La conquista y la transformación de la memoria indígena
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Florescano, Enrique. “Capítulo 2. La conquista y la transformación de la
memoria indígena”. Los conquistados: 1492 y la población indígena. Bogotá:
Tercer Mundo; Quito, FLACSO, 1992. [67]-102.
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“[H]emos perdido la nación mexicana (…) nuestros dioses han muerto” (cit.
Florescano 68), rezan los apesadumbrados versos de los libros de Chilam Balam,
dando cuenta de la “destrucción general del equilibrio cósmico” (Florescano [67]) a
que serían conducidas las sociedades y culturas indígenas “americanas” -en este
caso las que habitaban en el actual territorio de México, según el interés del
estudio que se reseña- como consecuencia de la conquista y colonización
española y europea en general. Para Enrique Florescano, la destrucción de las
técnicas para la creación de memoria y con ella la erosión de esa memoria en sí
misma, sería una de las más demoledoras consecuencias a largo plazo para el
presente y el futuro de los descendientes
Una de las principales manifestaciones de esta catástrofe, vivida por sus
víctimas como de “dimensiones cósmicas”, habría sido el reemplazo de la
supuesta estabilidad del orden pre-colombino por un ciclo de cambios constantes,
propio de un “cataclismo total” (68), concebido por los indígenas como un “tiempo
loco” (cit. Florescano 68) iniciado con la caída de Tenochtitlán y de las otras
grandes ciudades, lo que habría conducido a “…la destrucción del sujeto que
articulaba el relato del pasado…” (69), y con el asesinato y dispersión de la clase
dirigente, también a la desaparición de aquellos que eran portadores de “…las
técnicas y conocimientos para ordenar y grabar los hechos históricos en los libros
pintados”. Florescano da cuenta de ese “trastocamiento del mundo” (70) por medio
del análisis de las consecuencias de la prohibición del sistema calendárico –como
instrumento relacionante entre pasado y presente- en la desestabilización de la
memoria histórica de los vencidos: “Extinguido el sistema que accionaba la
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memoria histórica (…) los pueblos mesoamericanos perdieron el centro unificador
y sistematizador de la memoria colectiva y la mayoría quedó reducida al uso de la
memoria oral, a una memoria sin capacidad de recoger continua y ordenadamente
los hechos históricos…” (71).
Tras constatar la severidad de las lesiones producidas por la conquista en el
tejido social e histórico, Florescano se propone exponer cómo se transforma la
memoria indígena bajo el dominio colonial español, acudiendo a los testimonios
indígenas. A pesar de la desaparición de la escritura pictográfica como tecnología
de la memoria persiste la tradición oral, la cual idealiza el pasado anterior a la
llegada de los que “enseñaron el miedo” (Chilam Balam de Chumayel, cit.
Florescano), como rechazo de la crudeza del presente, lo que habría alimentado
las insurrecciones indígenas de Mixton (1541-1542) y la nativista maya de 1546-
1547, ocurridas ambas en zonas periféricas de la Nueva España. En la primera lo
característico fue la destrucción de los símbolos religiosos cristianos, mientras que
en la otra lo fue la destrucción física de todo lo español, hasta la erradicación de
las plantas y animales de origen europeo: “Lo que distingue a estas insurrecciones
es su decisión de borrar toda huella de la presencia del invasor y restaurar el
orden y las tradiciones antiguas” (77).
Resulta curioso, tal como lo presenta Florescano, que por su propia
centralización política y social, los pueblos del centro-sur de México, de más
compleja organización social, sucumbieron por ese motivo con más facilidad a la
acción conquistadora, pues como un todo, en el que cuando cae el centro cae
todo el cuerpo, con la toma de Tenochtitlán y los otros grandes centros de poder,
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perdieron toda articulación y resistencia, trayendo consigo también la destrucción
de la “memoria colectiva del grupo étnico”, reemplazada luego por una memoria
de lo local. A partir de 1530 con la creación de las “repúblicas de indios” se habría
completado una triple separación territorial y étnica, jurídica y económica, de los
indígenas con respecto al resto de la sociedad que cerró por completo la
posibilidad de “…desarrollar una memoria y una conciencia histórica global, y
alentó la formación de una memoria y de una solidaridad social reducidas al
ámbito local” (79). Este proceso de desintegración social, que continuó con la
reubicación forzada de las poblaciones indígenas y el establecimiento de
congregaciones que provocaría que entre mediados y finales del siglo XVIII estas
agrupaciones humanas perdieran la noción de pertenencia a una comunidad
humana más amplia (83). Para entonces “la mayoría de estos pueblos carecía de
un relato articulado que uniera su presente con el pasado. No se conoce un solo
texto indígena que trate la historia de uno de esos pueblos nuevamente fundados
desde sus antecedentes prehispánicos hasta el presente colonial” (84).
Los “títulos primordiales”, documentos indígenas escritos en náhuatl, durante
los siglos XVII, XVIII y después, dan cuenta de esa nueva memoria local, que se
aferra al tema de la adjudicación y reparto de las tierras del pueblo, a la vez que
preserva restos de la memoria indígena ancestral. A pesar de las extrapolaciones
temporales, la acusación de falsificación de documentos “oficiales” de los
usurpadores de la tierra, y de la apelación al cristianismo, a las autoridades y
procedimientos españoles, entre otros reclamos que se le han hecho a esos
documentos, estos títulos se erigieron en la memoria de la posesión de la tierra y
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en el único amuleto tras la exclusión de su dominio real y del borramiento
paulatino de su cultura, y según Florescano, en evidencias de que los indígenas
lograron “reconstruir su memoria histórica bajo las condiciones opresivas de
dominación” (88).
Otro conjunto documental que daría cuenta de esa reconstrucción, consistiría
en textos históricos mestizos escritos por un grupo de descendientes de la clase
dirigente derrocada que continuó teniendo privilegios en el nuevo régimen:
Relaciones originales de Claco Amaquemecan (Andrés de Santiago Xuchitotozin,
1547 y Domingo de San Antón Muñón Chimalpahin Cuauhtlehuanitzin, s. XVII),
Crónica Mexicáyotl (Fernando Alvarado Tezozómoc, 1609). Pero estas relaciones
históricas no tienen una autoría individual, sino que fueron hechas y reescritas por
la dirigencia de esos pueblos y la fijación escrita que realizaron de la antigua
tradición oral y pictográfica:
…convirtió así al antiguo texto indígena polivalente en un texto de
sentido único, porque la nueva escritura, al escoger una sola
interpretación entre las varias que permitían los ideogramas del códice,
estableció un sentido único del contenido del texto, definió una
interpretación única del mismo, y además convirtió a esta interpretación
en la única autorizada. El texto hizo autoridad. En adelante lo establecido
en el texto privó sobre cualquier interpretación oral. Fue de esta otra
manera, quizá la más importante, en que el nuevo discurso de la historia
impuso su supremacía sobre el antiguo (91).
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El trabajo de transcripción de las pictografías fue casi simultáneo con la
producción de textos que reinterpretan la tradición indígena por medio de la
escritura de historias regionales: Relación de Tezcoco (Juan Bautista Pomar),
Descripción de la ciudad y provincia de Tlaxcala e Historia de Tlaxcala (Diego
Muñoz Camargo) y las escritas por Fernando de Alva Ixtlilxóchitl. Estos
historiadores indígenas narrarían la historia de su pueblo como una estrategia en
función de la alianza de los caciques con los españoles. Concluye Florescano
afirmando que: “De la misma manera que la posición social y el poder que
detentan en la sociedad colonial no es propio, sino delegado por la autoridad
española, así también su discurso de la historia es un texto híbrido, sin sustancia
propia, que ni se identifica con la sociedad indígena ni es el discurso real del
dominador” (100).
Pienso que ni la memoria histórica ni las tradiciones son estáticas, es normal
que se transformen, cambien, aparezcan y desaparezcan. No constituye un crimen
de la clase dirigente indígena el que empleara su textualidad de poder para
negociar su reinserción como clase derrotada en el nuevo orden colonial y
reclamarle una actuación distinta resulta poco menos que anacrónico. Creo que el
trabajo de Florescano, aunque emprende un interesante análisis textual y cultural
de los testimonios indígenas sobre la conquista y la colonización en la Nueva
España, contamina su propio análisis de la retórica colonial persecutoria de la
diferencia cultural y religiosa, desviando la atención de la responsabilidad criminal
de los conquistadores europeos en la catástrofe que significó para los pobladores
de “América”, la conquista, dominación y destrucción de sus sociedades y
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culturas, culpabilizando las estrategias políticas y discursivas, así como las
negociaciones emprendidas en busca de la supervivencia como colonizado en la
nueva era colonial.
Kevin Sedeño Guillén
Universidad Nacional de Colombia