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163 9 La construcción imaginaria de la Edad Media durante la Guerra Civil y el franquismo JOSÉ MANUEL QUEROL SANZ Universidad Carlos III de Madrid E l pasado parece a veces un no–lugar, un tiempo en blanco lleno de escombros con los que construir nuevas realida- des en el presente, una hermosa ruina sobre la que podemos levantar edificios fantásticos cuyas cúspides y tejados ignoren por completo la planta y el orden con el que fueron creados, la Antigüedad, sea esta cual fuere, es, desde tiempos de Diderot, un espacio para la ensoñación donde pintar nuestras vidas. La Edad Media, como pasado revisitable, como imaginario mol- deable por la voluntad de quienes no la vivieron, es además una escombrera enorme, 1000 años de ruinas en las que todo es posible, pero, sobre todo, es un no–lugar donde se han ejer- citado toda suerte de piruetas políticas, usándose como metá- fora de tiempos presentes y futuros, de miedos y deseos, de sospechas y de anhelos. En términos generales, la imagen de la Edad Media, desde la perspectiva de la modernidad, tiene ribetes oscuros, y ha servi- do, y sirve, incluso en el lenguaje popular, para advertir de la oscuridad, de la injusticia, de la desigualdad, de la ignorancia, del abuso y de la barbarie, una mala fama a la que han contri- buido muchos factores, pero sobre todo una mirada ilustrada que hizo converger la Antigüedad griega con la Florencia o la Roma renacentistas, y estas, como hizo Voltaire, con la Francia

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9La construcción imaginaria de la Edad Media durante la Guerra Civil y el franquismo

José Manuel Querol sanz

Universidad Carlos III de Madrid

El pasado parece a veces un no–lugar, un tiempo en blanco lleno de escombros con los que construir nuevas realida-

des en el presente, una hermosa ruina sobre la que podemos levantar edificios fantásticos cuyas cúspides y tejados ignoren por completo la planta y el orden con el que fueron creados, la Antigüedad, sea esta cual fuere, es, desde tiempos de Diderot, un espacio para la ensoñación donde pintar nuestras vidas. La Edad Media, como pasado revisitable, como imaginario mol-deable por la voluntad de quienes no la vivieron, es además una escombrera enorme, 1000 años de ruinas en las que todo es posible, pero, sobre todo, es un no–lugar donde se han ejer-citado toda suerte de piruetas políticas, usándose como metá-fora de tiempos presentes y futuros, de miedos y deseos, de sospechas y de anhelos.

En términos generales, la imagen de la Edad Media, desde la perspectiva de la modernidad, tiene ribetes oscuros, y ha servi-do, y sirve, incluso en el lenguaje popular, para advertir de la oscuridad, de la injusticia, de la desigualdad, de la ignorancia, del abuso y de la barbarie, una mala fama a la que han contri-buido muchos factores, pero sobre todo una mirada ilustrada que hizo converger la Antigüedad griega con la Florencia o la Roma renacentistas, y estas, como hizo Voltaire, con la Francia

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de Luis XV o como quiso Condorcet, con la Francia revolucio-naria. Así, la Edad Media no era para ellos más que un tiempo oscuro, un descampado enorme donde la libertad y la igualdad no se sostenían, plegando sobre las invasiones bárbaras del si-glo v la crisis del siglo xiv, y confundiendo luego feudalismo con Ancien Régime por obra y gracia de los ideólogos del asalto a la Bastilla; se olvidaban de que la barbarie es común a toda la historia del ser humano, no solo propiedad de la Edad Media.

De todo ello, en el siglo xx queda de esta imagen el mie-do de Nikolái Alexandrovich Berdiáev explorando el estupor que trajo la Revolución de Octubre en aquella Una nueva Edad Media: Reflexiones sobre los destinos de Rusia y de Europa o aque-llos versos de The Waste Land Eliott sobre la infertilidad del mundo, y también los más recientes miedos de Vacca o Eco en la década de los 70 del siglo xx o los de Alain Minc en la de los noventa, cuando describía las sociedades grises nacidas de la debacle de la Unión Soviética. La Edad Media como un no–lugar caótico del presente.

Sin embargo, esta no es la única semántica utilizada. El pen-samiento nacionalista se ha servido también del medioevo para cimentar la identidad de los pueblos, reinventando la Historia y a sus actores y construyendo con la intensión de sus relatos el techo donde cobijar agravios y virtudes, donde establecer el origen del clan, de la sangre.

La Edad Media, como emblema simbólico de un pasado po-lítico ab origine, es en realidad un invento romántico que ha-bría que explicar como reacción estético–política al imagina-rio napoleónico –de raíz clásica– entre las diferentes naciones europeas nacidas del humo y los muertos de Waterloo que trajo aparejada la necesidad de encontrar una identidad pro-pia para las naciones europeas, y también para las regiones con menor suerte administrativa.

Así se sustanciaron las narraciones de Walter Scott, la diatri-ba de Chateaubriand contra Volney, la Bretaña de Hersart de

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la Villemarqué y los bardos celtas y hasta los héroes y dioses wagnerianos, y en nuestro país, el teatro histórico romántico y otras muchas cosas, porque nosotros, como los demás, no somos más que hijos de la misma reacción anti–napoleónica (si exceptuamos a nuestros afrancesados, hoy tan olvidados, como el abate Marchena, Estala, Llorente y tantos otros).

Sin embargo, nihil novum sub sole; la práctica de la apropia-ción y reconstrucción de los mitos es algo que parece con-natural a nuestra civilización, que canibaliza continuamente el relato del pasado para producir efectos de adhesión en el presente. Ya lo hizo Virgilio, rescatando a Eneas para mayor gloria de Augusto, lo hizo nuestro Alfonso X, difundiendo el relato épico de Rodrigo Díaz de Vivar, necesitado como estaba del apoyo de la segunda nobleza frente a la primera, alzada en armas contra él por su hijo Sancho, ya lo hicieron los monjes de San Pedro de Arlanza con el buen conde para construir la historia mítica de Castilla; como digo, nihil no-vum sub sole.

La modernidad del siglo xx no escapa tampoco a este tipo de instrumentalización, a veces metafórica, a veces compara-tiva, y ni siquiera es original, la propaganda política ha ceñido su interés en este tiempo también a la cohesión emocional de la ciudadanía, una cohesión nacionalista frente a un enemigo exterior o frente a uno interior, y hasta imaginado, al que con-vierte en extranjero.

La utilización durante el siglo xx, tan maquinista y moderno, de símbolos y emblemas medievales como modelos de propa-ganda nacionalista es tan habitual que a veces pasa sin lla-mar la atención, convertidos en obviedades naturales que se ejecutan eliminando del relato la verdad literaria o histórica, usando la carcasa de su semántica mediante una metonimia blanda que permite reconstruir sobre la referencia simbólica una realidad ahistórica que edifica el presente sobre una ima-gen falsa del pasado, o cuando menos, estereotipada.

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La necesidad de reunión nacional y de defensa activa los mitos de construcción de una identidad a través de la ope-ración de plegado histórico que sirve en muchas ocasiones también a los intereses del presente. La cruzada báltica de Nóvgorod (1241) fue emblema durante la invasión alemana de Rusia; Alexander Nevski, redibujado por Eisenstein en 1938, resumió en los cines durante la guerra la resistencia soviética, cómo la figura del zar Iván Grozni, Iván el terrible –también obra de Eisenstein–. La activación del discurso nacionalista en tiempos de la invasión alemana hizo virar el internaciona-lismo soviético hacia estos modelos y mitos tradicionales, y la propaganda política se sirvió del viejo príncipe de Nóvgorod y del zar que en el siglo xvi conquistó Siberia; estábamos in-mersos en la «gran guerra patriótica».

La Alemania nazi tampoco quiso desaprovechar el recurso de los mitos medievales para la renacionalización del prole-tariado alemán y para crear una cohesión identitaria reunida, además, en torno al líder. No se trató solo de la pasión wagne-riana que se apropió de los textos medievales sobre Lohengrin o Parzival, de la literatura de las Eddas o de los nibelungos para construir el alma romántica atormentada de Kundry o de Krimilda; es muy ilustrativa la filmación que se hiciera de la celebración en Múnich del Día del Arte Alemán de 1939 por su carácter casi carnavalesco en el que los ciudadanos repre-sentaban diferentes épocas de la historia del arte alemán en las que el sincretismo germánico–clásico o las creativas inter-pretaciones históricas de la Edad Media, con caballeros con armadura portando en sus escudos y estandartes la esvástica se asemejaban precisamente más una Gesamtkunstwerk wag-neriana que a otra cosa.

De la misma manera, que el presidente George W. Bush llamara a una «cruzada» contra el terrorismo después del 11 de septiembre no es algo inocuo. La utilización del término sugiere un modelo de enfrentamiento global civilizatorio que está mucho más cerca de la redacción de Turoldo del Cantar de

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Roldán que de la política contemporánea y del enfrentamiento entre la democracia y la barbarie, si es que era esto lo que él quería expresar.

Pero, como decíamos, el uso de la Edad Media como solar primitivo de la patria tiene su origen en el romanticismo po-lítico. Aquí, en España, da cuenta de su vitalidad el liberal himno de Riego, en el que una de sus estrofas dice así:

Serenos, alegres, valientes, osados, cantemos, soldados, el himno a la lid. Y a nuestros acentos el orbe se admire y en nosotros mire los hijos del Cid.

La letra original del himno había sido compuesta por Eva-risto San Miguel en 1820, y el himno solo fue oficial durante el Trienio Liberal1, a pesar de los esfuerzos que hiciera D. Ma-nuel Azaña para que se convirtiera en el himno de la Segun-da República Española. Aunque no lo consiguió, la canción sí tuvo aceptación popular, fue el himno no oficial republicano y se cantó durante toda la Guerra Civil, si bien con alteraciones varias en su letra, la mayoría con intención satírica.

Parece pues que somos hijos del Cid, a pesar de que a don Pío Baroja le pareciera callejero e impropio de los ideales de la

1 El «Himno de Riego» fue el himno oficial de la monarquía constitucional española después del decreto firmado por Fernando VII el 7 de abril de 1822 y que fue leído ese mismo día en la sesión de las Cortes. En dicho decreto, en su Artículo 1º, se lee: Se tendrá por marcha nacional de ordenanza la música militar del himno de Riego que en-tonaba la columna volante del ejército de S. Fernando mandada por este caudillo. La Gaceta de Madrid publicó el mencionado Decreto al día siguiente de su firma (cf. Gaceta de Madrid, 1822: 560). Fernando VII prohibió el himno durante la Década Ominosa, y fue restituido luego en el reinado de Isabel II. Las tropas liberales lo cantaban durante la Primera Guerra Carlista, aunque luego, todavía en tiempos de la reina Isabel II, volvió a ser prohibido. Rescatado popularmente por la República, aunque nunca tuvo en aquella época consideración oficial, fue prohibido finalmente por Franco. Hoy, sin embargo, parece considerarse un emblema de la Segunda República, algo que nunca fue.

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nueva República, y no parece extrañar a nadie que el pensa-miento liberal que se creció en el pronunciamiento de Cabe-zas de San Juan, Sevilla, el 1 de enero de 1820, y su arrebato político monárquico y constitucional, heredero directo de la Constitución de Cádiz de 1812, incorporase al viejo guerrero castellano, como tampoco que no fuera nunca un himno repu-blicano y, sin embargo, acabara representando en la memoria histórica a la República herida de muerte en 1936.

La mención de la filiación cidiana de la nación española tie-ne unas derivadas profundas que evidencian la necesidad de un emblema propio que resolviera en el pasado la fractura social del presente, lo que luego, en las horas más bajas del orgullo patrio, fue también obsesión de nuestra Generación del 98. Es el trabajo de buscar entre las ruinas de nuestra His-toria un refugio que nos permitiera poder ser de nuevo un nosotros que, perdidos los últimos territorios de Ultramar, nos obligaba a redefinirnos. Esa necesidad de contacto para no andar extraviados en el mundo nuevo que se avecinaba dio lugar a la nostalgia de la Castilla primitiva, como decía Laín Entralgo mientras justificaba la rehabilitación política y literaria en el nuevo régimen franquista de Unamuno, de Machado o de Menéndez Pidal. Pensaba Laín Entralgo que esta generación, desilusionada tanto como desubicada, había reaccionado frente a los tradicionalistas, herederos de la «res-tauración», contra el siglo xvii filipino tanto como frente a los progresistas, enemigos de toda tradición, recomponiendo un nuevo tradicionalismo, el tradicionalismo primitivo o medie-val; a la tradición de Calderón opondrán –decía Laín– la de Berceo y Jorge Manrique; a la épica moderna, el Romancero; a Francisco de Rojas, el Arcipreste de Hita. Es al mismo tiempo sintomático que Laín Entralgo creyera que el pensamiento del 98 desplazó sus preferencias, como dice él, hacia una España ya inequívocamente española y ajena a la vez a nuestra gran aven-tura histórica, de modo que la Castilla medieval era ya para el médico, ensayista y filósofo falangista España (Laín Entralgo, 1948: 417–438).

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Eran tiempos difíciles; cuando don Ramón Menéndez Pidal argumentaba en 1929 sus razones para recuperar el Cantar de Mio Cid en el prólogo a la primera edición de La España del Cid, advertía de que en el contexto histórico de comien-zos de la década de los treinta del siglo xx la vida de Rodrigo Díaz de Vivar era del todo oportuna, especialmente cuando el desaliento y el escepticismo ahogaban los sentimientos de solidaridad, porque contra esa debilidad del espíritu colectivo podrían los grandes recuerdos históricos servir de reacción, haciéndonos intimar con la esencia del pueblo al que perte-necemos y robustecer el alma colectiva (la trabazón de los es-píritus) que inspira la cohesión social. Eso decía don Ramón Menéndez Pidal en 1929.

Desde luego, la España franquista y falangista tampoco se olvidó del Cid, utilizando, y a veces recomponiendo, y hasta traicionando, la visión del 98, incorporando además del del Cid otros muchos motivos medievales en su imaginario po-lítico. Es muy conocido aquel Romance de Castilla en armas, de Federico de Urrutia, donde se lee:

Ávila yace en silencio en su muralla apretada. Segovia en recogimiento dormida bajo su Alcázar. En Toledo se apagaron los idilios de la Cava. Burgos y Valladolid marcharon a la cruzada.

Y quedó muda de amores la Plaza de Salamanca. Todos los hombres se fueron al comenzar la batalla.

El Cid –lucero de hierro– por el cielo cabalgaba, con una espada de fuego en fraguas del sol forjada.

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Que acaba con los siguientes versos:

El Cid, con camisa azul, por el cielo cabalgaba… (Urrutia, 1938: 15–19)

Federico González Navarro, que ese era el nombre real de Federico de Urrutia, fue el jefe de propaganda de la Jefatura Nacional de Prensa y Propaganda de Falange Española de las JONS, que dirigía Vicente de Cadenas y Vicent. Durante la Se-gunda República había colaborado en Informaciones, el órgano de la propaganda nazi en España, y en ABC. De ideología nazi y antisemita, Urrutia, que en los Poemas de la Falange eterna pretendía exaltar las heroicidades en el bando franquista du-rante la Guerra Civil, además de construir la imagen de Fran-co como «César visionario», elaboró toda la imaginería meta-fórica sobre la «cruzada» que tanto uso tuvo en la propaganda franquista durante el conflicto y en la postguerra, aplicando el conocido Führerprinzip, y ofreciendo la imagen de Franco como la personificación del espíritu del pueblo (el volksgeist romántico), y la intensión semántica de las virtudes del es-píritu nacional. No ahorró Urrutia imaginario medieval en sus poemas; en el que acabamos de citar se cuajan casi todos, las murallas abulenses, el alcázar segoviano, la leyenda de la Cava, la cruzada y, sobre todo, la construcción con el barro del Cara al sol de la figura del Campeador, como también en otros poemas el lector podrá encontrar a Amadís o a los amantes de Teruel convertidos en falangistas, a lo que habrá que añadir su gusto por el romance como vehículo poético.

La labor de Urrutia tuvo en este sentido otros dos exabrup-tos literarios, uno como autor y otro como compilador–editor, que resolvían la imaginería medieval, adulterada por un ro-manticismo necrótico, en hipóstasis con la Alemania de Adolf Hitler. Así, en La paz que quiere Hitler (Urrutia, 1939), constru-ye una apología del régimen nazi en defensa de una preten-dida «civilización occidental», mientras que la forma práctica de su visión la ofrece como recopilador de poemas ofrecidos

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a Alemania: Poemas de la Alemania eterna (1940), en los que el líder nazi se manifestaba ante el lector como el restaurador de una Germania legitimada como heredera de Lohengrin y los nibelungos, y paladín de la cruz frente a judíos, comunistas, capitalistas y masones (Domínguez Arribas, 2009: 457; Martín Gijón, 2010: 28; 43).

Urrutia compone un prólogo para el libro («Pórtico y ofren-da») que dice escrito al pie del Alcázar de Toledo, mito de la neoépica franquista y, al tiempo, reunión, a través del emble-ma de Carlos I, de España y Alemania, e identifica en él a Hit-ler con Sigfrido, y al dragón Fafner, no todavía con la Rusia soviética, sino con la degenerada y decadente Francia (Martín Gijón, 2010: 66).

Son relevantes para nuestro propósito aquí algunos de los poemas de esta antología que muestran la imaginería medie-val pervertida y reconstruida como botín estético del nazis-mo. Así, por ejemplo, Jesús Evaristo Casariego, uno de los poetas de la antología, firmando un «romancillo» apologético sobre Hitler, Mussolini y Franco (a los que denomina «los tres capitanes») habla de la caída de Roma y de la llegada de los pueblos germánicos como el nacimiento de Europa, en oposi-ción absoluta a la imaginería de los textos medievales que, o bien no hacen constar las invasiones como un trauma, como revela que Gregorio de Tours no hiciera mención a las mismas en el siglo vi, o bien se hiciera de soslayo, como se documenta sobre la invasión de Britania en Gildas o Beda; sin embargo, Casariego dice: Bajaban los escuadrones / con su galope de His-toria. / Tropel de escuálidos potros / y de pelambreras hoscas, / de nórdicos hombres sobrios / de una raza vigorosa. / Floresta móvil de lanzas / hacia el pecado de Roma. / Y moría el mundo antiguo, / y es-taba naciendo Europa, / mitad latina y germánica, / con albas cruces católicas. El romance continúa luego estableciendo una hipós-tasis histórica: Hoy que otro Imperio se muere / por la misma lepra sorda / que al viejo Imperio pagano / puso fin en buena hora, / otra vez bajan del Norte, / como nada poderosa, / los recios pueblos ger-

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mánicos (Urrutia, 1940: 15–16), algo que quizás podemos hacer corresponder con la idea de Chamberlain sobre la destrucción creativa de Goethe que el teórico racista aplicaba a Hitler.

Es muy posible, como afirma Martín Gijón (2010: 80), que Casariego olvidara que en la época de las invasiones germáni-cas el Imperio Romano ya estaba cristianizado, y que los ger-manos representaban el paganismo, lo cual, en ambos casos no es sino una afirmación gruesa por otra parte.

En cualquier caso, el propio Urrutia, en el poema «La espa-da de Hitler. Nuevo poema de Europa», asocia al Führer con los héroes de la antigüedad de acuerdo, curiosamente, con los modelos medievales de construcción simbólica, salvo que en este caso obvia el modelo bíblico, y opta solo por el clásico y el germánico: Hércules y Sigfrido enfrentándose al Imperio Británico, que se describe como la Hidra de Lerna: […] Junto al Támesis,/ el Dragón de Britania dormitaba./ Con las siete cabezas del Imperio./ Desgarrando el planeta con sus garras (Urrutia, 1940: 21), que más que recordar a la de Lerna trae a la mente el recuerdo de los versos del Cantar de Roldán sobre los estandartes de Marsil construidos con la iconología del Apocalipsis de los Beatos.

Más preciso es Cristóbal de Castro, quien en Laurel román-tico. Ofrenda de dos caballeros y balada del ciego (Urrutia, 1940: 47–50), ofrece un constructo mítico sincrético. La ceguera vi-sionaria se aplica en el poema a la ceguera que el cabo bohe-mo padeció por inhalación de gases durante la Primera Gue-rra Mundial. Durante la ceguera se le aparecen dos personajes en el poema: el Caballero de la Muerte del grabado de Durero y el Caballero del Grial, que lleva la sangre de Cristo rescatada/ para la nueva redención. / Más que por armas de Cruzada, / por la pureza de intención.

El absurdo de toda la recopilación bordea a veces la cons-trucción de una estética vanguardista con aires maquinistas, a la que se suma un cierto goticismo de regusto sádico y so-

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bre el que se añaden imágenes medievales y bíblicas en las que están muy presentes los versos de Pemán (El ángel y la Bestia), como ocurre en el caso de Avanzan los soldados de Hit-ler, de Tomás Borrás, o en Paracaidistas del Reich, de Alfredo Marqueríe, quien fuera subdirector de Informaciones, en el que el avión que arroja a los paracaidistas es una cruz, y ellos los doce apóstoles: La Cruz voladora siembra / doce semillas gigantes / que en el azul luminoso / súbitamente se abren.

En la antología figuran también Manuel Machado o Emilio Carrere, entre otros, iluminando la imaginería estético–políti-ca nazi y falangista en una puesta en escena cursi y falsa de la Edad Media y de corte nacionalista (y, por tanto, ahistórica), elaborada con las invenciones wagnerianas y otros exabrup-tos literarios del Romanticismo tardío.

La modulación de la Historia de España como Cruzada nos devuelve la imagen de la reunión de los símbolos de la Recon-quista, adornando y queriendo legitimar el proyecto fascista en España, especialmente en la ideología falangista que ade-más establece un continuum sincrético con el Imperio Hispá-nico como consecuencia de la unificación de España en la fe cristiana; las rutas imperiales, las cinco rosas adornando las flechas, las continuas alusiones a Isabel y Fernando, el fin de la Reconquista y la unidad nacional, parecen haberse cuajado originalmente en el pasado en la figura del pobre infanzón de Vivar, a quien el franquismo convirtió en un alter ego retros-pectivo de Franco, manipulando (hay quien cree que no tanto) la visión pidalina del Cid.

Para poder entender la manipulación franquista de los mi-tos medievales y su apropiación simbólica a través de la su-plantación de las referencias literarias de nuestra épica hay que acudir, en primer lugar, a la visión cidiana de la gene-ración del 98. Como afirmaba María Eugenia Lacarra en su «Examen de las consecuencias ideológicas. Algunas de las teorías en torno a la épica peninsular» (Lacarra, 1982: 657–666), la obsesión de los militares franquistas por la visión

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pidalina del Campeador que aparece en La España del Cid no debe necesariamente catalogarse como espuria, aunque sí como errónea, si bien podemos mostrar nuestras dudas sobre si el error fue intencional o no. En este sentido, la vi-sión de Castilla de la Generación del 98 es un modelo de nacionalismo constituido en el trauma del final amargo del proyecto imperial hispánico. Pensar España como una nue-va identidad obligaba a todo el 98 a reconstruir la tradición para no depositar en el vacío de una modernidad agobian-te y deshumanizada la pequeña nación que a partir de ese momento iba a ser España, en la que también se iban hilan-do voces disidentes de separatismos nacionalistas regiona-les que, igual que los hombres del 98, intentaban encontrar la legitimidad de sus anhelos en la Edad Media inventada con mayor o peor fortuna, mientras los versos de Maragall –más realista–, destilaban la sangre catalana vertida en Cuba y Filipinas y la sordera saguntina de Madrid. La sordera y la ceguera de España llevan a Maragall a escribir el último verso de su Oda a España: Adéu, Espanya! (Maragall, 1929: I: 102–103).

La misma necesidad tiene Pidal de encontrar una solución porque él no puede ni quiere decir adiós a España, y lo hace recomponiendo el esquema del tradicionalismo castellano, la reunión del pueblo con su intensión semántica, Rodrigo Díaz de Vivar, y en los mismos términos que establecen los rasgos de la cultura española tradicional (una recuperación del tradi-cionalismo cristiano y, también, de un modelo germánico po-pular que él cree encontrar en la Castilla medieval). Lo que se leyó en las Academias Militares franquistas fue, sin embargo, otra cosa, o al menos se quiso derivar del ímpetu propagan-dístico juglaresco un modelo perverso de identificación con el caudillo militar castellano. Este elemento tiene gran implica-ción en la especificidad del imaginario fascista español, que lo aleja de la modernidad maquinista de la teoría fascista eu-ropea, por más que Hitler y Mussolini también utilizasen la Historia en provecho propio, porque, mientras que en Europa

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el imaginario del Imperio romano o de la Germania medieval no se mostraban nucleares en la ideología de los regímenes, en España sí fue la tradición histórica el modelo vehicular, y también axial, de su construcción ideológica.

El retorno a los modelos tradicionales y campesinos es sobre todo una imagen utópica en el pensamiento tradicionalista que tiene mucho que ver con el orden y la tranquilidad feudal, de modo que lo orgánico, traducido como «natural», se somete a la vuelta de los valores tradicionales que el asustado y con-fuso mundo intelectual de los años 20, buscando un refugio para el individuo desorientado, acepta sin pensar en la deriva terrible que llegó a tener. La construcción de un imaginario medieval hispánico se hace sentir en Menéndez Pidal casi como un refugio ante los peligros que acechan a España en un momento de debilidad extrema y contestación externa e in-terna. Es por ello que en La España del Cid muestra un cuadro ideal del infanzón castellano y unos rasgos de construcción político–mitológica caudillística, aunque sospechamos que el interés de Pidal no era otro que el de construir con pasión un modelo de adhesión imaginaria que sostuviera en equilibrio el precario modelo de unidad nacional de los años 30 en Es-paña, y no, desde luego, la identificación militarista del lide-razgo político en términos mesiánicos de defensa de la fe y la unidad hipostasiadas en la figura del Campeador (porque en ninguna línea de su estudio puede leerse eso, y porque, como le reprochan los comentaristas militares franquistas a posterio-ri, no pone interés alguno en el análisis de la actividad militar de Rodrigo Díaz de Vivar en su obra). Hay en todo esto una sutil línea que separa ambas concepciones y que en Europa se rompe, y que en España fluctúa ambiguamente porque el franquismo quiere habitar los dos lados, y es que, en el fondo, el modelo fascista europeo no tiene nada de tradicionalista ni cristiano, algo que algunos ven en el primer gobierno de Franco y otros no, y en esa ambigüedad se mueve por tanto, lo que también parecen querer confirmar los escritos de José Antonio Primo de Rivera, y que no obsta para afirmar el sufri-

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miento y muerte que causó este modelo. Una unidad nacional orgánica y caudillistica fundada en un ordo divinus político (caudillo de España por la gracia de Dios, como acuñaba en las monedas) dibujado con el metal sangriento del siglo xx, una paz que ignora la Revolución Francesa y pretende habitar en un neofeudalismo que, haciendo una pirueta histórica ab-surda, acaba queriendo definir a Franco como un reencarnado guerrero castellano o un nuevo Fernán González revivido (lo que resulta irrisorio). La mística franquista y el sebastianismo caudillista pliegan el tiempo entre el siglo x y el xi y nuestra modernidad, y aún hoy, soterradamente, el modelo, muy po-deroso antropológicamente hablando, sigue presente eufemi-zado y puede detectarse en multitud de actitudes sociológicas en nuestra modernidad más reciente.

Todo esto, sin embargo, nos lleva a una contradicción que la crítica filológica ha resuelto siempre mal, y además revela convencimientos políticos e identitarios a posteriori. La bús-queda de una identidad nacional debía verse refrendada por la existencia de una literatura propia e inequívocamente in-dependiente. El argumento era también de origen románti-co muy temprano, y estaba explícitamente construido por Herder llevando el ingenuismo schilleriano al límite político cuando terminaba afirmando en su Fragmente über die neuere deutsche Literatur (1767) que para Alemania la literatura es la expresión de un pueblo, idea que alcanza buscando la identi-dad de los pueblos absolutamente originales y que encuentra en los griegos, los hebreos y los germanos2.

Así, la idea de la especificidad de la épica castellana se vuelve nuclear para el nacionalismo español, y parte para su argumentación, en primer lugar, de su soledad peninsu-lar, y en segundo lugar de una supuesta independencia de la épica francesa y hasta de la precedencia en el tiempo incluso;

2 Curiosamente, no deja de ser relevante el hallazgo, porque no hace sino referir la vieja teoría de los modelos medievales que organizaría toda la historiografía de las nuevas identidades nacidas del colapso del Imperio Romano.

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era el carácter castellano el que había modelado con el barro histórico nuestra épica, en la que estaban cinceladas a golpe de mitos reales las ideas políticas de una Castilla diferente. Esta especificidad de la épica castellana, y su hallazgo litera-rio, resultaba del propio carácter innovador de Castilla como constructo político y social, y este factor diferenciador (hoy podríamos decir «este hecho diferencial») es lo que permitiría admitir que la épica castellana tenía un carácter antileonesista (Lacarra, 1982), si bien, lo cierto es que esta argumentación, como bien dice Lacarra (1982: 662), adolece de circularidad; Castilla era diferente y por eso produjo poemas épicos, pero, porque produjo poemas épicos, Castilla fue diferente. Por otra parte, demostrar el antileonesismo de la épica castellana, que para muchos durante muchos años parecía evidente, no es, a la luz de nuestros días, algo tan fácil.

Al mismo tiempo, quienes exponían la exclusividad dife-rencial de la épica castellana, atribuían también precisamen-te a esta, y por lo mismo, un carácter nacional español como quería don Ramón Menéndez Pidal3. Pidal opone al goticismo romanizado leonés el goticismo germánico castellano. Afirma que el pueblo castellano fue el más germánico de todos los pueblos peninsulares (aunque su población original, funda-mentalmente cántabra y vascona, nunca estuvo sometida a las tribus germánicas invasoras), y, al mismo tiempo afirma que Castilla rechazó el modelo político visigótico, pero conservó un goticismo ancestral anterior a la romanización de los visi-godos, lo que, paradójicamente, acaba por resultar una inno-vación –que refleja la revuelta contra el tradicionalismo leo-nés– el hecho de conservar un goticismo previsigótico. Así, la lucha por la independencia castellana no estuvo motivada por los intereses particulares ni por la geopolítica del siglo x, sino que la razón fue la necesidad de alcanzar un ideal jurídico na-cional castellano, para la cual don Ramón utiliza las leyendas sobre los jueces de Castilla y la de la quema del Fuero Juzgo.

3 El malabarismo pidalino lo expone también sucintamente Lacarra (1982: 663).

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Más enrevesado aún resulta el hecho de que Pidal considere luego que el antivisigotismo renovador castellano deja de in-teresar a Castilla porque coarta sus ambiciones políticas una vez que el reino se convierte en el eje de la Reconquista penin-sular, y entonces –dice Pidal– los castellanos, encabezados por el Cid, asumen el concepto tradicional imperial leonés y lo vivifican, y así, lo que hasta ese momento era un «hecho dife-rencial» castellano, se convierte en un hecho nacional español (Menéndez Pidal, 1929: 646–647)4.

Pero, aún más curiosa que esta pirueta pidalina para cons-truir España con Castilla resulta la consideración del «espíritu democrático» castellano, idea con la que se adornaba el pró-logo que hiciera el abad de Silos, Luciano Serrano, a la edi-ción del Poema de Fernán González, de 1943, y que, en el fondo, tiene mucho que ver con el artificio pidalino, pero, también, con una nueva paradoja en los tiempos más duros de la dicta-dura franquista, misterio sin resolver completamente aún. La afirmación de Serrano, además, venía seguida de un intento forzado de hacer comprensible y natural el relato fundacional de Castilla, argumentando la pureza del antiguo condado de Bardulia como único territorio no contaminado por la inva-sión agarena. Más curioso aún resulta que la misma opinión les ha merecido muchos años después a varios críticos, sin distinción ideológica, aunque por motivos políticos también, incluyendo a algunos de nuestros más destacados estudiosos marxistas de la Edad Media.5

La explicación a la ambigua expresión que resume ese «espí-ritu democrático de Castilla» es sin embargo múltiple y muy productiva. De un lado, el primitivo modelo político castella-no se explicaba, a posteriori, de esta manera como «diferencial», y en oposición al imperialismo leonés, pero su argumentación

4 La influencia del derecho germánico en Castilla es un asunto controvertido; (cf. García Gallo, 1955: 583–680).5 Así, por ejemplo, democrático le parecía a don Julio Rodríguez Puértolas (1976: 29–32; 37–38) el espíritu castellano, pero también a Navarrete, (1972: 234–240). Para un resumen de la cuestión cf. Lacarra (1980: 114–117).

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podría llegar a ser muy enrevesada contaminándose mitoana-líticamente con la crítica a otros imperios enemigos del fran-quismo, como el inglés. El «espíritu democrático» castellano vendría a constituirse en modelo ideológico muchos siglos después de que el buen conde fuera enterrado, pervirtiendo de muchas maneras e interpretando ad libitum el modelo ju-rídico primitivo castellano que, si bien es verdad que en su época ilustra la distancia organizativa entre Castilla y el reino leonés, su tradición jurídica diferente nacida de la necesidad del condado independiente y su consecuencia identitaria, fue sin embargo aprovechado por el nuevo gobierno franquista retorciendo la Historia para componer la idea de una demo-cracia orgánica primitiva, esto es: «natural» y muy jerarquiza-da, recogiendo, primero, la revuelta contra el orden jurídico del Liber Gothorum (y su posterior apropiación en tiempos de Fernando III como Fuero Juzgo) que se dramatiza en el Poema de Fernán González en la quema del Fuero en la glera de Ar-lanzón, y luego la sustancia del derecho consuetudinario (los usus terrae o consuetudo forum) y la legislación por medio de la tradición de las «fazañas» de los jueces de Castilla (también mitificados en las figuras de Laín Calvo y Nuño Rasura).

En este sentido, quizás pueda argumentarse una metáfora imperfecta sobre la «democracia orgánica» castellana me-dieval que se rescata después de nuestra Guerra Civil para componer una imagen diferencial respecto a las democracias occidentales liberales, y también como modelo de la nueva ley por la que el estado se regirá deslegitimando la legisla-ción republicana como legislación ilustrada y antipopular (un retroantileonesismo postvisigótico), una ley hecha de derecho consuetudinario aplicado sobre las bases proyectivas del esta-do totalitario que reunían en su espíritu esa metáfora imper-fecta del orden medieval que hacía corresponder a la familia, el municipio y el sindicato con las diferentes legislaciones de los fueros sobre los usus terrae, las cartas puebla y los derechos gremiales. El oxímoron que lleva implícito la construcción «democracia orgánica» del estado implica una apuesta no ri-

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zomática de la organización social, sino nuclear y jerárquica, entendida en su momento como natural, muy bien expresada en el Fuero de los españoles de 1945 (1945: 358–360), cuya sim-ple denominación hace referencia a los modelos medievales, y que en su forma franquista afirma derechos que son remiti-dos a leyes de inferior rango que los regulan y, sobre todo, los limitan de facto6.

Más allá, en el franquismo los mitos como los de el «Poema de Fernán González» se resuelven retroalimentando median-te la religión el destino político de Castilla (también esto será rescatado por el modelo orgánico nacional franquista) lo que acaba componiendo una de las contradicciones más impor-tantes del régimen, y es que el trauma social, la fractura que supone la Guerra Civil, se construye tendiendo un puente con los miedos ancestrales de España, que siempre proceden del sur, ayudados por el contexto del levantamiento militar en África y de la utilización de tropas rifeñas en el ejército fran-quista. La invasión sarracena y la Reconquista serán símbo-los nucleares en los dos bandos durante nuestra Guerra Civil. Como si el pasado siempre nos alcanzase.

Es bien sabido que el fallido golpe de estado que derivó en nuestro conflicto civil tuvo su origen, preparación y eje-cución primera en África. La imagología republicana asoció inmediatamente la progresión del ejército franquista, en cuya vanguardia combatían los rifeños que antes habían sido el enemigo sanguinario y cruel que había desangrado España (especialmente a las clases menos favorecidas, que no pudie-ron librarse de combatir en el Rif), con la invasión de Tariq a comienzos del siglo viii. Las canciones en el bando republica-no tenían, de manera casi obsesiva, un regusto africano, y mu-chas fueron adaptaciones de canciones que se habían escucha-do en la Guerra de África, como Ya sabes mi paradero, conocida

6 Es interesante, sobre todo, el artículo 35, en el que se limitan expresamente los artículos 13, 14 y 15 que han sido expuestos y que se refieren a la inviolabilidad del domicilio, registros, secreto de correspondencia y libertad para fijar la residencia den-tro del territorio español (p. 358)

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también como Si me quieres escribir o En el frente de Gandesa (que incluye referencias a la batalla del Ebro) en la que se dice:

Los moros que trajo Franco en Madrid quieren entrar. Mientras quede un miliciano los moros no pasarán.

La imagen del moro invadiendo la Península, y la de un nuevo conde don Julián, traidor y golpista, servía de acicate propagandístico que activaba el temor hispano a las invasio-nes venidas del sur y a la sangría española en Marruecos, tan reciente entonces. En otra canción, Puente de los franceses, se dice:

Por la casa de Campo, mamita mía, y el Manzanares, y el Manzanares, quieren pasar los moros, quieren pasar los moros, quieren pasar los moros, mamita mía, no pasa nadie, no pasa nadie. Madrid, ¡qué bien resistes!

Que observa imaginariamente los dos traumas históricos de la sociedad española, la invasión musulmana que acabamos de mencionar y, a la vez, y en este caso de forma sutil, qui-zás por las implicaciones ideológicas anejas, pero, al tiempo, con la sólida argumentación de la revuelta contra la invasión extranjera y la determinación en sus convicciones del pueblo madrileño, de la francesa de 1808, haciendo velada alusión a una de las canciones de aquella época en la que las gaditanas, asediadas por los ejércitos de Napoleón mientras se redactaba la Constitución de Cádiz, se hacían tirabuzones con las bom-bas que tiraban «los fanfarrones». Acaba la canción de la de-fensa de Madrid con estos versos:

Madrid ¡qué bien resistes! mamita mía los bombardeos, los bombardeos De las bombas se ríen

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de las bombas se ríen de las bombas se ríen mamita mía los madrileños, los madrileños.

La identificación del ejército franquista con la invasión sa-rracena tenía de hecho perfiles simbólicos muy importantes. En primer lugar, la de la lucha entre la civilización europea y la barbarie, entre el modelo moderno, francés y revolucio-nario, y el modelo medieval que representaba para la Re-pública la vuelta al caciquismo y el poder de la Iglesia; en segundo lugar, y más importante propagandísticamente, la simbología conseguía alienar al ejército franquista, conver-tirlo en un invasor extranjero, no español, eufemizando el componente civil de la contienda y transformándola en un proceso de expulsión del invasor foráneo; y en tercer lugar activaba el terror de los ciudadanos para alentar a las tropas de defensa a una acción heroica que salvase y protegiese al pueblo de la barbarie de los moros, algo que, por otro lado, con diferente intención, hacía la propia propaganda fascis-ta como podemos observar en las alocuciones de Queipo de Llano, entre ellas, aquella desgraciadamente famosa que ha quedado sentenciada para la Historia como «Id preparando las sepulturas» 7.

El terror a la barbarie de los rifeños del ejército de Franco no era en modo alguno un mito, pero despertaba los relatos aga-zapados en la conciencia de los españoles que también pueden leerse en los versos del Fernán González (aquellos moros caní-bales) y que en esos días tenían ejemplos diarios en la barbarie desatada por la Legión y las tropas rifeñas franquistas entre

7 Esta alocución puede escucharse (Cf. https://www.youtube.com/watch?v=9we-Vo7tCvjc) La transcripción del texto la documenta Carlos Zúmer (ZÚMER, Carlos; «Sevillanas (I). El radiofonista Queipo de Llano», Jot Down. Contemporary culture mag (en línea). Disponible en: http://www.jotdown.es/2011/10/sevillanas–i–el–radio-fonista–queipo–de–llano/ [fecha de consulta: 5–4–2018]. El texto que reproduce la alocución de Queipo es el siguiente: «Nuestros valientes legionarios y Regulares han enseñado a los cobardes de los rojos lo que significa ser hombre. Y, de paso, también a las mujeres. Después de todo, estas comunistas y anarquistas se lo merecen, ¿no han estado jugando al amor libre? Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres de ver-dad y no milicianos maricas. No se van a librar por mucho que forcejeen y pataleen».

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la población civil republicana. La otredad bárbara, que trae terrores antiguos, y sirvió simbólicamente a los dos bandos.

Sin embargo, y en contradicción, los militares franquistas pretendían dar un giro de 180 grados al imaginario rifeño, in-tentando la identificación de Marruecos con la nueva España como una unidad de destino nacional que ellos eufemizaron a través de un folklore y costumbres pretendidamente comunes, unas a medias reales y otras inventadas, que crearon a partir de una idea ya subyacente de algún modo y sembrada por la literatura y la pintura romántica francesa, lo que acabó ofre-ciendo la imagen estereotipada de unas Andalucías soñadas, inventadas, que todavía hoy soporta esta región como tópico sociológico. Así lo advierte González Alcantud glosando a Gil Benumeya (1930): «la finalidad de estimular el mito andalusí por parte de los militares africanistas españoles tras la guerra civil tenía el objetivo de evitar ser considerados «extranjeros», al igual que los franceses, en la intervención marroquí» (Gon-zález Alcantud, 2002: 188).

A fin de cuentas, la Guerra Civil probaba de manera pal-maria y sangrienta que no sabíamos lo que era España, y que construíamos el alma del pueblo español a rametazos unos contra otros exhibiendo las viejas creencias medievales, y la necesidad en la postguerra de redefinir de nuevo España trajo aquella expresión de García Morente: «un caballero cristiano» para representar la índole íntima del español.

Tenemos la sospecha de que la búsqueda de aquello que fuera España no estaba tanto motivada por una necesidad íntima de saber, sino más de justificarse, no solo del régimen franquista, sino antes aún, en el rechazo a los siglos de decadencia que la generación del 98 odiaba. Después de la guerra esa necesidad se agudizó con la fractura provocada por la legitimación de la división entre vencedores y vencidos, y se expresó de nuevo en términos medievales en aquella polémica entre Américo Castro y Sánchez–Albornoz, incluso desde el exilio de ambos. La polé-mica, que no podemos relatar en profundidad aquí, se remitía

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a las bases originarias de España. Américo Castro, utilizando, curiosamente, sobre todo fuentes literarias, estaba convencido en 1948 de que la construcción de España reposaba sobre la peculiaridad de nuestra Edad Media, y en concreto su esencia (la «vividuría hispánica») estaba imbricada en las relaciones mantenidas entre cristianos, musulmanes y judíos. Modificada y ampliada desde 1948 su España en su historia, en los capítulos añadidos en 1954 expulsaba de la españolidad a los visigodos. El crisol violento de culturas medievales era para don Américo el alma de España. Por su parte, la respuesta de don Claudio Sánchez–Abornoz en España un enigma histórico (1956) se enre-daba también en los modelos medievales, si bien retrotraía la esencia de lo español a los pueblos prerromanos, siendo los ro-manos y los visigodos quienes configuraron España (volvien-do, por lo tanto, de nuevo, a la Edad Media, aunque temprana en su caso), y desestimando la aportación del judaísmo y el is-lam al ser de España. Para don Claudio, España era, ante todo, cristiana y occidental, y en el mejor espíritu noventayochista, España solo podía ser entendida desde Castilla.

La polémica continuó hasta los límites imprecisos del tar-dofranquismo, que también tomó partido con aquel ¿A qué llamamos España? de Laín Entralgo (1972) apoyando las tesis de Américo Castro que contestó don Claudio con El drama de la formación de España y los españoles (Sánchez Albronoz, 1973), y aún parece perdurar hoy si asistimos a la polémica filológica sobre la autoría árabe del Poema de Mío Cid que defiende Do-lores Oliver (Oliver: 2008) y que tantas críticas ha cosechado, más que por su controvertida argumentación, por lo que ideo-lógicamente representa que el texto fundacional de la literatu-ra castellana pudiera tener autoría árabe, y más aún si vemos los telediarios. La identidad de Europa se debate en estos mo-mentos en la construcción esencialista cristiana anti–musul-mana que podemos observar en los discursos de Viktor Orbán en Hungría, de Mateo Salvini en Italia o de Le Pen en Francia (por no recorrer más geografías donde también se muestra), y aquí, aquí como siempre en tono menor, oblicuo, volviendo a

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la Reconquista en los discursos políticos extremos, o citando cartas de vasallaje a la monarquía carolingia de las que nunca supimos la respuesta por aquellos que ya no se sienten con-cernidos por la trabazón de los espíritus que obsesionaba a don Ramón.

Nos hemos dejado muchas cosas en el tintero, símbolos, como aquellos luceros a los que iban los falangistas cuando morían, hijos sacrificados, como aquel de la leyenda de Guz-mán el Bueno y la defensa de Tarifa reconstituida con fanta-sía en aquella de Moscardó en el Alcázar de Toledo y muchas más que esperamos poder describir en ocasión posterior.

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