La Enseñanza de La Filosofía 162
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LA ENSEÑANZA DE LA FILOSOFÍA 162
16 diciembre 2015 at 10:13 Tomás Abraham 14 comentarios
Sartre le reconoce a Merleau la paternidad de haberlo iniciado en la política. Nunca dejó de respertarlo por
eso, y sus críticas no fueron más allá de cuestiones teóricas, o de política. Pero nunca pudo descubrirle una
falta moral, de esas inautencidades que la comedia humana siempre le proveyó. Merleau era sincero, quizás,
su falta no era otra que un exceso de sinceridad.
A distancia de Camus, no veía en él una pose narcisista ni un afán de seducir. Merleau parecía vivir lo que
decía, y no mostraba sus “llagas” a la manera de Bataille, de quien Sartre se rió a sus anchas. La duda
merleaupontiana era la del propio pensamiento, pero a diferencia de Descartes, no llegaba a una evidencia, ni
profesaba el escepticismo elegante a la manera de Montaigne.
Buscaba una certeza, y era en ese camino en el que mostraba sus dificultades. La situación no dejaba de ser
personal. Como si lo que a Sartre lo perturbaba era que su amigo lo criticara, no tanto el contenido de lo que
pensara, sino que lo hiciera contra él.
Era cierto. Nadie entre los intelectuales de la izquierda francesa, ni entre los comunistas, pudo obviar a Sartre.
Cualquiera que se metiera en el universo de la ética o de la política, incluso de la metafísica, siempre
tropezaba con el totem sartriano.
Ya fuera para idolotrarlo o defenestrarlo, no quedaba resquicio sin su nombre. No sólo por su fama, sino por el
modo en que la construía. Escribiendo. No hacía más que escribir, y lo hacía en todos los géneros
imaginables, salvo la poesía, que despreciaba porque era un género que obviaba la comunicación, un refugio
de surrealistas.
Sartre buscaba interlocutores, por lo general, enemigos. Adversarios en el estilo, en las ideas, en las
declaraciones políticas. A su manera – como el mismo diría: “à sa façon” – era un moralista. Con la salvedad
que también moralizaba contra sí mismo.
Tengo la dicha de leer estos días “Les mots”, en francés, comprado en la librería Strand de Nueva York,
confesión personal que hace eco a la que leo hoy, domingo, 22 de octubre, día de elecciones en mi país – de
la que me ausentaré sin votar con cierta culpa – en la página 52 de la edición de bolsillo de Gallimard, dice:
“Hoy 22 de abril de 1963, corrigo este manuscrito desde el décimo piso de un edificio nuevo: por la ventana
abierta veo el cementerio…”
Digo `la dicha´ porque recupero el perdido ejemplar en castellano de la editorial Losada que leí en mi
adolescencia, apenas editado, en 1964, a mis diecisiete años.
En este libro, el moralista Sartre es objeto de su propio sarcasmo, que interrumpe el relato de su infancia feliz
apadrinado por su abuelo materno y cobijado por su madre viuda, con esta instantánea de su departamento
en un décimo piso en el que escribe a los cincuenta y ocho años, cuatro niveles por encima del sexto piso de
su niñez, que le hace escribir: “De niño, más allá de poder merecer una posición elevada, habría que
considerar que ese gusto por vivir a la altura de los palomares, era un efecto de la ambición, de la vanidad,
una compensación de mi pequeña estatura”.
Para seguir con la descripción edilicia, Sartre, a pesar de su autorretrato, siempre escribió desde una planta
baja intelectual. El discurso desde el punto de vista de la rana, como señalaba Nietzsche. Y nunca vió que su
amigo, a pesar de sus diferencias, lo hiciera desde el desprecio de las alturas.
Juntos inventaron la revista, y fueron ellos dos juntos los que le dieron su estilo “…en nuestra revista
`confidencial´ como si se tratara de un periódico de gran tirada, cuidarnos de toda forma virtuosa, en particular
de la vanidad y de la cólera, predicar en el desierto como ante una multitud sin perder de vista, no obstante,
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nuestra extrema pequeñez, recordar siempre que no es necesario triunfar para perseverar pero que la
perseverancia tiene como fin el triunfo” (pag 32)
Era mucho lo que lo unía a su compañero. Las desavenencias políticas perturbaron a Sartre. No es que no
creyera que su posición era la justa, sino que ese modo de hacer justicia no parecía del todo definitivo ni
satisfactorio. Elegir a los comunistas y a su patria socialista en lugar de la duda y la ambigüedad de Merleau,
podía ser una actitud defendible pero nunca gloriosa. Dice en la página 39 de su escrito: “ Existe una moral de
la política? – cuestión difícil de desentrañar y nunca tratada de manera clara – y cuando la política debe
traicionar su moral, elegir la moral, es traicionar la política”. Y sigue con esta sentencia casi mística: “Arduo es
desentrañar todo esto, sobre todo cuando la política tiene por objeto el advenimiento del reino del Hombre”.
Sartre pregunta: ¿”Qué hacer? ¿Golpear a ciegas a izquierda y derecha, a dos gigantes que ni siquiera
sentían nuestros golpes? Era una mísera solución”. Para redondear la frase, agrega: “ ¿Vivir en Buenos Aires
como los franceses ricos?”.
Quizás fuera un desenlace mísero para Sartre en esos días, aunque años después esa miserabilidad fuera
mayor retrospectivamente por haber elegido aliados que nunca dejaron de tratarlo, como él mismo lo
reconoce de `rata´, de `hiena´, de `víbora´ o `hurón´. Aunque diga que ese bestiario le agradaba, hasta lo
distraía. No tanto a Merleau, “que aún recordaba la camaradería de 1945, por lo que se sentía profundamente
afectado”.
Sartre tenía la obsesión de la utilidad. Lo desesperaba convertirse en un artista de la nada, un escritor
autocomplaciente, y un niño mimado por el Parnasso. La comedia humana montada por la burguesía tenía un
protagonista estelar que no era más que el idiota de la familia, ungido como genio y figura. Huía de ese
destino, como de cualquier destino.
La solución, por no decir la salvación, sólo era posible con la política, pero no bajo el cobijo de la otra fase de
la comedia burguesa llamada “república”, sino la política auténtica con el nombre de revolución.
Lo que exigía barrer con la fuente supuestamente respetable de la comedia, nos referimos a la moral. Para él,
Merleau al no querer quedar varado en una elección que consideraba amoral, no salía de la nada de la
indecisión, y estaba atrapado en el solipsismo político. Otra fuente del egoísmo basado en sanos principios y
respetabilidad burguesa.
Abandonar la política es el mejor modo de ser domesticado por ella. Al menos Sartre tenía una pasión: el
odio. Dice: “sentí por la burguesía un odio que sólo morirá conmigo”. Suena extraño ese encono en un escritor
que ha contado la infancia burguesa con detalles que muestran algo más que odio, para no decir que trasmite
amor. Su abuelo Karl Schweitzer es retratado con cariño, y su madre con intenso amor. Es posible que ese
odio fuera la transfiguración de un sentimiento posterior, uno que fue elaborándose con los años. “La infancia
de un jefe” es el relato de un destino que llega a su meta por sus mismas desviaciones. Tiene un antecedente
edípico, en el que se combinan Sófocles y Freud, la tragedia y el deseo inconsciente.
Sartre no quería un destino, y menos el que lo conminaba a complacer. Su infancia mostraba que lo querían
convertir en una especie de foca que hace piruetas para ser aplaudida. Es la misma imagen que confiesa el
historiador Paul Veyne acerca de sus vivencias frente al público del College de France. Buscar la aprobación,
sobreactuar cada conducta para que la pose conseguida tenta su premio.
Nuevamente Sartre se dirige a su amigo definitivamente ausente, y señala que la muerte de la madre de
Merleau fue un golpe al corazón. “Ella era su vida”, nos dice. Puede resultar curioso que los tres filósofos más
importantes del llamado existencialismo ateo, tuvieran tal pasión filial por la madre. Si nos trasladamos a
nuestra tierra, veremos cómo León Rozitchner compartió la misma pasión.
Pienso en Agustín, el santo, que a través de su madre llegó a Dios, esta vez, el ateísmo permite que la madre
lo abarque todo, es divina.
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Sartre se presenta como un ateo humanista, y critica a Merleau que se presenta a sí mismo como un ateo…
humanista! Hay dos ateísmos humanistas en pugna, ¿por qué esta mismidad enfrentada? Sin agregar nada a
lo que ellos dicen, la diferencia es explícita: el `optimismo´de Sartre, y el escepticismo político de Merleau,
compensado por su última afición por las ciencias sociales y las artes figurativas.
Este optimismo sartreano se fundamenta en la dialéctica hegeliana que culmina en la síntesis de todos los
momentos de la historia. Para Hegel se encarnaba en Napoleón montado en su Rocinante, y en Sartre
después de Marx, en el proletariado revolucionario. Merleau, según su amigo, atacó a la dialéctica para
convertirla en una ida y vuelta eterno y perder así su función de motor de la historia. Aparece ante sus ojos
como un índice de la paradoja, un signo viviente de la ambigüedad fundamental. Por eso dice Sartre que para
la filosofía de Merleau, “hijos del barro, nos reduciríamos a una huella en la arcilla” (69).
Una imagen casi idéntica a la `muerte del Hombre´de Foucault.
Dice Sartre que “es realmente penoso que un hombre pueda escribir hoy en día que lo absoluto no es el
hombre” (74). Pobre conclusión la de nuestro filósofo. Sartre busca al hombre, como Diógenes, pero sin su
humor. Es un humanismo flaco, casi quejoso. Sartre no está satisfecho consigo mismo, lo sabe, cree que su
relación con Merleau fue un fracaso. Recuerda su último encuentro en el que Merleau fue a saludarlo después
de una conferencia y lo destrató aún sin querer, por estar resfriado. Su amigo creyó ver un desprecio y se
retiró en silencio. No hubo posibilidades de posteriores explicaciones.
Sartre dice que vivió con Merleau una amistad sin felicidad. Y termina: “Así viven los hombres en nuestra
época, así se aman: mal” (83).
Confiesa que Merleau es para él una `una herida permanentemente abierta´.