La Pieza Central

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La pieza central Vicente Fernández Saiz 1 LA PIEZA CENTRAL El diario apareció casi por casualidad. Lo encontré dentro de una caja de música con exteriores de laca y forrado por dentro con fieltro azul. Estaba en un pequeño trastero, junto a otro montón de objetos inservibles, metido en un baúl de madera atacado ya por la polilla. Seguramente pertenecía a los primitivos propietarios de la casa y los sucesivos moradores de la vivienda no se atrevieron a deshacerse de él. Yo iba a dejarlo todo tal y como estaba, pero al ver la caja la rescaté de aquel lugar tan poco digno para ella. La verdad es que siempre me habían llamado la atención esas melodías sencillas, casi infantiles, que salían de su interior. Cuando vi por primera vez una, creo que tenía cinco o seis años, pensé que una orquesta de duendecillos estaba metida dentro y se ponía en marcha cada vez que, al abrirla, se sentían liberados de aquella oscuridad en la que estaban inmersos. En un principio apenas si me fijé en él. Me limité a echarle un vistazo por encima. En sus hojas amarillentas y con algunas manchas de humedad, causadas por el paso del tiempo, se desparramaban los renglones de una letra de rasgos góticos que ahora ya casi no se usan y que denotaban un laborioso aprendizaje de la grafía. Lo metí en un cajón del armario del salón en donde habían acumulado un sinfín de pequeñas cosas, de esas que nunca sabes dónde colocar, porque lo que entonces verdaderamente me interesaba era la caja de música. Al cabo de una semana, al ir a buscar un tubo de pegamento, lo vi. Fue entonces cuando la curiosidad por conocer su contenido me hizo abandonar la primera intención de pegar un tope para que la puerta del baño no golpeara contra la pared. Lo leí de un tirón y aquella noche me estuve preguntando cómo sería aquella niña que había escrito esas páginas. Me llamó especialmente la atención el hecho de que no ponía ningún nombre, ni había fechas que señalaran el día del mes o del año. Me hubiera gustado hacerme una idea aproximada de cuándo ocurrieron aquellos hechos. Pensaba en la posibilidad de que alguien pudiera contarme el final de aquella historia que había logrado engancharme y que tan enigmáticamente habían cercenado. Incluso llevé la caja de música a

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La pieza central Vicente Fernández Saiz

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LA PIEZA CENTRAL

El diario apareció casi por casualidad. Lo encontré dentro de una caja de música con

exteriores de laca y forrado por dentro con fieltro azul. Estaba en un pequeño trastero, junto

a otro montón de objetos inservibles, metido en un baúl de madera atacado ya por la polilla.

Seguramente pertenecía a los primitivos propietarios de la casa y los sucesivos moradores de

la vivienda no se atrevieron a deshacerse de él. Yo iba a dejarlo todo tal y como estaba, pero

al ver la caja la rescaté de aquel lugar tan poco digno para ella. La verdad es que siempre me

habían llamado la atención esas melodías sencillas, casi infantiles, que salían de su interior.

Cuando vi por primera vez una, creo que tenía cinco o seis años, pensé que una orquesta de

duendecillos estaba metida dentro y se ponía en marcha cada vez que, al abrirla, se sentían

liberados de aquella oscuridad en la que estaban inmersos.

En un principio apenas si me fijé en él. Me limité a echarle un vistazo por encima. En

sus hojas amarillentas y con algunas manchas de humedad, causadas por el paso del tiempo,

se desparramaban los renglones de una letra de rasgos góticos que ahora ya casi no se usan

y que denotaban un laborioso aprendizaje de la grafía. Lo metí en un cajón del armario del

salón en donde habían acumulado un sinfín de pequeñas cosas, de esas que nunca sabes

dónde colocar, porque lo que entonces verdaderamente me interesaba era la caja de

música. Al cabo de una semana, al ir a buscar un tubo de pegamento, lo vi. Fue entonces

cuando la curiosidad por conocer su contenido me hizo abandonar la primera intención de

pegar un tope para que la puerta del baño no golpeara contra la pared.

Lo leí de un tirón y aquella noche me estuve preguntando cómo sería aquella niña

que había escrito esas páginas. Me llamó especialmente la atención el hecho de que no

ponía ningún nombre, ni había fechas que señalaran el día del mes o del año. Me hubiera

gustado hacerme una idea aproximada de cuándo ocurrieron aquellos hechos. Pensaba en la

posibilidad de que alguien pudiera contarme el final de aquella historia que había logrado

engancharme y que tan enigmáticamente habían cercenado. Incluso llevé la caja de música a

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una tienda especializada en juguetes antiguos para ver si podían repararla. Suponía que

oyendo sus notas podría obtener alguna pista sobre su dueña. Pero pronto todo aquello

cayó en el olvido, porque la preocupación por el tema duró, tan solo, unas horas. Lo mío

siempre ha sido eso: durante la noche le doy vueltas a las cosas, incluso las más

insignificantes, y mi cabeza parece empeñarse en magnificar nimiedades y hacer de ellas un

cúmulo de preocupaciones insalvables. Menos mal que a la mañana siguiente sólo queda de

todo aquello un fuerte dolor de cabeza producido, seguramente, por la falta de un sueño

reparador. Sin embargo, no puedo evitarlo. Es como si, con la oscuridad, las preocupaciones

entraran en una espiral que se va agigantando hasta hacerse tan grande que acaba por

chocar con los huesos del cráneo y, al no encontrar salida, gira y gira buscando un resquicio

por donde liberarse de aquella opresión. Esto hace que me haya acostumbrado a pasar

muchos ratos en vela y suerte tengo si logro hilvanar cuatro o cinco horas de un tirón y

aunque me vaya pronto a la cama, el resultado siempre es el mismo: sólo a partir de las

tantas consigo dormirme. Por eso no es raro que aquella madrugada, cuando Elisa se fue, yo

estuviera profundamente dormido.

Hasta ahora no encontraba el momento de empezar a escribir este diario que mi

padre me regaló cuando volvió de uno de sus viajes. Algunas noches, cuando en mi

habitación hacía recuento de lo ocurrido durante el día, llegaba a la misma conclusión: no

había pasado nada importante que mereciera la pena ser reflejado. Siempre era lo mismo.

Mi vida transcurría entre mi madre, el colegio, los ratos que pasaba con Isabel y la espera del

fin de semana para ver regresar a mi padre.

Sin embargo, hoy, como ha habido un cambio de planes y no sé qué hacer, he

decidido romper el miedo que siempre me dio esa primera hoja en blanco. Al salir de clase

me he encontrado a mi madre sentada en el porche. Tenía el semblante triste y estaba más

pálida de lo normal. Desde hace un par de años siempre está así, como si la sangre no llegara

con suficiente fuerza a su cara y ha perdido ese tono sonrosado que daba una viveza especial

a sus mejillas. La veo más apagada. Nunca se ríe. Antes, cuando era una niña, jugaba mucho

conmigo y nos reíamos por cualquier cosa. Ella decía que así se nos hacían más cortos los

días hasta que llegara el fin de semana y papá regresara. Y, el viernes por la tarde, cuando

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salía del colegio, las dos nos metíamos en el cuarto de baño y con sus potingues nos

arreglábamos para que él nos viera. "Como dos princesas", decía en cuanto salíamos a

recibirle. Y yo me abrazaba a él con fuerza. Luego me desesperaba buscando alguna

chuchería o algún detalle que siempre traía escondido en los bolsillos de su chaquetón.

Ahora me sigo preguntando qué es lo que vio Elisa en mí. Siempre he carecido de

esos encantos superficiales que uno percibe como imprescindibles para facilitar ese primer

contacto. Yo soy, más bien, un tipo de esos llamados "poca cosa": esmirriado y sin ningún

atractivo externo que hiciera que las chicas se percataran de mi existencia. Lo supe desde

pequeño y lo sufrí en silencio, sin manifestárselo a nadie. Además, y para mayor desgracia

personal, esa apariencia externa iba de la mano con una notable disposición a un

apocamiento, proveniente, sin duda, de una baja autoestima en lo referente a mi aspecto

físico.

Fueron muchas las veces en que pensé en lo injusto que era aquello. Pasada la

adolescencia, en esos años en los que uno, por primera vez, se empieza a interesar de

manera obsesiva por el sexo opuesto, me di cuenta de que las mujeres siempre se quedaban

en una primera inspección sobre mi persona. Para ellas yo era un ser insignificante (a veces

llegué a pensar que hasta repulsivo), que no entraba dentro de los parámetros mínimos para

ser tenido en cuenta como alguien con quien tener un atisbo de aventura.

Todo esto no fue óbice para que, con el tiempo, acabara enamorándome varias

veces, aunque, justo es decirlo, de forma secreta. Para cuando esto ocurrió yo ya había sido

capaz de superar parte de esa timidez que me atenazaba cada vez que me dirigía a una

mujer. Y es que no me quedó más remedio que ir adaptándome a aquella selva humana que

para mí constituía la lucha por el género femenino. Fui observando cómo había otras

personas que empleaban, como estrategia válida para ese primer contacto, la verborrea

sobre un montón de futilidades. Así que, obligado por las circunstancias, me decidí a sacar la

inagotable fuente de conocimientos que había adquirido a lo largo de mi vida. Hay que tener

en cuenta que mientras la mayoría de los congéneres de mi especie mataban el tiempo de

cualquier manera, yo lo pasaba en compañía de libros y más libros. Esto hizo que me

convirtiese en una enciclopedia ambulante, en una persona capaz de saltar la banca de los

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concursos televisivos, de esos que se adjetivan como culturales, y de poder hablar de

cualquier tema con la misma facilidad con la que los demás discutían sobre un partido de

fútbol. Y, poco a poco, vi que aquel ritual basado en un despliegue de todo un sinfín de

saberes, no sólo me propiciaba los primeros contactos con las mujeres, sino que además me

servía para alejar momentáneamente de ellas a alguno de mis competidores, que decidían

quedarse en un segundo y discreto plano por temor a que sus carencias quedasen en

evidencia.

Pero contrariamente a lo que se puede suponer con estos detalles, mis progresos en

el galanteo se quedaron en esa primera fase. No pude pasar de ahí. Al igual que si hubiera

aprendido tan difícil arte por fascículos coleccionables y, por alguna extraña razón, no me

hubiera llegado el último, nunca logré reunir la valentía suficiente para declararme. Y, como

consecuencia de ello, acabé llevando lo que los demás dieron en llamar un celibato

placentero. Claro está que esto es lo que ellos pensaban, porque la realidad era otra muy

distinta. Desde mi punto de vista, mi vida amorosa ha sido esencialmente trágica, aunque

con el atenuante de que dicha tragedia sólo me afectaba a mí. El cataclismo ocurría cada vez

que tenía que dar ese maldito último paso y me entraba un pánico exacerbado a no ser

correspondido, a recibir un no por respuesta, a que se compadecieran de mí; en resumidas

cuentas: a hacer el más grande y sonado de los ridículos. Así que, por las mismas rendijas por

donde iba dejando escapar las posibilidades de tener una relación amorosa exitosa, se iba

también el tiempo y con él los sueños.

Esta tarde, mi madre, al verme, se ha limitado a levantar un poco la mirada y me ha

dicho que mi padre ha venido, pero que ha tenido que volverse a ir. Me ha extrañado mucho,

porque hace quince días me dijo que faltaría la semana pasada, pero que ésta tenía que

hablar sin falta conmigo de una cosa muy importante.

Seguramente anda con retraso y no habrá acabado de dar salida a la mercancía de

verano. Eso es lo malo del empleo de mi padre. Además de pasarse los días de pueblo en

pueblo, durmiendo en pensiones baratas, cuando llega el nuevo género de temporada, al

señor Corrales, el dueño del almacén, le entra la prisa y no quiere que se le adelante la

competencia. Mi madre no se cansa de decir que el señor Corrales es un explotador, pero mi

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padre le defiende. Piensa que así puede sacar unos duros extras para ir ahorrando para el

coche. Ahora va hasta Ponferrada en autobús y allí coge la furgoneta de los almacenes y

hace la ruta que le toca.

Elisa fue un renacer de esos sueños. Fue como abrir un paréntesis en algo que yo

había considerado como punto y final. A mis cuarenta años, y tras casi una decena de ellos

sin el más mínimo escarceo amoroso, se presentó por sorpresa. Hacía ya varias semanas que

había alquilado esta casa porque la empresa para la que trabajaba me había encargado

comprobar las mediciones de viento que se daban en la zona. Se trataba de conocer qué

vertiente de la sierra tenía las condiciones idóneas para montar un parque eólico. La

vivienda era un viejo caserón que había estado deshabitado durante casi dos décadas

porque sus dueños emigraron y no volvieron nunca por el pueblo. Hacía varios años que una

inmobiliaria se hizo cargo de ella y después se la vendió a una empresa que se dedicaba a

reparar casas rurales para ponerlas en alquiler.

Era demasiado grande para una sola persona, pero no había en la zona más

alojamiento que éste o la media docena de habitaciones que ofrecía una pensión de poca

monta con un par de duchas para todos los huéspedes. Y el pasarme los dos meses que iba a

durar el trabajo compartiendo aseo con desconocidos, no me ilusionaba lo más mínimo.

Además, yo no iba a pagar la factura.

A los pocos días de estar allí, me di cuenta de que necesitaba a alguien para que la

adecentase y no acabara siendo una leonera. Y de paso podría hacerme las labores que

hasta entonces me había hecho siempre mi madre: lavar, planchar y cocinar. Así que puse un

anuncio, indicando el número de mi móvil para que pudieran llamar a cualquier hora, hice

media docena de copias y las distribuí por varios lugares de la comarca..

Hizo falta más de una semana para que apareciera la primera y única candidata. Casi

me había resignado a aceptar la oferta que mi madre me había hecho -quería venir ella

porque temía que "su niño" estuviera todo el día hecho un adán y comiera a base de latas-,

cuando Elisa apareció. Nada más verla comprendí que aquella mujer me iba a interesar

como algo más que una empleada del hogar. Tendría poco más de treinta años y vestía una

camiseta blanca con unos tejanos ceñidos al cuerpo que le daban un aspecto muy juvenil. Y

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además, aquel cutis moreno y aquel acento tan dulce, propio de un país sudamericano,

acabaron por convencerme de que era la aspirante ideal.

Admito que las reflexiones internas que me iba haciendo cuando hablábamos de las

condiciones económicas y las tareas que debía realizar no fueron de lo más púdicas, pero no

pude evitarlo. Fue todo como cuando años atrás me enamoré de las demás mujeres.

Siempre ocurría igual: las mismas sensaciones en el estómago, la flojera en las piernas y,

sobre todo, la imperiosa necesidad de dar una imagen de amable y cordial que pudieran

enmascarar el poco atractivo físico que creía tener.

Anoche he dormido muy poco. Iris, el perro que mi padre trajo hace cuatro años,

cuando apenas era un cachorro, se ha pasado la noche ladrando y arañando la puerta de la

bodega. He oído cómo mi madre se levantaba varias veces y le ordenaba que se callara sin

éxito. Como último recurso ha optado por atarle en la caseta del jardín, pero sólo ha

conseguido cambiar sus ladridos por un aullido lastimero.

Mi madre no le tiene ningún cariño. Nunca fue partidaria de tener animales en casa, a

pesar de que disponíamos de sitio suficiente. Con el paso del tiempo, los dos (madre y perro),

han llegado a soportarse mutuamente, en una relación basada en la ignorancia. Entre

semana yo soy la responsable de darle de comer, pero los fines de semana y en vacaciones

mi padre se encarga de él. No sé qué tienen estos animales, pero antes de que llegue a casa,

le huele en la distancia y se pone como loco a correr de un extremo a otro del jardín. Luego,

al verle, salta hasta la altura de su pecho y aunque le riñe porque le pone las patas encima y,

a veces le ensucia, no cesa hasta que le dice unas palabras de cariño y le acaricia el lomo con

unos sonoros palmetazos.

Elisa pronto se convirtió en el máximo interés de mi estancia en este lugar. Al

principio apenas si coincidíamos unos minutos. Llegaba por la mañana, antes de que yo me

fuera, y me limitaba a dar las órdenes pertinentes para el día. Después, progresivamente fui

alargando las tareas a realizar y cuando, por la tarde, regresaba, siempre la encontraba

metida en faena. Y entonces, empujado por una inercia innata en mí cada vez que me

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encontraba a solas ante una mujer que me resultaba atractiva, desplegué aquellas artes de

galanteo que hacía tiempo tenía olvidadas.

Primero fue un poco de conversación trivial, después, la charla se acompañó de un

café que se alargaba cada día más y, por último, Elisa acabó siendo la única persona a quien

comentaba los pormenores de mi trabajo. Yo aprovechaba la ocasión para intentar

impresionarla. Y de todos los papeles con los que podía deslumbrarla, elegí el de salvador de

la humanidad: una especie de mesías del futuro, que no sólo pretendía dotar a la comarca

de una energía limpia y no contaminante, sino que, además, estaba preocupado por

conservar los valores paisajísticos y naturales de la zona. Así, lo mismo le hacía ver lo

importante que eran mis informes para que el impacto medioambiental de la zona fuese lo

menos agresivo posible o para que el lugar de la colocación de los aerogeneradores no

rompiera el frágil equilibrio ecológico del ecosistema o, incluso, la trascendencia que tenía la

orientación de los "molinos" fuera de las rutas propias de las aves planeadoras, para que

éstas no se vieran perjudicadas por las corrientes de aire. Y ella parecía sentirse atraída por

mis historias y en cuanto llegaba enseguida me decía, con aquel acento que a mí tanto me

cautivaba, que le contara qué había hecho durante el día el "sembrador de vientos", como

ella me llamaba.

Fue a partir de ese momento cuando empecé a darme cuenta de que nuestra

relación había llegado hasta ese punto álgido que ya había alcanzado en otras ocasiones. La

situación demandaba algo más que un montón de palabrería barata que, a aquellas alturas,

no era más que una evasiva para no tener que enfrentarme al último y definitivo paso: una

declaración de amor en toda regla.

Con lo del perro me he levantado muy tarde. Al bajar he encontrado a mi tía Luisa en

la cocina. Había llegado a primera hora de la mañana. Mi tía Luisa es la hermana mayor de

los dos hermanos de mi madre. El otro se llama Tomás y se fue, hace ya muchos años, a

hacer fortuna a América. Sólo sé de él por lo que cuenta mi madre y por las cartas y fotos que

recibimos. Mi tía, aunque vive a una hora en autobús de aquí, nunca nos había visitado; ni

siquiera el día de mi primera comunión. Mi padre y ella no se llevan muy bien y, por eso,

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cuando queremos verla, mi madre y yo nos trasladamos a su casa. Tiene seis años más que

mi madre y vive sola porque está soltera. Se pasa el día en la iglesia oyendo misas y rosarios.

Al verme se ha acercado a mí y después de mirarme de arriba abajo, como si fuese un

fantasma, me ha dado un abrazo que me ha parecido que duraba una eternidad. Al soltarme

ha derramado unas lagrimitas y, sin decirme nada, se ha dirigido hacia el tendal a ayudar a

mi madre que andaba con la colada. Luego, no se han separado ni un momento. Hablaban

en voz baja y, de vez en cuando, miraban de reojo, como si temieran que yo estuviera cerca

de ellas y pudiera enterarme de su secretas conversaciones. En el fondo, mi tía siempre ha

tenido miedo de que yo cuente a mi padre lo que ellas comentan.

El día, por lo demás, ha sido de lo más monótono. Ni siquiera he podido jugar con Iris.

Sigue aullando y mi madre no me ha dejado soltarle. Por primera vez, que yo recuerde, se ha

encargado ella de darle de comer. Tenía miedo de que me acercara a él porque decía que no

tenía el día muy católico y a lo mejor me mordía. Como veía que me aburría me ha dejado ir

a casa de Isabel. Cuando regresé las he vuelto a encontrar tal y como las dejé: distantes y

enigmáticas; parece que no se enteran de que existo. Aunque a lo mejor es preferible así.

Isabel me dice que su madre no cesa de repetir que está en una edad muy tonta y que yo

tengo suerte, porque siempre es mejor que no te hablen a que te estén todo el día

regañándote.

Antes de cenar mi tía me ha hecho sacar el libro del buen cristiano, del padre

Francisco Garzón, que me envió para mi primera comunión y ha leído tres veces la oración

para pedir el perdón de los pecados. Luego, me he ido a mi habitación a escribir estas líneas.

Creo que mi tía se quedará unos días.

Es curioso pero fue el diario el motivo por el que acabamos pasando la noche juntos.

Recuerdo que aquella tarde se había quedado algo más de lo normal para hacer limpieza

general: "nomás una pasadita", comentó con aquella dulzura que le daba ese acento

mejicano. Y en aquella pasadita lo encontró.

Todo fue después muy rápido. Yo creí intuir que ella mostraba interés por él y

acabamos los dos leyéndolo en el sofá. Lo demás no dejó de ser, por su parte, una suerte de

incitaciones en la que no hubo, ni tan siquiera, ese juego de resistencias pudorosas que yo

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pensaba que estaba innato en el manual de seducción de toda mujer. Contrariamente a lo

que yo había ideado en mis fantasías, no necesité hacer nada. Las cosas se precipitaron de

tal manera que todos mis complejos y mis miedos acabaron por derrumbarse como un

castillo de naipes en las torpes manos de un niño. Y sólo tuve que dejarme llevar.

Pero a la mañana siguiente ya no estaba. Se fue. Aprovechó esas primeras horas de la

madrugada en las que yo siempre suelo estar profundamente dormido. Desde ese momento

no he vuelto a saber más de ella. La fría soledad de aquel despertar fue sólo el anticipo de lo

que ahora me está pareciendo una larga glaciación. Ya no me interesa, ni tan siquiera, mi

trabajo. He llamado a la empresa para decirles que tenía gripe y están que trinan porque han

tenido que cancelar una entrevista con el presidente de una asociación de ecologistas. Por lo

visto se estaba poniendo un poco pesado con los daños que, según él, se podía causar a una

buitrera situada a unos diez kilómetros de la sierra.

Llevo tres días sin salir de casa. Analizo, al igual que si fuese un afamado terapeuta de

pareja, cada uno de nuestros encuentros, con el fin de descubrir cuál pudo ser el

desencadenante de aquella ruptura unilateral. Y aunque he repasado mi actuación y sé que

me he entregado demasiado en esta relación, temiendo que pudiera ser la última

oportunidad que el destino me ofrecía, no he logrado entrar en el subconsciente de Elisa.

Porque ahora, viéndolo desde la lejanía, me he percatado de que en ningún momento me

dejó penetrar en su intimidad. La primera vez que me interesé por su pasado, su semblante

se endureció hasta el punto de que los músculos de su cara se tensaron como las cuerdas de

una guitarra. Fue entonces cuando, mirando al interior de sus pupilas, pude adivinar las

profundas cicatrices que le había ocasionado una vida anterior sobre la que nunca quiso

pronunciarse y sobre la que nunca más me atreví a preguntar. A lo máximo que llegué fue a

dar vueltas al tema, como si fuera un coyote rondando alrededor del fuego. Y me tuve que

conformar con la sucinta información que me dio el día en que se presentó en esta casa: una

turista mejicana que quería recorrer la España rural y a quien no le importaba trabajar en lo

que saliera para pagarse parte de aquella singular aventura. El azar hizo que se encontrara

por la zona cuando puse el anuncio.

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Iris se ha muerto anoche. Mi madre y mi tía, antes de que yo me levantase, han

cavado una enorme fosa en la parte trasera del jardín y allí lo han enterrado. Me ha dado

mucha pena y me he pasado toda la mañana llorando en mi habitación. He querido ponerle

unas flores en la tumba, pero mi tía se ha negado en rotundo. Dice que eso es algo sacrílego,

que a los animales se les entierra y punto. Ni siquiera ha debido comprender el dolor que

tenía. Al final, mi madre me ha dicho que va a plantar allí un manzano. A Iris le gustará,

porque siempre le ha encantado tumbarse a la sombra de los árboles en cuanto calentaba un

poco el sol.

Desde que llegó la tía Luisa, mi madre está más rara que nunca. No sale de casa en

todo el día y se pasa las horas sentada en la cocina con la mirada perdida en alguna baldosa

del suelo. Cuando me he interesado por ella me ha contestado con evasivas. Para mí que

estas dos se traen algo entre manos y no quieren que yo me entere. Espero que para el fin de

semana mi tía ya no esté aquí. A mi padre no le haría ninguna gracia. Y encima se va a

encontrar con lo del perro.

Esta noche tampoco he podido dormir. Le echo la culpa a la cena. Desde que Elisa se

fue he abandonado hasta las necesidades primarias y mi escasa dieta alimenticia se

compone de leche, galletas, pan de molde y alguna que otra lata de conservas. El estómago

parece que se me ha revuelto y me daba la impresión de que lo tenía en la misma boca. Esto

ha hecho que me obsesionara con la posibilidad de que pudiera devolver. Soy muy propenso

a ello, así que para evitarlo he abierto la ventana para que me dé el aire. He permanecido un

buen rato observando la redondez de la luna, intentando no pensar en nada, pero, sin

quererlo, he caído en esas ausencias que llamamos recuerdos y no he podido evitar el

acordarme de mi niñez. Me veía con mi abuelo, cuando en verano mis padres me llevaban al

pueblo, y venía a mi memoria la imagen de aquel cielo limpio y estrellado que los dos

escudriñábamos antes de que me acostara. Aquella paz y aquel firmamento plagado de luces

parecía más una postal que una realidad. Creo que desde entonces fui consciente de las

cosas que nos perdíamos los que vivíamos en la ciudad y me encantaba la idea de vivir en un

pueblo, porque allí la naturaleza se mostraba más primitiva.

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No sé el tiempo que he estado asomado a la ventana, pero el frescor picante de la

noche ha actuado de bálsamo. Cuando me iba a retirar mis ojos se clavaron en un montón

de tierra que estaba acumulada junto a la pared del jardín. En un principio pensé que era un

efecto óptico formado por el juego de sombras de la oscuridad, pero cuando he agudizado la

vista acabé estando seguro de que alguien había abierto allí una zanja. De repente, un

espasmo ácido me ha sacudido el estómago e instintivamente he llevado las manos a la boca

y he echado a correr hacia el baño. Allí han terminado las sardinas en aceite, la leche, las

galletas y casi puedo asegurar que hasta las primeras papillas que tomé. Lo peor de todo es

que no ha ocurrido como otras veces: con el vómito no he logrado expulsar el malestar que

me corroía. Tenía la imagen de la zanja metida en el cerebro y ni siquiera he perdido tiempo

en lavarme la boca para quitar el sabor tan asqueroso que me quedaba.

No tardé mucho tiempo en percatarme de cuál era el sentido de aquella fosa. Dentro

de aquel agujero aparecían algunos huesos. Entre ellos se diferenciaba claramente la

calavera de un animal y en una asociación de ideas con el diario he supuesto que era la de

un perro. Estaba claro que alguien había cavado hasta descubrir aquellos restos y, después,

había intentado tapar someramente el hallazgo, devolviendo parte de la tierra a su sitio de

procedencia. La verdad es que no se había esmerado mucho en ocultar sus intenciones,

porque, en una primera inspección ocular, hasta el más inexperto de los detectives se

percataría de que el autor había puesto más empeño en huir precipitadamente del lugar que

en esconder el macabro hallazgo.

Tampoco me fue difícil presuponer quién había sido el artífice de tan extraño acto.

Junto al montón de tierra estaban tirados los útiles de trabajo que utilizó para el

profanamiento. No tardé mucho en darme cuenta de que aquellas herramientas pertenecían

a la casa y que se hallaban anteriormente en la bodega. Y a ésta sólo se podía acceder desde

el interior de la vivienda. No había lugar a dudas, todas las pistas apuntaban hacia una

persona: Elisa. Pero... ¿por qué?

Por la tarde, de nuevo he estado un rato en casa de Isabel. Al ir al baño he oído una

conversación que tenían su madre y su abuela. Al principio no sabía de quién hablaban pero

enseguida me di cuenta de que era de mi padre. La abuela aseguraba que sale con otra

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mujer que conoció en la pensión de uno de los pueblos de la ruta de Villablino. Y que al señor

Corrales ya le ha dicho que no cuente con él, que en cuanto acabe la campaña se va a ir a

León, que ha encontrado allí trabajo por mediación de un tío de esa mujer. El cuento lo había

traído Angelón, el colchonero, que les ha visto agarrados de la mano paseando por la plaza

de ese pueblo. El mismo Angelón ha ido a preguntar al almacén a ver qué había de cierto en

todo eso y le han asegurado que sí es verdad, pero que de momento no tienen intención de

contratar a nadie más. Por lo visto a él le interesaba el empleo porque lo de los colchones de

lana va a tardar cuatro días en desaparecer.

He salido corriendo de allí, sin decir nada a nadie, y no he parado hasta llegar a mi

casa. Me he refugiado de las posibles miradas de la gente en la parte trasera del jardín. He

estado llorando durante mucho rato. Cuando ha empezado a oscurecer he entrado en casa.

Quería subir directamente a mi habitación, pero mi madre me ha visto y me ha obligado a

ponerme en la mesa para cenar. Mi tía ha vuelto con lo del libro del buen cristiano y esta vez

me ha ordenado a mí que lea la oración de la otra noche.

Nunca me han gustado los espacios en blanco. No sé qué se esconde tras ellos.

Siempre he entendido los primeros días del amor como un arrebato de urgencias y la

mínima pausa en su discurrir es para mí un signo claro de abandono. Y Elisa había dejado

tras de sí toda una estela de vacíos que, en cualquier otra situación, me habrían llevado al

desaliento. Pero, pese a todo, no voy a claudicar; esta vez no. En aquella fuga nocturna había

pruebas desperdigadas por todos los lugares de que volvería. Porque, la desaparición del

diario -lo eché en falta la misma mañana en que se fue-; aquel lo siento, dame tiempo para

pensar y no saques conclusiones precipitadas, que apareció en la nota que me dejó bajo el

encabezamiento de a mi sembrador de vientos y, ahora, la fosa abierta en el jardín, eran

pistas más que suficientes para pensar que habría un nuevo encuentro que explicara todo lo

ocurrido. Y para él me preparaba.

Es posible que Elisa hubiera tomado aquella precipitada ausencia como una forma de

ganar tiempo para encontrar las palabras adecuadas para explicarme una ruptura que,

aunque ya no podría paliar el dolor de la herida abierta, sí que me ayudaría a cicatrizar las

posteriores hemorragias internas. También era factible que, antes de regresar, pretendiera

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poner orden en aquel caos de acontecimientos que la habían arrastrado hacia un final

demasiado precipitado. Fuese cual fuese el motivo, ensayo, en este reducto sagrado en el

que para mí se ha convertido el lecho de nuestra primera y única relación, mi alegato en

favor de la causa por la que he luchado toda mi vida. No quiero que la torpeza atolondrada

de mi timidez, rayana ya con la cobardía, me condene definitivamente a permanecer al

margen del amor de una mujer. En esta simulación delante de un espejo, que vista desde

fuera más bien parece un monólogo de un esquizofrénico, he decidido sacar todo un rosario

de frases hechas para la ocasión; esas frases comodín que cualquier seductor de tres al

cuarto conocía de memoria, como si fuesen parte de una letanía que obligadamente debía

recitar en caso de emergencia y que, anteriormente, nunca fui capaz, ni tan siquiera, de

iniciar. Pero esta vez estoy convencido de que todo será distinto, porque, aunque pierda

ante su presencia la serenidad que en este momento poseo, estoy seguro de que mi

perorata de charlatán de feria, repetida hasta la saciedad, no se desvirtuará tanto de lo

deseado como para perder su esencia. Es mi última oportunidad y cuando vuelva no

permitiré que de nuevo se vaya sin que haya oído mi agónico discurso. Debo convencerla de

que antes de ella no hay pasado, sea cual sea lo que oculte; que sólo el futuro me interesa y

que éste, sin su presencia, no merece la pena ser vivido. Y para ello debo dar un giro

completo a lo hecho hasta ahora. Si de verdad quiero que esta estrategia dé resultado,

necesito algo más que una soflama enardecida, porque las palabras, para ser creíbles, deben

firmemente cimentarse en gestos que las sostengan. Y qué mejor gesto que salir en su

búsqueda y, cuando la encuentre, postrarme ante ella con la solemnidad de quien va a

coronarse caballero.

Esta mañana he intentado pillar a mi madre sola para que me dijera cuándo iba a

venir mi padre, pero mi tía no se ha separado de ella ni un solo instante. Luego, en el colegio,

Isabel me ha preguntado por qué me fui y he tenido que poner una disculpa. Ahora pienso

que lo de ayer ha sido una más de las muchas habladurías que se traen entre las viejas del

pueblo. A Angelón le gusta mucho contar chismes y siempre tiene quien le escuche. A mis

padres, últimamente, no se les ve tan unidos como antes, pero también a los demás padres

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les pasa lo mismo. De todas formas necesito coger a mi madre a solas. Aunque sigue estando

muy rara y parece nerviosa, ella no me va a mentir. De mi tía no me fío mucho.

Por la tarde, mi madre me lo ha confesado: mi padre no va a regresar. No me lo ha

descrito como la abuela de Isabel, pero el resultado es el mismo: va a estar fuera una

temporada. Me he puesto tan furiosa que he empezado a dar gritos como una loca y me he

encerrado en mi habitación. Mi madre ha subido detrás y ha llamado a la puerta. Como no

he abierto no se ha atrevido a entrar. Ha esperado hasta que, ya un poco más calmada, he

salido. Sin decir nada nos hemos abrazado. Entonces me he dado cuenta de que esto

tampoco está siendo fácil para ella. Poco después me ha comunicado que nos vamos a

trasladar a casa de la tía. No ha sabido decirme cuánto tiempo vamos a estar allí.

Una hora por el pueblo me sirvió para saber que Elisa era una auténtica desconocida.

Ni en el supermercado, ni en las escasas tiendas que en él había me pudieron dar señales de

ella. Fui preguntando en cada uno de los lugares en los que se suponía que podía haber

estado alguna vez, pero nadie parecía haberla visto. Lo más absurdo era la explicación que

daba para justificar aquella búsqueda. Les empezaba a decir que era una chica con acento

sudamericano, morena y de unos treinta y tantos años, para posteriormente argumentar

que era la empleada de hogar de mi casa y que se había dejado olvidada la documentación.

Al principio me sentía ridículo y me extendía en explicaciones para intentar justificar el

porqué de tanto interés. A pesar de ello tenía la impresión de que se me notaba que

aquellas palabras eran más falsas que el beso de Judas, así que, al final, opté por acortar el

discurso y me limitaba a la primera parte del mismo. Al fin y al cabo, en todos los lugares

recibía un no por respuesta.

Abatido por el fracaso decidí darme un respiro y entré en el bar que daba acceso a la

pensión. Mientras tomaba una cerveza vi cómo alguien dejaba las llaves de la habitación

encima del mostrador. Fue entonces cuando me di cuenta del fallo de principiante que había

cometido a la hora de buscar pesquisas que me llevaran al encuentro de Elisa. En mi

desesperación por hallar rápidamente alguna pista, no me paré a pensar en que había

preguntado en los sitios en donde se supone que van las personas que son del pueblo. Pero

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Elisa no era de aquí. Y si no era de aquí, seguro que se tenía que hospedar en aquella

pensión.

Una buena propina me sirvió para que el camarero me contara todas sus andanzas.

Ni el más mínimo de los detalles parecía habérsele escapado y en vez de un empleado del

establecimiento, más bien podría pensarse que era un espía encargado de vigilar cada uno

de sus movimientos. Aquel hombre tenía un control exhaustivo de sus entradas y salidas:

por la mañana desaparecía a eso de las diez y no regresaba hasta la una; por la tarde se iba a

las cuatro y volvía hacia las siete, aunque paulatinamente fue retrasando su hora de llegada.

El resto del tiempo se lo pasaba metida en su habitación como si fuese una monja de

clausura: no mantenía contacto con nadie, ni hablaba con los clientes del establecimiento.

Sólo el último día de su estancia allí rompió aquella rigidez de costumbres. Llegó de

madrugada, con el gesto demudado, y con una urgencia impropia en ella pidió la cuenta.

Antes de que el mismo taxi que la trajo viniera a llevársela, hizo un par de llamadas: una de

ellas sería al taxista y la otra, por la gran cantidad de pasos que marcó el contador, debía ser

a su país. Luego, aquel hombre, se extendió en un sinfín de suposiciones sobre el motivo de

su estancia en un pueblo que no ofrecía ningún interés turístico. Pero llegados a esta parte

de la exposición, yo empecé a dejar que mi mente, en un ejercicio que tenía mucho de

voluntad, se apartara de aquellas conjeturas absurdas y empezara a elaborar una nueva

teoría sobre su huida. Y comencé a pensar en la posibilidad de que definitivamente la

hubiera perdido. Que, ahora, mientras yo la suponía cerca de aquí, en un retiro reflexivo, ella

estaba ya a muchos kilómetros de este pueblo, quizás rendida en otros brazos, intentando

ocultar con mil caricias el desliz que había cometido.

He decidido arrancar la página anterior y conservarla en algún lugar aparte. Tengo

miedo de que alguien pueda leer lo que he escrito y adivine lo que estoy pensando. Es más, ni

siquiera me atrevo a llevar el diario por si mi madre me lo encuentra. Lo guardaré en algún

lugar seguro. Aún no tenemos claro cuánto tiempo estaremos con mi tía, pero necesito

mantener la esperanza de que éste no va a ser el último día que pase en esta casa, sobre

todo después de lo que he visto por la mañana. ¡Dios mío...! No puede ser verdad lo que

estoy imaginando. No puede ser verdad. En mi mente se está formando un juego de encaje

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en el que han ocultado la pieza central que formará una imagen que aún no sé si es trágica o

cómica. Necesito salir de dudas y debo hacerlo o la incertidumbre no me dejará vivir

tranquila. Prometo, que si a lo largo del tiempo esa pieza no aparece por sí sola, volveré para

encontrarla.

Hoy he dormido mejor. Sin embargo, hay algo que me desasosiega desde que hablé

con el camarero de la pensión. Supongo que es la admisión de mi derrota. Elisa no volverá;

esa es la idea con la que intento convivir. Ocurrirá lo mismo que con las demás mujeres a las

que tanto deseé. Debo admitirlo: si el amor fuese una partida de naipes, a mi me han dado

las cartas más desastrosas o no he sabido jugarlas. Hace ya cuatro días de su marcha y el

conocimiento de aquella misteriosa llamada, justo antes de su precipitada fuga, me ha

confirmado mis temores más negros y, lo que es peor, está matando mis esperanzas. Por

eso, ayer por la tarde decidí incorporarme de lleno al trabajo. Cuando salí del bar llamé a la

empresa y concertaron una nueva cita con la asociación de ecologistas. Aproveché el viaje

para recoger la caja de música. Aunque parezca imposible la han arreglado. El anticuario me

dijo que había encontrado un papel que estaba metido en el fieltro interior de uno de sus

laterales, pero que el problema no era ése, sino el envejecimiento de una pieza que le ha

costado mucho encontrarla. El caso es que el capricho me ha salido bastante más caro de lo

que pensaba y lo peor de todo es que ahora ya no tengo interés por ella. Ni siquiera me he

molestado en abrirla.

La verdad es que no me interesa nada. Sólo pienso en Elisa. No quisiera hacerlo pero

no puedo evitarlo. En estos casos me gustaría tener un vicio con el que ensañarme. Desearía

fumar o comerme las uñas para que me sirviera de calmante, aunque como pago por ello

tuviera que estar una semana tosiendo o mis dedos acabaran convirtiéndose en ridículos

muñones. Pero no se me arregla. Hasta en eso soy raro: no tengo vicios. Así que he decidido

buscar alguna actividad física que me distraiga y no se me ha ocurrido mejor cosa que tapar

la fosa que aún estaba abierta en el jardín y de la que me había olvidado por completo.

Aunque estaba en la parte posterior de la casa, alejada de la vista de los viandantes, no era

cuestión de dejar allí aquellos huesos semidescubiertos.

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Cuando he acabado de hacer de enterrador –me he limitado a echar en el hoyo unas

paladas de tierra hasta conseguir igualar el terreno y a amontonar el sobrante en una

esquina-, he decidido darme una ducha.

Mientras estaba en el baño he oído el sonido del móvil. He supuesto que sería mi

madre. Hace ya unos días que no la llamo y seguro que está preocupada. Instintivamente he

hecho ademán de coger la toalla y salir precipitadamente, pero enseguida me he dado

cuenta de que no iba a llegar a tiempo y fuese quien fuese podría grabar el mensaje en el

contestador. Así que he dejado durante un buen rato que el agua me siguiera martilleando

el cuerpo, como si el recuerdo de Elisa fuese una costra que pudiera desprenderse con una

ducha.

Al terminar he ido en busca del teléfono. Estaba encima de la mesa junto a la caja de

música. A la vez que apretaba con la mano derecha las teclas adecuadas para que los

lamentos de mi madre cayeran sobre mi conciencia, con la izquierda he abierto la caja para

escuchar la melodía que escondía en su interior. Justo antes de que el buzón de voz

escupiera el mensaje, me he dado cuenta, por la gran cantidad de dígitos que marcaba la

pantalla, que era una llamada internacional. ¡Elisa!, he exclamado al instante en voz alta.

Pero no me dio tiempo a más, porque una voz desconocida, solemne y con acento estaba ya

en el aire:

-Soy el abogado de Elisa y le llamo desde Méjico. Supongo que habrá descubierto lo

del jardín. Ella no tuvo nada que ver. Su padre le resultó algo pendejo, pero... ¡qué carajo...!,

no merecía que le torcieran tan gacho. Y menos que lo hiciera su pinche madre. Elisa era

sólo una chavita, ¿sabe...? Le ocultaron lo que pasó y se vinieron para acá, junto a su tío.

Ahora, que éste y su madre han fallecido, se ha quedado como única heredera y está hecha

toda una hacendada. Nomás quiso regresar a la que fue su casa para certificar lo que ya se

figuraba. Y cuando lo comprobó me llamó asustada y me contó una historia de un diario que

yo no lograba entender. Le dije que se viniera inmediatamente. Pero algo debió de ver en

usted, porque ahora está emperrada en volver a su lado. La he aconsejado que sólo lo haga

en caso de que no haya dado parte de lo ocurrido. Al fin y al cabo, de nada sirve remover

más el pasado. Intentaré llamarle dentro de un par de horas, pero si lo desea puede hacerlo

usted antes. Supongo que en su teléfono habrá quedado marcado mi número.

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Aquel mensaje me dejó tocado. Durante unos instantes pensé en Elisa..., y en todas

las demás mujeres que habían pasado de largo por mi vida. Y me di cuenta de que aquel

número era la carta que durante tanto tiempo había estado esperando y sólo tenía que

apretar unas teclas para utilizarla. Entonces, a sabiendas de que lo que iba a hacer acabaría

siendo crucial en mi destino, marqué un número de teléfono. Sólo tuve que esperar dos

timbrazos para oír a la persona que se encontraba detrás de aquel 112.

Casi no fui consciente del comunicado que di, pero tenía la certeza de que me había

expresado con la claridad suficiente para que una pareja de la guardia civil se presentase en

apenas unos minutos. Y es que mi mente estaba puesta en el contenido de la hoja que el

anticuario había encontrado en la caja de música y que había dejado cuidadosamente

doblada en su interior. Mientras, el espacio se iba llenando de la melodía que la orquesta de

duendecillos, ahora ya liberada de la oscuridad en la que estaba sumida, repetía una y otra

vez. Pese a la sencillez de sus notas no tuve dificultad para reconocer el Para Elisa de

Beethoven.

Hoy nos vamos a casa de mi tía. Apenas son las siete de la mañana y ya estoy

despierta. He tenido un sueño horrible. Mis padres estaban paseando por una plaza cogidos

de la mano y yo les observaba. Venían hacia mí muy contentos, pero, de repente, la figura de

mi madre se transformaba en otra mujer joven y rubia. Pasaban a mi lado y no me decían

nada, como si no me hubieran reconocido. Después les llamaba a voces y como no me hacían

caso corría tras ellos. Cuando estaba a punto de alcanzarlos, la mujer volvió la cabeza y me

miró con un gesto de desprecio, mientras echaba una sonora risotada que retumbaba en mi

cabeza con fuerza. Entonces me he despertado toda sudorosa. He tardado en reaccionar y

darme cuenta de que todo era un sueño. Me he levantado y al mirar por la ventana he visto a

mi madre y a mi tía en el jardín, junto a la tumba de Iris. Han permanecido allí un rato,

inmóviles, con la vista fija en el suelo. Antes de irse he observado cómo se santiguaban y mi

madre sacaba un pañuelo para limpiarse los ojos. Estaba llorando y daba la impresión de que

no quería retirarse de aquel lugar. Ha sido mi tía quien ha tenido que forzarla para que se

fuese.

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Esta escena ha hecho que, por un momento, todo lo que ha ocurrido estos días se me

haya descolocado. No entiendo cómo mi madre llora por Iris y todavía menos que ambas se

santigüen delante de su tumba. A no ser que, bajo esa tierra, se esconda algo más que el

cuerpo de un perro.