La estética de John Cage y los orígenes de la música experimental
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La estética de John Cage y los orígenes
de la música experimental
Cómo hacer cosas con sonidos: La estética de John
Cage y los orígenes de la música experimental
Por Norberto Cambiasso
1- Ahora que la expansión del término “experimental” tiende a abarcar tantas cosas
disímiles entre sí, su referente, si alguna vez tuvo uno concreto, parece cada vez más
vacío. Su carrera como adjetivo de cierto(s) tipo(s) de música(s) es relativamente
reciente. Pero como definición de un método específico de las ciencias naturales -la
física, la biología y la rama de la psicología que se reconoce en esa tradición- tiene una
extensa historia que algunos, más arriesgados que yo, gustan remontar a las ideas de
Francis Bacon en el siglo XVI.
Advierte el crítico alemán Hans Magnus Enzensberger en un célebre artículo que su
aplicación a estos dos ámbitos contrapuestos suele generar algunos equívocos de
proporciones.
“Experimentum quiere decir ‘lo experimentado’. En las lenguas modernas, esta voz
latina designa un procedimiento científico para verificar teorías o hipótesis por la
observación metódica de fenómenos naturales. Es preciso que el fenómeno por dilucidar
pueda ser aislado. Un experimento sólo tiene sentido si las variables del caso son
conocidas y pueden ser delimitadas. A estos requisitos se añade el de que el
experimento debe ser verificable, y todas las veces que sea repetido dar el mismo,
inequívoco, resultado. Se sigue de ello que un experimento tiene éxito o fracasa por
anticipado con respecto a un objetivo exactamente definido. Presupone reflexión e
implica una experiencia. De ningún modo puede ser un fin en sí mismo. Su valor
intrínseco es cero. Es de señalar, asimismo, que el auténtico experimento no tiene nada
de audaz; es un procedimiento muy simple y previsible para investigar fenómenos
regidos por leyes.” [1]
Como procedimiento científico, entonces, el experimento constituye en primera
instancia un estudio de las relaciones entre causa y efecto. Implica la manipulación
deliberada de una variable mientras trata de mantener constantes a las demás. Exige un
control estricto de las variables y está sujeto a la verificación empírica. No sólo puede,
sino que debe ser replicado, dado que de un caso aislado jamás se lograría derivar una
ley causal.
Este carácter experimental es, para Enzensberger, la antítesis del que reivindica la
vanguardia. En ella, el experimento funciona como una suerte de “inmunidad moral”
mediante la cual el artista trata de sustraerse a las consecuencias de sus acciones,
desplazando la responsabilidad al destinatario. Cuando la avant-garde corteja al método
científico, se dirige sin remedio en la dirección opuesta: se aleja de la experiencia y
renuncia a la intencionalidad.
Un razonamiento que muestra a Enzensberger como un discípulo entre díscolo y
aplicado del gran crítico modernista Theodor Adorno. Aunque ambos desconfíen de las
contaminaciones ideológicas a las que, en nombre de una doctrinaria libertad, se prestan
los cantos de sirena del culto de lo nuevo. Puesto que por entonces el arte debía
sustraerse a dos amenazas complementarias de tendencias contrarias: su apropiación
política como propaganda por ciertos regímenes totalitarios y su acelerada conversión
en mercancía por medio de la cultura de masas del capitalismo monopolista.
2- El análisis de Enzensberger tenía sus méritos. Nos volvía conscientes de la acepción
inicialmente militar del término, de sus connotaciones políticas en la teoría de Lenin del
partido comunista como vanguardia del proletariado, de la historicidad de las artes y del
inevitable carácter a posteriori de toda definición vanguardista (el avant del avant-garde
solo podía discernirse a futuro y, como tal, implicaba la muerte del fenómeno así
etiquetado)[2] Pero no carecía de contradicciones. A la liquidación del concepto
histórico de vanguardia (“Toda vanguardia es hoy repetición, engaño o autoengaño. El
movimiento como grupo entendido doctrinariamente no ha sobrevivido a las
condiciones históricas que lo engendraron…Una vanguardia que se deja fomentar por el
Estado ya no tiene razón de ser.”), terminaba oponiendo una dudosa generalización del
modernismo (“¡Que otros cifren sus esperanzas en el fin del modernismo, en
conversiones y restauraciones!”) que la agresiva política cultural norteamericana, en el
marco característico de la pugna ideológica de la Guerra Fría, había transformado en un
arma institucional cargada de futuro.
La proverbial bilis de su prosa iba en realidad dirigida contra una serie de movimientos
supuestamente “neovanguardistas”: el tachismo, el art informel, la pintura monocroma,
el action painting, el serialismo, la música electrónica, la poesía concreta y la literatura
beat. Lista ésta que contenía varios items que más que encajar en la definición de
vanguardia, eran representantes por excelencia del high modernism (altomodernismo):
el expresionismo abstracto, el serialismo integral, la música electroacústica. Una
vanguardia consciente y segura de sí misma, apoyada por agencias estatales y
corporaciones privadas, esgrimida frente al aborrecible enemigo soviético como
ejemplo exitoso de democracia cultural en el mundo libre.[3] Una vanguardia, en fin,
arropada por los calientes brazos del establishment y que, como tal, despertó la justa
indignación de Enzensberger. Que carecía del espíritu oposicional de sus antecesoras
históricas de la década del ’20 y se sentía amenazada por los desarrollos experimentales
que anunciaban la música de Cage y las estéticas posteriores del pop y los happenings,
los gestos sencillos de Fluxus o los comienzos de la improvisación europea. Si el
diagnóstico de Enzensberger era correcto, la identidad del paciente era confusa. Se
trataba, en última instancia, de un modernismo disfrazado de vanguardia, celebrando
confiando su triunfo sin saber que ese apogeo llevaba ya inscripto en la frente su fecha
de caducidad.[4]
Artist : John Cage
Title : Dereau, No 11
Date(s) : 1982
Website : www.balticmill.com
Credit : © The John Cage Trust
3- En general se admite, no sin cierta ligereza, que los inicios de la música
contemporánea se remontan a la ruptura de Arnold Schönberg y la Segunda Escuela de
Viena con los principios de la tonalidad clásica. Pero el propio Adorno, modernista
inflexible en cuestiones estéticas, impulsor convencido de los compositores vieneses y
discípulo del discípulo de Schönberg Alban Berg, demuestra sobradamente que en esa
ruptura hay mucho de continuidad. Porque una vez que el cromatismo wagneriano dilata
hasta la extenuación el momento de resolución en la tónica, ¿qué otra cosa queda que el
abandono liso y llano de la jerarquía diatónica? Y aún así, la emancipación de la
disonancia que promueve el nuevo método atonal no deja de ser una pequeña
revolución, si se quiere, muy localizada, que ataca apenas las relaciones interválicas de
la vieja y querida armonía funcional (a las que la música llamada “culta” volverá una y
otra vez en el transcurso del siglo XX y la música popular nunca abandonará del todo).
Una rebelión menor de las frecuencias o las alturas que no sólo deja intacto el
gigantesco edificio institucional de la tradición clásica sino que renueva su eminente
corazón germánico.
Será el mismísimo Schönberg, preocupado porque el expediente de la variación
continua que la atonalidad requiere tiende a sustraerse a cualquier intento de
organización racional, quien dé el siguiente y trascendental paso: la serie de doce
sonidos o dodecafonismo.[5]
4- La serie a la que recurre Schönberg para recuperar el dominio de ese universo
armónico que él mismo se había encargado de demoler con anterioridad, se extenderá en
el serialismo integral posterior a todos los parámetros musicales: además de la altura de
los sonidos, su amplitud, su timbre o estructura de armónicos, su duración, su
morfología (el modo en que estos surgen, continúan y se apagan). Y también al ritmo, a
la forma, al contrapunto y hasta al ataque de los instrumentos.
Una voluntad de predicción y control de todos los materiales sonoros que dominará el
racionalismo modernista de la primera mitad del siglo XX y se perfeccionará en la
música electro-acústica gracias a las nuevas posibilidades tecnológicas de medición y
transformación de frecuencias sonoras que brinda la electrónica.
Esta redescubierta vocación cientificista hará de la organización serial el complemento
estético de la cadena de montaje en el capitalismo monopólico. Y del control a ultranza,
el reflejo especular de los nuevos modos de organización fordista del trabajo. Así como
el obrero renuncia a cualquier cualificación de su trabajo para adaptarse al ritmo
inclemente y monótono de la máquina, así también el compositor renunciará a aquello
que le es más propio para convertirse en un mero arreglador del material, puesto que
una vez elegida la serie generadora, el resto de la partitura se deriva de la combinación
más o menos automática de dicha serie con los mecanismos (retrógrada, inversa y
demás) característicos del método dodecafónico.[6]
5- ¿La música como nueva ciencia exacta? Ese pareció el sueño de compositores como
Pierre Boulez y Karlheinz Stockhausen durante la década del ’50. Cuanto menos, este
cientificismo prometía confirmar el diagnóstico de Max Weber acerca de la armonía
funcional como anticipatoria de la racionalización capitalista. Y como el capitalismo se
había transformado, la música cambiaba con él. Sólo que ahora iba por detrás del nuevo
Estado industrial, no por delante.[7]
Era esta una vanguardia ambivalente, cuya abstracción sonora la alejó del público y la
acercó a las instituciones del poder. Que requería de dinero estatal pero persistía en un
funcionamiento elitista y jerárquico, distante de las necesidades o intereses de ese
mismo ciudadano común que la financiaba a través de sus impuestos. Una música de
pares, aislada en su propio universo autónomo, ajena a cualquier contagio social, al
menos en sus variantes radicalizadas, como el IRCAM o el período más dogmático de
Darmstadt.[8] Encerrado en sus propias y cerriles certezas tecnocráticas, este
modernismo amigo del establishment hizo de la obsesión por el control de los sonidos
su seña de identidad particular; de la complejidad que distinguía su voluntad
racionalizadora, la pesadilla de los intérpretes, indefensos ante la partitura; y de la
autoridad de un compositor devenido en ingeniero, el criterio a ultranza, excluyente, de
cualquier cosa que, según esta peculiar ortodoxia, mereciera llamarse música.
[1] Las cursivas son mías. Debo a Abel Gilbert que llamara mi atención acerca de este
texto de Enzensberger (de 1962 en su versión original alemana) que yo había leído (y
consecuentemente olvidado) casi dos décadas atrás. Se trata de “Las aporías de la
vanguardia”, aparecido en castellano en el nº 285 de la revista Sur, de noviembre/
diciembre de 1963. También sobre otro de Leonard Meyer que desconocía y que
mencionaré más adelante. No obstante, Enzensberger convierte a lo experimental en
sinónimo de vanguardista y descarga sus temibles dardos contra ambos. En nuestro
marco, lo vanguardista y lo experimental constituyen dos tradiciones musicales muy
diferentes entre sí.
[2] Una muy reciente y útil revisión del problema, inspirada en el propio Enzensberger,
es la que hace Hubert F. van den Berg en “Avant-garde: Some Introductory Notes on
the Politics of a Label”, incluida en Robert Adlington (Ed.) Sound Commitments:
Avant-garde Music and the Sixties, Oxford University Press, Oxford, 2009. Pp. 15-33.
Van der Berg recalca que Enzensberger tiene razón cuando insinúa que, al menos en el
contexto de las vanguardias históricas, prácticamente nadie se asumía como
“vanguardista” y que, por ende, la aplicación de la categoría de “vanguardia” tiende
a ser una etiqueta póstuma.
[3] La importancia que en los años ’50 adquiriría el expresionismo abstracto, más allá
de las intenciones de sus representantes artísticos, como arma diplomática en una
Guerra Fría que se desplazaba con rapidez hacia el terreno cultural, está tan bien
documentada que me exime de cualquier comentario al respecto. El texto canónico es
de Serge Guilbaut. How New York Stole the Idea of Modern Art: Abstract
Expressionism, Freedom, and the Cold War. University of Chicago Press, Chicago,
1983. (Hay trad. española) Frances Stonor Saunders, La CIA y la Guerra Fría cultural
(Debate, Barcelona, 2001) explica el uso indiscriminado que la agencia de inteligencia
norteamericana hizo de artistas e intelectuales que, en muchos casos, se consideraban
de izquierda. El ideólogo del giro liberal hacia la izquierda reformista y de la escalada
de la retórica anti-comunista a fines de la década del ’40 fue Arthur Schlesinger Jr. Su
The Vital Center, aparecido originalmente en 1949, en consonancia con el despertar de
la tensión entre las dos potencias, es ya un clásico de ese liberalismo americano que se
asume a sí mismo como ligeramente descentrado hacia la izquierda mientras mueve el
compás con decisión hacia la derecha.
La música de vanguardia debió competir con el neoclasicismo para lograr el favor de
estos peculiares adalides de la libertad. Pero su insistencia, con excepciones notables
como la de Luigi Nono, en su carácter eminentemente científico y apolítico, calzaba
como anillo al dedo de las necesidades de los ideólogos del combate contra la URSS en
todos los frentes. Puede consultarse, con el acento puesto en el debate musical francés
de entonces, Mark Carroll: Music and Ideology in Cold War Europe. Cambridge
University Press, Cambridge, 2006. Y en términos más generales, con numerosos
ejemplos pero sin demasiadas luces, Danielle Fosler-Lussier: “American Cultural
Diplomacy and the Mediation of Avant-garde Music”, en Robert Adlington (Ed.), Sound
Commitments, op. cit.
[4] La tendencia a confundir modernismo, vanguardia y experimentación ha sido fuente
de interminables errores. Un ejemplo insigne de esa confusión es Renato Poggioli: The
Theory of the Avant-garde. Cambridge, Mass., Belknap, 1968. El libro ya clásico de
Peter Bürger, Teoría de la vanguardia, (Península, Barcelona, 1987) que apareció en
su edición original alemana en 1974, promovió rápidamente un nuevo nivel de
discusión. Bürger, básicamente otro neoadorniano inspirado en las tesis más actuales
de Jürgen Habermas, sostenía que las vanguardias históricas (dadaísmo, surrealismo,
etc.) habían fracasado en su programa de destruir la autonomía del arte burgués y, por
consiguiente, no lograron trascender la separación entre el arte y la vida. A su vez, se
mostraba muy crítico con una neovanguardia a la que consideraba en términos muy
restringidos como mero diletantismo. Más allá de la inmensa polémica que generó su
Theorie der Avantgarde, son muchos los que aún hoy suponen, como Bürger, que se
puede hablar de “vanguardia” en singular, como si todos esos movimientos de las
primeras décadas del siglo XX hubiesen tenido un programa común. Y comparten su
despreciativo diagnóstico sobre una neovanguardia de los años ’60 considerada en
términos igualmente homogéneos. Las considerables diferencias entre los proyectos
contemporáneos del serialismo integral y la experimentación cageana, como veremos,
bastan para invalidar el apresuramiento de las tesis del crítico literario germano.
Mientras el primero pugna por afianzar la música en la autonomía de su esfera, la
segunda (influida por dadá y muy en particular por Marcel Duchamp) busca retomar el
acercamiento entre arte y vida bajo condiciones históricas tan distintas que suponerla
como una continuidad devaluada de la voluntad vanguardista no le hace ninguna
justicia. Para complicar todavía más el panorama, hay que decir que fue Clement
Greenberg, acérrimo defensor del modernismo, uno de los primeros en utilizar
conscientemente el término vanguardia en “Avant-garde and Kitsch”, su legendario
artículo de 1939 para la Partisan Review.
[5] El dodecafonismo, inicialmente enfocado en las alturas, hace uso de las 12 notas de
la escala cromática en un orden fijo. Cada una debe ser usada antes de que la serie
vuelva a comenzar. El material de la composición se genera a través de cuatro
transformaciones estructurales: la forma original, la serie leída al revés (retrógrada),
con los intervalos invertidos (inversa) y mediante la combinación de ambas
(retrógrada- inversa). Esto permite 48 permutaciones que constituyen el germen de
cualquier pieza dodecafónica. Un espacio cromático homogéneo que renuncia a las
jerarquías de la escala tonal, con sus tónicas, sus dominantes y subdominantes.
[6] Fue el propio Adorno quien puso el dedo en la llaga del nuevo problema con el que
ahora se enfrenta el compositor dodecafónico, el hecho de que “el material indiferente
del dodecafonismo se hace ahora indiferente al compositor”. El material sonoro se
opone al compositor como “un sistema de reglas autocreado” y se degrada, por así
decirlo, “antes de que las series lo estructuren, a un sustrato amorfo, en sí totalmente
indeterminado, al cual luego el sujeto compositor interpuesto impone su sistema de
reglas y legalidades.” El sujeto se vuelve esclavo del material en el mismo momento en
que logra someterlo a una razón matemática. Cf, Th. W. Adorno, Filosofía de la nueva
música. Akal, Madrid, 2003. Pp. 106-108.
La ausencia de una referencia tonal sitúa a este modernismo musical en las antípodas
de las músicas populares. El serialismo no hará más que racionalizar y sistematizar
esta diferencia en un estructuralismo duro de pretensiones cientificistas. Era lógico que
Adorno, enemigo declarado de todo lo que oliera a positivismo, tuviera serias dudas al
respecto, percibiendo desde el principio la ambigüedad entre su aparente voluntad
negacionista (de la tradición y de la cultura de masas) y su insistencia en cierta
manipulación determinista del material sonoro.
Suele considerarse a El martillo sin amo de Pierre Boulez como ejemplo paradigmático
del serialismo integral. Pero será el propio Stockhausen quien lo llevará al extremo con
su idea de una serialización total del timbre. Por fortuna, éste es el elemento musical
que mejor se sustrae al control racionalista. El timbre renovará sus funciones y guiará
muchos de los desvelos de la música experimental. Será fundamental en ámbitos como
el drone, el noise, la improvisación y las nuevas vertientes de la música electrónica.
[7] La expresión The New Industrial State es del economista post keynesiano John
Kenneth Galbraith. Titula su difundido libro de 1967, donde se refiere a una nueva
sociedad de planificación cuyas necesidades industriales volverían inútiles las reglas
de la libre oferta y demanda de mercancías que caracterizaron a las sociedades del
capitalismo liberal temprano y a los lazos de antaño entre productores y consumidores.
[8] Y que tuvo incluso su variante porteña con la breve experiencia del CLAEM (Centro
Latinoamericano de Altos Estudios Musicales) -que funcionó en el marco del Instituto
Di Tella- y la vertiente electroacústica de allí derivada, que todavía hoy sobrevive en el
Centro Cultural Recoleta, a la sombra de unos tiempos radicalmente cambiados, en los
que el acceso a muy bajo costo de las nuevas tecnologías y de la información vuelve
risibles los criterios formales y las relaciones discipulares tan caras a sus antiguos
cultores.
6- Liberar a los sonidos de su esclavitud en este conjunto de relaciones formales e
institucionales sería la tarea de la música experimental y, en particular, de la estética de
Cage. De allí su famoso dictum: “to let sounds be themselves” (Dejad que los sonidos
sean ellos mismos).
En el modernismo musical de la primera mitad del siglo -y aquí no cambia nada el
hecho de que se trate de una partitura con notación convencional (como en la tradición
dodecafónica/ serial) o de la medición de frecuencias sonoras de la electrónica y la
electroacústica- cada parámetro de la composición debía estar interrelacionado. Fue el
propio Schönberg quien legó a buena parte de los compositores posteriores una
concepción de la forma como equilibrio estructural entre las partes, cuyos orígenes
podían rastrearse sin dificultad en cierto organicismo romántico: la idea de que una obra
acabada se medía por su completud formal, la relación perfecta entre todos los
elementos que la componían. Una totalidad cerrada en sí misma donde no faltase ni
sobrase una sola nota, donde cada sonido se articulara con el anterior y con el siguiente
en una conexión necesaria y donde nada interviniera que pudiera considerarse ajeno al
material técnico requerido por la estructura misma de la composición. De este modo, la
música, como la más abstracta de las artes, no hacía más que replicar el modo en que
funcionaba la naturaleza. Así como en la semilla ya se encuentra en germen la planta,
así también en la idea de un buen compositor se oculta ya la concepción completa de la
obra. El resto es mero asunto de ejecución.
Huelga decir que semejante visión hacía del artista un genio, unos cuantos escalones por
encima del común de los mortales. El modernismo vienés simplemente sustituía las
veleidades metafísicas por el acento en las técnicas compositivas. La inspiración
romántica cedía su lugar al manejo puntilloso del material sonoro. Pero el compositor
seguía siendo tanto el factotum de la obra como la fuente última de su significado.[1]
7- Nuestra vida diaria no siempre se rige por las relaciones causales que invoca el
método experimental. Las acciones cotidianas no pueden aislarse o manipularse a
voluntad como si fueran variables científicas. Para comprobarlo, basta reparar en esta
encantadora anécdota que cuenta Cage y que vale la pena citar en toda su extensión:
“La revisora de un autobús lleno de gente y a punto de salir de Manhattan hacia
Stockport vio que había demasiados pasajeros de pie. Preguntó entonces: ‘¿cuál fue la
última persona en subir al autobús?’ Nadie dijo nada. Afirmando que el autobús no
partiría hasta que el pasajero extra lo abandonase, fue a avisar al conductor, que volvió a
preguntar: ‘Vamos a ver, ¿quién fue el último que subió al autobús?’ De nuevo el
silencio del público. De modo que se fueron los dos a buscar al director. Éste preguntó:
‘¿Quién fue la última persona que subió al autobús?’ Nadie habló. Entonces anunció
que iba a traer a un policía. Mientras la revisora, el conductor y el director se fueron en
busca de un policía, un hombre bajito llegó a la parada del autobús y preguntó: ‘¿es éste
el autobús que va a Stockport?’ Al oír que lo era, se subió. A los pocos minutos los tres
que se habían marchado volvieron acompañados por un policía. Éste preguntó: ‘¿cuál es
el problema? ¿Quién ha sido el último en subir al autobús?’ El hombre bajito contestó:
‘He sido yo’. El policía le ordenó: ‘De acuerdo, bájese’. Todos los ocupantes del
autobús se echaron a reír. La revisora, pensando que se reían de ella, se echó a llorar y
dijo que se negaba a ir a Stockport. El inspector dispuso entonces que fuera sustituida
por otra revisora. Ésta, al ver al hombre bajito de pie en la parada del autobús, dijo:
‘¿Qué está haciendo aquí?’ Él le contestó: ‘Estoy esperando para ir a Stockport’. Ella
replicó: ‘Pues éste es el autobús que va a Stockport. ¿Va a subir o no?’”
Una serie de circunstancias encadenadas que guardaban entre sí perfecta consistencia
lógica terminaron por producir la consecuencia exactamente contraria a la buscada. Esa
clase de indeterminación, en la cual hacen su aparición variables que el científico o el
compositor no controlan, guiará los desvelos de una música experimental que debe a
Cage por igual sus fundamentos primarios, su primera fundamentación explícita y su
definición más célebre.[2]
“…aquí la palabra “experimental” es apta siempre que se entienda, no como la
descripción de un acto que luego será juzgado en términos de éxito o de fracaso, sino
simplemente como un acto cuyo resultado es desconocido”.
Una partitura experimental no juzga entonces sus resultados en términos de éxito y de
fracaso porque el compositor renuncia de antemano a controlarlos. “Un acto cuyo
resultado es desconocido”, nos dice Cage. ¿Desconocido para quién? En primera
instancia, para el propio compositor. Idea ésta que arranca la experimentación sonora no
sólo del ámbito de la causalidad (a la que sin embargo no renuncia necesariamente) sino
también del de la teleología. Porque aquí ya no se trata de los propósitos y de las
intenciones sino del continuo fluir de los sonidos: “de los que están en el pentagrama y
de los que no”, esos aparentes silencios que abren “las puertas de la música a los
sonidos del ambiente”.[3]
Una música, entonces, que lejos de cristalizarse en una partitura que, amén de las
interpretaciones, permanece idéntica a sí misma de una vez y para siempre, prefiere
constituirse como un proceso susceptible de modificaciones futuras, similar a ese río
heraclitiano en el que nadie se baña dos veces. Un organismo vivo -tan distinto de ese
organicismo romántico del que deriva la tradición del racionalismo modernista- que
renace siempre de manera diferente ante cada nueva ejecución. Y que postula en un
mismo gesto la muerte del compositor y la liberación del oyente.[4]Pero no, como creía
Enzensberger, para descargar al músico de responsabilidades. Porque a diferencia del
compositor serial, que se rige por un sistema de reglas preestablecidas, el compositor
experimental apunta a producir con sus sonidos una intervención en el mundo, un acto
que requiere de la participación de los ejecutantes y de la audiencia para poder ser
completado. Y que en ese sentido se diferencia del típico individualismo moderno,
propio de los métodos axiomáticos cartesianos (y, por cierto, de una economía de
mercado) y se aproxima a una tradición pragmatista en la que cualquier clase de
interpretación es fruto de procesos de aprendizaje compartidos.
8- De lo dicho hasta aquí no hay que deducir que la música experimental renuncia sin
más a cualquier atisbo de racionalidad, una interpretación lamentablemente extendida,
que se apoya en el documentado interés de Cage por el Zen, ciertas fuentes hindúes, la
psicología de Carl Gustav Jung y místicos cristianos como Meister Eckhart. Ni tampoco
suponer (aunque de manera involuntaria este artículo contribuya a ello por centrarse en
su figura) que la experimentación sonora radical descanse exclusivamente en sus ideas
pioneras y no haya evolucionado desde los tempranos años 50.
Trazar ese desarrollo fue una de las tareas que se impuso Michael Nyman en su
Experimental Music: Cage and Beyond. A él debemos la distinción hoy canónica entre
la tradición vanguardista de la primera mitad del siglo XX y la vertiente de
experimentación que se ha ido afirmando a partir de las primeras intuiciones
cageanas.[5] El ahora reconocido compositor británico distinguía en la música
experimental una serie de procesos cuyo carácter impersonal sustraía los sonidos de la
voluntad integradora del compositor moderno. En lugar de congelarse en una estructura
de relaciones, en un sistema de reglas cuya perfección sancionaba la propia partitura,
ahora era posible escucharlos en su peculiar devenir, ajenos a las conexiones lógicas
que, lejos de formar parte de su propia naturaleza como sonidos, tendían a ser impuestas
por la mente humana, acostumbrada a recortar en una serie de estados separados el flujo
continuo de la realidad.
No se trataba de un mero repertorio de técnicas sino de medios en general sencillos de
poner los sonidos en movimiento, a los que Nyman unificaba bajo la idea de
“procesos”, inspirado por las consideraciones del propio Cage. Apuntaban a provocar
una situación en la cual los sonidos podían ocurrir, a generar una acción que no siempre
era simplemente sonora. Una lista parcial debería contemplar el abandono de la
notación convencional por instrucciones verbales (Fluxus) y partituras gráficas (de
Christian Wolff al Treatise de Cornelius Cardew), el uso de procedimientos de azar
(como el I-Ching, los mapas estelares, los mazos de cartas, etc.), la libertad para que el
ejecutante se mueva a través del material sonoro a su propia velocidad (como en In C, la
famosa pieza de Terry Riley donde cada intérprete debe completar 53 figuras a su
propio ritmo, sin que sea obligatoria la coincidencia unísona de los instrumentistas), la
repetición de ciertos parámetros musicales (los procesos graduales de Steve Reich y el
minimalismo de Riley, Glass y cía.), la apelación a un repertorio de sistemas
contextuales (variables que surgen de la propia continuidad musical como en los
últimos dos parágrafos del The Great Learning de Cardew o en el plan de
improvisación del Spacecraft de Musica Elettronica Viva), las posibilidades renovadas
de una electrónica casera (MEV, el Once Group, Sonic Arts Union, el San Francisco
Tape Music Center), el uso de técnicas instrumentales extendidas, la reconsideración del
noise (de Luigi Russolo a Merzbow) y los silencios (de 4’ 33” al moderno
reduccionismo), los sonidos interminablemente sostenidos bajo la forma de drone (La
Monte Young y el Theatre of Eternal Music), las game pieces (como Cobra de John
Zorn), entre muchos otros.
La música experimental sustituía las cosas por las acciones, los objetos por los procesos,
la composición cerrada por las posibilidades abiertas, las explicaciones mecanicistas por
las incógnitas de la indeterminación, el control por la simple expectativa, el tiempo
abstracto –articulado por una sucesión de momentos estáticos- por la duración -el
tiempo concreto en que suceden los acontecimientos-. Que renunciara a figurarse la
naturaleza como una inmensa máquina regida por leyes matemáticas o como la mera
realización de un plan, que cuestionara las conexiones lógicas que derivan de una
imagen geométrica del universo, no significa que esta nueva actitud experimental
postulara un irracionalismo sin más. Se trataba de intensificar nuestra percepción del
entorno, del conjunto de fuerzas que nos atraviesan y nos convierten en seres únicos
pero situados siempre en configuraciones que exceden la mera voluntad individual, de
conectar nuestra existencia con el fugaz pero constante discurrir del mundo, de acercar
otra vez, si se quiere, el arte a la vida.
9- En Cage y en buena parte de la tradición experimental que deriva de él, se busca
entonces desarticular cualquier conexión a priori, abstracta o trascendente, entre los
sonidos. Y quebrar también cualquier lazo a posteriori a través de la introducción de
procedimientos de azar y otras variables indeterminadas. En este caso, las conexiones
entre compositor, intérprete y oyente, liberadas de los corsés institucionales de una
venerable tradición occidental, sujetas ahora al mismo tipo de indeterminación que rige
las relaciones entre los sonidos. Toda vez que los sonidos renuncian a cualquier
significado establecido de antemano, que se cuestiona su continuidad rítmica o
melódica, que se resisten a cualquier estructuración predeterminada (sea esta armónica,
atonal o dodecafónica), y que ni compositor ni intérprete detentan ya la autoridad en
última instancia de una composición, la experiencia acústica adquiere valor en sí misma
y se traslada a la capacidad de cada oyente de hacer sentido de ese continuo discurrir
sonoro, que no reconoce fundamento ni meta alguna más allá de su propia existencia
como tal.
Una música que puede hallarse en cualquier lugar. Que no requiere que alguien golpee
las teclas de un piano o pulse una cuerda para existir. Que desconfía de los gestos
expresionistas y prefiere la experiencia de la escucha a la demiurgia del compositor.
Que nos enseña a escuchar el mundo con oídos vírgenes, asumiéndolo como una
inmensa caja de resonancias. Y que, por consiguiente, promueve una revolución total en
nuestra concepción del espacio sonoro.
10- La llave de esa percepción tan modificada respecto de la tradición musical de
Occidente no es otra que la conclusión a la que llegó Cage luego de su experiencia en la
cámara anecoica.
“El espacio y el tiempo vacíos no existen. Siempre hay algo que ver, algo que oír. En
realidad, por mucho que intentemos hacer un silencio, no podemos. Para ciertos
procedimientos de ingeniería es deseable tener una situación lo más silenciosa posible.
Una habitación así se denomina cámara sorda, sus seis paredes hechas de un material
especial, un habitáculo sin ecos. Hace unos años entré en una de estas cámaras en la
Universidad de Harvard y oí dos sonidos, uno agudo y otro grave. Cuando los describí
al ingeniero encargado, me explicó que el agudo era mi sistema nervioso en
funcionamiento; el grave, mi sangre circulando. Hasta que muera habrá sonidos. Y éstos
continuarán después de mi muerte. No es necesario preocuparse por el futuro de la
música.” (Cage, op. cit., p.8)
El silencio absoluto, entonces, no existe.[6] Lo que solemos concebir como silencio no
es otra cosa que sonido no intencional. Y allí está su pieza más célebre -4’ 33”- para
demostrarlo. Gracias a esta suerte de panauralidad[7] -la conclusión de que todo suena
siempre por doquier- la nueva música experimental buscará establecer un continuum
sonoro con la naturaleza. Ahora
“…la acción o existencia musical puede ocurrir en cualquier punto, o a lo largo de
cualquier línea o curva, o de lo que sea, en el espacio sonoro total;… estamos, de hecho,
técnicamente equipados para transformar en arte nuestra idea contemporánea de cómo
opera la naturaleza.” (Cage, op. cit., p.9)
Las consecuencias que se desprenden de una declaración como ésta serán poco menos
que formidables. En primer lugar, una democratización radical de la música, dispuesta
ahora a aceptar en su seno los sonidos del ambiente, ya sea que pertenezcan a la propia
naturaleza o a un entorno industrial modificado por el hombre. La borradura definitiva
de cualquier diferencia que hubiese podido persistir entre el ruido y la música.[8]
Porque el silencio, entendido de este nuevo modo, no es más que el espacio donde
resuenan los sonidos, también aquellos agrupados en la partitura más compleja que
quepa imaginar. Y la música, entonces, sale del venerable caparazón en que se mantuvo
encerrada por cuatro siglos de reglas armónicas y regulaciones institucionales, para
acudir al terreno más resbaladizo, pero también más recompensante, de la vida
cotidiana.[9]
11- En segundo término, el acento ya no recae tanto en las relaciones entre los sonidos
(como quería el racionalismo musical) sino en los propios sonidos como tales. Una
suerte de empirismo radical que busca evitar el peligro al que inevitablemente nos
conduce la percepción mecanicista del mundo: el hecho de que “cuanto más se perciben
las relaciones entre las cosas, menos se tiende a tener conciencia de su existencia como
cosas en sí mismas.” Todo el conjunto de procedimientos (azar, indeterminación, etc.) al
que apela esta nueva música tiene como propósito fundamental el de volvernos
conscientes de la inutilidad de los propósitos. Para decirlo en palabras de Leonard
Meyer:
“La negación de la realidad de las relaciones y de la pertinencia de los propósitos, la
creencia de que sólo las sensaciones individuales y no las conexiones entre ellas son
reales, y la aserción de que las predicciones y objetivos no dependen de un orden
existente en la naturaleza, sino de los hábitos y preconceptos acumulados del hombre,
todo esto descansa sobre una negación menos explícita pero más fundamental todavía:
la negación de la realidad de causa y efecto.”[10]
No se trata tanto de negar la causalidad como principio sino de combatir la tendencia al
aislamiento de los acontecimientos particulares, de contrarrestar la suposición
(encarnada en toda la tradición occidental) de que los sonidos se encadenan entre sí
siguiendo una suerte de narrativa, que se nos aparece como el discurrir visual de las
notas cuando leemos una partitura y como una sucesión cronológica ordenada cuando
escuchamos una pieza musical determinada.
Esta impugnación de un espacio musical unificado y homogéneo, heredado de la
preponderancia visual que parece dominar nuestras percepciones al menos desde el
Renacimiento, coincide con la voluntad última del proyecto cageano: sustituir la
prioridad de la vista por una nueva reconsideración del mundo en términos auditivos,
hasta borrar también las distinciones entre ambos sentidos.[11] “Aprender a escuchar”
constituye el valor supremo de la música experimental. Para ello, los sonidos adquieren
una especie de concretud, de peso específico en sí mismos, independientes de su
función en un desarrollo más general.[12]
Y la música se convierte en acción. Porque una vez que se arranca a los sonidos de
cualquier significado preestablecido, una vez que el péndulo de la experiencia acústica
se traslada al oyente, una vez que se desmantelan las relaciones unívocas entre
compositor y partitura, partitura e intérprete, intérprete y oyente, una vez, en fin, que se
subvierte la distinción entre música y ruido, o entre sonido y silencio, queda apenas un
ámbito de indeterminación susceptible de ser llenado con cualquier contenido que
queramos atribuirle. Y semejante posibilidad, lejos de ser arbitraria, se identifica más
bien con el libre arbitrio, con nuestra capacidad de conceder significados siempre
renovables a un marco de experiencia que desafía nuestros hábitos preconcebidos. Una
acción que, en la medida en que se sitúa en el aquí y ahora de nuestra existencia,
disuelve también la diferencia entre arte y vida, asumiendo que “todas y cada una de las
cosas en el tiempo y el espacio tienen relación con todas las demás cosas en el tiempo y
el espacio” (Cage, op. cit., p.47)
“Una acción experimental, generada por una mente tan vacía como lo estaba antes de
haberla concebido, y por lo tanto abierta a cualquier posibilidad, es, por otra parte,
práctica. No se mueve en términos de aproximaciones y errores, como debe hacerlo por
naturaleza una acción bien fundamentada, ya que antes no se habían establecido
imágenes mentales de lo que ocurriría; ve las cosas directamente como son: no
permanentemente implicadas en un infinito juego de interpretaciones. Música
experimental.” (Cage, op. cit., p.15)
Una acción, entonces, que es verdaderamente libre porque asume que el universo es un
proceso continuo, que todo recorte para orientarnos en él es meramente artificioso, y
que la vida, como quería Henri Bergson, es fundamentalmente duración (el único
atributo que, por otra parte, según Cage, comparten sonidos y silencios).
12- Lo que nos conduce finalmente a la transformación radical de la idea de tiempo que
impulsa la música experimental. Un golpe directo al corazón de la herencia occidental,
acostumbrada a pensar la música como el arte temporal y abstracto por excelencia: una
sucesión de sonidos enlazados por ciertas reglas armónicas complejas que no sólo
garantizaban el desarrollo de una pieza determinada, también brindaban al compositor
las técnicas necesarias para llevar a cabo esa tarea. La elección de temas y motivos
definidos, sus constantes transposiciones y recapitulaciones, las diferencias estrictas
entre las diversas formas (que permitían distinguir por ejemplo entre una fuga y una
sonata) y hasta la teoría misma del contrapunto se basaban en un supuesto fundamental:
que la música, como la sucesión de sonidos en el tiempo, estaba sujeta a un orden
narrativo, sintagmático, similar al de cualquier lengua (escrita o hablada) pero sin el
acento referencial que caracterizaba a otras disciplinas estéticas. De lo que se deducía su
autosuficiencia, el carácter autónomo de ese universo sonoro empecinadamente cerrado
a cualquier incidencia externa. Carácter que la revolución vanguardista conservaría,
hasta volverlo prácticamente inviolable, con su búsqueda paulatina de una abstracción
cada vez mayor. Puede que la rebelión serialista (y hasta la electroacústica) desafiara las
reglas clásicas de la composición, pero jamás abandonó las presuposiciones de una
evolución progresiva de los sonidos, sometidos a la atenta vigilancia del artista, cuya
inmaterialidad sólo desvelaba la notación convencional de la partitura. Podía discutir la
jerarquía de las alturas pero dejaba intacto el elevado lugar que la música, debido a su
supuesta inmaterialidad, ocupaba en unas consideraciones estéticas que hacían de la
abstracción el valor por excelencia de cualquier obra.
La teoría (y la práctica) de Cage, en cambio, promulgaba una especie de transparencia
acústica, que arrancaba a los sonidos de su encadenamiento forzoso para que flotaran
libremente en un espacio que, en la medida en que se abría también a los
acontecimientos externos (los ruidos del público en 4’ 33”), incorporaba el movimiento
temporal. El tiempo no se asumía aquí en los términos de un progreso más o menos
lineal sino a partir de la idea, derivada de la filosofía de Bergson y reforzada por su
interés en el Zen, de la naturaleza como un proceso continuo de creación y cambio. Un
flujo incesante sólo comprensible como duración, que requería de todos aquellos
involucrados en la música (compositores, intérpretes y oyentes) percepciones
intensificadas que mantuvieran a raya la tendencia del intelecto a aprehender el discurrir
de los sonidos como entidades estables y estáticas. Muchas piezas experimentales
hicieron de la duración extensa un desafío para la fortaleza física de los ejecutantes y
para la paciencia del público. La Monte Young parece haber convertido ambos
requisitos en condición sine qua non para la apreciación de su peculiar estética. Y
Morton Feldman sacó las conclusiones lógicas de esta transformación temporal al elevar
la desorientación de la memoria, como quería el propio Bergson y como demuestra su
famosa Triadic Memories, a principio formal capaz de revelar la funcionalidad y
direccionalidad de los acordes como meras ilusiones.
No es necesario multiplicar los ejemplos. Baste decir que la música experimental, con
su aceptación de nuestra radical contingencia, cuestiona los presupuestos ontológicos de
la tradición occidental sin ignorar la lección básica de la modernidad: la conciencia de
nuestra inevitable finitud e historicidad, la obligación de volvernos responsables de
nuestras propias acciones y decisiones. De cómo hemos de transformar esa contingencia
en destino, en una época que ya no puede apelar a las cosmovisiones trascendentes,
religiosas y metafísicas de antaño, da cuenta también, entre muchas otras actividades
humanas, la experimentación sonora, con su búsqueda de una relación menos forzada
entre el hombre y la naturaleza, con esa forma lúdica, y a la vez gozosa, que tiene en
ocasiones de dejarse llevar por el fluir de la vida. No alcanzó para cambiar el mundo ni
tampoco lo pretendía. Pero sirvió para que unas cuantas personas aprendieran a verlo y
a escucharlo con ojos y oídos diferentes.
[1] Una buena discusión de todo el asunto se encuentra en Judit Frigyesi: Béla Bártok
and Turn-of-the-Century Budapest (University of California Press, Berkeley, 1998) En
especial en su primer capítulo: “Organic Artwork or Communal Style?” Allí Frigyesi
distingue dos modernismos paralelos a principios del siglo XX pero considerablemente
disímiles: el de la segunda Escuela de Viena y el húngaro, cuya figura central es, como
se sabe, Béla Bártok. Los presupuestos del primero, propios del modernismo vienés y
que ella liga al organicismo romántico, impiden la recepción de las tradiciones
folklóricas que caracterizarían al segundo. Un análisis clásico de las vertientes
organicistas y románticas del siglo XIX, aunque volcado a la discusión literaria de la
época, es el de M. H. Abrams: El espejo y la lámpara: teoría romántica y tradición
crítica acerca del hecho literario. Buenos Aires, Nova, 1962.
[2] La anécdota del autobús pertenece a una conferencia denominada
“Indeterminación” que consta exclusivamente de 57 anécdotas. Cf. John Cage.
Silencio. Árdora, Madrid, 2005. p. 271. La definición que citamos a continuación se
encuentra en “Música experimental: doctrina” en op. cit, p. 13. También Adorno,
ubicado en las antípodas de la concepción cageana, asume la música experimental
como aquella “que no se puede prever en el proceso mismo de producción”. Cf.
Theodor Adorno. “Vers une musique informelle”, en Escritos Musicales I-III. Akal,
Madrid, 2006.
[3] Cage, “Música experimental” en op. cit., pp. 7-8.
[4] Los razonamientos de Cage anticiparon en casi dos décadas la celebrada noción de
Roland Barthes acerca de “la muerte del autor”, quien, en 1968, no parecía estar
haciendo mucho más que aplicar esta idea, harto discutida en los ámbitos de la música
contemporánea, a las esferas literaria y artística.
[5] Michael Nyman. Experimental Music: Cage and Beyond. Cambridge University
Press, Cambridge, 1999. (Existe trad. castellana reciente) Cito de la segunda edición.
La primera apareció en 1974, en el contexto de una colección de Studio Vista sobre los
desarrollos experimentales en diversas disciplinas artísticas. Asumo que no todo el
mundo está de acuerdo con la tajante diferenciación que Nyman hace entre vanguardia
y experimentación. Sus detractores sostienen que el contagio entre ambas excede
largamente sus diferencias. No obstante, Daniel Varela y yo creemos que esas
diferencias existen y, en enorme medida, han guiado los criterios de selección del
material de este archivo. Autores posteriores vulgarizaron parte de los argumentos de
Nyman y tradujeron sin más las dos tradiciones como modernista y posmodernista, algo
muchísimo más difícil de demostrar si implica reducir la experimentación de los ’50 y
’60 a criterios posmodernos. Es el caso de Georgina Born. Rationalizing Culture:
IRCAM, Boulez and the Institutionalization of the Musical Avant-Garde. University of
Clifornia Press, Berkeley, 1995. También el libro clásico de Fredric Jameson,
Posmodernism: The Cultural Logic of Capitalism, considera a Cage como un mero
exponente del posmodernismo, como si el norteamericano no hubiera sido otra cosa
que una suerte de mero pasticheur.
[6] Poco se ha escrito, hasta donde sé, de la inmensa influencia que ejerció la filosofía
de Henri Bergson en la concepción cageana de experimentación. Una excepción
notable es Branden W. Joseph. Random Order: Robert Rauschenberg and the Neo
Avant-Garde. MIT Press, Mass., 2003. En particular el primer capítulo, que versa
sobre las relaciones entre las White Paintings de Rauschenberg, la pieza 4’ 33” y las
tesis del filósofo francés. Sus argumentos acerca de la imposibilidad del silencio
absoluto coinciden con la demostración bergsoniana de la imposibilidad de la nada
absoluta y, por ende, de la representación de la idea de vacío en el capítulo 4 de La
evolución creadora. Más adelante veremos que el concepto radicalmente transformado
del tiempo en la música experimental debe toda su fuerza al supuesto de una duración
entendida en términos bergsonianos.
[7] El término pertenece a Douglas Kahn. Noise Water Meat: A History of Sound in the
Arts. MIT Press, Mass., 2001. La tesis de Kahn apunta a demostrar que esta nueva
concepción del silencio como omnipresencia del sonido no intencional se produce a
expensas de un silenciamiento de lo social. El capítulo 6 de su libro probablemente sea
la mejor discusión de las consecuencias ideológicas de la estética de Cage que puede
leerse en la actualidad.
[8] Cumpliendo hasta cierto punto el sueño del futurismo italiano acerca de un arte de
los ruidos, sueño que el linaje moderno se había encargado de mantener a raya hasta
entonces. Porque a partir de la ruptura schönbergiana de la tonalidad, el ruido sólo
podía incorporarse como disonancia. Todavía en la música concreta, la insistencia de
Schaeffer en suprimir cualquier referencialidad de sus found sounds, con su concepto
de acusmática, seguía en la misma dirección de un universo musical autónomo
derivada del organicismo romántico, aún cuando las condiciones técnicas hubieran
cambiado de manera rotunda gracias a la cinta de grabación. Buena parte del noise
contemporáneo ya no se preocupa por ocultar las fuentes referenciales de sus sonidos
sino que busca, en muchos casos, volverlas explícitas y reconocibles al oído. Para un
análisis de cómo las intuiciones ambiguas de Russolo fueron cooptadas por el
modernismo hacia la esfera autónoma de la música bajo la forma de disonancias, cf.
Norberto Cambiasso: “El oído inalámbrico. Diseño sonoro, auralidad y tecnología en
el futurismo italiano”, en Cuadernos del Centro de Estudios en Diseño y
Comunicación, n° 24, Universidad de Palermo, Buenos Aires, agosto de 2007. Una
historia del ruido reciente, de Russolo al sound art contemporáneo, entendido bajo la
impronta batailleana del exceso, en Paul Hegarty. Noise/ Music: A History
(Continuum, London, 2007).
[9] El anarquismo un tanto ingenuo de Cage tiende a suponer que basta la liberación
del oyente de los hábitos acústicos en los que se hallaba prisionero para contrarrestar
la incidencia de los regímenes de poder; que la “expansión subjetiva en un ámbito de
multiplicidad indeterminada” (la frase es de Brandon Joseph) hará de cada experiencia
auditiva una cosa individual, diferenciada y única. No obstante, el hecho de que cada
oyente particular se someta a esta experiencia cuando escucha música experimental,
garantiza para Cage de modo suficiente el establecimiento de una comunidad: la
audiencia como “un grupo de individuos unido en su experiencia, pero que difieren en
su recepción”, lo contrario de esa muchedumbre solitaria a la que se referían
sociólogos como David Riesman a la hora de describir el nuevo estatuto de los sujetos
bajo las condiciones de una sociedad de masas. Una idea que también tuvo sus 15
minutos de fama en ciertas prácticas de la improvisación durante la década del ’70. Cf.
Branden W. Joseph. Beyond the Dream Syndicate: Tony Conrad and the Arts after
Cage. Zone Books, New York, 2008. Pp. 263-265
[10] Leonard Meyer. ¿El fin del Renacimiento?: Notas sobre el empirismo radical de la
vanguardia. En revista Sur n° 285, p. 33. Meyer engloba en un mismo concepto de
vanguardia al modernismo artístico y a la experimentación radical que aquí
procuramos distinguir.
[11] No podemos desarrollarlo aquí como se merece pero digamos que ese parece ser
también el proyecto de Marshall McLuhan, desde un lugar distinto, con su crítica al
hombre tipográfico y su noción de la nueva primacía de lo audiotáctil. Cf. La galaxia
Gutenberg y, en particular, ”Acoustic Space”, en Edmund Carpenter and Marshall
McLuhan (Eds.), Explorations in Communication (Beacon Press, Boston, 1960)
[12] “En términos musicales, cualquier sonido puede producirse en cualquier
combinación y en cualquier continuidad.” Cage, op. cit., p.8, “Un sonido no se
considera a sí mismo como pensamiento, como obligación, como necesitado de otro
sonido para su dilucidación, como etc.; no tiene tiempo para ninguna consideración –
está ocupado con el ejercicio de sus características: antes de morir debe haber dejado
claras su frecuencia, su volumen, su duración, su estructura de armónicos, la
morfología exacta de todo ello y de sí mismo”. Op. cit., p.14
Publicado en Esculpiendo Milagros Blog