La Obra Transformable

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LA OBRA TRANSFORMABLE Nos hemos preguntado a menudo qué rostro tendría el arte en esta segunda mitad del siglo XX e incluso si, después de tan alocada generosidad de inventiva y habiendo hecho gala de tal libertad de creación, sabría encontrar en sí mismo bastante juventud aun como para cambiar. Es que de hecho el espiritu, ocupado por la gran aventura que habría de imponer durante cincuenta años el cubismo, lo abstracto y, alimentadas de estos, otras tentativas menos definibles, se obstinaba en descubrir los indicios de una actuación nueva dentro de la repetición de una poética notable pero ya sin sorpresa, en proyectar mentalmente el carácter de un arte futuro en correspondencia con los condicionamientos plásticos sobre los que se fundaron esos dos valores esenciales. Decir también que regresábamos a ellos, siempre insatisfechos además, y sin ver que más de un artista, aquí y allá, incorporaba a sus búsquedas un elemento vital que expresaba una necesidad más profunda, actual, que no aspiraba a destacar una creación original; sin tampoco entender bien que una obra tan prestigiosa como la de Calder, no solamente no se limitaba a un genio aislado sino incluso comprometía el destino mismo de la obra de arte, cuestionando sus principios más absolutos y abriendo el camino a una concepción acerca de la cual debemos hoy, unos y otros, reflexionar. En arte, nunca hay que poner mucho énfasis en provocar revoluciones: éstas acaban por llegar solas y la impaciencia lleva la mayor parte de las veces a quedarse satisfechos con soluciones hábiles que las circunstancias hacen ver como descubrimientos. Sin embargo, ¿hay alguna revelación? He aquí que el escepticismo entra en juego y puedo empezar por responderme a mí mismo que, después de todo, la Antigüedad ya conocía el movimiento real combinado con la plástica y que debemos a los griegos esculturas con brazos o alas móviles. Pero no vamos a traer tan lejanas referencias, ni a reconocer, llegado el caso, en viejos mecanismos y antiguos juguetes, los ancestros de las obras más inspiradas de nuestro tiempo. Lo que acerca a unos y otros es una evidencia material, puesto que cae por su propio peso que las preocupaciones y los objetivos difieren totalmente. Nos encontramos entonces delante de la

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LA OBRA TRANSFORMABLE

Nos hemos preguntado a menudo qué rostro tendría el arte en esta segunda mitad del siglo XX e incluso si, después de tan alocada generosidad de inventiva y habiendo hecho gala de tal libertad de creación, sabría encontrar en sí mismo bastante juventud aun como para cambiar. Es que de hecho el espiritu, ocupado por la gran aventura que habría de imponer durante cincuenta años el cubismo, lo abstracto y, alimentadas de estos, otras tentativas menos definibles, se obstinaba en descubrir los indicios de una actuación nueva dentro de la repetición de una poética notable pero ya sin sorpresa, en proyectar mentalmente el carácter de un arte futuro en correspondencia con los condicionamientos plásticos sobre los que se fundaron esos dos valores esenciales. Decir también que regresábamos a ellos, siempre insatisfechos además, y sin ver que más de un artista, aquí y allá, incorporaba a sus búsquedas un elemento vital que expresaba una necesidad más profunda, actual, que no aspiraba a destacar una creación original; sin tampoco entender bien que una obra tan prestigiosa como la de Calder, no solamente no se limitaba a un genio aislado sino incluso comprometía el destino mismo de la obra de arte, cuestionando sus principios más absolutos y abriendo el camino a una concepción acerca de la cual debemos hoy, unos y otros, reflexionar. En arte, nunca hay que poner mucho énfasis en provocar revoluciones: éstas acaban por llegar solas y la impaciencia lleva la mayor parte de las veces a quedarse satisfechos con soluciones hábiles que las circunstancias hacen ver como descubrimientos. Sin embargo, ¿hay alguna revelación? He aquí que el escepticismo entra en juego y puedo empezar por responderme a mí mismo que, después de todo, la Antigüedad ya conocía el movimiento real combinado con la plástica y que debemos a los griegos esculturas con brazos o alas móviles. Pero no vamos a traer tan lejanas referencias, ni a reconocer, llegado el caso, en viejos mecanismos y antiguos juguetes, los ancestros de las obras más inspiradas de nuestro tiempo. Lo que acerca a unos y otros es una evidencia material, puesto que cae por su propio peso que las preocupaciones y los objetivos difieren totalmente. Nos encontramos entonces delante de la obra transformable. Puede que se trate de la movilidad de la pieza, del movimiento óptico, de la intervención del espectador, la obra de arte evoluciona, por su propia substancia, por su propia naturaleza, constantemente y puede ser indefinidamente recreable. Pintura o escultura -aun cuando sea cada vez más difícil de aparentarlo en uno u otro género- se han liberado de su carácter inmutable, de su fijeza total, de esta obligación de ser una composición definitiva que nos complacía reconocerle; me apresuro en precisar que no hace falta confundir el movimiento que pretendemos descubrir con aquel del cual oímos hablar. El sentido del primero es metafórico; el segundo se refiere a un fenómeno real. Si sus medios, sus técnicas varían, si se puede explicar de diversas maneras, su significación material y física no se nos debe escapar, evidentemente. Esta distinción fundamental la comprendió muy bien Marcel Duchamp cuando concibió, entre 1919 y 1925, sus series de discos de cartón que giraban sobre un fonógrafo, su filme abstracto y, finalmente, su MACHINE OPTIQUE que funcionaba con electricidad y describía espirales, como la mayor parte de los discos. Esta famosa MÁQUINA engloba ya todas las propuestas que van a guiar, veinticinco años más tarde, a artistas jóvenes y también a artistas reconocidos que desconocían o habían olvidado su existencia.Sin embargo, esas obras de Duchamp combinan el movimiento real y el óptico. Un gran plástico como Vasarely abordará el problema de otra manera al realizar para la Ciudad Universitaria de Caracas un panel con láminas de aluminio y añadiéndole grafismos sobre plexiglás, de manera que la composición cambia por desplazamiento del campo

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visual del espectador; también la luz del día y la iluminación artificial constituían fuentes de animación. A mi entender, es significativo que para un pintor como Vasarely, cuyo nombre permanece vinculado al gran periodo abstracto de sus diez últimos años, el movimiento, la obra transformable, aparecen como la consecuencia de esa abstracción.Para no haber sido razonada de la misma manera y de la diferente perspectiva y comportamiento intelectual que impone la diferencia generacional, es una lógica bastante similar la que condujo a jóvenes como Agam o Bury a imaginar obras en cuya transformación participa el espectador. En Agam, esta libertad lo fuerza casi a revelarse a sí mismo por mediación de una suerte de grafología plástica, ya que puede disponer en su superficie, según lo entienda, los elementos autónomos del cuadro. Otra técnica de Agam, no menos seductora, utiliza de igual forma el movimiento óptico y desemboca en diversas composiciones gracias a una serie de relieves hechos en la madera. Aunque más sutilmente, es otra vez el interés visual lo que es suscitado por Soto; en unas ocasiones con desplazamientos frente a pinturas sobre vidrio, en otras es la insistencia de la mirada la que anima una geometría delicadamente reducida al cuadrado o al círculo. Bury, desde cierto punto de vista más cercano a la escultura, dispone sobre la pared o encima de un zócalo sus sencillos elementos móviles. Sabemos que la escultura propiamente dicha está lejos de desentenderse del movimiento; Jacobsen consiguió incorporar perfectamente partes móviles a sus sólidas construcciones de hierro y que estas partes constituyeran a veces el elemento esencial. No es poco atractivo que a sus formas a veces estrictas, rudas al tacto, una simple presión de los dedos las haga pivotar suavemente y recrear en el aire otras esculturas efímeras, sugestivas.El gesto de un niño también anima un Calder; un soplo, y tanto se ha escrito sobre la trayectoria de estos impresionantes MÓVILES que sería vano comentarlos ahora. Al igual que Calder, Tinguely se interesó por la movilidad de la obra, pero la concibe, y su éxito en este terreno es incuestionable, en función de la mecánica y de la electricidad. Sus cuadros animados representan el modelo de la obra transformable; sus relieves mecánicos, sus sorprendentes esculturas que se animan delante de nuestros ojos, alrededor de nosotros, en todo el espacio, para danzas donde los colores, las varillas y las placas metálicas adquieren, no sin humor, humanidad y revelan las inmensas posibilidades que brinda el movimiento.Sí, este arte nuevo, que es espectáculo y no se puede imponer o comparar a otras artes, que no las condena y que, afortunadamente, ellas tampoco le condenan, que continúa satisfecho de pertenecer al mundo de la plástica, y de la poesía de las formas, este arte nuevo, jugando unas veces con efectos ópticos, otras con la animación, e incluso con nosotros, que lo quiere captar todo, retener todo, metamorfosearlo todo, sigue, en sus dones y exigencias como conquistador, maravillándonos y asombrándonos. ROGER BORDIER