La Luna Era Mi Tierra

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Enrique Araya: La Luna era mi tierra, Enrique Araya. Zig-Zag, Santiago, 6ta. edición, 1957 (1948), 353, págs. Por Marco Herrera Campos Docente UVM Los domingo suelo pasear por la feria de antigüedades de la plaza O’Higgins, con la secreta esperanza de encontrar una joyita literaria, a bajo precio y ojalá en buen estado, en los puestos de libros usados. Luego de mirar y admirar las añosas portadas, de un tiempo cuando la encuadernación se consideraba un trabajo delicado, siempre regreso a mi casa con alguna curiosidad que pasa a engrosar mi lista de libros olvidados por el tiempo. La semana pasada no fue la excepción, pero esta vez me encontré con la novela de un notable escritor chileno: La otra cara de la luna de Enrique Araya, editada por Pomaire el año 1965. Por la módica suma de quinientos pesos pude completar una trilogía que alguna vez tuve en mis manos gracias al préstamo que me hiciera un vecino que guardaba como un tesoro la colección completa de la editorial Zig Zag, esa de tapas duras y de tamaño que todos llamábamos ladrillo. La trilogía de Enrique Araya, de la que escribo, está compuesta por La Luna era mi tierra, editada el año 1948, La otra cara de la Luna y Siempre en la Luna, de 1986. En verdad, mi trilogía está formada sólo por los dos últimos libros, ya que me ha sido imposible conseguir el primero, a pesar de que se trata de un clásico de la literatura chilena del humor y que llegó a trece ediciones en el país. Hoy es imposible encontrar un ejemplar en alguna librería, incluso de viejos. Sin embargo, y por esas casualidades de la vida, conocí a Santiago, músico porteño e hijo número quince del escritor. Tras una ardua labor de convencimiento, logré que me prestara La Luna era mi tierra, y de paso que me contara algunas anécdotas de su progenitor. AUTOR INCANSABLE Enrique Araya, abogado y diplomático de carrera, escribió una decena de libros, aparte de la trilogía mencionada, es autor de El caracol y la diosa, una de las pocas novelas de ciencia ficción escritas en el país; El día menos

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La trilogía de Enrique Araya, de la que escribo, está compuesta por La Luna era mi tierra, editada el año 1948, La otra cara de la Luna y Siempre en la Luna, de 1986. En verdad, mi trilogía está formada sólo por los dos últimos libros, ya que me ha sido imposible conseguir el primero, a pesar de que se trata de un clásico de la literatura chilena del humor y que llegó a trece ediciones en el país. Hoy es imposible encontrar un ejemplar en alguna librería, incluso de viejos.

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Enrique Araya:

La Luna era mi tierra, Enrique Araya. Zig-Zag, Santiago, 6ta. edición, 1957 (1948), 353, págs.

Por Marco Herrera CamposDocente UVM

Los domingo suelo pasear por la feria de antigüedades de la plaza O’Higgins, con la secreta esperanza de encontrar una joyita literaria, a bajo precio y ojalá en buen estado, en los puestos de libros usados. Luego de mirar y admirar las añosas portadas, de un tiempo cuando la encuadernación se consideraba un trabajo delicado, siempre regreso a mi casa con alguna curiosidad que pasa a engrosar mi lista de libros olvidados por el tiempo. La semana pasada no fue la excepción, pero esta vez me encontré con la novela de un notable escritor chileno: La otra cara de la luna de Enrique Araya, editada por Pomaire el año 1965. Por la módica suma de quinientos pesos pude completar una trilogía que alguna vez tuve en mis manos gracias al préstamo que me hiciera un vecino que guardaba como un tesoro la colección completa de la editorial Zig Zag, esa de tapas duras y de tamaño que todos llamábamos ladrillo.

La trilogía de Enrique Araya, de la que escribo, está compuesta por La Luna era mi tierra, editada el año 1948, La otra cara de la Luna y Siempre en la Luna, de 1986. En verdad, mi trilogía está formada sólo por los dos últimos libros, ya que me ha sido imposible conseguir el primero, a pesar de que se trata de un clásico de la literatura chilena del humor y que llegó a trece ediciones en el país. Hoy es imposible encontrar un ejemplar en alguna librería, incluso de viejos. Sin embargo, y por esas casualidades de la vida, conocí a Santiago, músico porteño e hijo número quince del escritor. Tras una ardua labor de convencimiento, logré que me prestara La Luna era mi tierra, y de paso que me contara algunas anécdotas de su progenitor.

AUTOR INCANSABLEEnrique Araya, abogado y diplomático de carrera, escribió una decena de libros,

aparte de la trilogía mencionada, es autor de El caracol y la diosa, una de las pocas novelas de ciencia ficción escritas en el país; El día menos pensado, La tarjeta de Dios, Gerardo o los amores de una solterona, El inútil Hipólito Jara, Francalia, Luz negra, Un laberinto de amor y de arena y Crimen de cuarto cerrado. También hay que mencionar que incursionó en el teatro con la obra El vendedor de palacios.

Su obra mayor fue La luna era mi tierra, una novela que tal vez eclipsó su trabajo posterior debido al éxito que tuvo en su época, por la originalidad de su prosa narrativa en un periodo en que predominaba la narrativa de corte realista y social. Y esa es en verdad la razón de su calidad,

Valioso retrato de las costumbres nacionales, es una obra sin pretensiones, de muy sencilla exposición y que revela mucho la idiosincrasia de los chilenos.

“Lo único permanente es una mirada o un enfoque humorístico, que a veces se torna dramático. El humor es distinto a la comicidad, según Bergson. En este sentido, recuerdo de mis cuentos El Retrato, que era bastante dramático, casi de humor negro. En mi obra existe la búsqueda del humor a través del absurdo”.

“Creo fundamental no complicar con el estilo, ni con las ideas que se desea expresar. Lo resumo así: escribir en forma tal que lo entienda un labriego de sana inteligencia y no

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erudito. A veces los escritores para demostrar sapiencia y erudición complican las cosas. No digo que haya que escribir en la misma forma en que se habla, pero hacerlo de manera que entiendan todos”.

Su propia definición:“Enrique Araya es un hombre de buenos sentimientos y buena imaginación, escasa inteligencia, memoria pésima. Lo más característico de él es su temperamento depresivo y por ello es humorista, para alegrarse”.

De las muchas historias que me contó Santiago, hay una que recuerdo en especial porque creo que retrata muy bien el carácter de Enrique Araya. El año 1969, el escritor llegó a Bariloche a ejercer como Cónsul General de Chile. Lo recibió un alto funcionario de la gobernación de esa ciudad trasandina con quien entabló inmediatamente un diálogo protocolar propio del cargo. El diálogo se dio más o menos de la siguiente manera: –Señor Araya, bienvenido –Muchas gracias, señor Montaner. –Señor Araya, cómo estuvo el viaje… -Agotador, señor Montaner… -Señor Araya… -Dígame, señor Montaner… -Qué le parece si nos llamamos sólo Araya y Montaner… Luego de un minuto de silencio, Enrique Araya mira al funcionario argentino y le responde: -¡Y por qué no nos tratamos mejor de huevón…!

“Tapa”

En el colegio existía la convicción de que cerrar un puño, sin apretarlo, dejando un hoyo entre los dedos, y golpear con la palma de la otra mano sobre los bordes de ese orificio, era una actitud grosera e insultante para aquella persona a quien se le dedicaba esta maniobra llamada “tapa”. Todos los niños hacíamos muchas durante el día. Tratándose de una confesión destinada a predisponer a mi favor a todos los santos, era necesario hacerla lo más perfecta posible, por lo que me hice el propósito de acusarme incluso de las “tapas” hechas, que eran consideradas como un pecado leve, tal como el proferir palabras deshonestas. Estoy de rodillas ante el confesor y denuncio mis pecados. El sacerdote me pregunta: -¿Cuánto tiempo que no se confiesa? –Una semana, padre. –Diga sus faltas, hijo. –Acúsome, padre, que he mentido. -¿Qué más? –He dicho palabras deshonestas. -¿Cuántas veces? –Unas diez veces al día. –Siga, hijo. –He cometido acciones deshonestas. -¿Cómo? –Con las manos. -¿Usted solo? –Solo, padre. –Hijo, usted no debe hacer eso, porque es horrible. ¿Cuántas veces? –Doscientas. El confesor dio un salto, un suspiro y volvió a preguntar: -¿Doscientas veces en una semana? –Sí, padre. –Pero, ¿cómo?, ¿dónde? –En clase, durante el recreo, en mi casa, en cualquier parte. –Hijo, usted es un monstruo y está agotando una energía destinada a utilizarse cuando se llega a hombre y dentro de la vida conyugal. (Págs. 98-99)