Autonomía y libertad de cátedra universitaria en América ...
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Jaime Bassa, La autonomía universitaria Presentación ante la Comisión de Educación del Senado
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LA AUTONOMÍA UNIVERSITARIA ANTE EL ORDENAMIENTO JURÍDICO CHILENO
COMENTARIOS SOBRE LA CONSTITUCIONALIDAD DEL AL PROYECTO DE LEY SOBRE
EDUCACIÓN SUPERIOR, BOLETÍN Nº 10.783-04
Jaime Bassa Mercado Doctor en Derecho, Universidad de Barcelona
Profesor titular de Derecho Constitucional, Universidad de Valparaíso
TABLA DE CONTENIDOS
I. La función del Legislador en la concreción de la Constitución .............................................. 3 1. La indeterminación de las normas constitucionales .......................................................................... 3 2. La materialización o concreción de las normas constitucionales ........................................................ 5 3. La legitimidad para la interpretación de la Constitución ................................................................. 8 4. Interpretación institucional o no institucional de la Constitución ................................................... 10
II. Autonomía universitaria: un concepto legal con fundamento constitucional .................. 12
1. Reconocimiento normativo de la autonomía universitaria .............................................................. 12 2. Configuración doctrinal de sus contenidos ..................................................................................... 15 3. Los límites de la AU en la jurisprudencia constitucional .............................................................. 18
III. Las fronteras legislativas de la AU ......................................................................................... 19
1. Autonomía universitaria y control estatal ..................................................................................... 22 2. Autonomía universitaria, derecho a la educación y fe pública ........................................................ 27 3. Autonomía universitaria y derecho de propiedad ........................................................................... 34 4. Autonomía universitaria y libertad de enseñanza ......................................................................... 37
IV. Constitución y Legislador: límites y controles ..................................................................... 40
1. Presunción de constitucionalidad de la ley ..................................................................................... 41 2. Principio de interpretación conforme ............................................................................................. 43 3. Deferencia al Legislador .............................................................................................................. 44 4. Una propuesta de solución, dado el déficit de legitimidad del TC ................................................... 46
V. Resumen ejecutivo ..................................................................................................................... 48
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El Congreso Nacional discute, en segundo trámite constitucional, el establecimiento de
un nuevo régimen de financiamiento de la educación superior, junto a una reforma a la
Ley 20.129, que regula el sistema nacional de aseguramiento de la calidad de la
educación superior. Se trata de una materia compleja que se vincula con una serie de
dimensiones características del diseño constitucional de distribución de competencias
normativas, desbordando el ámbito propio de la relación educación/enseñanza. Regular
legislativamente las condiciones necesarias para el ejercicio de derechos fundamentales
siempre es una cuestión compleja, pues concurren en ella diversas formas de
comprender los propios derechos, de la misma forma en que se tensiona un
determinado estado de cosas, marcado por necesidades e intereses muchas veces
contrapuestos.
El eje fundamental de esta presentación ante la Comisión de Educación del
Senado será la autonomía universitaria, tanto considerando la forma en que se
encuentra regulada por el ordenamiento jurídico, así como en las eventuales
afectaciones que podría experimentar en caso de aprobarse el proyecto de ley en
comento. Para ello, y asumiendo las complejidades propias de una categoría conceptual
que impacta en relaciones políticas y sociales, revisaremos i. la función que le
corresponde al Legislador en la materialización de las disposiciones constitucionales,
siempre abiertas e indeterminadas; luego, ii. abordaremos las características propias de
la autonomía universitaria, considerando que se trata de una institución consagrada a
nivel legal pero con un importante fundamento constitucional. Finalmente, iii.
revisaremos la posición en la que se sitúa el derecho a la educación, en tanto derecho
fundamental, frente a este nuevo modelo de gratuidad en la educación superior, para
terminar con iv. una revisión panorámica respecto de los límites constitucionales que
supone la tarea del Legislador y cómo estos han de ser verificados, eventualmente, por
el Tribunal Constitucional.
Al final se ofrece un resumen ejecutivo del presente documento.
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I. La función del Legislador en la concreción de la Constitución1
1. La indeterminación de las normas constitucionales
La apertura estructural de las normas constitucionales puede entenderse
como una garantía de libertad política en favor de la comunidad, expresada a través de
sus legítimos representantes2. Esta permite diversas concretizaciones del contenido de
estas normas, según la evolución cultural y social de una comunidad política, sin que
medie una reforma o sustitución constitucional, procesos siempre complejos en una
sociedad democrática.
Así, dada la diversidad cultural de la sociedad contemporánea, y
considerando que la Constitución obtiene de dicha sociedad la legitimidad que posibilita
su efectiva vigencia normativa, no se puede establecer como su objetivo el que asuma
determinado proyecto particular sociedad, o que garantice su implementación. Por el
contrario, en el actual contexto democrático, la Constitución debiera ser entendida,
precisamente, como una garantía para la coexistencia de dicha diversidad. De este
modo, dado que no existe, a priori, una respuesta correcta para las diversas cuestiones
que se han incorporado en los textos constitucionales desde la crisis del Estado liberal
de Derecho, no se puede pretender que la Constitución contenga una definición de este
tipo.
Lo anterior es especialmente relevante respecto de las normas de derechos
fundamentales, las que dan cuenta de cómo la Constitución contemporánea cumple una
función distinta a la que cumplió durante el siglo XIX. Ya no se trata sólo del estatuto
que organiza el ejercicio del poder o la declaración formal que garantiza la titularidad
sobre derechos de libertad, preferentemente de abstención, sino que el concepto de
1 Lo que sigue es un extracto de lo dicho por el suscrito en “La interpretación institucional de los derechos fundamentales en un estado democrático de derecho” (coautores: C. Viera y J. C. Ferrada), en Cuestiones Constitucionales. Revista Mexicana de Derecho Constitucional, Nº 37, U. Nacional Autónoma de México, pp. 265-291 [http://dx.doi.org/10.22201/iij.24484881e.2017.37.11459]. 2 En comparación a Hesse, Konrad (2011): “Concepto y cualidad de la Constitución”, en: Hesse, Escritos de Derecho Constitucional (Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales), pp. 33-56.
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Constitución ha evolucionado, especialmente mediante la incorporación de normas de
derechos fundamentales que protegen intereses y necesidades distintas de aquellas que
motivaron las revoluciones burguesas. Así, se incorporan, dentro del catálogo de
derechos fundamentales, normas que garantizan condiciones materiales de vida,
necesarias para el ejercicio de los derechos de libertad formalmente proclamados en las
primeras declaraciones3.
En ese contexto, la apertura de las normas constitucionales, regulando
realidades no contempladas en los textos constitucionales decimonónicos, refleja la
diversidad política y cultural en la sociedad contemporánea, lo que se expresa
principalmente en el catálogo de derechos fundamentales. En este sentido, tres grandes
tradiciones del constitucionalismo se encuentran en el seno del actual catálogo de
derechos (liberal, social y democrática), el que recoge una serie de intereses y
necesidades reivindicadas por diversos grupos sociales y que el ordenamiento
constitucional positiviza en términos universales. Se trata, en definitiva, de la
constatación del Derecho como un fenómeno cultural y político, donde los procesos
que derivan en la constitucionalización de los derechos son empujados desde la propia
comunidad que los legitima.
Ahora bien, el modelo de democracia constitucional y la proclamación de la
soberanía popular como fuente de legitimidad del poder, supone garantizar también el
autogobierno del pueblo que, precisamente, se encuentra limitado por los mínimos
positivizados en la Constitución, entre los que destacan las normas de derechos
fundamentales. Sin embargo, la legitimidad de estos últimos también es democrática,
según nos muestra el proceso histórico de positivización de los derechos a través de sus
tres grandes oleadas. Cada uno de estos hitos históricos ha sido empujado por diversos
procesos revolucionarios, más o menos violentos, que van desde las revoluciones
burguesas de fines del siglo XVIII, hasta la lucha por el fin de los totalitarismos, del
colonialismo y de las dictaduras durante el siglo XX.
3 En comparación a Fioravanti, Maurizio (2003): Los derechos fundamentales. Apuntes de historia de las constituciones (Madrid, Trotta).
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Dicho antecedente nos muestra que el actual contenido de los catálogos de
derechos fundamentales resulta de un complejo proceso, particularmente en los últimos
trescientos años. Por ello, nos parece que no puede esperarse que ciertos elementos
materiales de una Constitución, hoy concebidos como mínimos, sean completamente
excluidos del proceso deliberativo. En última instancia, una decisión soberana puede
igualmente alterarlos4. Dichos mínimos, o reglas preliminares, también forman parte del
proceso político y respecto de ellos se puede revisar su mayor o menor legitimidad.
2. La materialización o concreción de las normas constitucionales
La apertura de la Constitución, en los términos antes descritos, tiene dos
grandes manifestaciones. En primer lugar, la presencia de normas constitucionales que,
por su estructura, son de contenido abierto e indeterminado, especialmente por su
carácter polisémico. Como consecuencia de su estructura, el contenido material de estas
normas no puede ser fijado en forma definitiva por el constituyente (como sería el caso,
precisamente de las normas de derechos fundamentales), conteniendo lo que la doctrina
ha llamado mandatos de optimización5. Se trata, pues, de valores positivizados
constitucionalmente que deben ser protegidos atendiendo al contexto histórico,
normativo y también fáctico de aplicación de la norma en cuestión.
En segundo lugar, la apertura del texto constitucional se manifiesta a través
de una serie de materias cuya regulación no es abordada por la Constitución, sino que
son dejadas abiertas expresamente por ésta para una concretización posterior vía
legislativa. En efecto, no todas las materias son normadas con el mismo nivel de detalle
por la Carta, tanto porque no es su función regular en detalle cada una de las materias
de que trata (escapa a las funciones normativas del poder constituyente originario),
como porque dicha regulación de detalle petrificaría no sólo el ordenamiento
4 Sin perjuicio de la función que cumple el Derecho Internacional de los Derechos Humanos, tanto como referente cultural en la promoción de los derechos, como en la protección normativa a través de los Tratados y de sus principios constitutivos, por ejemplo, el de no regresividad de los derechos. 5 Alexy, Robert (2002): Teoría de los derechos fundamentales (Madrid, Centro de Estudios Constitucionales), pp. 81-87.
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institucional, sino también las relaciones sociopolíticas que se manifiestan en torno a
dichas instituciones. De esta manera, la Constitución deja la reglamentación y
concretización de estas normas constitucionales a un acto normativo posterior al
momento constituyente, preferentemente de competencia del legislador, ya sea
mediante la técnica del reenvío directo a éste, como a través de la reserva de ley como
garantía de legitimidad de la regulación.
En ambos casos, estamos en presencia del establecimiento de ciertos
mínimos que la Constitución contempla para la convivencia democrática de la sociedad,
pero cuya concretización no es, ni puede ser, realizada en forma ahistórica en el
momento constituyente. Por el contrario, de una forma más o menos consciente, el
constituyente originario garantiza el espacio necesario para que sea la propia
comunidad, históricamente manifestada a partir de su propio contexto, la que realice
(concretice, interprete) ese piso de reglas preliminares que se han positivizado en la
Constitución. Esta garantía de libertad política se manifiesta, principalmente, a través de
las potestades normativas del legislador, en tanto principal órgano de representación
política de las sensibilidades que conviven en la sociedad, tanto de la mayoría como de
las minorías, expresando así el sentido democrático de la reserva de ley.
En efecto, en el contexto de una sociedad democrática, es normal que una
serie de materias no queden cerradas y bloqueadas por la Constitución a una regulación
posterior, por cuanto se trata de aspectos sensibles de la organización política. La
sensibilidad de estos elementos deriva de una combinación entre su importancia para la
convivencia democrática y el razonable desacuerdo que existe en torno a ellas, razón
por la cual no se identifican con las reglas preliminares de la Constitución. Entre ellas,
siguiendo a HESSE, se encuentra el tipo de organización económica que se dará la
sociedad, la participación del Estado en la actividad económica o la carga impositiva
que deberán soportar los ciudadanos, por nombrar algunas, todas materias sobre las
cuales es posible encontrar discrepancias razonables en una sociedad determinada.
Así, la Constitución contemporánea se entiende como una estructura de
normas que garantizan mínimos, y no como la materialización de un determinado
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proyecto político de sociedad. Por eso, se afirma que la Constitución debiera ser
concebida como la positivización de ciertos mínimos éticos, reglas preliminares del
juego democrático destinadas a garantizar su plena realización, y no como un techo de
máximos éticos que restrinja las posibilidades de concretización y de realización de la
sociedad, lo que se expresa en la formulación de una Constitución de ‘techo ideológico
abierto’6.
De este modo, así como los derechos fundamentales que emanaron de las
revoluciones burguesas se identificaron con los intereses económicos y culturales de
determinado grupo social dominante en ese momento, que luego fueron reconocidos
como derechos de titularidad universal, posteriormente ocurrirá algo similar con las
reivindicaciones sociales y las de carácter democratizador en los siglos XIX y XX; este
proceso derivará en la constitucionalización de los derechos sociales, el fin de las
dictaduras y totalitarismos y en la calificación de discriminatorias de una serie de
categorías antes consideradas razonables, como las relacionadas con la raza, el sexo o la
religión, entre otras.
Este proceso histórico muestra la progresiva positivación y ampliación de
los derechos fundamentales, lo que responde al reconocimiento y protección de las
diversas necesidades de las personas en la sociedad, las que se asocian a la realización
de su dignidad, fin último de una sociedad democrática. El resultado de este proceso
deriva en un catálogo de derechos cuyo contenido es, ciertamente, contingente, pero
que nos muestra la igual valoración de los intereses que representan las tres tradiciones
del constitucionalismo contemporáneo.
En este contexto, no podemos afirmar que las reivindicaciones liberales son
más importantes que las de género, por ejemplo, o que las raciales más que las sociales.
Tras todas ellas existen determinados intereses y necesidades que la comunidad asocia a
la protección de la dignidad de las personas que, en principio, son todas iguales en la
titularidad y en el ejercicio de los derechos que se positivan como consecuencia de este
6 Zúñiga, Francisco (2003): “Reformas constitucionales para un Estado social y democrático de Derecho”, en: Colección Ideas Nº 33, pp. 27-28.
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proceso. Sólo así se puede entender el tránsito desde el sistema de privilegios del
Antiguo Régimen al sistema de derechos del Estado de Derecho.
Desde esta perspectiva, la única forma en que una Constitución garantice y
proteja adecuadamente los intereses que provienen de estas tradiciones, es
estableciendo las reglas mínimas para su convivencia, pero sin comprometerse con los
intereses de ninguna de aquellas. La neutralidad ideológica que se predica del Estado
debe predicarse también de la Constitución, pero no en términos de negar la existencia
de un proyecto político en esta, pues el propio constitucionalismo lo es, sino en cuanto
no debe asumir como propio uno de los proyectos en disputa en el seno de la sociedad,
particularmente en un contexto cultural y normativo que se construye desde la
constitucionalización del principio democrático.
3. La legitimidad para la interpretación de la Constitución
Ante la necesidad de interpretar las normas constitucionales de contenido
abierto e indeterminado, la combinación de los elementos señalados nos lleva a
preguntarnos dónde radica la legitimidad para interpretar la Constitución, es decir,
quien se encuentra legitimado para interpretar la Carta. En efecto, el poder
constituyente no determina el contenido material de las normas constitucionales
abiertas, ni puede hacerlo sin vulnerar la libertad política que garantiza la propia
Constitución. Deja esta función a los poderes constituidos.
En el caso del ordenamiento jurídico chileno, este contempla diversos
órganos competentes para la interpretación de las normas constitucionales. Por de
pronto, los órganos colegisladores (Presidente de la República y Congreso Nacional),
los tribunales ordinarios de justicia (especialmente, las Cortes de Apelaciones y la Corte
Suprema) y, desde luego, el Tribunal Constitucional. Cada uno de estos órganos, en el
contexto de las funciones que ejercen en el entramado institucional vigente, participan
activamente, con mayor o menor conciencia, de la interpretación de la Constitución y,
en consecuencia, de la concretización y realización que permite su aplicación.
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Así, el primer llamado a interpretar la norma fundamental es el legislador.
En efecto, cada acto normativo que emana de su competencia supone la positivación
de una determinada interpretación constitucional, según la materia de que se trate.
Dicha interpretación se ve plasmada en la norma que finalmente es aprobada luego del
proceso legislativo, donde participan la Cámara de Diputados, el Senado y el Presidente
de la República. Con cada iniciativa legislativa, con cada indicación, con cada votación,
estas tres instituciones presentan su propia interpretación de la Constitución, en aquella
dimensión que atañe al proyecto legislativo en cuestión. Una vez aprobada, esa norma
concretiza una disposición o un principio constitucional, articulando la aplicación de la
norma fundamental. Ciertamente, no todas las disposiciones legales realizan esta
interpretación constitucional de la misma forma; existe una diferencia de grado en
relación con la materia de la que se trate y el tipo de norma constitucional que puede
verse identificada en la norma legal. Así, es posible que la interpretación constitucional
que hace el legislador sea más evidente, por ejemplo, en la regulación de un sistema de
educación pública de calidad, que en la aprobación de un montepío. Pero se trata de
diferencias de grado e intensidad. Algo parecido puede decirse respecto del ejercicio de
la potestad reglamentaria del Presidente de la República, particularmente la autónoma.
En ejercicio de esta potestad, el Presidente de la República realiza una interpretación de
las normas que establecen su competencia normativa infralegal, de las materias
reservadas a la ley y de las demás normas que establecen el marco jurídico de la acción
de los poderes públicos, lo que es un requisito básico para el ejercicio de su potestad.
Ahora bien, cuando se produce algún conflicto en la interpretación
constitucional propuesta por estos u otros actores institucionales, los llamados a zanjar
dicha controversia son los tribunales, especialmente el Tribunal Constitucional. En
efecto, los conflictos que puedan suscitarse durante el proceso legislativo o en el
ejercicio de la potestad reglamentaria, que versan sobre interpretaciones
constitucionales contrapuestas o contradictorias y que son sostenidas por grupos
políticos generalmente antagónicos, serán resueltos por el Tribunal Constitucional. Así,
la participación del Tribunal y, en consecuencia, la determinación jurisdiccional de la
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interpretación constitucional es accidental, ya que depende de tres factores de hecho:
que se presente una diferencia en la interpretación constitucional durante el proceso
legislativo o el conocimiento de la norma reglamentaria, que dicha diferencia no pueda
ser resuelta por la vía deliberativa y que la minoría parlamentaria decida recurrir al
Tribunal Constitucional para (intentar) resolver dicha disputa (a su favor).
4. Interpretación institucional o no institucional de la Constitución
Asimismo, una serie de actores no institucionales también ejercen de
intérpretes de la Constitución, principalmente la doctrina constitucional y la ciudadanía
en general, lo que Häberle ha denominado la sociedad abierta de los intérpretes de la
Constitución7. Esto se materializa en una serie de acciones y decisiones tomadas por
actores que tienen diversos grados de relación con la Constitución, los que la realizan
permanentemente en el ejercicio de sus actividades habituales.
Así, cuando un ciudadano se siente vulnerado en el legítimo ejercicio de un
derecho fundamental, recurre a la Corte de Apelaciones respectiva a solicitar la tutela de
dicho derecho, exigiendo el restablecimiento del orden jurídico. Al ejercer dicha acción
constitucional, el ciudadano está proponiendo determinada interpretación
constitucional, a partir de la cual el ejercicio de su derecho invocado encuentra
protección ante una vulneración que, según su propuesta de interpretación
constitucional, es contraria a la Constitución. Por el contrario, el recurrido contestará la
acción proponiendo una interpretación de la Constitución alternativa, a partir de la cual
el acto u omisión impugnado no es incompatible con la Constitución y, por tanto, no
vulnera el legítimo ejercicio del derecho invocado por el actor. En dicha relación
dialéctica, la Corte discurre argumentativamente entre ambas interpretaciones
constitucionales propuestas por las partes y le otorga respaldo institucional a una de
ellas. Es decir, la interpretación constitucional presente en la decisión judicial tiene
7 Häberle, Peter (2002): “La Constitución como cultura”, en: Anuario Iberoamericano de Justicia Constitucional, Nº 6; y Häberle, Peter (2003): El Estado constitucional (México DF, Universidad Autónoma de México).
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como antecedente una que proviene de la ciudadanía, en forma inorgánica y carente de
un respaldo institucional previo, pero que la Corte la respalda o valida con su
sentencia.
Esto es relevante, ya que pone de manifiesto que la sociedad genera algún
tipo de interpretación constitucional, que luego sirve de antecedente para aquella que se
institucionaliza en los tribunales. Ante un eventual conflicto que pueda generarse en el
seno de la sociedad relativo a la interpretación constitucional de una norma o, lo que es
más frecuente, relativo al ejercicio de los derechos, los tribunales entran en escena,
resolviendo el conflicto en favor de alguna de las partes. Pero dicha decisión no es
tomada en abstracto, sino que parte de la base de la contradicción en la interpretación
constitucional propuesta por las partes y se encuentra, por tanto, condicionada por
aquella que llega precisamente desde la sociedad.
¿Qué es lo relevante de la presente constatación? Que la Constitución es
interpretada permanentemente y todos los días por una serie de operadores de distinta
entidad, y en que la regla general es que dichas interpretaciones tengan una validez en el
contexto de sus respectivos ámbitos de acción, sin que ello genere, en la mayoría de los
casos, conflictos de interpretación que deban ser resueltos jurisdiccionalmente.
Lo propio sucede con el proceso legislativo, ya que la gran mayoría de las
interpretaciones constitucionales que se encuentran presentes en la discusión de los
proyectos de ley no alcanzan a tener un nivel de conflictividad que los lleve a solicitar la
determinación jurisdiccional de la interpretación de la Constitución. Sólo por excepción
determinados conflictos llegan a ser resueltos por un tribunal, y sólo como
consecuencia de una controversia entre partes, en la que una de éstas decide acudir a
este como forma de zanjar la disidencia constitucional.
De este modo, la gran mayoría de las veces en que se aplica e interpreta la
Constitución, sea en un proceso legislativo o en el ejercicio cotidiano de los derechos, la
interpretación resulta de un proceso más o menos dialéctico y horizontal, donde no
participa ningún tribunal de justicia. Por el contrario, la interpretación constitucional
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que se realiza en sede jurisdiccional es accidental y esporádica, y tiene como insumo las
interpretaciones constitucionales propuestas por las partes en conflicto.
Ello lleva a la configuración de un sistema de distribución de competencias
en materia de interpretación constitucional, donde la interpretación más frecuente se
encuentra presente en el legislador y en la propia práctica constitucional de la
ciudadanía, mientras que los tribunales tienen una competencia que ejercen de manera
eventual y a partir de la interpretación que las partes en conflicto le proponen. En este
contexto, el legislador cumple una función clave en esta materia, determinando el
contenido material de importantes garantías constitucionales, ya sea por la vía de la
reserva de ley como garantía en la regulación del ejercicio de los derechos
fundamentales, o bien, por aplicación del propio principio de legalidad.
II. Autonomía universitaria: un concepto legal con fundamento constitucional8
1. Reconocimiento normativo de la autonomía universitaria
La autonomía universitaria es una institución fundamental para el quehacer
académico. El artículo 104 de la Ley General de Enseñanza la define como el “derecho de
cada establecimiento de educación superior a regirse por sí mismo, de conformidad con lo establecido en
sus estatutos en todo lo concerniente al cumplimiento de sus finalidades”. A continuación, establece
una distinción que es fundamental para la adecuada comprensión de lo que podría estar
en tensión en la presente deliberación legislativa: la legislación nacional distingue entre
autonomía académica, económica y administrativa. De esta manera, existe una
autonomía propiamente académica, que “incluye la potestad de las entidades de educación
superior para decidir por sí mismas la forma como se cumplan sus funciones de docencia, investigación y
extensión y la fijación de sus planes y programas de estudio”, que aparece como el elemento
8 Lo que sigue forma parte de un trabajo pronto a ser publicado, de autoría del suscrito y de Bruno Aste Leiva, profesor de Derecho Constitucional de la U. de Antofagasta.
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central de la AU, al encontrarse directamente vinculada con el quehacer universitario: la
libertad para el desarrollo de las tareas de docencia, investigación y extensión. Junto a
esta autonomía, el Legislador configura otras que, de alguna manera, son funcionales al
logro de la primera: una autonomía económica o financiera, que “permite a dichos
establecimientos disponer de sus recursos para satisfacer los fines que le son propios de acuerdo con sus
estatutos y las leyes”, y una autonomía administrativa, que “faculta a cada establecimiento de
educación superior para organizar su funcionamiento de la manera que estime más adecuada de
conformidad con sus estatutos y las leyes”. Este es el piso conceptual desde el cual es necesario
evaluar el impacto que el proyecto de ley de educación superior podría tener en la
autonomía universitaria, recogido del artículo 4º del DFL Nº 1 de 1980, y que ha sido
ratificado por el Tribunal Constitucional, quien reconoce que “el contenido esencial de la
autonomía universitaria dice relación con su ámbito académico” (STC 2731, C. 30º).
Estas definiciones legales se complementan con lo dispuesto en el DFL Nº
1 (1980). Mientras su artículo 1º define a la Universidad como “una institución de educación
superior, de investigación, raciocinio y cultura que, en el cumplimiento de sus funciones, debe atender
adecuadamente los intereses y necesidades del país, al más alto nivel de excelencia”, el artículo 3º
señala que “la Universidad es una institución autónoma que goza de libertad académica y que se
relaciona con el Estado a través del Ministerio de Educación”. Asimismo, la legislación nacional
contempla un procedimiento especial para que las instituciones de educación superior
puedan optar al reconocimiento de su autonomía, según regulación de la propia Ley
General de Enseñanza. Es decir, la autonomía de estas instituciones no es reconocida
de pleno derecho; ésta depende de un procedimiento regulado por ley, que incluso
contempla la revocación de su reconocimiento institucional y la pérdida –ahora sí, de
pleno derecho– de su autonomía (art. 26, Ley 20.800).
En definitiva, estamos en presencia de una regulación legal que viene a dotar
de contenido a una categoría conceptual íntimamente vinculada con el ejercicio de
derechos fundamentales pero que, no obstante su importancia, carece de
reconocimiento constitucional.
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En efecto, la regulación constitucional de la autonomía universitaria tiene
una evolución histórica compleja e irregular. El desarrollo de esta institución está ligado
a los estatutos orgánicos de la Universidad de Chile, específicamente los de 1879, 1931
y 1971, que sirvieron de modelo no solo a los estatutos propios de las universidades
particulares que se fundaron a contar de 1888, sino que fundamentan el reconocimiento
constitucional que logra este concepto en la Carta de 1925. En efecto, la Ley de
Reforma Constitucional N° 17.398, de enero de 1971, modificó el artículo 10 N° 7, al
señalar que “las Universidades estatales y particulares reconocidas por el Estado, son personas
jurídicas dotadas de autonomía académica, administrativa y económica. Corresponde al Estado proveer
a su adecuado financiamiento para que puedan cumplir sus funciones plenamente, de acuerdo a los
requerimientos educacionales, científicos y culturales del país”. Como es posible desprender de
una simple lectura, los elementos principales de esta definición constitucional se
encuentran recogidos en la legislación actualmente vigente.
Sin embargo, entre 1971 y 1982 se verificó una lamentable degradación en el
rango normativo de la autonomía universitaria, que ya no cuenta con reconocimiento
constitucional. Asimismo, a su reconocimiento simplemente legal se suma un retroceso
adicional respecto del estatus alcanzado en 1971 y que justifica, precisamente, la actual
discusión legislativa: el deber estatal de proveer un adecuado financiamiento a las
universidades estatales y a las reconocidas por el Estado. Más allá del juicio político que
se pueda verificar respecto de este retroceso en el reconocimiento constitucional de la
autonomía universitaria, lo cierto es que, hoy, se trata de una institución de rango legal.
Esta constatación es fundamental para la actual discusión legislativa pues, a
pesar de que se trata de una institución con evidentes fundamentos constitucionales y
vinculada al ejercicio de importantes derechos fundamentales, tiene un reconocimiento
simplemente legal. La configuración conceptual de la AU en el ordenamiento
constitucional vigente es, en definitiva, más pobre. Dado que no se contempla una
norma expresa en la materia (probablemente como consecuencia de la propia
intervención militar sobre los planteles universitarios), esta vieja garantía constitucional
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debió ser configurada indirectamente, a través de una reconstrucción hermenéutica
anclada en los artículos 1° inc. 3°, 19 Nos 10 y 11 de la Constitución vigente.
2. Configuración doctrinal de sus contenidos
En efecto, dada la falta de reconocimiento constitucional, la doctrina y la
jurisprudencia han realizado un trabajo de interpretación destinado a determinar el
contenido de la autonomía universitaria.
La AU se articula con una serie de derechos que contribuyen a darle
contenido, no solo desde el art. 19 Nº 11 (como lo ha hecho la STC 523), sino también
a través de la aplicación indirecta de las garantías constitucionales en materia de
libertad de enseñanza (art. 19 N° 11), que incluye tanto la libertad de cátedra como el
deber del Estado en fomentar el desarrollo de la educación en todos sus niveles,
estimulando la investigación científica y tecnológica (art. 19 N° 10 inc. 6º). El artículo
19 N° 10 impone un rol activo al Estado en el respeto y promoción del derecho a la
educación. Así las cosas, se ha entendido que “el deber de respeto impone la exigencia
de garantizar la existencia de derechos, de permitir su realización o ejecución, y de no
entorpecer ni vulnerar, por acción u omisión, el ejercicio de éste”9.
Por su parte, el art. 19 N° 11 reconoce una dimensión especial de la libertad
de enseñanza, que parte de la doctrina ha entendido como “la facultad de las personas para
transmitir o entregar a otras personas conocimiento bajo cierto método, de manera informal o formal,
para lo cual pueden abrir, organizar y mantener establecimientos de enseñanza”10. Sin embargo, la
práctica constitucional presenta una comprensión más cercana a la libre iniciativa
económica que a la autonomía universitaria, confirmando el retroceso respecto del
estándar alcanzado luego de la reforma constitucional de 1971.
9 Jordán, Tomás (2009): “Elementos configuradores de la tutela jurisprudencial de los derechos educacionales en Chile”, Estudios Constitucionales (año 7, n° 1), p. 191. 10 Nogueira, Humberto (2008): Derechos Fundamentales y garantías constitucionales (Santiago: Librotecnia), p. 196.
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A pesar de la difícil reconstrucción de la garantía desde la normativa
constitucional vigente, la AU opera no solo como fundamento, sino también como
límite a la libertad de cátedra, entendida como “aquella facultad de que disponen los
académicos para investigar, enseñar y publicar sobre cualquier tema que consideren de interés
profesional, sin riesgo ni amenaza de sanción alguna; excepto mediante la adecuada demostración de
inexcusable ética profesional”11. La libertad de cátedra supone un espacio de autonomía del
que es titular el académico, respecto de la institución universitaria a la que pertenece.
Sin embargo, no supone una habilitación a la discrecionalidad de quien la ejerce, pues se
entiende que ésta, así como todo derecho, está limitada por un sistema jurídico que
consagra derechos a sujetos con intereses diversos, en el marco de una sociedad
democrática que ha asumido ciertos estándares básicos para una convivencia pacífica,
así como su propia diversidad constitutiva. Así, una de las diferencias que existen entre
AU y libertad de cátedra, vendrá dada por el sujeto activo, ya que en la primera lo será
la institución universitaria, mientras que en la segunda el profesional académico.
Además de estas normas constitucionales, existe un deber internacional que
complementa la configuración conceptual de la AU. Así, el art. 13 del Pacto
Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales reconoce los llamados
derechos educacionales, principalmente, el derecho a la educación y el derecho a la
libertad de enseñanza. Esta se compone de dos elementos principales: a. la libertad de
los padres y tutores para elegir un establecimiento conforme a sus principios, pudiendo
elegir uno distinto a los públicos, y b. la libertad de la que gozan los particulares para
establecer y dirigir instituciones de enseñanza.
Si bien el Pacto no contiene una referencia expresa a la libertad académica,
se entiende que el derecho a la educación sólo se puede disfrutar en la medida que se
encuentre acompañado de la libertad académica de la que gozan los profesores y
estudiantes reconociendo que, dada la estructura de las relaciones de poder en las cuales
se ven insertos, son especialmente vulnerables a presiones políticas y de otro tipo,
11 Madrid, Raúl (2013): “El derecho a la libertad de cátedra y el concepto de Universidad”, Revista Chilena de Derecho (vol. 40, n°1), p. 356.
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arriesgando la libertad académica. En este sentido, “la libertad académica comprende la
libertad del individuo para expresar libremente sus opiniones sobre la institución o el sistema en el que
trabaja, para desempeñar sus funciones sin discriminación ni miedo a la represión del Estado o
cualquier otra institución, de participar en organismos académicos profesionales o representativos y de
disfrutar de todos los derechos humanos reconocidos internacionalmente que se apliquen a los demás
habitantes del mismo territorio”12.
La libertad académica o de cátedra no es una categoría abstracta que blinde a
un académico o académica pues, finalmente, se trata de una actividad laboral que se
ejerce con sujetos con quienes se configura no solo una relación de carácter laboral,
sino también una de enseñanza/aprendizaje: si bien estas relaciones no determinan el
contenido de lo que se enseña o estudia, sí le imprimen una orientación a dicha
actividad, toda vez que es funcional a la formación profesional y ciudadana de sujetos
libres e iguales. Por ello, el propio Comité relativiza esta libertad académica, al señalar
que su disfrute “conlleva obligaciones, como el deber de respetar la libertad académica de los demás,
velar por la discusión ecuánime de las opiniones contrarias y tratar a todos sin discriminación por
ninguno de los motivos prohibidos”13.
Como se puede apreciar, la libertad académica que se comprende en la
libertad de enseñanza, impacta en el ejercicio otros derechos, tales como el derecho a la
educación o a la no discriminación arbitraria, siendo imprescindible que la vigencia y
respeto de la autonomía universitaria se entienda en contexto de respeto por los (otros)
derechos que confluyen en el marco de su ejercicio. De esta forma, la eficacia de las
decisiones adoptadas por las instituciones de educación superior, con respecto a sus
labores académicas, de gestión y otras actividades, serán una suerte de parámetro para la
medición del grado de autonomía que alcancen, el que deberá estar en armonía con el
debido respeto de los derechos de quienes participan de las relaciones que tanto la AU
como la libertad de cátedra suponen.
12 Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Observación General N° 13, 1999. 13 Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Observación General N° 13, 1999.
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La AU se perfila como un principio configurador del derecho a la libertad
de enseñanza y como un atributo fundamental y necesario para que una institución
universitaria pueda ejercer aquel derecho y lograr su cometido: la producción y
divulgación de conocimiento, en beneficio de la sociedad.
3. Los límites de la AU en la jurisprudencia constitucional
La jurisprudencia del Tribunal Constitucional ha cumplido una función
determinante en la determinación del contenido de la autonomía universitaria. Sin
perjuicio de lo que se señala en las páginas precedentes, la línea jurisprudencial
actualmente vigente en la materia está marcada por el contenido de la STC 2731 de
2014. Dicha sentencia, que se realiza el control preventivo de constitucionalidad de la
Ley Nº 20.800 (establece el administrador provisional o de cierre), identifica los
elementos nodales de la configuración actual de la autonomía universitaria. Para los
efectos de lo que aquí importa, es necesario destacar sus principales argumentos:
- el TC reconoce que la autonomía universitaria no se encuentra reconocida
expresamente por la Constitución, aunque se desprende de ella (c. 27);
- tanto la libertad de enseñanza como la autonomía universitaria están destinadas a
garantizar el ejercicio del derecho constitucional a la educación; por esta razón, el
ámbito eventualmente objeto de protección es solo el “adecuado” para la
consecución de sus fines, especialmente vinculados a la educación, razón por la
cual se trata de una autonomía limitada. En definitiva, la libertad de enseñanza no
sería un fin en sí misma, sino que está concebida para garantizar el derecho a la
educación, razón por la cual si la autonomía se hace incompatible con el derecho a
la educación, cede frente a éste (c. 14);
- es el Legislador el órgano constitucionalmente competente para determinar la
forma en que una universidad debe cumplir con el ordenamiento vigente,
señalando cuales son las condiciones y deberes que debe cumplir; en el ejercicio de
dicha función, el Legislador reconoce como límite el contenido esencial de la
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autonomía universitaria que, en conformidad con lo establecido en el art. 104 de la
Ley General de Educación, radica en la autonomía académica de la universidad.
Así, el ámbito de intervención que le cabe al Legislador en la regulación de la
autonomía financiera y administrativa, siendo todavía limitado, es algo mayor (c.
30);
- reconoce que la autonomía universitaria puede ejercerse en virtud de lo que la ley
disponga e, incluso, en ausencia de regulación legal; pero nunca contra la ley. A
juicio del TC, es evidente que la autonomía universitaria tiene límites y que estos se
encuentra configurados por el Legislador, lo que explica que el ordenamiento
jurídico contemple la revocación del reconocimiento legal y, de pleno derecho, la
pérdida de su autonomía (c. 31).
III. Las fronteras legislativas de la AU
La autonomía universitaria ha estado presente a lo largo de toda la discusión
legislativa, aunque no ha estado, explícitamente, en el centro del debate público. Con las
discusiones relativas al diseño del sistema de acreditación, de la ley que establece el
administrador provisional o de cierre, en fin, de la gratuidad universitaria, el concepto
ha estado presente en diversas discusiones legislativas. Su contenido se ha ido
perfilando, progresivamente, durante el proceso nomogenético, delimitando su
contenido normativo a través de la nueva legislación y concretizando su contenido
constitucional.
Las páginas que siguen identifican los principales elementos a partir de los
cuales es posible delinear los contornos conceptuales de la autonomía universitaria, a
partir de la discusión legislativa de los proyectos más emblemáticos de la última década.
En este ejercicio de interpretación, recurriremos a la idea de “exterior
constitutivo” para comprender cómo se configuran son los contornos que determinan
el contenido de las instituciones jurídicas a través de la deliberación legislativa,
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siguiendo la lectura que ha hecho Mouffe14. Derrida formula este concepto para
explicar cómo la identidad política colectiva no se constituye a sí misma, sino como
correlato de una diferencia externa, a otro que es, a su vez, exterior. Ese “otro exterior”
sería fundamento para la configuración de cualquier tipo de identidad, puesto que ya no
es posible comprenderla o afirmarla sólo con referencia “a sí misma” o a una
pretendida objetividad (especialmente en materia de interpretación constitucional15). La
idea de “exterior constitutivo” sirve para comprender adecuadamente la función que
cumple lo político en la configuración de los conceptos jurídicos, especialmente en sede
legislativa. En efecto, el debate legislativo permite que dos o más concepciones
antagónicas puedan manifestarse democráticamente, sin que ninguna de ellas sea
eliminada (ni antes ni después de la deliberación). Como resultado del proceso
legislativo, sólo la concepción que logre el respaldo mayoritario se incorporará al
ordenamiento jurídico, otorgándosele valor de ley. Así, aunque el antagonismo político
no es eliminado, la concepción minoritaria queda situada ‘fuera’ del contenido del
concepto sometido al debate legislativo, un ‘afuera’ que deviene en condición de
posibilidad del ‘adentro’, por cuanto permite trazar una frontera entre ambas
concepciones. Es en virtud de esta ‘frontera’ que es posible zanjar un antagonismo en
sede legislativa, pues una concepción adquiere valor de ley y la otra no. En otras
palabras, el contenido de una institución jurídica (aquel que podríamos denominar
‘interno’) puede ser identificado no solo por lo que es, sino también a partir de lo que
no es: así como tiene un contenido normativo que le confiere los rasgos para que dicha
institución sea la que es y no otra, tiene también un exterior constitutivo que permite
determinar hasta dónde se puede decir que una institución ‘es’ lo que es y desde donde
pasa a ‘ser’ otra diferente, o bien, pasa a invadir aquellos contenidos que fueron
desechados por la deliberación legislativa.
14 Mouffe, Chantal (2007): En torno a lo político (Buenos Aires, FCE), p. 22 ss. 15 Bassa, Jaime (2013): “La pretensión de objetividad como una estrategia para obligar. La construcción de cierta cultura de hermenéutica constitucional hacia fines del siglo XX”, Estudios Constitucionales (año 11 nº 2), pp. 15-46.
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Nos parece que esta perspectiva es un complemento fundamental para la
interpretación constitucional, especialmente en lo que se refiere a la reconstrucción
dogmática de las instituciones jurídicas, no solo porque contribuye a determinar qué
argumentos son compatibles con la función creadora de Derecho que tiene el
Legislador, sino porque permite construir parámetros más estables que permitan
configurar límites a la tarea interpretativa en sede jurisdiccional. En otras palabras, es
más fácil saber hasta dónde puede llegar la interpretación de una determinada
institución si conocemos aquella frontera derridiana que sitúa un ‘afuera’ que ya no
puede ser considerado parte integrante de dicha institución (salvo, evidentemente,
reforma legal).
En consideración a estas definiciones metodológicas preliminares,
entendemos que la ‘identidad’ de la autonomía universitaria –esto es, el contenido
normativo de una institución jurídica configurada a través de diversas deliberaciones
legislativas– podrá ser construida gracias a la exclusión de aquello que no forma parte
de ella. Un análisis de las deliberaciones legislativas en las cuales se discutió sobre la AU
nos permitirá trazar “las huellas de la exclusión que hizo posible su constitución”16
pues, aplicando las ideas de Mouffe a lo que aquí nos convoca, la construcción de una
identidad –así como de un concepto jurídico– es un acto de poder: “nuestros valores,
nuestras instituciones y nuestro modo de vida constituyen una forma de orden político
entre varias posibles y el consenso que ellas requieren no puede existir sin un «exterior»
que siempre hará que nuestros valores democráticos liberales o nuestra concepción de
la justicia se encuentren abiertos a la controversia”17. En dicha construcción
(especialmente cuando se refiere a la deliberación legislativa), ciertas opiniones quedan
‘dentro’ del contenido normativo del concepto jurídico, mientras que otras quedan
‘fuera’.
En sede legislativa, esta forma de zanjar un antagonismo impacta
directamente en el sistema de fuentes formales del Derecho, pues configura los
16 Mouffe, Chantal (2007): En torno a lo político (Buenos Aires, FCE), p. 191. 17 Mouffe, Chantal (2007): En torno a lo político (Buenos Aires, FCE), p. 206.
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contornos del contenido normativo de los enunciados jurídicos, fijando los márgenes
dentro de los cuales puede operar la interpretación. Vulnerar dichos márgenes –por
ejemplo, recurriendo a argumentos derrotados en la deliberación legislativa– supone
vulnerar el sistema constitucional de distribución de competencias, invadiendo las
potestades normativas del Legislador y rompiendo el principio de legalidad. Si bien
entendemos que “tras la norma no hay una única respuesta correcta, sino diversos
significados que podrán ser adjudicados con mejores o peores argumentos”18, el ámbito
competencial de todo intérprete institucional se encuentra condicionado por el
contenido de la deliberación legislativa, precisamente porque permite identificar el
‘interior’ que tiene valor de ley y separarlo de aquel ‘exterior constitutivo’ que carece del
mismo. Por lo tanto, la conceptualización de una institución jurídica debe considerar
cómo se configura dicha ‘frontera’ y contribuir a esclarecer cuáles son los argumentos
compatibles con el contenido de la decisión legislativa.
1. Autonomía universitaria y control estatal
Una de las principales tensiones dialécticas a través de las cuales se ha ido
delimitando el contenido de la autonomía universitaria, se verifica respecto de la
participación del Estado en el quehacer universitario. Tributaria de la concepción
burguesa de los derechos y libertades individuales19, la AU ha sido instrumental a la
construcción de una esfera de exclusión estatal. El devenir histórico que ha seguido el
país en las últimas décadas viene a reforzar esta noción, donde la intervención estatal es
vista, a priori, como una amenaza a ese espacio de autonomía –individual o
institucional– que consagra el derecho moderno. Ello es consecuencia de una
determinada concepción de los objetivos de la AU, cual es el de garantizar la no
18 Bassa, Jaime (2013): “La pretensión de objetividad como una estrategia para obligar. La construcción de cierta cultura de hermenéutica constitucional hacia fines del siglo XX”, Estudios Constitucionales (año 11 nº 2), p. 18. 19 Barcellona, Pietro (1996): El individualismo propietario (Madrid, Trotta).
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intervención de terceros en la realización de un proyecto particular, en este caso, de
universidad.
Es posible verificar cómo esta tensión se encuentra presente, por ejemplo,
en la discusión legislativa de la Ley 20.129 (que establece un sistema nacional de aseguramiento
de la calidad de la educación superior, promulgada en 2006, Boletín legislativo Nº 3.224-04).
En ella, la lógica binaria, aquella a partir de la cual tradicionalmente se ha construido la
AU en la relación autonomía/intervención, se tensiona con la incorporación de un
factor que apunta a proteger los intereses de terceros. La consideración legal de estos
intereses desborda la comprensión clásica de la autonomía, pues la tarea del
ordenamiento jurídico estatal ya no es solo la protección de los intereses propios del
quehacer universitario, sino que también los de terceros que, participando directa o
indirectamente de ese mismo quehacer, no tienen los medios suficientes para
protegerlos por sí mismos. Así, surge la noción de “educación de calidad”20 como
categoría conceptual a partir de la cual se podría configurar la AU, ya no mira solo a la
universidad, sino también a la sociedad, constituyendo el pilar argumental desde el cual
se podría justificar una mayor intervención de organismos estatales, precisamente como
salvaguarda de la fe pública de un sistema comprometido con la educación de la
ciudadanía.
Es desde la calidad que se argumentó en defensa de un sistema de
acreditación en la educación superior, enfrentando las críticas que se levantaban en
nombre de la autonomía universitaria. En efecto, el proyecto de ley suponía restringir el
ámbito de libertad de las instituciones de educación superior, al establecer un
organismo estatal encargado de verificar el cumplimiento de ciertos estándares
mínimos, principalmente relacionados con los procesos internos de gestión
administrativa de las universidades. En ningún caso estuvo en discusión la posibilidad
de una intervención estatal sobre el contenido de los programas impartidos o un
20 Para una crítica a la dimensión neoliberal de la calidad, véase Communes (2017): “El gobierno neoliberal de la universidad en Chile”, en De Prácticas y Discursos. Cuadernos de Ciencias Sociales (U. Nacional del Nordeste, Argentina), año 6 Nº 8: 89-104. Disponible en http://ppct.caicyt.gov.ar/index.php/depracticasydiscursos/article/view/11538/10232
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control sobre la pertinencia académica o viabilidad profesional de determinadas
carreras. En el marco de la discusión por la calidad de la educación, la dicotomía se
trabó en torno a la autonomía universitaria.
Así, es posible identificar una serie de argumentos esgrimidos en favor de un
sistema de acreditación: por un lado, se estableció una relación directa entre
acreditación y autonomía, al señalar que “la evaluación de la calidad es la contrapartida
a la autonomía de la educación superior (…) la evaluación, la transparencia y la
acreditación no excluyen la autonomía”21. En el mismo sentido, se afirmó que al
“asegurar que la educación impartida sea de la mejor calidad (…) la ley debe establecer
el carácter obligatorio de la acreditación. Esto no afecta la autonomía, ni afecta la
libertad de enseñanza”22.
El argumento anterior fue complementado a través de la relación que existe,
a juicio de los legisladores, entre libertad y autonomía, incluso distinguiendo ambas
categorías respecto de la libertad de enseñanza. Es así como se afirmó que “el principio
de autonomía ha sido mal interpretado en Chile, y ha generado excesos y abusos por
algunas entidades de educación, que suponen que gozar del estatuto de ‘autónomas’
involucra el derecho a actuar ilimitadamente”23. En el mismo sentido, reforzando la
idea de que la libertad se ejerce dentro de un determinado marco normativo, fue
considerado que existe “una percepción negativa sobre el ejercicio abusivo de la
libertad que han hecho algunas instituciones de educación superior, [afectando] la fe
pública”24.
Estas consideraciones emanan, por cierto, de cierta comprensión de los
derechos fundamentales, en la cual el ejercicio de los mismos depende de cómo estén
configuradas las condiciones normativas. En coherencia con el art. 19 Nº 26 de la
Constitución, estos legisladores entienden que el reconocimiento constitucional de los
derechos no supone una habilitación incondicionada a sus titulares; por el contrario, su
21 Sen. Montes (PS), Historia de la Ley 20.129, p. 85. 22 Sen. Parra (PRSD), Historia de la ley 20.129, p. 451. 23 Sen. Ruiz-Esquide (DC), Historia de la ley 20.129, p. 200. 24 Sen. Moreno (DC), Historia de la Ley 20.129, p. 405.
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reconocimiento supone condicionar las relaciones sociales que se verifican en un
determinado ámbito de la vida social y establecer los límites que configuran dichas
relaciones. Así, al afirmar que el mal uso de la libertad (de enseñanza, en el contexto
universitario, pero también de iniciativa económica, en el contexto de la constitución
chilena vigente) supone un abuso que vulnera los derechos de terceros e, incluso, afecta
la fe pública comprometida, los legisladores se separan de la concepción individualista
de los derechos y avanzan hacia una configuración más compleja. En ella, la
concurrencia de diversos derechos fundamentales logra incorporar al debate legislativo
aquello que, en la convivencia social, parece evidente: la concurrencia de sujetos que no
solo son titulares de derechos fundamentales, sino también de intereses disímiles que
pueden entrar en conflicto.
Eso explica que la tensión entre acreditación y autonomía no se configure,
solamente, desde los individuos que concurren en estas relaciones sociales marcadas
por el quehacer universitario. Los mínimos estándares que esta ley de acreditación
impone a las instituciones de educación superior se justifican desde la sociedad, desde
los intereses comunes, y no solo desde los derechos individuales. Así fue expresado en
el debate legislativo: “los procesos de acreditación no interfieren con la autonomía de
las instituciones; con sus proyectos institucionales, forjados al amparo de la libertad de
enseñanza (…) lo que se pide a los establecimientos en cuestión es un mínimo, el cual
implica comprometerse con la calidad; estar organizados para autorregular la forma en
que llevan a cabo su misión y para asegurar el cumplimiento de su respectivo proyecto
institucional. Y de este mínimo, por cierto, deben responder al conjunto de la
comunidad nacional”25.
Se trata de una comprensión de los derechos fundamentales un poco más
compleja, al menos, en cuanto los entiende desde la configuración de cierto tipo de
relaciones sociales –las que cambian según el tipo de derecho del que se trate– y no solo
desde un individuo que busca asegurarse una esfera de protección frente a la
intervención estatal.
25 Sen. Larraín (RN), Historia de la Ley 20.129, p. 1.287.
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Las anteriores son opiniones vertidas durante el proceso legislativo, por
congresistas que votaron a favor del proyecto de ley en cuestión (proyecto cuya
constitucionalidad fue confirmada en STC 548-2006). Tienen, por tanto, un valor
especial frente al texto legal finalmente aprobado y promulgado. A diferencia de
quienes votaron en contra, sus argumentos y consideraciones forman parte de la
autoridad propiamente legislativa y sirven, en consecuencia, como herramientas para
una mejor comprensión de la ley vigente. A su vez, la minoría contribuye a delimitar el
contenido normativo de las categorías conceptuales utilizadas por el Legislador, pero
esta vez en un sentido inverso, delimitando los contornos externos. Son su ‘exterior
constitutivo’.
Así, los argumentos utilizados en contra de la aprobación de la ley que
establece un sistema de acreditación en el sistema universitario, se enfocaron en una
defensa de la autonomía universitaria construida desde una concepción que combina
dos factores, según veremos a continuación: i. la institución universitaria como un
“individuo” a quien le asisten derechos, y ii. la dimensión económica y mercantil del
quehacer universitario.
En efecto, en contra de la acreditación y en defensa de la autonomía se
afirmó que “la primera manifestación de libertad de una persona o institución es su
propia autonomía (…) la primera libertad que hay que defender es esa autonomía que
tiene una universidad para definir un marco al cual libremente van a adherir los
alumnos que voluntariamente ingresen a ella”26. Se trata de un argumento que busca
reivindicar los intereses de una institución equiparándola al estatuto jurídico de las
personas, como si se tratara de una categoría cuyo contenido se determina en abstracto,
con total prescindencia del tipo de relaciones jurídicas en las cuales se verifica.
Por otro lado, cuando se discutía qué tipo de antecedentes debían informar
las universidades al sistema nacional de acreditación, se afirmó que “la norma aprobada
en primer trámite constitucional afecta la autonomía universitaria, en la medida en que
26 Sen. Ríos (RN), Historia de la Ley 20.129, p. 453.
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las informaciones exigidas conciernen a decisiones estratégicas de las instituciones”27.
Entre esos antecedentes figuran los “cambios sustanciales en la propiedad, dirección o
administración de una institución”, según señala el actual art. 25 de la Ley 20.129. Es
decir, en la eventual tensión entre el ejercicio de la autonomía universitaria y los
atributos de la propiedad privada, el Legislador entendió que una restricción a esta
última no era en absoluto incompatible con la garantía de la AU, por lo que la objeción
del senador fue rechazada. Con esta decisión, no es posible esgrimir que una limitación
a la propiedad suponga una vulneración a la AU, con lo que dicho argumento se sitúa
‘fuera’ del contenido que el Legislador le da a esta institución.
2. Autonomía universitaria, derecho a la educación y fe pública
Con ocasión de la discusión de la Ley 20.800 de 2014 (crea el administrador
provisional y administrador de cierre de instituciones de educación superior, Boletín
legislativo Nº 9.333-04), los términos de la discusión ahora se encuentran mediados por
la noción de lucro, en virtud de la cual se revisa cómo podría afectar ya no solo la
autonomía universitaria y la libertad de enseñanza, sino el propio derecho a la
educación. Este es un nuevo elemento que se incorpora en la discusión pública a partir
de las movilizaciones estudiantiles de 2011, en las que se demanda una transformación
más profunda del sistema educacional, ya no solo escolar, sino también universitario.
Así, el eje de referencia para la deliberación pública se vuelve a trasladar, complejizando
la forma en que se configuran los intereses de aquellos terceros que, desde la sociedad,
participan del quehacer universitario. Así, ya no es solo calidad la categoría conceptual
que rompe la lógica binaria autonomía/intervención; ahora se incorpora el derecho a la
educación como categoría fundamental en la configuración de los contornos
conceptuales de la autonomía universitaria.
La deliberación en sede legislativa demuestra cómo la autonomía
universitaria no se construye exclusivamente desde la configuración normativa de un
27 Sen. Fernández (UDI), Historia de la Ley 20.129, p. 489.
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espacio del quehacer universitario vedado a la intervención estatal. Por el contrario,
progresivamente se van incorporando nuevos elementos, necesarios para dicha
configuración. Estos elementos se encuentran vinculados no a la universidad o al
Estado, sino a la sociedad, incorporando a la deliberación sobre la regulación normativa
del fenómeno educacional una doble dimensión: la fe pública y el derecho a la
educación. Es desde estas categorías que se configura, en su complejidad, la autonomía
universitaria. Ya había sido señalado, durante la discusión legislativa de la Ley 20.129,
que “la institución universidad no es autárquica, esto es, que no se basta a sí misma ni
está exceptuada de la aplicación de las leyes del Estado, sino que, por el contrario,
responde a las necesidades de la comunidad nacional, en la medida en que cumple
funciones sociales, y está sometida a las autoridades estatales”28. Dicha relación entre la
universidad y la sociedad constituyó uno de los elementos principales de la discusión de
la Ley 20.800.
Durante la deliberación legislativa, se reconoció el impacto que había tenido
el movimiento estudiantil en la identificación de un problema que debía ser resuelto: a
pesar de la prohibición legal expresa (art. 15, DFL Nº 1, 1980), ciertas universidades
operaban con fines de lucro, postergando el cumplimiento de sus objetivos principales:
“fueron los movimientos estudiantiles en la calle los que mostraron un país que no
queríamos ver: que junto a buenas universidades hay otras que han hecho del lucro su
verdadera razón de ser”29. El impacto político y social que generó la vulneración a
dicho mandato legal por parte de ciertas universidades llevó al Congreso Nacional a
discutir en profundidad la forma en que se había comprometido la fe pública y cómo
esta era garantizada en conjunto con el derecho a la educación de los estudiantes. En
efecto, mientras se discutía la idea de legislar, se afirmó que este proyecto “va en el
camino correcto: establecer una efectiva regulación, que vaya de la mano con la calidad
de la educación, junto con buscar proteger el derecho a la educación y los derechos
28 Historia de la Ley 20.129, p. 261. 29 Dip. Espinoza (PS), Historia de la Ley 20.800, pp. 20-21. En el mismo sentido, diputados Kast (p. 22), Carmona (p. 173), Boric (p. 184), Carvajal (p. 200), Poblete (p. 204).
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fundamentales de los estudiantes que ha sido vulnerados y atropellados por el afán de
lucro de los privados”30.
A lo largo de la deliberación legislativa, especialmente en aquellos
congresistas que votaron favorablemente por la idea de legislar y por el contenido del
proyecto en particular, se fue consolidando la dimensión pública del fenómeno social
que era objeto de regulación, específicamente al reconocer cómo una comprensión
absoluta o desmedida de la autonomía universitaria podía amenazar el legítimo ejercicio
de derechos protegidos por la Constitución, como es el caso del derecho a la educación.
Así, se afirmó que “hemos pasado de un período en que los problemas de la educación
se entendían como un conflicto entre privados, a asumir la responsabilidad pública que
implica asegurar el ejercicio del derecho a la educación”31, lectura del fenómeno que es
transversal a la voz de mayoría que aprueba esta legislación y que se proyecta hacia la
norma finalmente aprobada.
Al argumentar el voto favorable al proyecto de ley, se explicitó la forma en
que los contenidos de esta nueva normativa venían a subsanar los efectos negativos de
una determinada comprensión de la educación, más cercana a un bien de consumo que
a un derecho fundamental, argumento que construye desde el deber del estado de velar
por la fe pública. Revisando críticamente lo que llamó una “expansión desregulada de
universidades privadas”, afirmó que la autonomía universitaria no puede ser esgrimida
como justificación para entregar títulos profesionales sin campo ocupacional o para
especular con los ingresos de los estudiantes y sus familias32. Explicitando la forma en
que el Legislador justifica la intervención estatal en la materia, afirmó que “una
responsabilidad primordial del Estado es honrar la confianza depositada por las
familias”33. En el mismo sentido, justificando el voto de mayoría a propósito de la crisis
protagonizada por la Universidad del Mar, se afirmó que los estudiantes “contrajeron
un compromiso con un centro habilitado por el Estado (…) [que] la validó ante el país
30 Dip. Espinoza (PS), Historia de la Ley 20.800, p. 31. 31 Dip. Auth (PPD), Historia de la Ley 20.800, p. 164. 32 Dip. Provoste (DC), Historia de la Ley 20.800, pp. 179-180. 33 Dip. Provoste (DC), Historia de la Ley 20.800, p. 179.
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como una institución de educación superior. Por eso, el Estado se debe hacer
responsable y responderle a ese estudiante”34.
En definitiva, esta legislación se sostiene en una determinada comprensión
de la autonomía universitaria, cuya garantía cede, se relativiza, ante el deber del Estado
de satisfacer la fe pública que la ciudadanía deposita en el sistema universitario en su
conjunto35. No se trata de un valor constitucional absoluto, “sobre todo si los objetivos
para los cuales la sociedad ha otorgado el reconocimiento oficial y la autorización para
el funcionamiento de las universidades han sido gravemente vulnerados”36, como se
afirmó en la justificación de otro voto que concurrió con la mayoría. En efecto, la
autonomía que reconoce el Estado y su ordenamiento constitucional se encuentra
orientada a la consecución de determinados fines (el desarrollo de actividades
académicas, de investigación científica y de extensión y de docencia), los que no se
encuentran a disposición de la universidad, sino que condicionan su actuar a tal punto,
que “cuando esas actividades son gravemente vulneradas, el Estado tiene la obligación
de restablecer las bases sobre las cuales entregó la posibilidad de ejercer esa autonomía
a los establecimientos de educación superior”37. Exactamente en el mismo sentido,
también en la fundamentación de un voto que concurre con la mayoría, el contenido de
la AU fue interpretado desde la responsabilidad de la universidad hacia la sociedad: “si
ellas actúan de manera irresponsable, pierden su autonomía. No pueden conservar el
derecho a la autonomía si efectivamente están vulnerando todo aquello que en un
principio les significó el otorgamiento y el reconocimiento de esa autonomía (…) El
proyecto tiene su razón de ser en el origen profundo de la autonomía de estas
34 Dip. Carmona (PC), Historia de la Ley 20.800, p. 173. 35 En el mismo sentido, Dip. Girardi (PPD), Historia de la Ley 20.800, p. 174: “las entidades que se comprometen y adquieren su autonomía como instituciones de educación superior lo hacen porque el Estado les reconoce una promesa, que tiene que ver, primero, con ser instituciones sin fines de lucro, y, segundo, cumplir con un proyecto académico. Muchas de ellas han vulnerado y violado la ley en forma sistemática. Lamentablemente, hasta ahora el Estado ha tenido una suerte de colusión con dichas instituciones, porque ha acreditado y otorgado autonomía a universidades que no tenían mérito para ello y, de alguna manera, durante muchos años hizo la vista gorda respecto de lo que estaban haciendo”. 36 Dip. González (PPD), Historia de la Ley 20.800, p. 182. 37 Dip. González (PPD), Historia de la Ley 20.800, p. 182.
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instituciones, que implica libertad académica, pero con responsabilidad social, que es
por lo que debe velar el Estado”38. En definitiva, el Legislador ha establecido con
claridad los límites para el ejercicio de la AU, ya que “la autonomía se respeta en las
instituciones en la medida en que no traspase el límite que signifique la violación del
derecho a la educación de los estudiantes y la trasgresión de la fe pública”39.
Este argumento fue refrendado en la votación del Senado. Uno de los votos
que concurre con la mayoría explícitamente sostuvo que “la autonomía universitaria no
puede constituir un cheque en blanco para que en su ejercicio, los dueños o
administradores de una institución de educación superior, puedan actuar
omnímodamente, sin control alguno, y sin considerar el derecho a la educación de sus
alumnos, que constituye, igualmente, una garantía constitucional”40. En el contexto del
fenómeno educacional, hay un derecho cuya protección debería ser priorizada por
sobre a la autonomía universitaria, especialmente considerando que ésta no está
reconocida como un derecho fundamental por la Constitución41.
A su vez, durante la deliberación legislativa hubo voces críticas respecto al
contenido del proyecto de ley. Al tratarse de votos que concurrieron con la minoría en
la configuración legislativa del contenido normativo de la autonomía universitaria, nos
sirven para trazar aquella frontera derridiana y situarlos en el ‘exterior constitutivo’ de
esta institución jurídica; es decir, por tratarse de interpretaciones rechazadas por el
Legislador, no pueden entenderse incorporadas al contenido normativo de la AU como
institución jurídica. Entre estos votos de minoría, destacan ciertas aprehensiones
relacionadas con las causales legales para decretar la intervención de una universidad42,
así como las atribuciones del administrador provisional o de cierre, específicamente en
lo que se refiere a la posibilidad de disponer de los bienes de la universidad43. Ambos
38 Dip. Girardi (PPD), Historia de la Ley 20.800, p. 175. 39 Dip. Vallejo (PC), Historia de la Ley 20.800, p. 156. 40 Sen. Rossi (PS), Historia de la Ley 20.800, p. 247. En el mismo sentido, Sen. Boeninger (desig.), Historia de la Ley 20.129, p. 803. 41 Sen. Rossi (PS), Historia de la Ley 20.800, p. 435. 42 Dip. Edwards (RN), Historia de la Ley 20.800, p. 202. 43 Dip. Becker (RN), Historia de la Ley 20.800, p. 196; Sen. Von Baer (UDI), Historia de la Ley 20.800, p. 304; Dip. Hoffmann (UDI), Historia de la Ley 20.800, p. 516.
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grupos de interpretaciones del contenido de la AU –tanto de ésta entendida en sí
mismo como en relación con derechos protegidos constitucionalmente– fueron
articulados en un requerimiento de inconstitucionalidad presentado ante el Tribunal
Constitucional (TC), evidenciando la entidad de las diferentes interpretaciones que
genera la AU y cómo ésta se integra en la garantía de aquellos derechos fundamentales
cuyo ejercicio concurre en el contexto de la educación superior. Este requerimiento fue
rechazado en la STC 2731 de 2014 (confirmada, a su vez, por la STC 2732 que se
pronuncia sobre el control obligatorio de constitucionalidad del Proyecto), con lo que
se viene a confirmar que dichas interpretaciones deben ser situadas ‘fuera’ del
contenido normativo de la AU, en su exterior constitutivo.
El debate legislativo asumió como un dato desde el cual se construye la
deliberación democrática, que una universidad no realiza su quehacer en abstracto, sino
que sometida a un determinado contexto normativo y social, de modo tal que la
autonomía que le garantiza el ordenamiento constitucional puede ser relativizada según
los elementos configuradores de dicho contexto. Esa relativización abre la puerta a la
intervención estatal en determinados supuestos, los que han sido previstos y
configurados por el Legislador. A su vez, la intensidad de esta intervención dependerá
de cuánto se vean afectados los otros valores que han complejizado la AU: la fe pública
y el derecho a la educación, dentro del marco de límites que sea posible configurar a
partir del ordenamiento jurídico.
En este sentido, la legislación establece las causales y condiciones en virtud
de las cuales es posible designar un Administrador Provisional para instituciones de
educación superior e, incluso, un Administrador de Cierre, en caso que las infracciones
a la normativa vigente sean todavía más graves. La designación de un Administrador
Provisional requiere una resolución fundada, previo acuerdo del Consejo Nacional de
Educación y luego de una investigación sobre aquellos hechos que puedan afectar
seriamente la viabilidad académica, administrativa y/o financiera de la institución de
educación superior. Luego de dicha investigación, puede designarse un Administrador
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Provisional o, directamente, revocar el reconocimiento oficial, según lo señalado en los
arts. 6 y 15 de la Ley N° 20.800.
La intensidad de la intervención estatal se encuentra justificada,
principalmente, ante la vulneración de la fe pública. Del hecho que una universidad
cuente con reconocimiento estatal, la institución adquiere, como contrapartida, un
compromiso: realizar sus actividades sin fines de lucro y desarrollar el proyecto
académico que justifica su propia existencia en tanto universidad. El mandato legal que
institucionaliza estos compromisos da paso a la certificación estatal, que avala la
seriedad del proyecto académico frente a la sociedad. A través de la certificación de
autonomía, primero, y de acreditación después, el Estado confía en la seriedad de la
propuesta que, al alero de la libertad de enseñanza, es levantada desde la sociedad civil.
Sin embargo, el Legislador ha establecido que ni el ejercicio de la libertad de
enseñanza es absoluto, ni la certificación estatal incondicional. Ambos se realizan en un
contexto normativo en el que se garantiza el ejercicio de otros derechos fundamentales,
justificando una suerte de relativización recíproca de la garantía de su ejercicio. La
vulneración de estos compromisos no supone, solamente, una ilegalidad, sino que
vulnera la garantía de fe pública a la que estas instituciones se han comprometido como
consecuencia de la certificación estatal. Ello justifica, a juicio del Legislador, la
designación de un Administrador Provisional e, incluso, uno de Cierre, para satisfacer la
fe pública comprometida en la realización del proyecto institucional que justifica la
existencia de la universidad, así como para el ejercicio de otros derechos, como el
derecho a la educación: la normativa busca “hacer efectivo el principio de la
responsabilidad del Estado en el resguardo de un bien superior, cual es la educación y
los derechos de los estudiantes y sus familias”44. Al vulnerar los compromisos que la
institución adquirió con la sociedad a través del Estado y que le permitieron obtener la
certificación oficial, se pone a sí misma en una situación de ilegalidad, justificando una
relativización en la garantía de su autonomía en orden a proteger el derecho a la
educación.
44 Sen. Quinteros (PS), Historia de la Ley 20.800, p. 293.
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El debate legislativo asumió que las instituciones son responsables de la
autonomía que se les ha dado. Ello no solo significa reconocer que las propias
instituciones de educación superior deben servir los compromisos adquiridos y que le
han permitido ejercer dicha autonomía. Significa, al mismo tiempo, que esta no emana
directamente de la garantía constitucional de la libertad de enseñanza, sino que tiene
una entidad jurídica propia que depende, a su vez, de la regulación normativa de sus
elementos configuradores, entre otros, la garantía de fe pública involucrada y el
ejercicio de los derechos de aquellos terceros que vienen a complejizar la idea de una
autonomía que se juega en la relación universidad/Estado, especialmente del derecho a
la educación. En sede legislativa se explicitó, como fundamento de la legislación
aprobada, que “cuando se viola el derecho a la educación, se pierde el derecho a la
autonomía”45. Este es un límite que condiciona tanto el contenido normativo de la AU
como su ámbito de ejercicio.
3. Autonomía universitaria y derecho de propiedad
Un tercer elemento fundamental durante la discusión legislativa y que
contribuye a delimitar los contornos conceptuales de la autonomía universitaria, es el
derecho de propiedad. Este tema fue especialmente debatido durante la tramitación del
proyecto de ley que estableció el administrador provisional y el de cierre para las
universidades (Ley Nº 20.800), pues la regulación de sus funciones contempla autorizar
a un tercero para la administración de los bienes de la institución afectada.
Considerando que la Constitución mandata al Legislador para regular el ejercicio de los
derechos fundamentales (art. 19 Nº 26), el art. 1º de la Ley 20.800 fija el marco desde el
cual debe entenderse la relación entre educación y propiedad, ya que el objeto del
Administrador consiste en “resguardar el derecho a la educación de los y las
estudiantes, asegurando la continuidad de sus estudios y el buen uso de todos los
recursos de la institución de educación superior, de cualquier especie que estos sean,
45 Dip. Girardi (PPD), Historia de la Ley 20.800, p. 21.
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hasta el cumplimiento de sus respectivas funciones”. El contenido de la relación entre
autonomía, educación y propiedad fue debatido en sede legislativa en los términos que
revisamos a continuación.
Al establecer las condiciones institucionales necesarias para proteger y
garantizar los derechos eventualmente afectados por la crisis de una institución de
educación superior, el Legislador fijó los límites para su ejercicio, ponderando la
protección de unos en desmedro de otros. Así, al argumentar un voto que concurre con
la mayoría, se sostuvo que el ordenamiento debía contemplar soluciones intermedias
entre dos extremos: una crisis institucional podía llevar al cierre del establecimiento o a
la pasividad del aparato estatal. Ambas alternativas afectaban gravemente los derechos
de los estudiantes y de los profesores, por lo que se justifica el establecimiento de un
régimen provisorio de administración, limitando así el ejercicio del derecho de
propiedad de los dueños o sostenedores de la institución, con el “objeto [de] evitar el
cierre definitivo de los establecimientos educacionales por pérdida de su
reconocimiento oficial, evitando la vulneración de los derechos de los estudiantes en la
continuidad de sus estudios”46. El Legislador entiende que regular la actividad
universitaria contribuye a garantizar la continuidad de los estudios e, incluso, del propio
proyecto educativo de la universidad cuando se encuentre amenazado por
irregularidades o una crisis institucional. Desde esa perspectiva, entiende que es
razonable limitar el ejercicio del derecho de propiedad en lo que se refiere a la
administración de sus bienes por parte del Administrador. Esta lectura es coherente con
lo señalado durante la discusión legislativa de la Ley 20.129 (establece el sistema
nacional de acreditación de la educación superior) cuando, al argumentar un voto que
concurre con la mayoría, se separa la AU de la propiedad privada: que la autonomía que
se otorgue no confiera derechos absolutos que se puedan asociar, sin más, al derecho
de propiedad o a las libertades económicas que consagra la Constitución. Se trata de un
46 Dip. Álvarez (PS), Historia de la Ley 20.800, p. 152.
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campo en que, sin lugar a dudas, el bien común –así lo establece el mismo Texto
Fundamental– exige tomar resguardo”47.
Esta forma en que el Legislador realizó el mandato constitucional en orden
a regular el ejercicio de los derechos se verifica a través de una clara preferencia por
proteger el derecho a la educación cuando éste se vea amenazado por una crisis
institucional, relativizando la garantía del derecho de propiedad de los dueños de dicha
institución. Argumentando un voto que concurre con la mayoría, se argumentó que “el
derecho de los estudiantes debe prevalecer sobre el derecho de propiedad de los dueños
de una institución de educación superior (…) sus bienes muebles e inmuebles deben
estar destinados a la práctica de la enseñanza de la educación superior”48. Es decir, la
regulación de la propiedad no se verifica en abstracto, sino a partir del tipo de actividad
a la cual esos bienes se encuentran destinados; es por ello que el Legislador acepta una
limitación en su ejercicio, ya que dicha actividad solo tiene sentido en la medida que a
ella concurran estudiantes, es decir, en la medida que se garantice el ejercicio del
derecho a la educación. Es este derecho el que, a juicio del Legislador, se configura
como “un principio que ahora es superior: la preeminencia del interés general por
resguardar el derecho a la educación de los y las estudiantes”49.
En las sentencias de control preventivo de constitucionalidad, el TC validó
la interpretación realizada por el Legislador, precisamente porque “el derecho de
propiedad se consagra remitiendo al legislador definir el modo de adquirir la propiedad,
de usar, gozar y disponer de ella. También porque lo que está en juego es el interés
general de la Nación. Hay un interés público involucrado si una institución de
educación superior tiene que cerrar. En tal sentido, el legislador puede perfectamente
establecer una limitación al dominio” (STC 2371, c. 82º). Para reafirmar su
interpretación, el TC ratifica que no hay “una privación del derecho de propiedad. En
primer lugar, porque el administrador provisional no provoca un desplazamiento de
propiedad. Los bienes de la institución siguen siendo de ésta. Una eventual enajenación
47 Sen. Parra (PRSD), Historia de la Ley 20.129, p. 889. 48 Dip. Soto (PS), Historia de la Ley 20.800, p. 514. 49 Dip. Soto (PS), Historia de la Ley 20.800, p. 514.
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de bienes no es algo que esté regulado en el precepto impugnado y, como veremos más
adelante, el dominio del titular está suficientemente garantizado (…) En segundo lugar,
se trata de una limitación al dominio fundada en el interés general de la Nación” (STC
2371, c. 96º), cuestión que para el Tribunal ha sido considerada por el Legislador en
virtud de su competencia para regular el ejercicio de los derechos. El Legislador ha
establecido las condiciones normativas para el ejercicio de los derechos a la educación y
de propiedad ante una situación de crisis institucional y, al hacerlo, relativizó la
propiedad frente a la educación. Esta relativización en el ejercicio de un derecho,
destinada a salvaguardar el ejercicio de otro, forma parte de las propias atribuciones
constitucionales del Legislador (art. 19 Nº 26), a quien compete la regulación del
ejercicio de los derechos.
Los juicios realizados durante el debate legislativo dan cuenta de cómo la
autonomía universitaria no supone una habilitación para actuar al margen de la
institucionalidad. La vulneración de los marcos normativos constituye razón suficiente
para priorizar la protección de otros derechos, especialmente el de educación, cuyo
ejercicio también depende de que la autonomía universitaria se realice dentro del marco
normativo e institucional vigente.
4. Autonomía universitaria y libertad de enseñanza
Finalmente, el contenido de la AU también fue determinado a partir de su
relación con la libertad de enseñanza, reconocida en la Constitución vigente en el art. 19
Nº 11. Se trata de una relación diferente de las trabadas en los apartados precedentes,
precisamente porque la AU, al no estar reconocida expresamente en la Constitución, ha
sido construida a través de un ejercicio hermenéutico tanto por la doctrina como por la
jurisprudencia, según lo señalado en el capítulo primero del presente trabajo. Por tanto,
la libertad de enseñanza no será situada –al menos no necesariamente– en el exterior
que contribuye a constituir a la AU, pero su consideración por el Legislador permite
comprender de mejor manera el contenido normativo de la autonomía. En efecto,
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ambas son consideradas como valores positivos y necesarios para el funcionamiento del
sistema universitario, “pero con ciertos límites. Se debe poner fin a la libertad de lucrar
con la educación, de defraudar la ley, de entregar títulos falsos en establecimientos de
educación superior”50, consolidando al derecho a la educación como un límite a la AU.
Uno de los elementos más recurrentes en la discusión legislativa dice
relación con delimitar la libertad de enseñanza como un derecho distinto de la libertad
de emprendimiento, especialmente en lo que se refiere a la actividad universitaria, dadas
las dificultades del sistema para fiscalizar el cumplimiento de la prohibición legal de
lucro (art. 15, DFL Nº 1, 1980). En voto de mayoría, se sostuvo que “la libertad de
enseñanza tiene dos límites inexcusables: uno social, relacionado con el bien común, y
otro político y económico, referido a la inconveniencia de desestimar o desvirtuar el
sentido ético de la educación, para reducirla a una simple ecuación de lucro que olvida
que ella es un instrumento para la formación integral de las personas y la generación de
una conciencia cívica y democrática proclive al pensamiento crítico y solidario”51. La
prohibición legal de las actividades con fines de lucro fue explicitado reiteradamente
por el Legislador como un límite tanto a la libertad de enseñanza como a la autonomía
universitaria52, cuyo ejercicio se encuentra limitado por el ejercicio del derecho a la
educación53.
En la discusión relativa al establecimiento de un sistema nacional de
acreditación universitaria, la libertad de enseñanza también fue interpretada por el
Legislador de una manera que fuera coherente con los objetivos de la nueva regulación,
que desde el individuo se proyectan hacia la construcción de la sociedad54. Se afirmó
que “la educación superior es un bien social, que debe enmarcarse dentro de
parámetros de calidad, de transparencia y de eficiencia”55, lo que justifica que el
Legislador regule el ejercicio del derecho a la libertad de enseñanza estableciendo
50 Dip. Vallejo (PC), Historia de la Ley 20.800, p. 156. 51 Sen. Ruiz-Esquide (DC), Historia de la Ley 20.129, p. 314. 52 Dip. Ceroni (PPD), Historia de la Ley 20.800, p. 203; Dip. Poblete (PS), Historia de la Ley 20.800, p. 205; Sen. Ruiz-Esquide (DC), Historia de la Ley 20.129, pp. 312-313. 53 Sen. Rossi (PS), Historia de la Ley 20.800, p. 435. 54 Dip. Bécker (RN), Historia de la Ley 20.129, pp. 92-93. 55 Dip. González (PPD), Historia de la Ley 20.129, p. 95.
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límites desde el interés general y la fe pública comprometida en el sistema de educación
superior56.
Por su parte, en el marco del establecimiento de límites legales que emanan
del sistema nacional de acreditación, el ‘exterior constitutivo’ de la libertad de
enseñanza se configura a partir de una determinada lectura de la Constitución que,
finalmente, queda en minoría: “este sistema, que apunta a hacer todo obligatorio,
vulnera la Constitución en su artículo 19 Nº 11, que nos dice que la libertad de
enseñanza, que incluye el derecho de abrir, organizar y mantener establecimientos
educacionales, no tiene otras limitaciones que las impuestas por la moral, las buenas
costumbres, el orden público y la seguridad nacional”57. Esta lectura de los límites al
ejercicio de los derechos fundamentales, que se construye sobre la literalidad del
enunciado constitucional sin articulación con el art. 19 Nº 26, es rechazada por el
Legislador, por lo que se entiende ‘fuera’ del contenido normativo de la libertad de
enseñanza.
Explícitamente, el Legislador optó por una interpretación de la libertad de
enseñanza que contemple las condiciones que hacen posible su ejercicio, tanto a nivel
de regulación legal como de la propia sociedad. Así, en voto que concurre con la
mayoría, se formuló la necesidad de superar la comprensión hasta entonces vigente de
“un principio de libertad de enseñanza entendido en un sentido tan amplio que ha
incluido el derecho a abrir, organizar y mantener entidades de educación superior sin la
existencia de un órgano con capacidad para supervisar su funcionamiento, en aras del
resguardo de su calidad y de la fe pública”58, incorporando al ordenamiento jurídico
aquellos factores que permiten configurar las condiciones de ejercicio de este derecho.
De esta manera, el Legislador entiende que “la libertad de enseñanza tiene dos límites
inexcusables: uno social, relacionado con el bien común, y otro político y económico,
referido a la inconveniencia de desestimar o desvirtuar el sentido ético de la educación,
56 Dip. Tohá (PPD), Historia de la Ley 20.129, pp. 160-161. En el mismo sentido, Sen. Muñoz (PRSD), Historia de la Ley 20.129, p. 890. 57 Dip. Kast (UDI), Historia de la Ley 20.129, p. 154; en el mismo sentido, Sen. Martínez (UDI), Historia de la Ley 20.129, p. 303. 58 Sen. Ruiz-Esquide (DC), Historia de la Ley 20.129, p. 313.
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para reducirla a una simple ecuación de lucro que olvida que ella es un instrumento para
la formación integral de las personas y la generación de una conciencia cívica y
democrática proclive al pensamiento crítico y solidario”59.
En efecto, la libertad de enseñanza es un derecho que solo puede ser
ejercido gracias a la concurrencia de otros sujetos en el ejercicio de otros derechos,
como el de educación. No son libertades que se entiendan en abstracto, sino en un
contexto relacional con otros derechos: es en concreto que el Legislador puede
determinar los límites que hacen posible el ejercicio de los derechos, no en abstracto.
IV. Constitución y Legislador: límites y controles
El derecho constitucional tiene una voz importante en la regulación legal de
la provisión de educación superior, no solo porque pueda existir una tensión en el
ejercicio de derechos fundamentales (sea que los identifiquemos en el derecho a la
educación o en la libertad de enseñanza), sino porque el ejercicio de esos derechos
depende de determinado diseño normativo (constitucional y legal) que, a su vez,
establece competencias y límites a los órganos del Estado destinados, principalmente, a
garantizar el ejercicio de esos derechos. Asimismo, la adecuada comprensión de ese
diseño requiere considerar la práctica política que caracteriza a estos órganos, pues solo
ello permite comprender cómo funciona, en concreto, un diseño que fue concebido en
abstracto.
En ese escenario, se podría trabar un conflicto en el ejercicio de estos
derechos, que debe ser mirado con detención. Dicho conflicto tiene una proyección
institucional, concretamente en la relación entre la Constitución, el Legislador y el
Tribunal Constitucional (TC). Así, me parece que en este tipo de deliberación
legislativa, donde los contornos de las instituciones reguladas no están del todo claros,
es necesario considerar los elementos a partir de los cuales se configura el sistema de
control preventivo de constitucionalidad de la ley. En un Estado de Derecho, toda
59 Sen. Ruiz-Esquide (DC), Historia de la Ley 20.129, p. 314.
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forma jurídica de ejercicio del poder reconoce límites (también el TC), ya sea a través de
mecanismos de control, de delimitaciones competenciales que configuran el ámbito de
actuación de cada órgano (art. 7º inc. 1º CPE), ya sea a través de aquellas
construcciones teóricas destinadas a comprender, justificar e, incluso, legitimar dichas
actuaciones.
Lo que sigue nos permite comprender cuál es el ámbito de acción que le
corresponde al órgano que ejerce el control de constitucionalidad, pues ello permite
determinar el ámbito de acción del órgano sujeto a dicho control, es decir, del
Legislador,
1. Presunción de constitucionalidad de la ley
El punto de partida de toda reflexión en torno al control preventivo de
constitucionalidad tiene que estar en el Legislador, antes que en el Tribunal
Constitucional. Antes de cualquier referencia al déficit de legitimidad democrática del
TC, es necesario revisar aquello que justifica dicho juicio de valor y permite establecer
el parámetro institucional de la legitimidad democrática. Un Congreso Nacional es, por
excelencia, el órgano que representa las distintas concepciones políticas que dan vida a
una sociedad plural y diversa con lo es la sociedad contemporánea. Los mecanismos
para la elección de sus representantes, así como los procedimientos que dan forma a la
tramitación legislativa, constituyen las mínimas garantías para la manifestación de (algo
así como) la voluntad soberana que emana del pueblo y que se expresa a través de sus
representantes.
Un Congreso bien constituido –es decir, uno cuyos integrantes reflejen la
composición política de la comunidad a la que representa– cuenta con la legitimidad
necesaria y suficiente para regular la convivencia pacífica y democrática, a través de
normas generales y obligatorias. A su vez, el establecimiento de un procedimiento
legislativo que permita una deliberación pública y abierta, desde la tolerancia y el
reconocimiento de la diversidad, garantiza el efectivo ejercicio de los derechos políticos
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de las mayorías y minorías, que confluyen en la construcción de una voluntad política
con pretensiones de generalidad. Por último, la objetividad de la regla de cierre para la
deliberación (la regla de mayoría) permite que, en principio, una decisión institucional
sea tomada con plena independencia de las posturas particulares en conflicto; así, el
diseño institucional garantiza que cualquiera sea la posición que uno defienda, esta se
convertirá en ley de la República si logra obtener el respaldo de la mayoría.
En este contexto, y dadas las condiciones institucionales que permiten –a la
vez que garantizan– la libre e igualitaria exposición de las distintas posturas políticas
sometidas a debate, así como las condiciones materiales y deliberativas necesarias para
una participación en términos igualitarios, el resultado de dicha deliberación goza de
plena legitimidad democrática y puede ser entendida como una decisión adoptada por el
soberano y compartida, incluso por las minorías que concurren en la deliberación y han
sido derrotadas democráticamente (¿se imagina que una persona pudiera incumplir una
ley cualquiera, argumentando que su representante en el Congreso votó en contra?).
Dicha decisión legislativa supone, en el marco de una democracia
constitucional, una propuesta de interpretación constitucional formulada
institucionalmente por el Congreso. En otras palabras, cuando el Congreso Nacional
aprueba una ley, lo hace entendiendo que su contenido es compatible con la
Constitución, por cuanto ha operado desde una determinada interpretación de la norma
fundamental, a la luz de la cual ha deliberado y configurado el contenido de una nueva
ley. Ambas lecturas –tanto la interpretación de la Constitución como la determinación
del contenido de la ley– emanan de un proceso deliberativo cuyo diseño busca proteger
el legítimo ejercicio de los derechos políticos de las minorías, por lo que no está
entregado a la mayoría legislativa.
No obstante lo anterior, en un Estado de Derecho todo poder jurídico está
sometido a algún tipo de control; en este caso, se verifica a través del llamado control
preventivo de constitucionalidad (art. 93 Nº 3 CPE). La pregunta relevante –
especialmente cuando en un conflicto confluyen cuestiones políticas, morales y
filosóficas– es cómo se debe ejercer dicho control. Desde la presunción de
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constitucionalidad de la ley, este control encuentra una configuración muy clara: el peso
argumentativo para derrotar dicha presunción recae en el TC, de modo tal que si no
logra construir un argumento que, más allá de las opciones políticas, morales o
filosóficas de sus integrantes, permita derrotar dicha presunción, la constitucionalidad
de la ley deberá ser ratificada. Así, si hay dudas respecto de su constitucionalidad, el TC
debe abstenerse y respetar la decisión del Legislador.
2. Principio de interpretación conforme
En esa línea, y asumiendo el mismo punto de partida relativo a la legitimidad
democrática de la cual goza el Legislador en tanto representante de la voluntad popular,
debemos considerar que la declaración de inconstitucionalidad de un proyecto de ley (o
de una ley ya vigente) debe satisfacer un estándar argumentativo muy alto, precisamente
porque supone doblegar la decisión adoptada por una institucionalidad construida
desde el respeto por el principio democrático y la regla de mayoría. Dada la legitimidad
democrática del Legislador y la presunción de constitucionalidad que recae sobre la ley,
el paso siguiente supone explicitar qué significa esta mayor exigencia al estándar
argumentativo que se dirige al TC.
El TC es, en efecto, el último intérprete de la Constitución, principalmente
porque no procede recurso alguno contra sus sentencias (art. 94 inc. 1º CPE); pero no
es el único intérprete de la Constitución. Si concebimos que la ley es una propuesta de
interpretación constitucional formulada por el Legislador, en la cual la ley aprobada
resulta conforme con la Constitución, y si existe al menos una lectura de la ley que sea
compatible con alguna de las interpretaciones posibles de la Constitución, entonces el
TC debe inclinarse por ésta y preferirla por sobre cualquier otra, desechando todas
aquellas interpretaciones de la ley que la tornen incompatible con la Constitución. Una
decisión (sentencia) que suponga anular el contenido de una ley debe ser capaz de
satisfacer el más alto estándar de interpretación constitucional, precisamente porque
todo el modelo de la democracia constitucional se sostiene en la legitimidad de las
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decisiones legislativas (como lo demuestran las más variadas manifestaciones del
principio de legalidad en materia penal, tributaria, judicial, administrativa, así como la
reserva de ley en, por ejemplo, la regulación del ejercicio de los derechos
fundamentales). Y ese estándar no puede darse por satisfecho si el TC desecha una
interpretación que permita una comprensión de la ley que sea compatible con la
Constitución.
Aquí se verifican los límites a las actuaciones del TC, ya que no cualquier
decisión (sentencia) es compatible con el modelo de democracia constitucional. El
poder que el TC ejerce a través de sus competencias, así como todo poder
institucionalizado en el marco del Estado de Derecho, es un poder limitado. Y aquí hay
un límite claro: si hay al menos una interpretación de la ley que sea compatible con la
Constitución, el TC debe abstenerse de anular las disposiciones legales controvertidas.
3. Deferencia al Legislador
Una de las dimensiones más relevantes del derecho constitucional es que
configura un complejo sistema de distribución de competencias, idea desde la cual se
construye todo el andamiaje teórico e institucional del Estado (art. 7º inc. 1º CPE),
desde la clásica división de poderes hasta el reconocimiento y protección de los
derechos fundamentales. Es en virtud de este sistema que se configura la independencia
del Poder Judicial (art. 76 CPE), la competencia exclusiva del legislador para regular el
ejercicio de los derechos fundamentales (art. 19 Nº 26 CPE), las diversas atribuciones
legislativas del Congreso Nacional y del Presidente de la República, en fin, las
competencias del TC (art. 93 CPE). El entramado normativo de este sistema de
distribución de competencias responde a ciertos criterios, los que permiten asignar unas
materias a determinado órgano del Estado y no a otro; de esta manera, así como los
poderes políticos no pueden abocarse a conocer causas judiciales pendientes, los
tribunales no pueden pronunciarse respecto de cuestiones que el diseño institucional ha
entregado a la deliberación política.
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En esta perspectiva, lo primero que debería hacer el TC es verificar cómo
opera el sistema constitucional de distribución de competencias y si este sistema ha sido
respetado o vulnerado por la norma impugnada. Sólo allí puede verificarse una
“infracción” constitucional que pueda ser revisada por el TC, en uso de competencias
“jurisdiccionales”.
Desde la perspectiva del derecho constitucional, el caso que nos convoca se
traba en las interpretaciones posibles del art. 19 Nº … Se trata de una cuestión que, en
el marco de una sociedad democrática, puede ser disputada a través de la deliberación
política, en la medida que ésta cuente con las mínimas garantías de apertura, publicidad
y transparencia.
En sede de control preventivo de constitucionalidad, la pregunta a resolver
no debe enjuiciar el contenido que el Legislador le ha dado a los enunciados
constitucionales, sino verificar que el proceso deliberativo haya respetado las garantías
institucionales que contempla la normativa constitucional, es decir, si hay infracción a la
Constitución o no. Lo que no puede hacer el TC, porque no tiene legitimidad para ello,
es optar por alguna de las interpretaciones que han estado en disputa durante la
deliberación legislativa. Eso le significaría renunciar a su pretensión de órgano
jurisdiccional y asumir, precisamente, aquella función política que tanto se le ha
criticado.
Desde esta perspectiva, lo que está en juego respecto de este proyecto de ley
es si el ámbito de competencia que le cabe al Legislador para limitar el ejercicio de los
derechos que concurren en la educación superior. Dicha decisión depende de la
interpretación que se haga de los numerales 10, 11 y 26 del art. 19 CPE. Nuevamente,
podemos afirmar que allí hay una habilitación competencial al Legislador, para que éste
determine cómo se garantizará el derecho a la educación o la libertad de enseñanza. En
una sociedad democrática, de nuevo, es una cuestión susceptible de ser deliberada
políticamente, pues las opciones en tensión son, en principio, legítimas; para este tipo
de deliberaciones es que existe, precisamente, el Legislador. Y el contenido del proyecto
de ley en cuestión explicita su propia interpretación del asunto, pues entiende que se
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trata de una habilitación competencial que se justifica desde la especial relación
académica que se traba en el contexto de la educación superior, respecto de la cual el
Estado debe cumplir una función de fe pública. Ese ha sido el resultado que presenta la
deliberación legislativa de los últimos años.
Si el TC decidiera revocar la decisión resultante de la deliberación legislativa,
no puede hacerlo abrazando una interpretación particular de la Constitución. Por el
contrario, debe hacerlo argumentando la existencia de una infracción a la Constitución,
luego de verificar que no hay ninguna interpretación posible que haga compatible el
proyecto de ley con la Constitución y luego de haber derrotado, argumentalmente, la
presunción de constitucionalidad de la ley.
4. Una propuesta de solución, dado el déficit de legitimidad del TC
La obligación de resolver esta cuestión de constitucionalidad sitúa al TC en
una situación compleja, pues en su seno coexisten distintas concepciones particulares
del bien, las que se verán tensionadas en este tipo de casos. Las definiciones ideológicas,
filosóficas y morales de sus ministros y ministras, así como sus preferencias políticas,
determinan diferentes posiciones frente al conflicto constitucional que se someterá a su
conocimiento (cuestiones especialmente sensibles en un año electoral). Se trata de
elementos que configuran nuestra identidad como personas, nuestra individualidad; no
es razonable esperar que se desprendan de aquello que las hace ser lo que son. Pero
desde el derecho constitucional, sí podemos pensar en mecanismos institucionales que
minimicen el riesgo que supone una apertura excesiva a la subjetividad de los jueces
constitucionales, precisamente porque su politización desprestigia a toda la
institucionalidad y no solo al TC.
La propuesta, que no es novedosa en la historia del constitucionalismo
contemporáneo, es simple: por las razones esgrimidas en los apartados precedentes,
para que el TC revoque una decisión legislativa, debe fallar por unanimidad.
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Revocar una decisión democrática es contramayoritario. La única forma de
que no sea concebida como tal, es exigiéndole un quórum contramayoritario de
decisión, es decir, asegurándose que no existe ninguna interpretación posible que
compatibilice la ley (o el proyecto de ley) con la Constitución. Si el control de
constitucionalidad es un control de carácter jurisdiccional y no político, debe respetar la
decisión emanada del proceso legislativo, salvo que no exista ninguna interpretación
posible que la respalde desde la perspectiva constitucional. Pero si hay al menos una
posibilidad de que la ley sea entendida como compatible con la Constitución (si al
menos un(a) ministro(a) del TC está dispuesto(a) a defender una posibilidad), el diseño
institucional debe honrar la presunción de legitimidad de la ley, el principio de
interpretación conforme y el principio de deferencia, y preferirla por sobre cualquier
otra. Como esta propuesta no está contemplada en el ordenamiento constitucional
chileno, el TC debe ser deferente con la decisión del Legislador y abstenerse de anular
una decisión democrática. Lo contrario es activismo judicial.
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V. Resumen ejecutivo
1. En Chile, la autonomía universitaria es una institución jurídica de fuente legal,
aunque cuenta con importantes fundamentos constitucionales, lo que se explica por
la serie de derechos fundamentales cuyo ejercicio se verifica en el contexto de la
educación superior, entre los que destacan el derecho a la educación y la libertad de
enseñanza. La falta de reconocimiento constitucional es un retroceso respecto de la
Constitución de 1925, cuyo art. 10 Nº 7 garantizaba la debida autonomía de las
universidades.
2. En la actualidad, la autonomía universitaria se encuentra reconocida en el art. 104 de
la Ley General de Enseñanza, norma que reconoce sus tres dimensiones: académica,
financiera y administrativa, donde las dos últimas son accesorias y funcionales a la
primera. Esta institución también se encuentra reconocida en el art. 3º del DFL Nº 1
(M. de Educación, 1980).
3. La legislación nacional más reciente en la materia, específicamente las leyes Nº
20.129 (establece un sistema nacional de aseguramiento de la calidad de la educación
superior, en 2006) y Nº 20.800 (crea el administrador provisional y administrador de
cierre de instituciones de educación superior, de 2014), establece el marco normativo
desde el cual, en el presente, debe ser entendida la garantía de la autonomía
universitaria.
4. En dicho debate legislativo –aquel que configuró los sistemas de acreditación y
administración estatal de las universidades–, el Legislador estableció las condiciones
de ejercicio de la autonomía universitaria, específicamente estableciendo sus límites y
relevando la protección de aquellos derechos fundamentales cuyo ejercicio se verifica
en el marco de la educación superior. Su configuración (validada por el Tribunal
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Constitucional en las sentencias 2731 y 2732, ambas de 2014), reconoce los
siguientes límites:
a. el control estatal de la educación superior se justifica desde el deber del Estado de
dar fe pública respecto del funcionamiento de las instituciones cuya autonomía
reconoce y regula legalmente (arts. 109 y siguientes, Ley General de Educación);
b. la autonomía universitaria encuentra un límite infranqueable en la garantía
constitucional del derecho a la educación. En su deliberación, el Legislador
consideró muy especialmente la dimensión pública del fenómeno social que era
objeto de regulación, específicamente al reconocer cómo una comprensión
absoluta o desmedida de la autonomía universitaria podía amenazar el legítimo
ejercicio de derechos constitucionales. De esta manera, ciertas restricciones a la
autonomía universitaria fueron justificadas en la medida que el Legislador
consideró que ello suponía garantizar de mejor manera el ejercicio del derecho
constitucional a la educación. Tal es el caso del sistema nacional de acreditación y
del administrador provisional o de cierre: ambas regulaciones limitan la autonomía
de las universidades, pero lo hacen con el objeto de proteger un bien superior,
como lo es el derecho a la educación;
c. en el mismo sentido, el Legislador ha entendido que, en caso de conflicto, la
garantía del derecho de propiedad cede frente a la garantía del derecho a la
educación. Así, el contenido normativo de la autonomía universitaria no se
encuentra anclado al derecho de propiedad, dado el carácter accesorio que tiene la
autonomía financiera de las universidades respecto de su autonomía académica,
según lo establece el ordenamiento jurídico vigente; este argumento se ve
reforzado por el mandato legal de operar sin fines de lucro, que recae sobre las
universidades. El Legislador fue explícito en señalar que el derecho de los
estudiantes debe prevalecer sobre el derecho de propiedad de los dueños de una
institución de educación superior;
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d. finalmente, el Legislador también configuró el contenido de la autonomía
universitaria también en relación con la libertad de enseñanza. En coherencia con
lo señalado respecto del derecho de propiedad, uno de los elementos más
recurrentes en la discusión legislativa dice relación con delimitar la libertad de
enseñanza como un derecho distinto de la libertad de emprendimiento; ello
aparece como especialmente relevante para la actividad universitaria, dadas las
dificultades para fiscalizar la prohibición legal de lucro (art. 15, DFL Nº 1, 1980).
El legislador entendió que la educación superior es un bien social, lo que justifica
limitar la libertad de enseñanza desde el interés general y la fe pública
comprometida en el sistema de educación superior.
e. En la sentencia de control preventivo (STC 2731), el TC señaló que tanto la
libertad de enseñanza como la autonomía universitaria están concebidas en
función del derecho a la educación; por esta razón, el ámbito eventualmente
objeto de protección es solo el “adecuado” para la consecución de sus fines,
especialmente vinculados a la educación, razón por la cual se trata de una
autonomía limitada. Así, la libertad de enseñanza no se entiende como un fin en sí
misma, sino para garantizar el derecho a la educación, razón por la cual si la
autonomía se hace incompatible con el derecho a la educación, debe ceder frente
a éste. Es decir, el TC se inclinó por darle valor institucional a aquella
interpretación del proyecto de ley que la hace compatible con la Constitución,
fortaleciendo la presunción de constitucionalidad de la ley.
5. En suma, es posible concluir que no se aprecia una inconstitucionalidad en el
contenido del proyecto de ley de educación superior (boletín Nº 10.783-04) en lo
concerniente a la autonomía universitaria. Hay, por cierto, limitaciones y
restricciones a su ejercicio, las que se encuentran justificadas dada la necesidad de
garantizar los derechos constitucionales cuyo ejercicio se verifica en el contexto de la
educación superior, especialmente el derecho a la educación. Por lo demás, al ser una
institución que pierde su rango constitucional en 1980, la ponderación que ya ha
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realizado el Legislador en las leyes 20.129 y 20.800 parece plenamente coherente con
el sistema de fuentes formales del ordenamiento jurídico chileno. A este respecto es
necesario ser muy categórico: más allá de las lecturas particulares que podamos
realizar del texto constitucional y de la forma en que éste permite una construcción
hermenéutica de la autonomía universitaria, lo cierto es que, actualmente, no tiene
reconocimiento constitucional, por lo que su configuración legal encuentra límites
infranqueables en la garantía y ejercicio de los derechos fundamentales. Así, tal como
lo ha hecho el Legislador previamente y ha quedado demostrado en este escrito, es
necesario identificar los límites a la autonomía universitaria en la garantía de esos
derechos constitucionales, no al revés.
Dr. Jaime Bassa Mercado Profesor titular
Universidad de Valparaíso
Presentación ante la Comisión de Educación, Senado de la República
Boletín Nº 10.783-04 Miércoles 20 de diciembre de 2017