La bicicleta berlinesa. Apuntes sobre Berlín Potsdamerplatz
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La bicicleta berlinesa
Apuntes sobre Berlín Potsdamerplatz
Berlín es un inmenso monstruo que se recrea a sí mismo. Pocas ciudades pueden rivalizar
con ella en cuanto hecho crudo y a la vez metáfora del siglo XX. La ciudad es tan incisiva como
la historia que la ha atravesado. De capital de la militarizada Prusia hasta flamante capital de la
República Alemana, el camino pasa por el Segundo Imperio Alemán, por la convulsiva
República de Weimar, por el totalitarismo nazi, por las dos ciudades enfrentadas en la guerra
fría, por el derrumbe del muro, que es el cierre de un siglo, y más que eso, de una época. Las
postales berlinesas se pueden multiplicar ad infinitum.
“Unter der Linden”, el cuadro de Gaertner, refleja la seguridad burguesa combinada con
el militarismo de los Hohenzollern -la pintura data de mediados del siglo XIX-, época en la cual
la ciudad pareciera vivir una calma que no deja de ser ficticia, bayonetas o fusiles mediante.
Adolph Menzel, unas décadas más adelante, penetra en el centro del proceso económico, como
en “Los cíclopes modernos”, descripción de la Segunda Revolución Industrial, desde la doble
marcha de los titanes de la industria, esas inmensas maquinarias, y los proletarios que le deben
tributo –un anticipo de la “Metrópolis” de Lang. Sus cuadros dedicados a Federico el Grande
retrotraen al orden anterior a la Revolución Francesa y dejan en evidencia la construcción de la
idea de nación bajo los Hohenzollern1.
El cataclismo de la Gran Guerra nos lleva directamente a Otto Dix o George Grosz, por
citar dos pintores representativos de la crítica social de los tiempos de la República de Weimar.
Berlín es una metrópolis que provee de una gran variedad de tipos humanos e ideológicos. El
bullicio, las luchas callejeras, los reclamos de los parados, los mutilados de guerra, el mundillo
de los cabarets, los submundos marginales, todo dando forma a un caleidoscopio que es en sí
mismo una inmensa condensación de fuerzas. La gran postal de la ciudad es la que nos ofrece
Alfred Döblin en el ya clásico “Berlín Alexanderplatz”, la historia de un ex-combatiente
lanzado al abismo por las fuerzas de una ciudad que está permanentemente en ebullición, a
punto de explotar, una era de incertidumbre donde la seguridad burguesa del XIX parece un
sueño demasiado lejano. Döblin hace de la ciudad más que tema, el verdadero protagonista;
Berlín misma encuentra un espejo en el cual descubrirse, un espejo en el que se advierten
grietas, las que anuncian el colapso de Weimar, el ascenso del nazismo y el propio colapso,
atrozmente wagneriano, del régimen de Hitler.
1 Las pinturas citadas de Gaertner y de Menzel se hallan en la Alte Nationalgalerie, de Berlín.
La inevitable postal de ese momento histórico es la famosa fotografía de Yevgueni Jaldei
del soldado soviético colocando la bandera del Ejército Rojo en las ruinas de la Cancillería. Los
tanques cubren la ciudad, los soldados son niños, no hay símbolos de poder, sólo ruinas. La
inmensa condensación de fuerzas de Weimar había dado paso a la catástrofe del ´45, que bien
podía ser la del ´33, cuando Hitler se proclamó Führer. La mismísima Alexanderplatz es un
inmenso terreno baldío en la parte oriental. El ex-combatiente Franz Biberkopf, el hombre de
Döblin, bien podría haber yacido entre escombros, o ser uno de los trabajadores que removían
la ciudad, en cualquiera de sus dos partes, en cualquiera de sus dos sistemas políticos o
económicos, en cualquiera de sus dos mundos. La más gráfica de las postales de esas dos
ciudades –el caleidoscopio se fragmenta- es el muro construido por los comunistas a principios
de los ´60. Pero no basta con el muro, los graffitis hechos en el lado oriental, una verdadera
osadía o una voluntad de suicidio en ciertos casos, completan la postal y ceden la palabra, o la
imagen, a la resistencia subterránea.
Derrumbado el muro, unificada Alemania, Berlín hecha capital de nuevo, varias son las
posibles postales de época: la cúpula del nuevo Reichstag, el Sony Center en Potsdamerplatz,
los mercados turcos... El viajero puede darse el lujo de elegir. Este viajero que escribe prefiere
por el momento tomar su bicicleta, una bicicleta un poco descascarada pero muy incisiva -es
berlinesa al final de cuentas-, y deambular. Las postales aparecerán solas, al ritmo de los
pedales.
La bicicleta se pierde en los parques y canales –la ciudad estaba atravesada y poblada por
ellos-, se detiene junto a una panadería, pedimos un Apfelstudel y un café. La dueña, que es
turca de Capadocia, no habla español ni inglés, no hablamos alemán, en una extraña manera nos
cuenta de su llegada a Berlín apenas derrumbado el régimen comunista, de sus hijos nacidos en
Alemania, de su marido que piensa traer de Turquía a su madre, de la vida del barrio. En la
puerta una mujer china reprende a su hijo, mientras una alemana de mediana edad, toda
pañuelos y colores, pasea a su perro, un caprichoso salchicha. Dos punkies lían un cigarro. A
unos metros, apoyados en un auto, tres hombres hablan de las próximas elecciones. Schroeder
no tiene asegurado el triunfo esta vuelta. Terminamos nuestro café y aceptamos el pedazo de
tarta que nos da por simpatía. Salimos a la acera. Una madre turca camina con sus cuatro hijos
acarreando verduras. Estamos en Kreuzberg.
Kreuzberg es el Berlín radical de los ´70, cuando mudarse al barrio significaba hacerse
okupa o hippie, cuando desde lugares como la Universidad Libre se condenaba la placidez de la
posguerra del milagro económico. Todos los primeros de mayo se realiza la manifestación del
día del trabajo en Oranienplatz, además de un sinfín de mítines políticos. También en el barrio
se muestra con más virulencia la cara cosmopolita de la ciudad. Las interminables panaderías
turcas, los mercados orientales, los restaurantes sudamericanos, el caleidoscopio que se hace
Babel. La vida alternativa sobrevive en unas pocas comunas o en los descampados donde viven
familias en camiones. El gobierno de la República Federal eximía del servicio militar a quienes
vivían en Berlín, lo que hizo posible una enorme concentración de población juvenil,
especialmente la radicalizada. Todavía hoy se percibe la juventud del barrio en los teatros
alternativos, en la vida nocturna. Hay una atmósfera de despreocupación y frescura que
contrasta con barrios o zonas más clásicas como Charlottenburg o Tiergarten.
Es sábado a la siesta, de camino hacia Moritzplatz, hacia uno de los mercados de pulgas
que proliferan este día. De un local abandonado, puro cristal y afiches, sale música tecno. Los
grupos sentados a la orilla de la acera, algunos bailando, conversaciones hilvanadas al calor de
cigarros y de cervezas. Cerca, la sede de los Verdes, la fachada pintada en estilo comic. Un
cartel de propaganda política ofrece flores a la policía, globos multicolores, banqueros huyendo,
la ciudad en verde y arcoiris por todas partes. El mercado de pulgas confirma el
cosmopolitismo de la ciudad. Uno se encuentra fuera del espacio concreto, voces extrañas, telas
de cualquier lugar del mundo. Los turcos que empaquetan su mercancía, las porcelanas
desgastadas, los libros escritos en alemán antiguo, las fotos de los ´50, los sillones con el resorte
indiscreto. La inmensa torre de Alexanderplatz recuerda que continuamos en Berlín, por más
que parezca por momentos que Berlín no es Alemania, que la ciudad se divierte en contradecir
gran parte de los tópicos que circulan en el resto del mundo sobre la patria de Goethe y de
Thomas Mann, y, por supuesto, de Michael Schumacher y de Nina Hagen.
Con la bicicleta en la mano, y los pies en los pedales, tomamos hacia Hallesches Tor y
desde allí por el Landwehrkanal, uno de los tantos que conducen al Spree, por el cual salimos al
límite de Kreuzberg, a Görlitzer Park. Damos, por un pequeño desvío, con Treptower Park,
también lindante con el barrio Treptow, ya un barrio del Berlín Oriental. El antiguo muro seguía
una trayectoria sinuosa, hemos cruzado varias veces sin darnos cuenta la línea que marcaba. En
Treptower Park estamos en el antiguo Berlín comunista, como se hace evidente en el Memorial
del Ejército Soviético, emplazado en el centro del parque, antiguo lugar de culto del régimen,
construido con el mármol que Hitler pensaba utilizar para Germania, la capital del nuevo Reich,
paso obligado de juramentos, conmemoraciones, discursos elegíacos, ahora un paseo para
ancianos, algunos nostálgicos y turistas.
Un inmenso soldado soviético, con una niña en brazos, aplasta con una espada la cruz
gamada y domina los paneles que enmarcan el monumento con escenas de la guerra, muy en
estilo del realismo socialista, ese estilo mastodóntico de los gobiernos fuertes, los rasgos duros,
el dramatismo llevado al paroxismo: la familia agazapada en los bosques esperando la llegada
de la guerra, las mujeres rusas llorando a sus muertos, los soldados alineados tras la bandera de
Lenin, unos hombres luchando con armas rudimentarias contra un panzer, el reencuentro tras la
liberación, la procesión de cadáveres. Los paneles repetidos por dos, alineados junto al
monumento central, el parque de las víctimas, al costado de cada uno frases de Stalin exaltando
la guerra y el triunfo del proletariado, de un lado en alemán, del otro en ruso. En el acuerdo de
la unificación, el gobierno ruso comprometió al alemán a encargarse del mantenimiento del
monumento. La memoria del horror de la guerra ahora hecha memoria del horror del régimen
comunista oriental.
El río Spree marca un lindero del parque, los cisnes le prestan al río su elegancia, ya en
un verano declinante. La bicicleta son muchas bicicletas, los berlineses parecen empecinados en
tomar hasta la última gota de sol, varios tirados en el césped, desnudos o semidesnudos,
lecturas, juegos de pelota. Con el Spree a la derecha, llegamos a la Schlesisches Strasse y, en
minutos, al puente sobre el río, ya en la Warschauer Strasse. Los trenes se pierden en la lejanía,
junto a la torre de Alexanderplatz. La Mühlenstrasse, un recodo desde la Warschauer Strasse, es
la calle del muro, de lo que queda.
La fiebre demoledora, la eclosión de una resistencia subterránea de décadas, dio paso a la
preocupación por recuperar la serie de graffitis que lo cubrían. El resultado es la llamada East
Side Gallery, una mezcla de graffitis restaurados con otros de la última década, no olvidemos
los infaltables mensajes en carboncilla escritos por turistas o activistas políticos, sin pasar por
alto los salvajes intentos por descascarar partes, la obsesión por los souvenires de la historia. La
galería continúa en parte al reverso del muro, junto al río, junto a las rejas que reforzaban su
seguridad cuando la ciudad eran dos ciudades, las “rejas de la muerte”, ahora un lugar para
disfrutar de un buen par de cervezas mirando la noche caer.
La bicicleta camina junto al muro, hay respeto, un extraño silencio campea en los ánimos
de los turistas que toman fotos o simplemente miran. Berlín es una ciudad de graffitis, uno
puede cruzarse con cientos en un viaje en tren o por las calles, aprovechando terrenos
abandonados, muros sin pintar, viejas fábricas, estaciones de ferrocarril. Los taks no sólo
intentan expresar mensajes estéticos, marcan territorio. La atmósfera juvenil de la ciudad parece
hacerse carne en muchos de ellos. Pero de los del muro, que no son de los más ingeniosos ni de
los más sugerentes, emana una irónica, por momentos sarcástica, denuncia de lo que significó y
significa ese lugar y al mismo tiempo una exigencia de una nueva temperatura política, la
reivindicación de un humanismo básico. Junto al reclamo por la vida de Muma Abu Jamal,
junto a los cientos de rostros que celebran y esperan algo, un panel ofrece un muro atropellado y
derrumbado por el impacto de un auto. En ese muro, pintado antes, el famoso beso de Breznev y
Honecker. Otro, un berlinés oriental tratando de escalar el muro, la visión de casas, pollos, autos
del lado occidental, y un perro que le arranca partes del pantalón que dejan a la vista el rostro de
Karl Marx. Fuera de duda, una irreverencia memoriosa.
De nuevo en la Warschauer Strasse, en una dura cuesta, camino a la Frankfurter Allee,
ahora en otro de los barrios del Berlín oriental, Friedrichshain. La Frankfurter Allee era la calle
de los jerarcas del partido, inmensos y mastodónticos edificios que ocupan manzanas completas,
uno de los últimos bulevares construidos en Europa. Durante su construcción, hubo una protesta
de los trabajadores germano orientales involucrados en ella por el aumento de las cuotas de
trabajo, una de las más impactantes revueltas en la historia del bloque comunista, preludio de la
de Hungría del ´56. Originalmente una de sus prolongaciones era la Stalin Allee, y en una de sus
plazas existió una estatua de casi cinco metros del Jefe Máximo de la Unión Soviética. A su
muerte, en el ´53, desfilaron colas de plañideros, oficiales y no tan oficiales, por varios días. La
desestalinización, originada en los ´60 mudó el nombre por Karl Marx Allee, que todavía
subsiste, y convirtió a la estatua de bronce en una figura del zoológico. Extraño final el de uno
de los dioses del siglo XX. La ciudad como espléndido campo de batalla simbólico.
La Karl Marx Allee conduce en línea casi recta hacia Alexanderplatz, el mítico nombre
de Döblin. En plena plaza, la torre de televisión a la que hemos aludido repetidas veces, que se
divisa desde gran parte de los barrios del Berlín central. Aquí el movimiento es más
congestionado, la vida de la ciudad adquiere un bullicio que puede resultar insoportable, obras y
mejoras en todas partes –Berlín es una ciudad de obras y mejoras-. Alexanderplatz es un cruce
de tranvías, de autobuses y de metros, un nudo en la red de transporte de la ciudad. Los
vendedores ambulantes, los libreros en liquidación, los policías, los transeúntes apresurados, los
vendedores de periódicos. Bastan unos pasos y unos pocos euros y un Döner Kebap es el
almuerzo. La ciudad también muestra su rostro cosmopolita aquí y no es raro que las
conversaciones de los vecinos sean en perfecto español, en perfecto árabe, en perfecto turco y
en imperfecto alemán. La globalización se palpa en estos nudos de la ciudad de una manera
radical pero no abrupta. La misma condición de metrópolis de Berlín se hace indiscutible, tal
como lo percibió Döblin. El asunto es que la metrópolis no es sólo ahora una gran capital
europea, sino ya una ciudad global.
A un paso de Alexanderplatz está la llamada “isla de los museos”, que concentra dos de
los museos más importantes de la ciudad, la antigua Galería Nacional y el museo de Pérgamo,
con un altar helénico y una de las puertas de Babilonia en su interior, y la catedral de Berlín.
Después, Unter den Linden, la elegante avenida del Berlín decimonónico, una avenida
que deja a su costado la Ópera estatal, la Universidad de Berlín, para la cual Wilhelm von
Humboldt redactó los reglamentos fundacionales, los museos y edificios públicos construidos
en los antiguos palacios de los nobles y monarcas prusianos, algunas embajadas, la rusa entre
otras –que tiene el número 1 de la avenida-. Unter den Linden desemboca en Pariserplatz, donde
está la famosa sala de convenciones del DG Bank diseñada en forma de cabeza de caballo por
Frank Gehry. Enfrente, la famosa Puerta de Brandenburgo, uno de los símbolos más conocidos
de la ciudad, donde se realizó el famoso concierto de Pink Floyd, tras la caída del muro. Toda
esta zona, a la que no podían acceder los alemanes orientales hasta fines de los ´80, era
considerada de seguridad por el régimen comunista. La desolación campeaba en el centro
histórico de la ciudad. Uno se asombra del aire siglo de pasado de muchos de los edificios
construidos en los últimos cinco años. En esta zona es donde la reconstrucción de la Alemania
oriental se pone de manifiesto de un modo radical, aquí y en Potsdamerplatz. De hecho,
Potsdamerplatz comienza en Pariserplatz.
Parados junto a un hombre disfrazado de Federico el Grande, gran nariz, ligera joraba,
nos quedamos sin ver la Puerta de Brandenburgo, cubierta por un inmenso anuncio de teléfonos,
esos móviles omnipresentes, también en restauración desde hace más de dos años. Arriba, casi
perdida, la diosa se yergue en su carroza. Debajo, entre el cartel, en medio de sombras, los
caminantes pasan de un lado al otro de la Puerta, el tráfico de autos alrededor, especialmente del
otro lado, junto a Tiergarten, el gran parque del centro de la ciudad. Allí, a un paso, el
Reichstag.
La historia del edificio del Parlamento alemán refleja, como es lógico, la del país. Desde
uno de sus balcones se proclamó la República en el ´18, fue incendiado por los nazis, destruido
por los bombardeos aliados en la batalla de Berlín, la última de la Segunda Guerra Mundial, el
muro pasaba a metros del edificio. La primera reunión del Parlamento completo, orientales y
occidentales, se hizo en el edificio. Dos años después, se decidió el traslado de la capital a
Berlín, una decisión polémica a la que varios grupos políticos han intentado dejar sin efecto.
Bonn tenía la infraestructura adecuada y reflejaba la realidad económica y poblacional de la
República Alemana. Berlín tiene el peso de su historia. Los políticos alemanes apostaron por el
símbolo. La gran apuesta del momento es hacer de Berlín una capital a la altura del país, sobre
todo teniendo en cuenta los índices de paro, de ingresos y de calidad de vida. El
empecinamiento en la nivelación remite a una sensación de Berlín como una ciudad sin plan
definido, con un estilo preocupantemente “tercermundista”2.
Hace apenas tres años que se trasladó definitivamente el Parlamento al nuevo edificio del
Reichstag, del cual lo más impactante es la cúpula vidriada, con una “trompa” central de más de
300 espejos, pensada de manera tal de poder disminuir la iluminación artificial y el consumo de
energía. Desde la cúpula y las terrazas que la rodean, Berlín se muestra inmensa, como una
inmensa maqueta en la que se destacan las avenidas reconstruidas, los edificios modernos, los
canales, el Spree, la isla de los museos, el tráfico controlado pero voluminoso, la obsesión por
los espacios verdes. La ciudad se dilata tanto como la vista, tanto como la historia, espacio,
espacio y más espacio, energía, energía y más energía. Atravesando de refilón Tiergarten con la
vista, quizás la mayor concentración de construcciones nuevas de la ciudad, las inversiones más
fabulosas en el menor tiempo, el centro simbólico de la Alemania del 2000, Potsdamerplatz.
Con la bicicleta atada a un árbol, los pies se internan en el Sony Center, otra cúpula
inmensa, pero esta vez de tela, perdida entre los edificios centrales de las principales compañías
alemanas, un inmenso conglomerado de diseños arquitectónicos, una obra de menos de diez
años. Incluso Daimler y Sony son dueñas de algunas de las calles de esta parte de la ciudad. La
zona de Potsdamerplatz era donde se ubicaba la antigua cancillería de Hitler, la de la foto de las
ruinas y la bandera soviética, un baldío por más de cuarenta años, una tierra de nadie, una tierra
devastada de la cual surgieron por obra y gracia del capitalismo triunfante los nuevos edificios
del poder. Potsdamerplatz es el neoliberalismo, es la posmodernidad en arquitectura y en
atmósfera. Viéndola, medio extasiado entre tanta obra que avanza por semanas, y entre tanto
edificio, no se puede menos que reconocer al neoliberalismo como la fuerza más dinámica del
mundo contemporáneo. Potsdamerplatz es una batalla simbólica que han ganado, qué duda
cabe. El paseo berlinés, iniciado entre evocaciones, entre los mercadillos turcos de Kreuzberg,
entre los apartamentos enormes y destartalados de Friedrichshain, en medio de la soledad y la
memoria ambigua del Memorial de Treptower Park, que ha proseguido internado en la ciudad
con evocaciones del XIX, como Unter den Linden, o del XX, de los febriles ´20, como
Alexanderplatz, se detiene ante este presente, un presente que unifica, o que eso pretende,
muchas de las contradicciones de la ciudad, un presente que proclama el triunfo del mercado
neoliberal y sus elites dominantes, que celebran la marcha inexorable de la historia como si no
pudiera barrerlos. Hay un triunfalismo sospechoso en Potsdamerplatz, como si tanta
grandilocuencia pudiese borrar las grietas y las fracturas del sistema.
2 Como muestra de ello, vale citar las estadísticas de diciembre del año pasado que asignaban a Berlín una tasa de paro del 17,7 %. La tasa promedio alemana es del 10 %.
Caminando por uno de los shoppings, por ese laberinto de fantasías al por mayor y al por
menor, por ese juego de luces y claroscuros, por ese mundo artificial, entre orwelliano y de
futurismo de ciencia-ficción, una melodía parece calmar la sed de consumo y animar a la vez a
aumentarlo. Es una melodía del XIX, un lied de Schubert. Sale de un pianista, un anciano de
largos dedos, sentado en el centro del shopping, tocando para ese colmenar que corre y se
desespera. Ese pianista es una presencia ambigua, inquietante. Parece integrar el juego, ser uno
de sus engranajes, pero sobrevuela una evocación impertinente, como si la serenidad, la belleza
o un algo indefinible contestaran por un momento al sistema, como si forzaran al caminante a
detenerse, ya asqueado de tanta tienda, de tanta oferta, de tanta fantasía, para mirar más allá del
juego, para entrar en un terreno en el cual no hay triunfalismos ni fuerzas dinámicas de la
historia, apenas uno mismo, con toda la pequeñez y la inmensidad que eso acarrea.
La bicicleta pedalea por Leipzigerstrasse, se aleja del centro, hay hojas amarillentas, el
frío ya se anuncia. Acabó el verano, con el otoño termina el paseo berlinés.
P.S. Alrededores de Berlín
Sans-Souci y Sachsenhausen: excursiones intempestivas
En Sans-Souci, en medio del racionalismo de los jardines, de la gracia de las figuras, de
la frescura de las fuentes, de los secretos de los pabellones, en medio del rococó del XVIII final,
tanta armonía, tanta alegría de vivir parece sospechosa, irreal, sostenida casi en cuentagotas. El
espectro de la revolución merodea en los palacios, en los prados, en las esculturas esparcidas
por doquier. Hay una pretensión de mantener la realidad en un orden atemporal, la ilusión de la
perennidad, todo el tiempo desmentida por la amenaza. La elegancia y la sobriedad del palacio
de Federico el Grande, el empaque del despotismo ilustrado, tienen los visos de un final de
época. Ya lo insinuamos, las bayonetas harán lo posible por impedir el derrumbe de un mundo.
La casa de té, llena de figuras doradas enmascaradas como orientales, puede muy bien sintetizar
la artificiosidad de ese mundo. El exotismo, el culto desesperado a las novedades, la duda
puesta sobre las creencias tradicionales, ya hablan del agotamiento. La bicicleta paseando por
Sans-Souci atraviesa un mundo caduco, pisa un museo que, por más verde o luminoso que sea,
no deja de serlo. Allí, el pasado, la fuerza de una modernidad que arrastra todo a su paso, que es
un río caudaloso impertinente.
Sachsenhausen también habla de un límite, pero es el horror, ninguna forma de la alegría
de vivir podría cruzar la cerca que da entrada al campo de concentración, a esos inmensos
terrenos baldíos donde había barracas con hombres al borde de la vida, donde había salas de
cirugía usadas para experimentos humanos, donde había salas de cremación y paredones de
fusilamiento. Sachsenhausen no es un museo, es una advertencia, no es un mundo ya cerrado, es
una amenaza que se cierne a una modernidad que ha perdido los límites, al río que sale del
cauce y se convierte en catástrofe, en infierno. Si Sans-Souci pretendía ser una especie de
paraíso en la tierra, sin duda para unos pocos, Sachsenhausen no lo pretende, es el infierno en la
tierra para miles que se hacen millones. El atardecer en Sans-Souci ofrece el espectáculo de la
frescura del declinante verano, el de Sachsenhausen es el frío anuncio de un negro invierno. La
pregunta por la modernidad, después de Sachsenhausen, queda pendiente.
Leonardo Martínez