LA CAZADORA DE ALMAS de Alyson Noël – Primer Capítulo

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Si alguna vez sientes que el tiempo se detiene a tu alrededor, puede que pienses que es normal. Y tendrás razón. Pero si además te persiguen extraños seres luminosos, los cuervos se ríen de ti y todo el mundo cree que estás loca, lo más probable es que seas una cazadora de almas, y las cosas, claro, se complicarán un poco. Ésta es la historia de Daire Santos, una chica casi normal que deberá huir al remoto Nuevo México en busca de su destino. Allí, su misteriosa abuela la ayudará a desentrañar los enigmas de su pasado y los desafíos del futuro. Y también allí, en las polvorientas llanuras de Enchantment, conocerá a Dace, el hombre de sus sueños -¡literalmente!-, y el mundo se sacudirá hasta sus cimientos. Dace es un muchacho atractivo de increíbles ojos azules, pero... ¿de qué lado está? ¿Podrá Daire confiar en él, o será un aliado más de las oscuras fuerzas que debe destruir...?

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Guías espirituales animales

CuervoCuervo representa el misterio, la magia y un cambio en la conciencia.

Nos enseña cómo darle forma a lo informe. Al ayudarnos a encarar

nuestros defectos, nos recuerda que poseemos el poder de transformar

cualquier cosa si tenemos el valor de enfrentarnos a ella. Puesto que es

capaz de cambiar de forma de manera natural, el espíritu de Cuervo

nos permite camuflarnos de la mejor manera en cada situación, incluso

hacernos invisibles para los demás. Cuervo nos ayuda a utilizar la ma­

gia de las leyes espirituales para hacer aparecer aquello que necesita­

mos y para crear la luz en la oscuridad.

CoyoteCoyote representa el humor, la astucia y los reveses de la fortuna. Nos

enseña a obtener el equilibrio entre la sabiduría y la estupidez. Puesto

que es un adversario sagaz, nos recuerda que debemos tener en cuenta

todas y cada una de las circunstancias antes de desarrollar un plan que

nos permita conseguir nuestros objetivos; sin embargo, como supervi­

viente que es, Coyote también tomará medidas extremas para asegurar

el bienestar de su descendencia. Es un embaucador ingenioso, y así el

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espíritu de Coyote nos muestra cómo adaptarnos y divertirnos casi en

cualquier ocasión. Si bien la magia de Coyote no siempre funciona

como se pretendía, siempre tiene un propósito.

CaballoCaballo representa la libertad, el poder y la iluminación espiritual.

Nos enseña los beneficios de la paciencia y la amabilidad, y que las re­

laciones positivas son de cooperación. Posee una gran energía y veloci­

dad, y así nos insta a despertar nuestro poder para seguir adelante y

alcanzar todo nuestro potencial. Al ser un animal fuerte y poderoso, el

espíritu de Caballo nos recuerda nuestra fuerza interior y nos da el co­

raje necesario para avanzar y tomar nuevas direcciones. Caballo nos

conmina a llevar las cargas de la vida con dignidad, sin apartarnos de

nuestra búsqueda espiritual.

LoboLobo representa la protección, la lealtad y el espíritu. Nos enseña a

equilibrar nuestras necesidades con las de la comunidad; nos resalta la

importancia de los rituales para establecer el orden y la armonía, y que

la verdadera libertad requiere disciplina. Puesto que es un animal inte­

ligente con sentidos muy desarrollados, nos anima a buscar un modo

de evitar los problemas, y a luchar sólo cuando es inevitable. El espíri­

tu de Lobo, un gran maestro, nos insta a escuchar nuestros pensamien­

tos internos para encontrar los niveles más elevados de personalidad e

intuición. Lobo nos protege y nos empuja a tomar el control de nues­

tras vidas, a encontrar un nuevo camino y a honrar las fuerzas de la

espiritualidad.

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ÁguilaÁguila representa la iluminación, la sanación y la creación. Nos enseña

que, aunque somos libres para poder elegir nuestro camino, debemos

aceptar que los demás también son libres para hacer lo mismo. Con su

habilidad para ascender e inspeccionar todas las direcciones, nos re­

cuerda que debemos ver la vida desde una perspectiva superior. Como

símbolo de gran poder, el espíritu de Águila indica que debemos acep­

tar responsabilidades mayores que nosotros mismos y utilizar el don de

la claridad para ayudar a otros en épocas oscuras. Con alas y patas

fuertes, Águila trasciende los mundos y nos anima a buscar elevadas

cotas espirituales sin apartar los pies de la tierra, y a consumar todo

nuestro potencial espiritual como fuerza creativa.

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P rimero llegaron los cuervos.

Toda una bandada asesina de cuervos.

Rodearon el cementerio en estricta formación, observándolo

todo con sus ojos redondos y oscuros, vigilando sin descanso mien-

tras sus lustrosos cuerpos negros se zarandeaban al son del viento.

Eran ajenos al calor sofocante y al escaso oxígeno del ambiente pro-

vocados por los salvajes incendios que abrasaban el cielo carmesí y

rociaban cenizas ardientes sobre los asistentes al entierro.

Para aquellos que eran sensibles a esas cosas, fue un signo que

no podía pasarse por alto. Y Paloma Santos, segura de que la súbita

muerte de su hijo no había sido ningún accidente, interpretó la pre-

sencia de los cuervos como lo que realmente era: no un simple augu-

rio, sino una especie de heraldo que señalaba que el siguiente en la

línea de sucesión había llegado. Que, de hecho, estaba justo allí, en

aquel cementerio.

Sus sospechas se vieron confirmadas en el instante en que pasó

un brazo tranquilizador sobre los hombros de la novia de su hijo,

consumida por el dolor, y percibió la forma de vida que crecía en su

interior.

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La última Santos.

Una nieta cuyo destino se había vaticinado mucho tiempo atrás.

Sin embargo, si los cuervos lo sabían, también otros podrían sa-

berlo. Aquellos a quienes nada les gustaría más que destruir a la niña

nonata, asegurarse de que jamás tuviera la oportunidad de reclamar

su derecho de nacimiento.

Pensando únicamente en la seguridad de su nieta, Paloma aban-

donó el entierro mucho antes de que se derramara el primer puñado

de tierra sobre el ataúd. Se prometió guardar silencio y pasar desa-

percibida hasta el decimosexto cumpleaños de la niña, cuando su

nieta descubriera dentro de sí misma una necesidad de consejo que

sólo Paloma podría aplacar.

Dieciséis años para prepararse.

Dieciséis años para reparar sus mermados poderes, para mante-

ner encendida la llama de su legado hasta que llegara el momento de

transmitirla.

Esperaba poder aguantar. La muerte de su hijo conllevaba un

precio que iba mucho más allá del sufrimiento.

Si no conseguía sobrevivir, si no lograba acceder a su nieta a

tiempo, la vida de la niña acabaría de manera trágica, prematura,

igual que la del padre de ésta. Era un riesgo que no podía correr.

No había nadie más a quién seguir.

Demasiadas cosas en juego.

La niña nonata tenía el destino del mundo en sus manos.

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Uno

H ay momentos en la vida en los que todo se detiene.

La tierra titubea, la atmósfera se congela, y el tiempo

se arruga y se pliega sobre sí mismo hasta convertirse en un enorme

y exhausto aglomerado.

Y eso mismo ocurre de nuevo cuando atravieso la pequeña puer-

ta de madera del riad en el que Jennika y yo nos hemos alojado du-

rante las últimas semanas, justo al dejar atrás el silencio del patio con

aroma a rosas y madreselva para adentrarme en el caos del laberinto

serpenteante de la medina.

Sin embargo, en lugar de imitar esa quietud como suelo hacer, esta

vez decido seguirle el juego y probar algo divertido. Avanzo junto a las

paredes de color salmón y me sitúo frente a un hombrecillo que se ha

quedado paralizado a media zancada; coloco los dedos sobre el suave

algodón blanco de su gandora y la giro con suavidad hasta que la chi-

laba queda en la dirección contraria. Luego, tras agacharme para pa-

sar bajo un gato negro sarnoso que parece volar, congelado en medio

de un salto, me detengo en una esquina y me tomo un momento para

cambiar de sitio los relucientes faroles de latón que vende un anciano.

Después me dirijo al siguiente puesto, donde me pruebo un llamativo

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par de babuchas azules y, como me gustan, dejo atrás mis viejas sanda-

lias de cuero y un puñado de ajados dírhams como pago.

Me arden los ojos por el esfuerzo de mantenerlos abiertos, pero

sé que en el mismo instante en que parpadee, el hombre de la gando­

ra estará un paso más lejos de su destino, el gato aterrizará sobre su

objetivo y dos vendedores contemplarán sus mercancías con total

perplejidad. La escena retomará su caos eterno.

No obstante, cuando atisbo a la gente brillante merodeando en

la periferia, estudiándome con la minuciosidad con la que suele ha-

cerlo, me apresuro a cerrar los ojos para no verla. Espero que esta

vez, como todas las demás, se desvanezcan también. Que vuelvan

adonde quiera que vayan cuando no se dedican a vigilarme.

Antes creía que todas las personas vivían momentos como este,

hasta que un día se lo conté a Jennika y ella, con mirada incrédula,

me acusó de sufrir jet lag.

Jennika le echa la culpa de todo al jet lag. Asegura que el tiempo

no se detiene para nadie, y que tenemos la obligación de acostum-

brarnos a su paso frenético. Pero incluso entonces yo ya sabía que

ella estaba equivocada. Me he pasado la vida atravesando husos ho-

rarios, y lo que había empezado a experimentar no tenía nada que

ver con un reloj corporal destartalado.

Con todo, tuve mucho cuidado de no volver a mencionarlo. Es-

peré en silencio, paciente, con la esperanza de que el momento no

tardara en repetirse.

Y así fue.

A largo de los últimos años ha ocurrido cada vez con más fre-

cuencia. Y desde que llegamos a Marruecos, he tenido una media de

tres a la semana.

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Un chico de mi edad pasa a mi lado y me roza con el hombro

de manera deliberada; la ardiente mirada de sus ojos oscuros me

recuerda que debo cubrirme bien el cabello con el echarpe de seda

azul. Doblo la esquina, impaciente por llegar antes que Vane y es-

tar en la plaza Djemaa el-Fna al anochecer. Me adentro en la plaza,

donde me encuentro con una larga fila de asadores al aire libre

llenos de cabras, pichones y otros animales inidentificables, cuyos

cuerpos despellejados y lustrosos rotan en las espitas y llenan el

aire de un humo especiado y sabroso. El hipnótico arrullo de la

melodía del encantador de serpientes flota desde el lugar donde

unos ancianos, sentados con las piernas cruzadas sobre gruesas al-

fombras, tocan sus pungis mientras las cobras de ojos vidriosos se

alzan ante ellos. Toda la escena se desarrolla al ritmo hechizante de

los tambores gnawa, que no dejan de retumbar al fondo, como si

fueran la banda sonora de la resurrección nocturna de una plaza

fascinante.

Respiro hondo y saboreo la intensa mezcla de aceites exóticos y

jazmín mientras echo un vistazo a mi alrededor, consciente de que

esta será una de las últimas veces que vea la plaza así. El rodaje aca-

bará pronto, y Jennika y yo nos marcharemos a cualquier otro lugar,

a cualquier otra locación que requiera sus servicios como maquilla-

dora galardonada. Quién sabe si regresaremos alguna vez…

Me abro camino hasta el puesto de comida más cercano, el que

está situado al lado del encantador de serpientes. Allí aguarda Vane.

Necesito tomarme unos segundos para aplastar el irritante aguijoneo

de debilidad que inunda mi estómago cada vez que lo veo. Cada vez

que me fijo en su cabello alborotado rubio arena, en sus ojos azul

oscuro y en la curva suave de sus labios.

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«¡Idiota! —pienso mientras niego con la cabeza. Y luego aña-

do—: ¡Estúpida!».

Sé muy bien cómo son las cosas. No puede decirse que no co-

nozca las reglas.

La clave es no involucrarse, no permitir nunca que alguien te

importe. Sólo debo concentrarme en pasarla bien y no mirar atrás

cuando llegue el momento de partir.

El hermoso rostro de Vane, al igual que todas las caras bonitas

que han precedido a la suya, pertenece a sus legiones de fans. Ningu-

na de esas caras ha sido mía… y nunca, jamás, lo serán.

Puesto que me he visto inmersa en distintos escenarios cinema-

tográficos desde que tuve la edad suficiente para que Jennika me

llevara en una mochila a la espalda, he interpretado mi papel como

la hija de un miembro del personal en innumerables ocasiones, y las

normas son: quedarse quieta, no estorbar, echar una mano cuando se

necesita y no confundir nunca las relaciones que surgen en el rodaje

de una película con la vida real.

El hecho de haberme relacionado con famosos durante toda la

vida hace que no me impresione con facilidad, y ésa, probablemente,

es la razón principal por la que a ellos siempre les caigo bien. La ver-

dad es que aunque no estoy mal (alta, delgaducha, con pelo largo y

oscuro, piel clara y unos brillantes ojos verdes que la gente suele elo-

giar), soy una chica del montón. No obstante, nunca me desmorono

cuando conozco a alguna celebridad. Nunca me ruborizo, no me

pongo nerviosa ni me aturullo. Y lo cierto es que están tan poco acos-

tumbrados a eso que por lo general siempre acaban persiguiéndome.

Mi primer beso fue en una playa de Río de Janeiro, con un chico

que acababa de ganar un premio MTV al «Mejor beso» (me quedó

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muy claro que ninguna de las votantes lo había besado de verdad).

El segundo fue en Pont Neuf, en París, con un chico que acababa de

salir en la portada de Vanity Fair. Y aunque son más ricos, más fa-

mosos y más acosados por los paparazzi… lo cierto es que nuestras

vidas no son tan distintas.

La mayoría de ellos son vagabundos, gente que vive su vida igual

que yo vivo la mía. Voy de un lugar a otro, de una amistad a otra, de

relación en relación… Es la única vida que conozco.

Resulta difícil establecer lazos duraderos cuando tu dirección

permanente es un buzón de correos de veinte centímetros en el al-

macén de UPS.

Aun así, no puedo evitar que mi respiración se acelere, que se

me encoja el estómago mientras me acerco a Vane. Y cuando él

se da la vuelta y esboza esa sonrisa lánguida y perezosa que está a

punto de hacerlo famoso en el mundo entero, cuando me mira a los

ojos y me dice: «Hola, Daire: felicidades por tu decimosexto cum-

pleaños», no puedo evitar pensar en los millones de chicas a las que

les gustaría calzar mis puntiagudas babuchas azules en este preciso

instante.

Le devuelvo la sonrisa, hago un gesto con la mano para restarle

importancia a lo del cumpleaños y luego vuelvo a enterrarla en el

bolsillo de la chaqueta militar verde oliva que siempre llevo puesta.

Finjo no notar cómo me recorre con la mirada, desde el cabello cas-

taño que asoma bajo el echarpe a la altura de la cintura y la ceñida

camiseta de tirantes decolorada que llevo bajo la chaqueta, hasta los

jeans oscuros ajustados y las flamantes babuchas.

—Qué chulas. —Coloca el pie al lado del mío para mostrarme la

versión unisex del mismo calzado. Se echa a reír cuando añade—:

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Quizá podamos lanzar al mercado una marca de babuchas cuando

volvamos a Estados Unidos. ¿Qué te parece?

Podamos. Nosotros.

No existe un nosotros.

Yo lo sé. Él lo sabe. Y me molesta que intente aparentar otra

cosa.

Las cámaras dejaron de rodar hace horas, pero él sigue interpre-

tando un papel. Se comporta como si nuestro breve rollito pasajero

significara algo más.

Se comporta como si en realidad no fuera a terminar mucho an-

tes de que estampen en nuestros pasaportes el sello de regreso.

Y no hace falta más que eso para que la irritante sensiblería que

se había apoderado de mí se apague como un llama bajo la lluvia.

Para que la Daire que conozco, la Daire en la que soy una experta,

vuelva a ocupar su lugar.

—Me parece improbable. —Sonrío con sorna al tiempo que le

doy una patada en el pie. El golpe es algo más fuerte de lo necesario,

pero se lo merece por creerme lo bastante imbécil como para tragar-

me su actuación—. Bueno, ¿qué te apetece? ¿Comemos algo? Me

muero por una de esas brochetas de ternera, y quizá tome también

alguna de salchichas. Ah, ¡y comer unas patatas fritas sería genial!

Me dirijo a los puestos de comida, pero Vane tiene otra cosa en

mente. Me coge de la mano y enlaza sus dedos con los míos.

—Dentro de un minuto —dice al tiempo que tira de mí hasta

que mis caderas chocan con las suyas—. He pensado que podríamos

hacer algo especial… ya que es tu cumpleaños y todo eso. ¿Qué te

parece unos tatuajes que combinen?

Me quedo boquiabierta. Está bromeando, seguro.

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—Uno de esos de henna, ya sabes. Nada permanente. Se me ha

ocurrido que podría estar bien, ¿no? —Arquea la ceja izquierda a la

manera típica de Vane Wick, y tengo que esforzarme por no fruncir

el entrecejo en respuesta.

«Nada permanente.» Esa es la canción de mi vida, mi declara-

ción de intenciones, si se prefiere. Con todo, un tatuaje de henna no

es lo mismo que uno de tinta. Tiene su propia vida útil. Una que

perdurará hasta mucho después de que el jet privado financiado por

el estudio de Vane lo eleve hacia los cielos y lo aleje de mi vida para

siempre.

Sin embargo, no comento nada de eso.

—Sabes que el director te matará si te presentas mañana en el

rodaje cubierto de henna —le digo, en cambio.

Vane se encoge de hombros. Se encoge de hombros como lo he

visto hacer demasiadas veces, a demasiados actores jóvenes antes

que él. Ha entrado en el «modo divo». Cree que es indispensable.

Que es el único chico de diecisiete años con una pizca de talento, la

piel dorada, el cabello rubio ondulado y unos ojos azules penetran-

tes que pueden iluminar la pantalla y hacer que las chicas (y la mayo-

ría de sus madres) se desmayen. Es una forma peligrosa de verse a

uno mismo, en especial cuando vives en Hollywood. Es la clase de

pensamiento que te lleva a ingresos múltiples en clínicas de rehabili-

tación, a programas basura de televisión, a biografías desesperadas

realizadas por escritores fantasma y a películas de bajo presupuesto

que se estrenan directamente en DVD.

Aun así, no protesto cuando me tira del brazo. Lo sigo hasta la

vieja mujer vestida de negro que está sentada sobre una alfombra

beige con un montón de bolsitas de henna en el regazo.

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