La Erinia - Martin Catalano

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La erinia Soy un ratoncito como los hay muchos en muchas partes, tengo pardo pelaje, una larga cola y menudas patitas con las que me desplazo por escondrijos sombríos en las casas de los hombres. Cada día levanto mi nariz y olfateo cualquier posible señal de alimento que esté a mi alcance, y, si lo detecto, corro velozmente a encontrarlo donde se halle. Sé muy bien cómo ser un ratón, sé a qué cosas puedo acercarme y ante cuáles mostrarme precavido. Soy, como todos los de mi tipo, un superviviente. Pero hay algo en mí que me distingue de los que son como yo y me hace único, dejándome solo bajo una condición que a veces sólo a fuerza de terribles esfuerzos resisto. Tengo un gato. No es como los gatos que en sus casas albergan las personas, criándolos como mascotas, ni tampoco es uno de esos que vaga por las calles en condiciones similares a las de los de mi tipo. No, este gato es diferente. Este gato está en mí, en mi alma. Sí, eso soy, un ratoncillo con un gato en el alma. Es difícil vivir bajo tales condiciones, debo decir. Todo sería muy simple para mí si no fueran las cosas de este modo, pero son. A veces, cuando vago por las noches en las casas de los hombres, entre las sombras que me rodean veo proyectada la mía propia, y en ella veo la imagen del gato, atemorizante, y a veces me estremezco creyendo que saltará sobre mí para comerme, y otras veces siento que proyecto tal sombra porque yo mismo me he convertido en gato. En ambos casos me domina el horror. Lo mismo cuando las azarosas circunstancias de mis correrías quieren que me vea reflejado en alguna superficie de cristal. La figura que devuelve el vidrio es confusa y me asusto al creer ver en ella el oscuro porte de un felino de amarillos ojos y blancos colmillos. Entonces chillo de miedo y corro lo más rápido que puedo, buscando algún refugio bajo el amparo del cual dejar de ser acosado por ese fantasma. Pero mis intentos son tontos y vanos, no hay escondite posible, porque el gato está en mí, lo llevo conmigo. Podría correr hasta el fin del mundo, e incluso allí lo vería. Está en mis ojos, en mis oídos, en mi nariz. Todo el tiempo lo veo, lo oigo y lo huelo. A veces hasta creo que mis propios chillidos de ratón suenan como maulladas de gato. Y en el reino de los sueños, cuando creo que puedo reposar un poco, también allí lo veo, bajo muchas formas se aparece y me amenaza con devorarme. No hay nada que pueda servirme de consuelo, salvo la idea de morir pronto, pues supongo que sólo muerto morirá conmigo el gato y ya no tendré que verlo. Pero aquel pensamiento es en realidad sólo una

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La erinia

Soy un ratoncito como los hay muchos en muchas partes, tengo pardo pelaje, una larga cola y menudas patitas con las que me desplazo por escondrijos sombríos en las casas de los hombres. Cada día levanto mi nariz y olfateo cualquier posible señal de alimento que esté a mi alcance, y, si lo detecto, corro velozmente a encontrarlo donde se halle. Sé muy bien cómo ser un ratón, sé a qué cosas puedo acercarme y ante cuáles mostrarme precavido. Soy, como todos los de mi tipo, un superviviente.

Pero hay algo en mí que me distingue de los que son como yo y me hace único, dejándome solo bajo una condición que a veces sólo a fuerza de terribles esfuerzos resisto. Tengo un gato. No es como los gatos que en sus casas albergan las personas, criándolos como mascotas, ni tampoco es uno de esos que vaga por las calles en condiciones similares a las de los de mi tipo. No, este gato es diferente. Este gato está en mí, en mi alma. Sí, eso soy, un ratoncillo con un gato en el alma. Es difícil vivir bajo tales condiciones, debo decir. Todo sería muy simple para mí si no fueran las cosas de este modo, pero son.

A veces, cuando vago por las noches en las casas de los hombres, entre las sombras que me rodean veo proyectada la mía propia, y en ella veo la imagen del gato, atemorizante, y a veces me estremezco creyendo que saltará sobre mí para comerme, y otras veces siento que proyecto tal sombra porque yo mismo me he convertido en gato. En ambos casos me domina el horror. Lo mismo cuando las azarosas circunstancias de mis correrías quieren que me vea reflejado en alguna superficie de cristal. La figura que devuelve el vidrio es confusa y me asusto al creer ver en ella el oscuro porte de un felino de amarillos ojos y blancos colmillos.

Entonces chillo de miedo y corro lo más rápido que puedo, buscando algún refugio bajo el amparo del cual dejar de ser acosado por ese fantasma. Pero mis intentos son tontos y vanos, no hay escondite posible, porque el gato está en mí, lo llevo conmigo. Podría correr hasta el fin del mundo, e incluso allí lo vería. Está en mis ojos, en mis oídos, en mi nariz. Todo el tiempo lo veo, lo oigo y lo huelo. A veces hasta creo que mis propios chillidos de ratón suenan como maulladas de gato. Y en el reino de los sueños, cuando creo que puedo reposar un poco, también allí lo veo, bajo muchas formas se aparece y me amenaza con devorarme.

No hay nada que pueda servirme de consuelo, salvo la idea de morir pronto, pues supongo que sólo muerto morirá conmigo el gato y ya no tendré que verlo. Pero aquel pensamiento es en realidad sólo una apuesta incierta, pues no sé qué hay tras el umbral de la muerte, si es que hay algo, o quizá no hay nada…

Los gatos reales no me asustan tanto como el mío. Ni me mosqueo al verlos a ellos, aunque sepa muy bien que con sus dientes y sus garras podrían hacerme pedazos si me alcanzaran, no me importa porque me creo más rápido que ellos y no ha llegado aún el día en el cual hubiera de ser atrapado. Pero a mi propio gato le huyo constantemente, incluso cuando ni siquiera estoy seguro de que me ande persiguiendo. Y si bien sé que sus dientes y sus garras son sombras de los dientes y las garras de gatos de verdad, les temo a éstos y a aquéllas mucho más de lo que podría soportar mi pequeña figura.

No sé dónde podré hallar la redención. Soy, como dije, un superviviente, pero a esto no creo poder sobrevivirle. Lo más triste es que no siempre cargué con este fantasma, apareció un día de la nada, sin dar siquiera el más mínimo aviso de su terrible advenimiento. Los motivos y las razones creo que ya no me importan. Si algo fantasea ahora mi pobre corazón es la libertad. Pero no la veo cerca, ni siquiera la concibo accesible.

Quizá la única alternativa posible sea la muerte, lo último a lo que puedo apostar, lo último que me queda. Quizá lo mejor sea llamar la atención de un verdadero gato y no moverme de mi sitio a pesar de abalanzarse éste en mi dirección. Quizá sería mejor dejarme tomar por uno que me dé menos miedo. Quizá todo esto sea lo menos triste. Quizá.