La Bruja Roja - Relatos

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"La Bruja Roja" por Davram Bashere 1 La niebla, espesa y silenciosa, había ido avanzando y cubriendo con su impenetrable manto el silvestre paisaje en tan solo unos pocos minutos. Un avance vertiginoso e inexorable. Pero también sobrenatural y amedrentador. Desde lo alto de la muralla, los soldados que hacían en aquel momento su ronda por el adarve observaban con ojos abiertos y relucientes de miedo, a la niebla y su avance. Estaban en pleno otoño, y en aquel lugar donde las lluvias en tal fecha eran una nota constante y el aire frío el pan de cada día, las gentes vestían gruesas prendas de lana y lino, y fuertes y resistente pieles de animales como capas; pero no hubo ninguno de aquellos soldados que no sintiera un frío terriblemente intenso azotando su cuerpo, como si fueran desnudos. Gwyllun era uno de estos soldados y aquella era su primera tarea como tal tras salir de la Academia de la Guerra. —La Diosa nos guarde. –rezó una voz a su derecha. En su fuero interno, el joven también pidió a Mellanna, Señora de la Vida y Madre de la Humanidad, que les protegiera en aquella hora de lo que estuviera por venir. A continuación miró a Fiobun, su compañero. Fiobun era un veterano soldado que había servido al Rey durante más de veinte años y las cicatrices de su rostro eran las credenciales de una vida de guerra, tan común en aquella parte del reino de Daia. —¿Crees que atacaran ahora que sus movimientos están ocultos a nuestras miradas? —Yo no apostaría un dhank de oro a lo contrario, muchacho. –rezongó Fiobun, sin apartar sus ojos de la niebla. Gwyllun observó de nuevo la niebla y su gesto se agrió, como su hubiese masticado una pieza de fruta en mal estado. —Huele a hechicería. –masculló. Por toda respuesta, Fiobun gruñó con disgusto. En Daia, la Hechicería estaba proscrita, considerada un acto maléfico; si un hombre o una mujer era descubierto practicándola era apresado, juzgado y ejecutado en el acto. La Hechicería era fruto del Mal, un poder caótico e incontrolable que ponía en peligro todo lo bueno y hermoso que existía en el mundo, y aquellos que se dejaban corromper por ella perdían sus almas, dejaban de ser humanos para convertirse en emisarios de un mal abominable por lo que era necesario terminar con su vida antes de que comenzase a extender su perversión. El joven soldado se llevó su mano libre al centro del pecho y trazo un doble círculo y una onda en el extremo inferior del mismo, el Símbolo de Mellanna, rezando en silencio a la benévola Diosa que le protegiera de aquella maldad. Por el rabillo de su ojo izquierdo captó un relampagueante movimiento. Miró en esa dirección, estrechando los ojos y horadando con su mirada la espesa niebla a la captura de algún enemigo moviéndose. Las formas oscuras de los árboles, con sus ramas zigzagueantes y desprovistas de hojas, y sus troncos alargados y delgados parecían lúgubres espantapájaros que presagiaban terribles acontecimientos. Por segunda vez captó un movimiento repentino, esta

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"La Bruja Roja"

por Davram Bashere

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La niebla, espesa y silenciosa, había ido avanzando y cubriendo con su impenetrable manto el silvestre paisaje en tan solo unos pocos minutos. Un avance vertiginoso e inexorable.

Pero también sobrenatural y amedrentador.

Desde lo alto de la muralla, los soldados que hacían en aquel momento su ronda por el adarve observaban con ojos abiertos y relucientes de miedo, a la niebla y su avance. Estaban en pleno otoño, y en aquel lugar donde las lluvias en tal fecha eran una nota constante y el aire frío el pan de cada día, las gentes vestían gruesas prendas de lana y lino, y fuertes y resistente

pieles de animales como capas; pero no hubo ninguno de aquellos soldados que no sintiera un frío terriblemente intenso azotando su cuerpo, como si fueran desnudos.

Gwyllun era uno de estos soldados y aquella era su primera tarea como tal tras salir de la Academia de la Guerra.

—La Diosa nos guarde. –rezó una voz a su derecha. En su fuero interno, el joven también pidió a Mellanna, Señora de la Vida y Madre de la Humanidad, que les protegiera en aquella hora de lo que estuviera por venir.

A continuación miró a Fiobun, su compañero. Fiobun era un veterano soldado que había servido al Rey durante más de veinte años y las cicatrices de su rostro eran las credenciales de una vida de guerra, tan común en aquella parte del reino de Daia.

—¿Crees que atacaran ahora que sus movimientos están ocultos a nuestras miradas?

—Yo no apostaría un dhank de oro a lo contrario, muchacho. –rezongó Fiobun, sin apartar sus ojos de la niebla.

Gwyllun observó de nuevo la niebla y su gesto se agrió, como su hubiese masticado una pieza de fruta en mal estado.

—Huele a hechicería. –masculló. Por toda respuesta, Fiobun gruñó con disgusto.

En Daia, la Hechicería estaba proscrita, considerada un acto maléfico; si un hombre o una mujer era descubierto practicándola era apresado, juzgado y ejecutado en el acto. La Hechicería era fruto del Mal, un poder caótico e incontrolable que ponía en peligro todo lo bueno y hermoso que existía en el mundo, y aquellos que se dejaban corromper por ella perdían sus

almas, dejaban de ser humanos para convertirse en emisarios de un mal abominable por lo que era necesario terminar con su vida antes de que comenzase a extender su perversión.

El joven soldado se llevó su mano libre al centro del pecho y trazo un doble círculo y una onda en el extremo inferior del mismo, el Símbolo de Mellanna, rezando en silencio a la benévola Diosa que le protegiera de aquella maldad.

Por el rabillo de su ojo izquierdo captó un relampagueante movimiento. Miró en esa dirección, estrechando los ojos y horadando con su mirada la espesa niebla a la captura de algún enemigo moviéndose. Las formas oscuras de los árboles, con sus ramas zigzagueantes y desprovistas de hojas, y sus troncos alargados y delgados parecían lúgubres espantapájaros que presagiaban terribles acontecimientos. Por segunda vez captó un movimiento repentino, esta

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vez por su ojo derecho. Cuando dirigió sus ojos hacia ahí, la boca se le desencajó de golpe, en

un grito ahogado de horror.

Un jinete y su montura surgieron de la niebla, dos inmensas figuras que parecían formar

una sola. Enormes, tenebrosas y terroríficas. El jinete estaba embutido en una maciza y grotesca armadura que le cubría de pies a cabeza, de colores negro y carmesí sanguinolento. El caballo, negro como un pozo sin fondo y grande como ningún caballo que Gwyllun hubiera visto antes, también iba protegido por una pesada loriga, también carmesí y negra.

Con paso altivo e insolente, el siniestro guerrero condujo a su montura hasta una docena de metros de la entrada principal. Pese a que se encontraba a una excelente distancia ninguno de los arqueros disparó su mortal flecha.

Jinete y caballo se detuvieron. El animal resopló, el vaho se condensó nada más salir por las fosas nasales. Agitó su testa con brusquedad y pateó varias veces el arenoso suelo, como si

se sintiera contrariado. Gwyllun se estremeció observándole; aquel caballo parecía casi tan peligroso como su amo.

Sólo casi.

Entonces el guerrero se descubrió el rostro, sus manos se alzaron y retiraron aquel yelmo coronado con la forma de un dragón, y los negros cabellos le revolotearon libres tras el rostro de duras facciones del hombre más temido y odiado en los Reinos del Sur.

Los ojos de Tarmuin Tanagrin, el Rey-Brujo de Vanhur, se clavaron en los muros de la ciudad con tal intensidad que al joven Gwyllun le pareció que aquella muralla –que había resistido ataques durante siglos— se volvía débil e insuficiente, y que el doble rastrillo de

resistente acero que cubría el portalón sólo sería un ligero inconveniente en el camino de aquel hombre demoníaco y corrompido por la Hechicería.

Por primera vez desde que comenzó el asedio del ejército vanhurian, Gwyllun sintió verdadero miedo. Mientras observaba medio hechizado al Rey-Brujo sintió por primera vez lo que era la desesperanza.

Ahora, solamente Mellanna podría impedir que la resplandeciente ciudad de Vadramlar y sus habitantes fuesen destruidos y borrados de la faz de la tierra.

Fervorosamente, el joven rezó a la Señora de la Vida y de la Humanidad para que les auxiliara con prontitud.

En ese momento, un inmenso mar de cuerpos cubiertos de armaduras y armas comenzó a surgir de la niebla, caminando lentamente pero imparablemente –cómo la niebla— hacia Tarmuin Tanagrin.

La muerte, inexorable, se aproximaba a Vadramlar.

¡Mellanna, auxilianos!

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Sus ojos azules, profundos y penetrantes, recorrieron la muralla oeste de la ciudad de

Vadramlar de un extremo a otro.

En sus labios se dibujo una sonrisa sesgada. Aquella protección no resistiría el poder de

su ejército. La ciudad milenaria caería por fin, y él, Tarmuin Tanagrin rey-brujo de Vanhur conseguiría un nuevo paso hacia su ambicioso objetivo.

A su espalda se alzó el murmullo de un masivo movimiento, el lento avance de centenares de guerreros protegidos con pesadas armaduras que emitían aquel sonido sordo y monótono tan característico.

—Vuestros guerreros aguardan la orden, Majestad. –la voz rasposa de Yrkan Almuran, General Supremo de los Drahkkoran, quebró el silencio de la noche.

—¿Gharrak y Alhenda han tomado posiciones?. –inquirió el monarca vanhurian

refiriéndose a los dos hechiceros más poderosos de Vanhur. No se giró, pues si la voz del militar era desagradable, su rostro era cien veces peor, con aquellas cicatrices mal curadas y diversas manchas oscuras que afeaban su piel.

Yrkan emitió un gruñido que podía significar cualquier cosa.

—Lord Gharrak y los suyos así lo han hecho, Mi Señor. –hizo una pausa.— La Señora Alhenda… ha rogado que se la permita acompañaros.

Aquello hizo que Tarmuin girara la cabeza y mirase directamente al General.

—¿Acompañarme? –repitió él. Durante un breve instante permaneció callado, para

finalmente esbozar una sonrisa.— ¿Porqué no? Comunicadle a la Alta Hechicera de Urvoda que será un placer tenerla a mi lado.

—Como ordenéis, Majestad.

Yrkan se cuadró y giró a su poderoso ruano para reunirse con el resto de oficiales. La

sonrisa que pugnaba por aparecer en su rostro no le pasó desapercibida al Rey de Vanhur, pero al brutal guerrero apenas le importaba aquello. Tarmuin desconocía el motivo, pero lo cierto era que Yrkan odiaba con toda su alma a la ambiciosa Hechicera y nada le gustaría más que verla humillada, o ejecutada, ante todo Vanhur.

La hechicera no se hizo esperar. Llegó montada sobre su yegua blanca, altiva, hermosa y tan fría como un carámbano de hielo.

—Majestad. –inclinó su cabeza mientras colocaba su montura al lado de la de Tarmuin. Llevaba su oscuro pelo recogido con una redecilla fabricada con diamantes, plata e Hilo de Karr,

pero un par de mechones se descolocaron de la sujeción y le cayeron sobre el rostro. Un efecto realmente seductor, y que seguramente la mujer había tenido preparado.

“Permitidme que exprese mi agradecimiento por este honor.

Tarmuin agitó una mano, displicente y volvió su mirada hacia los muros de Vadramlar.

—Espero que no haya cometido una equivocación. –manifestó él, con tono frío.— Quiero un agujero en esa muralla, Alhenda. Utilizad vuestro mejor conjuro.

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—Si, Majestad. –replicó la mujer, con un deje decepcionado en su voz. Tal vez a partir

de ahora dejara de intentar despertar su interés, se dijo el monarca.

Poco a poco el aire comenzó a templarse mientras la salmodia de la hechicera cobraba

intensidad y volumen. Las esbeltas manos de Alhenda se movieron con voluntad propia, trazando los tantas veces practicados símbolos cabalísticos que daban forma y poder al hechizo.

—¡Rh’el dahe sahk’nati! –gritó y extendiendo las manos hacia delante lanzó el hechizo. –¡krae’th eo’ras! ¡Phaet’ulh!

Con un rugido, la gran lengua de fuego negro se abalanzó sobre el murallón de la ciudad. Su crepitar anunciando la destrucción.

Tarmuin Tanagrin esbozó una sonrisa, fría y hambrienta.

Hambre de poder. Sed de sangre.

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—¡Salta! –gritó Fiobun a Gwyllun. Pero el joven soldado estaba paralizado de terror, sus piernas parecían haberse tornado en piedra de repente, mientras que sus ojos sólo podían mirar aquel fuego sobrenatural y negro que se abalanzaba sobre ese sector de la muralla.

—¡Por el Martillo de Cyon, muchacho!. –masculló el veterano soldado. La mano de Fiobun le agarró de un brazo y tiró con fuerza de él. Fiobun se saltó desde el adarve y Gwyllun le siguió por inercia.

Todavía caía cuando se produjo una estruendosa explosión. La muralla, la tierra, y los edificios temblaron por el impacto, y una nube de polvo se alzó y cubrió todo, un manto impenetrable.

Algo duro le golpeó por detrás en la cabeza y en su interior estalló un intenso dolor. Gwyllun perdió la consciencia.

—Parece que ya vuelve en sí. –dijo una voz suave, femenina. Gwyllum abrió los ojos de golpe y miró a su alrededor. Estaba tumbado sobre un camastro dentro de lo que parecía ser la habitación de una posada. Fiobun y una mujer –por su vestido azul claro y el fino chal de lino

sobre los hombres debía de ser una Sacerdotisa de Mellanna— estaban uno a cada lado del lecho.

El joven soldado fue a incorporarse pero el dolor hizo que volviera a tumbarse bruscamente. Soltó un gruñido ronco.

—Descansad unos minutos antes de levantaros. –manifestó la Sacerdotisa. Se dirigió a la puerta.— Volveré con algunas hierbas.

La puerta se cerró a su espalda con suavidad.

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—¿Qué ocurrió? –inquirió él, con voz rasposa, volviéndose hacía su compañero.

—Un bloque de piedra te golpeó. –repuso Fiobun. Su expresión seguía siendo dura aunque al joven soldado le pareció percibir un indicio de preocupación en su mirada.— Tuviste suerte muchacho. Si no hubieses llevado el casco ahora serías un muerto más.

—¿Y la muralla? –el recuerdo de la Hechicera enemiga le provocó no solo una nueva oleada de dolor sino también le dio unas ganas tremendas de vaciar su estómago. Fiobun sonrió.

—Intacta, muchacho. –al joven se le desencajó la boca, asombrado. ¿Cómo podía ser posible?

—Gracias Mellanna, Excelsa Señora. –musitó quedamente el joven soldado daiano. Según las antiguas leyendas, la muralla que protegía Vadramlar había sido bendecida por la

propia Diosa; Gwyllun siempre había pensado en aquella historia como un cuento para niños y

viejos. Ahora dio gracias a su Diosa por haberle demostrado que estaba equivocado. Seguía vivo. ¡Vivo!

El rostro del maduro soldado se ensombreció.

—Sin embargo, el asedio prosigue, muchacho. La muralla nos protege de cualquier asalto mágico pero una flecha normal puede sobrevolarla y caer sobre uno de nosotros sin traba alguna. Aun así, no todo esta de nuestra parte. El Rey Brujo ha traído a más poderoso e impíos Hechiceros –una mueca de asco curvó sus labios bajo el espeso bigote— quienes atacan continuadamente. La Magia Sagrada de la muralla resiste sus embates pero el mismísimo Rey Brujo se mantiene aún al margen de la lucha directa. Esperemos que siga así hasta que hallemos una solución.

El joven soldado asintió, y un estremecimiento le recorrió la espalda. El nombre de

Tarmuin Tanagrin había pasando de boca en boca durante los últimos quince años; Soberano de

un pequeño reino occidental, poco a poco había ido conquistando tierras para aumentar sus dominios. Para ello había empleado tanto la fuerza del acero como el malvado poder de la Hechicería. Se decía también que aquel hombre maldito adoraba a los Dioses Oscuros y que había forjado un pacto con ellos por la concesión de su favor.

Gwyllun volvió a estremecerse. Mellanna les protegería, como lo había hecho antes, como lo haría siempre.

Minutos más tarde volvió la Sacerdotisa, portando un hatillo lleno de hierbas, tal y como había dicho. El joven ya se había aseado en el aguamanil y puesto los pantalones y las botas, pero cuando la mujer entró le sorprendió tomando su camisa del respaldo de la silla en la que reposaba el resto de su indumentaria. Con las mejillas encendidas, el joven se colocó a matacaballos la prenda.

—Sentaos. –dijo la mujer con tono neutro, como si no hubiese visto nada. Gwyllun le agradeció en su interior que no dijese nada, y se sentó en el borde del lecho.

La Sacerdotisa de Mellanna se acercó, tomando asiento a su lado. Abrió uno de los sacos que pendían de si cinto y extrajo un frasco verde; la mujer lo destapó y un suave olor a hierbabuena y menta llegó a la nariz del joven.

—Agachad vuestra cabeza. –Gwyllun obedeció y al instante sintió la mano de la Sacerdotisa sobre su nuca, moviéndose suavemente y extendiendo algo frío y grasiento.— Pese

a que mi hechizo a sanado la parte más grave, éste ungüento ayudará a sanar más rápido la contusión.

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—Os lo agradezco. –dijo el joven guerrero, tras alzar su cabeza.

—Agradéceselo a Mellanna. Sólo procura que no vuelvan a herirte. –sonrió la Sacerdotisa, a continuación se incorporó y abandonó la habitación.

Cuando la puerta volvió a abrirse para dejar paso a Fiobun, Gwyllun se estaba ajustando el talabarte que sujetaba su espada en el lado izquierdo de su cadera. El rostro curtido del veterano soldado brillaba por el sudor y parecía tenso.

—¿Qué ocurre?. –Inquirió pese a que creía saber la respuesta.

—Debemos retornar rápidamente a la muralla. –la voz de Fiobun poseía un timbre ciertamente apremiante.--- Tarmuin de Vanhur y sus Hechiceros se hallan juntos y parecen estar preparando algo terrible y tenebroso. El Consejo ha convocado a todos los soldados pues

teme lo peor. Incluso ha requerido la ayuda de los Sacerdotes Guerreros de Cyanna que puedan hallarse dentro de la ciudad.

—¿Tan grave es la situación?

—Si, muchacho. Sin embargo, no creo que ni contando con la ayuda del mismísimo

Consorte de la Batalla, tuviéramos posibilidad alguna de derrotar a las hueste vanhurian y a su poderoso y oscuro soberano.

Gwyllun no sabía que decir, pero aunque hubiese sido al contrario no habría podido decir

nada, pues ambos soldados se quedaron petrificados en el sitio cuando un gran alarido de ultratumba superó cualquier otro sonido.

El corazón de Fiobun latió desbocado y la sangre pareció helársele en las venas. En sus cuarenta y cinco años había visto mucho y vivido otro tanto, y habría sido normal que no recordase ciertos hechos, sin embargo, jamás podría haber olvidado un sonido cómo aquel.

—Mellanna, Señora de la Vida. —murmuró.— Protégenos.

Aquel alarido solamente podía proceder de una bestia, una bestia que el veterano soldado había visto a la edad de dieciséis años y su recuerdo se había grabado a fuego en su memoria.

Aquel alarido era el grito de caza de un khal’rardh, un Demonio Negro de la Montañas D’ga.

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Desde lo alto de su fiero ruano negro, Tarmuin Tanagrin observó bajo su draconiano yelmo cómo la bestia que acababan de soltar sus hechiceros desplegaba sus enormes y correosas alas semejantes a un murciélago, y se elevaba en el aire.

—Ve, criatura mía. Toma la ciudad en mi nombre. –ordenó la profunda voz del monarca, terminando con una sonora carcajada.

—Su Majestad, ¿Creéis que ha sido acertada la decisión?

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El Rey Brujo bajo su mirada y la clavó en la figura de quien había hablado, un hombre

joven de cabellos negros y ojos oscuros, ataviado con amplios ropajes carmesíes situado a pie al lado derecho de su caballo.

—¿Pensáis, Lord Gharrak, que no he actuado correctamente? –inquirió, con un timbre peligrosamente suave. Sin embargo, el joven hermano de Alhenda Urvodan no pareció advertirlo… o simplemente le resultó indiferente.

—No pretendía decir eso, mi señor. Sólo que…

Tarmuin sonrió bajo el yelmo. Realmente el joven Hechicero de Urvoda poseía coraje;

por eso aún vivía. Agitó uno de sus puños guarecidos con guanteletes negros y dorados, en un gesto displicente.

—Observad, Lord Gharrak. –manifestó el Rey, he indicó al joven noble y Hechicero que mirase hacia el cielo.— Observad como el khal’rardh concluirá con nuestra conquista.

El joven noble nada dijo ante aquella rotunda afirmación de su Señor, pese a que en su interior albergase serias dudas al respecto. Los Demonios Negros de la montaña D’ga eran unos seres demasiado inteligentes, y por ende peligrosos, para confiar en ellos como soldados. Dijese lo que dijese su Rey, el joven Gharrak jamás confiaría en el Demonio Negro.

Rápidamente, comenzó a buscar entre los conjuros que conocía uno capaz de acabar con aquel ser.

**

—¡Date prisa muchacho!

A Gwyllum no le habría hecho falta que le arengase su compañero de más edad. Ambos

soldados bajaron a todo correr las escaleras y abandonaron la posada sin casi disminuir la velocidad. Al llegar al exterior, Fiobun no se sorprendió al ver la calle llena de gente que gritaba despavorida y huída ciudad adentro, hacia la Ciudadela.

Se escuchó un segundo alarido del Demonio Negro. Ambos comenzaron a correr hacia las murallas, las espadas listas en sus manos.

Cuando alcanzaron su destino, veterano y joven frenaron en seco su carrera. A tan solo unos metros de ellos se desarrollaba una escena dantesca, salida de la mente de un loco. Un mar de soldados se movía alrededor del ser más horrible y amedrentador que el joven Gwyllun había visto en su vida.

Tenía la altura de tres hombres y la anchura de casi dos osos, y unas alas membranosas

plegadas a su espalda. Sus dos largos y musculosos brazos se movían velozmente de un lado a otro mientras sus afiladas garras despedazaban una y otra vez la carne de aquellos infortunados soldados que se encontrasen en su camino. La cabeza y la parte superior de un tronco salieron

despedidas en dirección de ambos compañeros, dejando tras de sí un rastro de vísceras sanguinolentas. El despojo paso por encima de ellos, rociándoles con una lluvia de sangre. Alzando el brazo para protegerse la cara, al joven Gwyllun se le revolvió el estómago.

—¡Malditos estúpidos. Apartaros! –la voz de Fiobun se elevó por encima de la algarabía general, los gritos, los gruñidos de la bestia, y los gemidos de dolor. Los soldados que aun estaban vivos se apresuraron a obedecer la orden el veterano Fiobun. En pocos segundos se formó un círculo, en cuyo centro quedó el Demonio Negro. Los ambarinos ojos del monstruo les observó inescrutablemente. Gwyllun conocía las historias que hablaban sobre aquellos seres

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alados de la Montaña D’ga, historias en las que se hablaba sobre su astucia tanto como sobre su

salvajismo. Quizás aquellos ojos amarillos y lenticulares no dejasen ver expresión alguna, pero el joven tuvo la certeza de que el khal’rardh estaba analizando la nueva situación. La idea de enfrentarse a un bicho de aquel tamaño, tan peligroso y horrible como era, y que además poseyese inteligencia provocó que Gwyllun se estremeciese de pies a cabeza.

Los cuerpos de dos docenas de soldados yacían mutilados, formando un montón, a los pies de la bestia. ¿Cuántos más perecerían antes de que ésta fuera destruida?.

El Demonio Negro soltó un bramido que sacudió el suelo e hirió los tímpanos de los soldados. Al joven le heló la sangre al oír el rugido.

Demasiados.

**

Deteniéndose en el umbral de la puerta abierta, Yllianna observó con gesto preocupado el mar de gente que pasaba corriendo frente a ella por la calle. Los gritos de hombres y mujeres

referentes a algún tipo de monstruo no hicieron más que confirmar las terribles sospechas que bullían en el interior de la elfa.

Soltando un hondo suspiro, y ciñéndose la gruesa capa de terciopelo azabache que la cubría, comenzó a andar a paso vivo. Dirigiéndose hacia el sur, hacia la Puerta Meridional.

Allí, se enfrentaría a uno de los enemigos ancestrales de los elfos.

**

—¡Silencio!

Aquella era la cuarta vez que la voz autoritaria de Tharial Kholannir Albor, el Portavoz del Consejo, se elevaba para imponer silencio entre los reunidos, pero igualmente por cuarta vez, nadie le hizo caso. La irritación que sentía el hombre dio paso a la cólera. Se levantó bruscamente y estrelló el Martillo de Argaellorn contra la pulida superficie de la mesa de roble. Un sonoro crujido sacudió la Sala del Consejo y finísimas astillas volaron en todas direcciones.

Con su desproporcionada acción consiguió lo deseado. Todas las conversaciones cesaron de inmediato y tres docenas de cabezas se volvieron para mirarle con los ojos bien abiertos por la sorpresa.

—Gracias. –manifestó con sequedad, y sarcasmo. Muchas de las expresiones sorprendidas se tornaron ceñudas.

—Lord Tharial, vuestra... –una mujer rubia, y elegantemente vestida de seda y terciopelo azul, se levantó de su asiento. Sus palabras fueron cortadas por el Portavoz del Consejo.

—No he pedido vuestra opinión, mi señora Kalandra. –el rostro de Kalandra enrojeció por la humillación, y sus ojos echaron chispas, llamas de puro odio. Pero no dijo nada y Tharial volvió sus ojos hacia el resto de los rostros que lo contemplaban.— Amigos. Amigas. Creo que

ha llegado el momento de tomar una solución. De momento nuestra muralla nos protege del Rey

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Brujo de Vanhur y su ejército. Pero ahora debemos enfrentarnos también a un Demonio Negro.

Mi propuesta es que… –en ese momento miró fijamente cada uno de los rostros.— enviemos un heraldo a Tarmuin Tanagrin en el que le comuniquemos nuestra rendición.

Durante un breve instante, reinó el silencio. Luego estalló el caos.

—¡Nunca!

Gritos semejantes reverberaron en la Sala.

Tharial Kholannir Albor se recostó en el respaldo de su confortable sillón. Imperturbable a los numerosos rostros que lo contemplaban llenos de rabia, que bramaban y le criticaban como un traidor. Que clamaban que Vadramlar jamás se había rendido, y que jamás lo haría.

Aquello casi quebró su impasibilidad. ¡Cómo habría querido reírse!. Pero no lo hizo, ya habría tiempo para reírse.

Si debía rendir la ciudad ante el ejército invasor vanhurian para conseguir sus ambiciones, lo haría. Costará lo que costase. Y a quien costase.

Bien sabían los dioses, que él no moriría antes de haber cumplido su sueño.

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“Sagrada Zaldhya”, pensó Yllianna, deteniéndose de golpe y mirando con los ojos desorbitados por el horror la carnicería a la que había llegado tras doblar una esquina.

El khal’rardh se alzaba entre ella y la Puerta Meridional, a unos seis o siete metros. Sus ojos ambarinos relucían del ansia de matar. Angustiada, la elfa contempló paralizada como aquel monstruo destrozaba con sus garras a los guardias que se acercaban demasiado. Yllianna

sacudió la cabeza, sintiendo deseos de llorar. Así nunca acabarían con el Demonio Negro. Que la joven elfa supiera, sólo habían existido tres guerreros que se enfrentaron solos a un khal’rardh y se alzaron con la victoria. L’ankarir Fenrr, el actual Rey de los Elfos, quien perdió la mano izquierda. Druim Drachdragonar, Señor de los Picos Tempestuosos, quedó tuerto tras su combate. Y Varacin Kaladiandar, el Consorte de la Batalla, el Elegido de Cyanna.

Pero ninguno de aquellos hombres era uno de ellos, por muy buenos guerreros que pudieran ser. Sólo la magia causaba un daño serio a aquellas criaturas infernales.

Pese a conocer las estrictas leyes daianas sobre la magia que no fuera clerical, Yllianna tomó una decisión. Sin magia, aquellos hombres morirían, y aún más caerían bajo las horribles garras del Demonio Negro en su ansia asesina.

Tras aspirar con fuerza, la elfa tomó con ambas manos el bastón y lo giró hasta que quedo paralelo al suelo. Se abrió a la Matriz, la fuente de la magia de los elfos, y el torrente de energía que la colmó de pura vitalidad le hizo latir el corazón más deprisa.

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Sus labios comenzaron a entonar el cántico mágico, mientras en su interior rezó a

Zaldhya, la Diosa Madre del Pueblo Élfico, que le transmitiera el poder suficiente para acabar con el khal’rardh.

**

Medio musitando plegarias y medio gruñendo maldiciones, Gwyllun sacó a rastras a

Fiobun de debajo del cadáver mutilado que le había caído encima. El guardia veterano sólo mascullaba maldiciones e imprecaciones que habría hecho que el joven guerrero se sonrojase de haber sido una situación distinta. El choque le había roto una pierna, pero el hombre luchaba por levantarse y volver a la lucha contra el Demonio Negro.

Al igual que él, Fiobun tenía profundos cortes en los brazos, causado por las afiladas garras de la bestia. A Gwyllun todavía le maravillaba el haber salido relativamente indemne del enfrentamiento.

—Suéltame, muchacho. –espetó Fiobun, iracundo.– Ese maldito hijo de un murciélago va a lamentar esto.

Gwyllun se mantuvo en silencio –añadir que el que se hubiera roto la pierna le había salvado la vida, no parecía algo oportuno—, sino que continuó arrastrando al veterano guerrero hasta la garita del guardia que custodiaba la Puerta Meridional. Dejando a su compañero con la espalda apoyada en el muro de la garita, el joven entró en ésta y se puso a buscar dos listones de madera y un trozo de cuerda.

Tras una breve búsqueda halló lo que necesitaba y salió rápidamente a reunirse con Fiobun. Con la misma presteza se arrodilló al lado del herido y tras arrancar la tela del pantalón

a la altura de la rodilla izquierda, comenzó a entablillar la pierna rota. Mientras sus manos se movían con celeridad, el joven observó el estado de la extremidad. De la cara exterior de la pierna le sobresalía un protuberante bulto, que ya comenzaba a tornarse negro. El joven apretó los labios, preocupado. Necesitaba un Sanador, y pronto.

—¡Por las barbas de Huam! –el gritó de Fiobun hizo levantar la cabeza a su joven compañero. El rostro del veterano translucía una expresión sorprendida. Pero antes de que pudiese preguntar nada, exclamó— Mira, muchacho. ¡Mira a tu espalda!

Gwyllun obedeció, y cuando vio lo que había sobresaltado a su compañero, su propio rostro reflejó una expresión similar.

Sus compañeros guardias se habían retirado, al igual que Fiobun y él, a la sombra de los edificios, y al igual que ellos, contemplaban con una mezcla de maravilla y temor al khal’rardh y a su único adversario, una hermosa elfa de llameantes cabellos rojizos que empuñando un largo bastón carmesí, lanzaba una y otra vez flechas de pura luz al monstruo.

**

Tarmuin Tanagrin se había sentido plenamente exultante cuando el Demonio Negro descendió y desapareció al otro lado de las altas e imponentes murallas de Vadramlar. Un torrente de regocijo había recorrido sus venas, enardeciendo su corazón, vigorizando su espíritu.

Ahora, sin embargo, la duda comenzaba a emerger dentro de él, a roerle. A aquellas alturas, el khal’rardh debería haber abierto ya el portón de entrada, permitiendo así la entrada de su ejército en la ciudad.

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El soberano de Vanhur soltó un gruñido de irritación. Su mente rememoró las dudas que

le había manifestado momentos antes el joven Lord Gharrak acerca del Demonio Negro. ¿Acaso había fallado en sus cálculos? ¿Sería posible que aquella bestia se hubiera liberado, hubiera roto los hechizos que la ponían bajo su control y ahora sembrara el caos y la muerte, dando rienda suelta a su ansia de matar interminable?. Quizás había sido así.

En su interior, el hombre sintió crecer la cólera mientras su mirada se clavaba con intensidad en las blancas y altas murallas de la ciudad, cómo si pretendiera abrir un agujero en ellas sólo gracias a sus ojos. ¡Nada se interpondría en su camino! ¡Nada impediría que viera cumplido su destino!

¡Sería el dueño del mundo!

**

Tharial Kholannir y veintitrés de los treinta y seis miembros del Consejo, salieron de la Ciudadela montados a caballo, y rodeados por una escolta se encaminaron hacia la muralla sur. Cabalgando en primer lugar, Tharial se permitió esbozar una sonrisa satisfecha; realmente, se sentía orgulloso de si mismo. Había logrado convencer a más de la mitad de sus iguales de que rendirse al rey vanhurian era la opción más acertada. Tras su comprensible y brusca reacción inicial, Tharial había comenzado a enumerar las razones que le impulsaban a proponer tal

medida. La muralla había resistido de manera admirable el primer embate mágico, tal y cómo las leyendas que todos conocían aseguraban, cierto; pero ¿quién podía asegurar firmemente que la magia de la muralla resistiría?. Unos cuántos, Lady Kalandra Novarr Ausundra había sido la más vehemente, habían manifestado sus desacuerdos. ¿Acaso los K’a’hani no cumplían con el Rito de Renovación cada mañana, y así desde hacía un milenio, cumpliendo con la Tradición?. Tharial había asentido, le había dado un punto de razón a su más directa y peligrosa rival. Sin

embargo, había contraatacado inmediatamente. Tal vez estarían poniendo demasiada fe en los Preservadores y en la magia que alimentaba la muralla; tal vez, los K’a’hani –los Preservadores—, no supieran realmente por qué hacían lo que hacían. Después de todo,

quinientos años atrás habían renunciado a la Hechicería a favor de los Poderes clericales. ¿Quién sabía la manera en que aquel cambio había influido en la muralla? Él, había argumentado con humildad, desde luego que no, y tampoco estaba dispuesto a arriesgar la vida de tantos inocentes sólo por una creencia que podría ser tan verdadera como falsa. Su golpe definitivo

llegó con el argumento de que si Su Majestad Tarmuin de Vanhur había logrado esclavizar a un khal’rardh, entonces era más que probable que consiguiera alzarse con la victoria en aquella empresa.

Después de aquello, la mayoría votó por la rendición. Tharial Kholannir Albor había vencido, y Lady Kalandra Novarr Ausundra había abandonado la Sala del Consejo a paso vivo y furibunda, seguida de sus partidarios. Tharial se había sentido complacido al verla vencida.

—No creo que esa mujer se quede de brazos cruzados, Lord Kholannir. –manifestó de pronto la profunda voz de Brenos Rhanmu, el Comandante Superior la Ciudadela, a su lado izquierdo.

Tharial le miró y esbozó una sonrisa.

—Yo tampoco, Brenos. Yo tampoco.

La mirada del soldado se fijo en la suya, unos ojos duros, grisáceos. Era la mirada de un guerrero.

—Puedo enviar a varios hombres a que la arresten. –Tharial sonrió ante el ofrecimiento del Comandante. Brenos no era un hombre demasiado brillante, nunca comprendería las

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sutilezas del juego político, sin embargo, si era excelente en su puesto. Y si Tharial Kholannir era

el Portavoz del Consejo, su deber era protegerlo de cualquier posible amenaza.

—No os preocupéis de Lady Novarr, Brenos. –fue cuanto dijo él. ¿Para qué revelar que ya

había dispuesto medidas respecto a la mujer? Tharial confiaba en el guerrero... pero no hasta ese punto.

Brenos no dijo nada, sino que se limitó a lanzarle una inexpresiva mirada. Después, asintió y se retrasó para reunirse con sus hombres.

Justo en ese momento, la tierra se sacudió con violencia bajo ellos.

**

El khal’rardh estaba mal herido. Una de sus alas membranosas y negruzcas había sido

arrancada de cuajo, y ahora un muñón manaba sangre de un color rojo intenso y oscuro, casi negro, cómo si de una fuente se tratase, sin contar los numerosos corte profundos y sangrantes

que ya decoraban su enorme cuerpo. Si, se dijo Gwyllun, el Demonio Negro estaba malherido... y muy furioso.

La lucha entre el monstruo y la elfa no se había detenido en ningún momento. De hecho, se había intensificado y recrudecido. El último conjuro de la elfa, una enorme bola de fuego, había inclinado en opinión del joven soldado el combate en su favor. La bola había derribado al khal’rardh cuando éste, tras haberse elevado en el aire a unos buenos veinte metros, se había arrojado sobre la hechicera mientras le lanzaba ráfagas de aire denso y oscuro. La bola ígnea le había impactado y desviado en su vertiginoso descenso en picado; el Demonio Negro había chocado contra el suelo con tanta fuerza que la tierra había temblado bajo los pies de Gwyllun, quien contemplaba todo con ojos abiertos de par en par.

La mirada del joven se posó en la elfa. Ella no había salido tampoco indemne del

enfrentamiento. Las negras ráfagas de aire habían causado heridas en la piel de la elfa, aunque por suerte estas habían sido pocas. A los ojos de Gwyllun las más graves eran las que había sufrido en el hombro izquierdo y en la mano del mismo lado. Pese a que el joven se encontraba a algo más de doce metros, podía ver con más o menos claridad los delgados zarcillos de humo cerúleo que ascendían de la piel en ambas zonas heridas, ahora tornadas éstas en un color verduzco y amarillento bilioso. Sorprendentemente, Gwyllun sintió inquietud por el estado de aquella desconocida.

De pronto el khal’rardh abrió su horrible boca dentada y rugió, atrayendo nuevamente la atención del joven soldado. El silencio que lo siguió fue tan absoluto, tan marcado en

comparación que pareció prolongarse durante unos interminables minutos en lugar de unos segundos. Demonio y elfa, ambos se contemplaron con fijeza, con odio. Pero el del primero era una ardiente mirada preñada de sed de sangre, mientras que la segunda era una mirada fría, que reflejaba venganza.

Gwyllun supo entonces que el combate no se prolongaría mucho más.

Al otro lado de la plaza, la elfa alzó su bastón y la luz azulada que nació en su extremo superior comenzó a envolverla. La hechicera iba a efectuar el ataque final.

6

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El halcón, de brillantes plumas doradas y rojizas, se posó en uno de los torreones de la

Puerta Meridional. Sus garras rasparon sobre la piedra del alféizar de la ventana de la estructura y el ave lanzó un graznido mientras agitaba majestuoso sus alas y su emplumada cabeza. Al segundo siguiente, el halcón desapareció en el interior de la torre almenada.

Si alguien hubiese mirado hacía arriba, seguramente se habría sorprendido al contemplar que tras la desaparición de la rapaz, de la ventana surgió un relampagueante resplandor dorado, y cómo un hombre joven ataviado con una túnica carmesí se asomaba a la ventana del torreón de vigilancia.

Apoyando sobre el alféizar, Gharrak a’Kalemra de Urvoda fijó sus ojos en el Demonio Negro mientras éste despedazaba a los soldados que se arrojaban sobre él. Su rostro se mantuvo impasible mientras observaba la carnicería, y realmente aquello no le afectaba. Para cualquier vanhurian la vida era lo suficiente salvaje y violenta como para que aquello le pudiera resultar conocido.

El sonoro chirrido de los goznes de una puerta al abrirse, llegó en algún punto a su

espalda. Inconscientemente, Gharrak giró sobre sus talones, extendió las manos hacia el frente y pronunció el primer conjuro que acudió a su mente.

El arquero daiano que en ese momento entraba en la atalaya no tuvo tiempo de

manifestar sorpresa al verle, ni siquiera pudo gritar antes de que la onda de denso aire, tan cortante como una cuchilla, conjurada por el Hechicero le partiese por la mitad.

Con un ruido sordo, la parte superior del cuerpo cayó sobre el enlosado, vertiendo sangre en su caída, y tras ella. Un espeso charco de sangre se formó en pocos segundos. Poniendo cuidado para no pisarlo, Gharrak se asomó presuroso por el hueco de la puerta. Ésta daba a una escalera de caracol, contando un rellano previo aunque demasiado pequeño para llamarlo así. A una distancia de metro y medio, las antorchas que colgaban del muro externo iluminaban las oscuras piedras de la escalera. No se oían ni voces ni el ruido de botas ascendiendo por ella. Con

cuidado, Gharrak se introdujo de nuevo en el interior de la atalaya y cerró suavemente la

puerta. Los goznes chirriaron quedamente, e igual de quedo fue el chasquido de la cerradura cuando la puerta encajó en su sitio.

De repente, se quedo quieto, completamente inmóvil. Casi dejó de respirar. El aire había adquirido algo distinto, pero a la vez tan familiar en la vida de un hechicero. Los pelos de la nuca y de sus brazos se le habían puesto de punta, el corazón le latía más deprisa. De repente su cuerpo se había puesto alerta. Gharrak sabía la razón. Alguien estaba utilizando la Magia... aunque de una manera extraña.

A paso vivo, el joven vanhurian caminó hasta la ventana y se asomó. Lo que vio le hizo arrugar el entrecejo, pensativo y levemente preocupado. El Demonio Negro sólo tenía por oponente ahora a una mujer de cabellos rojizos, quien con cuyo bastón le atacaba una y otra vez con bolas de fuego y rayos ¿Podría ser que uno de los Clérigos de Melanna hubiese acudido a enfrentarse al khal’rardh? No, eso era algo del todo imposible. O como poco, improbable.

No, aquella manera de emplear la Magia no se parecía en nada a la que se enseñaba en

Vanhur –y en el resto de Escuelas de las Artes Arcanas, según recordaba de los tiempos en que fue aprendiz—. Era Magia, de eso no cabía duda; nada en su sensación, en su percepción, indicaba que fuera semejante a los conjuros utilizados por los clérigos y los sacerdotes. Era Magia, pero... Gharrak gruñó, sintiéndose invadido por la frustración al no poder comprender con exactitud lo que sentía.

Musitando cuatro palabras de poder, su cuerpo volvió a sufrir un cambio. De nuevo, un halcón de plumas doradas y rojizas alzó el vuelo y abandonó la atalaya.

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**

Decir que el rey estaba furioso habría sido quedarse corto en la apreciación. Con un brusco tirón, Tarmuin Tanagrin retiró la hoja de su espada del cuerpo que acababa de ensartar.

El destrozado cadáver del hechicero que había sido Azuer a’Jhogan cayó pesadamente sobre el suelo terroso, empapándolo con un torrente de sangre y vísceras.

Nadie se movía a su alrededor, ni siquiera osaban respirar sonoramente.

—Alhanda. Yrkan. Quiero ver derribada esa muralla. –la voz profunda del Rey fue tornándose más y más gélida a medida que hablaba— Quiero ver ejecutados a la mitad de sus

habitantes. Quiero las cabezas del Consejo y sus familiares. Y lo quiero antes de que termine el día.

El monarca clavó las espuelas en los flancos de su montura y haciéndola cabriolar, se alejó cabalgando ladera abajo, hacía la enorme carpa que constituía su tienda.

Con la faz vacía de color, Alhanda a’Kalemra contempló como su señor se alejaba. ¡Por todos los Dioses! ¡Podría haber sido ella en vez de Azuer!

—Despertad. –la mujer giró rápidamente la cabeza, su miedo reemplazado por la cólera. Cuales dagas, sus ojos miraron fijamente a Yrkan Almuran.

—Ya habéis oído, mi Señora. Nuestro Rey quiere la ciudad y la quiere ahora. –sin dedicarle

por más tiempo su atención, el adusto General Supremo de los Drahkkoran se volvió hacia sus igualmente oficiales de rostros pétreos. Cinco de los Doce Comandantes habían acudido con el ejército junto a sus correspondientes guerreros; en total sumaban poco más de ochocientos de aquellos salvajes entre los salvajes, fanáticos entre los fanáticos, guerreros sin cerebro que vivían y morían cuando y donde su Rey apuntase.

Con gesto envarado, la altiva hechicera hizo girar a su grácil yegua y se alejó hacia el apartado grupo de hombres y mujeres ataviados con largas túnicas de oscuros carmesíes, apagados dorados y plateados y sombríos azules.

—Debo hablar con mi hermano de inmediato, Thaora...

—Lord Gharrak no se encuentra aquí, Alta Dama. –repuso la morena mujer, una hechicera de esbeltas caderas y rostro afilado, lo suficientemente llamativo para despertar ciertos celos en Alhanda; la Hechicera de Urvoda nunca había soportado a ninguna mujer que despertase el interés de los hombres... salvo que esa mujer fuese ella misma.

Alhanda se limitó a contemplarla inexpresivamente. La muerte de Azuer llameó en su mente como un recordatorio.

—Entonces, Thaora, buscadle. U os prometo por todos los dioses que antes de enfrentarme a la ira de nuestro Rey vos moriréis primero.

En la delgada cara de la mujer de esfumó el color. Thaora era una de las pocas vanhurian cuya piel era casi tan nívea como la nieve, pero tras palidecer parecía más bien una estatua. Tras una profunda genuflexión, la hechicera se marchó apresuradamente a cumplir las órdenes.

Poco más tarde, mientras Alhenda se encontraba en su tienda, recostada sobre su cómoda butaca y saboreando el dulce néctar de miel servido por su sirviente, Thaora entró. Por la palidez de su rostro, Alhenda pudo imaginarse lo que le iba a comunicar.

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—Alta Dama, yo... –las palabras murieron en su garganta, se convirtieron en un

inarticulado gorgoteo.

Las piernas de la subalterna le fallaron y la mujer se vino abajo pesadamente,

derrumbándose como un fardo. Alhenda no se inmutó, ni se movió. Permaneció tranquilamente sentada en su acolchonada butaca, observando impávida como Thaora se agitaba frenéticamente y se agarraba con ambas manos la garganta intentando respirar.

La hechicera de Urvoda agitó un par de veces los dedos de la mano derecha mientras sus labios pronunciaban quedamente palabras susurrantes y extrañas. Cuando terminó, las sacudidas de la otra mujer se volvieron más violentas, el rostro adquirió rápidamente una tonalidad purpúrea. Viendo como agonizaba, los labios de Alhenda, sensuales, se curvaron en una sonrisa cruel, satisfecha.

—Basta, Alhenda.

Sorprendida, la mujer alzó bruscamente la cabeza hacia la entrada de su tienda. Mientras contemplaba como su hermano entraba en el habitáculo, fue ligeramente consciente de cómo su hechizo se rompía. Thaora, tendida entre ambos hermanos, había dejado de debatirse y ahora respiraba entrecortada y sonoramente.

Sin embargo, la suerte de la hechicera menor había dejado de interesar a Alhenda. Su expresión de sorpresa desapareció, sustituida por el severo ceño que también conocía su hermano menor.

—¿En el nombre de Ehluras, se puede saber donde has estado, Gharrak?

Por toda respuesta el joven de oscuros cabellos esbozó una sonrisa. Luego avanzó unos pasos y se agachó junto a Thaora, a quien ayudó a levantarse. El rostro de la mujer estaba

pálido, pero se notaba que estaba recuperando el color a medida que su respiración se iba

normalizando. Cuando los ojos de Thaora se posaron en Alhenda, se le abrieron como platos, comenzó a llorar y a temblar. El Alto Hechicero le susurró algo al oído, lo que pareció tranquilizar a la mujer. Salió con ella de la tienda.

A su regreso, Alhenda se encontraba todavía sentada. Le miró intensamente, intentando dilucidar el extraño comportamiento de su hermano. Gharrak nunca había sido un alma caritativa, ni altruista. Ni un defensor en contra de las injusticias. Como ella, era en todos los sentidos un vanhurian. Despiadado. Ambicioso. Puede que algo menos que ella, pero siempre había sabido lo que pensaba Gharrak casi tan bien como si pudiese leerle la mente. Ahora en cambio...

Gharrak se caminó hacia ella y tomó asiento en la otra butaca que su hermana tenía para recibir visitas. Aquella sonrisa intrigante apareció de nuevo, lo que irritó a la mujer.

—¿Me contarás ahora lo que sucede, hermano?

La sonrisa de Gharrak se ensanchó.

—El khal’rardh está muerto. –anunció y soltó una queda risotada. A Alhenda se le encogió el corazón. Se inclinó hacia delante, con los ojos entrecerrados echando chispas.

—¡Estúpido! –siseó— ¡Si el Rey descubre que has matado a su mascota…..!

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—Tranquilízate, hermana. Yo no fui… pese a que entre en la ciudad con esa intención, bien

lo sabe Ehluras. –Gharrak se recostó en el alto respaldo de su asiento, agitó una mano y al instante apareció una copa llena de oscuro y rojo vino en ella. Tras sorber un trago, prosiguió:

—Lo hizo una hechicera elfa.

Alhenda volvió a recostarse, mientras soltaba un sonoro suspiro lleno de alivio y

perplejidad. Aliviada por que su hermano no se hubiera puesto en posición desfavorable a los ojos del Rey Brujo, aliviada también al saber que el Demonio negro había dejado de representar un peligro en potencia. Sin embargo, el asunto de la hechicera elfa…

—Cuéntame todo lo que hayas visto. Tal vez podamos utilizar este imprevisto en nuestro beneficio.

7

Yllianna se dejó caer sobre el taburete de amplio asiento y recostó la espalda sobre el frío muro de piedra de la sala parroquial de la posada en la que se alojaba. Extenuada hasta cotas imposibles de imaginar, la elfa cerró los ojos. Debía descansar lo que pudiese.

No tardó en concentrarse, sumiéndose en un estado de meditación que solamente el Pueblo élfico, y los magos, podrían llegar a conseguir. Su organismo comenzó el trabajo de

reponer las energías gastadas, mientras ella se relajaba más y más. Con todo, una parte de su consciente siguió prestando oídos a la conversación que se desarrollaba a unos metros de ella. Aquel grupo de humanos hablaba en tono quedo, pensando así que ella no podría escucharles. Qué poco sabían.

—Hay que encerrarla. –dijo, categóricamente Tharial Kholannir. –Sabéis, como yo, que la magia está prohibida en cualquiera de las ciudades-estado de Daia.

—Ha salvado a la ciudad, Portavoz Albor. Mató a un khal’rardh. –añadió la Consejera Ausundra, con énfasis. Entre los otros miembros del Consejo se alzó un murmullo de asentimiento. Como bien sabía todos, sólo tres personas habían vencido a uno de ellos en combate singular; los tres, poderosos guerreros.

—Eso sólo, es motivo suficiente para exculparla de cualquier delito. –terció la voz de una mujer joven, Lady Jhealna Labbyn Uhrrdias, miembro del Consejo desde hacia unos meses –tras la trágica muerte de su padre— y simpatizante de Lady Kalandra Novarr Ausundra.

Tharial se sentía cada vez más irritado. Ambas mujeres llevaban cerca de diez minutos protestando una y otra vez, acosándole sin tregua. Ha decir verdad, Melanna era testigo, se sentía bastante tentado de ordenar a Rhanmu que se ocupase de ambas Consejeras.

CONTINUARÁ...