La Cofradía de Los Incautos
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La cofradía de los incautos Vicente Fernández Saiz
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LA COFRADÍA DE LOS INCAUTOS
La venganza es el manjar más sabrosocondimentado en el infierno
Walter Scott
Yo ya había visto el reproductor de música digital que Alicia me había echado para
Reyes cuando ella estaba sacando de la bolsa el regalo que le había comprado. Fue entonces
cuando me di cuenta del tremendo error. No era posible que en aquella cajita tan diminuta
estuviera el colgante. Pero me percaté de ello demasiado tarde. Así que, de repente, me
encontré atrapado en mi propia indecisión. ¿Cómo se comunica a tu pareja que el regalo que
con tanta ilusión está abriendo no es el suyo? ¿Qué puede pensar en ese momento? ¿Que
eres idiota? ¿Que tienes otra mujer escondida en algún lugar y has confundido los regalos?
Porque, imagino que no puede ser tan difícil. Uno no es un jeque árabe con una docena de
esposas. Uno sólo tiene una mujer y por lo tanto únicamente debe estar pendiente de un
detalle. Pero es que no tenía ni idea de lo que había pasado, porque hacía ya unos quince
días que lo adquirí. Aproveché una mañana de sábado que había ido con ella a hacer la
compra semanal y con la disculpa de que iba a echar un vistazo a la sección de libros me
metí en la joyería. Eran nuestras primeras navidades juntos y, aunque aquel colgante de
plata con incrustaciones de cristales de Swarovski se salía bastante de lo que inicialmente
había decidido gastarme, pensé que se lo merecía. En un principio el amor entre nosotros
fue un castillo de naipes que habíamos intentado construir con las torpes manos de un niño
y que se venía abajo al poco de poner los cimientos. Pero, a pesar de aquellos estrepitosos
fracasos que nos dejaban asomados al abismo de la duda, la convencí para que se viniese a
vivir conmigo. Desde ese momento fui consciente de que estaba obligado a cuidar hasta el
más mínimo detalle en nuestra relación para que no se arrepintiese de haber dado aquel
paso. Y supuse que aquel colgante podía ser una pequeña muestra de mi gratitud. Sólo había
un problema: no podía llevarlo encima sin que se percatase de ello. Así que le pregunté a la
dependienta si era posible dejarlo allí y recogerlo a última hora de la tarde. Con una sonrisa
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2de anunciante de pasta dentífrica me comentó que no había ningún problema y se limitó a
apuntar un número del resguardo de compra en un pequeño papel que grapó en la bolsa.
Cuando volví a recogerlo no di importancia al hecho de que fuese otra chica la que me
atendió. La nueva dependienta me pidió el comprobante y me entregó el regalo sin
prestarme atención. Era ya casi la hora de cierre y no estaba para amabilidades. La larga cola
de espera que tenía ante ella le había hecho olvidar aquel primer mandamiento de la
empresa para con todo cliente y, en vez de un gesto amable, dejó caer un resoplido de
hastío.
Y ahora estaba allí, impasible ante el descubrimiento de mi fracaso. Además, para mi
desesperación, Alicia decidió desenvolver la caja con cuidado, como si el propio envoltorio
fuese parte del regalo. Por la expresión de su rostro, al descubrir el contenido, intuí que el
cambio no había sido favorable. No era para menos. Unos pendientes de bisutería barata,
más propios de un mercadillo que de una joyería, ocupaban el lugar que le correspondía al
colgante y aunque Alicia intentó dibujar una media sonrisa de complacencia acompañada de
un “gracias cariño”, supe que el calado de su decepción fue tan grande como el de mi
desesperación.
Azorado por la situación, expliqué con atolondramiento lo que intuía que había
ocurrido y antes de que Alicia dijera nada recordé que aún conservaba el tique de compra.
Con la avidez de un drogadicto con el mono de varios días de abstinencia, que se percata de
que guarda una dosis de emergencia, me fui a la habitación y registré la billetera que había
dejado en el cajón de la mesilla de noche. En su interior, junto a la tarjeta de crédito y el
carné de identidad, apareció el resguardo. Un simple vistazo a la cuantía de lo abonado le
sirvió para que constatara que aquel no podía ser el precio de semejantes baratijas.
Pasé la mañana en casa intentando espantar el disgusto atiborrando el reproductorde música de canciones de todo tipo, pero aquella tarea sólo me sirvió para recordar aún
más mi torpeza. Así que por la tarde le propuse a Alicia ir al cine y, después, como
desagravio, la invité a cenar. Ninguna de las dos cosas me quitaron de la cabeza el asunto del
colgante. Por eso la noche se me hizo interminable. Las horas transcurrieron lentas,
desparramándose como un espeso engrudo de minutos y, aunque ese día era el último de
mis vacaciones y no necesitaba madrugar, el amanecer me encontró despierto. Pensé en
levantarme, pero Alicia estaba profundamente dormida y había echado uno de sus brazos
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3por encima de mi pecho, buscando seguramente la tibieza de mi cuerpo. No quise
despertarla y aguanté en aquella postura hasta que unos tímidos rayos de luz descosieron
las costuras más altas de la persiana. Entonces, al moverme, emitió un leve gruñido a modo
de protesta, pero no se desveló. Se limitó a ocupar parte del lecho conyugal en un acto que
tenía más de conquista del espacio vacío que de búsqueda del cuerpo al que momentos
antes se aferraba.
Tras una ducha rápida y un café solo me precipité hacia el garaje. Faltaba algo menos
de media hora para que abrieran el centro comercial y tenía el tiempo justo para llegar a su
apertura. No albergaba muchas esperanzas de que pudiera deshacerse el error, pero las
pocas que tenía dependían en gran medida de que me atendiera la misma dependienta que
me vendió el colgante y de que no hubiera excesiva clientela.
Llegué cuando estaban abriendo las puertas y por un instante pensé que alguna
catástrofe acababa de sacudir la ciudad y el centro comercial era el lugar en el que decenas
de personas buscaban atropelladamente refugio. Instintivamente miré a mi alrededor
intentando encontrar la causa de semejante estampida y un rótulo que exhibía a una pareja
de actores de televisión cargados de bolsas con el logotipo de los grandes almacenes me
hizo comprender el motivo de aquella aglomeración: las rebajas. ¿Cómo no había caído
antes? Era siete de enero y mientras media ciudad se afanaba en cambiar el regalo que le
había tocado, la otra mitad se peleaba por encontrar la ganga del año.
Maldije mi suerte, pero ya no había marcha atrás. Penetré en el establecimiento y,
tras mirar con indiferencia a una mujer que estaba sentada en un peldaño de la escalera
quejándose de los daños colaterales que la estampida de apertura había causado en su
tobillo, tomé un pasillo exterior para no tenerme que abrir paso a empellones. Eso me
permitió alcanzar el departamento de joyería sin demasiados problemas. Pero era evidenteque aquel no era mi día. Al cargo del establecimiento estaba un joven trajeado que atendió
mi demanda con suma aplicación. Cuando terminé de exponer el caso me pidió el resguardo
de compra y los pendientes y me rogó que esperase un momento. Instantes después
apareció con otro compañero que debía ser su superior. No hubo concesiones. El único
arreglo posible fue que yo dejara los pendientes allí a la espera de que la otra persona
interesada pudiera venir a reclamarlos y subsanar así el equívoco. Les di el número de
teléfono para que me llamasen y me sugirieron que si en una semana no lo hacían podría
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4pasarme a recogerlos o, en última instancia y como un favor de la casa, descambiarlos; eso
sí, si el valor de la nueva adquisición superaba el ridículo precio que costaban, debería pagar
la diferencia.
Un día antes de lo estipulado llamé por teléfono. Después de un buen rato de espera
con una música de fondo que no hizo sino aumentar mi ansiedad, me pasaron con el
dependiente. Aunque estaba convencido de que era muy difícil que el nuevo propietario del
colgante fuese tan honesto como para devolverlo, la confirmación definitiva de que mi
sospecha se había cumplido me minó el ánimo de tal manera que ni siquiera quise ir a
recoger los pendientes. Pensé que hacerlo era asumir una derrota que no estaba dispuesto a
aceptar y, aunque Alicia se había dado por satisfecha con la buena intención que tuve, a mí
no me bastaba. Quienquiera que fuese aquel aprovechado no sólo me había robado, sino
que había herido mi orgullo y decidí que, al menos, merecía quedar grabado en la parte de
mi cerebro que se encargaba de almacenar la ira.
Pero no soy de los que guardan los rencores en cofres herméticos. Resulta más sano
dejar respiraderos por los que el tiempo evapore sus efluvios y vivir sin raspaduras en la
conciencia. Y estoy seguro de que con el tiempo hubiera acabado por olvidar el asunto sino
hubiese sido por la conversación que involuntariamente oí a Cubillas.
Cubillas es el jefe de estudios del instituto en el que trabajo este curso. Accedió al
puesto por ausencia de voluntarios y su falta de mano izquierda le ha hecho identificar el
cargo que ostenta con el de capataz de una hacienda. Tiene un buen porte para estar
rayando la frontera de los cincuenta, pero su carácter hosco y autoritario con la mayoría de
sus compañeros, le convierten en uno de esos tipos con una facilidad innata para hacerse
odioso.
Desde el primer momento en el que le conocí supe que no le nominarían para jefe deestudios del año. No se dignó ni mirarme a la cara cuando le dije que era el interino de
lengua. Se limitó a entregarme una carpetilla en la que había únicamente un folio con mi
horario y una ficha para que pusiese los datos personales. No hubo ni presentaciones ni la
más mínima información sobre lo que se esperaba de mí. Aunque, poco después, cuando
eché una ojeada al horario, supe que me había otorgado el honorífico título de pringado del
instituto. Y estaba claro que el tío se lo había currado, porque no debía ser nada fácil encajar
todas mis horas lectivas en las primeras y últimas de la mañana. Ni un solo día podía darme
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5el gusto de entrar un poco más tarde o salir antes. A eso había que añadir que prácticamente
tenía que pasarme toda la jornada en el centro, pues me había rellenado los huecos con más
guardias que las de un recluta en periodo de instrucción.
Con el paso de los días comprobé que la falta de habilidades sociales que Cubillas
exhibía parecía haberse contagiado al resto del personal. Gran parte del claustro lo
formaban profesores interinos que vivían lejos de allí y que consideraban su lugar de trabajo
como un paréntesis en sus aspiraciones hacia un destino mejor. Así que no se molestaban
mucho en buscar ataduras en forma de afectos ni implicaciones en proyectos que lo único
que les aportaba era alargar su jornada laboral.
Seguramente fue eso lo que hizo que pasara las horas libres del primer trimestre
dedicado a la preparación de las clases y a corregir trabajos, sin tener más relación con los
compañeros que la estrictamente necesaria para cuestiones pedagógicas y saludos de
cortesía. Y fue precisamente a los pocos días de llegar de vacaciones de Navidad cuando,
desde la sala de profesores, que daba pared con pared con el despacho que me habían
habilitado como tutoría, escuché la conversación de varias personas. Reconocí la voz del jefe
de estudios y las de Luengo y Urquijo, dos profesores que orbitaban siempre a su lado, y no
hubiese prestado atención a lo que decían sino fuese porque oí unas sonoras carcajadas.
Entonces, me picó la curiosidad e intenté conocer cuál era el motivo de aquellas risas.
Cubillas me lo puso fácil. Su voz ronca y profunda, que se elevaba varios tonos cuando tenía
a su alrededor un público entregado, atravesó con facilidad el tabique de ladrillos y lo que
escuché me dejó helado. El muy cerdo estaba alardeando del detallazo que le había
proporcionado la equivocación de una dependienta de unos grandes almacenes y hacía
cábalas sobre el alto valor que debía tener aquella joya, un trabajo único de orfebrería según
él.Sentí entonces que el mundo debía estar cobrándome alguna cuenta pendiente y
había decidido golpearme a traición con el peor de los puños: el del pérfido Cubillas. Porque,
¿qué cabía pensar de lo que había escuchado, sino que era él quien se había quedado con el
colgante que estaba destinado a Alicia? ¿Y ahora, qué? ¿Qué se supone que debía hacer?
¿Salir inmediatamente de allí y pedirle explicaciones?
A pesar de mi indignación, medité durante unos instantes la decisión a tomar,
sopesando los pros y los contras que mi respuesta acarrearía. Y consideré que, por el
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6momento, debía actuar con cautela. No podía abordarle por las bravas y exigirle que me lo
devolviera, porque antes debía tener la certeza de que el detallazo del que hablaba era el
colgante con cristales de Swarovski. Además, no creo que su orgullo y prepotencia le
permitieran confesar a su mujer que el amor que le profesaba estaba tasado en mucho
menos dinero de lo que ella daba por hecho a tenor del regalo que había recibido y lo único
que yo conseguiría sería ser el blanco de sus iras.
Cuando llegué a casa no le conté nada a Alicia. Pero debo reconocer que tiene un
sentido especial para adivinar mis preocupaciones. No sé si es que en mi rostro se enciende
una lucecita de alarma que sólo ella es capaz de percibir o simplemente soy un pésimo actor
y, cada vez que intento disimular cualquier cosa, sobreactúo y se me pone cara de lelo. El
caso es que no tardó en darse cuenta de que algún desasosiego rondaba mi mente y, con
esas artes oscuras que tienen la mayoría de las mujeres, acabó sonsacándomelo. Intentó
entonces quitar hierro al asunto y me aconsejó que me olvidase de él. Ella, al igual que el
bíblico Job, es capaz de aceptar cualquier catástrofe con una complacencia tal que a mí me
parece estúpida. Su filosofía de vida está sintetizada en el refrán popular de “no hay bien
que por mal no venga” y entiende los reveses y contrariedades que el devenir nos ocasiona
como parte del juego de la vida en las que unas veces se gana y otras se pierde. Yo, por el
contrario, soy más pasional, más vehemente y, sobre todo, bastante más orgulloso que ella y
decidí, a pesar de su consejo, que debía enterarme si era mi jefe de estudios quien se había
quedado con el colgante. Por eso, mientras le daba un beso como garantía de que el tema
había quedado cerrado, estaba pensando en cómo acercarme a Cubillas. Y sólo había dos
maneras de hacerlo: enfrentándome a él o buscando su alianza. Yo era demasiado joven y
cobarde para plantarle cara, así que elegí el convertirme en uno de sus acólitos.
Supuse que la mejor manera de conseguirlo era aprovechar algún momento en elque no estuviera ocupado. Recordé, entonces, que tenía por costumbre ir, en la hora del
recreo, a tomar un café a la máquina que habían instalado en la sala de profesores. Durante
un par de días estuve pendiente de sus pasos, pero pronto me di cuenta de que la tarea no
iba a ser sencilla. Cubillas, como si fuese un jefe de estado, iba siempre escoltado por Luengo
y Urquijo. Tuve que esperar hasta el tercer día para encontrarle solo. El timbre del inicio de
las actividades disolvió a sus dos guardaespaldas, pero él permaneció allí apurando el café.
Penetré en la sala mientras estaba de espaldas mirando por una de los ventanales y me
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7acerqué a la máquina dispensadora. Como si fuésemos colegas de toda la vida le invité a
otro café. Él se quedó un momento pensativo, no sé si porque de repente tomó conciencia
de mi presencia o porque no salía de su asombro al ver que era capaz de dirigirle la palabra
sin estar por medio alguna cuestión pedagógica. Porque creo que, exceptuando el día en el
que me presenté, únicamente en la sesión de evaluación de diciembre había oído mi voz.
Por un instante temí que rechazara mi ofrecimiento, pero no lo hizo y me encontré con un
jefe de estudios totalmente diferente al que yo conocía. En aquel ambiente de relajo pareció
haberse desprendido de la altivez que mostraba en el trato con sus subordinados de
profesión y por primera vez se interesó por cómo me iba en el instituto. Fue un “bueno,
¿qué tal lo llevas?” que pareció más un formalismo que un deseo de que yo le contara mis
penalidades.
No me resultó difícil entablar una conversación. Para ello sólo tuve que escuchar su
perorata de charlatán de feria sobre su concepto de educación y asentir, de vez en cuando,
con la cabeza. Desde esa posición me atreví a dar alguna opinión discordante de la suya que
le obligaba a criticar mi punto de vista, pero ya de manera cordial, considerando mis ideas
como un leve pecado de juventud.
Cuando abandonó la sala de profesores, con el pretexto de que tenía cosas que
hacer, tuve el presentimiento de que empezaba a caerle bien. Pese a ello decidí que no
debía precipitar las cosas y que era conveniente dejar pasar algún tiempo antes de volver a
buscar nuevos encuentros.
Mis sospechas no tardaron en confirmarse. A los dos días me abordó a la hora del
recreo y con una palmadita en la espalda a modo de saludo me invitó a que le acompañase a
tomar café. Estaba a su lado Luengo y, aunque mi intención era tener encuentros a solas con
él, porque imaginé que sería más fácil ganarme así su confianza, acepté. Tenía claro queponer algún pretexto a tan cordial invitación suponía dar un paso atrás en mis intenciones y,
dado que yo no era precisamente el profesor más popular del instituto, no me quedó más
remedio que acompañarles.
Me sorprendió la camaradería con la que me trataron. Eso hizo que sólo necesitase
unos minutos en darme cuenta de que entre ellos había una relación más estrecha que la
que se suele dar entre compañeros de trabajo. Hablaban con cordialidad y no faltaban las
bromas sobre la derrota del equipo de fútbol de uno de ellos o sobre el modelito tan
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8provocativo que ese día había llevado la profesora de inglés. Pero, a pesar de aquel buen
ambiente, permanecí un poco al margen tratando de no acaparar demasiado la atención, no
fuera a ser que el exceso de protagonismo por mi parte echara todo a perder. Así que me
limité a unirme a las jocosas risotadas sobre los comentarios machistas que Cubillas hizo de
la susodicha profesora y a intentar descifrar qué papel social desempeñaba cada uno de
ellos. No hacía falta tener el título de psicología para ver que Cubillas era el líder natural del
trío, porque, además de llevar la voz cantante, era el único que se libraba de las puyas que
continuamente se tiraban. Conmigo no se metieron. Aunque por mi condición de novato
debía ser un blanco fácil para sus chanzas, el hecho de ser el protegido del jefe de la
camarilla me dejaba, al menos momentáneamente, fuera de sus bromas.
El timbre de inicio de las clases puso punto final a aquel claustrillo y nos disipó a
todos con la misma efectividad que el sonido de una alarma antiincendios. Aquel primer
contacto no me había servido de mucha ayuda para descubrir lo que pretendía, pero me di
cuenta de que si seguían dejándome compartir con ellos el tiempo de recreo, tarde o
temprano, encontraría la manera de sacar el tema del colgante. Pero, era consciente de que
necesitaba aportar algo más que unas risas para llegar a formar parte del engranaje de
aquella sociedad sin que mi presencia chirriase demasiado. Una caja de pastas, que llevé al
día siguiente con la disculpa de que la semana anterior había sido mi santo, fue suficiente
para que rápidamente me consideraran miembro de pleno derecho de su camarilla. Y así no
tardé mucho en enterarme de la vida y obra de cada uno de ellos.
Carlos Luengo y Fernando Urquijo eran dos interinos sin remilgos a la hora de hacer
méritos para medrar. Para ambos era su segundo curso en el centro y ya habían conseguido
los favores del jefe de estudios en forma de beneficios fiscales en su horario. Los dos
actuaban como sus fieles lacayos que le reían las gracias y le apoyaban en los claustros. Alprincipio no entendía qué sacaba Cubillas con todo aquello, ya que ambas cosas me parecían
poca ganancia para una alianza tan antinatural. Debía haber algo más. Cubillas podía tener
muchos defectos, pero no era de los que daban puntada sin hilo.
Tuvieron que pasar varias semanas para que empezase a comprender qué
entramados secretos habían convertido aquella relación en una perfecta simbiosis. Fue el día
de San Valentín. Cubillas me invitó a tomar algo, porque era viernes y los viernes tenían por
costumbre ir los tres de tapas por los bares de la zona ya que, más tarde, él volvía al instituto
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9para diligenciar el papeleo pendiente de la semana. Yo acepté, casi como el último recurso
para averiguar algo del colgante, porque en ninguna de las confraternizaciones y
confidencias de la media hora de café se había vuelto a tocar la conversación que semanas
antes me había puesto en guardia. Tenía la esperanza de que la ingesta de unas cuantas
cañas soltase la lengua a alguno de ellos o me diera a mí las fuerzas necesarias para sacar el
tema. Cuando estábamos por la segunda ronda y habíamos dado buena cuenta de la
bandeja de pinchos que la camarera nos puso encima del mostrador fui consciente de que ya
iría comido a casa. Así que saqué el móvil y telefoneé a Alicia para comunicarle que no me
esperase. Al terminar, Cubillas me dijo que si se lo podía prestar un momento ya que, con el
ajetreo de la mañana, se había olvidado de hacer una llamada importante. Nada más
dejárselo se alejó unos metros para tener cierta intimidad e instantes después vi cómo
Urquijo le daba a Luengo con el codo y le hacía una indicación señalando con la cabeza hacia
Cubillas. Entonces, miré sin disimulo hacia donde estaba el jefe de estudios y observé que
gesticulaba en exceso y el tono de la conversación parecía tenso. Pero enseguida me di
cuenta de que mis dos compañeros se habían percatado del escrutinio descarado al que le
estaba sometiendo y para disimular pedí una nueva ronda a la camarera.
Cubillas no tardó mucho en volver. Se le había quitado la rigidez que momentos antes
tenía y parecía traer escritas en su rostro las letras de la palabra felicidad. Enseguida mostró
todo su afán en ser de nuevo el centro de la conversación, como si temiera que el poco
tiempo que había estado fuera de juego le hubiera hecho perder el mando. Se mostró
especialmente amable conmigo y empezó a darme jabón hablando de las buenas maneras
que había demostrado a lo largo del curso y de las inmejorables impresiones que los padres
de los alumnos tenían de mí. Luego, remató aquella salva de loas animándome a que pidiera
la continuación para el curso siguiente. Entonces supe que buscaba algo.No me equivoqué y aunque la conversación fue derivando hacia otos temas banales,
no tardó mucho en dejarlo caer. Me comentó que como era San Valentín iba a dar una
sorpresa a su mujer y acababa de llamar al hotel Casablanca para reservar el paquete
completo del día de los enamorados, que consistía en habitación y cena especial. El
problema era que, dada la demanda que presentaban en esa fecha, sólo le quedaban dos
habitaciones libres y no admitían reservas sin el pago por adelantado, por lo que quería que,
como a mí me pillaba de camino a casa, le hiciera el abono.
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10Me extrañó aquella faceta suya. No me cuadraba que fuese capaz de tener ese tipo
de detalles. Lo imaginaba como alguien despojado ya de aquellas seducciones más propias
de los alumnos a los que impartíamos clase que de un hombre que tenía la sensibilidad de
una desbrozadora. Porque, al principio del curso, mientras yo esperaba a Alicia sentado en
una de las terrazas de la cafetería de la primera planta del centro comercial, le vi subiendo
las escaleras mecánicas junto a su mujer y, desde aquella atalaya con vista panorámica, no
aprecié ningún síntoma de que fueran el paradigma del matrimonio ideal. Parecían una de
esas parejas juntadas por sorteo en una verbena. Ella era de una estatura muy inferior a la
de él y sin ningún tipo de atractivo físico. Para colmo debía tener un carácter fuerte, porque
iba echándole una buena reprimenda y Cubillas aguantaba el chaparrón cabizbajo, tirando
del carro de la compra con la misma mansedumbre que las bestias atadas a una noria.
Recuerdo que al ver aquella escena sonreí para mis adentros disfrutando con la idea de que
a lo mejor sí había un dios justo y equitativo que había puesto en la vida de Cubillas a aquella
mujer para que él también tuviese en ella su propio jefe de estudios. Así que no fue raro que
al hacerme semejante petición se me escapara alguna mueca extraña que él interpretó
como de desconfianza, porque enseguida se apresuró a sacar la billetera para darme dinero.
Mientras tanto, Luengo y Urquijo contemplaron la escena como si fuesen dos convidados de
piedra y tan solo exhibieron una sonrisa cínica cuando Cubillas finalizó su demanda
diciéndome que debía hacer la reserva a mi nombre ya que el recepcionista me pediría un
carné de identidad. Todo aquello me pareció un tanto inusual y quise negarme, pero lo había
presentado como algo tan natural que no encontré una disculpa que no pareciese artificiosa
y acabé aceptando. Instantes después, el jefe de estudios apuró de un trago la cerveza y con
una palmada en el mostrador y un “hasta la semana que viene” se dirigió hacia la salida.
Luengo fue tras él como si tuviera la obligación de no dejarle ni a sol ni a sombra y sóloUrquijo tuvo la deferencia de esperarme mientras pagaba la ronda. Al salir a la calle vimos a
Cubillas doblar la esquina en dirección al instituto y Urquijo masculló un “ ¡qué cabronazo!”
que se suponía no debía haber oído. Pero lo oí y él se percató de ello al ver mi mirada
interrogativa. Entonces, como si acabaran de inyectarle el suero de la verdad, empezó a
contarme qué había detrás de aquella exclamación que su inconsciente dejó escapar en un
tono demasiado alto.
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11Cubillas no tenía ninguna cita con su queridísima esposa. Con ella hacía tiempo que
había dado por finiquitado el juego de seducciones que él interpretaba como indispensable
sólo durante la fase de cortejo y dejaba esos menesteres para sus nuevos amoríos. Porque, a
su currículum de cualidades innobles, había que añadir la de incorregible mujeriego. Que
eran ya muchas las veces que se le había visto con compañía femenina y, según se
rumoreaba, su parienta debía olerse algo, porque le había amenazado con sacarle la maleta
a la calle en cuanto le pillara en el más mínimo renuncio. Pero no parecía tener enmienda y
prueba de ello era que había quedado con su nueva conquista y era con ella con quien tenía
previsto pasar la tarde en la habitación y con quien degustaría después una romántica cena
con velas y flores. Además, Cubillas no se conformaba con engañar a su cónyuge, sino que su
falta de escrúpulos no le impedía aprovecharse de sus lacayos para no dejar huellas de su
infidelidad. Para ello se aseguraba siempre de hacer las llamadas desde el móvil de alguno
de sus acólitos, el mismo a quien solía embaucar para que le reservara el lugar en el que
tenían lugar sus citas. Y esta vez no sólo había llamado al hotel como a mí me había dicho.
Telefoneó también a su mujer para poner una excusa con la que justificar que llegaría tarde.
Por lo que Urquijo me contó, esto último era algo que hacía a menudo y, dado su cargo de
miembro del equipo directivo, lo tenía fácil para alegar cualquier reunión de última hora que
acababa siempre con la inevitable ronda de cañas que servían para limar asperezas y
cohesionar el grupo.
Al principio, me costó creerme aquella confesión. Sabía de sobra que Cubillas era un
ser despreciable, pero me resultaba difícil imaginar que su personalidad se desdoblara al
estilo de Jekyll y Hyde y fuese capaz de cambiar su carácter agrio y su actitud machista por
un comportamiento digno del mejor casanova. Sin embargo, a medida que Urquijo iba
inventariándome su vida secreta, las dudas iniciales acabaron por convertirse en evidencias.Creo que nada pudo hacerme tanto daño como aquel descubrimiento. Fue peor que
si el mismísimo Cubillas me hubiera traído una foto del colgante. Aquella confesión no sólo
me llevó a comprender las gratificaciones que el jefe de estudios obtenía de aquellos que
pululaban a su lado, sino que me certificaron una terrible realidad: yo era un auténtico
pardillo. Un pardillo que, al igual que antes Luengo y Urquijo, había sido captado para la
causa de Cubillas y formaba ya parte de la cofradía de los incautos, la hermandad que había
fundado para su beneficio.
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La cofradía de los incautos Vicente Fernández Saiz
12Al despedirme de Urquijo dudé entre desviarme al hotel a cumplir el encargo o
mandarlo todo a la mierda. Estaba cabreado porque debía haberme olvidado del asunto
como me recomendó Alicia. Pero hice caso omiso a su consejo y ello, no sólo no me había
aportado ninguna pista nueva sobre el colgante, sino que me acababa de conducir a un
cruce de caminos en donde, tomara la dirección que tomara, no me traería nada bueno.
Al final no tuve los arrestos necesarios para dejar a Cubillas con el culo al aire.
Consideré que sería más prudente, dado el poder vengativo que emanaba de su cargo,
tomarme un tiempo para plantear una nueva estrategia de combate o izar la bandera blanca
de la rendición. Así que me dirigí al hotel.
El Casablanca era un coqueto edificio de dos plantas de estilo victoriano muy
apropiado para romanticismos de fines de semana. La planta de abajo albergaba la
recepción, el comedor y una sala de estar y en la de arriba estaban las habitaciones. A ellas
se podía también acceder por una entrada lateral que daba directamente a la calle, lo que
hacía del hotel un lugar idóneo para quienes querían pasar desapercibidos a posibles
miradas furtivas. El recepcionista únicamente me pidió, como me había advertido Cubillas, el
carné de identidad. Apuntó los datos en el ordenador, le pagué y me ofreció la llave. Le dije
que no era para mí y con un leve alzamiento de hombros me indicó que tanto le daba. Sin
embargo, a mí sí me importaba. No me hacía ninguna gracia que a aquel hombre se le
pasara por la imaginación que mi respuesta era una de las muchas disculpas que en más de
una ocasión le habrían dado para ocultar algún desfogue extraconyugal. Eso hizo que al
abandonar aquel lugar un sentimiento de autodesprecio me anegara el ánimo y pensé que
no era buena idea irme directamente a casa. Tenía el convencimiento de que no sería capaz
de disimularlo y Alicia, como siempre, acabaría sacándome el motivo de mi preocupación.
Así que decidí entrar en una cafetería situada frente al hotel con la esperanza de quepudiera servirme de eventual refugio hasta que mi indignación perdiera parte de su
consistencia. Busqué una mesa cercana al ventanal desde donde con cierta discreción podía
observar el exterior, pedí un café y, como si de un espectador de pasarela se tratase, dejé
que el mundo desfilara ante mis ojos.
Estaba a punto de pedir la cuenta cuando vi aparecer a Cubillas. Cruzaba la calle que
daba a la entrada del hotel apurando el paso y mirando a sus alrededores con recelo, como
si temiese que hubiera francotiradores en las esquinas. Atravesó la puerta sin titubeos y me
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13pregunté si su amante tardaría mucho en llegar. Sentí entonces curiosidad por saber cómo
serían sus gustos en cuestión de mujeres. ¿Las preferiría rubias o morenas? ¿Sería acaso uno
de esos hombres que poseen una habilidad oculta para el flirteo y se habría liado con alguna
veinteañera? ¿O, quizás fuese él el engatusado por los encantos y zalamerías de alguna
cazafortunas con pretensiones más altas que la de ser una simple querida? Como no tenía
prisa, me propuse alargar aquel juego de elucubraciones un poco más, lo que me ocupase en
tomar otro café, A lo mejor con algo de suerte alguna mujer sola entraba en el Casablanca y
aunque no tendría forma de saber si sería la que Cubillas estaba esperando, me pareció
divertido imaginármelos juntos.
En esas andaba cuando entre el ir y venir de viandantes que pasaban ante mí
distinguí una figura conocida: la profesora de inglés, la misma que había sido motivo de
algún que otro comentario machista en los cónclaves del café. La casualidad quiso que se
parara unos instantes delante del ventanal. Entonces, disimuladamente y sin saber que
estaba siendo observada se atusó el pelo y se compuso el cuello del abrigo. No necesité verla
entrar en el hotel para saber que dentro la esperaba Cubillas. El colgante de cristales de
Swarovski que dejó al descubierto en aquel acto de coquetería la delató.
* * * * * *
La venganza es un plato que se sirve frío. Quizás sea así porque necesita su tiempo de
preparación. Hay que ser paciente y esperar a juntar todos sus ingredientes. Un número de
teléfono grabado en el buzón de llamadas del móvil, una cita secreta y una habitación de un
hotel fueron los míos. Luego, no hay nada como degustarla desde un lugar con vistas. La
mesa de aquella cafetería era ideal. Desde allí se divisaba la entrada del hotel sin ser visto.
Así que telefoneé a Alicia, me disculpé nuevamente por no haber ido a comer y la invité a
cenar. Esta vez el detalle me saldría gratis. Había pagado Cubillas, pero estaba convencido deque tan pronto no aparecería por el comedor del Casablanca. Hice una seña al camarero
para que me cobrase y me aseguré, mediante una generosa propina, de que no le importara
el que me quedase allí un rato más. Por nada del mundo quería perderme la llegada de la
mujer de mi jefe de estudios. Seguro que vendría hecha un basilisco. La llamada anónima
desde el teléfono público de la cafetería comunicando los devaneos amorosos de su marido,
a buen seguro la habría enfurecido.