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LA NOVIA DEL PATRIARCA Javier Hernández-Pacheco Viena, abril de 1981

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LA NOVIA DEL PATRIARCA

Javier Hernández-Pacheco Viena, abril de 1981

LA NOVIA DEL PATRIARCA

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Olía bien a fiesta en Nazaret..., a cosecha redonda: ni escasa, que

apenas diese para almacenar en los graneros del pueblo, ni tampoco exu-berante, que hiciera caer por los suelos los precios que ofrecían los co-merciantes de Cafarnaúm y las ciudades del Lago a unos campesinos que apenas si podían acumular remanentes.

¡Y qué bonita era la fiesta!: la alegría del otoño al ver la lluvia caer sobre el campo sembrado, la esperanza despierta en primavera, la angus-tia de las tormentas de junio, el sudor de la siega, la prisa en trillar el grano..., se volcaban ahora en regocijo de las eras a la plaza con el último carro que, lleno, partía hacia poniente, dejando en la bolsa familiar el sóli-do regusto de un negocio bien hecho.

El labrador, que sabe poco, por hacerlos, de poemas, se sentía en-tonces, sin más, con ganas de cantar, de sentarse en la plaza y beber el vino bien merecido de la vendimia anterior, comentando el astuto regateo con aquel publicano gordo de Betsaida, que se creía poder sacarle el trigo regalado..., ¡a él, Simón, hijo de Barán, que era por supuesto el más inteli-gente de los israelitas que aró un campo!

Sobre todo entre la gente joven ―porque para ellos cada fiesta no es todavía igual que la anterior― el acontecimiento despertaba ese jolgorio que anuncia la esperada y sonora irrupción de una felicidad que está en el ambiente sin terminar de llegar.

El traje nuevo con la camisa de seda que su padre le compró en la fe-ria de Corozaín, estaba ya terminado y dispuesto a lucir los dieciséis años de Sara bailando en la plaza. ¡A lo mejor se anima Jacob a hablar con ella después del baile, como hace una semana en la era!

―¡O quizá aún más claro! ―le comenta Sara a su prima, sonriendo con la escasa malicia que le sale del alma―. Se lo conté a mi madre, y no puso mala cara.

Y es que la cosecha era para las hijas de Israel, con la vendimia, el gran acontecimiento social del año: Sara iba a la fuente, y a llevar el agua después a los segadores. Y segaba también, en el campo del tío Arón, por ejemplo; donde ―¿no es casualidad?― también ayudaba Jacob, sobrino de su mujer; a quien sonreía, cuchicheando a la vez con la prima Raquel. Luego tenía que llevar la comida a la eras, ya en julio; y al encontrarlo le volvía a sonreír. Al atardecer podía ser que el chico se animase a llevarle el fajo de sacos que pidió su padre a Sara bajase de la era a casa... ¡Qué ver-güenza entonces!

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Y así se entretejían en Nazaret las viejas historias de amor, sencillas, que, rompiendo en un poema el duro trabajar cotidiano, hacían de cada tarde para los jóvenes el sueño de ilusiones nuevas.

* * *

La tarde se oía jaleosa y vocinglera desde la casa de Jacob, allí abajo junto al arroyo que acaba dando su agua al rio Kishon, un poco aparte del pueblo, en el camino de Naim. Y sentada a la puerta, haciendo hilo o algu-na otra labor de abuela joven, se acordaba hoy otra Sara de otra fiesta de julio, y de otro Jacob, el de la casa:

«Mi pobre Jacob ―iba pensando al ritmo de la aguja―, si no tuve tiempo siquiera de llorarle una semana, al angelito. Y es que esto de la edad está mal organizado: cuando tenía veinte años y ganas de trabajar, tenía sólo tres hijos que atender; y ahora con más de cincuenta, son tres hijas, más dos nueras, y en total lo menos diez nietos..., ¿o son doce? Bueno, algo así. Y ¡hala!, a Naim que voy, que quiere parir la una...; y de Caná que vengo, que está enferma la otra...; e hilando que me paso el día entero, o haciendo camisas: ¡si es que no paro!

«Pero no ha ido mal esto, ¿verdad, Jacob? ¿Te acuerdas de aquella fiesta de julio...? ¿Y cuando nació Simón, que casi me muero...? ¡Si estabas tú más pálido que yo!

«No eras muy rico ―¡Bueno, para el pueblo tampoco estabas mal, caramba! ¿Cuantas ovejas tenías al final? Cien o así, creo yo, o más―, pe-ro sacaste una hermosa familia adelante: ¿Te acuerdas cuando casamos a Marta con el escriba de Jerusalén? Cuando te fuiste al cielo hace tres años estaba casi todo hecho; ya sólo falta José y cerramos la casa. Porque yo me voy con Lía a Caná, que tiene casa grande y cuatro chicos, y está muy debilucha la pobre: tu casa será en adelante la casa de José».

Y así, medio pensando medio hablando sola, saltaba Sara de un re-cuerdo a otro, y de cuando en cuando a algún problema de ese futuro que, con la vejez que llega, va resultando difícil distinguir de la memoria:

«¿Y José? ―se le encendía la cara mientras cosía―¡Caray, Jacob, que dejamos lo mejor para el final! Si estuvieses hoy aquí, iríamos otra vez a la fiesta, en la plaza, a presumir de él... Con la túnica nueva que se compró con su tío cuando estuvieron en Tiro hace un año, ¡que majo que está el chico!

«¡Pero claro, con tanto viajar ―y como decirle a tu hermano Andrés que no se lo lleve a todas partes, con lo encariñado que está con él―, pues no hay forma de casarlo! Sí, ya sé que lo dejaste hace años todo arreglado con María, la de Joaquín; pero ya te dije entonces que ese des-

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posorio a la antigua, cuando la niña tenía ocho años y el chico catorce, no iba a ser serio: ya hace un montón de tiempo de eso, y desde que murió también Joaquín cada día se habla menos de ello. La chica ha estado en Jerusalén unos años, y ahora ni siquiera se conocen. ¡Si es que vosotros, con tanto presumir de patriarcas de la casa de David, estáis chapados a la antigua!: hoy en día se arreglan los esponsales un año antes de la boda, cuando los chicos ya son mayores y se sabe cómo van a ir las cosas. Y además, la moza viene sin dote, y a José, el pobre, no le hemos podido dejar, aparte de su buen natural y espabilado que es, casi nada: la casa, veinte ovejas y los diez olivos del arroyo chico. Yo me quedaría más tran-quila si pudiéramos casarlo con Ruth, la de Juan, que me consta que está chalada por el mozo..., y traería consigo una buena viña, por lo menos. ¡Y bien maja que es la zagalica!

«En fin, Jacob, que ya veremos cómo termina esto; porque yo he de marchar a Caná con la Lía, y aquí tiene que empezar a pasar algo en este sentido: con la chica de Joaquín, o con cualquier otra, que me temo será más fácil, mal que te pese un poco».

La imaginada riña de Sara con su difunto, y no por discutido menos respetado esposo, se vio interrumpida por el cantar no muy placentero de un hacha, que mezclándose con el furioso chascar de la leña estrepitaba hacía ya un rato como una especie de terremoto forestal en la parte de atrás de la casa.

«¡Ay, Señor! ―pensó Sara―, ¿qué le ocurrirá ahora a este chico, que le da por cortar leña en pleno mes de julio? Esto lo hace para calmarse cuando le pasa algo gordo... Como cuando perdimos en aquel pleito con el escriba de Corozaín el olivar de abajo: ¡se cortó en septiempre en una tar-de toda la leña que gastamos hasta abril!»

―José, hijo, ¿no vienes a saludar a tu madre? ¿Qué haces que no es-tás en la fiesta?

A la llamada de Sara apareció, dando la vuelta por detrás de la casa, la sudorosa figura de un mozo de grandes ojos claros, pelo rizado, no muy largo, con una barba negra que a sus ventidos años hacía esfuerzos por cubrir la mejilla entera. A pesar de la cara de triste desencanto que traía puesta, y que, sin dejar de ser sincera, resultaba en él escandalosamente postiza, su porte era efectivamente el adecuado para llenar de orgullo a una madre israelita dispuesta a casar un hijo.

―Perdona, madre, es que quería tranquilizarme un poco antes de venir a saludarte. No, si vengo de la fiesta; pero he estado allí un rato, y por hoy ya tengo bastante.

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―¡Pues estamos buenos, hijo! Yo sé lo menos de dos que se habrán llevado un buen disgusto: Ruth, la hija de Juan, me preguntó hace tres días con ojos de tórtola si ibas a venir de Naim a tiempo para la fiesta. Y la ma-dre de Marta, la de Jacob, el de la era grande, me contaba la semana pa-sada lo buena y hacendosa que es su chica, que tenía un vestido nuevo, y que esperaba que la vieses hoy en la plaza. Y tengo la impresión de que la espera no debía ser sólo de la madre.

Viendo el gesto de Sara, le salió a José al mirarla lo más parecido a una sonrisa que fue capaz de dar de sí.

―Calla, madre ―le dijo con una caricia―, que de tanto casar hijos tienes ya demasiada imaginación para estas cosas. Ya se apañarán sin mí.

―No, José ―repuso Sara con un suspiro de impotencia―, si el pro-blema no es si ellas se apañarán sin tí, sino si tú te podrás apañar sin algu-na de ellas. Ya vas teniendo una edad, y tu hermana me necesita en Caná: tú vas a tener que buscarte alguien que ponga en orden esta casa cuando estés en el campo o en el taller.

―Si estoy ya prometido, madre ―la voz ausente de José sonaba con un dejo de desánimo―, con María, la hija de Joaquín.

―¡Ah sí, ya me sé la historia...! ¡Los viejos israelitas de la casa de Da-vid, Joaquín y Jacob!: los dos pobrecitos se murieron, y han dejado el asunto con muy buenos propositos pero sin arreglar; ¡ni contrato escrito hay siquiera! A la chica no se la ve. Sí, en la fuente, o segando con sus hermanos; pero donde se junta la gente joven, donde tú podrías tratarla: el sábado en la plaza u hoy en la fiesta, ¿está ella allí? No señor ―la argu-mentación de una madre decidida a dejar situado con rapidez a su último hijo se tornaba, al ritmo de una labor que con la poca luz se hacía ya a cie-gas, más y más viva―. Dime, José, ¿estaba ella allí?

―No, madre, ¿por qué crees que estoy aquí ahora y no en la fiesta? ―Pues eso es lo que digo: ni siquiera la conoces, y estamos en un

pueblo bien pequeño. ¿Es eso un desposorio? Yo creo que lo mejor va a ser que vaya a hablar con Ana y dejemos el asunto cancelado: de palabra se hicieron los esponsales, y de palabra se pueden disolver.

De pronto, recordando lo que José acababa de decir, como con un susto, se detuvo Sara en la labor; y mirando a su hijo con asombro, notó que en su prisa canceladora acababa de dejar desatendido un punto im-portante.

La tarde se había hecho rotundo atardecer, y desde Nazaret se oía en el verano al tañer de las flautas y el bullicio de la feria.

―La he visto, madre. ―¿A quién, hijo?

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Sara dejó con la pregunta la labor de lado, ya con la conciencia segu-ra de que en el asunto de la cancelación había ido demasiado lejos.

―¿A quién va a ser?, a María. Y como si allí lejos, donde el sol se estaba hundiendo en un mar de

rojo, se levantase el contorno de una visión, se iluminaron los ojos de José con la alegría de una luz nueva.

―Sí, madre, la vi hace una semana, en la fuente. Ya la había visto an-tes: el sábado en la sinagoga, o en la siega; incluso en la vendimia, el año pasado, poco después de que llegase de Jerusalén. Pero esta vez fue dis-tinto. Estaban allí ocho o diez muchachas, con los cántaros llenos, sin prisa por marchar; con el velo quitado y el pelo suelto... Tú decías que es uraña, ¡pues tendrías que haberla visto entonces! Medio me escondí, un poco de lejos, por miedo a que se marcharan; ¡y que gozo era verla, madre!: tiene un cabello largo y negro que parece terciopelo; y es alegre como la aurora en verano: las zagalas van a ella, y María las trae y lleva, jugando, mientras corre, canta y se ríe; sí, madre, con una risa de cristal que se le escapa del alma y hace cantar a las piedras con ella, a los pájaros y al sol de junio: hasta sus compañeras llevan también otra risa puesta, más alegre y lim-pia... Y tiene unos ojos grandes que se pueden ver de lejos, como el mar; no el nuestro de Galilea, sino el grande de levante, que no tiene tierra al otro lado: te hacen sentirte, si los miras, pequeño y audaz a la vez, como un niño... Pero tras un rato, por querer verla de cerca, porque me hablase a mí y reír con ella, salí hacia la fuente y rompí el encanto... Al reconocer-me, roja como un pimiento, le faltó tiempo para ponerse el velo. Cuando llegué, apenas si pude mirarla un momento en aquellos ojos negros, antes de que diera la vuelta y se fuese, con una excusa, dejando tras de sí a las demás, que parecían sin ella como hojas caídas de un árbol que se iba por el camino.

Sara, que siguiendo la vista de su hijo y movida por el calor de su voz se esforzaba por ver en los últimos tintes de la tarde la imagen de tal vi-sión, al no conseguirlo, volvió la vista a José, que sentado en el umbral y recostado un poco en la jamba de la puerta, seguía aún sonriendo un poco triste, como un niño que se ha hecho de pronto grande. Y aunque algo de María creyó ver todavía en la sombra de sus ojos, bajó Sara a la realidad de su cariño de madre; y viendo sin tristeza esfumarse definitivamente la viña que podía haber traído como dote Ruth, la hija de Juan, acarició los rizos de José con una sonrisa que expresaba a un tiempo admiración de niña y protección de madre.

―¡Total, José, que te has enamorado de tu propia desposada! ―y luego, con su acostumbrada decisión― Si siempre he dicho que tu padre

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tenía sentido de futuro para los contratos…Habrá que ver a Ana e ir con-cretando algo para la boda.

El rostro de José perdió con la propuesta la luz que aún le quedaba. Con la cabeza entre las manos y cansado de explorar cielos, miraba ahora con gesto inexpresivo al gato de la casa, que se empeñaba con ahínco en deshacer la madeja que acababa de caer del cesto de labor.

―No corras tanto, madre, que esto no está nada claro. El último sá-bado, antes de marchar a Naim, la vi otra vez en la sinagoga. El rabino nos hablaba, ¿te acuerdas?, de la liberación de Israel. Comentaba un texto de no sé qué profeta, donde se anuncia una luz que ilumina a los pueblos. ¡Pues bien poco atendí esta vez a la luz de Yahvé, que me sobraba con María!: la miraba de una forma que al primo Lucas le dio la risa, y el rabino por poco nos echa. ¿Pues crees que me miró una sola vez? ¡Ella sí que de-bía ver al Mesías que viene a mostrar la gloria del Altísimo, y a mí ni si-quiera me dignó un parpadeo! ¿Y crees que me dio una oportunidad a la salida, en la plaza? Pues tampoco. Como estaba mal situado, cuando con-seguí salir, se perdía ya por la calle grande, camino del molino y su casa. Y aquí me entró la furia: «Desde cuándo ―pensé― le huye la desposada a un varón de la casa de David».

Sara asintió vivamente a esto. ―Y salí corriendo tras de ella, para encontrarla al revolver la esquina

por donde se había ido. Allí estaba, apenas a unos metros, mirándome cuando grité su nombre. «María, yo..., bueno...», balbucí, buscando en la punta de su manto azul una inspiración para continuar que se empeñaba en no venir. Ella, apuntando una sonrisa, me dijo, como animándome: «Dime, José». «Pues, pues... ―volvía a mirarla, con cara de anhelante ex-pectación; y muy deprisa, contento de haber encontrado una propuesta coherente, dije―, ¿me dejas que te acompañe a casa?». «¿Qué voy a de-cir, José?, ¿puedo yo negar algo al varón con quien estoy desposada», dijo bajando por primera vez la vista. Aunque creo que al oir esto me puse yo más rojo que ella, interpretándolo como un permiso, me acerqué otro pa-so: ¡casi la podía tocar! Pero al mirarme de nuevo tenían sus ojos calor de súplica: «A mí me gustaría seguir sola», me dijo. Al verme la cara, creo que le dolió haber hecho tanto daño. Mas lo cálido de su voz al decirme: «Que Dios te guarde, José», fue el único consuelo que me dejó al marcharse. A preguntar si bajaría hoy a la plaza, no me atreví entonces, por no romper esa última esperanza. Pero cuando su hermano Cleofás me dijo allí esta tarde que María no vendría, no me quedaron otras ganas que volver a descargar mi desilusión con la leña.

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Sara, que no se le ocurría más que mover la cabeza de izquierda a de-recha y de abajo arriba con un gesto que ni ella sabía lo que podía signifi-car, se puso en pie, y viendo que el anochecer era ya noche madura, entró en la casa a buscar una lámpara.

―Vamos, José, que te haré algo de cenar. Y José pensó que era bastante estúpido que arriba en la plaza tambo-

riles y flautas quisieran seguir tocando.

* * *

Subiendo por el camino del mar, iba José andando con paso firme, terminando con el último resuello que le dejaba la cuesta la canción de un caminante que vuelve a casa con la alegría de un retorno que se ha estado esperando día a día. Ya se veía del todo Nazaret: allí abajo la casa de Ja-cob, vacía ahora a la espera de un nuevo dueño; y arriba, al otro lado del pueblo y separada de la fuente por el amplio valle que forma el arroyo grande, el molino..., y la casa de Joaquín, donde vive María.

Viendo el concierto de verde que con las lluvias del invierno había le-vantado el tímido sol de fin de enero, se acordaba ahora José, por contras-te, de los rastrojos de agosto que había dejado en el valle antes de partir. ¡Parecía ayer, tan cerca estuvo en el recuerdo durantes estos meses! Tiro, Antioquía, Damasco, hasta Asiria le habían llevado sus pies en caravanas de especias, telas, ganado..., huyendo de ese centro del mundo que define cada punto del universo por la distancia que lo separa de él: la casa junto al molino, la de Joaquín..., donde vive María.

Porque eso había sido aquello: una huida, dejando armas y bagajes en poder de un enemigo que aún no se sabía ni quien era. Cuando el tío Andrés, que estaba cada vez más metido en cosas de comercio, le propuso en agosto que le acompañase en la caravana que estaba organizando en Cafarnaúm para llevar trigo a Fenicia, vio José la oportunidad de aplazar el problema de sus esponsales con María, cuya única salida parecía entonces la catástrofe. Seguir en aquella ficción, aferrándose a una relación jurídica que se negaba a tomar otra forma que la promesa de dos muertos, resul-taba insostenible: o José denunciaba los esponsales ―lo que no estaba dispuesto a hacer―, o reclamaba la esposa que se le había prometido. Pe-ro aquí estaba el problema: temblaba ante la mera idea de que María res-pondiese negativamente; pues entonces tendría que terminar él mismo por anular el esponsal, o arriesgar la vergüenza de que fuese ella quien lo disolviese, como era su derecho una vez muerto su padre. Por ello, desa-parecer unos meses de Nazaret fue lo que a José le pareció más sensato. Su madre quedó con el encargo de transmitir su firme interés por ese ma-

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trimonio, y él manifestaría en persona el deseo de concertar la boda al volver de su viaje. La solución parecía astuta, porque así tendría María esos meses de plazo para pensar la respuesta a una pregunta que venía hecha en firme. Muy feliz no estaba ciertamente de abandonar esta ges-tión a su madre, por muchos motivos, pero sobre todo por resultarle un tanto deshonroso dar así a conocer el miedo que tenía a enfrentarse con el asunto. Y es que ir personalmente a reclamar sus derechos, diciendo que esperaba una respuesta al volver del viaje, era dar ocasión a que le dijesen que no se molestase en esperar y tener que marcharse a la prime-ra con la respuesta negativa. Así pues, tras sopesar cuidadosamente pros y contras, le faltó tiempo para salir de estampida a Cafarnaúm.

Fueron meses de duro trabajo, sudor, angustias, nuevas experiencias: arrear ganado bajo el aún duro sol de septiembre y la lluvia del otoño, descargar barcos en Tiro, cargar en los propios hombros los bultos que las caballerías no querían ya llevar por los escarpados pasos hacia Siria. Entre Damasco y Antioquía hubo que defender incluso un asalto de bandidos, que le costó a José una herida en el brazo izquierdo. Y sin embargo, la se-creta esperanza, que a la vista de su difícil situación quería albergar, de olvidar en el ajetreo aquel reír de María en la fuente y sus ojos de pena cuando no le dejó acompañarla, se fue desmoronando en los mil pedazos de cada tarde, cuando al ponerse el sol, a la luz de la hoguera, de guardia, su reír se le hacía más de cristal y aquellos ojos, perdiendo los contornos en una imagen que se quería escapar de la memoria, se tornaban más pro-fundos y echaban más y más hondo raíces en el alma. Lo que José había esperado: llegar a un Nazaret que se alcanzaba al otro lado de un viaje, se mostraba decepcionante como vuelta a aquel Nazaret que, aunque verde con las lluvias del invierno, olía aún en su corazón a era, a fuente de ve-rano, donde juegan las muchachas a la sombra de los chopos.

A los cuatro días de llegar salía José otra vez del pueblo con el carro de su hermano Eliud camino de Cafarnaúm. La excusa era ahora la compra de herramientas para su taller de carpintero, en las que quería invertir parte importante de lo que había ganado con su tío Andrés en los viajes del otoño. ¡Maldita gracia que le hacía comprar herramientas para un ta-ller en el que no pensaba pasar un minuto si María decía que no! Porque estaba decidido: si aquello no salía, aprendería griego y se haría guía de caravanas. Pero la excusa de que podría venderlas mejor en Naim o Caná, o donde fuese, le resultó suficientemente buena para escaparse otra vez de Nazaret. La alegría y los ánimos que le dio al verle su viejo amigo Cleo-fás, el hermano de María ―«esto está hecho», decía―, se le fue a los pies el sábado en la sinagoga, donde María volvió a rechazar con la vista otro

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tímido intento de José por acercarse a ella. Era claro que Cleofás no tenía ni idea de lo que pasaba. Y decididamente José no se atrevía aún a ir a ver-la a casa.

A la vuelta de Cafarnaúm pasó por Caná. Su madre, radiante en su ac-tividad de suegra, no le dijo más que vaguedades: que Ana estaba a favor; que la chica ponía reparos a contraer aún todo tipo de matrimonio; que no..., que no había nada concreto contra él; y... ―¡qué mala espina le dio a José esto!― que Ruth, la hija de Juan, era bien maja.

El arreglo del tejado de casa, la labranza de los olivos del arroyo chico y la poda de la viña grande de Eliud, dos arados nuevos y una mesa para Jacob, el de Eliazar, que se casaba con Sara en abril, tenía ya José tras de sí, cuando los balidos de los borregos que adornaban en blanco los verdes pastos del valle le recordaron que marzo estaba en su tercera semana y que la vergonzosa situación ―llevaba más de dos meses en Nazaret sin atreverse a subir a la casa del molino― no admitía más aplazamiento hon-roso.

José estaba furioso consigo mismo: tres encuentros había tenido con María y tres veces había salido con la cabeza baja y, de ella, el amargor de una mirada que, sin perder su calor, no dejaba el más mínimo resquicio a una audacia de varón. El no era así ―pensaba―, «¿Desde cuándo le he tenido miedo a las muchachas?». Y sin embargo, detrás de cada gesto ―los escasos― que veía de María, descubría José como escondida una intimidad que, bien sabía el, era inútil querer tomar por asalto sin ser invi-tado a entrar.

* * *

Caía ya alegre el sol de mediodía, cuando José, cruzando el arroyo grande, subía lentamente la cuesta, paralela al pueblo, que se estira larga, sin mucha pendiente, hasta las últimas casas por las que se escapa de Na-zaret el camino hacia Caná. Pensando, por hacerlos más lentos, cada paso, casi se quejaba al Señor de que no hubiera hecho la cuesta mucho más larga, o al menos con un barranco en medio, que hubiese que cruzar con un esfuerzo de horas. Pero no, la cuesta era como era, tan cortita; y allí estaba ya Efraín, el hijo pequeño de Joaquín, luchando con las ovejas para meterlas a todas en el cercado y empezar a ordeñar. El momento que lle-vaba aplazando casi seis meses, había llegado ya. De ver los corderos, le pareció ridículo que se le ocurriera echarse al hombro el que traía de los suyos como presente; pero regalar la silla que estaba terminando le había parecido poco poético. En lo que se refiere a la poca ayuda que pudiese

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tener un regalo en este caso, tenía más bien la esperanza puesta en el es-pejo que había comprado en Tiro a la vuelta de Antioquía.

―La paz del Señor sea contigo y con la casa de Joaquín, Ana. José se quedó asombrado de que el saludo le hubiese salido tan re-

dondo, casi seguro, con una sonrisa incluso. Mientras que Ana, que no le había visto llegar absorta como estaba en su labor, inclinándose al poner-se en pie en señal de reverencia a un varón mayor de edad, caía por el contrario en muestras de visible nerviosismo.

―Y contigo, José. A pesar del azoramiento, Ana consiguió reprimir en el último mo-

mento el «¿a qué el honor de esta visita?», que se suele decir en estos ca-sos, y que hubiese producido una situación algo embarazosa.

―Por Dios, José, que alegría verte. Si te estábamos esperando. María no está; pero ven, siéntate; y espera que saque algo de vino y un queso fresco. ¡Hay tanto de qué hablar...!

José se alegró de que al volver, tras servirle el vino, Ana cogiese de nuevo la labor: se ahorraban así los dos el tenerse que mirar a los ojos en una conversación que se presagiaba difícil por ambas partes.

Como buenamente pudo y cambiando poco a poco la seguridad de su saludo por la más simpática actitud del que viene a pedir algo que sabe se le puede denegar, comenzó José a hablar de sus casi veintitrés años, y de que su madre hubo de marchar a Caná, y de la vieja amistad de Jacob y Joaquín.

―En fin, Ana ―dijo con un suspiro y con el sentimiento de liberación del que deja de dar rodeos―, que me quiero casar, y me quiero casar con María.

Y sin esperar respuestas que temía como a mal presagio, tratando de buscar todas las virtudes que pudiesen impresionar a una posible suegra, continuó:

―Ya sabes, Ana, rico no soy; pero tengo la casa de mi padre, unas cuantas ovejas y un par de olivos...

Asombrado de lo corta que le había salido la enumeración de sus propiedades, seguía José buscando desesperadamente otras prendas que ofrecer:

―Y he aprendido bien un oficio, en Cafarnaún, con un artesano ami-go de mi tío Andrés. He comprado herramientas e instalado un taller en casa... Y se leer; incluso escribo un poco...; bueno, no muy bien, la verdad. El rabino decía de todos modos en la escuela que no era de los más ton-tos... He traido un cordero, y un espejo para María, de cuando estuve en Tiro...

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En su voz nerviosa se daba cuenta José de que aquello no daba más de sí y de que empezaba a decir tonterías. Y le daba rabia no ser un mer-cader de los que había visto en Damasco, para traer piezas de seda, y es-pecias de oriente, e incienso...: mil presentes cargados en dos camellos; y que no le estuviese esperando un paje guardando su caballo blanco y una litera guarnecida en marfil, para llevar a casa a María, su desposada.

―Pero la quiero, Ana, como... Aquello no tenía remedio: le iba subiendo un nudo a la garganta, y le

daba rabia otra vez no ser un poeta, para explicarle a Ana cómo la quería, para transformar en voz el fuego que le salía del alma. Y se sintió peque-ño, sin fuerzas, como rindiéndose a un destino que se le imponía con la lógica de un cálculo inexorable: ¿por qué le iba a querer, María... a él? Y bajó la cabeza casi en señal de impotencia.

―¡Dios te salve, José, orgullo de la casa de David! ―le salió a Ana, mirándole ahora con gesto de admiración― ¿Qué hubiese encontrado yo mejor a quien entregar la mejor de las hijas? No, José, no es lo que pien-sas, que más vales tú que cien mercaderes de oriente, y más tus manos de artesano que mil piezas de seda, y más tu cordero que los rebaños del rey de Siria... ¡Qué fácil es a las hijas de Israel enamorarse de tí, José! Y sin embargo..., los caminos del Señor son inescrutables. María..., no sé cómo decirlo, es distinta. Siendo la mejor de las hijas, en la sencillez de su estar en casa y ayudar, tiene cosas que se nos escapan a los que estamos con ella: una fuerza que sale de su oración y la transforma en algo que, estan-do cerca, se nos va de las manos y nos impulsa más allá; sí, José, te lo digo ya: al Dios a quien ha consagrado su vida. Ya sabes que estuvo unos años en el servicio del Templo. Yo no sé lo que ocurre: en mis tiempos una chica fiel servidora de Yahvé no hubiese tenido otro afán que aumentar la des-cendencia en la casa de un buen esposo como tú, José. Pero algo pasa en Israel, el Mesías se acerca ―dicen―; y hay cosas que yo ya no entiendo y que sólo el verlas en María me remueve la duda de si son buenas. En cual-quier caso ―y aquí movía Ana la cabeza con un gesto de tristeza― me temo que eso que no comprendo, pero que la hace aún más hermosa y amable, no nos pertenece, José; y me temo también que eso mismo le impida entregarse a tí como esposa en cumplimiento de la promesa de su padre. Lo siento de veras; por tí, porque veo que la quieres; y por mí ―y apuntaba una sonrisa―, porque..., ¡por Dios que serías un buen yerno!

Tras la dureza de un rostro que se había vuelto impasible, José calla-ba ahora, encerrado en un dolor que, al hilo de las palabras de Ana, se ha-cía más profundo conforme, con sorpresa propia, se daba cuenta de que entendía. Sí, José comprendía lo que Ana quería decirle y lo que hasta

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ahora había sido para él un misterio. Era como si de pronto lo enigmático se revelase en un orden tan sólido y patente como doloroso para él: la hermosura de María no sería suya, porque nacía de algo que ella no po-dría entregar jamás a un hombre. María era algo santo, pertenencia del Señor. José no sabía cómo se podía entender aquello: nunca había oído hablar de un caso así, ni en las tradiciones de familia ni en la Escritura. Y sin embargo, ahí estaba el hecho: al alcance de la vista e inaccesible para siempre al abrazo de un esposo. Y entendiendo esto, su dolor se alzaba en una queja que subía al cielo a la vista de una nueva incomprensión: la de su historia personal. ¿Por qué era María su prometida?; ¿y por qué la ha-bía visto aquel día en la fuente, enamorándose de ella con la fuerza que da fijar los ojos en un tesoro de Dios? ¿Por qué había puesto su ilusión noble de varón en algo que parecía ahora una blasfemia? Pues una cosa era cier-ta: la comprensión que en un momento había adquirido, hacía si acaso su amor más grande, y no desvanecerse; y ese amor, que no podía ser co-rrespondido, caía sobre él de vuelta como una maldición.

―Bien, Ana, ya lo veo. He venido a preguntar a María si quería ser mi mujer, y me voy dejándola libre de la palabra de su padre. Díselo tú, no sé qué sentido tendría hablar ahora con ella.

―No, José, tampoco es eso. No quiero que te hagas esperanzas fal-sas. Pero todo lo dicho son suposiciones y sospechas, aunque me temo que ciertas. Siempre que he hablado de tí con María, contesta con evasi-vas y sin entrar a fondo en el tema. Ella no está ahora en Nazaret; se fue a atender a su prima Isabel a las montañas de Judá, que ―fijate los desig-nios del Señor― está encinta con cincuenta años pasados. Cuando vuelva le diré que has estado aquí y que tiene que dar definitivamente una res-puesta. Te mandaré recado entonces, y has de venir a recoger su sí o a liberarla, si te place, de la promesa de su padre.

José, tras despedirse, bajaba la cuesta hacia su casa con la sensación, ahora que entendía, que el más absoluto sinsentido se había apoderado de todo lo que de familiar le iba saliendo al paso

* * *

En Ain Karín había pasado ya el alboroto que despertaran los aconte-cimientos en torno a la casa de Zacarías: la mudez del ya anciano sacerdo-te, el embarazo de Isabel, la llegada de aquella chica de Nazaret, prima suya, que daba gloria verla, el parto, la milagrosa curación de Zacarías al anunciar el nombre de su hijo..., todo ello se deshacía ya en la normalidad de la vida aldeana al pasar los días tras las fiestas de circuncisión de un niño que estallaba también desde la cuna en rolliza normalidad.

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En casa de Zacarías Isabel terminaba de empaquetar los sencillos en-seres de María, que partía al día siguiente de vuelta a casa. María, con las últimas luces de la tarde, se afanaba en recoger los cacharros de la mesa; el niño dormía ya; y Zacarías, tras echar a su hijo otra mirada más de asombro, se sentaba junto a una lámpara y se enfrascaba en la lectura de unos códices nuevos que le había prestado un sacerdote amigo suyo, asombrándose asimismo de entender la Escritura aún menos ahora que, al parecer, había pasado a ser protagonista.

―María, te tienes que casar. La propuesta, hecha con la mayor decisión, sin venir a cuento, y sin

dejar tampoco posibilidad de réplica, rompió de pronto el silencio vesper-tino procedente de Isabel, que mientras la profería contemplaba el equi-paje terminado de su prima como si no hubiese dicho nada. María miraba con cara de no haber entendido bien.

―Zacarías, dile a la niña que se tiene que casar ―insistió, pidiendo ahora la ayuda de su consorte.

Zacarías, que se había acostumbrado en los últimos tiempos a no ha-blar y se encontraba la mar de a gusto con su nueva costumbre, levantó apenas la vista para decir:

―Bueno..., pues sí ―volviendo luego al pergamino, seguro de que su mujer, que había sido capaz de darle un hijo con casi sesenta años, ya sa-bría lo que se decía.

Isabel, que parecía interpretar la propuesta de su esposo como si acabase de leerla en la Escritura en la que volvía a estar inmerso, reanudó la carga, sin hacer el más mínimo caso a la cara de espanto que ponía su prima.

―Lo que va a nacer de ti necesita un padre, María. Lo llevo pensando desde hace días. Quiero decir, un padre que se pueda enseñar y que os cuide, y que proteja vuestra honra. ¿O es que quieres que el hijo del Altí-simo crezca en la vergüenza?

―Pero, Isabel, ¿cómo le explico yo...?; ¿y cómo le pido yo...? Sentada en una silla con gesto de impotencia, los ojos de María se

iban poniendo brillantes, y su voz era ya incapaz de salir de la garganta sin quebrarse.

Isabel se fue hacia ella y se echó a sus pies, apoyada en su regazo, mi-rándola con una sonrisa que, dándose cuenta de lo difícil del caso, quería infundir ánimo.

―Sí, María, ya lo sé. Aquí hay mucho inexplicable que aclarar, y mu-cho imposible que pedir también. El Señor que nos ha traído hasta aquí, nos conducirá en adelante adonde Él tenga a bien llevarnos; pues grande

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es el poder de su brazo, y clara su voz para revelar los misterios de su pro-videncia; y fuerte también su ayuda para cumplir lo imposible. Pero tú tie-nes que formar una familia normal, en la que el hijo de Dios crezca al abri-go de un padre que se haga responsable de él a los ojos de los que no sa-ben del misterio. Así pues, María ―e Isabel cambiaba ahora su tono ani-mante por el de férrea resolución―, pensemos en quien ha elegido Dios para cubrir ese puesto. Tú me dijiste que tu padre te desposó siendo niña: a ver, ¿cómo es él?

―Se llama José, y es varón de la casa de David. La voz de María se iba fortaleciendo y ganando en color, al tiempo

que sus ojos todavía de niña, tras las lágrimas que los velaban aún, se ilu-minaban al calor de la descripción:

―No es rico; pero tiene una casa, corderos y un olivar. Ha puesto un taller, y es el mejor artesano de la región. Sabe leer y escribir como nadie en el pueblo; el rabino dice de él que es el chico más listo que ha pasado por su escuela. Es guía de caravanas; y muy valiente: le han herido luchan-do con los ladrones, que me lo contó mi hermano, que es su amigo. Y es alto, de grandes ojos claros, que miran limpios, en los que siempre me sentí segura las pocas veces que le he visto. Y mis amigas le miran y... me envidian por ser su desposada. Y...

Mientras María se ponía tanto más roja cuanto más hermoso le salía José de su relato, a Isabel del regocijo se le iba cambiando la sonrisa en carcajada, hasta el punto de hacer a Zacarías volver a levantar la vista.

―¡Vamos, hija, que es el Mirlo Blanco! ―Sí ―le salió a María―. Bueno, quiero decir..., no sé, es muy bueno

José, Isabel. Me pretende desde hace meses, y sin embargo no es imperti-nente: se quita de en medio cuando se da cuenta de que no he querido verle. Lo debe estar pasando muy mal, el pobre; y yo no me he atrevido a explicarle lo de mi entrega al Señor. Quería ahora hablar con él y decirle por qué no le puedo querer, al menos no así como él me quiere a mí.

―Bueno, María, pues lo que vas a hacer en cuanto llegues, es decirle que estás a su disposición para cumplir la promesa de tu padre.

―Pero, Isabel, él es joven y me quiere como esposa; yo no puedo pedirle eso. Y cómo le explico... En unos días se empezará a notar. Y José es tan bueno...

Las lágrimas de María eran ya imparables. ―María, Dios proveerá ―fue lo único que se le ocurrió a su prima. Zacarías miraba a las dos mujeres que se abrazaban, la una llorando y

la otra con gesto protector y preocupado, y pensaba: «¿qué tendrán estas mujeres? ¡Pues claro que proveerá Dios!». Y volvió a bajar la vista a los

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pergaminos, convencido de que esto último era lo único seguro que en-tendía en los últimos tiempos.

* * *

―Mi hermana María me encarga decirte que te está esperando en casa, que puedes pasar cuando quieras.

Efraín, el hijo pequeño de Joaquín estaba en la puerta del taller de José y le seguía mirando una vez terminada la embajada. José dejó la azuela y le miró a su vez, mostrando en su semblante una cara de total incomprensión.

―¿María dices?, ¿no tu madre? ―No, José, María. Llegó ayer de Judea. Mi madre está fuera esta ma-

ñana, lavando en la fuente. José dejó el trabajo, y tras asearse y ponerse rápidamente la túnica

nueva, partió con Efraín, sin prisa, apenas sin hacer comentarios, subiendo la cuesta a paso normal, sin conseguir encontrar una razón para acelerar-lo, ni otra para ir despacio.

María le llamaba, ¡a él...!, y no su madre... ¿Qué podría significar eso? El fatalismo con que se había hecho a la idea de perderla, se derrumbaba a cada paso, dejando en su lugar un nerviosismo que tampoco quería ser confianza y que amenazaba con hacerle perder lo único que aún le queda-ba: la dignidad de la desesperación en la que se había refugiado los últi-mos días.

La casa de Joaquín estaba ya ahí, al final de la cuesta; y María, con traje de fiesta y el velo a la cabeza, de pie, esperaba visiblemente a los dos caminantes, que se veían venir de lejos, desde la misma casa de José.

A él casi le hubiese gustado que, al llegar, Efraín se hubiese quedado con ellos; pero el chaval siguió decidido hacia la casa, dejándole atrás fren-te a María, solo, recogiendo su protocolaria reverencia y diciendo un «la paz del Señor sea contigo, María» que sonó ridículamente forzado a sus propios oídos.

Sin embargo, la serena respuesta de María: «Y contigo, José, hijo de Jacob», restituyó la paz en una escena en la que la luz de la mañana de primavera se alzaba entre las dos figuras, que se miraban ahora frente a frente a los ojos, como si de pronto hubiese desaparecido para ambos la necesidad de decir más que el saludo.

José recobró incluso la capacidad de pensar con claridad, y se dio cuenta de que era la primera vez que miraba a su desposada sin notar en ella aquel deseo de huir que tanto daño le había hecho en cada uno de sus anteriores y fugaces encuentros. ¿Cómo era posible ―se preguntaba―

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que sin haber hablado siquiera una vez con ella hubiese echado María ta-les raíces en su corazón? A esta pregunta le llevaba dando vueltas en los últimos días. Él no era así ―pensaba―; se asombraba, por ejemplo, de su primo Elías, el hijo del tío Andrés, que se enamoraba de cada chica que le salía al paso, como de aquella fenicia que les sonrió en una fuente de Tiro; y que no estaba mal, la verdad, pero no entendía cómo le pudo quitar el sueño a su primo durante tres días. José era incluso duro en el juicio con-tra esas... ligerezas del corazón: le parecían de una soberana inmadurez. Y así, se le había ocurrido en los últimos días que quizás toda la historia de María era un espejismo: que no era lógico, ni maduro, ni sereno, estar suspirando y pretendiendo casarse con una chica que, por mucho que le estuviese prometida, apenas si conocía. En la desolación en que le dejó su conversación con Ana, esta ocurrencia se le antojaba como una nueva es-peranza. Y sin embargo ahora, mirándola, la objeción de que uno no se enamora de un porte externo era, de María, cuando aún no había obteni-do de ella más que la respuesta a un saludo, evidentemente falsa. Porque María no tenía propiamente porte externo: su cara no era el espejo de nada, sino alma toda ella. En su simple belleza se alcanzaba ya, como in-mediata, una existencia que resultaba a quien sabía ver, más amable aún de compartir que su rostro de mirar. Cuando no hablaba, cuando no daba de sí más que su pura presencia, era ésta como la concentración en ima-gen de una vida que a la seña de continuar seguiría desplegando en he-chos la riqueza que se había detenido un instante en aquel rostro. Se diría que para retratar su hermosura hubiese que escribir su biografía. Pues aparte la enormidad de sus ojos negros, se resistían sus rasgos a dejarse encerrar en categorías espaciales: hablaban ellos de generosidad en el trabajo, de abnegación en la familia, de fidelidad y alegría en la amistad, de piedad en la oración. Y era tan auténtica la imagen que María daba de sí que José se perdía en ella en un mar transparente de delicias, que em-briagaba el corazón a la vista de lo que su alma encerraba: bastante para llenar de gozo una eternidad sin fin. No, la esperanza de una posible de-silusión era insostenible, y el argumento de que era tonto e infantil pedir a María por esposa sin siquiera haber hablado con ella se hundía a su vista en el más absoluto absurdo.

―Me dijo mi madre que estuviste hace unos días a verme ―rompió ella el silencio, sin embarazo.

―Sí, María. ―Ven, siéntate. Sentados sobre la hierba, mirando paralelos al fondo del valle, hacia

el camino del mar, viendo de reojo a María, que se había bajado a los

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hombros el manto azul dejando al descubierto su pelo negro, a José le hu-biese gustado no decir nada más y quedarse así para siempre. Y sin em-bargo, se veía en la obligación de ponerle las cosas fáciles:

―María, yo..., si quieres eres libre de la palabra de tu padre. Pode-mos dar por anulado el compromiso.

Y se asombró de lo que costaba devolver un tesoro que no se poseyó nunca.

―¿Viniste a decirme eso? ―No, María, ya sabes que no. ―¿Lo quieres tú? ―No. Yo vine a preguntarte si querías ser mi mujer. ―No sabes quién soy y el Señor ha puesto en tu corazón ese amor

hacia mí..., ¡que El te bendiga, José! Tras una corta sonrisa, se le pusieron a María al continuar los dieci-

seis años de una seriedad casi triste: ―No voy a ofrecerte más que renuncias que no se pueden pedir y

misterios inexplicables que harán mella en tu corazón hasta hundirlo en un tormento de dudas.

Y tras breve pausa, trocando al mirarle su duro gesto anterior por una sonrisa a la que de improviso volvió la ilusión de niña, siguió:

―Mas, si tú quieres, te voy a querer, José, con mi corazón de esposa; porque es la voluntad del Señor y porque... será fácil amarte, pienso yo, mucho.

María bajó de nuevo la cabeza, por vergüenza esta vez, y por escon-der las lágrimas que, mansas, comenzaban ahora a caer por sus mejillas, ahogando el relámpago que por un momento había brillado en sus ojos.

―¡María! José había perdido ostensiblemente la capacidad, no sólo de decir,

sino también de pensar otra cosa que lo que ese nombre encierra. ―No, José, no digas nada..., ni preguntes. Te ruego ahora que te va-

yas, y te pido también que no vuelvas hasta dentro de seis semanas. Pre-para la casa y tus cosas, y luego ven a recogerme y a llevarme contigo co-mo esposa..., si es que aún lo quieres para entonces.

José estaba tan estupefacto que, en contra de su costumbre, agrade-cía esta vez que se le diesen órdenes terminantes, aunque fuesen ―como era el caso― totalmente incomprensibles. Se puso de pie, y volviéndose de cuando en cuando a saludar a María, que seguía allí, sentada, con su rostro sumido en congoja, comenzó a marchar la cuesta abajo camino de casa.

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Le costó llegar al arroyo grande recuperar un estado en el que los sentimientos iban saliendo uno a uno del caos de su estupor para caer a continuación en el de una alegría que en el Sí de María con que volvía a casa había perdido todo límite.

* * *

Acababa de dejar la casa del rabino, y se dirigía ahora José camino de la de Joaquín pasando por el pueblo, donde había hecho algunas cosas. De la boda no había dicho nada a nadie; pero como a toda pregunta dejaba clara su decisión de casarse con María, en Nazaret pasó rápidamente a ser evidente que el asunto era ya cosa de semanas. No anunciando que ma-ñana era el día señalado, José creía respetar algo en ella, que, sin saber lo que era, le impedía echar al vuelo las campanas y hacer una boda escan-dalosa. Al rabino le había citado abajo en su casa a mediodía. Por la ma-ñana iría a recogerla. Y todo el mundo se enteraría de la boda por la tarde. Ya habría tiempo de celebrar, pues vino había almacenado en abundancia y los corderos estaban allí a disposición.

¡Cómo le había costado guardar lo que le había pedido! ¡Señor, que largas son seis semanas! Por la sinagoga no había aparecido ella, ni al pa-recer por la calle. ¿Y por qué no podía él ir a verla? Su corta conversación con María era un pozo de misterio que en la soledad de su hogar, en el taller o en el campo, cuando arreglaba la casa y hacía los últimos prepara-tivos, amenazaba con ahogarle, sin encontrar más punto claro que aquella voz suya, que tenía día y noche en el corazón: «te querré, José, con mi co-razón de esposa». Mas si esto era un bálsamo a su ánimo desconcertado, no dejaban de salir de aquí nuevas preguntas: «¿Por qué 'te querré'? Esto quiere decir que ahora no me quiere, ¿o sí?». José tenía que hacer esfuer-zos denodados para poder pensar en otra cosa.

―La paz sea contigo, José. ―Y contigo, Eliazar. Ya terminé de arreglarte el arado. Puedes pasar a

por él cuando quieras. Eliazar, con el que se acababa de cruzar en el camino, era un viejo

amigo de su padre, casi vecino de María. ―¿Para cuándo es la boda? ―No sé, uno de estos días. Ya sabes que aquí en Nazaret la celebra-

ción viene después, así que ya te enterarás. ―Pues nada, José, a seguir bien... De todos modos no lo dejéis para

muy tarde, que aunque sea lo importante tampoco es necesario ser padre antes que esposo, y lo primero ya se ve que va por buen camino. ¡Enhora-buena!

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A las últimas palabras Eliazar ya se había vuelto, marchando la calle abajo sin prestar más atención.

José, que se había quedado por un instante rígido, siguió andando con paso de autómata, hasta que se dio cuenta de que tenía que apoyarse en una tapia cuando ya estaba casi en la vieja casa de Joaquín. Sin conse-guir pensar en nada, tras respirar tres veces hondo con la esperanza de que subiese algo de sangre a la cara y componer un poco el semblante, siguió andando dando despacio la vuelta a la casa.

Atrás, bajo la parra que plantara Joaquín, estaba María, de pie, dán-dole la espalda al principio, y volviéndose lentamente a su tímido carras-peo después, para enseñar una figura que en su túnica sin manto mostra-ba, apenas apuntadas pero claras, aún elegantes, las líneas de la materni-dad que viene. Hasta que, tras mirar a José en los ojos, se echó las manos al rostro y rompió en sollozos, su cara se había vuelto por un momento pequeña, como más de niña, amenazando con perderse del todo en el fondo abierto y negro de sus ojos grandes, muy grandes. A José le llegaron esos ojos de espanto tan al alma que el dolor de María reflejado en ellos se le hizo en un instante la fuente del suyo, y no su honra de patriarca que, a pesar de la inocencia que leyó en aquel semblante, estaba allí pa-tentemente humillada ante sus ojos.

―María, por Dios, dime algo ―se atrevió a decir tras largo rato, cuando su llanto se le hizo insoportable.

De los sollozos salió como de un pozo de amargura la débil voz de María:

―¿Qué te voy a decir? Es imposible. Vete con Dios y que El se apiade de todos nosotros y sea mi testigo, si lo tiene a bien.

―Pero, ¿testigo de qué? ―De nada, José. Ahora vete, te lo ruego. En llanto aún más profundo, cayó María primero de rodillas y luego al

suelo, recogiéndose como un ovillo que al hacerse cada vez más pequeño quisiera desaparecer. Aún intentó él acercarse un paso.

―Ve con Dios, José; te lo pido por favor. ¿No ves que si te quedas aquí yo me muero?

Cuando, dando otra vez la vuelta a la casa, enfiló el camino hacia Ca-ná, José oía aún tras de sí los sollozos de María, que le perseguían como dardos, despertando los suyos propios con más fuerza ahora que, solo, carecía de sentido reprimirlos.

Cuando volvió a casa, no sabía qué hora era, ni dónde había estado. Despacio, se dirigió al cobertizo de la parte de atrás y empezó a cortar un tronco que le había traído su hermano unos días antes. El ritmo del hacha,

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que con el cansancio le salía lento, era una consoladora invitación a no pensar y a dejar correr las lágrimas, hasta que por un momento se olvida-ba de dónde venían; para volver a prorrumpir en sollozos otra vez a la mí-nima interrupción y, con ellos, a atacar con más furia la madera.

Ya era de noche cuando José pensó que era tonto seguir cortando le-ña tres días seguidos y decidió sentarse con un vaso de vino a intentar por primera vez desde la mañana poner algo de orden en su cabeza.

«Primero: ¿de quién era el hijo que esperaba María? Si fuese de un salteador de caminos, ¿por qué no dar una explicación que es sencilla co-mo el agua? Si es de un mal paso, se podía haber dicho también. Una vez que María decide casarse conmigo, ¿por qué esperar sin decir nada a que yo me dé cuenta? Además, María no da malos pasos. Entonces ama al pa-dre, y no a mí. Mas, si esto es así, ¿entonces por qué se casa conmigo? ¿A la fuerza?, ¿por obligarle Ana? Pero...»

José se rendía. No tanto por no encontrar una explicación lógica, sino mucho más porque ninguna de las que se le ocurrían casaba con la faz de María de la que él se había enamorado, ni con la que había visto un ins-tante antes de que rompiese a llorar. Aquellos ojos de pena tan grandes no los podía quitar de su memoria.

¿Y qué iba a ser de María...? Automáticamente, casi sin darse cuenta de lo que hacía, empezó a recoger lo poco que él necesitaba para un viaje: la espada, su manto de invierno, algo de comida, el dinero que había aho-rrado en los últimos meses. A los borregos les echó pienso para unos días; ya pasaría el buen Eliud por allí. Y el propósito se iba concretando en firme resolución: de madrugada pasaría por casa de María, y si ella no tenía otra cosa que decir, la repudiaría de palabra, para que fuese libre de la prome-sa de su padre; pero en secreto, para que pudiese también, una vez que él estuviese lejos ―muy lejos, para no volver nunca más― atribuirle la cria-tura, si quería. La honra de María estaría así a salvo, y la suya..., bueno la suya... ¡En cualquier caso qué más daba, si iba a perderla a ella! El recuer-do de sus ojos, que por una vez pudo aguantar sin romper a llorar, le con-firmaba contra su instinto de patriarca ―¿qué pensarían sus padres hasta Abraham?!― de que esta vez había decidido lo justo.

Y al terminar de empaquetar se rindió al triste agotamiento, en un sueño profundo que no podía atribuir al poco vino que había bebido.

* * *

Se levantó de un salto para encender aprisa la lámpara con la última brasa que aún quedaba en el hogar. Todavía era noche cerrada. José se sorprendía de que todo estuviese en su sitio, tan real; de que en el cielo

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las estrellas siguieran brillando como cada noche; y de que un grillo de primavera cantase fuera junto a la puerta. A conciencia ordenó la casa: María tendría que encontrar todo en su sitio. Se lavó y se acicaló con sus mejores ropas. A la burra le puso el aparejo de feria; y de lejos, después de otros muchos preparativos, se oyó el primer canto del gallo.

«Y le pondrás por nombre Jesús...»: él, José, al hijo del Altísimo y de María, la virgen. Jesús, hijo de José, lo llamará la gente. «¡Y yo quería irme con mi tío a conducir caravanas...! ¡Seré animal!». Y el grillo se empeñaba en seguir cantando, como si no pasase nada. «Para que se cumpla la Escri-tura...»: José le iba dando vueltas a las palabras del Señor, palpándolas casi, como si fuese cada una moneda de oro que guarde perenne su con-torno. «No temas traer a María a casa como esposa...»; y las lágrimas le salían blandas a los ojos de pensar que allí en la otra casa junto al molino la virgen seguía llorando de vergüenza, por él...

Al segundo canto del gallo ya estaba en el arroyo grande, y el tercero le cogió en la cuesta, casi al final, tirando del burro, que se empeñaba en no entender en su letargo el paso alegre de José.

Cleofás terminaba de lavarse bajo la parra cuando llegó. Y casi se asustó al ver la cara de triunfo de su amigo.

―Pero, José, ¿qué haces aquí? ―A por mi esposa. Que se prepare, que me la llevo. ―¿A estas horas? María ―gritó su hermano―, ¡a ver este loco de tu

novio, que te quiere raptar de madrugada! Ana salió a la puerta, sin saber qué cara tenía que poner aún. Des-

pués vino María, que tenía trazas en su pelo suelto de haberse peinado deprisa y corriendo y ojeras de haber llorado la noche entera. Efraín salió también, frotándose las legañas, para no perderse el tumulto que se esta-ba organizando.

María apenas se paró un momento en el umbral para escrutar en muda y ansiosa pregunta el rostro radiante de José, y saltó al verlo en un gozo que él no había visto nunca en ella tan de cerca.

―¡José! ―y se echó a sus pies con el grito, antes de que se diese cuenta, abrazando sus rodillas y llorando, esta vez de alegría― ¡Lo sabía, sabía que Él te lo diría!

Los presentes no se atrevían ni a mover un párpado, contemplando de lejos cómo José la levantaba.

―Sí, María, lo sé. ¿Me vas a perdonar? ―¿Me perdonarás tú a mí, por pensar que no me creerías? María alzó un momento los ojos para mirarle, y apuntando en ellos

una última sombra de recelo, preguntó:

CUENTOS

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―Y lo otro, José, quiero decir... tú y yo, ¿lo sabes también? ―Todo, María. Reflejando en el rostro, llena, la paz que había estado esperando por

meses, María volvió a dejar caer la cabeza, con un suspiró que pareció echar de ella las penas de muchos llantos.

―¡Hala, a casa!, que me harás el desayuno abajo. Ana, al mediodía llegará el rabino y se hará la ceremonia; ya bajaréis después las cosas. Em-paquetad ahora lo imprescindible, que me la llevo. Arriba, esposa, que nos vamos.

Ana se echó al cuello de José, llorando a moco y baba; Cleofás decidió que era sensato aparejar otra burra para el equipaje de su hermana; y a Efraín, pensando que las personas mayores hacen cosas muy raras, tras intentar fallidamente dar una patada al gato, se le empezó a ocurrir que a lo mejor hoy con tanto revuelo se terciaba un pretexto para no ir a la es-cuela.

Y así, una hora después, tras no haber podido resistir a su suegra, que mientras María recogía sus cosas se había empeñado en hacerle desayu-nar, José bajaba la cuesta con su nueva esposa, despacio, parándose de cuando en cuando a mirar asombrado cómo una reina se había dignado tomar montura en su burra de aldeano. Y entonces salía corriendo a coger más flores. María, que de tantas no sabía ya dónde ponerlas, parecía una cascada de primavera que reía a cada nuevo ramo, con aquella risa de cristal que llegando al fondo del valle había pasado a ser para José, como el arroyo y los corderos y los lejanos golpes de fragua, un trozo más del paisaje en torno a casa. Y al verla así, mientras riendo trataba de colgar a la burra una guirnalda en la oreja, se olvidó de la litera guarnecida en mar-fil que hubiese querido para ella; y pensó que María valía ya de por sí para hacer de su burra un trono, de su casa un palacio y de la aldea la corte de un nuevo imperio, en el que él sería guardián y paladín del honor de la reina. Y así, terminando los dos una canción, llegaron a la vieja casa de Ja-cob, recien pintada, que de puro blanco parecía reir también al recibirlos.

La casa era de dos piezas, con una parra que hacía de porche. Detrás, donde antes dormían los chicos, había montado José el taller en otro ter-cer cuarto que quedaba al otro lado del corral. María iba mirando con re-verencia el hogar, los cántaros, el armario de cocina, la mesa en el centro de la habitación principal, a la que se entraba directamente desde la puer-ta emparrada que da al camino. José apartó la pesada cortina que, dando paso a la pieza interior, dejaba al descubierto un cuarto pequeño con una cama grande, un armario, la vieja cuna de familia recién pintada y un es-

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pejo que junto a la ventana se levantaba sobre una mesa también recién terminada de montar.

―Aquí dormirás tú, María, con el niño; hasta que se haga grande y se venga conmigo.

La llevó después al taller, donde en un rincón José había instalado otro dormitorio.

―Y aquí dormiré yo. María, que ponía en cada gesto un mundo entero de sentido, le mi-

raba silenciosa con unos ojos de los que salía casi cantando el agradeci-miento. Un poco cortado, José se rascaba la cabeza como solía hacer cuando era el caso, y miraba aquí y allá sin encontrar entre los cacharros del taller ningún objeto digno de fijar la vista en él. María, de pie a su lado, seguía mirándole.

―Quiero decir..., bueno, lo de dormir aquí..., esto no me lo ha dicho el Señor ―siguió José―; me lo han estado diciendo tus ojos con un len-guaje que yo no he entendido hasta hoy, pero que se me hizo esta maña-na claro como lo otro.

―Eres bueno, José. No, María, si no es difícil: ¿cómo iba yo a conocer a la madre de mi

Señor? ¿Y no es un gozo tenerla en casa y ser como esposo el guardián de la siempre virgen? Ya veremos cómo lo hago..., el Señor me ayudará. Y cuando se ponga difícil..., bueno, pues tengo unos troncos detrás del co-rral: cortar leña me va muy bien en estos casos; y te tengo a tí, mujer, si me dejas quererte.

María había escuchado las fuertes palabras de José sin bajar un ins-tante la vista, sin que un tinte de rubor le subiese a las mejillas, segura en la fuerte y recia inocencia de los ojos claros de su esposo. Se le acercó, mi-rándole sin levantar la cabeza, como de reojo hacia arriba, con un gesto que le daba un punto de pillería, y con una firmeza que se deshacía poco a poco en alegría, le dijo:

―Te quiero, José. Te anuncié que lo haría y cumplo ya hoy la prome-sa con toda mi ilusión de novia. Porque eres bueno, y alegre de mirar; porque eres recio como el roble viejo de la fuente y limpio como el campo en primavera. ¡Bendito seas, José, que tu renuncia a conocer mujer te ha-ce mi esposo y padre de lo que nacerá de mí! ¡Te quiero, patriarca!, ¡verás que felices vamos a ser, con Dios en casa!

Al terminar, María miraba con su sonrisa de fiesta la cara que a José también se le había vuelto de niño. Le cogió del brazo y casi apoyada la cabeza en su hombro salieron del taller.

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―Vamos, marido, enséñame los borregos. Pero date prisa, que a es-tas horas ya sabrá todo el pueblo lo de la boda y habrá que empezar a arreglarse para no hacerles esperar después.