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    Su viaje es de placer?

    No.

    La Negra

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    Una mano sali de la sombra.Abierta, lastimosa.

    Gloria, se llamaba la trabajadora social. Se acomod los

    lentes sobre la nariz y logr distinguir, a la perpleja luz de la

    farola que alumbraba el quicio del portn, la limpieza delos dedos del hombre agazapado en la oscuridad.

    Abri el bolso, feo, plstico, que le dieron en un cumplea-os, y se dispuso a apaciguar al pordiosero con una moneda.

    Los dems funcionarios que atendan el refugio paramigrantes le hubieran ofrecido una cama, agua, alimento,

    algo de ropa recosida. Pero saba Gloria que a la mediano-che, cuando el hambre y la sed se dan por insolubles, unhombre no quiere paliar ms apetitos que los de la carneo los que provocan los hbitos del vino, la yerba, el pega-mento. Lo haba visto con pberes casposos lo mismo quecon abuelos.

    Ella siempre ayudaba. Le extendi una moneda y sonri

    con fatiga. El tipo no ola a calle, hambre o medicinas sinoa jabn y agua corriente.

    La mujer retrocedi.

    Referencia

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    Una mano blanca engull la moneda. Otra sali de la os-

    curidad, una inesperada zurda engalanada con un revlver.

    De la sombra emergi un rostro.Una sonrisa en una cara infantil.La mujer dio otro paso atrs y se cubri con el bolso.El primer disparo la hizo caer.

    El segundo, el tercero y el cuarto, el quinto y el sexto re-sultaron del todo superfluos.

    La polica no era bien vista por los vecinos de Santa Rita.

    Si alguien se hubiera tomado la molestia de compilar un

    listado de quejas contra los agentes de la zona, no habranquedado fuera de l en ningn caso: extorsiones (a comer-ciantes y prostitutas), violaciones (a prostitutas y, ocasio-

    nalmente, a cualquiera que fuera por la calle), golpizas (alos vagabundos que acampaban cerca de la estacin de tre-nes y, de nuevo, a las prostitutas) y robo simple (los policas

    solan beberse las cocacolas y marcharse de las tiendas de

    abarrotes sin ofrecerse a pagar el consumo).Una pequea multitud de migrantes albergados all, cen-

    troamericanos todos, se haba reunido en torno a la am-bulancia que se llevaba el cuerpo de Gloria. La buena deGloria. La que siempre ayudaba. Algunas mujeres, cubiertaspor cobijas, lloraban; tres o cuatro hombres escupan, mur-

    muraban obscenidades. Nadie se acerc a dar su versin a

    la polica, nadie hizo otra cosa que echarse atrs y negarcon la cabeza cuando los agentes preguntaban si haban es-

    cuchado, visto, olido lo que fuera.A la vuelta de la esquina, en las ocinas de la Comisin

    Nacional de Migracin Delegacin Santa Rita, las luces

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    se encendieron. Unos chiquillos haban llevado la noticiade que Gloria estaba muerta. El velador, desencajado, abri

    la puerta ante los golpes de la autoridad. No lloraba: boste-zaba abriendo unas fauces inmensas de triceratopo. Atin apreparar una jarra de caf que los policas se bebieron.

    El velador declar que no haba escuchado, faltaba ms,un carajo. Uno de los agentes debi repetir tres veces la pre-

    gunta. El otro entr a la ocina y apag la radio que hababramado todo el tiempo, con obstinacin, una tonada circu-

    lar: Si t quieres bailar, sopa de caracol, si t quieres bailar,

    sopa de caracol, si t quieres bailar.

    Se public un boletn condenatorio, pero nadie descubri

    al culpable ni, por tanto, se castig el primero de los asesi-

    natos del Morro.

    Quin castigara una simple muerte en medio de una

    masacre.

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    Se dedican a cazar moscas. Rodean la puerta

    de la construccin, un cubo de piedra lisa. Ventanas

    cuajadas de carteles con mensajes gubernamentales

    pasados de fecha, desteidos. Sombras, aspavientos, carre-ras, gritos, una risotada. Cazan. La alegra del perseguidor.

    Adentro, la penumbra.

    Silencio. Madrugada. Alborada que se vuelve explosio-nes. Fuego. Rota est.

    Algunos de los atacantes tomaron caf antes de comenzar,mientras los reunan en una casa de las afueras. Guantes, go-rro, aire helado. Tan fra como consigue ponerse una ciudaddonde la temperatura nunca baja de quince grados. Chama-

    rras de cuadros, hermanas de las mantas con que los veladoresse cobijan. Vasos de plstico, caf soluble inspido. Lenguastorricadas por el agua hirviente. Dos camionetas, pocas ar-mas. Eso s: botellas de gasolina recubiertas con trapos y me-

    cates a modo de mecha. Mechas, ni madre que mechas, sedicen unos a otros. Y ren. Porque de eso se trata cazar. O no?

    En el vientre de la construccin, en compartimentos, pa-

    sillos, salones y ocinas, los aguardan las presas (no sabenque los cazadores vienen ya) en catres y bolsas de dormir.

    Ancianas, hombres de mostacho, mujeres, sus hijos: presas.

    Cacera

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    Morenos todos. Duermen. No hay modo de saber si suean.

    Les dieron una cena de frijoles, tortillas, caf negro; la le-

    che ordeada a cinco cartones debi repartirse entre veintenios enclenques. Ahora reposan, digieren. Alguno ronca,otro se pedorrea (las tripas llenas de comida exhalan, claro,

    el aire que estuvo all por das y das). Dos de ellos conver-san. Pocas frases, voz baja.

    Van a cazarlos.

    Las camionetas no son cautelosas. Resuenan. Un locutor

    de radio, el estrpito de su voz. Saludos, saludos, de Melina

    para Higinia. De Paco para Hugo. Y para Rafael, de parte de los

    chavos de la setenta, ya no seas tan puto, por favor.

    Otra risotada. Alegra.

    A mitad de camino, paran las camionetas frente a un sa-ln. Umbral decorado, esferas, nochebuenas, el feo logotipo

    de la Comisin Nacional de Migracin Delegacin SantaRita. Un festn de ninfas y centauros. De burcratas, eneste caso. La tradicional, la inevitable posada anual.

    La medianoche ha pasado, nacer el da. An queda me-dio centenar de almas all: bailan, beben. Las mujeres, diez

    o doce, sacos echados sobre los hombros pero los escotes

    bajados, las tetas a medio asomar. Los hombres han bebidotanto que no sern capaces de llegar lejos con ellas.

    El menos ebrio de los festejantes los aguardaba. Sale alencuentro de las camionetas. Risas, gritero.

    Ac estn pedos, all no queda nadie dice al chofer cu-bierto hasta las orejas por una chamarra de gamuza que noevita que se le adivine el rostro de jovencito. Nos trajimoshasta al velador.

    Miran por la ventana al mencionado: baila, toma una

    mujer por la cadera.

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    Rifaron las teles? murmura el chofer, mirada al fren-te, nariz alada. El funcionario asiente; contiene un eructo

    con la mano.Ya, hace rato. Se volvi loca, la pinche gente.

    Pos bien. T sabes, t eres el mero boss.

    Sale, Morro. Ac todo va. Llgale.Marchan las camionetas; el funcionario permanece en la

    calle, fuma, mueve la cabeza al comps de la msica.Sabe. l s que sabe. Y no tiembla. Quiz piensa en las mu-

    jeres, sus tetas a medio asomar. O quiz piensa en el fuego.A poco no?

    Las presas duermen. Las camionetas transitan frente a lapatrulla del rea. La mirada del chofer se cruza con la deluniformado que la tripula. Baja los ojos, el ocial. Apagasu vehculo. Experimenta un picor incontenible en el ano. Su

    pierna derecha golpea el suelo, se mueve sola, como si fueraa escaparse sin esperar a la compaera, la cadera o los pies.

    Lo ilumina una luz. El ocial abraza el volante, inmvil. To-tal sumisin. Cierra los ojos y aprieta el culo. Podran sodo-

    mizarlo, los pasajeros de las camionetas, si tuvieran ganas

    de hacerlo. Se van.

    No: no los esperan.Ha despertado uno de los hombres morenos, tendido

    en una colchoneta que cruje, polvosa como el piso sobre elque se asienta. Parpadea, recapitula. Respira. Al menosl no tiene nios, se consuela. Le duelen los pies. Bajaron

    del tren y escaparon. Caminaron dos das, cruzaron la mon-

    taa. Sin agua.

    Iniciaron el viaje tres noches antes, los zambutieron en

    un vagn sellado donde costaba respirar. Escuchaban los

    resoplidos de los empleados del ferrocarril, el zapateo de

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    otros polizones encaramados en el techo. Permanecieron

    callados. Los nios lloraban; sus padres se afanaban por ca-

    llarlos. Respiraban poco, se ha dicho, y mal. Casi mudos via-jaban. Alguien deca Puta madre, cada cierto tiempo. Puta

    madre, cerotes que son, nos jodieron. En una recarga deagua para los botes de plstico que les entregaban, cada tan-tas horas, los tipos que los pastoreaban olvidaron cerrar lapuerta. A partir de all dispusieron de aire, deslizaron la lmi-na oxidada, consiguieron asomar a la noche.

    No tuvieron que cruzar palabra para decidirse a escaparcuando el vagn volvi a detenerse. Llevaban un da entero

    en Mxico y tenan miedo. El tren par lejos de la estacin.

    Bajaron, observados por los polizones del techo con envidia

    y espanto. Los miraron cuervos alejarse, internarse en el

    cerro. Alguno de ellos habr dado aviso. O alguien de entre

    ellos mismos? De todos modos, brillaban. Un grupo grandey llamativo que vena de lejos.

    Los tipos les haban cobrado en dlares que ellos mismosles vendieron, tomaron sus monedas por un precio risible.

    Pocos lograron conservar dinero para el viaje. Algunos que-daron en deuda. A l, que ahora mira por la ventana y sus-

    pira, le exigieron a la mujer el segundo da. Se la llevaron aun cuarto aparte, se la cogieron. Era eso o que los bajaran atiros. No volvieron a abrir la boca. Ni l ni la esposa.

    Llegaron a la ciudad tras una marcha de muchas horas.

    No tuvieron fuerzas para dispersarse y buscar cada uno susuerte. Juntos, lentos, hallaron el hospital. Los nios estaban

    deshidratados. No los quisieron atender. Llamaron a Migra-cin Delegacin Santa Rita, a quin ms. Los echaron ala calle y, mirados de reojo por los paseantes, escupidos por

    las familias de los pacientes y por los mdicos, mascando

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    trozos de pan y bebiendo a sorbos el agua que unos pocos lesarrimaban, esperaron. Vino un tipo de Migracin al cabo de

    las horas. Los miraba como otros miran las vacas, las plantas.Los cont. Llam por telfono a la superioridad.

    Ahorita van directos al albergue, mientras el Delegado

    decide qu. Los que quieran, pueden regresarse maana opasado en el tren.

    Ninguno quiso volver. Pasaron algunas noches bajo te-cho, apretujados pero con alimento y agua. El Delegado

    estaba fuera de la ciudad. Una trabajadora social los entre-vistaba, tomaba notas. Le buscaban la mirada: ella rehua.

    Nadie quera volver a ser Gloria, la buena de Gloria. El vela-dor llev un costal de mandarinas para los nios.

    Pero ahora iban a visitarlos.

    Y a concederles lo que, dado el caso, les corresponda: ser

    completamente aplastados.Una matanza.

    De animalitos. No: de moscas.

    Era el tercer da que pasaban all. Los tipos del albergueanunciaron que saldran temprano. La posada anual, di-jeron. Bailaran, beberan. Les haban donado unos tele-

    visores y los nmeros para la rifa estaban agotados. Se lesinform que el Delegado no volvera hasta despus de AoNuevo y tendran que esperarlo para que les diera los pasesde regreso o los dejara irse. Ni libres, pues, ni presos. Al salir,

    los del albergue cerraron la puerta con llave. Las ventanas,

    enrejadas, cuajadas de carteles que tapaban la vista. Amigomigrante, decan todos. Aqu tienes derechos. Amigo.

    Msica lejana.

    Los viajeros se quedaron solos.Casi todos dorman, s, cuando comenz.

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    La primera botella entr por una ventila alta, sin protec-

    cin. Aterriz en el jergn de una anciana. La manta se pren-

    di. Lo primero que escucharon algunos no fue el estruendodel vidrio sino los gritos. Ni siquiera lleg a incorporarse, lamujer. Las llamas le tragaron la pierna. Cayeron ms bom-bas incendiarias, por cada ventila cuatro o cinco. Disparos,

    adems. Un hombre que se haba encaramado a la ventanacay, la frente perforada. Algunos corrieron a la puerta yforcejearon con la cerradura. No lo saban, pero haban to-mado la precaucin de reforzar la jaladera con una cadena.

    Ninguno deba salir.

    Las llamas se extendieron, saltaron de mantas a colchas y

    de las montaas de papeles a la ropa y la piel. Humo, llanto,

    chillidos de socorro. Haba un telfono, s, pero nadie sabaqu nmeros marcar. El hombre, moreno como todos, mir

    a su esposa como implorndole algo quimrico. Ella tomel telfono, puls teclas al azar. Sin resultado. Parte del te-cho cay con estrpito sobre su marido. Una mano torcida

    fue todo lo que la mujer alcanz a mirarle. Quiso correr ha-cia l, pero un estallido la arroj lejos.

    Cuando el fuego hizo volar las ventanas, los visitantes su-

    bieron a las camionetas y, con cierta prudencia, se marcharon.La voz del locutor de radio, alejndose.Para nuestros amigos en el barrio de la Pastora y en toda

    Santa Rita esta cancin que dedican tambin para Josefina, de

    parte de Ernesto, que dice que no lo trates as y para Carlos, de

    Paola, que nos cuenta que no la quieren por gordita, hgame

    usted el favor, si la carne es lo que le andas buscando, pelao!

    Ni que te fuera a estorbar, Carlitos! Vmonos pues con la ban-

    da Estrella y esta cancin que se llama Llorars y llorars. Las

    cuatro y cinco de la maana. Vmonos!

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