La niña más pequeña del mundo de Sally Gardner

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SALLY GARDNER LA NIÑA MÁS PEQUEÑA DEL MUNDO EDICIONES B GRUPO ZETAS Barcelona • Bogotá • Buenos Aires • Caracas • Madrid • México D. F. • Montevideo • Quito • Santiago de Chile

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SALLY GARDNER

LA NIÑA MÁS PEQUEÑA DEL MUNDO

EDICIONES B

GRUPO ZETAS

Barcelona • Bogotá • Buenos Aires •Caracas • Madrid • México D. F. •

Montevideo • Quito • Santiago de Chile

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Título original: The Smallest Girl EverTraducción: Sonia Tapia1ª edición: abril, 2004Publicado originalmente en Gran Bretaña, en 2000, por Dolphín Paperbacks, un sello de Orion Children's Books.© 2000, Sally Gardner, para los textos e ilustraciones © 2004, Ediciones B, S.A.en español para todo el mundo

Bailen, 84 - 08009 Barcelona (España)www.edicionesb.comwww.ediaonesb-america.com

ISBN:84-666-1852-X

Impreso en los Talleres de Quebecor World

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

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NOTA DE DIGITALIZACIÓN

Por razones de digitalización, y para una mejor versión digital del presente libro, han sido suprimidas todas las ilustraciones que contiene el original.

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A una vida que por desgracia ha terminado:Joan Gardner

Y a una vida que acaba de empezar:Ruby O'Kane

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Los señores Genie querían tener un hijo.Como siempre habían conseguido lo que querían, estaban seguros de que esto

también lo lograrían. Tendrían un niño que de mayor sería un gran genio, como su padre, y un gran mago, como su madre. El señor Genie era el último de una larga línea de genios que se remontaba a los primeros cuentos de hadas. Su bonita esposa, Myrtle, ganó el premio al «Mejor Mago Juvenil del año» cuando tenía cinco años. La familia llevaba la magia en la sangre.

Sólo hubo un pequeño inconveniente: los señores Genie no tuvieron un niño, sino una niña.

—¡Una niña! —gimió Myrtle—. ¡Yo quería un heredero! Esto es un terrible error.

—¡Esto es demasiado! —se quejó el señor Genie—. ¡Yo, que no he fallado en toda mi vida! Es la primera vez que no consigo hacer realidad un deseo.

Myrtle se echó a llorar.—Pero no te preocupes, cariño —dijo el señor Genie, intentando animarla—. La

próxima vez será niño.De manera que los señores Genie intentaron superar el disgusto, aunque les

costó mucho. Por fin decidieron poner a la niña el nombre de Ruby e inscribirla en la academia Wizodean, que era una de las mejores escuelas de magia del mundo y sólo aceptaba a los niños más excepcionales.

Para cuando Ruby cumplió los seis años, no había demostrado tener ningún talento mágico. Y tampoco tuvo ningún hermano.

—¿En qué nos hemos equivocado? —lloraba Myrtle—. Todavía no tenemos el hijo que tanto deseábamos. Sólo tenemos una hija sin talento mágico. La verdad, no sé si ha merecido la pena todos los esfuerzos y sacrificios de tener un niño.

El problema no habría sido tan gordo si Ruby fuera una gran belleza como su madre. Pero por desgracia era una niña bastante normalita. En pocas palabras, Ruby era una gran decepción.

Los señores Genie eran demasiado famosos para hacer ningún esfuerzo con una niña que no tenía talento mágico. Estaban en el mejor momento de su carrera y celebraban fastuosas fiestas, salían en todos los periódicos, llevaban ropa carísima, tenían el Rolls Royce de las alfombras voladoras y jamás se preocupaban por el dinero. ¿Por qué iban a preocuparse? Al fin y al cabo recibían en su casa a los ricos y famosos y estaban entre los más solicitados del mundo entero.

De manera que Ruby se quedaba siempre en casa con una niñera muy aburrida pero muy buena, lejos del bombo y platillo de la vida de sus padres.

La niñera no creía en la magia. Ella sólo creía en las tres erres: rutina, reglas y redacciones. De manera que Ruby Genie, cada vez más olvidada por sus padres, consiguió llegar a la edad de nueve años sin haber ido al colegio ni un solo día. A ella le habría gustado ir a la escuela con los otros niños de su edad, pero eso era algo impensable. Puesto que había suspendido el examen de acceso a la academia Wizodean, sus padres habían perdido todo el interés en su educación. Lo cual era una pena, porque la niñera le había enseñado a leer muy bien, y ella aprendía muy deprisa.

Pero para los señores Genie, saber leer y escribir no tenía la más mínima importancia. Una niña que no hacía magia no merecía ninguna atención. Puede que Ruby fuera capaz de leer La Cenicienta, pero más le valdría convertir calabazas en carrozas.

—Tendrás que esforzarte más con la magia —le dijo su madre.

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—Seguro que no te concentras en tus hechizos —apuntó el padre.—¡Ay por Dios! —exclamó la niñera—. Esta tontería de la magia no puede traer

nada bueno.Y tenía razón.

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Justo antes de que Ruby cumpliera diez años, el emperador de Tizna, un pequeño y olvidado país en la frontera de China, invitó a los señores Genie a que realizaran un truco de magia que nadie había intentado desde que se construyeron las pirámides. Era un desafío demasiado tentador, pero por desgracia el truco provocó la muerte de los señores Genie, que desaparecieron entre una lluvia espectacular de fuegos artificiales. Lo único que quedó de ellos fue una lámpara, una varita mágica, y un montón de facturas sin pagar.

Perder a un padre o a una madre es una tragedia terrible, pero perder a los dos de golpe es completamente absurdo y suele volverlo todo del revés. A la tierna edad de diez años, Ruby se quedó huérfana.

La mala noticia se la dio un abogado que apareció como un conejo salido de una chistera.

—Es una verdadera fatalidad. ¡Unos artistas tan magníficos! Yo una vez los vi actuar en vivo en el Metropolitan de Nueva York. ¡Qué maravilla! Por desgracia, con el dinero no eran tan geniales. En pocas palabras, y para no andarme con rodeos, hay que vender esta casa.

—¿Y qué va a pasar con Ruby?—le interrumpió la niñera—. ¿Qué va a ser de ella?

—Rubí... —dijo el abogado, rebuscando entre sus papeles—. Aquí no dice nada de joyas. Si hubiera cualquier joya, también habría que venderla, naturalmente.

—¡No, no! —exclamó enfadada la niñera—. Estoy hablando de su hija, Ruby.El abogado pareció sorprenderse mucho cuando descubrió que en la habitación

había una niña. Entonces se puso a sacar más papeles de su cartera.—Aquí está. —Carraspeó un poco y empezó a leer—: «En caso de algún

accidente imprevisto, como la muerte, y dado que no existen otros parientes con vida, Ruby, hija única de los fallecidos señores Genie, debe ingresar en un internado de magia.»

—¡Eso es ridículo! —protestó la niñera—. ¡La niña no hace magia!—Eso no es problema mío —replicó el abogado.Lo difícil era encontrar una escuela de magia que aceptara a Ruby. Probaron una

vez más con la academia Wizodean pero, como era de esperar, Ruby volvió a suspender. La escuela se negaba a aceptar a una niña sin poderes mágicos, aunque fuera la hija de los señores Genie, y de hecho incluso consideraron que era un gran error que le hubieran permitido aprender a leer y escribir.

Otras conocidas escuelas de magia también la rechazaron, por las mismas razones.

—Si te hubieran mandado a un colegio normal, en lugar de andarse con estas tonterías de la magia... —suspiró la niñera al recibir otra carta de rechazo.

Ya estaban empaquetando todo lo que había en la casa, y Ruby todavía no había encontrado colegio. El abogado empezaba a preocuparse.

—Siempre podemos mandarla a un orfanato —sugirió muy serio.Hasta que de pronto, justo antes de que apareciera el camión de la mudanza,

llegó una carta de la Academia de Prestidigitadores Grimlocks que los dejó a todos perplejos: la academia ofrecía a Ruby una beca. El abogado aceptó de inmediato, sin tomarse siquiera la molestia de visitar aunque fuese brevemente el colegio.

Nadie perdió tiempo en hacer el equipaje de Ruby. Todo lo que poseía en el mundo cabía en su maleta: el uniforme nuevo del colegio, la varita de su madre y la

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lámpara de su padre. Tanto la lámpara como la varita se las había dado el abogado, suponiendo que no valían nada.

La niñera se despidió llorando. Le daba mucha pena dejar a Ruby, pero por otro lado estaba encantada porque le habían ofrecido un trabajo que no tenía nada que ver con la magia. Iba a cuidar de un niño pequeño cuyos padres eran bibliotecarios.

—Cuídate mucho, y recuerda las tres erres —le dijo.En la puerta de la casa pusieron el cartel de SE VENDE. El abogado cerró su

cartera, se despidió de la niña estrechándole la mano y desapareció, junto con todo lo que hasta entonces había sido la vida de Ruby.

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—¿La escuela de prestidigitadores? Jamás he oído hablar de ella —dijo el taxista. Ruby le enseñó de nuevo la dirección. Llevaban un rato conduciendo en círculos y Ruby estaba convencidísima de que se habían perdido, hasta que vieron un cartel muy viejo y cubierto por la hiedra.

Cuando entraron en el camino particular de la escuela, a Ruby se le cayó el alma a los pies. El colegio era un edificio de falso estilo Tudor, medio escondido en un bosque oscuro y de lo más siniestro.

—No parece un sitio muy alegre que digamos —comentó el taxista mientras ayudaba a Ruby a sacar la maleta del coche—. ¿Tú crees que estarás bien aquí?

En ese momento se abrió la puerta y salió la señora Pinkerton, la directora. Era una mujer grandota, con forma de campana.

—¿Ruby Genie? Te estábamos esperando —saludó, muy animosa—. Por aquí, por favor.

—Buena suerte —se despidió el taxista.La señorita Pinkerton acompañó a Ruby a su oficina, que estaba llena de

ruidosos relojes de todas las formas y tamaños.—Es una afición que tengo —explicó la directora—. Bueno, siéntate.Ruby se sentó, o más bien se encaramó al borde de una silla enorme.—No sabes cuánto nos alegramos de tenerte aquí en Grimlocks. No somos un

colegio muy grande, pero nuestro propósito es que nuestros alumnos sean un orgullo para el mundo de la magia. Tú eres la primera niña a la que concedemos una beca. Estamos seguros de que siendo hija de unos magos tan magníficos, tendrás muchísimo talento. Y ahora te voy a explicar lo que esperamos de nuestra mejor alumna.

Pero Ruby no llegó a enterarse de lo que esperaban de ella, porque en ese momento todos los relojes se pusieron a dar la hora, uno después de otro, y pasaron por lo menos cinco minutos antes de que pudiera oír lo que estaba diciendo la señorita Pinkerton.

—Me alegro de que hayamos dejado esto claro —concluyó en ese instante.Ruby pensó que ya no era el momento de explicar que ella no tenía poderes

mágicos. La señorita Pinkerton no se movía. Estaba mirándola como si esperase que dijera algo.

—¿No tienes nada para mí, Ruby? —preguntó por fin.Ruby se quedó perpleja.—La lámpara. ¡La lámpara de tu padre!Entonces Ruby sacó la lámpara de la maleta. La directora se la arrebató

enseguida y se la puso en el regazo.—¡Tener una lámpara como ésta! —exclamó encantada, mientras la colocaba en

una gran vitrina de cristal.—Pero... si a usted no le importa, preferiría guardarla yo —dijo Ruby—. Es el

único recuerdo que tengo de mi padre.Por lo visto había metido la pata, porque la señorita Pinkerton se hinchó como

un sapo.—¡Guardarla tú! —exclamó, poniéndose muy colorada—. ¡Una lámpara de esta

magnitud en manos de una niña! Debes de estar loca. Y me parece que he visto también una varita en la maleta. Dámela ahora mismo.

La señorita Pinkerton metió la varita en el cajón de su mesa, junto con las cerbatanas, los tirachinas, las bombas fétidas y todas las demás cosas que estaban prohibidas a los niños.

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Después de deshacer la maleta llevaron a Ruby al comedor, que olía a col podrida. Había unos cincuenta niños sentados en bancos a lo largo de dos interminables mesas de madera.

—Os presento a nuestra alumna becada, Ruby Genie —dijo la señorita Pinkerton.

Ruby se sentó junto a un niño llamado Zack y una niña con trenzas que se llamaba Lily.

—Oye, ¿no podrías convertir esto en salchichas con patatas, con un montón de salsa de tomate? —preguntó Zack esperanzado.

—No —contestó Ruby muy triste mirando su cena, que consistía en una especie de bolas de color verde pálido.

—Debe de ser maravilloso tener tantos poderes mágicos como tú —comentó Lily.

Ruby esbozó una débil sonrisa.Nunca había deseado tanto tener poderes mágicos.

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Al día siguiente la señorita Pinkerton acudió de muy buen humor a la reunión del colegio. Había sido una idea genial, eso de ofrecer una beca a Ruby. Era la mejor publicidad posible para Grimlocks, y seguro que atraería a otros alumnos de padres ricos, porque el colegio necesitaba desesperadamente el dinero. Además, así el Gran Mago estaría contento. El año anterior había estado a punto de cerrar la escuela debido a la mala enseñanza que allí se impartía y al estado tan ruinoso de sus edificios.

—A ver, niños —comenzó la señorita Pinkerton con una sonrisa temible—. Seguro que ya conocéis todos a nuestra alumna de honor, Ruby. Ruby, querida, ven aquí.

Ruby subió al escenario de la sala, donde estaban sentados los profesores y la directora.

—Quiero presentarte a nuestros profesores. La señorita Fisher, de magimáticas; el señor Gaspard, de conjuros; Madame Vanish, de grandes ilusiones, y yo misma, que enseño efectos especiales. Y ahora, Ruby, seguro que estás deseando demostrarnos tus poderes, así que he pensado que podrías empezar con algo sencillito, como volar un poco, o tal vez desaparecer.

A Ruby le temblaban las piernas. Estaba delante de todo el colegio y lo único que quería era que se la tragara la tierra. Se había quedado petrificada, en medio de un espantoso silencio. Todo el mundo la miraba.

—Cuando quieras —insistió la señorita Pinkerton con impaciencia.Ruby notaba que se hacía muy pequeña. Era una sensación muy rara. Hasta que

de pronto se le ocurrió una idea.—Lo siento muchísimo —se disculpó—, pero yo sólo he hecho magia con mis

padres. No estoy acostumbrada a tener tanto público.La señorita Pinkerton pareció recibir la explicación con gran alivio.—Ruby ha sufrido la triste pérdida de sus padres, el genial señor Genie y su

esposa Myrtle —anunció con voz muy solemne—. Debemos darle tiempo para que se reponga, pero estoy segura de que a su debido tiempo nos sorprenderá a todos con sus poderes mágicos y sin duda podrá enseñarnos un par de trucos.

Ruby no estaba tan segura. Lo único que sabía es que se sentía más pequeña.—Qué chulo —comentó Zack.—¿El qué? —preguntó Ruby.—Cómo te has encogido ahora mismo.

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Si eso era todo lo que tenía que ofrecer el colegio, debía de tratarse de un tremendo error. ¿Cómo podía la gente enviar allí a sus hijos? Por lo que Ruby había visto, todos los padres que tenían niños en el colegio pensaban que estaban haciendo lo mejor para ellos. La madre de Zack trabajaba muchísimo en el circo para pagar la matrícula. Los padres de Lily llevaban años sin ir de vacaciones para enviar a la niña a Grimlocks. Y lo mismo pasaba con casi todos los alumnos.

Ruby no tardó en darse cuenta de que ningún profesor sabía demasiado sobre magia. Se acordaba de que su padre dijo una vez en una entrevista para el periódico que la magia no se podía enseñar, que salía del corazón y que unos la tenían y otros no. Y Ruby sabía que ella no tenía magia.

La verdad es que en clase no entendía nada de nada. Sobre todo Madame Vanish parecía hablar en otro idioma. Ruby apenas comprendía una sola palabra de lo que decía la mujer, de modo que no tenía esperanza ninguna de aprender nada sobre ilusiones. Las clases de la señorita Pinkerton eran las más aburridas y no se acababan nunca. Además, tenían muy poco o nada que ver con efectos especiales, y de lo que más se hablaba era de dinero, o más bien de la falta de dinero. La señorita Pinkerton les recordaba constantemente lo caro que era mantener un colegio como Grimlocks e insistía en que tenía que reunir más fondos para el laboratorio de hechizos.

Las clases de conjuros del señor Gaspard eran las mejores. A todo el mundo le gustaban. Cuando era joven, el señor Gaspard había actuado en el teatro Liceo, que al final se había incendiado en misteriosas circunstancias. El señor Gaspard nunca aclaraba cuáles habían sido esas circunstancias, pero en muchos de sus conjuros salía humo y la mayoría de sus clases terminaban con una fuerte explosión. Sin embargo era muy bueno con Ruby y parecía comprender que la niña se esforzaba todo lo posible.

Lo que salvó a Ruby, más que cualquier poder mágico, lo que la ayudó a tener amigos, fue la lectura. Ningún otro alumno del colegio sabía leer. La lectura, la escritura y la aritmética no entraban en el programa escolar, porque se suponía que los niños con poderes mágicos no tenían que aprender estas perniciosas asignaturas. La lectura les metía malas ideas en la cabeza.

El éxito de Ruby se debía a su viejo libro de cuentos, que por las noches leía en voz alta después de que se apagaran las luces. Todos sus amigos coincidían en que la lectura era un truco de magia sorprendente, y todos querían hacerlo.

Hasta el señor Gaspard le dijo que no tendría que hacer nada de magia, siempre y cuando leyera en voz alta en la clase. De manera que Ruby de momento se libraba de hacer trucos espectaculares. Pero, claro, eso no podía durar.

A la señorita Fisher, que daba clase de magimáticas, no le hizo ninguna gracia enterarse de que Ruby sabía leer, y fue enseguida a contárselo a la señorita Pinkerton.

—Lo que necesitamos es una alumna becada que sea buena en magimáticas, no en lectura.

La señorita Pinkerton estaba de acuerdo.—Su padre era un genio excepcional, ¿sabe usted? Tal vez pensó que a la niña le

convenía leer.La señorita Fisher resopló.—De momento no ha demostrado tener ningún poder mágico.—Estoy segura de que cuando se adapte al colegio nos demostrará que hemos

hecho muy bien en darle una beca.—Bueno, espero que tenga razón, señora directora, porque como el Gran Mago

se entere de que hemos dado nuestra única beca a una inútil, se nos va a caer el pelo.

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Había llegado la época en la que el Gran Mago realizaba su visita anual y la señorita Pinkerton no podía estar más nerviosa. Sabía que el Gran Mago no dudaría en cerrar el colegio si no veía mejoras.

En general, no se utilizó mucha magia para preparar el colegio para la inspección. Más bien fue cuestión de mucho trabajo. Casi todo el mundo estuvo de acuerdo en que no sería buena cosa que lloviera, de modo que pusieron una vieja y destartalada carpa en el jardín y Madame Vanish lanzó un hechizo para que hiciera sol (bueno, por lo menos eso fue lo que todos pensaron que estaba haciendo).

El señor Gaspard estaba ocupadísimo en la cocina, intentando conjurar una merienda magnífica con la ayuda de Lily. Después de un montón de explosiones con harina, la señorita Pinkerton decidió que era mejor encargar unas tartas en la panadería.

Ruby estaba sola en un aula vacía, preguntándose qué iba a ser de ella. La señorita Pinkerton le había dado una lista de trucos que tenía que realizar delante del Gran Mago, y le habían perdonado todas las clases para que pudiera practicar. Pero todo fue inútil. Ruby todavía no había hecho nada para merecer una plaza en Grimlocks, y mucho menos una beca.

Sus amigos Lily y Zack hicieron lo posible por ayudarla. Lily, que era una de las mejores alumnas del señor Gaspard, incluso pensó en provocar una cortina de humo para distraer al Gran Mago. A Zack se le ocurrió que lo mejor que Ruby podía hacer era desaparecer durante todo el día, pero eso sí que no iba a ser fácil, puesto que la señorita Pinkerton no le quitaba el ojo de encima.

Al final Lily sugirió:—Podrías leerle una historia. A lo mejor él tampoco sabe leer.

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Por fin llegó el día de la visita del Gran Mago, y amaneció lloviendo. Todos los niños aparecieron bien limpios y peinados, y si uno entornaba los ojos, el colegio parecía pasable. La noche anterior la señorita Pinkerton, con mucho bombo y platillo, había hecho un ensayo de su gran efecto especial y todo el mundo aplaudió, aunque la verdad es que nadie vio que pasara nada de nada.

El Gran Mago era un hombre alto con una barba tan larga que le llegaba al suelo. De momento no parecía muy convencido con lo que había visto en Grimlocks. Contempló un poco desesperado a uno de los alumnos pequeños, que hizo un truco de magia con humo y fuego con el que casi consigue incendiar la carpa. Luego otro chico algo mayor consiguió desaparecer, pero lo que no logró fue aparecer de nuevo. El Gran Mago estaba muy serio. La merienda tampoco contribuyó precisamente a mejorar la situación. Los bocadillos estaban mojados por culpa de la lluvia y el agua que habían echado para apagar el fuego. Y, no se sabía por qué, la cocinera había desaparecido junto con las tres tartas que la señorita Pinkerton había encargado en la panadería, aunque eran bastante caras.

En resumen, que el Gran Mago no estaba muy contento que digamos.—Y también tenemos, claro está, a nuestra alumna estelar —dijo la señorita

Pinkerton desesperada—. Seguro que le gustará ver alguno de sus sorprendentes trucos de magia, Gran Mago.

—Ver cualquier cosa mágica en esta escuela sería una novedad, señorita Pinkerton —replicó él.

—Ruby, ven aquí, guapa. Gran Mago, ésta es Ruby. Sus padres...—Sí, sí. ¿No podríamos ir directamente a la magia? Tengo una cena en la

academia Wizodean y no me gustaría llegar tarde.Era el momento que Ruby tanto temía. Había estado practicando un pequeño

número de magia que consistía en sacar de una chistera un conejo y dos palomas. El problema es que todavía no sabía muy bien cómo sacar al conejo y las palomas de las cestas que había en la chistera. Lo podía hacer cuando no había nadie, pero ahora todo el mundo la miraba y la señorita Pinkerton en particular parecía bastante furiosa. El señor Gaspard ponía cara de preocupación, Madame Vanish de aburrimiento y la señorita Fisher de engreída.

En ese momento Ruby dio un golpe a las cestas. El conejo salió de debajo de la mesa y se puso a mordisquear la barba del Gran Mago mientras las palomas echaban a volar hacia el techo.

Una vez más Ruby se encogió de miedo, haciéndose cada vez más pequeña. Lo único que podía hacer era decir la verdad, pensó.

—¡Yo no puedo hacer magia! —exclamó—. Todo esto es un error. Sé leer y escribir, pero no sé hacer magia. Mis padres eran magos, pero yo no.

Y en ese momento una caca de paloma aterrizó en el hombro del Gran Mago. El hombre se quedó mirando a Ruby y se puso pálido.

—¿Quién es esta niña? —preguntó señalándola.—Ruby Genie —contestó consternada la señorita Pinkerton—. Pero no se

preocupe, Gran Mago, que la niña está en buenas manos.

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Las cosas no podían haber salido peor. El Gran Mago estuvo mirándola fijamente un buen rato y luego se marchó sin decir palabra. La señorita Pinkerton se llevó a Ruby a empujones a su despacho.

—¿Cómo es posible que dos magos tan buenos como tus padres tuvieran una hija tan tonta? —gritó, poniéndose colorada de rabia—. Me has decepcionado, jovencita, y has hecho quedar mal a todo el colegio —chilló por encima del estruendo ensordecedor de los relojes—. Si por mí fuera, te echaría en este preciso instante, pero por desgracia no puedo enviarte a ninguna parte, de manera que de momento tendrás que quedarte aquí, trabajando en la cocina.

—Tampoco es tan grave —comentó Lily más tarde, intentando animarla.—¿Ah, no? ¿Y cómo es eso? —replicó Ruby abatida—. No sé hacer magia, he

puesto furioso al Gran Mago, lo más seguro es que cierren el colegio, tengo que trabajar en la cocina y encima no creo que pueda recuperar mi lámpara ni mi varita.

—Si el colegio cierra, puedes venirte a mi casa —ofreció Lily—. Seguro que mis padres lo solucionan todo.

—Gracias.—Ya verás como se arreglan las cosas —insistió Lily para darle ánimos.

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Lo que pasó a continuación fue una buena sorpresa, tanto para Ruby como para la señorita Pinkerton. Por lo visto Ruby tenía un tío. Era un hombre grandote y alegre que parecía un actor deseando hacer teatro.

—He buscado a mi sobrinita por las cuatro esquinas del mundo, y resulta que está aquí, escondida en su magnífico colegio —dijo con su potente vozarrón—. Permítame que me presente. Soy el Gran Alfonso, hermano del fallecido señor Genie y devoto tío de Ruby Genie.

Pero al ver a Ruby pareció sorprenderse bastante.—¿Me está diciendo, señorita Pinkerton, que esta niña diminuta tiene diez años?

Pues a mí no me parece que tenga más de seis. ¿Qué ha hecho con ella? ¿La ha matado de hambre?

—No, no, qué va —respondió la señorita Pinkerton muy nerviosa—. Ruby se ha encogido ella sola. Le aseguro que nosotros no hemos hecho nada. Pero vamos, nada de nada.

—Ay, pobrecita Ruby. Dime, ¿qué te han hecho?Ruby no sabía muy bien qué decir. La señorita Pinkerton la estaba mirando con

muy mala cara.—No importa —dijo Alfonso—. Olvida el pasado. Tenemos todo el futuro por

delante. —Se interrumpió un momento y luego añadió—: La lámpara. ¿Dónde está la lámpara?

—¡Ah, no! —saltó la señorita Pinkerton muy ofendida—. Ruby nos ha causado tantos problemas y tantos gastos, que nos quedaremos esa lámpara como pequeña compensación.

Alfonso se puso muy serio.—¡No le recomiendo que me tome usted el pelo, señora! ¡La lámpara de mi

hermano a cambio de una plaza en su colegio! ¿Es que se ha vuelto loca? ¡Esa lámpara no tiene precio! —exclamó, rodeando a Ruby con el brazo—. Tiene un valor incalculable para nosotros, su única familia.

La señorita Pinkerton se dio de pronto por vencida y le entregó la lámpara. En cuanto Alfonso la tuvo en las manos, se le animó un poco la cara. Agitó los brazos y la lámpara desapareció dentro de su abrigo. Ruby estaba maravillada.

—La varita de mi madre —susurró.La señorita Pinkerton se dio cuenta de que se había encontrado con la horma de

su zapato, de modo que se dirigió a su mesa y entregó también la varita, que en un abrir y cerrar de ojos desapareció también.

—¿Cómo lo has hecho? —preguntó Ruby, que estaba muy impresionada.—Eso luego, cariño, más tarde. —Entonces Alfonso hizo una reverencia delante

de la señorita Pinkerton y le besó la mano—. Espero, mi querida señora, que con algunas clases particulares, Ruby no tardará en recuperar su plaza en Grimlocks.

La señorita Pinkerton no estaba tan segura, pero cuando fue a expresar sus dudas en voz alta la interrumpió el ruido de los relojes, que empezaron a dar las doce.

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—¿Ese rugido que oigo es que se acerca una tormenta o que tienes hambre? —preguntó Alfonso alegremente mientras se alejaban de Grimlocks en el coche.

—Es mi estómago —contestó Ruby—. Hace mil años que no como nada.—Pues entonces ha llegado la hora de merendar.Pararon en una pequeña cafetería y Alfonso pidió un plato enorme de huevos

revueltos, té, tostadas, bollos, mermelada, nata y una fuente de pasteles.—Come, come, preciosa. Si quieres pedimos más.Ruby todavía no sabía qué pensar de su nuevo tío. Parecía bastante simpático,

pero también sabía que tenía mal genio, por cómo se había comportado con la señorita Pinkerton. Claro que la señorita Pinkerton se lo merecía. Lo más importante era que habían recuperado la lámpara y la varita, así que las cosas tampoco iban tan mal, ¿no?

—No te pareces en nada a mi padre —comentó Ruby por fin, sintiéndose muy valiente.

—No, mi querida niña. Éramos tan diferentes como la noche y el día. Ay, tu padre era la gran estrella. Yo no tenía tanto talento, ni mucho menos. Sin embargo, y aunque me esté mal el decirlo, ahora soy un mago que vale lo suyo.

—Mi padre nunca me habló de ti.—Sí, se me rompe el corazón al pensar en cosas tan tristes, pero cuando tu padre

y yo éramos pequeños nos peleábamos mucho, como hacen todos los niños. Lamento decir que estaba celoso de él. Y aunque me he arrepentido toda mi vida, el caso es que al final nos separamos y yo juré que no volveríamos a vernos. Pasaron muchísimos años y muchísimas cosas... Cuando me enteré de su trágico fin, se me partió el corazón.

Alfonso sacó un enorme pañuelo de lunares y se sonó la nariz con gran estrépito. La cafetería se quedó en silencio y todo el mundo se volvió a mirarlo.

—¿Ves, preciosa? Todo el mundo reconoce al Gran Alfonso. —A partir de entonces sólo puso interés en hablar de sí mismo, un tema del que sabía mucho.

A primeras horas de la tarde llegaron a Fizzlewick. Ruby se quedó encantada al ver que Alfonso vivía encima de una tiendecita de magia. El escaparate era de lo más interesante, con un montón de cajas, libros, capas y sombreros.

Encima de la puerta había un cartel que chirriaba con el viento:

ALfONsoeCHIzOS Y MAjIA

—Perdona —dijo Ruby—, ¿por qué pone en el cartel...?—Magnífico, ¿verdad? Lo pinté yo mismo. Le compré la tienda a un mago

amigo mío, porque una galleta de la fortuna me presagió: «La puerta de tu futuro está en un sótano.» Me encantan los acertijos, ¿sabes?

Ruby le miró perpleja.—¿Y por qué compraste la tienda, si tu futuro está en un sótano?—Bueno, mi amigo ya estaba harto de la tienda —contestó Alfonso—. Por lo

visto había una puerta en el sótano que no se abría, y él estaba convencido de que detrás había un gran secreto. Lo intentó todo, pero no hubo forma de abrirla, hasta que al final se dio por vencido, se jubiló y se marchó a la costa. En cuanto le oí mencionar una puerta y un sótano, supe que tenía que comprar la tienda. ¡No hay que subestimar jamás una galleta de la fortuna! —dijo muy solemne.

—¿Y has conseguido abrir la puerta del sótano?

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—Creo que por hoy ya has preguntado bastante, preciosa —replicó él, un poco irritado. Ruby no se atrevió a decir nada más.

Y así fue como se encontró viviendo encima de una tienda de magia.

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Al principio todo parecía ir bien. Aquello era mucho mejor que vivir en Grimlocks. Alfonso no podía ser más generoso. El primer día se la llevó de compras a los almacenes de hechizos y maravillas, y haciendo grandes aspavientos eligió un vestido nuevo para ella.

—No puedes seguir llevando ese uniforme, cariño. No pega nada con la decoración.

Ruby se estuvo probando ropa un buen rato, hasta que Alfonso encontró un atuendo que le gustaba, un vestido de color rosa con un lazo enorme.

—Ahora sí pareces mi sobrina, preciosa.A Ruby no le gustaba nada su uniforme del colegio, pero el vestido rosa le

parecía todavía más espantoso. Intentó decírselo a su tío, pero Alfonso no le hizo caso. Estaba pensando que era un actor genial y que había interpretado a la perfección el papel de tío cariñoso y generoso, lo cual, por supuesto, no podía estar más lejos de la verdad.

Alfonso había seguido la carrera del señor Genie y su esposa Myrtle con auténtica envidia. Había visto las cosas tan sorprendentes que sucedían cuando la encantadora señora Genie movía su varita, había visto cómo el público aplaudía maravillado cuando el señor Genie sacaba su lámpara. De modo que cuando se enteró de que habían muerto, pensó que había llegado su oportunidad. ¡Cómo cambiaría su vida si pudiera echarle el guante a la varita y la lámpara! Él también se convertiría en un gran mago. Sería el Gran Alfonso.

Alfonso estaba dispuesto a invertir los ahorros de toda su vida en la varita y la lámpara, pero entonces se enteró de que estaban en poder de la única hija de los Genie, es decir, Ruby. ¡Ni siquiera sabía que los Genie tuvieran una hija! Seguro que tenía grandes poderes mágicos, y que por eso la habían mantenido en secreto. Pero él necesitaba la lámpara y la varita mucho más que Ruby...

Por eso decidió hacerse pasar por el tío de Ruby y llevársela del colegio Grimlocks. Y todo había salido a las mil maravillas. La señorita Pinkerton, la vieja bruja, se lo había creído todo a pie juntillas. Ahora Alfonso tenía a Ruby y, lo que era más importante, también tenía la lámpara y la varita. Y ya no pensaba perder más tiempo.

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Ruby no entendía qué había hecho mal. Alfonso era como un actor que se hubiera quitado el disfraz. Ya no era el tío amable y generoso que quería lo mejor para su sobrinita. No, ese Alfonso había desaparecido de golpe y ahora sólo quedaba un hombre de muy mal genio que daba miedo. Era evidente para Ruby que aquél no era su tío.

—Ya está bien de hacer teatro —dijo Alfonso—. Es hora de que te ganes la vida.Sacó la lámpara y la varita de la caja fuerte y las colocó con mucho cuidado en

la mesa. Apenas podía contener los nervios.—Ahora enséñame los misterios de la lámpara —ordenó, frotándose las manos

lleno de codicia.Ruby se lo miró, sorprendida.—No sé a qué te refieres.Alfonso se echó a reír.—¡Muy graciosa! Bueno, si quieres empezar enseñándome cómo funciona la

varita, ya hablaremos de la lámpara más adelante.—Pero si yo no sé nada, de verdad. No eran mías, eran de mis padres —contestó

Ruby, muy preocupada al ver la cara de Alfonso.—¡Eso ya lo sé, idiota! Por eso las quería. Tú tienes que saber cómo funcionan.

¿Por qué si no iban a dejártelas tus padres?—No lo sé —contestó Ruby, a punto de echarse a llorar.—Vaya, qué conmovedor. Unas lagrimitas. ¡Ya está bien de tonterías! —

exclamó, poniéndose cada vez más colorado.—Me gustaría ayudarte, pero no se me da bien la magia. —A Ruby le temblaban

las piernas.—¡Estás jugando con el Gran Alfonso! ¡Y no te recomiendo que me tomes el

pelo! ¿Tú crees que habría invertido tanto en ti si se me hubiera pasado por la cabeza que no sabes utilizar la lámpara ni la varita? —preguntó, furioso—. ¡Venga, no te quedes ahí de brazos cruzados! ¡Frota la lámpara!

Ruby frotó la lámpara con todas sus fuerzas, pero no pasó nada.—Lo siento —murmuró, con la cara llena de lágrimas.Alfonso lanzó una cruel carcajada. Ruby intentó agitar la varita, pero no pasó

nada, sólo que estaba tan asustada que empezó a encogerse.Alfonso la miró un poco sorprendido.—¡Ahora verás lo que pasa cuando el Gran Alfonso se enfada!Ruby se llevó un susto al ver lo mucho que se había encogido. Como ahora

apenas era más alta que la mesa, tuvo que subirse a una silla para intentarlo otra vez. Frotó la lámpara, y nada. Sólo vio en ella el reflejo de su cara asustada.

Alfonso se había puesto de color morado y parecía que se le iban a salir los ojos de las órbitas en cualquier momento.

—Esto es demasiado. ¡Me estás tomando el pelo! —gritó, dando una patada en el suelo.

«¡Ay, Dios mío! —pensó Ruby—. Me estoy encogiendo otra vez.»—¿Tú te crees que yo, el Gran Alfonso, me habría esforzado tanto fingiendo ser

tu tío y malgastando dinero contigo si llego a saber que eres una inútil, una niña idiota que no sirve para nada?

Entonces se interrumpió y se la quedó mirando. Ruby se había encogido tanto que sólo medía veinte centímetros.

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—¡Ya ves cómo puedo encantar a las niñas desobedientes! —gritó—. ¡Eres una inútil!

Y con estas palabras, metió a Ruby en un bolso viejo que tenía por allí y lo cerró. Ruby se quedó a oscuras.

—¡Los trastos inútiles van a la basura! —exclamó Alfonso, y tiró el bolso por la ventana.

Ruby salió volando por los aires, tropezó con algo en la oscuridad, se hizo un arañazo en la rodilla y se dio un golpe en la cabeza. Entonces el bolso cayó al suelo y Ruby se desmayó.

En ese momento salía de la tienda una señora que había entrado a comprar un juego de magia. Al ver el bolso que caía del cielo, se agachó rápidamente a cogerlo y miró por si era de alguien.

—¿Es suyo esto? —le preguntó a Alfonso, que estaba cerrando la ventana.—No, señora. ¿Para qué iba a querer yo un bolso?—Qué bien —dijo doña Sombrero (que era el nombre de la señora)—. Debe de

ser mi día de suerte. Este bolso me vendrá de perlas.Y eso que doña Sombrero no se imaginaba lo que encontraría allí dentro.

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Cuando Ruby se despertó no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba metida en el bolso. Había perdido la noción del tiempo. Lo único que sabía era que tenía miedo y hambre. Tal vez se habían olvidado de ella y estaba en un estante de la tienda de magia. Pasarían años antes de que a alguien se le ocurriera mirar dentro del bolso, y entonces sólo encontrarían un esqueleto diminuto.

Ruby se echó a llorar. Aquello era horrible. Mucho peor que quedarse huérfana, mucho peor que Grimlocks, mucho peor que estar con Alfonso.

Pero de pronto el bolso se abrió y Ruby vio la luz del día y un montón de bragas colgadas en un tendedero.

Doña Sombrero estaba muy contenta. No todos los días le regalan a una un bolso, pensaba, aunque el bolso hubiera caído del cielo.

—Con una buena limpieza —se dijo mientras sacaba un trapo—, quedará como nuevo.

Es difícil saber quién se llevó el susto más gordo, doña Sombrero o Ruby. Lo que Ruby vio fue una cara redonda y bonachona y lo que vio doña Sombrero le hizo pegar un buen salto. No todos los días se encuentra una a una niña diminuta en un bolso.

La suerte de Ruby estaba a punto de cambiar, porque no podía haber caído en mejores manos.

Doña Sombrero vivía en un pisito llenísimo de objetos, colores y flores, todo colocado sin orden ni concierto, pero de manera que la casa quedaba cálida y acogedora. Por primera vez en su vida, Ruby se sintió segura.

Se sentaron a merendar en la cocina, Ruby en una silla de muñecas y con una tacita y un plato diminutos. Doña Sombrero le preparó unas tostadas pequeñitas y una tarta.

Ruby ya se sentía mucho mejor. Le contó a doña Sombrero sus aventuras y le explicó cómo había acabado dentro del bolso. La mujer se quedó horrorizada cuando Ruby le habló de Alfonso y de cómo se la había llevado de Grimlocks. ¿Pero en qué estaba pensando la señorita Pinkerton? ¿Cómo se le había ocurrido dejar que aquel espantoso mago se llevara a Ruby? ¡Pero bueno! ¿Hasta dónde había llegado el mundo de la magia?, eso le gustaría saber.

—No creo que vuelva a ver la lámpara de mi padre o la varita de mi madre —suspiró Ruby con tristeza—. Ojalá fuera una maga tan buena como ellos, pero lo único que sé hacer es leer, y eso no sirve de mucho.

—¡Sabes leer! ¡Ay, cariño, eso sí que es magia! —exclamó doña Sombrero, impresionadísima—. Yo nunca he podido aprender.

—¿De verdad?—Sí, sí. Saber leer vale mucho más que todas las lámparas y las varitas del

mundo. Si yo supiera leer, podría haber encontrado un trabajo cuando perdí la magia.—¿Cómo dice? —preguntó Ruby.Doña Sombrero se echó a reír.—Es verdad, todavía no me he presentado como es debido. Soy doña Sombrero,

una maga para niños. —Entonces señaló una preciosa colección de sombreros colgados de la pared—. De ahí me viene el nombre, de los sombreros tan bonitos que llevaba antes. Cuando era un poco más joven, siempre me llamaban para las fiestas infantiles pero, no sé por qué, un día perdí la magia. Y ahora me dedico a realizar cualquier trabajo que me sale.

—Qué pena —dijo Ruby—. ¿Y qué piensa hacer?

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—Pues haré lo que pueda con mi chaleco de bolsillos —contestó doña Sombrero alegremente—. Mañana me han contratado para ir a una fiesta, porque Cecil, el hombre serpiente, se ha puesto enfermo. Pero tengo la sensación de que ahora que te he conocido, Ruby Genie, puede que las cosas me vayan mejor.

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Esa noche Ruby durmió en la habitación de doña Sombrero, dentro de una casita de muñecas, en una cama de hierro forjado con el colchón y las almohadas de plumas. Y antes de dormirse le estuvo leyendo a doña Sombrero el cuento de Aladino. Por primera vez desde hacía siglos se sentía feliz.

Al día siguiente el sol entraba por las ventanas y la luz resplandecía en toda la casa. Doña Sombrero estaba preparando tortitas para desayunar. Había puesto una mesa diminuta con platitos y cubiertos de juguete y, en el centro, un ramo de flores de cristal.

Después de desayunar doña Sombrero sacó para Ruby una caja llena de vestidos de muñecas.

—Tengo cajas y cajas de cosas diminutas que no servían para nada. ¡No me preguntes por qué! Es que me encanta coleccionar cosas de muñecas —explicó la mujer echándose a reír—. Supongo que en el fondo sabía que algún día te encontraría.

Ruby odiaba la ropa que Alfonso le obligaba a llevar, de modo que se puso a mirar contentísima entre las cajas de doña Sombrero. Por fin escogió un gorro del que colgaban varias campanillas y que tenía cosida una cucharilla diminuta, unos pantalones muy holgados y una blusa muy bonita cubierta de estrellas. Parecía que lo hubieran hecho para ella.

—¡Pero qué guapa estás! —exclamó doña Sombrero—. Pareces una auténtica maga.

Esa tarde Ruby fue con su nueva amiga a la fiesta infantil. La mujer se había pasado un buen rato limpiando el bolso de Ruby y sacando las cáscaras viejas de naranja que había dentro. Lo había dejado reluciente por dentro y por fuera. Ruby viajaba muy cómoda, sentada en una butaca de muñecas. Tenía una linterna para ver en la oscuridad y una escalera para poder asomarse fuera.

La fiesta se celebraba en una mansión de Canal Street. Una señora muy nerviosa salió a recibir a doña Sombrero.

—Ah, hola. ¡Menos mal que ha llegado! Las niñas ya se han cansado de todos los juegos, están organizando un jaleo de espanto y quieren más diversión antes de la merienda. Cuando doña Sombrero entró en el salón, donde habían montado un escenario, se le acercó una niña con un vestido rosa de volantes. Parecía un caramelo con piernas.

—Aquí está Charlotte. Hoy es su cumpleaños y es la anfitriona de la fiesta —dijo la madre, bastante aturdida—. Charlotte, saluda a doña Sombrero.

—¡Ay, mamá! —exclamó la niña disgustada—. Te dije que quería al Hombre Serpiente, el que tuvo Miranda en su fiesta. ¡Hasta le dejó tener en la mano una tarántula!

—Pero, bonita, si ya sabes que está enfermo. Ha sido una suerte que doña Sombrero pudiera venir.

Charlotte dio una patada en el suelo.—¡Yo no quiero a doña Sombrero! ¡Es sólo para niños pequeños! —Y la niña se

marchó del salón dando un portazo. Su madre soltó una risita nerviosa.—Es que está muy nerviosa con la fiesta. Ya sabe cómo son los niños. Se pasan

todo el año esperando este día y quieren que todo salga bien.Una vez a solas, doña Sombrero se puso a organizar sus cosas y abrió el bolso

para que Ruby se asomara. En un momento la sala se llenó de ruido, de risitas y de niñas vestidas de fiesta.

—A mi cumpleaños vino un tragasables —dijo una que llevaba un lazo rosa.

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—Eso no es nada —contestó otra niña gordita vestida de azul—. En el mío había un faquir. Se tumbó en un colchón de clavos y yo me subí encima de él y cuando se levantó tenía las marcas de los clavos en la espalda.

Doña Sombrero intentó llamar su atención con algunos trucos, pero nadie parecía muy interesado en ella. Ruby se había encaramado a la escalera para ver lo que pasaba y la verdad era que doña Sombrero no lo hacía muy bien que digamos.

—¡Yo sé cómo se hace eso! —gritó una niña. Los padres de Charlotte estaban hechos un manojo de nervios. Las niñas se aburrían y con el ruido que hacían y los gritos que daban, aquello era un auténtico guirigay.

—A mí me saldría mejor —comentó el padre, un poco enfadado.—Con tan poco tiempo de antelación no he podido encontrar a nadie más —

saltó la madre.Charlotte se echó a llorar.—¡Es el peor cumpleaños de mi vida! —sollozó.Su madre se volvió desesperada hacia doña Sombrero.—Haga algo, por el amor de Dios, cualquier cosa —gimió.

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Lo que pasó a continuación no sólo hizo callar a los niños, sino que fue una sorpresa incluso para doña Sombrero. Ruby, que seguía en el bolso, tenía tantas ganas de ayudar a su amiga que se sentía a punto de explotar. No podía soportar aquella situación. Estaba claro que a las niñas no les gustaba nada el espectáculo y a doña Sombrero se le saltaron las lágrimas cuando empezaron a reírse de ella. ¡Ruby no podía permitir que se burlaran de su amiga! Si pudiera hacer algo para ayudar, cualquier cosa, como hacer aparecer un montón de caramelos...

Ruby cerró los ojos y se concentró. Entonces sintió un hormigueo por todo el cuerpo y se dio cuenta de dos cosas: primero, que la sala se había quedado en absoluto silencio, y segundo, que estaba realizando el primer truco de su vida.

Las niñas se quedaron mirando los primeros caramelos que salieron disparados del bolso, pero cuando doña Sombrero apoyó el bolso sobre la mesa, dejaron de aparecer. Es muy difícil hacer aparecer caramelos cuando a una la bambolean de esa manera.

—¡Queremos más! ¡Queremos más! —gritaron las niñas.Entonces una fuente de caramelos de todos los colores salió del bolso, como si

fueran fuegos artificiales.Cuando terminó el espectáculo, doña Sombrero estaba tan atónita que no sabía ni

qué decir.Todo el mundo gritaba y aplaudía.—¡Más! ¡Más!Doña Sombrero miró en el bolso y Ruby sonrió de oreja a oreja. Estaba

empezando a aparecer una tarta de cumpleaños.—¡Y ahora mi número final! —se apresuró a decir, y apenas tuvo tiempo de

terminar la frase antes de que saliera flotando la tarta del bolso. Doña Sombrero la atrapó con gran aplomo, porque eso de cazar cosas en el aire se le daba muy bien.

Después del pastel salió del bolso una lluvia de velas encendidas que formaron las palabras «feliz cumpleaños» en el aire y a continuación se clavaron como dardos en la tarta.

—¿Cómo has hecho eso? —preguntó Charlotte.Doña Sombrero se echó a reír.—El secreto está en el bolso.A partir de ese momento la fiesta fue todo un éxito. Al final, Charlotte se acercó

a doña Sombrero, un poco avergonzada, y le dijo que había sido el mejor espectáculo de magia que había visto en su vida. Todos sus amigos querían que acudiera a sus fiestas. De hecho, los padres de Charlotte estaban tan contentos, que pagaron más de lo convenido.

Esa noche Ruby y doña Sombrero volvieron a casa en taxi.

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Las semanas siguientes transcurrieron entre un torbellino de fiestas. Ruby se lo pasaba en grande. Le encantaba esconderse en el bolso, donde nadie la veía, porque así tenía valor para hacer magia.

Al principio sólo podía hacer aparecer caramelos y tartas. A doña Sombrero no le hubiera importado nada que no pasara de ahí, porque a los niños les encantaba, pero tenía la sensación de que eso era sólo el principio.

Ruby se había dado cuenta de que por lo general podía hacer aparecer cualquier cosa mientras tuviera en la mente una imagen clara de lo que quería. El objeto salía flotando del bolso, al principio sin forma ninguna, pero enseguida se iba convirtiendo en lo que Ruby se estuviera imaginando.

Los niños del público no sabían nada de Ruby. Lo único que veían era que doña Sombrero movía la varita y que de su bolso empezaban a salir cosas increíbles. La verdad era que doña Sombrero nunca sabía muy bien qué se le iba a ocurrir a Ruby, o si lo que aparecía iba a durar mucho o se desvanecería enseguida en una nube de humo de colores.

La magia de Ruby era más poderosa cada día, y ella se iba sintiendo cada vez más segura. Tuvieron algunos problemillas, claro, como la vez que se imaginó una serpiente con doscientas patas y todos los niños salieron corriendo despavoridos. Los padres se echaron a reír bastante nerviosos y parecieron muy aliviados cuando la serpiente desapareció. Pero a doña Sombrero no le importó nada. Eso era lo que a Ruby más le gustaba de ella, que hiciera lo que hiciese, cuando volvían a casa doña Sombrero siempre le decía:

—¡Vaya! ¡Ha sido increíble! ¡Eres la mejor maga del mundo!A doña Sombrero se le había ocurrido la genial idea de coser un compartimento

secreto en el bolso, donde Ruby se podía esconder. El número final del espectáculo consistía en que doña Sombrero alzaba el bolso para que todos los niños vieran que estaba vacío. Nadie sabía de la existencia de Ruby, y a las dos les parecía perfecto así.

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El bolso mágico de doña Sombrero se estaba convirtiendo en la comidilla del pueblo. Ahora no sólo los niños querían ver su espectáculo, sino que empezaron a llegar ofertas de todo el mundo: querían que actuara en la ópera de París, en el Metropolitan de Nueva York, en el Covent Garden. Y todo el mundo estaba dispuesto a pagar una fortuna con la que doña Sombrero no había soñado jamás. Se estaba convirtiendo en toda una estrella. Su foto apareció en la primera plana del Mundo de Magia, con un titular que rezaba:

DOÑA SOMBRERO, ¡LA MAGA MÁS SORPRENDENTE DE LA HISTORIA! ¿O EL SECRETO ESTÁ EN EL BOLSO?

Todo el mundo quería saber cuál era el truco y, sobre todo, ¿cómo una maga de tercera categoría, como era doña Sombrero, se había convertido de la noche a la mañana en una bruja tan poderosa?

Pero las cosas se les estaban escapando un poquito de las manos. Era como ganar la lotería, sólo que mejor... aunque también un poco más inquietante.

Doña Sombrero estaba preocupada, y con razón, porque con tanto alboroto tarde o temprano acabarían llamando la atención de cierta persona, y esa cierta persona no tardaría en averiguar cuál era el secreto del bolso mágico. Y entonces Ruby correría un gran peligro.

Pero Ruby, con todo el torbellino que las rodeaba, no tenía ni idea de las preocupaciones de doña Sombrero. Le encantaba estar con ella y descubrir las maravillas de la magia. Nunca había sido tan feliz. Ya ni siquiera le preocupaba pensar a qué se debía la magia, si a ella o al bolso. Doña Sombrero tenía razón: eso no importaba.

Sin embargo, ahora que les habían pedido que actuaran en grandes teatros, Ruby pensó que había llegado el momento de ver si podía volar. Al fin y al cabo, sus padres habían volado. Ella llevaba toda la semana practicando, y era una suerte que doña Sombrero fuera tan hábil atrapando cosas en el aire, porque si no Ruby se habría dado bastantes batacazos.

Se pasaba las horas tirándose del borde de la mesa, convencida de que acabaría desafiando la ley de la gravedad y volaría, pero no llegó a conseguirlo. Seguro que se equivocaba en algo. Su padre salía de su lámpara como un auténtico genio. Su madre también volaba muy bien, aunque nunca lo hizo en público. «Eso de volar es una cosa un poquito exagerada —decía—, y queda fuera de lugar en un salón.» ¿Y si Ruby tuviera la lámpara de su padre? ¿Sería entonces capaz de flotar?, se preguntaba. ¿Podría volar si recuperase la varita de su madre? ...

No pasó mucho tiempo antes de que el gran Alfonso viera las fotografías de doña Sombrero y su famoso bolso. Al principio no les hizo mucho caso. Los rumores eran demasiado rocambolescos para prestarles atención. Sabía que doña Sombrero era una inútil en cuestiones de magia. Aquello tenía que ser un error, eso seguro. ¡Pero si el otro día hasta la habían visto hablando con su bolso!

—Está como una cabra —se burlaba Alfonso. Claro, que eso fue antes de ver las fotos de los periódicos.

La risa de Alfonso se convirtió en rabia. ¡Aquél era su bolso, eso seguro! Y la que hacía la magia tenía que ser Ruby Genie. ¡Cómo se atrevía aquella niñata a gastarle esa jugarreta a él, el Gran Alfonso! Tenía que recuperarla, y esta vez Ruby le obedecería, vaya que sí. Conseguiría que la lámpara funcionase, aunque fuera lo último que hiciera en la vida.

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La señorita Pinkerton tenía uno de sus raros momentos de buen humor. El Gran Mago había dicho que quería hacer otra visita al colegio. Por lo visto se había quedado muy impresionado la última vez que estuvo allí. La señorita Pinkerton ronroneaba de pura satisfacción. «Gracias a Dios —pensó—, que me he librado de Ruby Genie, que no daba más que problemas. ¡No entiendo cómo se me ocurrió darle una beca!» La señorita Fisher tenía razón, probablemente la niña se había echado a perder de tanto leer. Pero en fin, por suerte ya se habían librado de ella. Lo importante era que el Gran Mago estaba muy contento con el talento que habían mostrado los alumnos de Grimlocks. Seguro que quería volver para felicitarlos.

Pero por desgracia, la señorita Pinkerton se llevó una sorpresa muy desagradable.

El Gran Mago se puso hecho una auténtica furia cuando la señorita Pinkerton le explicó contentísima que Ruby Genie ya no estaba en el colegio. Se enfadó tanto que parecía a punto de explotar de rabia y por un momento la directora temió que acabara convirtiéndose en un sapo.

—¿Qué es lo que ha hecho? —gritó el mago—. ¡Yo creía que estaban cuidando de ella! ¡Pero no! ¿Por qué ha permitido que se marchara con un completo desconocido que decía ser su tío? ¿Pero cómo demonios se le ocurrió semejante estupidez?

La señorita Pinkerton se quedó de piedra.—Pero, pero... a mí me pareció un hombre muy agradable. Ruby tiene suerte de

contar con un tío tan cariñoso.—Señorita Pinkerton —replicó el Gran Mago, intentando contener su

indignación—, ¿se da cuenta de lo que dice? ¿Ha dejado usted que una huérfana de diez años se marche con ese hombre sólo porque aseguró que era su tío y parecía simpático?

La señorita Pinkerton le miró preocupada.—Yo pensé que era lo mejor, puesto que a la niña se le daba tan mal la magia y

siempre andaba con la nariz metida en un libro.Apenas había terminado de hablar cuando el Gran Mago lanzó un gruñido.—¡Eso pensó usted, eh! Pues que el cielo nos libre de sus lamentables

deducciones. ¿Se llevó ese hombre la lámpara y la varita?—Sí —confesó la señorita Pinkerton un poco avergonzada—. Aunque intenté

sugerir que debíamos quedárnoslas nosotros para pagar la matrícula de Ruby.El Gran Mago alzó las cejas con gesto incrédulo.—¿Ah, sí? A ver si lo entiende usted: Ruby no tenía tíos. Ese hombre quería

llevársela porque entendió una cosa que usted no ha querido ver, que Ruby está destinada a ser uno de los grandes genios de nuestra época.

—Pero, Gran Mago —protestó débilmente la directora—, cuando vino usted el otro día pareció muy decepcionado con Ruby.

—Todo lo contrario, señorita Pinkerton —contestó él muy despacio, como si hablara con una niña de tres años no particularmente lista—. Me llevé una sorpresa al verla aquí. Y hoy he vuelto para ver cómo le iba. ¿Y qué es lo que me encuentro? ¡Que Ruby ya no está!

La directora ya no sabía qué decir.—¿Está seguro de que hablamos de la misma niña? —preguntó por fin,

intentando ver el lado positivo de las cosas—. Vaya, que a lo mejor la está usted confundiendo con su amiga Lily...

—No, no la he confundido con nadie. Si no me equivoco, Ruby Genie era la niña que intentó sacar un conejo de una chistera, ¿no es así?

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—Sí —contestó la directora, hinchando un poco el pecho—. Y falló.—Es verdad, no consiguió sacar ni un mísero conejo de una chistera, pero hizo

algo muchísimo más increíble: ¡Encogió de tamaño!La señorita Pinkerton se dejó caer en una silla. Se había puesto muy pálida.—Dios mío. Y yo no le di ninguna importancia. Vaya, que no era la primera

vez... —Su voz quedó acallada cuando los relojes se pusieron a dar la hora. El Gran Mago alzó la mano con el ceño fruncido y la habitación quedó en silencio.

—Ya —dijo—. Ni siquiera sus padres, con lo estúpidos y frívolos que eran, se dieron cuenta de que su hija iba a ser una de las mejores magas de nuestra era. A mí me impresionó mucho que usted hubiera encontrado a una niña tan dotada. Ni siquiera en la Academia Wizodean supieron reconocer su talento. Y yo que pensaba que la había subestimado a usted. Cuando me aseguró que la niña estaba en buenas manos, me quedé incluso más contento.

—¡Ay Dios mío! —gimió la señorita Pinkerton—. ¿Pero qué he hecho?—Desde luego. ¿Tiene usted idea de lo poderosa que es esa lámpara? Cuando

despierten sus poderes, Ruby podría quedar atrapada en ellos para siempre. Y todo por su lamentable estupidez. Ruby Genie corre un grave peligro.

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El plan era tan sencillo que el Gran Alfonso sonrió. Sería como quitarle un caramelo a un niño.

Doña Sombrero acababa de terminar su espectáculo de magia en una casa de Market Street y, como siempre, había un montón de gente esperándola para que les firmara un autógrafo. Fue entonces cuando el Gran Alfonso intervino.

—Señora, ese bolso es mío —dijo en voz alta.Doña sombrero no le hizo ni caso, pero Alfonso no se desanimó ni un poco.—Señora, se lo digo a usted. Ese bolso es mío. Me lo ha robado.La multitud soltó una exclamación. Doña Sombrero parecía bastante aturullada.—Quiero que me devuelva mi bolso. —Y diciendo esto Alfonso agarró el bolso

y echó a andar tan campante. Doña Sombrero se quedó de una pieza.—¡Eh! ¡Venga usted! ¡No tiene derecho a quitarme el bolso!La gente salió corriendo detrás de Alfonso, hasta que un hombretón le arrebató

el bolso y se lo devolvió a doña Sombrero.—Ay, muchas gracias —dijo ella con gran > alivio. Alfonso la miró furioso.—Yo, el Gran Alfonso, la acuso de ser una ladrona —afirmó.—Eso es una tontería —replicó doña Sombrero.—Oiga, ésas no son maneras de dirigirse a una dama —intervino un caballero.—Desde luego —apuntó otro.—¡Muy bien! —exclamó el hombretón que le había arrebatado el bolso—. Esto

tiene una solución muy sencilla. Que lo decida el juez.La juez se quedó muy sorprendida al ver que entraba tantísima gente en su sala.

Pero todavía se sorprendió más cuando Alfonso aseguró que aquel bolso tan famoso había sido suyo.

—Ha acusado usted a doña Sombrero de robar este bolso. ¿Quiere contarle al tribunal cómo sucedió el hecho?

—Será un placer.El Gran Alfonso se hinchó. Por fin era la estrella del espectáculo, el centro de las

miradas. ¡Qué alegría!—Esa mujer —explicó con voz dramática— me robó el bolso justo cuando yo

había terminado con un truco especial de magia que consistía en meter un genio dentro. —Alfonso hizo una pausa y suspiró—. Como se imaginan, me había quedado agotado después de tanto esfuerzo. Dejé el bolso en la repisa de la ventana y por desgracia una ráfaga de viento lo tiró a la calle. ¡Entonces lo robó esa mujer! Yo le pedí, no, en realidad le supliqué que me lo devolviera, pero ella salió corriendo. Quise seguirla, pero para cuando llegué a la calle, había desaparecido. —Alfonso se sonó la nariz con gran estrépito y se enjugó los ojos—. Esa mujer ha robado al Gran Alfonso su fama y su fortuna. Yo le aseguro que sin mi magia, ese bolso no vale nada.

La sala se había quedado en silencio.—Es una acusación muy seria —dijo la juez—. ¿Qué tiene usted que decir en su

defensa? —preguntó a doña Sombrero.La mujer se puso en pie.—Yo no he robado el bolso. Nunca haría una cosa así. Es verdad que el bolso

salió volando por la ventana de Alfonso y que yo lo recogí. Pero entonces le pregunté si era suyo y él me contestó que no, que qué iba a hacer un hombre con un bolso. Ésas fueron sus palabras exactas. Así que me lo llevé a casa, y el resto es historia.

—El auténtico dueño del bolso sabrá lo que contiene —decidió la juez—. Señor Alfonso, por favor, dígale al tribunal lo que había dentro.

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—Nada —contestó Alfonso con gesto teatral—. Sólo un pequeño genio y todos mis sueños y esperanzas.

La juez miró en el bolso. Allí no había nada. Metió la mano. Nada. Lo volvió del revés. Nada. Ruby estaba muy bien escondida.

—Puede que el bolso contenga sus sueños y esperanzas, señor Alfonso, pero aquí dentro no hay ningún genio —concluyó—. Por lo que yo puedo ver, está totalmente vacío. Señora Sombrero, ¿quiere decirle al tribunal lo que tenía usted en el bolso?

—Pues no mucho, la verdad. Un pañuelo, un monedero, un sombrero y por supuesto un perchero, una mesa, una silla, una tetera, tazas y platos... Ah, y una fuente de pasteles. ¿Y he mencionado los candelabros? Y luego, claro, está mi paraguas, porque nunca se sabe cuándo va a llover. Ah, y casi se me olvida, un estanque con patos. No voy a ninguna parte sin ellos.

—Esto es ridículo. Esta mujer se está burlando de la ley —exclamó Alfonso.La juez abrió el bolso por segunda vez.—Como ya he dicho, aquí no hay nada.—Tiene que haber un error —protestó doña Sombrero—. Estoy segura de que

metí todas mis cosas esta mañana. Ah, no, un momento, puede que se me olvidara el monedero, aunque espero que no.

Ruby llevaba todo el rato escondida en su compartimento secreto, intentando que no notaran su presencia, a pesar de que la juez la había sacudido bastante cuando puso el bolso boca abajo. Pero justo cuando la magistrada estaba a punto de dar su veredicto, un monedero salió volando del bolso.

—Ah, menos mal —dijo doña Sombrero—. Ya decía yo que lo había metido.Al cabo de un instante salieron un perchero, una mesa preparada para la

merienda, una fuente de pasteles, tres candelabros, un estanque lleno de patos y, por fin, un pañuelo enorme que fue directamente al bolsillo de doña Sombrero. El público estalló en aplausos.

En ese momento, cuando estaban a punto de desestimar el caso, irrumpió en la sala la señorita Pinkerton.

—¡Detengan a ese hombre! —gritó a pleno pulmón. Luego se cayó de cabeza al estanque.

La juez se llevó un buen susto.—¡Orden en la sala! —gritaba—. ¡Orden!La señorita Pinkerton, con la boca llena de algas, gritó de nuevo:—¡Detengan a ese hombre! ¡Ha secuestrado a una niña!Y en medio de todo el jaleo, el Gran Alfonso y el bolso de doña Sombrero

desaparecieron.

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Doña Sombrero nunca había estado tan triste. Había perdido a Ruby, la única personita a la que quería. ¿Qué iba a hacer ahora? Y lo más importante, ¿cómo iba a recuperar a Ruby? Tenía que pensar un plan. Había que detener a Alfonso antes de que hiciera algo horrible.

—No hay tiempo de merendar, es hora de ponerse en acción —dijo en la cocina vacía.

—Pues qué pena —respondió una vocecilla—, porque yo tengo mucha hambre.Doña Sombrero no se lo podía creer. Ahí estaba Ruby, en la mesa de la cocina.—¡Ay, cariño! ¡Eres tú! ¿Pero cómo lo has hecho?—Bueno, pues... eché a volar —contestó Ruby encantada—. Tenía tanto miedo

de que Alfonso me secuestrara que me escondí debajo del pañuelo y me concentré con todas mis fuerzas. ¡Y por suerte dio resultado!

Doña Sombrero y Ruby no podían estar más contentas. Se sentaron a merendar una tarta de chocolate mientras discutían lo que iban a hacer.

—¿Por qué crees que se presentó así la señorita Pinkerton? —preguntó Ruby.—Supongo que se sentía culpable por haber permitido que te marcharas con

Alfonso.—¡La muy tonta! —dijo Ruby, echándose a reír—. ¡Mira que caerse así en el

estanque, con todos los patos aleteando a su alrededor! ¡Se lo tiene bien merecido!—No tenía ni idea de que el estanque era tan hondo —replicó doña Sombrero—.

Pero ahora en serio, ¿qué vamos a hacer con Alfonso? En cuanto se dé cuenta de que no estás en el bolso, seguro que viene a buscarte.

—¿Por qué? No puedo hacer que la lámpara ni la varita funcionen.—Me parece que ni la lámpara ni la varita tienen ya importancia. Alfonso te

quiere a ti porque eres una maga fenomenal.Ruby parecía preocupada.—Yo no creo que tenga nada que ver conmigo. Me parece que la magia está en

el bolso.—Vamos a averiguarlo —sugirió doña Sombrero—. A ver si puedes hacer que

aparezcan unos pasteles sin el bolso.Ruby puso todo su empeño, pero no pasó nada.—Es inútil —dijo por fin muy triste.—Pues esto no se queda así. ¿Qué derecho tiene ese payaso a llevarse una cosa

que no es suya? —Doña Sombrero se puso el sombrero y el abrigo—. Iremos a su casa para recuperar el bolso. Y ya que estamos en ello, nos llevaremos también la lámpara y la varita.

Esa tarde, protegidas por la oscuridad, se dirigieron a la tienda de magia de Alfonso. Ruby iba en el bolsillo de doña Sombrero. Por suerte nadie las vio entrar.

La tienda estaba atiborrada de tarros llenos de cosas horribles y máscaras que en la oscuridad parecían raras de verdad. Daba un miedo terrible. Doña Sombrero tropezó con algo e hizo un ruido tremendo, como el estrépito de un trueno.

—¡Vaya por Dios! —susurró—. ¡La hemos hecho buena!Se quedaron en silencio, esperando que se encendieran las luces y apareciera

Alfonso. Pero al final no pasó nada.—La lámpara y la varita están arriba, en una caja fuerte —informó Ruby. Doña

Sombrero encendió una linterna para iluminar el camino.En la habitación de Alfonso parecía que hubiera pasado un huracán. Era evidente

que había sufrido una de sus famosas rabietas, porque todo estaba roto y por los suelos.

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Doña Sombrero recogió el bolso, que estaba bastante maltrecho y vuelto del revés. Luego tropezó con una lámpara tirada en el suelo y la puso encima de una mesa, para no tropezar más con ella. A continuación se puso a buscar la varita.

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—¡Qué escena tan conmovedora! —resonó el vozarrón de Alfonso.Doña Sombrero pegó un brinco hasta el techo y se le cayó la linterna. Alfonso

encendió las luces.—No os mováis. Ahora os he pillado a las dos —dijo, agarrando a Ruby con una

mano—. Vaya, vaya, por lo visto hoy es mi día de suerte.—¡Vaya por Dios! —exclamó doña Sombrero mientras Alfonso la ataba.—Ahora os voy a acusar también de allanamiento de morada, entre otros

muchos delitos —rió Alfonso—. En cuanto a ti —le dijo a Ruby—, tienes trabajo. Y esta vez no creas que lograrás burlarte del Gran Alfonso.

Pero justo entonces se oyeron unos fuertes golpes en la puerta.—¡Maldita sea! ¡No quiero que nadie me moleste!Alfonso bajó al sótano, agarrando firmemente a Ruby con una mano sudada y

con la lámpara en la otra mano. Ruby estaba muerta de miedo. Los pasos de Alfonso resonaban como si el sótano fuera gigantesco. No lejos de allí se oía el chapaleo del agua. ¿Es que pensaba ahogarla?

Alfonso la dejó en un banco de trabajo y puso la lámpara a su lado.—Y ahora, mi querida niña, haz que funcione esa lámpara.Ruby cerró los ojos y se concentró todo lo que pudo, pero no pasó nada.—¡Como no funcione, niña, te aseguro que acabaré contigo! —gritó Alfonso.—No puedo hacer magia sin el bolso —replicó Ruby con valentía, aunque le

temblaban las piernas.Alfonso la agarró de nuevo con fuerza y se la llevó arriba para recoger el bolso.

Los golpes en la puerta eran cada vez más fuertes. No podía perder ni un instante.—Tampoco puedo hacer magia sin doña Sombrero —dijo Ruby.Alfonso no contestó. Desató a doña Sombrero y se la llevó también al sótano.

Ahora además se oían gritos:—¡Abran en nombre de la ley!Alfonso echó el cerrojo de la puerta para que nadie pudiera entrar.—He sido muy generoso, como siempre —dijo—. Incluso he permitido que esta

vieja ridícula te ayude. Así que, por última vez, Ruby, haz que funcione esa lámpara.Pero Ruby no podía. Lo único que consiguió fue que la lámpara volara, pero

Alfonso fue muy rápido. Agarró la bolsa, hecho una furia, y la lanzó contra la puerta del sótano.

En ese momento la puerta empezó a brillar y aparecieron en ella estas frases:

Tierra de las maravillas.Es peligroso pasar.

—¿Qué pone ahí? —gritó Alfonso.—Que es peligroso pasar —contestó Ruby con un hilo de voz.Entonces la puerta se abrió de golpe, dejando entrar una brillante luz dorada, y

delante de ellos apareció un jardín de árboles de cristal, lleno de piedras preciosas que relucían como arcos iris.

—¡Soy rico! —exclamó Alfonso—. ¡Más rico que todos los reyes del mundo! —Y echó a andar hacia la puerta a trompicones, como un borracho.

Pero de pronto se oyó un gemido que parecía proceder del centro de la tierra y una voz más triste que la pena misma dijo:

—No tienes derecho a entrar aquí.

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—Sí que tengo derecho —replicó Alfonso—.Una galleta de la fortuna me dijo que mi futuro estaba en el sótano.Entonces la puerta se cerró de golpe.—¡No! ¡No! —gritó Alfonso dando una patada en el suelo. Entonces se volvió

hacia Ruby—. ¡Ábrela otra vez! ¡Te lo ordeno!—Ruby no sabe abrirla —dijo doña Sombrero.—Tú calla, vieja bruja.Entonces la puerta comenzó de nuevo a brillar, y aparecieron más palabras, esta

vez plateadas. Ruby leyó sorprendida:

Entra, Ruby Genie.Bienvenida.

Los miedos de Ruby se desvanecieron y de pronto la puerta se hizo muy chiquitita, tanto como la niña. Ella giró el pomo y la puerta se abrió. Detrás estaba el mismo jardín de antes, sólo que esta vez era diminuto.

—¡Venga, niña! —gritó Alfonso—. No hay tiempo que perder. Si no vuelves en cinco minutos con todas las joyas que puedas, tu querida doña Sombrero lo va a pasar mal.

Ruby cruzó el umbral. Un río de oro corría por el jardín y las flores de plata ondeaban en la fresca brisa. Las piedras preciosas, rojas, azules, verdes y púrpura relucían entre los árboles. Ruby recogió todas las que pudo y se las metió en los bolsillos.

Pero justo cuando estaba a punto de marcharse vio una florecilla maravillosa, como una margarita, hecha de piedras preciosas. Fue a arrancarla para dársela a doña Sombrero y en ese momento se oyó una voz tan dulce como la felicidad.

—Ruby, toda la magia que necesitas está en tu interior. Alguien te quiere.

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—¡Dame las piedras! —chilló Alfonso—. ¡Deja de hacer el tonto y dámelas!Ruby se vació los bolsillos y dejó todas las piedras preciosas en el banco.—¿Ya está? —dijo Alfonso—. ¿Eso es todo lo que le has traído al Gran

Alfonso?Pero en ese momento irrumpieron en el sótano cuatro policías seguidos de la

señorita Pinkerton.—¡Detengan a ese hombre! —exclamó la directora del colegio—. ¡Ha asesinado

a Ruby Genie!—Me parece que eso es exagerar un poco —comentó doña Sombrero—. Ruby

está aquí —añadió señalando a la niña, que estaba encima del banco. La señorita Pinkerton lanzó un grito escalofriante, como si le hubieran clavado un cuchillo.

—¿Qué le ha hecho? ¡Es diminuta!Los policías se creyeron que la señorita Pinkerton estaba herida y acudieron a

toda prisa para salvarla. En medio del jaleo Alfonso agarró a Ruby y la metió en la lámpara de su padre. Luego alzó la lámpara como para tirarla al suelo.

—¡Apártense de mi camino! —gritó—. ¡De lo contrario, aplastaré a la niña!Pero nadie podía haber imaginado lo que pasó a continuación.Ruby notó como si su cuerpo se convirtiera en plata líquida. Luego, con un

hormigueo, se convirtió en aire y empezó a salir de la lámpara. Y entonces todo el mundo se llevó un buen susto, porque exclamó con una voz totalmente distinta de la suya:

—¡Soy el genio de la lámpara!Alfonso lanzó una terrible carcajada y se puso a dar saltitos.—Quiero que ates a esta gente tan desagradable, mi querida genio. ¡Y luego

tráeme las piedras más grandes!Doña Sombrero estaba pasmada. Ruby Genie se había puesto a crecer, se hizo

más y más grande hasta llenar todo el sótano.—El Gran Alfonso es dueño del genio de la lámpara —exclamó Alfonso con voz

triunfal. Aquél era el momento que había esperado toda su vida, ahora nada podría impedir que se convirtiera en uno de los magos más poderosos de la historia. Entonces se volvió hacia doña Sombrero, la señorita Pinkerton y los cuatro policías y dijo—: ¡Ahora verán lo que pasa cuando el Gran Alfonso se enfurece!

Pero Ruby no parecía hacerle ningún caso.—¡Venga, haz lo que te digo! —insistió Alfonso, que ahora parecía un poco

preocupado. Aquello no estaba saliendo como él esperaba.En ese momento se oyó un ruido como el que hacen las olas en una playa de

piedras, y de repente apareció el Gran Mago.—Sal de la lámpara inmediatamente, Ruby —dijo con voz alta y clara—. Vuelve

al bolso, si no quieres ser esclava de la lámpara para siempre.—Usted métase en sus asuntos, viejo chiflado —replicó Alfonso—. Ruby es mi

genio, y usted no puede hacer nada.—¿Ah, no? —La verdad es que el Gran Mago ya estaba bastante harto de él, de

manera que levantó la mano y Alfonso se quedó paralizado como una estatua.Ruby seguía flotando en el aire, todavía medio metida en la lámpara.—Me parece que no puede salir —comentó muy nerviosa doña Sombrero.—Necesito la varita ahora mismo —dijo el Gran Mago—. Se está acabando el

tiempo.

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Doña Sombrero echó a correr por las escaleras. La casa de Alfonso estaba tan desordenada que no sabía por dónde empezar a buscar, pero de pronto vio un objeto que brillaba debajo de una silla. ¡La varita! Doña Sombrero se la llevó a toda prisa al sótano y llegó justo a tiempo, porque Ruby estaba a punto de quedar atrapada para siempre en la lámpara.

Cuando el Gran Mago la tocó con la varita, se produjo un gran destello de luz y la lámpara quedó rota en mil pedazos.

—¡Ah! —gritó Doña Sombrero—. ¿Qué le ha pasado a Ruby?—Mire en el bolso.Doña Sombrero lo abrió enseguida y vio con gran alivio que allí estaba Ruby, un

poco aturdida, tan pequeña como siempre, pero sana y salva. Junto a ella había una florecita diminuta, la cosa más bonita que doña Sombrero había visto en su vida.

—Es para ti —le dijo Ruby, sonriendo. Las dos se volvieron hacia la puerta mágica, donde ahora brillaban las palabras:

Adiós, Ruby Genie.Tus problemas se han terminado.

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Al final todo salió de maravilla. Alfonso quedó despojado de todos sus poderes mágicos, que no eran tantos como él pretendía. Ahora trabaja en una tienda de caramelos y tiene que ser simpático con los niños, cosa que le cuesta horrores.

La señorita Pinkerton ya no da clases, sino que lleva una escuela para perros.Madame Vanish se desvaneció y a la señorita Fisher la enviaron a contar

guisantes en una fábrica de guisantes congelados.El señor Gaspard comenzó una vida nueva fabricando fuegos artificiales, cosa

que se le daba muy bien.El Gran Mago se había quedado tan impresionado con doña Sombrero, que no se

le ocurrió nadie mejor para dirigir el colegio Grimlocks. Ella no sabía si se le daría muy bien, pero el Gran Mago era un hombre muy sabio y tenía muy claro que doña Sombrero tenía un don mágico para sacar lo mejor de los niños.

Y llevaba razón. Doña Sombrero era una profesora excelente y todos sus alumnos aprendían mucho. Ruby le enseñó a leer y doña Sombrero insistió en que los niños, además de aprender hechizos, supieran leer y escribir. Grimlocks salió elegido el mejor colegio de todas las escuelas de magia. Y lo que era más importante, todos los niños estaban contentos.

Los amigos de Ruby estaban encantados de que hubiera vuelto, porque aunque fuera tan pequeñita, era muy divertida. Pero lo más sorprendente es que Ruby siempre había imaginado que se hacía pequeña gracias a la magia de Alfonso, aunque doña Sombrero jamás creyó que el viejo granuja tuviera mucho talento. Ella, igual que Zack, pensaba que Ruby se encogía cuando estaba muy asustada, y al final resultó que tenían razón. ¡ Al cabo de un trimestre con sus amigos del colegio, Ruby comenzó a crecer de nuevo, y no tardó en recuperar su tamaño normal.

Doña Sombrero cuidaba de ella y el Gran Mago puso un hechizo de protección sobre el colegio para que Ruby pudiera aprender y mejorar sin peligro.

Doña Sombrero y Ruby pasaban juntas las vacaciones, casi siempre viajando. Ruby aprendió a utilizar una alfombra mágica, de manera que solían ir volando a vivir aventuras maravillosas.

En cuanto a la florecita de piedras preciosas, doña Sombrero la guardó en una caja de cristal con unas palabras escritas debajo:

Toda la magia que necesitas está en ti.Te queremos mucho.

Por si a Ruby se le olvidaba.