LA CONCIENCIA LINGUISTICA EN EL TEXTO CIENTIFICO

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LA CONCIENCIA LINGUISTICA EN EL TEXTO CIENTIFICO Esteban Torre El autor de textos científicos, o técnicos, o científico-técnicos, se enfrenta a la hora de redactar su "mensaje" a una serie de problemas que, fundamentalmente, no difieren de los de cualquier otro "creador de textos" en la lengua natural, común y cotidiana. Tiene clara conciencia de sus limitaciones, tanto en el dominio de los contenidos de lo que quiere decir, como en el terreno de las formas, del cómo decir lo que quiere decir, a fin de que sus palabras expresen realmente lo que deben expresar. Y si esto sucede en Ja creación de textos destinados a la exposición de las investigaciones científicas, el problema adquiere una mayor complejidad cuando se trata de textos relativos a la enseñanza de las ciencias, o a la divulgación científica, cuyos destinatarios están presumiblemente menos avezados en la interpretación de ese tipo de mensajes. En estos casos, el autor es consciente de que, además de la ineludible exactitud en la elección léxica y en Ja construcción sintáctica, necesita ir realizando en todo momento una especie de reescritura o reformulación textual que facilite la receptividad y la comprensión por parte del destinatario. En otras palabras: debe ir glosando, definiendo sus propios términos, autoanalizando y parafraseando su propio discurso. Como se ha señalado oportunamente en una reciente tesis doctoral (Claudio Giovanardi: Linguaggi scientifici e lingua comune nel settecento, Roma, 1987), es precisamente el fin divulgativo el que hace que el texto científico se sirva de procedimientos de reformulación textual para facilitar la adquisición de un término o de una expresión técnica. Y es, sin duda, en el lenguaje técnico-científico donde el texto aparece como neto producto de la reflexión lingüística del autor. En este sentido, la revista "Langue ha venido dedicando en Jos últimos años una especial atención a varios aspectos del estudio de los lenguajes técnico-científicos (Les vocabulaires techniques et scientifiques, 1973; La vulgarisation, 1982; technique et scientifique: reformulation, enseignement, 1984). La cuestión es ciertamente compleja y no debe quedar reducida, como en ocasiones puede parecer, a una discusión de terminología. Suele, en efecto, oponerse el lenguaje científico y técnico al lenguaje común sobre la base del gran número de neologismos que el enorme desarrollo del primero trae consigo. Todo se limitaría, pues, a una tarea de limpieza idiomática, de fidelidad a la pureza de la lengua común. Asl, por ejemplo, una tomografia axial computadorizada (T.A.C.) eliminaría cautamente el exceso de influencia anglosajona I.S.S.N.: 1132-0265 PHILOLOGIA HISPALENS/SS (1993) 81-86 http://dx.doi.org/10.12795/PH.1993.v08.i01.06

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LA CONCIENCIA LINGUISTICA EN EL TEXTO CIENTIFICO

Esteban Torre

El autor de textos científicos, o técnicos, o científico-técnicos, se enfrenta a la hora de redactar su "mensaje" a una serie de problemas que, fundamentalmente, no difieren de los de cualquier otro "creador de textos" en la lengua natural, común y cotidiana. Tiene clara conciencia de sus limitaciones, tanto en el dominio de los contenidos de lo que quiere decir, como en el terreno de las formas, del cómo decir lo que quiere decir, a fin de que sus palabras expresen realmente lo que deben expresar.

Y si esto sucede en Ja creación de textos destinados a la exposición de las investigaciones científicas, el problema adquiere una mayor complejidad cuando se trata de textos relativos a la enseñanza de las ciencias, o a la divulgación científica, cuyos destinatarios están presumiblemente menos avezados en la interpretación de ese tipo de mensajes. En estos casos, el autor es consciente de que, además de la ineludible exactitud en la elección léxica y en Ja construcción sintáctica, necesita ir realizando en todo momento una especie de reescritura o reformulación textual que facilite la receptividad y la comprensión por parte del destinatario. En otras palabras: debe ir glosando, definiendo sus propios términos, autoanalizando y parafraseando su propio discurso.

Como se ha señalado oportunamente en una reciente tesis doctoral (Claudio Giovanardi: Linguaggi scientifici e lingua comune nel settecento, Roma, 1987), es precisamente el fin divulgativo el que hace que el texto científico se sirva de procedimientos de reformulación textual para facilitar la adquisición de un término o de una expresión técnica. Y es, sin duda, en el lenguaje técnico-científico donde el texto aparece como neto producto de la reflexión lingüística del autor. En este sentido, la revista "Langue fran~aise" ha venido dedicando en Jos últimos años una especial atención a varios aspectos del estudio de los lenguajes técnico-científicos (Les vocabulaires techniques et scientifiques, 1973; La vulgarisation, 1982; Fran~ais technique et scientifique: reformulation, enseignement, 1984).

La cuestión es ciertamente compleja y no debe quedar reducida, como en ocasiones puede parecer, a una discusión de terminología. Suele, en efecto, oponerse el lenguaje científico y técnico al lenguaje común sobre la base del gran número de neologismos que el enorme desarrollo del primero trae consigo. Todo se limitaría, pues, a una tarea de limpieza idiomática, de fidelidad a la pureza de la lengua común. Asl, por ejemplo, una tomografia axial computadorizada (T.A.C.) eliminaría cautamente el exceso de influencia anglosajona

I.S.S.N.: 1132-0265 PHILOLOGIA HISPALENS/SS (1993) 81-86

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que representa "computer" en la expresión T.A."computerizada". Del mismo modo, en lugar de "escancelar un comando" en nuestro ordenador personal, mejor haríamos en decir simple y llanamente anular una orden.

Es así cómo en el Vocabulario científico y técnico de la Real Academia de Ciencias, de 1983, que pretende, según se indica en su prólogo, "informar al lector culto sobre términos que circulan hoy en la literatura usual, mediante definiciones y un repertorio de palabras apropiadas a las nuevas ideas que en la Ciencia y en la Técnica surgen con inusitada aceleración", podemos leer: "Ante la oleada de neologismos que, con los nuevos conceptos, se incorporan al lenguaje científico y técnico sin que tengan expresión castiza en que apoyarse, hay que rendirse a la realidad que los ha introducido ya en el lenguaje común en el que adquirieron carta de naturaleza. Las nuevas ideas originan nuevas palabras sin dar tiempo a que los lingüistas las perfilen y se hace preciso para entendernos, como escribió uno de nuestros predecesores, entreabrir las puertas del español al neologismo forastero, mas extremando la prudencia, ya que las raíces del idioma llegan a lo más hondo del habla de los pueblos y las voces que lo forman han de tener precaución y autoridad antes de que el uso las imponga. Por ello, desde aquí, solicitamos la colaboración de autores, traductores y escritores a fin de que el auge de la Ciencia no deteriore con su terminología la pureza del idioma patrio."

Al deseo -buen deseo, en todo caso- de conservar inmaculada la pureza del idioma patrio, se añade un nuevo enfrentamiento dicotómico: terminología versus idioma. Es sabido cómo, frente a las palabras del lenguaje común, los términos del lenguaje técnico-científico se presentan a veces como portadores de unas características peculiares. Así, en el lenguaje común dominaría la vaguedad y la ambigüedad, en virtud de la polisemia y la sinonimia de algunos vocablos, según las cuales una misma palabra puede tener varios significados y un solo significado puede expresarse mediante varias palabras; en el lenguaje científico y técnico, por el contrario, existiría una correspondencia biunívoca entre los términos y los conceptos, o entre los términos y las realidades a que los conceptos aluden, de tal manera que a cada término correspondería un solo concepto y a cada concepto un solo término.

Así las cosas, y en aras de la ciencia, podríamos concebir el ambicioso proyecto de ir sustituyendo gradualmente las palabras por términos, convirtiendo el lenguaje científico en una terminología formalizada, la cual acabaría por optimizar el lenguaje con vistas a una ulterior utilización automática en el dominio absoluto de la computadora, el robot y la cibernética. Ciencia o ficción, posible o imposible, ¿es esto algo realmente deseable?

Una breve incursión histórica puede ayudarnos a fij ar los límites del problema. Permítaseme hacer una rápida recapitulación de dos momentos cruciales en el desarrollo de la ciencia y de la terminología científica. El primero concierne a la encrucijada renacentista, y más en concreto al renacimiento científico español, centrándonos en la figura del médico­filósofo Juan Huarte de San Juan, quien, juntamente con los también médicos Gómez Pereira y Francisco Sánchez el Escéptico, ha sido considerado como precursor de la Ciencia de Bacon y el Método de Descartes. El segundo momento histórico es el tránsito de la Ilustración a la Ideologia en los años cruciales de la Revolución Francesa, fijando la

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atención en la figura del químico Antoine-Laurent Lavoisier y su reforma de la nomenclatura química.

El médico Juan Huarte de San Juan publica en 1575 un original ensayo sobre la naturaleza de la inteligencia humana con el título de Examen de ingenios para las ciencias. Punto de arranque de las modernas ciencias de orientación profesional, el Examen de ingenios contiene valiosas observaciones sobre los mecanismos que están en el fondo del aspecto creador del uso del lenguaje, que suponen una considerable aportación al estudio de la conciencia lingüística del hombre de ciencia de su época.

Para Huarte de San Juan, las lenguas son absolutamente convencionales. Entre el nombre y el sentido no existe una conexión natural e intrínseca. Las palabras significan lo que significan por pura convención. "Las lenguas -dice Huarte- fue una invención que los hombres buscaron para poder entre sí comunicarse y explicar los unos a los otros sus conceptos, sin haber en ello más misterio ni principios naturales que haberse juntado los primeros inventores, y a buen pláceme, como dice Aristóteles, fingir los vocablos y dar a cada uno su significación." Y, en otro lugar, afirma: "Todas las lenguas no es más que un antojo y plácito de aquellos que las inventaron, sin tener fundamento en naturaleza."

Así pues. los vocablos están "fingidos", construidos, hechos por los hombres, "sin tener fundamento en naturaleza". A cada uno de los vocablos va unida una significación "a buen pláceme", por un "plácito" o acuerdo de los seres humanos "para poder entre sí comunicarse". De ahí deduce Huarte una importante consecuencia: "De ser las lenguas un plácito y antojo de los hombres, y no más, se infiere claramente que en todas se pueden enseñar las ciencias." Si las lenguas humanas consistieran tan solo en listas inertes de vocablos y significaciones, ocurriría que algunas lenguas podrían resultar insuficientes con respecto a otras "para explicar los conceptos". Pero no es así. La lengua aparece como un sistema de posibilidades combinatorias infinitas, a través de la interrelación de sus elementos. Por eso "en todas se pueden enseñar las ciencias".

Las lenguas son convencionales, sí. Pero no hay que confundir "convención" con una completa "arbitrariedad" o "inmotivación" del signo lingüístico. La defensa a ultranza de la arbitrariedad del signo, por parte del lingüista suizo Ferdinand de Saussure, ha sido en nustros días convenientemente matizada por Stephen Ullmann y otros estudiosos de la Semántica, quienes han puesto de manifiesto la existencia de un gran número de palabras claramente motivadas; a saber, todas aquellas que se forman por derivación o composición, y las que se basan en una metáfora o algún otro tipo de tropo.

Para Huarte de San Juan, las lenguas "no se pueden sacar por razón, ni consisten en discurso ni raciocinio; y, así, es necesario oír a otros el vocablo y la significación que tiene, y guardarlo en la memoria". Entra aquí en juego el carácter acústico y memorizable del signo lingüístico. Es preciso conservar en la memoria la imagen acústica de las palabras, indisolublemente unida a una determinada significación. Las palabras tienen que adaptarse a las exigencias estructurales del sistema de la lengua. Ni el individuo ni la sociedad pueden forzar arbitrariamente el equilibrio del sistema. Por otra parte, las conexiones entre la

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imagen acústica y la memorización no carecen de fundamentos anatomofisiológicos, dadas las estrechas relaciones que hoy sabemos que existen, en sus localizaciones cerebrales, entre la zona auditiva, el centro del lenguaje y la memoria.

Los "primeros inventores" de las lenguas, sigue diciendo Huarte, "fingieron los vocablos a su plácito y voluntad, pero fue un antojo racional, comunicado con el oído, con la naturalezade la cosa, con la gracia y el donaire en el pronunciar". La lengua no es, por tanto, el fruto de un azar caótico: el plácito de sus inventores hubo de ser respetuoso con las características fonéticas, morfosintácticas y semánticas de la lengua. Se admite, pues, una cierta motivación y se concede una gran relevancia al factor acústico en el proceso comunicativo, tanto en la elección y selección de señales por parte del emisor ("la gracia y el donaire en el pronunciar"), como en su captación por parte del receptor (el mensaje ha de estar "comunicado con el oído"). Bn función de estos factores estarán la eficacia del mensaje y su primaria aspiración comunicativa: en fin de cuentas el lenguaje, tanto el común y cotidiano, como el científico y técnico, no es otra cosa sino un medio de comunicación entre los seres humanos.

La aseveración huartina de que "en todas las lenguas se pueden enseñar las ciencias" ha de ser entendida, en todo caso, dentro del contexto general de las apologías de las lenguas vernáculas en el siglo XVI. Lo que Huarte de San Juan está defendiendo, en definitiva, es la capacidad comunicativa del español: "ninguno de los graves autores fue a buscar lengua extranjera para dar a entender sus conceptos; antes los griegos escribieron en griego, los romanos en latín, los hebreos en hebraico y los moros en arábigo; y así hago yo en mi español, por saber mejor esta lengua que otra ninguna."

Sin embargo, el deseo de crear una lengua supranacional, universal, filosófica, científica, transparente, liberada de las imperfecciones de las lenguas naturales, es algo que preocupó profundamente a los pensadores de los siglos subsiguientes. Así, el nombre de Leibniz, que postuló la invención de un "alfabeto del pensamiento humano", ha sido justamente vinculado a los proyectos de lenguajes formalizados que caracterizan a la lógica a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Locke, Condillac, Destutt de Tracy, entre otros, preconizan la creación de un idioma filosófico, esto es, arreglado a las nociones de la gramática general.

Con un enfoque tal, las lenguas naturales serían imperfectas, ambiguas, caprichosas. De ahí la necesidad de inventar una lengua artificial y universal, que posibilite una relación biunívoca entre el signo lingüístico y el designatum. Para llevar a cabo este proyecto, se hacía preciso inventariar previamente la re~lidad, a través de toda clase de estudios enciclopédicos y sobre la base de un método seguro de clasificación. Con estos precedentes ideológicos, tiene lugar en la Francia de finales del siglo XVIII la renovación del lenguaje de la química.

La reforma de la vieja nomenclatura se acomete, en el año 1787, por Lavoisier, Guyton de Morveau, Fourcroy y Berthollet, que redactan su Méthode de nomenclature chymique. Dos años después, publica Lavoisier el Traité élémentaire de chimie, bajo los auspicios de la Académie des Sciences y la Société Roya/e de Médecine. Este Tratado de Química va

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precedido de un Discours préliminaire, que equivale a un verdadero compendio de epistemología condillaciana; pero que no se detiene en lo puramente conceptual, sino que aporta soluciones válidas y concretas.

En el "Discurso preliminar", confiesa Lavoisier que, cuando comenzó a redactar su obra, tan sólo pretendía desarrollar algunas de las ideas ya esbozadas en su participación en las sesiones públicas de la Academia en torno a la necesidad de reformar la nomenclatura química. Pero, tratando de perfeccionar el lenguaje de la Química, la obra se fue convirtiendo paulatinamente en un auténtico Tratado elemental de química, ya que era imposible "aislar la nomenclatura de la ciencia y la ciencia de la nomenclatura". Porque una ciencia, al fin y al cabo, no es más que un lenguaje bien hecho.

Los fundamentos epistemológicos de Lavoisier se encuentran, como él mismo reconoce, en la Lógica y en otros escritos del Abate Condillac. Para Etienne Bonnot de Condillac, "el arte de razonar se reduce a una lengua bien hecha", ya que, por una parte, las lenguas son verdaderos métodos analíticos y, por otra, somos incapaces de pensar y analizar si no es con el auxilio del lenguaje. En la Lengua de los cálculos había escrito Condillac que "toda lengua es un método analítico, y todo método analítico es una lengua", y que, en consecuencia, "el arte de hablar y el arte de razonar se reducen a un solo e idéntico arte".

Distingue Lavoisier tres partes fundamentales en toda ciencia: la serie de los hechos que constituyen la ciencia, las ideas que los evocan y las palabras que los expresan. Y, como quiera que son las palabras las que conservan y transmiten las ideas, sucede que "no se puede perfeccionar el lenguaje sin perfeccionar la ciencia, ni la ciencia sin el lenguaje". Dicho de otro modo: por ciertos que fueran los hechos y por precisas que fueran las ideas, éstas no nos proporcionarían más que noticias falsas si no dispusiéramos de las palabras adecuadas para transmitirlas.

En su afán de establecer una perfecta correspondencia entre las "palabras" y las "cosas", Lavoisier opta por designar las sustancias simples con nombres simples, y las sustancias compuestas con nombres compuestos. Para las primeras, acepta en general las denominaciones antiguas, sancionadas por el uso, a no ser que se tratara de sustancias descubiertas recientemente o bien de aquellas cuyos nombres tradicionales pusieran en evidencia un error llamativo. Se conservan asi los nombres de varios elementos químicos: cobre, hierro, cobalto. En otros casos, se procede a la creación de nuevos términos, en su mayor parte de raíz griega: oxígeno, hidrógeno, óxido. Verdaderamente oportuna fue la introducción del término "oxígeno", creado por Lavoisier, primero como oxygine, después como oxygene, forma más próxima al modelo griego y que vino a sustituir a toda una serie de denominaciones más o menos ajustadas a la naturaleza del elemento: "principio de la combustión", "principio de la respiración", "aire deflogisti~ado", "principio acidificante", etc.

Para las sustancias compuestas, se sigue un sistema. binario al estilo de las clasificaciones botánicas y zoológicas de Linneo. Al nombre genérico o de clase (por ejemplo: "ácido"), se añade un nombre específiéo (por ejemplo: "sulfúrico", o "sulfuroso",

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según las distintas proporciones del llamado "principio acidificante" y el "principio acidificado"). Antiguos compuestos, como el ácido cretoso, o el vitriólico, pasan en la nueva nomenclatura a carbónico y sulfúrico respectivamente. Del mismo modo, el vitriolo azul, o blanco, o verde, vienen a denominarse sulfato de cobre, o de zinc, o de hierro.

Al igual que el médico espanol Juan Huarte de San Juan, el químico francés Antoine­Laurent Lavoisier tiene muy en cuenta el carácter memorizable del signo lingüístico. La nueva nomenclatura tendría según él la ventaja de "aliviar la memoria de los principiantes, que retienen difícilmente una palabra nueva cuando está absolutamente vacía de sentido". Además, los términos de la nueva nomenclatura habrían sido creados de forma que "expresasen Ja propiedad más general y característica de la sustancia". Es decir, se perseguía un cierto grado de motivación en la creación léxica, respetando en todo momento las directrices generales y sancionadas por el uso de la lengua natural.

Llegados a este punto, podemos concluir que no es posible ni siquiera deseable la creación para la ciencia y por la ciencia de un lenguaje artificial, de espaldas a la lengua común y cotidiana. Es cierto que el hombre de ciencia, en su reflexión sobre el lenguaje, ha llegado a veces a soñar con una lengua universal y formalizada. Pero conviene recordar cómo el mismo Leibniz había reconocido en sus Nuevos ensayos la necesidad de acudir al lenguaje ordinario como la única vía para conocer las operaciones del entendimiento.

Podemos poner fin a estas cuartillas recordando también cómo una de las más poderosas corrientes de la lingüística actual, la pragmática, encuentra precisamente en la "filosofía del lenguaje ordinario" de John Langshaw Austin su principal punto de apoyo. Dice Austin en sus Philosophical Papers: "Nuestro repertorio común de palabras encarna todas las distinciones que los hombres han creído conveniente destacar durante la vida de muchas generaciones. No cabe duda de que es probable que tales distinciones y conexiones, puesto que han pasado el prolongado test de Ja supervivencia del más apto, sean más ricas, más sensatas y más-sutiles [ .. . ] que las que cualquiera de nosotros podamos concebir una tarde en nuestro sillón de trabajo." El lenguaje ordinario, concluye Austin, "no es la última palabra: en principio puede ser complementado, mejorado y superado". Y añade: "Pero recuerden: es la primera palabra."

Sería inexacto atribuir al filósofo de Oxford Ja pretensión de canonizar sin más el lenguaje ordinario y la de despreciar el lenguaje técnico. En un reciente trabajo sobre la filosofía de Austin (Genaro R. Carrió y Eduardo A. Rabossi, en nota preliminar a Cómo hacer cosas con palabras, Barcelona, 1988), se insiste en el hecho de que el lenguaje ordinario, como acabamos de ver, no es la última palabra, pero que en cualquier caso "es la primera y, como tal, la imprescindible". El autor de textos científicos ha de tener, por tanto, plena consciencia de que necesariamente ha de partir del lenguaje común y cotidiano; porque lo que realmente entra en juego no es ya una mera cuestión de pureza idiomática, sino la posibilidad misma de que sus textos puedan llegar a ser entendidos. Y es que la ciencia, si no se comunica, no es verdadera ciencia.