. Pongamos lo mejor de

nosotros, aspiremos a “los dones más perfectos”, como nos dice Pablo en Corintios, y

dejemos que el Señor marque el camino; no le pongamos límites a Dios. “Buscad y

hallaréis”, nos dice Jesús.

El que aprende hoy, debe enseñar mañana; debe entonces buscar el crecimiento para hacer

crecer a su hermano.

Jesús llamó a doce y los separó de los demás; a estos los llamó: Apóstoles. Estos

compartieron con Él su vida; los llevaba a lugares desérticos, y les enseñó todo lo que

necesitaban saber, les dio a conocer todo lo que había recibido del Padre. Les transmitió Su

misma vida.

Por lo tanto, el discípulo de Jesús es aquel que comparte la vida de Jesús y la transmite a

sus ovejas, a sus discípulos.

En la Iglesia, todos somos discípulos; el Papa es un discípulo, y todos tenemos la misión de

hacer discípulos. Por eso el que aprende hoy, debe enseñar mañana.

Si Jesús separó a los doce, lo que nos enseña es que también nosotros debemos tener no

más de este número de discípulos, es decir, cada pastor, cada servidor, cada discípulo, es

conveniente que tenga a su cargo un grupo pequeño de hermanos, para que los pueda

atender como es preciso, para que estos hermanos lleguen a ser discípulos, que a su vez

puedan formar a otros discípulos.

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Sucede, como antes decíamos, que hay veces en que los grupos son muy numerosos y no

sabemos cómo llegar a todos; por eso es tan importante trabajar en pequeños grupos, es

decir, un servidor con siete u ocho hermanos, donde se pueda dialogar, compartir, tener una

relación de padres e hijos, en el amor.

Es por esto que en este ministerio es tan importante que pongamos todo nuestro esfuerzo y

tratemos de formarnos, para poder formar a nuestros hermanos.

El ministerio del servidor, del discípulo de Jesús, es real y profético, es de pastor. Jesús fue

el mejor pastor, sin embargo, al ver a la multitud que lo escuchaba, los vio como ovejas sin

pastor. Es decir que no podemos llegar a muchos a la vez, pero sí en pequeños grupos.

Esto en la práctica podría ser así: tomemos, por ejemplo, un grupo de siete u ocho

hermanos, pastoreado por un servidor, por un discípulo. Este comparte con ellos, en un

trato directo, lo que sabe y lo que es, así como él lo recibió de su maestro. Los guía en su

crecimiento, comparte sus problemas, atiende sus necesidades, es para ellos, amigo y

maestro, es para ellos como un padre, como un hermano. Los anima, exhorta, corrige,

reprende, pero con amor, con amor de madre, diría Francisco de Asís, así como Jesús con

Sus discípulos. A su vez, estos discípulos alcanzarían la madurez, y así también tendrían

cada uno de ellos, sus siete u ocho hermanos, y así sucesivamente. El Reino de Dios, de

este modo, se extendería en medio de aquellos que no lo conocen todavía.

Recordemos que la Iglesia Universal es la comunidad de comunidades. Esta forma da

frutos, porque el trato es directo: “Conozco a mi ovejas, mis ovejas me conocen” (Jn 10).

Es importante la pequeña comunidad, como dijimos antes, donde el trato es familiar, donde

se pueden descubrir los carismas y así orientar a los hermanos, en orden a las funciones del

ministerio.

Esta pequeña comunidad está en comunión con las otras, y podrían encontrarse, por

ejemplo, en una asamblea, todos, una o dos veces al mes, pero insisto, para crecer es

fundamental la pequeña comunidad. Pensemos que a veces en los grupos grandes hay

hermanos, y lo que es aun más grave, hay servidores que no conocen a otros hermanos, ni

saben sus nombres, y sin embargo, están juntos, juntos, pero no unidos, insisto, no en

comunión. ¿No será por esto que los hermanos se van o se estancan?

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Permítanme decir, hermanos, que algunos se van porque sienten que no son tenidos en

cuenta, porque ni siquiera, en muchos casos, se conocen sus necesidades o problemas. Esto

lo digo como testimonio de lo que me ha tocado vivir antes. De poner en práctica esta

experiencia de pequeños grupos.

Todos los hermanos no son iguales en su manera de comunicarse, sea por timidez, o por

otros motivos. A algunos les cuesta acercarse, abrirse. Esta es justamente nuestra misión,

acercarnos a ellos, abrirnos, comunicarnos, dialogar con ellos, transmitirles el amor de

Jesús, ser para ellos hermano, padre, amigo y maestro. Y esto, insisto, sólo es posible

compartirlo en pequeños grupos. “Apacentando el rebaño con amor, generosamente,

dándonos a nosotros mismos”, como dice en su primera carta el apóstol Pedro, en el

capítulo 2.

Sigamos el ejemplo de la familia. El padre educa a sus hijos, estos a su vez a sus hijos. Así

debe ser también la comunidad, para que no haya sólo quienes aprendan y quienes enseñan

solamente, sino que el que aprende hoy pueda enseñar mañana.

Más que informar, se trata de formar, y eso es posible cuando esos hermanos, que

comparten conmigo, pueden encontrar en mí el ejemplo.

Como dice Pablo: “Imítenme a mí, así como yo imito a Cristo”.

Esto puede llevarnos a creer que debemos ser perfectos para comenzar a dar, y no es así. Es

cierto que debemos buscar la perfección, ser “perfectos como el Padre de los Cielos es

perfecto”, pero no esperemos a ser perfectos para comenzar, porque si no, no lo vamos a

hacer nunca. Demos desde nuestra imperfección. ¿Qué pretendo decir con esto? Cierto día

recibí un hermoso ejemplo al respecto. Trajeron a nuestra comunidad una película sobre las

misiones, que un grupo de religiosos llevaba a cabo, junto a un médico cirujano, en una

región de África. Allí mostraban con cuanto amor estos misioneros acompañaban al

cirujano, que realmente obraba con su ciencia, inspirado en Dios guiaba sus manos en

complicadas intervenciones quirúrgicas sobre las piernas de esos niños, que por

desnutrición, estaban totalmente malformados, al extremo (tal???) que en muchos casos les

impedía caminar. Mientras una voz narraba las distintas secuencias, mostraban y

explicaban los largos períodos de rehabilitación de estos niños, atendidos con verdadero

amor por los misioneros. Era realmente emocionante ver caminar a esos niños, antes

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postrados y condenados a vivir así, de no ser por la acción valiente y desinteresada de esos

hombres y mujeres. Uno de esos niños, de quien decían que el volver a caminar sería un

verdadero milagro, es operado por el médico, del que curiosamente no mostraban más que

las manos, trabajando con amor sobre estas piernitas negras y deformadas. Este mismo niño

aparece en la película caminando hacia la cámara, mientras la voz dice que Dios había

obrado el milagro. Después de varios meses de rehabilitación, allí estaba, sonriente, con los

ojos llenos de lágrimas y con la alegría de los misioneros. Todo esto, a los hermanos que

me acompañaban, y a mí, nos había atrapado mucho, y no era para menos, aunque no

imaginábamos la sorpresa que todavía nos esperaba. Muestran en una toma final y con la

voz que seguía narrando, al médico caminando, ahora sí, de cuerpo entero, alejándose de la

cámara con mucha dificultad: ¡Tenía sus piernas semiparalíticas! El narrador decía: “No

hace falta ser perfecto para hacer el bien, sino tener un corazón generoso, para poder dar

desde nuestra debilidad”.

Hermanos, demos desde nuestra pequeñez, desde nuestra miseria, demos desde lo que nos

puede faltar; porque dar de lo que nos sobra es justicia, pero dar desde nuestra pobreza es

verdadera caridad.

“Yo soy el buen pastor que da la vida por sus ovejas” (Jn 10).

Enséñanos a dar Señor, enséñanos a darnos a nuestros hermanos.

Amén.

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Ministerio profético

“Fueron a buscar a Juan y le dijeron: Maestro, el que estaba contigo al lado del Jordán

y del que tú has dado testimonio, también bautiza y todos acuden a él. Juan respondió:

Nadie puede atribuirse nada que no haya recibido del cielo. Ustedes mismos son testigos

de que he dicho: yo no soy el Mesías pero he sido enviado delante de él. En las bodas, el

que se casa es el esposo, pero el amigo del esposo que está allí y lo escucha, se llena de

alegría al oír su voz. Por eso mi gozo es ahora perfecto. Es necesario que él crezca y que

yo disminuya. El que viene de lo alto está por encima de todos. El que es de la tierra,

pertenece a la tierra, el que vino del cielo da testimonio de lo que ha visto y oído, pero

nadie recibe su testimonio. El que recibe su testimonio certifica que Dios es veraz. El que

Dios envió dice las palabras de Dios, porque Dios le da el Espíritu sin medida. El Padre

ama al Hijo y ha puesto todo en sus manos”.

Juan 3, 26-35

Todo bautizado pasa a participar del sacerdocio real y profético de Jesucristo.

El discípulo, el servidor, es por lo tanto un profeta del Reino.

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El profeta es, entonces, aquel que tiene como prioridad el Reino, para que ese Reino de

Dios se extienda en medio de los hombres. Es por eso también que ese hombre o mujer que

busca el Reino de Dios y su justicia, busca el Reino de Dios y su santidad, porque sabe por

la fe que todo lo demás vendrá por añadidura. No va buscando la añadidura, sino el Reino

de Dios y su justicia. ¿No será entonces que, muchas veces, no tenemos, es decir, no

sabemos cómo ser mejores servidores? ¿No será que nos faltan muchas cosas, porque tal

vez no estamos buscando verdaderamente el Reino de Dios?

Los profetas vienen del desierto, son parte del mismo pueblo: no son una raza especial de

ovejas, como alguien diría, sino que son ovejas que siguen creciendo. Los profetas son los

que buscan el Reino de Dios, como diría San Agustín: “Son los que obran como si todo

dependiera de ellos, sabiendo que todo depende de Dios”.

Esto significa que la misión que yo no cumpla, nadie la cumplirá por mí, es decir, quedará

incumplida, porque cada uno de nosotros somos creaturas irrepetidas del Creador y a cada

uno nos llamó por nuestro nombre y nos dio una misión concreta, que descubriremos en el

desierto, esto equivale a decir en la vida de oración, en la vida interior, tratando de escuchar

a Dios en el silencio de nuestro corazón. Para eso hace falta que nos detengamos, que

busquemos el justo equilibrio, entre la acción y la contemplación.

No por mucho hacer somos mejores servidores, sino cuando hacemos lo que Dios quiere

que hagamos. No es cuestión de cantidad, sino de calidad.

Jesús cumplió Su ministerio en la tierra en tan sólo tres años y medio. Formó a doce: uno lo

traicionó, otro lo negó, otro no creyó en Su Resurrección y casi todos lo abandonaron en el

momento de su pasión. Esto a los ojos del hombre puede parecer fracaso. Pero Jesús

sembró la buena semilla; no buscó el aplauso, se hizo servidor de todos, “Hasta la muerte,

y muerte de cruz”, nos dice Pablo, “Por eso Dios lo exaltó y le dio el Nombre que está

sobre todo nombre…” (Fil 2, 1-11).

Su Muerte en la cruz y Su Resurrección eran la misión que el Padre le había encomendado.

Él la cumplió, amándonos y amándonos hasta el fin.

En mi anterior librito hago alusión, en un capítulo, al tema del fracaso.

Hermanos, no temamos al fracaso, porque lo que para muchos es éxito, puede ser fracaso a

los ojos de Dios, y también así lo que puede ser fracaso, es victoria en Jesucristo. De allí la

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importancia de la humildad, del corazón puro, que no busca su propio interés, sino la

voluntad de Dios.

Veamos la vida de Juan el Bautista: toda una vida entregada, consagrada a Dios. Los

Evangelios poco nos hablan de su infancia, sólo que el niño crecía en lugares desérticos y

se fortalecía en el Espíritu.

Cuando tenía treinta años, aproximadamente, un día Dios lo envió al pueblo a predicar el

Reino de Dios, a preparar los caminos del Señor. Es el adelantado del Rey, nos diría San

Agustín, el servidor.

En pocos años, cumplió su ministerio profético. Un día, en un calabozo de Herodes, la

espada del verdugo cayó sobre su cabeza.

Poco antes, él había dicho que su estrella debía disminuir para que la de aquel que venía

detrás de él, que era más grande que él, brillara más (Jn 3, 30).

Qué hermoso ejemplo de humildad, de entrega, de donación generosa, que recibiera del

mismo Jesús el testimonio sobre él: “No hubo hombre más grande nacido de mujer que

Juan el Bautista”.

El servidor no espera recompensa. Su recompensa es precisamente servir al Señor.

Su recompensa está en el cielo, en la casa del Padre. Su alegría, su gozo, es servir al Señor.

Hermanos, vivamos con gozo y esperanza nuestra vocación de servidores.

Vivamos la alegría de ser discípulos. Así como Pablo, el gran apóstol, que nos dice que

nada ni nadie puede apartarnos del amor de Dios, ni la difamación, ni el desprecio, ni las

tribulaciones o las adversidades, ni siquiera la espada. Porque si “Dios está con nosotros,

quien estará contra nosotros”.

Lo dice el apóstol que también recibió al final de su ministerio, lo que para el hombre

carnal es un fracaso, una espada romana que le cercenó la cabeza estando en la cárcel, por

anunciar a Jesucristo. Su misión estaba cumplida, iba a la casa del Padre con el cofre lleno,

con muchos “talentos”, a recibir la “corona incorruptible”, a gozar de esos tesoros que

había acumulado en el cielo, en la gloria de la Santísima Trinidad.

Hermanos, ¿cómo nos presentaremos en aquel día? ¿Cómo estarán nuestros cofres?

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Pidamos al Padre que nos de la gracia de la humildad, de la perseverancia, de la prudencia,

de la verdad, para que podamos imitar a esos modelos de santidad que, por la Gracia de

Dios, dejaron a Dios hacer en ellos.

Recordemos estas palabras de María: “En adelante todas las generaciones me llamarán

feliz porque el Poderoso ha hecho en mí grandes cosas. ¡Su nombre es Santo!”

Amén.

Un testimonio

“No se inquieten. Crean en Dios, y crean también en mí. En la casa de mi Padre hay

muchas habitaciones; si no fuera así, se lo habría dicho a ustedes. Yo voy a prepararles

un lugar, volveré otra vez para llevarlos conmigo, a fin de que donde yo esté, estén

también ustedes”.

Juan 14, 1-13

Queridos hermanos en Cristo, como manifestaba en mi anterior librito “La libertad de la

fe”, mi único objetivo al escribir es tratar de transmitir mis propias vivencias en el camino

del Señor; que hasta ahora, y por la Gracia de Dios he transmitido a mis hermanos.

Esperando que estas puedan ser un muy humilde granito de arena en esta obra que el Señor

nos ha encomendado a todos nosotros, sus hijos, para construir ese edificio espiritual.

Ruego al Padre de las Luces que bendiga a todos los que lean este librito, para que sea un

motivo más para alabarlo a Él.

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¡Gloria Ti, Señor, por Tu infinita grandeza y misericordia!

Siempre digo que a mí el Señor me bendijo con dos madres, así como nos bendijo a todos

dándonos a una misma madre, la Santísima Virgen María.

Mis dos madres en la tierra fueron: la que me dio a luz, y su madre, mi abuela. A mis

abuelos paternos, no los conocí.

Desde que nací y hasta mi adolescencia viví junto a mi abuela en una misma casa, junto a

mis padres, mi hermana, mi tío, hermano de mi mamá. Nos mudamos; luego se casó mi tío,

pero vivíamos muy cerca y siempre estábamos juntos. Mi abuela me hablaba de cosas que

para mí, a veces me parecían, hoy lo confieso, cosas de personas mayores. Me hablaba de

Dios, de la fe en Jesucristo, de su vida. Huérfana desde chica, igual que mi padre, por la

guerra en el genocidio armenio en 1915, me contaba cómo había sobrevivido en Armenia,

hasta llegar a la Argentina en el año 1928, como tantos inmigrantes.

Cuando era niño, mi abuela y mi madre me llevaban a la Iglesia. Hoy descubro que mi

abuela era en mi casa el “discípulo” de Jesús, la servidora, la testigo de la Buena Noticia,

con su ejemplo, con su palabra y con su vida.

Recuerdo que nos suplicaba para que fuéramos a misa, por lo menos el día de Pascua de

Resurrección. Claro que por ese entonces, yo personalmente viví una vida totalmente

opuesta al camino del Señor y aun cuando conseguía, después de mucho insistir, que fuera

a misa, lo hacía solo para complacerla, lo mismo que cuando la llevaba a Luján.

Fueron muchos años de exhortar, de insistir con amor, de suplicar a Dios, para que todos en

mi familia viviéramos en la fe. Muchos años en los que a mi abuela rogaba a Jesús que nos

iluminara, que nos tocara el corazón.

Fue cuando yo tenía 35 años que llegó la respuesta. El Señor tocó mi corazón y por el

testimonio de lo que Jesús hizo en mí, por Su misericordia, prácticamente todos en mi

familia comenzábamos a recorrer este hermoso camino. Y fue así como en el primer

Seminario de Vida en el Espíritu de nuestra comunidad, que se llevó a cabo en el año 1983,

en donde participamos sirviendo en familia, mi abuela, en el primer encuentro, dio

testimonio del amor de Dios.

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Fue su primer día como servidora de la Renovación Carismática Católica, a los 77 años, y

también el último, porque para la semana posterior ella estaba internada, y para la siguiente,

entraba en la casa del Padre.

Sabemos en la fe, los que creemos en Jesús, que ya había cumplido su misión en este

mundo y que iba a participar del amor de Dios en la gloria que Dios promete a todos

aquellos que intentan con fe y esperanza, con paciencia y perseverancia vivir la alegría de

ser discípulos.

No habían transcurrido todavía 18 meses, cuando el Señor dispuso que mi madre también

estuviera a su lado.

Tenía 59 años cuando un día perdió la visión de un ojo y le detectaron una terrible

enfermedad en la cabeza. Al poco tiempo quedó ciega y perdió las funciones motrices de

una parte del cuerpo: quedó postrada.

La internaban frecuentemente para practicarle un tratamiento, para aliviarle sus molestias,

aunque a pesar de lo grave del problema y por el lugar donde tenía el tumor, nunca tuvo

dolores fuertes, cosa que los mismos médicos que la atendían no alcanzaban a comprender

muy bien.

Recuerdo que el último que la atendía, ya en los últimos días, dijo textualmente: “Es

increíble la paz que tiene esta mujer”, a lo que respondí, señalando una imagen de Jesús

que tenía junto a su cama: “Allí está el responsable de su paz”.

En ese año, en que aproximadamente duró su enfermedad, nos transmitió tanto amor y

esperanza. Y eso lo digo siempre a mis hermanos, que fue para nosotros una bendición.

“Dios dispone todas las cosas para bien de aquellos que le aman”, dice San Pablo.

Sí, esto realmente no es fácil de creer, si no se lo vive.

Ella nos daba ánimo, nos transmitía su paz y su fe. No veían sus ojos, pero su corazón

estaba lleno de luz. Esa luz que tienen aquellas almas que se dejan abrazar por la Luz.

Hablaba con Jesús, le daba gracias. “Cuánto habrás sufrido en la cruz”, decía. “Gracias

Jesús”. Esta era su oración, la que escuchábamos y nos conmovía.

Hasta el último momento estuvo asistida por los sacerdotes de la Parroquia Nuestra Señor

de la Consolación, Virgen de la que era devota mi madre, recibiendo los sacramentos, el

pan de la Vida Eterna.

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Recuerdo que le había pedido al Señor, me concediera la gracia de que si se la tenía que

llevar, ese momento fuera en mi casa, y el Señor me lo concedió.

Estuvo rodeada siempre de los afectos, de toda la familia, de amigos, etc.

Ella, que siempre había sido la servidora de todos, atendiendo nuestras necesidades y la de

todos aquellos que la rodeaban, recibió ya en este mundo, el amor y la gratitud que había

sembrado.

Mi padre, que durante el mayor tiempo de su convalecencia, con su constancia y fortaleza

admirables, la había cuidado, estaba prácticamente sin fuerzas, y sólo así accedió a que

estuviera unos días en casa de mis tíos y luego en mi casa.

Recuerdo que estando en nuestra casa, venían a cuidarla, de noche, los últimos quince días,

las hermanitas de las “Siervas de María”.

Por las tardes, a veces a la noche, le leía algún pasaje del Evangelio de San Juan, que tanto

le gustaba.

Entró en estado de coma un jueves, dos días antes de morir. Recuerdo que ese día le leí

Juan 11, 25: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí aunque muera, vivirá”.

El sábado 1° de septiembre de 1984, falleció, día de la víspera de la Virgen de la

Consolación, a las siete y treinta de la mañana.

En esa habitación había una paz, que no puedo describir con palabras; recuerdo que dije, en

una oración, las palabras del saludo de la carta de San Pablo: “Bendito sea Dios, el Padre

de nuestro Señor Jesucristo”.

Mi corazón estaba lleno de gozo. Mi esposa y yo experimentábamos esa paz y ese gozo,

junto a nuestro hijo, que se había despertado.

Había muerto mi madre, pero me envolvía tanto amor, que sinceramente aún hoy cuando lo

recuerdo, humanamente, no puedo comprender como en un momento así, podía tener ese

sentimiento de paz y alegría espiritual.

Tomé la Biblia y abrí, mientras rezábamos un rosario a la Virgen y leí en el lugar en que se

abrió: “Yo soy la resurrección y la vida…” Llorábamos todos, pero no había dolor sino

gozo y paz.

Llegaron mi padre, mi tío y les conté lo de la lectura. Tomé otra vez la Biblia, como para

buscar lo que había leído antes y al abrir me encontré: “Yo soy la resurrección y la vida…”

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Les mostré casi sin poder hablar. Les aclaro que no estaba señalada la hoja. Llorábamos de

gozo por la presencia de Dios. Sentíamos que por medio de Su Palabra nos decía: “Ella está

conmigo, el que cree en Mí no muere”. ¡Gloria al Señor!

Esto hermanos es un testimonio, no he agregado nada, es tal como sucedió.

Yo siempre fui débil para estas cosas, siempre me atormentaba pensando que no podría

soportar que faltaran mi madre y mi abuela, pero Jesús me mostró Su amor y Su paz, que es

el consuelo más maravilloso que podemos recibir.

“Señor, tu eres el único que puede cambiar la hiel en miel” (San Francisco de Asís).

Agradecimiento

Para mi mamá Susana, y para mi abuela María, con todo mi amor y mi gratitud.

Gracias por su amor y su ternura, por sus ejemplos, por enseñarme a amar a Dios y a tener

esperanza en Su misericordia.

Gracias por no tener en cuenta las tristezas que les he causado, gracias por enseñarme a

creer y a cargar la cruz, gracias por el ejemplo de servidores que me dejaron.

¡Alabado sea el Señor!

Gloria al Padre

Gloria al Hijo

Gloria al Espíritu Santo

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