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LA LUZ DURMIENTE (2019)

©David Arraba Carriónwww.davidarrabalcarrion.com

Editorial Palabras de Aguawww.palabrasdeaguaeditorial.com

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David Arrabal Carrión - La luz durmiente - Capítulo 1

1. Tarin

Cuentan las viejas leyendas que podemos encontrar un mundo más allá de las estrellas que hace mucho tiempo fue olvidado por el hombre. Tan lejos está que ni con un catalejo se lo puede ver. Hay que sobrevolar ríos, lagos y montañas que ya no existen, y cruzar un mar en calma que siempre refleja la luz plateada de la luna.

Se trata de un bosque hechizado que duerme cuando nosotros estamos despiertos, y que rebosa vida y actividad mientras descansamos por la no-che. Nadie sabe por qué sucede ese extraño fenómeno, pero los más viejos dicen que el sol apartó su mirada de aquel lugar al comprobar que sus habitantes eran crueles con los animales que allí vivían. También talaban árboles sin necesidad y arrancaban flores sólo por diversión. Pero como el sol no puede evitar salir cada mañana e iluminar ese mundo, pidió al dios Morfeo que dotase a sus cálidos rayos del poder del sueño, haciendo así que cada día al alba los habitantes de aquel bosque cayesen dormidos, sin poder remediarlo hasta la llegada de la noche.

Así sucedió.Los habitantes del bosque pronto se acostumbraron a la nocturnidad,

y hombres, mujeres y niños, salvado el miedo inicial a la negrura, com-prendieron el porqué de aquel castigo. Sabían que recibir el perdón del sol les llevaría tiempo, así que poco a poco, asumiendo su error, empezaron a amar a sus semejantes, a la naturaleza que les rodeaba y que tanto les daba. Vivieron de nuevo en plena armonía con ríos, plantas y flores, y con todos los animales, desde los pequeños ratones de campo, las lechuzas y luciérnagas, hasta con los lobos y los grandes osos.

Fue gracias a ese cambio que todos los árboles, sin que el sol lo supie-se, decidieron retener en sus hojas parte de la luz que recibían por el día, iluminando así a los humanos por la noche con un cálido resplandor que

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mostraba los diferentes caminos que corrían entre los gruesos troncos de la arboleda. Las piedras del suelo dejaron de ser una trampa donde tropezar, y el río se mostró sonriente ante ellos, alegre por dejar de ser un peligro.

Pero no todos los hombres y mujeres aceptaron aquel regalo. Muchos odiaban al sol, pues encontraban injusto aquel castigo, y la vida nocturna les producía una gran tristeza. Sus corazones se volvieron negros como un pozo muy profundo, y se ocultaron en el rincón más oscuro de la foresta, dejando que allí creciese un amargo rencor hacia sus semejantes, que sí disfrutaban de la luna y las mágicas luces que, en forma de diminutas es-feras, brillaban en las copas de los árboles. Estos seres, estos Oscuros, se convirtieron en una amenaza para aquella armonía, y aunque hubo pocos enfrentamientos directos, todos sabían que debían estar preparados para defenderse.

Es en aquel mágico y hechizado lugar, al que sus habitantes llaman Bosque de la Luna, donde nació Tarin, hijo de Bolk, un fuerte herrero, y de Faura, una temible guerrera.

Desde bien pequeño, Tarin demostró poseer ciertas cualidades que le convirtieron en alguien especial en el poblado donde vivía: podía comu-nicarse con árboles, plantas, piedras, ríos y animales igual que lo hacía con los humanos. Muchos decían que las hadas lo habían bendecido, y otros pensaban que era la encarnación de un dios, pero para él, aquel don no era nada especial. Saber por qué lloraba el sauce, o porqué las ardillas preferían las nueces a las avellanas, no significaba más que adivinar qué había preparado su madre para comer olisqueando en la cocina, o porqué su padre gritaba cuando se daba un martillazo en un dedo; todo aquello era natural y cotidiano para él.

Tarin tenía catorce años. Había crecido pronto, alto y delgado, muy delgado, decía su fornido padre, que no veía en él un aprendiz de herrero fiable. Y la verdad es que al niño no le agradaba aquello de martillear una pieza de metal hasta convertirla en un cuchillo, un caldero, o una cuchara.

A Tarin le gustaba correr por el bosque, sentirse libre, tanto como su alborotada melena naranja cuando ondeaba mecida por el viento que su-surraba entre los árboles. Saltar de piedra en piedra para cruzar el río le encantaba, o balancearse en las fuertes ramas de los pinos más viejos, pi-sar la tierra húmeda después de la lluvia y jugar con los duendes mientras

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las hadas reían con sus torpezas y travesuras; aquello era vida para él, lejos de las ataduras de los mayores, de sus trabajos y responsabilidades.

Pero no todo era bueno en su día a día. Los niños del poblado, como no tenían sus habilidades especiales, lo tomaban por loco, por rarito, aun-que los adultos les explicasen que Tarin era una señal de esperanza. Nin-guno de ellos quería jugar con el muchacho. Ninguno estaba cómodo en su presencia.

Su madre, que comprendía el malestar del muchacho cuando lo de-jaban solo, siempre trataba de animarlo, diciéndole que todos en la vida tenemos a alguien que nos entiende, que puede vivir sus sueños con la misma intensidad con la que nosotros vivimos los nuestros. Le insistía que su alma gemela estaría donde menos se lo esperase, y que su destino era encontrarla para compartir una vida en común. Como ella y su padre.

—Pero papá y tú no os parecéis en nada —le dijo la primera vez que hablaron de aquello—. Él es grande y fuerte, y le gusta estar todo el día golpeando hierros con su martillo. Tú eres una guerrera, dicen los sabios del pueblo, pero estás todo el día haciendo las cosas de casa. Eres más bajita y no pareces tan fuerte como él.

—La fuerza no está en el tamaño de uno, ni en sus músculos —le expli-có su madre mientras amasaba la mezcla para hacer pan—. Hay una luz que vive en el corazón de las personas. Es ahí donde reside nuestra vida, y es ahí de donde nace la fuerza de cada uno. Sostener ese enorme martillo de tu padre no indica cuan fuertes eres. El valor con el que te levantas cada vez que te caes... ahí reside la auténtica fuerza.

—¿Cada vez que me caigo? —preguntó extrañado Tarin.—La vida nos depara muchas pruebas —sonrió su madre, mirando fi-

jamente al muchacho con aquellos ojos claros, que reflejaban la danzarina luz de las velas con las que se iluminaban dentro de las casas—. Hay veces que la alegría desaparece y la soledad nos abraza como un oso enorme y negro. Eso puede durar mucho o poco, todo depende de la voluntad que pongamos en salir de esa situación. Los problemas vienen a nosotros para enseñarnos algo, y al aprender de ellos hacemos crecer nuestra fuerza, nuestra luz interior, pues lo importante no es saber vivir en la abundancia, recorriendo un camino sin piedras ni baches, sino hacerlo armados con una sonrisa y un buen gesto, sople el viento a favor o en contra, avanzan-do siempre. ¿Lo entiendes?

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—Creo que sí —respondió Tarin mientras reflexionaba, hasta que en-contró la pregunta que resolvía su duda—. ¿Entonces, papá y tú sois igual de fuertes porque habéis tenido los mismos problemas?

—Sí —rió ella ante aquella deducción—, más o menos.—Entonces sois almas gemelas, pues sois igual de fuertes —senten-

ció el pequeño, descubriendo que esa respuesta propiciaba más dudas—, aunque nos os gustan las mismas cosas...

—No te preocupes, Tarin. Algún día lo comprenderás.

Poco después de la llegada de la noche, el muchacho se despertó de un apacible sueño. Las velas ardían tan silenciosas como siempre, iluminan-do la estancia de la sala principal de la cabaña conde vivían. Apartó la fina tela que lo salvaba de las picaduras de los mosquitos y se bajó de la cama, colgada en una gruesa pared.

Ni su madre ni su padre se encontraban allí, pero vio con alegría que tenía algo de desayuno en la mesa que había junto al fuego a tierra, don-de un caldero pendía vacío sobre los restos apagados de la lumbre de la noche anterior.

Se puso su ropa de lino, pantalón corto y camisa, se ajustó las chanclas de esparto, y dio buena cuenta de la leche de cabra y el pan con miel. Cogió su zurrón y metió en él un buen puñado de avellanas. Se hizo tam-bién con el pequeño arco que su madre le había regalado en su décimo cumpleaños, y el carcaj con las cinco flechas sin punta que le fabricó su padre. Cada una de ella estaba adornada con plumas de pájaros noctur-nos: búho, lechuza y mochuelo. Había una ley instaurada en el poblado que se remontaba al principio de la Maldición del Sueño, y que prohibía dar muerte a cualquier animal, por eso sus flechas sólo servían para hacer caer los frutos que colgaban altos de los árboles; aunque Tarin prefería subirse por el tronco y comer sentado en la copa mientras conversaba con el árbol. Los manzanos eran sus preferidos, pues le contaban las mejores historias sobre el sol y el día.

Salió de su casa y se detuvo un momento para contemplar la vida co-tidiana del poblado, un lugar de casas circulares de una sola planta cons-truidas con barro, piedra y madera, colocadas en dos circunferencias, una dentro de otra, alrededor de una gran plaza pública donde destacaba el árbol más viejo del Bosque de la Luna. Era un gran roble de espesa copa,

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resplandeciente, con tonos blanquecinos y violetas, bajo el cual se senta-ban los niños más pequeños a jugar.

El joven se acercó a él y lo saludó con gran admiración, para luego abrazar su fuerte corteza en un acto de cariño que agradaba al viejo roble.

—¿Qué planes tienes para hoy, mi joven amigo? —le preguntó éste.—Seguiré mi expedición río abajo —le comentó el niño, apartándose

unos pasos, contemplando las cambiantes luces que emitían las hojas del árbol—. Todavía no he encontrado la piedra lisa que necesito para acabar el colgante de mamá... y su cumpleaños es dentro de cinco noches.

—Espero que tengas suerte esta vez —rió su viejo amigo—. Pero no te alejes muchos de los caminos conocidos, pues hay peligros más allá.

—Tranquilo —sonrió el pequeño—, mis padres ya me lo han adverti-do muchas veces.

Tarin se despidió del roble y de los niños que allí jugaban, confusos como siempre al verlo hablar solo, pues ellos no podían escuchar al árbol. Atravesó la plaza y llegó al pequeño mercado donde los habitantes del bosque intercambiaban alimentos, ropas y herramientas varias. Allí en-contró a su madre, charlando animosamente con una de sus vecinas. Se saludaron con un gesto de mano y las dejó atrás, encaminándose hacia la herrería de su padre, el único edificio construido exclusivamente con pie-dra y metal. En la fragua hacía mucho calor, así que lo llamó a gritos hasta que el gran hombre salió, sudoroso e impregnado con aquel característico olor a metal fundido. Un mandil grueso cubría su pecho desnudo.

—¿Vas a buscar la piedra esa? —le dijo, dejando caer el pesado martillo sobre su fuerte hombro.

—Sí —respondió con decisión Tarin, plantado ante su padre imitando su gesto, aunque él sostenía el ligero arco.

—Está bien —asintió el hombre—. Yo estaré por aquí hasta la media-noche. Ven pronto y así comeremos todos juntos en casa. Tu madre creo que va a preparar su sopa especial.

El muchacho se despidió del herrero y se introdujo en el bosque por uno de los senderos que había detrás de la herrería.

Caminaba animado, saludando a todos los árboles que no dormían a aquellas horas, pues los árboles, en contra de lo que se piensa, también duermen. Varios conejos se detuvieron a charlar un rato con él, pero te-nían prisa por llegar a sus madrigueras para la hora de la cena. Aunque los

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hombres de allí vivían por la noche, el resto de habitantes del Bosque de la Luna lo hacían de día, así que había momentos en que las hadas y duendes eran la única compañía que tenía en la madrugada.

La espesa arboleda flanqueaba el sendero con su tenue resplandor, otorgando al bosque un aspecto mágico, donde el azul oscuro de la noche y las sombras entre los troncos y piedras se tintaban del violeta y blanco que emitían las hojas y esporas que reposaban en las ramas más altas. Era como caminar bajo miles de pequeños farolillos suspendidos en la negru-ra de las copas de los árboles.

Hacía algo de frío aquella noche, así que Tarín caminó deprisa para entrar en calor. Una lechuza pasó cerca de él, volando deprisa hasta que lo vio.

—¿Has escuchado lo que cuentan la hadas? —le preguntó ésta, posán-dose en una rama que quedaba a la altura de la cara del chico.

—No —dijo él—. ¿Qué cuentan?—Por lo visto han encontrado un animal nunca visto antes aquí.—¿Es peligroso? —se interesó Tarin, quien comenzó a sentir un cre-

ciente interés. En aquel bosque nunca pasaba nada extraordinario, al me-nos que él supiera; aunque a veces los mayores salían en grupos armados con lanzas, hachas y escudos, y a los niños los dejaban en casa a cargo de los demás adultos sin explicarles nada.

—Parece estar herido y no hace más que llorar —explicó la lechuza—. Dicen que es algo así como un lobo, pero tiene el pelaje despeinado.

—Quiero verlo —sentenció el niño, decidido a encontrarlo.—Está junto al arroyo, donde éste se une con el río —le dijo el ave—,

pero ve con cuidado, pues se ha levantado una espesa niebla muy extraña.—Tranquila —sonrió Tarin, confiado de sí mismo.Se despidió de la lechuza y puso rumbo al lugar que le había indicado,

corriendo sin seguir ningún camino marcado entre los árboles y matorra-les, quienes lo miraron con curiosidad.

Era cierto lo que le dijo la lechuza, pues se encontró de sopetón con los primeros jirones de una niebla especialmente densa. Se detuvo para estudiarla, buscando en su memoria el mapa de aquella parte del bosque. Los árboles allí parecían estar todos dormidos, pues ninguno le respondió cuando preguntó qué camino debía seguir para dar con el extraño animal.

Algo no iba bien, se dijo ligeramente asustado. No había visto jamás

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un ambiente así, tan tenebroso y silencioso. El resplandor de las copas de los árboles parecía apagarse, y sólo el blancor de la niebla emitía suficiente luz como para no quedar a oscuras. Pensó en volver atrás, pero la curiosi-dad por ver a aquel fabuloso animal le ánimo para dar un paso dentro de la bruma. Si las hadas estaban cerca, no tenía nada que temer, pensó, pues ellas poseían una magia capaz de espantar a las cosas malas que hay en la oscuridad; su madre se lo contó una vez.

Caminó despacio, precavido, con el arco en la mano, usándolo como bastón para guiarse por el suelo que pisaba. No quería tropezar con algu-na raíz o piedra, y mucho menos romperse las sandalias.

De pronto, con la punta del arco, tocó agua. Había llegado al riachuelo, así que guardó silencio hasta que el agua empezó a removerse en torno a la madera del arco.

—¿Eres tú, Tarin? —le preguntó el arroyo, susurrando, expectante.—Sí —le contestó el niño usando el mismo tono de voz, acercándose

hasta mojarse los pies.—Hace un rato que se ha levantado esta niebla y no me deja ver qué

sucede en la orilla —dijo con fastidio el riachuelo—. Las hadas revolo-teaban por aquí, y decían algo de un extraño animal, pero esta espesura blanca me tiene atrapado.

—Vengo buscando a ese animal —reveló Tarin, sacudiendo las manos a su alrededor, formado así pequeños remolinos en la niebla—. Seguiré tu curso hacia el río. Quizá allí se vea mejor y los árboles no duerman todavía.

Pero en ese momento, junto frente al muchacho, a través del algodón blanco que lo envolvía, una luz amarillenta apareció, acercándose cada vez más a donde él se encontraba. Quiso esquivarla, pero, fuese lo que fuese aquello, acabó por estrellarse contra su frente, tirándolo al agua. El arroyo no pudo más que reír, pues el chapoteo le hizo cosquillas.

Tarin se llevó la mano a la frente, donde comenzaba a crecer un peque-ño chichón. Miró desconcertado a su alrededor, y vio aquel brillo amarillo junto a él, en la orilla, emitiendo un leve quejido. Era algo muy pequeño.

—Menuda cabezota tienes —le dijo la luz, disminuyendo su resplan-dor. Era Ahily, un hada de las flores, amiga de Tarin desde que éste diera su primer paseo por la Colina de las Hadas, cuando era un niño de tres años.

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—¿Eres tú quien ha visto al animal extraño? —le preguntó el niño mientras se rascaba el chichón.

—Lo primero “hola”, ¿no? —refunfuñó el hada, recordándole los bue-nos modales—. Y sí, mis hermanas y yo lo hemos encontrado. Venía co-rriendo, asustado. Pensábamos que era un lobo, pero no. Parece muy dó-cil, pero no habla, no dice nada. Está acurrucado junto a unas rocas.

—¿Puedo verlo? —se incorporó Tarin, empapado—. Quizá conmigo sí quiera hablar.

—Sigue el arroyo y lo encontrarás —le dijo Ahily, elevándose gracias a sus hermosas alas de mariposa, resplandeciendo con un tono dorado que conseguía apartar la niebla de su alrededor—. Yo tengo que ir a buscar al Rey de los Duendes, pues esta niebla procede de más allá del río, y nos da mala espina. Ve con cuidado.

—Mientras no saque los pies de mi agua no correrá peligro —intervi-no orgulloso el riachuelo.

No tardó Tarin en llegar al lugar que le había indicado Ahily. Allí la niebla era menos espesa y podía ver el paisaje a través del velo blanco que formaban sus inquietos jirones, que se retorcían y extendían como los tentáculos de un pulpo.

El río era ancho, lo suficiente como para tener que cruzarse en barca, o a nado, pues su corriente era mansa en aquel punto. Rocas y árboles dormitaban allí, y en el cielo la luna observaba, intentando ver entre la niebla qué sucedía.

Al cobijo de una roca, Tarin pudo observar un gran bulto oscuro que parecía tiritar. ¿Sería aquel el animal extraño? La emoción y la curiosidad tiraron de nuevo de él, y se acercó lentamente, observando su alrededor. Dejó el arco y el carcaj con las flechas en el suelo para no asustar a la bestia. No vio a ninguna de las hermanas de Ahily, pero recordó que las hadas pueden hacerse invisibles si lo desean, así que no se preocupó y se presentó finalmente junto al animal.

Éste, alzó la cabeza, alerta, temeroso ante la presencia del niño. Se apartó de un salto y encaró al muchacho, quien dio un paso atrás. No era un animal grande, y andaba a cuatro patas. Su cabeza peluda, de hocico largo y bigotudo, le llegaría a él por la cintura, y sus largas patas parecían fuertes y ágiles. Cierto era que recordaba a un lobo, pero su mirada, pese a reflejar miedo en aquellos momentos, no transmitía el terror con el que

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éstos paralizaban a sus presas.—No te asustes —le dijo Tarin, ofreciéndole la mano, mostrando así

sus buenas intenciones.El animal lo miró desconfiado, enseñándole los dientes junto a un gru-

ñido poco convincente. El muchacho dio otro paso atrás, buscando tran-quilizar al animal, que no le hablaba.

—Mira —le dijo al tiempo que se sentaba sobre la tierra húmeda—, me quedo aquí para que veas que no quiero hacerte daño. Aquí no les hace-mos nada a los animales, esas son las normas sagradas. Además, para qué iba a dañarte. ¿Me entiendes? ¿Puedes hablar? Yo no soy como los otros hombres, yo comprendo vuestro idioma, y el de los árboles y las plantas, y el del río y el del arroyo.

El extraño ser lo miró unos segundos, confundido, cansado, con la niebla arremolinándose a su alrededor.

Tarin le tendió ambas manos, en silencio, intentando demostrarle que podía confiar en él. El animal dio un paso, pero sus patas perdieron fuer-za, y cayó desplomado en el suelo.

El niño se puso en pie enseguida y corrió a ayudar a aquella pobre bes-tia. Sin miedo le puso las manos en el lomo, comprobando su respiración, tal y como le había enseñado su madre a hacer una vez que se encontra-ron un ciervo enfermo. Se le veía claramente agotado, y su respiración agitada le preocupaba. Pero aunque no era exageradamente grande, no veía forma de llevarlo al poblado. Dejarlo allí, al cuidado de las hadas, no era mala idea, pero si estaba muy enfermo quizá no sobreviviría.

Sumido en aquellas dudas, miró instintivamente al frente, de donde creyó escuchar una voz, la de una persona, un niño o una niña tal vez.

Pero no había más que niebla blanca y espesa allí, sobre el agua del río, que guardaba silencio.

Tarin sacudió la cabeza, buscando centrarse en el problema que tenía entre manos, pero de nuevo una voz, esta vez sí reconoció a una niña en ella, le hizo levantar la mirada.

Entonces la vio allí, entre la niebla, como un reflejo en el agua, como a través de una ventana difuminada en el aire. Era una niña de más o menos su edad, de media melena morena, vestida con unas ropas que jamás ha-bía visto, extrañas, que le cubrían todo el cuerpo, como si donde estuviera hiciera mucho frío. La blancura de la niebla no le permitía ver los colores

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que la rodeaban, pero eso no evitó que sus miradas se cruzasen y perma-necieran fijas la una en la otra. No podía ser verdad lo que experimentaba, se dijo; ella lo estudiaba, curiosa, sorprendida, con una mirada apenada y confundida, tanto que a Tarin se le hizo un nudo en la garganta.

Ella dijo algo, quizá demasiado bajo, porque él no la escuchó, pero el animal pareció que sí y se incorporó como bien pudo, mirándola, mo-viendo pesadamente su peluda cola.

—¿Quién eres? —Le preguntó el niño, pero en ese momento la imagen se difuminó hasta perderse entre los jirones de niebla—. ¡No, no te va-yas! —gritó Tarin, poniéndose en pie y alargando un brazo en un intento inútil por retener a la enigmática niña junto a él.

Algo en su interior se había roto, lo sintió en el corazón. No conocía a aquella muchacha, pero sabía que algo los unía, algo que no comprendía pero que le decía que no sería la única vez que se iban a ver.

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