La muerte de un hombre joven

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1 LA MUERTE DE UN HOMBRE JOVEN Parroquia de La Asunción en Albalate de las Nogueras Salgo temprano de Madrid para intentar llevar mi humilde aliento de consuelo a un amigo que está pasando por momentos de angustia al haber perdido a su hermano menor. La mañana es luminosa, espléndida, completamente al margen del drama al que nos vamos a enfrentar unos kilómetros más adelante; los rayos del sol, incisos y desafiadores para el conductor, nos señalan que estamos en los primeros días de este ardiente verano. El viaje, que lo hago solo, me da tiempo para pensar sobre lo anteriormente expuesto: la soledad del hombre frente a su destino. Vienen a mi memoria durante el largo trayecto los años en que siendo un niño de siete años, ví morir a mi padre, aún más joven que Santos, el hombre que ahora espera en el tanatorio conquense el momento de ser trasladado a su pueblo, para recibir sepultura en lo que será su última y eterna morada. ¿Por qué Señor, uno vuelve siempre al seno de la tierra en que nos vió nacer? ¿Qué extraña e incomprensible fuerza telúrica ejerce la tierra como para querer volver de nuevo a su seno y desear ser en ella semilla de eternidad o estiércol para una rosa?

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Salgo temprano de Madrid para intentar llevar mi humilde aliento de consuelo a un amigo que está pasando por momentos de angustia al haber perdido a su hermano menor.

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LA MUERTE DE UN HOMBRE JOVEN

Parroquia de La Asunción en Albalate de las Nogueras

Salgo temprano de Madrid para intentar llevar mi humilde aliento de

consuelo a un amigo que está pasando por momentos de angustia al haber

perdido a su hermano menor. La mañana es luminosa, espléndida,

completamente al margen del drama al que nos vamos a enfrentar unos

kilómetros más adelante; los rayos del sol, incisos y desafiadores para el

conductor, nos señalan que estamos en los primeros días de este ardiente

verano. El viaje, que lo hago solo, me da tiempo para pensar sobre lo

anteriormente expuesto: la soledad del hombre frente a su destino. Vienen a

mi memoria durante el largo trayecto los años en que siendo un niño de

siete años, ví morir a mi padre, aún más joven que Santos, el hombre que

ahora espera en el tanatorio conquense el momento de ser trasladado a su

pueblo, para recibir sepultura en lo que será su última y eterna morada.

¿Por qué Señor, uno vuelve siempre al seno de la tierra en que nos vió

nacer? ¿Qué extraña e incomprensible fuerza telúrica ejerce la tierra como

para querer volver de nuevo a su seno y desear ser en ella semilla de

eternidad o estiércol para una rosa?

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La muerte de un hombre joven, pienso mientras contemplo los

armoniosos tonos ocres del campo castellano–manchego, donde trabajan

las primeras máquinas cosechadoras cortando los agostados campos de

empobrecida cebada, siempre es un fracaso de la naturaleza. –¿O de Dios?–

¿Hay alguna explicación lógica que pueda desentrañar tan fatal e

incompresible destino?

Cuando somos jóvenes y la vida se presenta ante nosotros como un

infinito camino cargado de esperanzas, de ilusiones, la palabra MUERTE

nos parece tan ajena, tan lejana (aunque conviva siempre con nosotros), que

no tiene cabida en nuestro vocabulario.

Nos creemos que el mundo nos pertenece, que somos el centro de

nuestro personal universo. Los pronombres YO, MÍO, etc., son el eje

principal sobre los que giran nuestras vidas. La juventud es egocéntrica,

egoísta y todo lo que sucede a nuestro alrededor lo filtramos a través de ese

espejo narcisista, que en definitiva es el propio reflejo del desarrollo de

nuestra personalidad futura.

Pero pasan los años, pasa la vida, pasamos sobre la vida y un día

cualquiera, sin saber por qué, nos paramos y miramos hacia atrás, hacia ese

enorme abismo de lo que ya fue. Y descubrimos las numerosas ausencias

de aquellos que nos fueron acompañando en nuestro aturdido trayecto, sin

haberlos valorado en su justo término.

Faltan nuestros padres, esas profundas y firmes raíces sobre las que

creció, de manera más o menos insegura, el tronco de nuestra propia vida,

de las que nos hemos alimentado hasta su extenuación y de las que somos

injustos deudores; faltan los hermanos, los hijos, los queridos amigos que

en otros días fueron frondosas ramas de ese nuestro tronco y que tantas

veces dieron cobijo a nuestros sueños, a nuestras quimeras. Entre sus hojas

primaverales arropamos el nido de nuestros primeros amores, de nuestros

primeros embelesos. Y cuando la fría escarcha del invierno puso al

descubierto nuestros fracasos, nuestras inseguridades, nuestras penas,

siempre encontramos el calor de una mano amiga tendida que mitigara

nuestro dolor.

Tanta muerte a nuestro alrededor, ya tan cercana, que nos damos

cuenta, por vez primera, que también nosotros somos ya muerte.

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Pero ¿es la muerte el final que todo lo destruye y borra? Los que poseen el

divino don de la Fe, parece que esto lo tienen resuelto. Pero los que

caminamos sobre la eterna duda, los que buscamos ansiosamente una luz

que nos despeje el camino, dejamos aparcada, una y otra vez, la solución al

problema. Yo creo, sinceramente, que no. Yo creo firmemente que LA

MUERTE ES EL OLVIDO. Mientras haya quien nos mantenga en su

recuerdo, estaremos vivos.

Con estas meditaciones sigo mi camino, ahora por una tierra en la

que también me regala el verdor del mimbre recientemente brotado:

estamos en Villaconejos del Trabaque, único pueblo de la comarca en el

que todavía se siembra y se trabajan las ramas del arbusto, de la familia del

sauce.

Faltan 5 kilómetros para llegar al pueblo del difunto, Albalate de las

Nogueras, cuyos frondosos árboles, de más de treinta metros de altura, hoy

muy minoritarios en el paisaje, nos llevan a pensar cómo serían estos

campos en otras épocas lejanas. El pequeño pueblo se encuentra entre los

ríos Albalate y Trabaque por lo que sus tierras se encuentran bien regadas,

encontrándonos con ubérrimas huertas y frondosas y bien trabajadas viñas.

Un silencio sepulcral me acompaña en mi camino hacia la iglesia

levantada en el siglo XIII sobre una antigua mezquita árabe, que ha tenido

el honor de ser declarado su conjunto Monumento Nacional en 1983, en la

que resalta orgullosa su magnífica espadaña. Parece como si el pueblo

estuviera abandonado, si no fuera por lo bien cuidada de sus calles y de sus

casas, por lo que lo achaco a la inclemencia del sol del verano.

Cuando aparco en la plaza de la iglesia, el agobiante sol hace ya

mucho tiempo que domina los espacios y el calor se hace sentir sobre el

numeroso público que se agolpa bajo en la umbría de los arcos de la iglesia,

venido de todos los alrededores para acompañar a la familia y despedir al

amigo muerto. Es el momento en que comienzan a doblar las campanas de

la iglesia en su llamada a los fieles.

Quien haya escuchado el tañido fúnebre de las campanas de un

pueblo en las primeras horas de la mañana, cuando el sol tornasola los

campos y tiñe de oro las nobles paredes de las casas del pueblo, habrá

rememorado un momento mágico en el vivir cotidiano de sus habitantes. El

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andar cansino de los familiares y amigos que levantan espesa capa de polvo

se acompasa al rumor en sordina de sus voces. Si la muerte es a cualquier

edad un acontecimiento trágico, la de un hombre joven y querido, deja en el

ánimo de los acompañantes como un sabor agrio que se pega al paladar y lo

araña.

El templo está abarrotado de un numeroso público que en silencio

escucha las pobres palabras del cura párroco, quien cansado seguramente

del viaje desde otros pueblos donde ejerce su ministerio, intenta articular

unas palabras de cristiano consuelo que, por repetidas tantas veces en estos

pueblos donde la muerte es tan frecuente por ser su población tan

envejecida, me parecen a mí como oyente, dejan de tener la fuerza y el

dramatismo que el cuadro del ataud con el difunto pinta sobre la cabecera

del bello retablo barroco.

Estoy sentado justamente detrás de la esposa y el único hijo del

difunto y oigo el silencioso llanto de una mujer joven a quien le van a faltar

muchos ánimos y mucho coraje para seguir adelante en estos pueblos

donde nadie quiere vivir y donde no hay posibilidades de ganarse la vida.

Otra cosa es el muchacho, de unos siete años, en el que concentro toda mi

atención.

Nuevamente vienen a mi memoria las imágenes, ya viejas, de otro

niño que como él ahora, y con sus mismos años, nunca supo porqué ni para

qué tanto dolor y tanta pena innecesarias. Son las torpes palabras del

sacerdote las que hacen que el niño, hasta esos momentos arropado por la

familia, se haga cargo de su drama y el llanto –dramático llanto siempre el

de un niño que sufre– le estalle como un fuego de artificio en la cara y,

corriendo salga de la iglesia ante el desconcierto de sus sorprendidos

familiares y el dolor de quien esto escribe.

El niño siente en su corazón una punzada de dolor que le traspasa; y

grita; y se rebela; y embiste contra sus carceleros, que cariñosamente

pretenden cortarle el camino; y pasa por la puerta con la premura de un

quejido que se escapara de un pecho herido. ¡Cuántos recuerdos se agolpan

en mi frente viendo llorar aquel niño que ya nunca más volverá a ver a su

padre, ni a sentir sus orgullosas carias paternales, a recibir sus

embriagadores besos!

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Querido amigo Santos, sabemos que fuiste fuerte hasta el final; que

tu reciedumbre castellana, acrisolada por el trabajo y el esfuerzo diario,

supo enfrentarse cara a cara con la muerte que te robaba todo cuanto habías

amado en esta vida y que eras tú quien animaba a tus familiares en los

momentos de decaimiento en una enfermedad tan larga como despiadada.

Como también sabemos que quisiste ponerte a bien con Dios en esos

momentos de dramática duda. A los que nos quedamos aquí a la espera,

desconsolada y triste espera, sólo nos queda confiar en que nuestras

oraciones sirvan para abrirte las puertas de esa otra vida a la que todos

aspiramos desde la fe y ninguno conocemos.

30 – junio – 2015