La Resurrección, Mito o Realidad_shelby Spong_corregida

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John Shelby Spong

La Resurrección¿M ito o realidad?

Colección Enigmas del Cristianismo

Ediciones Martínez Roca, S. A.

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Traducción de Claudio Gancho

Cubierta: Geest/H0verstad

Quedan rigurosam ente prohibidas, sin la autori­zación escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier m edio o procedim iento, com prendi­dos la reprografía y el tratam iento inform ático, y la distribución de ejem plares de ella mediante alquiler o préstam o públicos.

Título original: Resurrection. Myth or Reality

© 1994 by John Shelby Spong © 1996, Ediciones Martínez Roca, S. A.Enric Granados, 84, 08008 Barcelona Publicado por acuerdo con Harper San Francisco,

división de HarperCollins Publishers Inc.ISBN 84-270-2108-9 Depósito legal B. 10.971-1996Fotocomposición de Fort, S. A., Rosselló, 33, 08029 Barcelona Impreso por Libergraf, S. L., Constitució, 19, 08014 Barcelona

Impreso en España — Printed in Spain

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A Wanda Corwin Hollenbeck,

sin qu ien m i vida p ro fe sio n a l no habría estado com pleta, n i co m o ob ispo n i co m o autor, y para quien va m i gra titud eterna, m i respeto sincero y m i sen tido afecto.

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índice

P re fa c io .................................................................................................. 11

P r i m e r a p a r t e : Acercamiento a la Resurrección

1. El método llamado m id r a s h ..................................................... 232. El impacto de la Pascua de resurrección: Un lugar para

e m p e z a r ........................................................................................... 423. El vehículo de las palabras: Un barco in e s ta b le ................... 51

S e g u n d a p a r t e : Examen de los textos bíblicos

4. El testimonio de P a b lo ................................................................ 655. Marcos: El kérigma asociado al s e p u lc ro .............................. 746. Mateo: La polémica entra en la trad ic ió n .............................. 827. Lucas: El giro hacia la comprensión de los gentiles . . . . 908. Juan: A veces primitivo, a veces de un desarrollo elevado . 1029. Un nuevo punto de p a rtid a ........................................................ 111

T e r c e r a p a r t e : Imágenes interpretativas

10. Las primeras imágenes interpretativas...................................... 12311. El sacrificio expiatorio: La imagen de la Carta a los Hebreos 13212. El Siervo paciente: La imagen del segundo I s a ía s ............... 14113. El Hijo del hombre: La imagen del libro de Daniel . . . . 153

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C u a r t a p a r t e : Pistas que nos conducen a la Pascua de resurrección

14. Primera pista: Ocurrió en Galilea, no en Jerusalén . . . . 16715. Segunda pista: El primado de P e d r o ............................................18516. Tercera pista: El banquete común............................................. ......20117. Cuarta pista: El día tercero, un símbolo escatológico . . . 21118. Quinta pista: La tradición del entierro como una mitología 221

Q u i n t a p a r t e : Reconstrucción del momento pascual

19. Pero ¿qué ocurrió?: Una reconstrucción especulativa . . . 23120. Apoyo de la especulación en la E sc r itu ra .............................. ......25621. Vida después de la muerte: Esto es lo que yo creo............... ......276

N o t a s ...................................................................................................... ......287

B ib lio g ra fía .................................................................................................293

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Prefacio

El tema de la resurrección de Jesús de Nazaret está en los mismos cimientos del cristianismo. Fue la experiencia que llegó a llamarse Pas­cua de resurrección la que empujó el movimiento cristiano dentro de la historia. Este punto focal de mi tradición religiosa mereció mi atención desde hace ya décadas. Recuerdo el primer tratamiento de este tema en una serie de lecciones dadas en 1957 en Kanuga, un centro de congresos de Hendersonville, en Carolina del Norte. Aquellas lecciones las fui de­sarrollando hasta que se publicaron en 1980, en un libro titulado The Easter Moment. Los autores, por lo general, tienden a dejar de lado un tema después de haberlo compendiado en un libro, dando por supuesto que no tienen ya que hacer más aportaciones significativas al asunto, si no es comprobar si incluyeron éste o el otro punto en la obra originaria.

Mas, por razones que no siempre he sondeado, esa pérdida de inte­rés nunca ha sido posible en mi caso por lo que a la resurrección se refiere. A través de los años, las narraciones pascuales han continuado solicitando y recibiendo mi atención en formas significativas. Tal vez pueda decirse que la resurrección y el significado de la vida están para mí tan estrechamente entrelazados, que cualquier experiencia acaba por incorporarse a ese interés.

En 1983, y a través de la singular amistad que tuve el privilegio de mantener con el senador Claiborne E. Pell, demócrata de Rhode Island, formé parte de un seminario interdisciplinar, celebrado en la Universi­dad de Georgetown, sobre el tema de la supervivencia después de la muerte biológica. A través de aquella experiencia me vi forzado a con­siderar tales temas desde más allá de las fronteras de la tradición ecle­siástica, que había sido hasta entonces mi único punto de referencia. Quienes participaron en aquellas jornadas conmigo no compartían mi

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contexto religioso y, en muchos casos, ni siquiera mi mentalidad occi­dental. Más bien presenté mis ideas en unión con personalidades como el físico Paul Davies, ahora en la facultad de la Universidad de Adelaida en Australia; Rupert Sheldrake, un biólogo inglés; Anthony Flew, un filósofo británico y ateo; Stanlislav Grof, neurólogo; y Sogyal Rinpoche, un místico budista.

Mis ideas sobre la Pascua de resurrección han tenido que evolucio­nar para poder adaptarse a nuevas perspectivas. Esos nuevos puntos de vista continuaron expandiéndose a medida que se ensanchaba la órbita de mis viajes a todas las partes del mundo, como África, la India y Chi­na. En tales lugares busqué a quienes vivían en las tradiciones creyentes de sus pueblos y podían formularlas. Mientras tanto, en Kenya hice un estudio sobre las primitivas tradiciones religiosas africanas así como de la primera incorporación de las mismas al cristianismo y al islam. Desde mi perspectiva, aquellas transiciones no representaron cambios profun­dos, no eran más que barnices verbales, bajo los que era fácil reconocer las creencias indígenas. Los elementos supersticiosos en esa tradición claramente indicaban los temores de que el sistema religioso del pueblo iba a ser refutado.

En 1984 viajé al sur de la India, donde en la pequeña ciudad de Kot- tayam, en el estado de Kerala, tuve la oportunidad de m antener con tres eruditos hindúes un amplio diálogo público, que se prolongó todo un día y que estuvo patrocinado por el seminario de la tradición Mar Tho- ma. Como cada uno de nosotros intentaba dar respuesta a las observa­ciones críticas y a las cuestiones que plantea en todas partes la vida hu­mana, dicho diálogo me permitió identificar tradiciones comunes con los varios sistemas religiosos que se dan en el mundo.

En 1988, durante un viaje a los nuevos territorios de China, participé en un diálogo con el reverendo Yuen Quing, un monje y santo varón bu­dista. No sólo amplió mi comprensión de otras grandes tradiciones religio­sas, sino que también me abrió los ojos sobre la forma en que se veía en otras partes del mundo el cristianismo unido al imperialismo occidental.

Mi visión, ampliada e informada por tales experiencias, me obligó a estudiar de nuevo y a estudiar con mayor profundidad mi propia tradi­ción creyente; cosa que demandaba unas lentes más anchas y quizá has­ta una mirada diferente. Una persona que contribuyó a la fabricación de esas lentes para mí fue Joseph Campbell, el especialista en mitología humana, a quien los televidentes norteamericanos descubrieron a fina­les de la década de los setenta y comienzos de los ochenta. En sus dos entrevistas televisadas con Bill Moyers y en The Power ofM yth , el libro resultante de aquella serie, a mí me impresionó la destreza de Campbell

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para ver la verdad de los mitos, mientras rechazaba tomar al pie de la letra la explicación racional de los mismos mitos, que habían encontra­do sitio permanente en la religión y en la liturgia. Campbell me enseñó a valorar temas tan intemporales como los nacimientos virginales, las en­carnaciones, las resurrecciones físicas y las ascensiones cósmicas, que aparecen una y otra vez en las historias religiosas de todos los pueblos del mundo. Lenta, muy lentamente, al tiempo que de forma muy segura, empecé a vislumbrar una separación entre la experiencia, que nosotros los cristianos habíamos condensado en la palabra Pascua de resurrec­ción , y la interpretación que esa experiencia había encontrado tanto en las Escrituras cristianas como en las tradiciones que se desarrollaron en el cristianismo y que habían copiado libremente, aunque no siempre de manera consciente, la mitología de los pueblos antiguos. Cuando esa separación fue completa, hube de afrontar el hecho de que mi pensa­miento se había desplazado y que tenía que examinar de nuevo la exi­gencia pascual desde mi nueva perspectiva. Era una llamada vocacional apremiante, que no podía dejar de lado.

Continúo afirmando con la convicción más profunda que mi visión del cristianismo está firmemente arraigada en la realidad de la Pascua. Pero mi fe en la resurrección de Jesús ya no me exige hoy reclamar un sentido literal y no mitológico para las palabras de las que me sirvo para hablar de la resurrección. Ni insisto en que la Pascua de resurrección haya de entenderse como un acontecimiento sobrenatural objetivo, que ocurrió dentro de la historia humana. Mantengo que los efectos de esa experiencia llamada Pascua son objetivamente demostrables. Creo y afirmo que Jesús en la experiencia llamada Pascua trascendió los límites de la finitud humana, expresada en el último símbolo de esa finitud: la muerte. Creo que quienes estamos llamados por Jesús a vivir en él y en el Espíritu, que él nos ha proporcionado, traspasaremos asimismo la barrera final. Y creo además que es efectivamente real lo que nosotros, los cristianos, llamamos cielo.

Pero, una vez dicho esto, debo también afirmar que mi aproxima­ción e inteligencia de ese momento crítico de la vida de Jesús llamado Pascua de resurrección, y la esperanza cristiana de una vida después de la m uerte son muy diferentes de como habían sido hasta ahora. Yo des­cribiría esa diferencia como menos literal y más real, siendo igualmente importantes los dos extremos de la aseveración. Este libro lo he escrito para dar contenido a esas palabras y para presentar mis convicciones a la Iglesia y a la sociedad, de una forma que trasciende los debates es­tériles del pasado y que ofrece un nuevo punto de partida para la fe.

Desde que escribí mi primer libro sobre la Pascua de resurrección, mi

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vida intelectual y espiritual ha caminado en algunas otras direcciones maravillosas. He escrito ¡rito the Whirlwind: The Future o fth e Church, que me invitó a cruzar nuevas fronteras. He colaborado, a la vez que he editado, un volumen titulado Consciousness and Survival, que nació del congreso interdisciplinar de la Universidad de Georgetown y fue el re­sultado de mi amistad con el senador Pell. Soy coautor de un tratado sobre los Diez Mandamientos, que lleva el título de Beyond Moralism, en el cual viejas normas éticas han podido examinarse a la luz de las circunstancias modernas. Lo más significativo, y que supera cuanto hu­biera podido imaginar, es que he escrito tres libros, que me han coloca­do como autor en el escenario nacional e internacional. Esos libros son: Living in Sin? A Bishop Rethinks Human Sexuality; un segunto titulado: Rescuing the Bible from Fundamentalism: A Bishop Rethinks the Mea- ning o f Scripture\ y un tercero, cuyo título reza: Born o f a Woman: A Bishop Rethinks the Birth o f Jesús.

Asimismo me he sumergido en la lectura de las ciencias físicas y de las obras de aquellos teólogos, que tienen la audacia de incorporar a sus escritos teológicos toda la panoplia del pensamiento contemporáneo, como son Don Cupitt, Thomas Sheeban, Hans Küng, Rosemary Ruet- her, A rthur Peacock, David Jenkins, Diogenes Alien, Teilhard de Char- din y Elisabeth Schüssler-Fiorenza, por sólo nombrar algunos. No he cesado, además, de hacer de la Biblia mi libro de texto básico, con los comentarios y estudios de Raymond Brown, Michael Goulder, Edward Schillebeeckx, Phyllis Trible, Jane Schaberg y Elaine Pagels, entre otros, que han ampliado radicalmente mi conocimiento de la Biblia y mi entusiasmo por ella.

No puedo escapar a la tensión interior que provocan en mí las dos funciones que ejerzo. Por vocación soy obispo; y por distracción intento ser estudioso y autor. La combinación de ambas actividades me ha brin­dado las posibilidades más fecundas y estimulantes que imaginar pudie­ra. Se dice que los autores eruditos han estudiado durante años la mayor parte de las cosas que llegaron a escribir. Pero sus intuiciones nunca fueron más allá de los círculos académicos. Un obispo, hombre o mujer, por el hecho de pertenecer al pueblo es ya una persona pública, un sím­bolo de la vida de la Iglesia, de su orden y su unidad. Como un obispo, que ofrece los puntos de vista de los estudiosos a la atención del público, que hace accesibles al debate público las diversas teorías especulati­vas, que explora abiertam ente zonas del comportamiento ético y que invita a la Iglesia y al mundo a un diálogo, el cual busca y quizá hasta demanda un nuevo consenso teológico o creyente, he demostrado mi vocación al ser respetado y ser bien acogido por mi audiencia.

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Aquellos cuya respuesta primaria es el temor, tienden a utilizar los símbolos de su convicción religiosa como un sistema de seguridad, con el que protegerse de las mareas tumultuosas del mundo moderno. Cuando ese sistema se perturba y se ve desafiada, y tal vez hasta relativizada, la certeza que suponían era una verdad evidente, esas personas expresan su ansiedad y hasta su hostilidad. Sus convicciones religiosas literalistas, li­geramente desplegadas sobre unas inquietudes que se abren y unas pre­guntas sin respuesta, y en algunos casos preguntas que no se han formula­do, continúan existiendo en sus tabernáculos interiores y secretos.

Para mucha gente la Iglesia se ha convertido en un puerto de escala, que no se puede dejar a menos de exponerse a ser víctima de las torm en­tas rugientes de la vida. Algunos de los temerosos son personas ordena­das, que sin saberlo intentan construir en sus jurisdicciones eclesiásticas unos puertos seguros para las personas atemorizadas e inseguras, entre las que se descubren con sorpresa a sí mismas. Los temerosos se cuentan también entre aquellos profesionales eclesiásticos, que valoran los re­sultados únicamente en términos de unidad institucional. Esas personas parecen creer que no deberían plantearse nunca cuestiones honestas, por cuanto podrían perturbar la serenidad mental de muchos de sus miembros. Para ellas la tarea de buscar la verdad de Dios se ha converti­do en un objetivo secundario, e ignoran el hecho de que con ese proceso se sacrifican la erudición y la integridad.

Por otra parte, algunos de los que han acogido mis escritos y mis especulaciones teológicas y éticas proceden en buena medida de las filas de quienes se encuentran a sí mismos alienados por las formas institu­cionales de religión, pero que continúan profundam ente vinculados a la verdad, a la que la propia religión parece apuntar. Mi vida en la Iglesia y, lo que es más importante, mi vida como obispo, proclama que todavía podría haber sitio para ellos dentro de las estructuras de la institución cristiana. Hay quienes están desconcertados por las formas, por la tácti­ca de control, por las aseveraciones dogmáticas y por quienes se atreven a trazar líneas más allá de las cuales parecen no creer que pueda actuar el amor de Dios. Tales personas alienadas son incapaces de leer los to­mos de los eruditos; pero se sienten fascinadas por las ideas de un obis­po, porque el obispo les pertenezca de algún modo. Si un obispo puede tener esas ideas y puede decirlas o escribirlas públicamente, es posible que las ideas en cuestión tengan una acogida más amplia. Tal vez hasta las puertas de la Iglesia podrían entreabrirse para atraer a quienes gus­tan de volver a escuchar la vieja, vieja historia. Tal vez esa historia pue­de ser creída de nuevo con pasión y honradez por quienes habían llega­do a pensar que se encontraban fuera de la Iglesia para siempre.

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Así me siento odiado y temido por unos, al tiempo que otros me consideran una especie de héroe religioso popular. Francamente, no he codiciado ninguna respuesta. Mi único deseo es recorrer el camino, que se me ha abierto con el estudio de la Biblia, como un cristiano que por la gracia de Dios ha sido llamado a ser obispo. M antenerse en ese lugar especial es una vocación que yo recomiendo a la próxima generación de obispos de la Iglesia. Estoy seguro de que dentro de ese cuerpo hay ya, en este momento, alguien sobre quien caerá el manto de este tipo de liderazgo. Es un rol que estaré contento de dejar de lado, cuando este siglo pase a la historia y mi vocación de escritor se haya realizado.

A medida que me he ido haciendo mayor ha ido también aum entan­do mi deseo de ser más que un crítico de la tradición religiosa literali- zante del pasado. He querido presentar unos argumentos positivos en favor de una amplia comprensión religiosa y llamar al pueblo a un futu­ro religioso vivo y profundamente comprometido.

Así, en mis libros Living in Sin?, Rescuing the Bible from Funda- mentalism y en el titulado Born o fa Woman me he centrado de propósi­to en temas positivos. ¿Cómo debe aparecer la moralidad sexual, cuan­do uno está profundamente convencido de que cada ser humano lleva la imagen de Dios? ¿Qué piensa la Biblia, cuando se la libera de un litera- lismo debilitante? ¿Cómo podemos celebrar a la vez el aspecto femeni­no de Dios y la vida humana en los albores de un nuevo siglo?

En los volúmenes mentados he intentado crear un espacio donde pueda vivir la Iglesia del mañana, sobre todo después de haberse de­mostrado que no era adecuado el espacio que ocupaba la Iglesia del ayer. Ese esfuerzo persiste en el volumen presente. Aquí intento articu­lar los propósitos trascendentes y eternos que creo alientan en Dios y dentro de cada uno de nosotros, y que convierten el concepto de la Pas­cua de resurrección en creíble y real a la vez. Los lectores de este libro tendrán que estar dispuestos a comprometer seriamente el contenido de la Biblia. Un cristiano que ignora el texto bíblico o no quiere ahondar por debajo del nivel literalista encontrará difícil el seguir los matices de mi argumentación tal como se desarrolla. Mis lectores deberán ser ca­paces de ver nuevas posibilidades, unas amenazadoras y otras estimu­lantes; pero, por encima de todo, unas posibilidades que abren las puer­tas a una verdad nueva. Yo espero que cruzando esas puertas conduciré a mis lectores a un compromiso cada vez más profundo con quien noso­tros los cristianos llamamos el Señor y Cristo. Estoy convencido de que si ese Jesús pudiera ser para nosotros la puerta de acceso a Dios, como parece haberlo sido para Pedro y otros en aquel crítico momento en que alumbró la Pascua en la historia humana, entonces esa historia nuestra

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de fe podría vivirse de forma drásticamente nueva en el futuro emocio­nante de la iniciativa humana. Al menos, ésa es mi intención en este volumen.

Espero conservar esta intención también en mi próximo libro, que procurará descubrir cómo los cristianos contemporáneos pueden recitar los credos históricos con honradez y pueden continuar viviéndolos en un mundo configurado por Copérnico, Galileo, Newton, Darwin, Freud y Einstein. El título que de momento he dado a ese libro es A Believer in Exile, siendo para mí importantes las dos palabras claves del mismo. Yo soy un creyente en los credos cristianos. Y estoy, como creo que lo están todos los cristianos pensantes, en el exilio de la visión del mundo en la que esos credos se formaron y en la que sus conceptos son fácilmente traducibles. Por ello la mayoría de nosotros tiene una elección difícil. Podemos literalizar los credos; con lo que se hacen irrelevantes. O po­demos abandonar nuestros credos y dejar de ser creyentes. Yo espero ofrecer, desde luego, una alternativa mejor.

Cuando pienso en las instituciones que han hecho posible este libro, dos son las que me vienen de inmediato a la memoria: la diócesis de Newark, en Estados Unidos, y la Universidad de Cambridge, en Inglate­rra. El laicado y el clero de la diócesis de Newark me han abierto todas las puertas en los años que he sido su obispo y me han permitido culti­varme en todos los órdenes. Cuanto he publicado desde que ocupé el ministerio episcopal en 1976 empezó por vivirse antes en forma de con­ferencia al pueblo de la diócesis de Newark. Detrás de este libro, por ejemplo, están las conferencias cuaresmales, pronunciadas en 1992 en St. Peter’s Church de Morristown, Nueva Jersey. En ellas desarrollé los tres capítulos que muestran cómo el Jesús de la resurrección fue con­templado bajo el prisma de unas imágenes hebreas: como sacrificio ex­piatorio, cual Siervo paciente y como Hijo del hombre. Vaya mi agrade­cimiento al reverendo David Hegg, rector; a la reverenda Marisa Herrera, asistente del rector, y al reverendo doctor Charles Rice, sacer­dote asociado, así como a la Morris Convocation y a su presidente, el reverendo Philipp Wilson, que patrocinó el acontecimiento.

Y están también las conferencias New Dimensions, del otoño de 1992, en las que una vez más se analizaron los temas de este libro con un auditorio de clero y seglares. Esas conferencias se dieron en St. Peter’s Church, en Essex Fells, Nueva Jersey, y deseo expresar mi especial agradecimiento al reverendo Gordon Tremaine, su rector, y a su con­gregación por la hospitalidad demostrada. Después fueron las conferen­cias cuaresmales de la diócesis de 1993, en las que insistí sobre el tema. Se celebraron en St. Paul’s Church, en Englewood, Nueva Jersey, de la

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que el reverendo Kenneth Near es rector, y fueron copatrocinadas por las iglesias de la East Bergen Convocation, cuyo presidente era el reverendo Richard Demarest. Finalmente, completé mi primer viaje público a través del contenido de este libro en el otoño de 1993, con las conferencias New Dimensions pronunciadas en la Christ Church de Ridgewood, Nueva Jersey. De nuevo mi sincero agradecimiento a la reverenda M argaret Gunness, rectora, y al reverendo Mark Lewis, su asistente.

Más allá de esos sucesos específicos, la diócesis de Newark siempre ha estimulado mi vocación de obispo-estudioso, dedicado al ministerio de la enseñanza. Eso lo hizo no sólo con su apoyo y asistencia, sino invitándome innumerables veces a dar una hora más de foro para adul­tos en mis visitas a nuestras cerca de 130 iglesias con el fin de adminis­trar el sacramento de la confirmación. Dicha diócesis creó además para mí un programa sabático, que me permitió pasar un mes al año, desde 1988 hasta 1991, en un centro académico dedicado a la lectura y al estu­dio. En esos cuatro años pasé un mes en el Union Theological Seminary, en la ciudad de Nueva York; otro en la Yale Divinity School, de New Haven; uno más en la Harvard Divinity School de Cambridge, Massa- chusetts; y otro en el Magdalen College de la Universidad de Oxford, en el Reino Unido.

En 1992 la diócesis me concedió un período sabático de tres meses, y el Emmanuel College de la Universidad de Cambridge me eligió como el investigador del cuarto centenario, proporcionándome así el tiempo y los recursos para escribir el presente libro. Estoy particularmente agra­decido al director del Emmanuel College, lord St. John of Fawsley; al reverendo Don Cupitt, catedrático de teología y de estudios religiosos en el Emmanuel; al decano del mismo, reverendo Brendon Clover, y al vicedirector de la biblioteca teológica de Cambridge, doctor Peta Duns- tan. Para mí fue una experiencia enriquecedora poder utilizar tres bi­bliotecas magníficas, tener mi propio despacho y contar con el consejo experto en el examen de varios temas, el estímulo que suponían las co­midas en la facultad y el animado intercambio de puntos de vista con estudiantes graduados y que se preparaban para la licenciatura. La Uni­versidad de Cambridge en general y el Emmanuel College en particular contarán siempre entre los recuerdos más felices de mi vida.

La persona a la que dedico este libro ha sido la heroína desconocida de mi carrera de escritor a lo largo de una década. Sin ella yo nunca habría llegado a ser un autor. Ha trabajado conmigo en seis libros y ha llevado a cabo la revisión a fondo de tres. Combina paciencia y compe­tencia, dulzura y tenacidad, dedicación y gracia. Considero un privilegio

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haberla conocido, confiar en ella, quererla y admirarla. Nada me pro­porciona mayor placer que dedicar este volumen a Wanda Hollenbeck. Todo el mundo en la diócesis de Newark sabe de su contribución a nues­tra vida corporativa.

Otros miembros de nuestro personal de administración son mi socio en el episcopado, el muy reverendo Jack McKelvey; nuestro director de finanzas y de nuestros programas de viviendas, John Zinn; nuestro jefe administrativo, Michael Francaviglia; nuestra directora de comunicacio­nes, programas y personal, Karen Lindley; y el deán de nuestra catedral, el muy reverendo Petero Sabune. El haber trabajado con esa admirable plantilla de personas decididas e inteligentes ha sido siempre una expe­riencia estimulante para mi persona y mi profesionalidad.

Entre el personal de nuestro despacho diocesano se cuentan: Cecil Broner, Rupert Colé, Gail Deckenbach, Sulmarie Duncan, Margaret Gat, Gloria Gerrman, Jeffrey Kittross, Robert Lantermann, Carla Ler- man, Barbara Lescota, Patricia McGuire, Bradley Moor, el reverendo David Norgard, Eric Nefstead, William Quinlan, Joyce Riley, Lucy Sprague, Elizabeth Stone y Teresa Wilder. Saludo a cada uno de ellos con mi aprecio y admiración.

Por encima de todo, por ser lo más importante para mí, doy las gra­cias a Christine, mi mujer; gracias a ella mi vida ha estado continuamen­te sostenida y alentada por el amor. No puedo expresar con palabras la hondura de mi amor por ella. Baste decir que el haberme desposado con Christine constituye el gozo culminante de toda mi vida.

Finalmente, mi especial agradecimiento a los miembros de nuestra familia: a nuestras hijas e hijos, Ellen Spong y Gus Epps, Katharine Spong y Jack Catlett, Jaquelin Spong y Todd Hylton, Brian Barney y Rachel Barney; a nuestros nietos Shelbu Catlett, Jay Catlett y John Lanier Hylton. A la colección de grandes perros Flosshilde, Repo, Headstrong Samson y Axel Rodríguez Beasley, y a nuestros grandes gatos Nina, Annie y Big Boy, que estimulan la vida de cada uno de nosotros.

A través de los vaivenes de mi vida he mantenido con esta familia admirable unos especiales lazos de ternura y firmeza. Me han gustado todos los papeles de marido, padre, abuelo, padrastro y cuidador de animales domésticos. Sólo en el último de esos roles confieso mi fracaso total; como recuerdo para la historia diré simplemente que mi gran pe­rro Repo (abreviatura de Repurchase) no sólo fue suspendido en la es­cuela de obediencia canina sino que acabó siendo expulsado como un caso perdido.

Mi reconocimiento especialmente gozoso para mi anciana madre de

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87 años, Doolie Boyce Griffith Spong, de Charlotte, Carolina del Norte; y para mi madre política, Ina Chase Bridger, de Worthing, Sussex, In­glaterra; a mi hermano, Will Spong, y a su mujer Nancy, de Austin, Te­xas; a mi hermano político, Bill Bridger, y a su mujer Doris, de Finham, cerca de Coventry, Inglaterra; y a mi hermana, Betty Spong Marshall, de Charlotte. El mayor don de la gracia, creo yo, llega con el amor sus­tentante de la primera familia. Y yo he vivido como el recipiente de esa gracia.

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Primera parte Acercamiento a la Resurrección

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El método llamado midrash

Cuando yo realizaba mi preparación teológica en la década de los cincuenta, la palabra midrash no se escuchaba con frecuencia. Si alguna vez se empleaba, se refería exclusivamente al comentario corrido o con­tinuo de las Escrituras hebreas, realizado por los rabinos a lo largo de la historia. Ese comentario era voluminoso, y los manuscritos que lo con­tenían podrían llenar bibliotecas enteras. Se nos decía que los comenta­rios, hechos por los rabinos considerados como los más grandes, eran particularmente notables, que habían sido estudiados con todo detalle y mencionados frecuentemente por los maestros judíos contemporáneos en un esfuerzo continuado por iluminar sus fuentes sagradas. No se pre­sentaba el midrash como un método con el que había sido escrita la Biblia y, por tanto, como un método con el que la Biblia debía ser en­tendida. En consecuencia, no se consideraba el midrash como enorme­mente importante para el estudio de las Escrituras cristianas.

Hoy me pasmo de la ceguera de quienes me enseñaron la Escritura.Y ya no acepto la proposición de que alguien pueda entender la Biblia, y muy especialmente el Nuevo Testamento, sin entender el método mi- dráshico.

¿Se ha apoyado el pensamiento cristiano en el antisemitismo?

Al iniciar el estudio de por qué los eruditos cristianos han dejado de ver el método midráshico de la tradición judía como el verdadero estilo en que están escritos los evangelios, he empezado por toparme con el antisemitismo, oficial y no oficial, que invadió la Iglesia desde los últi­mos años del siglo i de la era cristiana hasta este mismo momento. Ese

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antisemitismo alcanzó su crescendo a mediados del siglo xx con el holo­causto consumado en Alemania; pero encontró una expresión significa­tiva en ese mismo período de la historia en Estados Unidos y en Gran Bretaña, las naciones rectoras del denominado Occidente cristiano.

Esas tres máximas potencias políticas occidentales, Alemania, Esta­dos Unidos y Gran Bretaña, eran centros de los estudios cristianos más importantes e influyentes. Dichas tres naciones produjeron la inmensa mayoría de los teólogos y expertos en cuestiones bíblicas de más re ­nombre mundial. Pero, inconsciente de su antisemitismo occidental, el pensamiento cristiano se desarrolló con escasa apertura a los primitivos contornos midráshicos de la historia cristiana o al contenido fundamen­tal midráshico de los evangelios cristianos. Las originarias raíces judías de la tradición cristiana fueron simplemente ignoradas. Raras veces se dijo con algún sentimiento de orgullo que todos los escritores del Nuevo Testamento, con la posible excepción de Lucas, habían sido judíos. R a­ras veces se concedió al contexto del mundo judío o a los procesos m en­tales de la concepción judía más que un ligero golpe de sombrero, cuan­do los estudiosos buscaban una explicación de los textos cristianos.

Cuando los eruditos se sumergían en las Escrituras cristianas, el len­guaje que utilizaban era el griego, no el hebreo. Cuando estudiaban las raíces bíblicas de la teología cristiana, inevitablemente lo hacían a través de las lentes de la filosofía griega, que había configurado los credos del cristianismo, y primordialmente fue a través de tales lentes como em pe­zaron a explicar el Nuevo Testamento. Incluso cuando leían el Antiguo Testamento, casi siempre utilizaban una traducción griega más que el original hebreo.

Naturalmente no podían ignorar las referencias del Nuevo Testa­mento a las profecías hebreas, que pensaban habían de cumplirse en la vida del Jesús de la historia. Pero, empezando al menos por Policarpo y Justino M ártir ya en el siglo n, la típica concepción cristiana de dicha tradición era la de que los profetas judíos simplemente habían vaticina­do unos acontecimientos concretos de la vida del mesías futuro, y Jesús cumplió tales vaticinios de una forma casi literal, como un signo de su origen divino. «Los judíos» —expresión pronunciada en los círculos cristianos con ciertos matices de desprecio— , se argumentaba, no ha­bían entendido a su propio mesías, y en consecuencia Dios había creado un nuevo Israel, llamado la Iglesia cristiana, para ocupar el puesto del Israel viejo, que sólo había estado formado por judíos.

El pueblo del primer pacto, se aseguraba, había perdido su oportuni­dad y había fracasado. La promesa tenía que hacerse ahora al pueblo del segundo pacto. Al designar las partes de la Biblia como Antiguo

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Testamento y Nuevo Testamento, los cristianos incorporaron ese pre­juicio en el mismo título de las Sagradas Escrituras. La Biblia de los judíos era el Antiguo Testamento, ahora sustituido por la Biblia de los cristianos, que era el Nuevo Testamento. Las doce tribus de Israel habían dejado su sitio a los doce apóstoles. Jesús había cumplido toda la Ley de los profetas, y eso refrendaba su pretensión mesiánica. Era un sistema perfecto y completo, y, en la confianza triunfal de esas conclu­siones, el cristianismo iniciaba su vida como la religión dominante e in­cuestionable del mundo occidental.

La razón fundamental del cristianismo para su abierto antisemitis­mo fue inculpar a los propios judíos como la verdadera causa de la hosti­lidad cristiana. Fue un clásico ejemplo de hacer culpable a la víctima. Después de todo, los judíos habían rechazado a Cristo. ¿Qué podía es­perar de Dios (en cuyo nombre pretendían hablar y actuar los cristia­nos) un pueblo que había rechazado al Hijo de Dios y a su propio m e­sías? En los relatos del evangelio se presentaba a los judíos aceptando voluntariamente esa culpa: «Caiga su sangre [la de Jesús] sobre nosotros y sobre nuestros hijos» (Mateo 27, 25). Estas palabras estaban destina­das a resonar a través de los siglos como justificación de un hecho crimi­nal tras otro.

Pese a la ofuscación de los prejuicios, la estrecha conexión entre Je­sús y las Escrituras hebreas no podía limitarse sólo a los textos que ob­viamente se referían al cumplimiento en Jesús de las expectativas profé- ticas. Había otros relatos de los evangelios, cuyo paralelismo con la Escritura hebrea era tan patente que en modo alguno podía pasarse por alto. El relato del rey Herodes maquinando la supresión del libertador prometido por Dios haciendo m atar a todos los bebés varones nacidos en Belén, presentaba a simple vista numerosas alusiones a la decisión del faraón egipcio mandando m atar a todos los niños varones hebreos en su intento no sólo de librar a su reino del «problema judío» sino de destruir en su misma infancia a Moisés, el libertador prometido por Dios.

Había asimismo una conexión, demasiado profunda como para ser negada, entre la Última Cena y la Pascua judía. Los cristianos de la gen­tilidad, sin entender plenamente las tradiciones del culto judío, confun­dieron la Pascua con el Yom Kippur e identificaron a Jesús con el corde­ro pascual y con el cordero que se sacrificaba el Día de la Expiación. Cumplida esa fusión, la Pascua judía y el Yom Kippur podían desapare­cer y desaparecieron de la conciencia cristiana, mientras que la Eucaris­tía desarrollaba su propio contenido teológico gentil. La única conclu­sión firme era que los cristianos habían sustituido a los judíos como pueblo de Dios, del mismo modo que la Eucaristía había suplantado a la

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Pascua hebrea como liturgia central del pueblo de Dios, mientras que el Yom Kippur fue abandonado de cara a cualquier propósito. Podría ar­gumentarse que los temas del Yom Kippur afloraron de nuevo, más tar­de, como temas del período cristiano de Cuaresma; pero se negó obsti­nadamente cualquier origen judío.

Cuando los cristianos leemos el relato de Pentecostés, que Lucas presenta en el libro de los Hechos de los Apóstoles, a muy pocos se nos ocurre pensar que Pentecostés era de hecho una festividad judía llama­da Shavu'ot (o Shabu’ot), que Lucas utilizó (creo que erróneamente) como contexto para contar la historia del momento en que el movi­miento cristiano irrumpió públicamente en la ciudad santa de Jerusalén. El relato lucano de Pentecostés fue simplemente sacado de su contexto judío, y pocos reconocieron que el símbolo del fuego tenía una larga historia hebrea —desde la columna de fuego en el desierto hasta el fue­go asociado con el profeta Elias—; o que el viento poderoso, indicador de la presencia del Espíritu, procedía del concepto que el pueblo del desierto tenía de Dios y de su idea del viento como soplo (hebreo ruach) divino. La desaparición de las barreras del lenguaje en el relato lucano de Pentecostés llevó a conectarlo con la vieja historia de la torre de Babel, en la que se decía que Dios había confundido las lenguas de los pueblos para impedir que levantasen la torre hasta el cielo (Génesis 11,1 y ss.).

Fueron primordialmente los predicadores del día quienes esta­blecieron esas conexiones. Tales relatos bíblicos representaban unos contrastes básicos, fáciles de recordar. Sin embargo, tales relatos se in­terpretaron generalmente como el simple cumplimiento de las expecta­tivas, que habían sido expresadas en el Antiguo Testamento. Esa inter­pretación sirvió para demostrar una vez más la superioridad del pacto nuevo sobre el pacto antiguo. Y aquellos primeros expositores cristia­nos poco supieron que estaban descubriendo el método del midrash en las Escrituras del pueblo cristiano, debidas todas a gente judía con la única posible excepción de Lucas, que podría haber sido gentil o pa­gano, aunque era un devoto practicante del culto sinagogal y, en conse­cuencia, estuvo profundamente influido por la mentalidad judía.

Siglos de respuestas simplistas a unas preguntas lógicas

La Iglesia revistió las Escrituras cristianas de tal autoridad literalis- ta, que hubieron de pasar siglos antes de que pudieran formularse cues­tiones a ese respecto. Inmediatamente se dieron las respuestas más sim­

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plistas a tales cuestiones con vistas a calmar la ansiedad inquisitiva. Los detalles de los relatos del nacimiento de Jesús, ¿eran históricamente exactos? Como ninguno de los autores de los evangelios estuvo presen­te en Belén al tiempo de nacer Jesús, los detalles del evento tuvieron que proporcionárselos a los escritores de los evangelios los parientes de Jesús, fue la respuesta. Hasta se pensó que Lucas había tenido algún acceso especial a María, y así habría conocido detalles como los del pe­sebre y los pañales, toda vez que ella «conservaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón» (Lucas 2, 19). Mateo podría haber tenido al­gún acceso a José, se sugirió, y haber conocido así el contenido de los sueños de éste. Respuestas tan simples bastaron en una época sin senti­do crítico.

Como los sucesos del episodio que conocemos como la tentación o las tentaciones ocurrieron en el desierto, cuando Jesús estaba solo como dicen los textos (Mateo 4; Lucas 4), se presumió que Jesús había conta­do esas cosas a alguien, para que pudieran recordarse con precisión. Igualmente, el contenido de la oración que Jesús hizo en el huerto de los Olivos, tras haberse alejado de Pedro, Santiago y Juan «como un tiro de piedra» (Lucas 22 ,41), era algo que el propio Jesús hubo de contar a sus discípulos. En este último episodio resultaba un poco más difícil deter­minar exactamente cuándo se llevó a efecto la transmisión de la plegaria de Jesús, puesto que cuando Jesús regresó a sus discípulos los encontró durmiendo, e inmediatamente después él fue traicionado, arrestado, juzgado, condenado y crucificado. Se sugirió, sin empacho alguno en ese mundo crédulo y literalista, que quizá la fuente de tales detalles había sido Cristo resucitado.

De manera similar, nos cuentan los evangelios que todos los discípu­los abandonaron a Jesús y huyeron a la desbandada cuando él fue arresta­do; pese a lo cual, en los relatos de la crucifixión se dan detalles puntuales de lo que Jesús dijo, de lo que dijo la muchedumbre, de lo que dijeron el ladrón arrepentido y el ladrón impenitente y de lo que confesó el centu­rión. ¿Quién rememoró todas esas conversaciones? ¿Quién las transmi­tió? Se nos dice también lo que hicieron los soldados, lo que hizo Pilato,lo que hizo Heredes y lo que hizo Simón de Cirene. ¿Alguna de esas personas entregó copias de lo dicho a los escritores de los evangelios?

La pérdida del midrash en favor del literalismo

¿Qué es un midrash? Es una colección de las interpretaciones de las Sagradas Escrituras, a la vez que un método para la explicación conti­

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nuada de las mismas. Aparece en tres formas: Halakah, Haggadah y Pesiqta. La Halakah es una interpretación de la Ley mosaica, de la sa­grada Torah. La Haggadah es la interpretación de una historia o de un suceso relacionándolos con algún otro relato o evento de la historia sa­grada. Y Pesiqta es un sermón o exhortación en su totalidad, escrito en forma midráshica para recordar temas del pasado y hacer que se perci­ban como operativos en el presente. Las prédicas de Pedro y de Pablo en el libro de los Hechos de los Apóstoles así como el largo discurso de Esteban, en el mismo libro, son ejemplos de Pesiqta en el Nuevo Testa­mento.

Midrash es la forma judía de decir que todo lo que se venera en el presente hay que conectarlo de alguna manera con un momento sagra­do del pasado. Es la capacidad de evocar un tema antiguo en un contex­to nuevo. Es la afirmación de una verdad intemporal, que se encuentra en el camino creyente de un pueblo, de forma que esa verdad puede experimentarse de nuevo en cada generación. Es el reconocimiento de que la verdad de Dios no está atada a los límites del tiempo, sino que sus ecos eternos pueden escucharse y se escuchan de nuevo en cada ge­neración. Es el modo con que la experiencia del presente puede ser afir­mada y establecida como verdadera dentro de los símbolos del ayer.

El midrash recurría una y otra vez en las Sagradas Escrituras he­breas a medida que se fueron compilando a través de los siglos. Por lo que al adoptar la tradición midráshica se reclamaba de hecho la autori­dad para m eter el presente en la historia sagrada. Se vio el poder de Dios actuando a través de Moisés en la separación de las aguas, para permitir que el pueblo hebreo se encaminase hacia el futuro prometido por Dios al otro lado del mar Rojo. Pero Moisés murió, y el pueblo de Dios tuvo necesidad de hacer valedera la presencia continua de Dios en el sucesor, Josué. Esa validación de la presencia divina se estableció volviendo a relatar la división de las aguas en la saga de Josué. Esta vez se trataba de las aguas del río Jordán, y no de las del mar Rojo; pero la afirmación del milagro de las aguas era igualmente real. En tiempos de Josué, Dios continuaba trabajando en medio de su pueblo y continuaba llamándolo al futuro prometido. La tradición midráshica prosiguió des­pués con Elias, de quien también se dijo que había dividido las aguas del Jordán, al ejercer su autoridad como conductor del pueblo de Dios (2 Reyes 2, 7-8). Y al morir Elias, el hecho se repitió en el ciclo de relatos acerca de Eliseo (2 Reyes 2,14). La facultad de dividir las aguas sugería al pueblo hebreo que la historia de Israel era un relato continuado.

Esa misma tradición midráshica pretendió contar la historia de Je­sús, cuyos seguidores creyeron que había cumplido, a la vez que había

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ampliado, los símbolos de la tradición judía. Los redactores de los evan­gelios hacen empezar el ministerio público de Jesús caminando junto a las aguas del río Jordán y dividiendo, no las aguas, sino los mismos cie­los, de modo que pudiera descender visiblemente, detenerse sobre Jesús y refrendar su misión el mismo Espíritu de Dios, que estaba vinculado con el cielo y con las aguas, tanto en la mitología hebrea (Génesis 1, 7) como en la tradición evangélica (Juan 7, 37). Era la nueva expresión de Dios en la marcha de la historia de su pueblo.

La pregunta que ha de hacerse desde la tradición midráshica no es la de si ocurrió realmente. Ésa es una pregunta típicamente occidental, vinculada a la postura mental de Occidente, que a través de la percep­ción sensorial busca medir y describir aquellas cosas que se definen como objetivamente reales. La pregunta occidental impone una res­puesta de sí o no, de si algo ha ocurrido o no ha ocurrido, de si algo es real o no lo es. En el período anterior a la Edad M oderna de la historia de Occidente se mantuvo con gran autoridad que los detalles del acon­tecimiento del bautismo de Jesús eran detalles reales e históricos. En aquel período de la historia humana los cielos se imaginaban como la cúpula sobre la tierra, que separaba a Dios de la vida del mundo. Dios, sin embargo, estaba profundamente interesado en esta tierra, y desde su residencia divina intervenía con frecuencia en los asuntos humanos. Puesto que Jesús era Hijo de Dios, una acción que refrendase la interco­nexión de cielo y tierra resultaba no tan sólo comprensible sino algo completamente normal y esperado. Nadie se preguntaba cómo el cielo, que dejaba de ser un dosel azul extendido a través de los espacios para pasar a ser una atmósfera permeable de varios elementos químicos, y a través de la cual algún día los seres humanos podrían volar hasta acabar saliendo de la misma en sus viajes astronáuticos, nadie se preguntaba cómo ese cielo podía romperse o abrirse para permitir que el Espíritu de Dios descendiese en forma de paloma y se posara sobre Jesús recién bau­tizado. De modo parecido, nadie se preguntaba qué lengua había habla­do la voz celestial cuando Dios declaró que Jesús era su Hijo amado.

Cuando Copérnico y Galileo intentaron remodelar la forma del mundo, hasta el punto de que los detalles literales de esa historia em pe­zaron a cuestionarse, la Iglesia —que había perdido el contacto con la tradición midráshica y que había empezado por literalizarlo todo en grado extremo— fue batiéndose lenta, pero inevitablemente, en retira­da. Primero dio un paso atrás respecto de la objetividad, después de la subjetividad y, finalmente, de la realidad. Esa postura derivó en la crea­ción de una nueva categoría, llamada verdad simbólica, la cual significa­ba muy poco en un mundo que sólo conocía lo objetivamente real o lo

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irreal. En consecuencia, dicha categoría tenía muy poca fuerza para per­suadir a la gente moderna de alguna cosa. La mente occidental ya ha­bía separado la religión dominante en el mundo occidental de la tradi­ción que había dado origen a tal religión. Las únicas opciones eran ver algo como literalmente verdadero o como una fantasía equivocada. Y mucha gente parece que continúa viviendo cual si no hubiese otras op­ciones.

En el mundo evangélico de hoy y entre los elementos fundamenta- listas de la Iglesia cristiana, tanto católica como protestante, se continúa manteniendo la pálida posibilidad de que exista una verdad literal pre­sente en los detalles de su historia creyente. A veces esos elementos siguen contando con la intensidad de los fanáticos, mientras que el mun­do incrédulo de los hombres y las mujeres posmodernos rechaza casi todo el contenido de una religión organizada como un completo absur­do. La clase rectora de personas religiosas liberales, habiendo visto que el césped que intentaba defender mermaba hasta la no-existencia, ape­nas se hace oír cuando pretende hablar acerca de la realidad de Dios o del poder de Cristo. Ése es el resultado inevitable de formular las pre­guntas equivocadas de una tradición que emplea el midrash para contar su historia.

La verdadera pregunta de la tradición midráshica es ésta: ¿Qué ex­periencia condujo, o hasta impulsó, a los compiladores de la tradición sagrada a incluir ese elemento, esa vida o ese suceso en la trama inter­pretativa de su pasado sacro? ¿Qué hubo acerca de Jesús de Nazaret como para demandar que el significado y alcance de su vida se interpre­tase a través de las historias de Abraham y de Isaac, de Moisés y la Pascua, del éxodo y del desierto, del Sinaí y la tierra prometida, de Ana y Samuel, de David y Salomón, de Elias y Eliseo, de la figura del Siervo paciente y del Hijo del hombre, de Pentecostés y el Tabernáculo, y a través de mil otras opciones, que sirvieron para incorporar la vida de Jesús en el designio de Dios, conocido por la historia de Israel?

Ésa es la pregunta del midrash, del que lo ignoramos todo durante tanto tiempo; la pregunta que no podía formularse de una manera sus­tantiva hasta que adoptamos los ojos y la mentalidad judíos, con los que leer y entender nuestro propio sagrado evangelio.

D e vuelta del criticismo extremo al midrash

Antes, sin embargo, de volver a esa opción, tuvimos que experimen­tar que nuestra inteligencia literal de la Biblia ya no era fiable. Con las

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reverberaciones de la explosión de conocimientos, que comenzó con Copérnico y siguió con Galileo, Newton, Darwin, Freud y Einstein, en­tre otros, el literalismo bíblico se desintegró. Cuando una visión literal de la Escritura llega a ser insostenible, se impone ver y estudiar la pro­pia Biblia de un modo nuevo, aunque ello todavía no quiera decir de un modo judaico.

La tarea primera fue descubrir las realidades históricas concretas, que subyacen en la historia bíblica. Esa búsqueda de la verdad se llamó crítica superior de la Biblia. Surgida en la Alemania del siglo xix, pro­dujo la alternativa liberal protestante al literalismo, que iba a marcar a las iglesias principales como abogadas de esa posición y como reactoras frente a la misma hasta nuestros mismos días. No iba a demostrarse, sin embargo, como una alternativa gravosa o satisfactoria, y generalmente dejó de existir en el sentir común a medida que la Iglesia contem porá­nea declinaba hacia la secularidad. Se mantuvo en el enclave particular del pensamiento académico cristiano y se consideró demasiado infruc­tuoso para compartirlo con el común de la gente, ya que plantea muchas cuestiones a las que la Iglesia no puede responder. De ese modo los dirigentes eclesiásticos querían proteger a los fieles sencillos de concep­tos que no estaban preparados para entender. Y por esa vía apareció por vez primera la sima cada vez más ancha entre cristianos eruditos y la gente corriente.

Se formó al clero en esa mentalidad teológica con la nueva manera de leer y entender la Biblia, con esas nuevas teorías acerca de cómo había sido escrita la Biblia y con los nuevos métodos de interpretar los relatos de lo sobrenatural. Pero se exhortó a ese mismo clero a no ser­virse de su conocimiento cuando hablaba desde el púlpito a sus comuni­dades de fieles. Más aún, se le dijo que continuase contando simple­mente la vieja historia, sólo que de cuando en cuando con un acento ligeramente moderno.

No obstante, cuando la brecha se ensanchó, se generaron tensiones dentro de las estructuras de la Iglesia entre quienes se llamaban libera­les y quienes fueron considerados como conservadores. En la tradición romano-católica, el papa Juan XXIII, que ocupó la sede de san Pedro desde 1958 hasta 1963, abrió la venerable institución a los vientos mo­dernos del cambio. Mas los vientos se demostraron tan tempestuosos, que desde entonces cada uno de los papas ha intentado reprimir el espí­ritu moderno en nombre de «la verdad inmutable e infalible de Dios a través del instrumento divino que es la Iglesia católica». Los pensadores católicos creativos, como Teilhard de Chardin, Hans Küng, Charles Cu­rran, Edward Schillebeeckx, Matthew Fox, Leonard Boff, Rosemary

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Mu. 111, i l h . i I h i I i S i I i í i s s I i' i I ........... .1 Jiwepli I itzmyer, Raymond11 h tw 11 \ 1 1 . i \ 111 I i.ii \ | >111 .i ■ 11 ■ 11 ii in ii ii i. 11 algunos, se sienten a si mis-......... . ¡.ti imli i iii in i i li n i < .iilii'. o comprometidos de alguna mane-i ,i i . n iiiimii iiiii ■ h,i lnismlo en la sima entre las conclusiones de su ............■ H mu \ l« Mu mi.m ones autoritarias de su sistema creyente.

I 11111..... i i I m stianism o protestante estuvo mejor servido por sus■ iin-vi■>. piínsHuores. Tal comunidad creyente acabó dividiéndose en igle­sias principales y en iglesias evangélicas o fundamentalistas. El mensaje de las iglesias principales se presentó cada vez con menos carácter teoló­gico, por haber desaparecido el cimiento que lo sostenía. Las iglesias evangélicas o fundamentalistas hasta rehusaron plantear cuestiones mo­dernas, prefiriendo afirmar en tono retador las conclusiones literalistas, a las que se vieron abocadas por sus supuestos ideológicos. Y con el tiempo llegaron a ver el mundo y hasta el propio conocimiento como sus enemigos I i»- literalistas se lanzaron a esa lucha para salvar su versión i ii'ula de la verdad de Dios con la pasión de los soldados en la batalla de Ai macedón.

I 'na generación de gente lo bastante sensible como para tem er que, si atendían a la investigación competente, podrían acabar ellos mismos perdiendo la fe, empezó por dar un momentáneo empujón en las es­tadísticas de todo tipo a tales elementos reaccionarios, tanto en sus for­mas católicas como en las protestantes. Mientras tanto, las tradiciones liberales sin mensaje experimentaban un debilitamiento constante. Pero esa tendencia no iba a mantenerse, pues muchas veces uno puede resucitar artificialmente el cuerpo muerto de las conclusiones religiosas del ayer. Acaban por no poder mantener el tipo. Es el momento en que se encuentra un nuevo punto de arranque o en el que se escribe el capí­tulo final en la historia de un episodio de fe, largo pero no exhausto.

Inspirado por John A. T. Robinson, un obispo anglicano y especia­lista de Nuevo Testamento en Cambridge, cuyo libro Honest to G od de 1963 desencadenó una revolución teológica, inicié mis primeros tanteos en busca de un nuevo punto de partida, en el que pudiera mantenerse intacta la integridad de mis afirmaciones religiosas. Por entonces yo no sabía que con el tiempo entraría también en el ministerio episcopal, como uno de los herederos espirituales de John Robinson para dar a ese movimiento un empujón poderoso hacia el siglo xxi.

Con un conocimiento tan escaso del midrash, una palabra que yo nunca había empleado, empecé no obstante la investigación de mi fe echando una ojeada a la tradición judía que la había generado. Mi pri­mer libro de envergadura, This Hebrew Lord, publicado en 1974, fue el resultado de mi sentimiento intuitivo de que sólo en ese contexto iba a

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abrírseme el contenido del cristianismo de una forma nueva. Investigué las figuras de Elias, de Moisés y del Siervo Paciente, que tan im portan­tes roles habían desempeñado en la manera en que los evangelios ha­bían entendido a Jesús. Mi libro me tocó hondamente y, según parece, también a quienes lo leyeron. No es que el libro se convirtiera en un importante best-seller, pero se resistió a morir. Año tras año ha venido vendiéndose en torno al millar de ejemplares. Los suficientes para m an­tenerse en las listas de libros vivos. Muy pocos libros de tema religioso alcanzan una vida de veinte años. En 1986 lo revisé una primera vez, y de nuevo en 1992. Pero lo más importante es que lo orienté hacia unas direcciones nuevas.

Me preguntaba cuáles eran las relaciones entre los libros bíblicos de Crónicas y los libros de Reyes en las Escrituras hebreas. Unos y otros cubrían la misma historia y el mismo material; pero lo hacían con deta­lles muy diferentes y hasta contradictorios. Todavía no había vislumbra­do la posibilidad de que Crónicas fuesen un ejemplo de midrash judío sobre los [cuatro] libros de Reyes.

Empecé por analizar el midrash en los evangelios, sin saber muy bien en qué consistía. ¿Estaba relacionado el gesto de Jesús de alimen­tar a cinco mil personas en el desierto con el alimento que Dios propor­cionó a su pueblo de Israel por mediación de Moisés en el desierto? El relato de la ascensión de Jesús ¿fue simplemente una relectura de la historia de la ascensión de Elíseo? Y la historia de la resurrección del hijo de la viuda de Naín por Jesús ¿estaba relacionada con la resurrec­ción del hijo de una viuda por obra de Elias, que cuenta el libro de Reyes (1 Reyes 17,17 y ss.)? ¿Predicó Jesús el sermón de la M ontaña, o dicho sermón era un intento de retratar a Jesús como el nuevo Moisés? Después de todo, buena parte de lo que constituye en Mateo el sermón de la Montaña lo enseña Jesús en las llanuras de Galilea, según Lucas.

Después mi atención se centró en la cuestión crucial de la realidad histórica de aquellos relatos que se refieren a la entrada y salida de Je­sús en la vida humana. ¿Cuál era el nivel de historia que cabía otorgar a esos relatos de los evangelios? Al estudiar las narraciones que tenemos del nacimiento vi que ningún especialista de prestigio las tomaba al pie de la letra. Con ojos de asombro leí las obras de Raymond Brown, Jo- seph Fitzmyer y Hermann Hendrickx, todos ellos católicos y romanos. Los relatos del nacimiento me absorbieron y, lejos de destruir el signifi­cado de los episodios de la Navidad, ese estudio les dio a mis ojos una fuerza y un contenido mayores. Mas yo no disponía aún del vocabulario midráshico para abrir la última puerta hacia el estudio del Nuevo Testa­mento.

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La palabra me la proporcionó, finalmente, Jeffrey John, especialista en el Nuevo Testamento y decano en el Magdalen College de Oxford. Decía simplemente: «Los relatos del nacimiento son a todas luces un midrash haggádico».1 ¡Así pues, midrash haggádico! La puerta estaba abierta, y para mí los relatos de la Navidad ya nunca serían los mismos.Y en definitiva tampoco lo sería la Biblia. Ahora estaba preparado para adentrarme en la mentalidad de aquel admirable pueblo judío, que me proporcionaría un nuevo punto de partida en mi estudio de los evange­lios; un punió de partida que durante tanto tiempo había estado oculto por prejuicios cristianos.

I 1 midrash lo define The Jewish Encyclopedia como «el intento por penetrar en el espíritu del texto, examinar el texto desde todos los ángu­los, derivar unas interpretaciones que no son obvias a primera vista y por iluminar el futuro apelando al pasado».2 Con esa herramienta nueva y maravillosa empecé a ver que la ubicación del nacimiento de Jesús en Belén no se debía a un hecho de historia, sino que respondía a una ex­pectación, incorporada a la tradición judía por el profeta Miqueas: un salvador davídico nacería en Belén, exactamente igual que el rey David. Los magos o sabios procedían del capítulo 60 del libro de Isaías, donde se decía que los reyes acudirían al resplandor de la gloria de Dios. Lle­garon en camellos trayendo oro e incienso. Ese relato ampliado se com­binaba después con elementos de la visita de la reina de Saba, que acu­dió con especias (¿mirra?) como homenaje al rey de los hebreos, Salomón (1 Reyes 10,1-13), y con la historia de Balaam, un vidente de las tierras orientales, que vio la estrella de David y acudió a bendecir al rey de los israelitas (Números 22-24). La estrella guía había aparecido antes en la tradición midráshica de los relatos natalicios de Abraham, Isaac y hasta Moisés. El cántico de María seguía el patrón del cántico de Ana. La historia de Zacarías y de Isabel, sin hijos y en edad avanzada, era una relectura de la historia de Abraham y de Sara, que ya ancianos no tenían descendencia. La visión de Zacarías en el templo hablando con el ángel Gabriel venía a ser el eco de la historia de Daniel en el templo hablando asimismo con Gabriel.

La huida de Jesús a Egipto era una reviviscencia de la historia de Israel. José, el padre de Jesús, estaba retratado con todas las apariencias de un antiguo patriarca, al que también hablaba Dios en sueños y que servía a la promesa divina huyendo a Egipto. Los pastores de Lucas procedían de Belén, patria del pastor rey David y «torre de los rebaños» del profeta Miqueas 2-5. La historia del niño Jesús en el templo repro­ducía el patrón de Samuel y de su experiencia en el templo.

¡Midrash haggádico! Y al midrash no le preguntamos qué ocurrió; le

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preguntamos más bien qué pasó con Jesús para que fuera incorporado a la tradición midráshica.3

Jeffrey John me introdujo a su vez en la obra de Michael Goulder, quien amplió mi visión del midrash más allá de los relatos del nacimien­to de Jesús a los evangelios en su conjunto. Goulder me presentaba a Mateo como una ampliación midráshica de Marcos.4 Y el propio Goul­der argumentaba en el sentido de que Lucas no era sino una reelabora­ción midráshica de Marcos y de Mateo en un contexto nuevo.5 Algún tiempo después, mi colega en el episcopado, Walter Righter, me intro­ducía en la obra de Dale Miller, un profesor de religión, solitario y em­prendedor, en Drake, una universidad del oeste medio americano, que había desarrollado el midrash en ocasiones de un modo fascinante y en ocasiones con desmedido entusiasmo, a mi modo de ver. Así y todo, su obra tuvo el efecto de abrirme algunos textos bíblicos en unas direccio­nes sorprendentes para mí.6

Con ese instrumento y juguete recién descubierto volví sobre los grandes comentarios, que tanto habían enriquecido mi vida en años pa­sados, y los releí a la luz de mi comprensión del midrash. Nombres como Westcott, Hort, Lighfoot, Hoskins, Dodd, Brown, Nineham, Childs, Fu­ller, Albright y hasta Bultmann brillaron con nuevo esplendor.

Para mí, el midrash era un modo a través del cual unas experiencias humanas trascendentes podían procesarse e incorporarse en un relato creyente en constante desarrollo, que no conocía capítulos cerrados ni reclamaba una infalibilidad anquilosada y yerta. Era un modo de repen­sar mitológicamente ciertas dimensiones de la realidad, para las que el lenguaje del tiempo y del espacio simplemente no era adecuado. Era una tentativa por acumular palabras y conceptos racionales alrededor de aquellos momentos en los que la eternidad irrumpió en la concien­cia de los hombres y las mujeres que vivían en el tiempo. El lenguaje apropiado para hablar del pensamiento de Jesús era el lenguaje del mi­drash, porque ése era el lenguaje de la tradición sagrada, viva en el ju ­daismo. Por esa vía llegué a creer que para entrar en el pensamiento de los evangelios era necesario entrar en la tradición midráshica.

Dado que Jerusalén, el centro del mundo judío, fue destruida en el año 70 de la era cristiana por el ejército romano, la historia cristiana nacida en aquel contexto judío empezó inmediatamente después a na­vegar en el mar exclusivamente gentil. Todos los evangelios habían sido escritos antes de acabar el siglo i, estando cada uno configurado según la tradición midráshica. Pero a comienzos del siglo n esos evangelios fue­ron interpretados casi exclusivamente por gentes no judías, que nada sabían del midrash. Más adelante, Marción, un dirigente cristiano de la

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i>. iiiilnl.nl i Mil mi m mlcntó arrancar por entero las Escrituras hebreas .1. I.i l lililí.i cristiana. Oficialmente la Iglesia se resistió a esa idea; pero i ii un plano no oficial adoptó la actitud marcionita, que relegaba el pac­to primero a la penumbra. Sin duda que aquélla no era la literatura que uno hubiera imaginado para iluminar la historia cristiana, a menos que el Antiguo Testamento se considerase como un vaticinador de lo que se realizó en el Nuevo Testamento.

Así entró el cristianismo en su exilio gentil, renegó de sus raíces ju­días, del seno materno del judaismo; y en ese proceso desfiguró sus ob­jetivos más profundos. Al mismo tiempo, eso derivó en unas preten­siones de historicidad extravagantemente literalistas de algo que en realidad eran relecturas midráshicas de temas viejos en unos momentos históricos nuevos. Cuando en el siglo xvi la explosión del conocimiento científico inició su marcha imparable hasta nuestros mismos días, dejó a su paso los escombros de un sistema religioso literalizado. En rápida sucesión se desintegraron el literalismo de la historia de la creación, el contexto sobrenatural de la mayor parte del drama bíblico y las palabras de milagro y magia. La arena religiosa fue abandonada con la opción estéril de intentar m antener la credibilidad dentro de una tradición lite- ralizante o abandonando todas las creencias en cualquier sistema reli­gioso, que adopta un sentido de trascendencia.

Las últimas fases de la lucha liberal por defender el honor de la Bi­blia fueron desesperadas. Empezaron por cuestionarse los elementos milagrosos del Antiguo Testamento. Después se recusaron también al­gunos elementos morales de esa parte de nuestra herencia. Desapare­cieron ya las leyes dietéticas, los matrimonios polígamos y ciertas prácti­cas cúlticas como la circuncisión y la observancia del día del sábado. Después se puso en tela de juicio la conveniencia de una divinidad inter­vencionista, que podía regocijarse con el anegamiento de aquellos egip­cios que no consiguieron escapar a las olas refluyentes del mar Rojo. Cuando ese mismo Dios era retratado deteniendo el sol en el cielo para prolongar las horas de luz y permitir así a Josué proseguir la aniquila­ción de los amorritas (Josué 10,12 y ss.), a ese Dios se le veía no precisa­mente como no creíble sino como abiertam ente inmoral.

Después, poco a poco y con temor, el reto giró hacia el Nuevo Testa­mento. Primero se interpretaron los elementos milagrosos en términos de fenómenos naturales, que ocurrieron en una coincidencia querida por Dios. Así, la generosidad de un muchacho, que dio su merienda de cinco panes y dos peces para calmar a una muchedumbre hambrien­ta, inspiró a muchos otros a que ofrecieran los alimentos que llevaban ocultos, y así fue como de hecho se saciaron cinco mil personas. Tal

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explicación constituía una débil tentativa por hacer creíble de nuevo lo que había dejado de serlo. Se dijo que la historia de Jesús caminando sobre las aguas del lago arrancaba de una interpretación equivocada de la preposición griega, que podía significar «sobre» y «a lo largo de». Se afirmó que el poder psíquico de Jesús para insuflar valor a los psicológi­camente tullidos podía explicar los hechos de curación que cuenta el Nuevo Testamento. Y así continuó el proceso hasta no dejar apenas nada de sustancia sobrenatural para la historia creyente de los cristia­nos. El nuevo conocimiento empujó a la gente hacia soluciones libera­les, que acabaron siendo tan flojas como para no satisfacer a nadie.

Ese acercamiento, a su vez, hizo estallar las reacciones de un funda- mentalismo evangélico amenazado y militante, que decidió hacer valer su versión de la verdad gritándola de manera desafiante en los oídos del mundo moderno, proclamándola en los templos, en la radio y en la te­levisión. Su mensaje adoptaba en buena medida el estilo del viejo predi­cador rural, que marcaba en el ángulo de las notas para sus sermones: «Argumento flojo ¡gritar como un condenado!».

Cuando los estudiosos críticos empezaron a sugerir que los relatos del nacimiento de Jesús no podían entenderse literalmente, los círculos religiosos conservadores se inquietaron e irritaron. Muchos creyentes consideraban los relatos del nacimiento como la gran línea de defensa contra la erosión de la divinidad de Jesús. Pero ¿por cuánto tiempo la gente culta del siglo xx iba a continuar siendo literalista acerca de co­sas como la concepción ocurrida en una pareja desde largo tiempo atrás en la menopausia, la visita del ángel Gabriel, un embarazo sin agente masculino, un coro angélico que canta en el cielo, una estrella errante por los espacios, unos pastores que no tienen dificultad en en­contrar a un bebé en una ciudad rebosante de gentes que habían acudi­do con motivo de un em padronamiento especial y un rey llamado He- rodes, que confiaría en tres [?] hombres a los que no conocía de nada para un servicio de información acerca de un pretendiente a su trono, que había nacido apenas a diez kilómetros de distancia? Si la divinidad de Jesús iba vinculada a los detalles literalistas de la tradición del naci­miento, era algo condenado al fracaso. Por el contrario, si los relatos del nacimiento se depuraban de literalismo, la divinidad de Cristo, le­jos de morir, se vería realzada.

De manera parecida, cuando la atención de los estudiosos de la Bi­blia se volvió hacia los relatos de la resurrección, la ansiedad de los creyentes se multiplicó por cien. Si no hubo resurrección en sentido lite­ral, se temía que todo el sistema de fe llamado cristianismo se derrumba­ría. Como observó un prelado, cuando la batalla irrumpió en los medios

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de comunicación británicos a comienzos de la década de los noventa, hasta tal punto es central la resurrección para la fe cristiana, que sin ella no hay cristianismo.7 Pero quedaba sin respuesta el verdadero problema de qué es lo que constituye «la resurrección».

¿Depende el cristianismo de que una tumba estuviera vacía, de que un cadáver hubiera resucitado, de que unos ángeles bajasen en medio de un terrem oto e hicieran rodar enormes piedras de la boca de una cueva, o de que una figura pudiese desaparecer en el aire sutil después de partir el pan? ¿No molesta al creyente literalista que sean contradic­torios los detalles que cuentan los evangelios acerca de lo que ocurrió después de la muerte de Jesús, así como acerca de lo sucedido al tiempo de su nacimiento? ¿No es ésta la última frontera? Desde que los libera­les en general abandonaron la arena rechazando los elementos milagro­sos y reduciendo la Pascua de resurrección a un pálido subjetivismo, la única batalla que queda por librar es la que se da entre un literalismo histérico y una moderna mentalidad incrédula, la cual afirma que los milagros no pueden darse y no se dan. En esa batalla, el literalismo pue­de desaparecer; pero la realidad vencedora será un enorme vacío, un vacuum terrible en el corazón mismo de la vida humana. Debe de haber seguramente una alternativa mejor.

Yo creo que puede darse un escenario nuevo para el futuro cristia­no, sin que sean necesarias ni una victoria literalista ni una revitaliza- ción liberal. No puede empezar, sin embargo, con un texto bíblico litera- lista, que describa el nacimiento de la realidad trascendente que se da en Jesús de Nazaret o el renacimiento de la realidad trascendente en el momento que llamamos resurrección. Yo reconozco la presencia del midrash no sólo en los relatos de la Navidad, sino y más especialmente en los relatos de la resurrección.

Después de lo cual empecé, por fin, a ver el elemento midráshico de la intemporalidad en todo el corpus de los evangelios canónicos. Cuan­do se ha experimentado la trascendencia en la historia, el tiempo es frecuentemente la víctima. Dado que en la vida de Jesús ocurrió algo dramático cuando en cierta ocasión subió a Jerusalén, cada vez que lee­mos en la Biblia cualquier otro viaje a la ciudad santa estamos dando otra dimensión de ese mismo elemento revelador. El tiempo desaparece y cualquier viaje en la Escritura refleja la memoria de aquel definitivo viaje revelador.

De ese modo la Biblia no es una cronología. Es un estrato tras otro de intemporalidad. Cada referencia a la subida de Jesús a Jerusalén, cada mención de los tres días, cada lugar donde se toma, bendice, parte y distribuye el pan, cada alusión a la reconstrucción del templo... no son

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más que tradiciones midráshicas, que tienden a comunicar el significado y alcance de la Pascua de resurrección. Así, las afirmaciones de Jesús, con las que se entraba en contacto tras una generación de procesar la experiencia del propio Jesús, se leen retrospectivamente en la historia cual si fueran las mismísimas palabras de Jesús. Seguramente que Jesús nunca se autodesignó como el «pan de vida» o la fuente de «agua viva»; pero cuando la gente llegó a conocer el significado trascendente de su vida como aquello que sacia el hambre humana más profunda y satis­face su sed más honda de Dios, a los ojos de los creyentes resultó apro­piado poner esas palabras en los mismos labios de Jesús. Ahí se da una intemporalidad a propósito del acercamiento midráshico a la Biblia.Y el acercamiento a la verdad a través del midrash se convirtió para mí en la puerta de entrada al estudio del momento de la Pascua de resu­rrección.

El midrash significa que, cuando uno entra en las Escrituras, tiene que abandonar el tiempo lineal. Y eso significa también que hemos de abandonar una certeza literalista en favor de una tradición creyente viva y de un final abierto, en donde se ve a Dios como pasado, presente y futuro, como si los tres fuesen un todo inseparable. Fue Jaroslav Peli- kan quien me ayudó a ver que la tradición es la fe viva de un pueblo muerto, a la que nosotros hemos de agregar nuestro capítulo mientras tenemos el don de la vida. Pero el tradicionalismo es la fe m uerta de un pueblo vivo, temeroso de que toda la empresa se derrumbe con el cam­bio de una yota o tilde.8 Las tradiciones, sin embargo, siempre cambian. Ése es el significado del midrash.

Los evangelios de Marcos, Mateo, Lucas y Juan son producto de la tradición midráshica, mucho más de cuanto la mayoría de los cristianos han imaginado nunca. La pregunta que hemos de dirigir a los evange­lios, no es la de si tal o cual detalle es literalmente verdadero. Más bien hemos de preguntar: ¿Qué sucedió en esa vida, o en ese momento o detalle, que forzó a la tradición midráshica a incorporarlo e interpretar­lo de esa manera y en ese tiempo?

Yo no desearía ser literalista en la mayor parte del contenido de la tradición evangélica, que pretende describir el alba de Pascua; mas no desearía negar por un momento la realidad que empujó a aquellos pri­meros cristianos a describir lo que había ocurrido en los términos que lo hicieron. Ellos emplearon el lenguaje y el estilo del midrash por ser el único lenguaje y estilo que tenían a su disposición para captar la intensi­dad de la esfera de Dios que se había experimentado en la arena huma­na. En cierto sentido, el midrash era mitología vinculada a tradiciones religiosas y temas universales. Y por encima de todo era un lenguaje,

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que no podía tomarse en un sentido literal al emplearlo en procesar una experiencia que no podía negarse. Estaba pensado para reflejar una ver­dad que no podía ser captada con el vocabulario del tiempo y del espa­cio; pero que empleaba ese vocabulario con la esperanza de que pudiera entenderse el significado, porque aquí no había otro vocabulario a su disposición.

En su verdadero núcleo, la historia de la Pascua de resurrección nada tiene que ver con unos anuncios evangélicos o unas tumbas va­cías. Nada tiene que ver con períodos de tiempo, como tres días, cuaren­ta o cincuenta días. Y nada tiene que ver con cuerpos resucitados, que aparecen y desaparecen o que al final abandonan este mundo con una ascensión a los cielos. Ésos no eran más que vehículos humanos y mi- dráshicos para llevar el significado trascendente de Pascua por parte de quienes tienen que hablar de lo inefable y describir lo indescriptible, porque la fuerza del evento era innegablemente real.

Ahora quiero entrar en la experiencia de la Pascua de resurrección. Yo creo que esa experiencia es real y verdadera, pero que los detalles que la describen no pueden literalizarse. El viaje me llevará primero a profundizar en los textos bíblicos; pero después acabará llevándome, más allá de tales textos, a una dimensión de intemporalidad, en la cual reside una presencia que yo llamo Dios. Mi acceso a esa presencia se realiza a través de una vida mencionada en la historia como Jesús de Nazaret, pero llamada por la fe y en el lenguaje del midrash y de la mitología como el Cristo de Dios. Yo creo que ese Jesús viajó a través del tiempo hasta la intemporalidad, y a través de la finitud hasta la infi­nitud. Más allá de eso, yo creo que quienes hemos fundamentado nues­tras vidas en la vida de él podemos también hacer ese viaje y podemos conocer a ese Cristo como nuestro camino, nuestra verdad y nuestra vida, y a través de él también podemos acercarnos a la presencia de Dios. Y en esa presencia podemos conocer asimismo la intemporalidad de la eternidad. Efectivamente, pienso exponer cómo creo que esa vida, que tengo en Cristo, está más allá del poder de la muerte, como para que pueda extinguirse o disminuir. Lo ofrezco a quienes en mi mundo quieren hacer un viaje, que muchos de mis hermanos y hermanas reli­giosamente temerosos tienen enorme reparo en emprender, por asirse desesperadamente al último vestigio de sus afirmaciones literalistas.

Como no están dispuestos a arriesgar nada, se verán forzados a en­tregarlo todo. El modo más sencillo de perderlo todo es agarrarse con desesperación a lo que no puede sostenerse en un sentido literal. Los cristianos literalistas aprenderán que un Dios o un sistema de fe que tiene que defenderse a diario, acaba por no ser ni Dios ni sistema de fe

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alguno. A prenderán que cualquier dios que puede ser asesinado, acaba por serlo. Y en último análisis descubrirán que todas sus pretensiones de representar la verdad histórica, tradicional o bíblica del cristianismo no pueden detener el avance de un conocimiento, que acabará por ha­cer cuestionable, en el mejor de los casos, cualquier pretensión histórica de un sistema religioso literalista, y la renovará y anulará, en el peor.

A quienes saben que ese sistema literal está lleno de filtraciones ter­minales y están dispuestos a asumir el riesgo de algunas posibilidades nuevas, les abro otra puerta. Les ofrezco otro punto de entrada, desig­nado con los nombres de midrash, mitología y símbolo. Mi testimonio es que viajando a través de esa puerta nueva, arriesgando la pérdida de viejas certezas que ya están en clara decadencia, mis lectores podrían descubrir, como yo he descubierto, un sendero que conduce por vías nuevas y seguras a la confesión de una antigua tradición de fe:

¡Jesús es Señor!¡Ven, Señor Jesús!¡La muerte no puede retenerlo!¡Hemos visto al Señor!

Yo invito a mis lectores a dejar de lado el manto de la seguridad religiosa y acompañarme en la aventura, que en parte quiere ser como una historia de detectives, de explorar la tradición midráshica, que nos conducirá hasta el corazón de la Pascua.

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El impacto de la Pascua de resurrección: Un lugar para empezar

Durante la primera mitad del siglo i de la era común se dio un enor­me estallido de energía en el mundo mediterráneo. Sus raíces estaban en la religión de los judíos; pero algo trascendió tales raíces como para llamar a los gentiles por una parte, mientras que por otra incurría en la hostilidad judía.

La fuerza explosiva de ese movimiento iba a demostrarse tan grande como para configurar toda la historia de Occidente. Antes de que hu­biesen transcurrido cuatro siglos aquella fuerza había ejercido su in­fluencia sobre todas las estructuras políticas del Mediterráneo. Con el tiempo, todo el arte occidental, la arquitectura y la música se desarro­llarían al servicio de aquel movimiento. Poetas, reyes, nobles y campesi­nos se doblegaron ante aquel poder vibrante. Hoy mismo, casi dos mil años después, pueden encontrarse relatos acerca de ese movimiento en las primeras páginas de publicaciones tan venerables como el London Times y el Wall Street Journal.' Visiones rivales acerca de la verdad de ese movimiento, en los mismos albores del siglo xxi, continúan enfren­tando al bando católico y al protestante en un duelo a muerte en lugares como Irlanda, mientras que en las naciones configuradas por dicho mo­vimiento los políticos siguen prestándole su homenaje verbal hasta el día de hoy.

¿A qué obedece semejante fenómeno? A esta pregunta cabe res­ponder, por supuesto, en varios niveles. Pero lo que yo me estoy pre­guntando ahora es por el origen del movimiento. ¿Qué ocurrió para que el cristianismo naciese? ¿En qué realidad se asienta su principio pode­roso?

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El alba del cristianism o estuvo ligada a la vida de un personaje, co­nocido como Jesús de Nazaret. Pero apenas hay documentos objetivos con los que poder verificar un solo hecho de su vida. Existen sólo las denominadas Escrituras cristianas, debidas a creyentes apasionados, a través de las cuales podem os tener acceso a la vida de aquel hombre. Esas fuentes, ¿son correctas? Por lo menos hay que decir que ninguno de esos escritos cristianos tiene la condición o la ventaja de ser el infor­me de un testigo ocular. Los más antiguos de tales escritos se denomi­nan epístolas. Básicamente son cartas escritas por discípulos de Jesús; algunas están fechadas veinte años como poco después de que acabase la vida de Jesús, pero otras son cien años posteriores a esa vida.

Pero las cartas en cuestión, tanto las primeras como las últimas, ape­nas nos dan algún detalle de la vida de aquel hombre. Por las mismas sólo cabría saber algo de las pretensiones básicas que sus seguidores le atribuían: aquel Jesús había sido crucificado, pero Dios lo resucitó a la vida. Quienes escribieron las cartas en cuestión proclamaban haber vis­to esa vida resucitada. Los nombres asociados a dichas cartas fueron los de Pablo, Pedro, Juan, Santiago y Judas. Estudios posteriores revelan la probabilidad de que Pablo fuese el único autor real de las cartas que llevan nombres de varios de sus discípulos, y que algunas otras que lle­van el nombre de Pablo no sean auténticas.2 Únicamente las dirigidas a Romanos, 1 y 2 Corintios, Gálatas, 1 y 2 Tesalonicenses, Filemón y Fili- penses siguen considerándose hasta hoy como indiscutiblemente escri­tos auténticos de Pablo. En ninguna de sus cartas pretende Pablo haber conocido al Jesús que vivió en la historia.

Antes de la séptima década de la era cristiana no apareció ningún libro sobre la vida de Jesús; y eso como pronto, porque muchos discuten esa fecha y sostienen que discurría la década octava cuando apareció el primer evangelio. El período de datación de los libros, llamados evange­lios, iría desde el año 65 al 100 de la era común. Muchos detalles acerca de Jesús, recogidos en esos libros, son contradictorios. Hay serios con­flictos acerca de fechas, nombres, lugares y sucesos. Los evangelios pre­tenden contener las palabras que Jesús dijo; pero ninguno está escrito en la lengua que él habló. Todos están escritos en griego, mientras que Jesús parece ser que habló en arameo.

Esos libros, sin embargo, comparten una afirmación: Jesús fue con­denado a muerte. Su vida pareció terminar en una tragedia. No obstan­te, en algún lugar surgió la convicción de que de alguna manera aquella muerte había sido superada y que Jesús había resucitado de nuevo a la

Vidas que cambian: La evidencia suprema

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vida. El poder de aquel movimiento estuvo vinculado a la realidad de tal pretensión.

Con varios tipos de palabras e imágenes, los relatos de los evangelios intentaron describir ese elemento. No era fácil. ¿Cómo se podía pensar que Dios hubiese actuado hablando en el lenguaje profano de hombres y mujeres? ¿Cómo cabía pensar que quien era de origen divino pudiera ser descrito con términos terrenales? ¿Cómo lo que se creía que era intemporal podía encontrar expresión en el tiempo? Y, sin embargo, ¿cómo se podía ignorar la erupción de poder? ¿Cómo se podía negar que algo había dado origen a un movimiento que estaba destinado a cambiar la faz de la historia humana?

Así miramos los escritos que tenemos e intentamos comprender aquello que destacan, lo que revelan y lo que transmiten. Y todos desta­can una conclusión firme. ¡Algo sucedió! Fuera lo que fuese, era algo que tenía poder. ¡Un poder increíble!

Esos escritos nos hablan de un movimiento incipiente en torno a Jesús, que fue formándose en el curso de su vida terrena. Es difícil de­terminar cuáles fueron las esperanzas y expectativas de sus seguidores, pero en cualquier caso no parece que aguardasen su muerte. Tales rela­tos trazan unos retratos poco lisonjeros de los seguidores de Jesús. Pa­recen haber respondido a la crisis del prendimiento de Jesús con una conducta débil y cobarde. Abundaron los rumores acerca de la traición procedente de su círculo de íntimos, por más que los detalles de esa traición son confusos y contradictorios.

Sin embargo, hubo un acuerdo unánime en que el primer represen­tante del movimiento, un hombre llamado Simón, se portó de forma muy lastimosa. Para salvar su propia vida, Simón hasta llegó a negar haber conocido a aquel Jesús. Ese material nada amable acerca de Si­món tiene un cierto aire de autenticidad. No podemos por menos de sorprendernos de que aquel hombre que mintió acerca de Jesús, que negó conocerle, pudiera haber adquirido el sobrenombre de Kephas o Pétros (la Piedra). Pero eso fue lo que ocurrió; eso es lo que afirma la historia. Hay algunas pruebas externas de que Simón, ahora llamado Pedro, aunó aquel movimiento y lo puso de nuevo en marcha tras la ejecución de Jesús.

¿Qué fue lo que produjo el cambio en Simón? ¿Qué fue lo que con­virtió a un cobarde en un líder? ¿A qué se debe que el hombre que hasta negó hacer conocido a Jesús, cambiase hasta proclamar que aquel Jesús era el sentido supremo de su vida? Ése es el dato que está claman­do por una explicación. ¿Qué le sucedió a Simón para cambiarlo de arriba abajo? ¿Qué es lo que media entre el Simón asustado y negador

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al tiempo del arresto y ejecución de Jesús, y el Simón decidido y valiente que se puso al frente del movimiento cristiano? El cambio en ese hom­bre fue mensurable y objetivo, aunque siga discutiéndose la causa de tal cambio. El cambio fue parte de la explosión de poder del siglo i, que ningún estudioso de la historia puede negar.

Simón no fue el único cuya vida cambió. El recuerdo del movimien­to cristiano nos presenta un cuadro de los discípulos de Jesús, que lo abandonaron cuando fue prendido y que huyeron a la desbandada. A l­guna referencia sugiere que se dispersaron y que cada uno volvió a su casa. La experiencia del abandono en aquella crisis fue tan aguda, que la imagen de un rebaño de ovejas que se dispersan en todas direcciones cuando matan al pastor, se empleó de manera regular hasta encontrar con esas mismas palabras un lugar en la historia cristiana.

Pero antes de que pasaran unos meses aquella misma gente tan poco heroica, que había actuado con tanta debilidad como para no inspirar confianza en nadie, estaba de vuelta en Jerusalén y actuando de forma bien diferente. Ahora eran decididos, seguros y valientes hasta el he­roísmo. Ahora estaban dispuestos a sufrir injurias, a ser encarcelados y golpeados, y hasta a afrontar la m uerte sin la menor vacilación. Ahora era una gente posesa. Alguna realidad nueva los había tocado, invadido y transformado. La gente que había abandonado a su jefe y había huido presa del pánico cuando fue ejecutado, se transformó ahora en un grupo decidido y resuelto a morir por aquel al que proclamaban. ¿De dónde llegó esa transformación? ¿Qué la motivó? ¿Cómo se explica? ¿Cuál fue el momento en que los huidos se detuvieron y empezaron a afrontar el riesgo de un testimonio público? ¿Qué ocurrió para que el miedo se convirtiera en fortaleza?

El estallido de enorme energía, que había irrumpido en el mundo judío en los primeros años del siglo i, tuvo que ver con la reconstitución de aquel grupo de hombres cobardes, fugitivos y temerosos. Los escritos sagrados de aquel movimiento, que miraban a esos hombres con reve­rencia, y no sólo como dirigentes de su movimiento sino como lazos directos con quien ellos llamaban el Señor, difícilmente habrían creado de la nada un material tan negativo. Esa imagen negativa de un compor­tamiento cobarde y nada admirable era el tipo de recuerdo que se ha­bría suprimido de haber sido ello posible. Y no se suprimió, porque no era posible suprimirlo. Estaba realmente asociado a la conciencia de quienes habían actuado de aquella forma. Constituía una prueba pode­rosa de que el cambio había ocurrido en sus vidas; un cambio radical y reorientador, que estaba clamando por una explicación adecuada. Algo había sucedido, pero ¿qué?

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Otros datos aparecen todavía confusos en esa enigmática hendidura, que definió el antes y el después del momento de la energía eruptiva que llegó a llamarse cristianismo. Ese movimiento tuvo su comienzo dentro del judaismo. Este hecho presta un peso increíble a la necesidad de explicar unos cambios drásticos. ¿Qué podía motivar a una gente, formada en la admiración a Abraham y a Moisés, a em prender una di­rección tan nueva y radical?

El culto del pueblo judío estaba perfectamente compendiado en su canto litúrgico conocido como Shemá: «Escucha, oh Israel, el Señor, el Señor tu Dios, es el único Señor, y adorarás al Señor tu Dios con tu corazón, mente, alma y fuerza, y a él sólo servirás». En el corazón de la adoración judía estaba la unicidad de Dios; un Dios que no podía verse comprometido por ninguna otra lealtad.

En el código de conducta judío, que hoy llamamos los Diez M anda­mientos, el primero de los preceptos proclamaba que Dios es único. Dios no podía ser representado por ninguna creación humana; y para los judíos ninguna autoridad humana podía entrar en competencia con la autoridad de Dios. Cuando los conquistadores romanos intentaron imponer la religión de César a las provincias conquistadas del imperio, el símbolo escogido para representar el sometimiento fue la obligación de inclinar la cabeza al nombre de César. Entre las gentes de las provin­cias imperiales fueron los judíos los únicos que rechazaron someterse. No inclinarían la cabeza más que ante el Dios santo. Amenazas, golpes, cárceles y hasta ejecuciones no consiguieron doblegar la voluntad judía. Dios era el único, el único soberano ante quien inclinarían su cabeza. Al final Roma cedió y dejó de insistir en imponer dicha práctica en Judea. Ese rechazo a inclinar la cabeza al nombre de César granjeó a los judíos su reputación de un «pueblo de dura cerviz». Y fue un apodo que lleva­ron con orgullo.

Todos los discípulos de Jesús fueron judíos. Y los doce oficiales fue­ron varones. La unicidad de Dios figuraba entre los valores supremos de su vida, y el destacar ese valor en el culto fue la suprema virtud religiosa de su tradición. Sin embargo, alguna experiencia dramática inspiró a aquella gente judía a creer que un hombre, llamado Jesús de Nazaret, entraba de algún modo en la misma definición de Dios. Y aunque la experiencia en sí fue al parecer instantánea, hicieron falta años y hasta siglos para la explicación detallada de todos los recovecos que condu­jeron a la determinación final. Jesús parece haberse convertido rá­pidamente en objeto de adoración, que para los judíos significaba su

El contexto judío del movimiento

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incorporación a la esfera de Dios. Ésa fue una experiencia nueva y des­concertante.

A las tres décadas de la muerte de Jesús, un dirigente judío bien formado y preparado, que se llamaba Saulo de Tarso, escribía a sus se­guidores de Filipos elogiando a ese Jesús y señalando que «en el nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (Filipenses 2,10-12). Era ésta una afirmación sorprendente y revolucio­naria para cualquier judío, referida a cualquier vida humana. Y resulta­ba más increíble aún que eso lo afirmase un hombre, que se enorgullece de su devoción a la tradición de sus mayores y que se proclamaba «en cuanto a la justicia que hay en la ley, tenido por irreprensible» (Flp 3,6). Pero que se dijesen tales cosas de una persona que había sido ejecutada públicamente hacía que todo fuese aún más increíble. La actitud paulina se apoyaba firmemente en las primeras y primitivas prácticas cristianas. Algo provocó una revolución en la conciencia del pueblo judío a lo lar­go del siglo i; y entre quienes compartían esa experiencia significó que ya no podían pensar en Dios sin incluir a Jesús en su misma definición, ni podían seguir pensando en un hombre llamado Jesús sin que formase parte del significado de Dios.

De haber procedido aquellas gentes de una tradición pluralista de politeísmo, el elemento de la redefinición difícilmente habría sido tan dramático o violento. Pero se trataba de judíos, formados en la mentali­dad de que Dios era único, santo e indivisible. Y ese concepto revolucio­nario había nacido dentro de la estructura religiosa de referencia. ¡Algo ocurrió! Algo forzó ese cambio, algo que ahora demanda una explica­ción y definición. Sus efectos se imponen, y sus huellas tienen una pre­sencia objetiva.

Y hay todavía otro cambio, que se inició con la erupción energética del siglo i y que reclama asimismo una explicación. Es la tradición co­nocida como el primer día de la semana. Es el llamado domingo cristia­no, denominado a veces sábado cristiano y a veces simplemente el día del Señor.

Inmediatamente después de la creencia en la unicidad de Dios, la segunda costumbre más característica de los judíos era la observancia del día del sábado. Desde el destierro de Babilonia, en los primeros años del siglo vi a. C., la práctica de la observancia del sábado formó parte de la definición pública de lo que significaba ser judío. Dicha cos­tumbre sirvió para m antener a los judíos como un pueblo distinto y se­parado. Provocó asimismo trastornos en los proyectos laborales de Ba­bilonia, pues cada siete días los miembros judíos de cada grupo o equipo

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se negaban a trabajar, con lo cual la obra se retrasaba o se paraba por completo, cuando se requería el empleo de toda «la mano» de obra. Durante el exilio babilónico, los escritores sacerdotales se esforzaron por codificar la restricción del día del sábado, de forma que ningún ju ­dío, hombre o mujer, tenía la menor duda de lo que constituía propia­mente la observancia del día sagrado. El sábado ahondó en los corazo­nes y sentimientos del pueblo judío.

En contraste con ello, el movimiento surgido durante el siglo i en el mundo judío, que terminó por llamarse cristianismo, centró su historia en el día después del sábado, en el día primero de la semana. Exacta­mente cómo se llegó a definir o escoger ese día como el momento inau­gural de la experiencia cristiana será objeto de una discusión posterior. Ahora lo único esencial es establecer que la explosión de poder fue tan enorme, que por entonces el día en el cual se pensaba que había ocurri­do el gran cambio, se estableció precisamente entre los círculos judeo- cristianos como el día del Señor. A los treinta años, el judío Pablo se refería al mismo como el día en que el pueblo cristiano se reunía para el culto (1 Cor 16, 2). La referencia de Pablo es tan casual como para su­poner que tales reuniones eran práctica común de los cristianos, que se remontaba a mucho tiempo atrás. Pero quienes de nosotros compren­den la profunda emoción que el pueblo siente por los días santos y las tradiciones sagradas se asombran fuera de toda medida de que, prime­ro, pudiera establecerse sin más un nuevo día santo y, segundo, que en un período de tiempo relativamente corto hubiera eclipsado en impor­tancia la tradición del sábado, precisamente entre la gente judía que llamaba Señor a Jesús.

Rastreando las claves verbales

Existen indicios de que es posible identificar, examinar, medir y co­dificar, signos que indican un momento dramático en el mundo judío del siglo i, cuando algo imprevisto e inesperado irrumpió en la historia hu­mana. Con la fuerza de esa experiencia, los cobardes se tornaron hé­roes; un grupo disperso y desmoralizado se reconstituyó con un propósi­to nuevo y con un impulso arrollador; la más profunda y sacratísima definición de Dios se amplió de repente para incorporar la realidad de la nueva experiencia; y se creó un nuevo día sagrado, que puso en entre­dicho la antigua y venerable tradición del sábado y que todavía hoy, dos mil años después, organiza la semana para cristianos, no cristianos y posmodernos en el mundo occidental.

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Nosotros observamos esa evidencia, que parece ser real, objetiva y discernible dentro de la historia. E intentamos seguir esa evidencia has­ta su fuente, aunque sólo podemos llegar hasta sus inmediaciones. Des­pués de lo cual nos topamos con un muro, una barrera impenetrable, más allá de la cual no podemos pasar.

De alguna manera, quienes buscamos el momento del origen del cristianismo somos como los físicos que indagan el momento en que surge el universo. Sólo podemos remontarnos hasta cerca del momento de la creación. Arrancamos de algo que ya está dado. Tanto la Iglesia cristiana como el universo visible existen. Nos remontamos después en el tiempo. El universo en expansión permanente podemos recorrerlo matemáticamente mediante ordenadores, en un proceso que invierte espacio y tiempo, hasta un momento de hace billones de años, cuando la densidad increíble y más allá del poder de toda imaginación estalló en una explosión de energía, conocida en forma poco seria como «el big bang», la explosión gigante. Hoy los físicos son capaces de entrar en ese «bang» hasta llegar a unas fracciones minúsculas de aquel segundo ini­cial de la explosión. Pero su incapacidad para penetrar en aquel frag­mento final de un segundo en el alba de la creación continúa m antenien­do el elemento de misterio, en torno a lo que ahora sólo se considera como profundamente misterioso.

De manera similar, aunque trabajando con medidas de tiempo dife­rentes, intentaré probar el momento último que dio origen a la historia cristiana. Y, como el físico, tengo que empezar con lo ya dado y exami­nar los artefactos. Buscaré las claves que me permitan avanzar hacia los orígenes. El físico emplea el lenguaje de las matemáticas y reclama jus­tamente para su lenguaje un nivel más alto de objetividad. Yo me veo obligado a utilizar el lenguaje de las palabras: palabras frágiles, simbóli­cas, altamente subjetivas, accesibles a la distorsión tanto en la entrega como en la recepción de los elementos transmitidos en cada caso. Pero palabras son lo que todos los seres humanos tenemos para procesar la experiencia poderosa de transmitir una vida a otra. Quien no participa directamente en una experiencia particular, sólo podrá recibir y entrar en esa experiencia a través del instrumento de las palabras. Las palabras de una persona abrirán esa experiencia a otra persona, y a través de la impregnación de idea y conciencia por la memoria y la forma se comple­ta la transmisión de un contenido humano.

Antes de poder proclamar que hemos aprehendido algún elemento objetivamente real con nuestras palabras, necesitamos limpiar y pulir esas palabras, examinar su historia, contrarreferenciar sus matices re­trotrayéndolos en la medida de lo posible a la realidad que tales pa­

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labras pretenden describir. Finalmente, nos vemos forzados a admitir que las palabras no pueden captar la verdad; simplemente la señalan. Nosotros intentaremos llegar hasta los límites de la racionalidad; allí podremos contemplar el misterio que no podemos aprehender, y allí de­cidiremos cuál será nuestra respuesta a ese elemento.

Nos aguarda un viaje a las palabras, a través y más allá de las mis­mas, tan pronto como intentamos iluminar una realidad que a la larga las palabras no pueden describir. Viajamos en el tiempo a la búsqueda de un elemento que a todas luces es intemporal. Buscamos en la historia una realidad que se nos revela desde fuera de la historia. Examinamos los procesos mentales de quienes parecen haber sido los primeros receptores de la que creyeron era una revelación suprema y última. Todo ello nos conduce hacia la Pascua de resurrección y hacia la expe­riencia que obligó a la gente a decir que aquel Jesús que había sido crucificado, era ahora su Señor viviente.

Puede ser un viaje perturbador para quienes literalizan los símbolos de su historia religiosa. Espero que también sea perturbador para quie­nes desde hace mucho tiempo han rechazado como absurda la versión literalizada de su tradición. Mi esperanza es convocar por igual al creyente tradicional y al crítico hostil para unas posibilidades nuevas, que desafían las conclusiones que se han hecho por ambas partes acerca del momento en que el cristianismo nació para la historia humana.

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El vehículo de las palabras: Un barco inestable

Iniciamos nuestra investigación de la resurrección de una manera modesta y en un modesto lugar.

Cuando una persona experimenta una realidad transformadora, ple­na de integridad e imposible de ser negada, se impone la necesidad de procesar dicha experiencia. El tratamiento implica ante todo un recor­dar, revivir y re-crear el contexto, y diversas tentativas, generalmente en una forma litúrgica o ceremonial, por revisitar ese momento. Al tiempo, esa experiencia está descrita, entendida e interpretada dentro del con­texto del individuo o de la comunidad procesante. De ese modo la reali­dad transformadora pasa a la historia del pueblo, la tribu, la nación y la civilización de los que esa persona es miembro. Las palabras empleadas para explicar el momento extático están sacadas del lenguaje hablado por sus gentes. Ese lenguaje lo desarrollaron y configuraron los miem­bros de la tribu en cuestión. Abarca los presupuestos vivos en su trozo de historia. Refleja la visión del mundo y el nivel de conocimiento de que disponía la generación viviente en aquel lugar. Contiene asimismo los valores y los prejuicios con los que la tribu vive.

Una vez que esa experiencia ha sido formulada en palabras, con to­das las limitaciones que ello implica, las propias palabras cobran vida por sí mismas. Ninguna palabra es objetiva; en consecuencia, ninguna palabra pasa de los labios de una persona a los oídos de quien la escucha sin haber cambiado de significado. El oyente siempre interpreta inter­namente ese mensaje, y en ese proceso el propio mensaje está sujeto a las limitaciones de la historia, la experiencia, el conocimiento, las filias y las fobias y el vocabulario de esa otra persona. Así, palabras idénticas nunca han pasado con idéntico contenido a dos personas diferentes, aunque sean de la misma tribu. Cuando las palabras pasan a una perso­

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na ajena a la tribu, y a quienes no comparten los contenidos de una historia común, los cambios de significado resultan más drásticos.

La palabra dios constituye una ilustración elocuente de esa realidad. En el Egipto antiguo, dios iba asociado primordialmente con la presen­cia del sol y del río Nilo. Entre los sumerios, pueblo que vivía en una región montañosa, dios se identificaba con ese terreno alto y las nubes, que parecían permanecer inmóviles sobre la cima de las montañas, se entendieron como la señal visible de la presencia divina.

Entre la primitiva población cananea, que había desarrollado una vida rural sedentaria, a dios se le veía en el ciclo de fertilidad del naci­miento, muerte y renacimiento de la naturaleza. El cordero recental y la semilla sembrada que crecía fueron el contenido primordial de la tradi­ción religiosa de sus dioses, Asherah y Baal.

Para el pueblo hebreo, cuya vida nacional estaba configurada por el desierto, Dios se presentaba bajo la analogía del viento fiero del erial. En el desierto el viento se levantaba de repente, resultaba imposible de fre­nar, poseía una fuerza enorme, y después desaparecía misteriosamente. Ese viento se llamaba ruach. El pueblo hebreo lo entendió nada menos que como la respiración de Dios. Ese Dios fue conocido y adorado por las tribus de un pueblo que, por aquella época, carecía de una tierra a la que llamar suya y que vivía bajo la bóveda infinita del cielo, la cual apuntaba en definitiva hacia ideas de universalidad. A causa de esa definición de Dios, cuando por fin llegó la forma de vida sedentaria de los hebreos en Canaán, no se levantó un templo permanente allí mismo en trescientos años al menos. El lugar simbólico de la morada de ese Dios era un taber­náculo, que se desplazaba con el pueblo y que no tenía una ubicación fija. Sólo cuando el pueblo de Israel adquirió su nueva identidad como nación con unas fronteras bien definidas, ya durante el reinado de Salomón (960- 920 a. C.), procedió a la construcción de un templo. Ahora que ya estaba asentado el pueblo, también su Dios tuvo una morada fija. El templo de Jerusalén fue a la vez posible y deseable; y se construyó.

Cuando aquellas tribus se relacionaron entre sí por medio de la gue­rra, el comercio o la esclavitud, también compartieron sus ideas particu­lares sobre la realidad divina. De ese modo, y paso a paso, las palabras con las que un pueblo definía a Dios se remodelaron en y a través de su escucha por otro pueblo, cuya historia y consecuentemente cuyas defi­niciones eran diferentes. La identidad tribal surgió de la historia tribal, que no era sino la arena de unas definiciones aprendidas en común. Cada nación tenía una palabra para designar a Dios, y cuando esa pa­labra era trasladada de una tribu a la palabra Dios de otra tribu, no se puede presumir que se trasladaba también el mismo contenido.

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Las palabras nunca son neutras u objetivas. Por lo mismo, nunca pueden utilizarse cual si ellas mismas fuesen la verdad de la experiencia que alguien intenta referir. Las palabras no son más que el medio o instrumento de la verdad; los medios de comunicación empleados por una persona para llevar a otra las experiencias que han definido y dado sentido a quien habla. Las palabras se convierten en vehículos con los que se reparten unas experiencias. Las palabras señalan la realidad, pero no la aprehenden. De ahí que ninguna palabra, empleada por cual­quier persona y en un determinado tiempo, pueda ser objetiva, infalible, inerrante o estrictamente literal. Tomarla así sería como destruir, dis­torsionar, atar y violar el contenido de la experiencia que la palabra en cuestión intenta comunicar.

Estos hechos lingüísticos plantean serios problemas y desafíos a cualquier sistema religioso institucional en todos los tiempos. Cada sis­tema religioso se ha construido en la historia y ha mantenido su au­toridad sobre la pretensión de que su tradición era diferente y que ha­blaba en forma objetiva de un Dios al que se percibía como eterno e inmutable. Empleado en la historia religiosa, ese argumento ha demos­trado ser sorprendente y poderosamente circular. Sus partes componen­tes incluyen, primero, la pretensión de que el Dios reconocido en una tradición religiosa particular es el único Dios verdadero y, en conse­cuencia, todos los otros dioses son falsos. Segundo, afirma que ese Dios verdadero se ha dado a conocer de una manera directa a una particular comunidad creyente mediante una revelación divina, cuya veracidad no puede ponerse en tela de juicio, como no se puede cuestionar al propio Dios. Finalmente, dado que esa tradición religiosa se presenta como el recipiente único de la revelación divina, y dado que sus dirigentes son los intérpretes primordiales de ese Dios, ellos son los únicos capaces de referir al pueblo la verdad que han recibido. El círculo se completa cuando dichos líderes religiosos reconocidos enarbolan la pretensión de hablar con la voz infalible de Dios y de que esa voz no permite desafío alguno ni admite debates de ningún tipo.

Con vistas a reforzar esos argumentos circulares, a menudo se ha establecido algún proceso histórico para dar autenticidad a las preten­siones de poder de los líderes. Podría decirse, por ejemplo, que en el punto originario de esa historia de fe religiosa, Dios había hablado di­rectamente al fundador de dicha tradición y le había dado autorización exclusiva para establecer el propio sistema religioso y para proveer de los medios, a través de las cuales la autoridad delegada por Dios en el fun­dador pasase a las generaciones sucesivas. Se establecía así una jerar­quía de autoridad, garantizando que sólo los líderes y los sucesores que

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ellos designaran serían los guardianes de su verdad eterna e inmutable.Vestigios de ese proceso antiguo pueden verse todavía hoy en la tra­

dición cristiana occidental con pretensiones como la infalibilidad papal y la inerrancia de la Escritura, con la advertencia añadida de que tan sólo quienes están en la línea de la autoridad pueden interpretar ade­cuadamente las Sagradas Escrituras. También se echa de ver en las pre­tensiones de que ciertas personas o instituciones eclesiásticas poseen algo que se denomina la sucesión apostólica, y de que tales autoridades tienen el derecho de imponer «ortodoxia» en las interpretaciones de los credos históricos. La comprensión de esa postura mental nos ayuda para empezar a entender por qué los sistemas religiosos intentan diluir los retos internos y externos lanzando acusaciones de herejía o doctrina falsa.

La excomunión, los procesos religiosos, las ejecuciones y las guerras de religión son parte del arsenal que ha venido utilizándose para defen­der las pretensiones del poder religioso institucional a lo largo de la historia. Atinadamente sugirió Sigmund Freud que semejante conducta no revelaba una convicción, sino la histeria del miedo y de la increduli­dad, que ha marcado las tradiciones religiosas del mundo.1 No se ha­brían montado tan poderosas líneas de defensa, de haber tenido con­fianza en la verdad en que se proclama vivir. Esas fortificaciones, construidas para rechazar los retos a la fe, no serían necesarias, a no ser que la misma creencia sea frágil y débil; a no ser que los creyentes estén convencidos de que no soportarían la angustia presente en este mundo sin tal creencia; y a no ser que se convenzan a sí mismos de que poseen esa certeza absoluta. Tal certeza, sin embargo, nunca ha sido de hecho una realidad religiosa. No ha pasado de ser una ilusión religiosa. En la superextensión de ciertas pretensiones religiosas, lo que se ha puesto de manifiesto primordialmente ha sido siempre la debilidad de unos siste­mas religiosos institucionales.

La certeza de la experiencia

Lo que hay de verdaderamente real detrás de nuestros sistemas reli­giosos, de nuestras palabras santas, de nuestras aspiraciones de poder y hasta detrás de nuestros miedos, se encuentra en la experiencia que transforma, ahonda y nos llama a lo que Paul Tillich ha denominado «el nuevo ser».2 Es esa experiencia la que reclama de nosotros una apertu­ra, una mente que examina y cuestiona, una capacidad para procesar de buena gana cada nueva porción de datos y, lo que es más importante, un

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anhelo de ser conducidos a lo que el Jesús del cuarto evangelio llamó «la vida abundante» (Juan 10, 10).

Si la religión tiene que ser algo vivo para mí y para mi generación, no puede basarse en un sistema de proposiciones, de afirmaciones del cre­do, que se enmarcan en un contexto limitado en el tiempo y el espacio. La religión tiene que ser una puerta de entrada a la trascendencia de una visión expandida. Debe señalarnos una verdad honda, más honda que las verdades de nuestro sistema religioso. La religión no puede ser estática, ni inmutable ni impuesta.

Y, por sobre todo, hay que reconocer a las palabras su valor de indi­cadores simbólicos de la verdad; no como contenedores objetivos de la misma. Así, lo primero que hemos de anotar acerca de las palabras es que son inevitablemente subjetivas, y nunca pueden ser de otro modo.Y lo segundo, es que las palabras reunidas en torno a unas experiencias religiosas rápidamente se hacen mitológicas. Esto es algo que es preciso entender antes de que empecemos a examinar los relatos de la resurrec­ción y sus pretensiones a veces excesivas.

Ese elemento pascual irrumpió en el escenario de la historia humana en un lugar concreto y en un tiempo particular, aunque fue un evento del que el mundo secular y profano no tuvo conocimiento. No fue cubierto por los medios de comunicación de la época; y no sólo porque no existían la prensa, la radio ni la televisión, sino porque ese movimiento en sus comienzos no se creyó que había sido inaugurado por un acontecimiento externo de la historia. Fue simplemente una experiencia, que transformó a quienes la compartieron, abriendo la posibilidad —que de hecho se cumplió— de que la misma historia se transformase por obra de la gente que había cambiado. Dicha gente afirmó tal realidad, sin que jamás se haya suprimido el aspecto subjetivo de semejante experiencia. Y procla­mó la subjetividad en la manera en que hablaron de la Pascua de resu­rrección sus escritos sagrados, que acabaron llamándose las Escrituras.

Un relato bíblico llega incluso a afirmar abiertam ente que esa expe­riencia de que Jesús estaba vivo no fue tan objetiva como para que fuese visto por todos y cada uno. Dicho texto asegura que Jesús fue visible después de su muerte únicamente para quienes estaban especialmente preparados, aquellos cuyos ojos estaban espiritualmente abiertos y cuyas vidas estaban llenas del Espíritu (Hechos de los Apóstoles 10, 34 y ss.). ¿Cómo pueden aplicarse los patrones de objetividad a una des­cripción de ese tipo de verdad? Con el tiempo, y tal vez para impedir que se formulasen más cuestiones, fueron cada vez mayores las exigen­cias de objetividad para ese elemento. De cara a nuestros propósitos es importante anotar que ninguna de las pretensiones literalizadas fueron

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capaces de eliminar definitivamente esa experiencia indescriptible, ori­ginariamente no-objetiva aunque de una honda emotividad, llamada re­surrección.

La Pascua de resurrección fue para los discípulos, y también para la primera generación de cristianos, como la línea de demarcación entre lo divino y lo humano, entre lo finito y el infinito, entre lo objetivamente real y lo trascendentalmente irreal. De alguna manera ese momento era algo que estaba más allá de la historia, aunque siempre dejaba sentir su significado dentro de la misma historia. Era algo que había ocurrido en un tiempo particular y a la vez estaba ocurriendo siempre. Para decirlo de otro modo: la esencia de ese evento tenía mucho de la naturaleza de un mito intemporal. Cuando esa realidad se tradujo en palabras, derivó casi inmediatamente hacia tendencias literalizantes, y después hacia símbolos mitológicos.

Los elementos transformadores o las experiencias que cambian la vida, que tocan por definición los niveles más profundos de la psique humana, son siempre e inevitablemente captados por los temas eternos, y por ende mitológicos, de la vida humana. El relato del éxodo que con­duce a la fundación de una nación nueva, la búsqueda del paraíso o del Santo Grial, el héroe o la heroína míticos que se adentran en el reino de lo desconocido y regresan para contarlo, el nacimiento milagroso de este héroe o de aquella heroína que presagian su destino más allá de la propia vida, y hasta la traslación de tales figuras desde la tierra y el cielo... todo ello constituye el verdadero material de la mitología.

Primordialmente es en los términos de esos temas humanos, cons­tantes y siempre presentes, en los que nos habla la fuente sagrada que llamamos Biblia acerca del Señor, que los cristianos identificaron con la vida histórica de Jesús de Nazaret. Mas cuando Rudolf Bultmann acuñó el verbo entmythologisieren («desmitologizar») como un modo de acer­carse a la historia cristiana, y cuando Albert Schweitzer concluyó su investigación sobre el Jesús histórico con la aseveración de que nunca se podría encontrar al Jesús de la historia,3 quienes no entendían el mundo en que se había forjado el vocabulario religioso levantaron el grito de protesta. Toda historia de fe va envuelta por su misma naturaleza en elementos míticos. De no ser así, hace tiempo que la historia de fe ha­bría dejado de repetirse.

Las tradiciones religiosas son combinaciones extrañas de descrip­ciones subjetivas de unos acontecimientos reales y de interpretaciones mitológicas de tales eventos. Sólo cuando un hecho real entra en esa dinámica y se carga de una interpretación mitológica, acaba por ser re­cordado para siempre. Cualquiera que fuese el contenido real del cris­

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tianismo naciente, hubo de aprehenderse casi de inmediato en un marco mitológico, o de lo contrario habría desaparecido. Leyendas, símbolos y mitos se agolparon en torno a ese elemento, como ocurre siempre que tiempo y eternidad parecen entrecruzarse.

Joseph Campbell, el gran estudioso norteamericano de la mitología, observó que en su mayoría los pueblos no tienen dificultad para ver los elementos mitológicos en un sistema religioso que no sea el suyo. El problema, indicaba, surge cuando se trata de ver las tradiciones propias. Por lo general estamos demasiado apegados a nuestra propia fe como para ver claramente, y demasiado inmersos en el significado de dicha fe como para tener alguna objetividad acerca de las creencias, que en defi­nitiva rodean nuestra vida. La sugerencia de que ciertos elementos clave de nuestra tradición creyente han sido aprehendidos e interpretados con patrones mitológicos de tiempos pasados molesta a ciertas perso­nas, cuando brinda nuevas perspectivas a los demás.

Un antiguo compañero del Emmanuel College de Cambridge me decía que pensaba que la mitología no podía darse en la religión de uno mismo. «Una vez que has visto tu propia religión como un mito, esa religión muere», afirmaba. Yo le repliqué que nada de eso. Nuestra reli­gión no vive realmente hasta que le permitimos entrar, tocar e iluminar los grandes temas mitológicos de todos los tiempos.4 El adentrarse en esa mitología no compromete ninguna verdad, exceptuada la verdad li- teralista. Sólo cuando se cuestiona esa verdad literalista somos capaces de navegar en el mar profundo y sin límites de una verdad suprema. Supongo que al explorar la Pascua de resurrección, tengo que explorar mitologías, leyendas y símbolos. Y he de continuar afirmando que exis­ten mitologías, leyendas y símbolos que conectan con un elemento que yo creo real.

El relato de una historia de héroe y la perspectiva premoderna

Con esta idea en la mente hemos de iniciar nuestra búsqueda de la verdad de la Pascua de resurrección, reconociendo la presencia de rela­tos mitológicos en la historia cristiana. Se proyectaron para captar el significado y alcance del origen y destino de Jesús de Nazaret, que fue tenido por un héroe mítico. El mito dominante de su origen se expresó en la historia del nacimiento virginal; un tema que se ha repetido innu­merables veces en casi todos los sistemas religiosos, desde Zoroastro a Rómulo y Remo. El destino último de ese Jesús fue presentado en la narración mitológica de su vuelta a Dios en una ascensión cósmica, sien­

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do éste otro tema muy popular en muchas tradiciones religiosas. En este contexto, Buda y Osiris acuden a la mente de inmediato.

Entre los relatos del nacimiento virginal y la ascensión cósmica estaba la narración de una vida vivida en la historia, dentro de la cual se mantie­ne la tradición religiosa cristiana. Pero incluso la parte del relato que pre­tende ser historia resulta frágil desde nuestros criterios contemporáneos. Como ya he sugerido, era un relato ampliamente configurado y enrique­cido con temas judíos del pasado, que eran interpretativos y no literales. Historias antiguas se retomaron en círculos judíos como una manera de dar autenticidad a la vida de Jesús y de incorporarla a la vieja herencia.

A la tradición midráshica tenemos que añadir, además de la sub­jetividad inherente a todas las palabras, la dimensión de la mitología. Volver a captar la verdad del mundo antiguo no es tan fácil como la gente sencilla suele imaginar. Ni terminan las dificultades ahí. Cuando llegamos a las palabras utilizadas por la gente hace dos mil años para tratar la realidad que llamaron Pascua de resurrección, cuando viajamos más allá del midrash, la subjetividad y la mitología, hemos de afrontar la barrera que queda para entender lo que hace imposible la literalización y convierte la objetividad en una ilusión.

La gente del siglo i escribió con ciertos presupuestos, universalmen­te asumidos como verdaderos. Pero con el avance del conocimiento y de la ciencia esas hipótesis fueron abandonadas y hoy se consideran reli­quias de un mundo de ignorancia premoderna. En ese período de la historia humana, el milagro y la magia eran asumidos por la población en general como normales y aceptados por todos. Este planeta Tierra no se concebía como un planeta en modo alguno, sino como un espacio plano en el centro mismo del orden creado. Una tienda azul, llamada cielo, se creía que separaba la tierra, el reino de lo humano, de los cielos, reino de lo divino. Su cosmología se basaba en sus propias observacio­nes vinculadas a la tierra. Daban por sentado que Dios vivía más allá de la tienda azul, mirando la tierra desde arriba, y, utilizando las estrellas como mirillas, incluso en medio de la oscuridad los ojos divinos podían ver y juzgar la conducta humana. No era raro asumir que ese Dios, que estaba por encima del cielo, intervenía en la historia humana para reali­zar un milagro, curar una enfermedad, ganar una batalla, llamar a un profeta o para establecer reglas del comportamiento humano. Pero que ese Dios descendiese a la tierra para m orar entre los humanos no era un lugar tan común como para resultar mundano, ni tan infrecuente como para ser inimaginable. Ciertamente que esa invasión divina y el subsi­guiente regreso al cielo no estaban regulados como un acontecimiento trascendente o inimaginable.

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Fue en ese tipo de mundo y dentro de ese marco interpretativo don­de se vivió la vida de Jesús. Pero en los albores del siglo xxi la gente no puede aceptar ese marco de referencia. La cuestión es si la verdad, en­cuadrada en esa historia e interpretada en ese contexto antiguo, puede escapar a tales limitaciones y encontrar una forma de vivir en nuestra generación.

la s experiencias de testigos oculares y el filtro de las palabras

Tenemos, pues, que viajar más allá del midrash, la subjetividad, la mitología y los supuestos premodernos antes de poder volver nuestra atención al frágil vehículo que llamamos las palabras, de las cuales nos servimos para captar el elemento denominado resurrección. Y ni aun después de realizar ese viaje se nos permite estar seguros. Todavía ten­dremos que procurar entender por qué los detalles más antiguos de la vida de ese Jesús se consignaron por escrito en primer lugar.

Cuando se proclamó la pretensión de resurrección para alguien que había sido crucificado, los oyentes, en ocasiones entusiasmados y en ocasiones incrédulos, quisieron saber «quién era Jesús». Y los discípulos empezaron a dar respuestas a esa pregunta. Fue un galileo, un hombre de Nazaret. Fue un maestro, y nosotros recordamos las cosas que dijo y las historias que contó. Fue un sanador, y nosotros vimos a la gente que había curado con sólo tocarla. Fue un hombre libre, que hizo honor a la Torah sagrada, aunque sin convertirla en un ídolo. Dejó de lado la Ley ante la necesidad humana, porque ningún ser humano había sido hecho para el sábado (o la Ley); sino que el sábado (y el resto de la Ley) había sido hecho para los seres humanos.

Sólo después que los discípulos contaron esas historias, empezó a emerger de sus memorias la forma de la vida de Jesús. La autoridad suprema en esa tradición en desarrollo fue la de los testigos presencia­les. Quienes habían estado con el Señor durante los días de su vida fue­ron los respetados en ese movimiento. Ellos fueron el eslabón histórico, los maestros, los guardianes del recuerdo y los correctores de la tradi­ción. Siempre que se suscitaba alguna disputa sobre lo que Jesús había dicho o hecho, la palabra del testigo presencial era decisiva.

De ese modo, la tradición de Jesús pasó de la experiencia privada a la memoria pública. Y en la memoria pública vivió, siendo formada y configurada, ampliada y restringida, exaltada y olvidada, como ocurre siempre en la transmisión oral; por lo que pasaron de treinta y cinco a setenta años antes de que tomase forma definitiva y fuese consignada

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por escrito. Por si eso no fuera lo bastante complicado, se dio además otra transición, la final, en tales palabras.

La tradición pasó a otra lengua. La vida histórica de Jesús había transcurrido en el país de los judíos. El aram eo era la versión de la len­gua hebrea que Jesús y sus discípulos hablaron. La historia de Jesús empezó por contarse en esa lengua; pero no avanzó mucho antes de enfrentarse a un mundo que hablaba griego, y reclamó una traducción.Y ninguna traducción de acontecimientos, conceptos o experiencias de una lengua a otra puede hacerse sin distorsión. Poco importa la rapidez con que la traducción se realice ni la dedicación y destreza del traductor. No existen traducciones absolutamente adecuadas, ni las palabras tie­nen un significado absolutamente idéntico en lenguas diferentes.

A medida que rastreamos el proceso, empezamos a aceptar lo frágil que resulta nuestro apoyo en una realidad objetiva, presente en las pa­labras que usamos. Primero, allí estaba la experiencia que los discípulos habían tenido con la vida de aquel Jesús; una experiencia que se había centrado en la última semana de su existencia y que había culminado en algún tipo de Pascua de resurrección. Segundo, esa experiencia estaba interpretada con palabras. Allí estaban unas palabras judías originales, portadoras de una actitud mental judía y de un marco de referencia ju ­dío también. Esas palabras entraron en el mundo de los mitos universa­les, cuando el reino de lo divino fue incorporado al reino de lo humano. Eran también palabras del siglo i, vinculadas al nivel de conocimiento a disposición de la gente del siglo i, por lo que ya no podían reflejar los conceptos en los que se iba a creer dos mil años después.

Sobrepasando el origen judío de esa historia de fe, el relato entró después en el mundo mediterráneo, se tradujo a la lengua griega y em­pezó a configurarse y distorsionarse con los prejuicios, supuestos, histo­ria, conocimiento y mitología del mundo helenístico. Más tarde, pasó al latín y con posterioridad a las lenguas tribales de unas naciones-estado que emergieron en el mundo occidental. Aquel sistema religioso sobre­vivió al período de persecuciones por parte del imperio romano; dis­frutó de un período de tiempo como la autoridad suprema del mundo; entró en una transición y afrontó el reto que le planteó el período his­tórico conocido como Renacimiento, el cual estuvo marcado por el re­chazo de una autoridad universal, la aparición del protestantismo, las naciones-estado, la democracia y la clase media. Presenció el floreci­miento de unos descubrimientos científicos y de unas tecnologías mo­dernas. En cada uno de esos estados cambió el significado de las pa­labras empleadas en aquella historia y cambiaron los conceptos con los que se definía.

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Teniendo en cuenta que con el tiempo esas palabras de la Biblia han llegado hasta nosotros, vemos que se ha dado otra traducción del griego a cada una de las lenguas modernas, siendo por lo mismo una nueva lengua en la que se ha fijado la historia original. El Cristo que buscamos había nacido y había sido originariamente interpretado en una mentali­dad judía premoderna. Doctrinas, credos y ortodoxia se establecieron en un mundo griego premoderno, se redefinieron en el Renacimiento y se reencarnaron en iglesias nacionales a los comienzos de la era m oder­na. Ahora, en el alba del siglo xxi, nos hallamos buscando palabras de un mundo posmoderno, el cual todavía quiere establecer contacto con la verdad soterrada que creemos fluye profunda en los veneros más hondos de la historia cristiana y que quiere continuar trayendo el mito eterno a los corazones de las mujeres y de los hombres posmodernos. Encontrar esa verdad y expresarla con palabras es nuestra tarea, cuando proclamamos la realidad de la Pascua de resurrección y el significado de la misma en nuestros días.

Algo ocurrió. Ese algo tuvo un poder dramático. Ese poder cambió las vidas. Los afectados por ese poder lo procesaron con palabras, de modo que pudieron decir a otros lo que a ellos les había ocurrido. Con el tiempo, prescindiendo de su memoria, re-crearon la historia de al­guien, cuya vida estaba en el corazón de su experiencia. Tal re-creación se llevó a cabo utilizando la tradición del midrash, la leyenda y la mi­tología. Su relato flotó a través de la historia, siendo traducido a nuevas lenguas y redefinido con conceptos nuevos.

Ahora hemos de tomar esas palabras originales y examinarlas, anali­zarlas e investigarlas, mediante la búsqueda de claves, con una labor de «desmitologización» y recorriendo sus variantes. A través de las mismas podremos acabar contemplando la verdad, el poder y la experiencia que originariamente intentaban definir. En último análisis, lo que buscamos es la experiencia no-verbal, que está más allá de cualquier forma verbal. Pero sólo podemos viajar hasta ella sobre el vehículo limitado de las palabras.

Sabedores de los escollos de nuestro barco de las palabras humanas, no siempre fiable, nos hacemos a la vela para explorar el corazón del relato cristiano: el poder explosivo de la experiencia que llamamos resu­rrección.

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Segunda parte Examen de los textos bíblicos

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4El testimonio de Pablo

«¿No he visto yo a Jesús, nuestro Señor?» (1 Cor 9, 1). Estas pa­labras contienen la afirmación más patente acerca del elemento funda­cional de la fe cristiana de todos los escritos sagrados del cristianismo. Las empleó un hombre llamado Pablo, como parte de una argumenta­ción contra aquellos cristianos que rebajaban el ministerio y el mensaje del Apóstol. La afirmación quedó consignada por escrito hacia m edia­dos de la sexta década del movimiento cristiano, en un documento unos treinta o treinta y cinco años posterior a los últimos acontecimientos de la vida de Jesús. Semejante franqueza, reclamando en primera persona haber visto al Señor resucitado, no se encuentra en ningún otro pasaje de la Escritura.

Y lo más fascinante de todo es que en ningún lugar se oculta que Pablo jamás conoció de hecho al Jesús de Nazaret terreno. Todo cuan­to Pablo conoció de la historia de Jesús lo supo a través de otros. En esa misma epístola nos dice que él (Pablo) «recibió del Señor» el relato de la noche de la entrega, cuando Jesús inauguró la cena común (1 Cor 11, 23 y ss.). Y en la misma carta Pablo asegura haber recibido de otros la fórmula crucial, que está en la base de la historia cristiana. Aparece consignada cual si ya fuese de uso común y formase parte de una procla­ma del credo o de la liturgia: «que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; que fue sepultado y que al tercer día fue resucita­do según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los doce; más tarde se apareció a más de quinientos hermanos juntos, de los cuales la mayor parte viven todavía, aunque otros han muerto. Después se apare­ció a Santiago; más tarde a todos los apóstoles. Al último de todos, como a un aborto, se me apareció también a mí» (1 Cor 15,3-8). Éste es el primer relato de la resurrección que encontramos en la Biblia.

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Lo primero que necesitamos meternos en la cabeza es que, cuando Pablo escribió esas palabras, nada de todo ello aparecía en unos evange­lios escritos. Habría que esperar de diez a quince años para que se escri­biera el primero de los evangelios, el de Marcos; de veinticinco a treinta años antes de que apareciera el de Mateo, de treinta a treinta y cinco el de Lucas, y de treinta y cinco a cuarenta para la publicación del Evangelio de Juan. Esto quiere decir que los relatos de la resurrección de Jesús, que tan familiares nos resultan tal como figuran en tales evangelios, eran desco­nocidos en gran parte para Pablo y para sus lectores. A lo largo de los años hemos tendido a leer a Pablo a la luz de los relatos evangélicos y a des­dibujar significativamente el pensamiento de Pablo en ese proceso. Permí­taseme llevar esa realidad a la conciencia haciendo algunas observaciones.

El relato paulino de la resurrección empieza con la afirmación de que Jesús «murió por nuestros pecados». Con esas palabras hacen su entrada en la historia cristiana algunos conceptos futuros como los de rescate, sufrimiento vicario y expiación vicaria o sustitutiva. Con el tiempo se desarrollaría plenamente cada uno de esos conceptos. La idea de rescate llegó a implicar un pago, realizado por Jesús, unas veces a la justicia de Dios y otras al mismo diablo, que gobernaba el mundo. Ésta iba a demostrarse una imagen crasa, pero vigorosa.

Jesús en su función vicaria llegaría a ser una definición dominante en la tradición cristiana, inspirada principalmente —como veremos más adelante— en algunos pasajes del segundo Isaías.

Jesús en tanto que el sustituto, que había sido castigado ocupando nuestro lugar y en nuestro favor, ocuparía la escena central en la histo­ria cristiana, hasta que afloraron a la conciencia los elementos sadoma- soquistas de tales teorías.

Sin embargo, las semillas embrionarias de esas concepciones de Je­sús se encuentran ya en la primitiva frase de Pablo, según la cual Jesús «murió por nuestros pecados». Ése fue su regalo a la iniciativa teológi­ca, al margen de su mundo judío.

A renglón seguido dice Pablo que «fue sepultado». Era una afirma­ción simple, directa. No hay ninguna leyenda ni adorno alrededor de ese hecho escueto. Pablo nada supo de las tradiciones, que se desarrollarían más tarde, en torno a las figuras de José de Arimatea, de Nicodemo o de las mujeres que llevaron perfumes a la tumba. Pablo únicamente estaba interesado en afirmar que la m uerte de Jesús había sido real y que su destino había sido el destino común de los difuntos en la sociedad judía: había sido sepultado.

La tradición que conoció Pablo

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Y llega la afirmación paulina de que todas esas cosas habían ocurri­do «según las Escrituras». Esta expresión significa que Pablo, como to­dos los eruditos judíos del siglo i, había aprendido que la manera de entender el presente era buscando las claves interpretativas en la vieja historia sagrada de los hebreos. Era la única forma de garantizar que el Dios operante al presente era el mismo Dios que había actuado en el pasado histórico. Ese proceso midráshico obligó a los seguidores de Je­sús a investigar las Escrituras en su intento por comprender su vida, su muerte y su resurrección. Dicha investigación y búsqueda se demostró enormemente reconfortante, pues tales referencias bíblicas eran fáciles de localizar. Los Salmos estaban llenos de frases como «Dijo el Señor a mi señor: “Siéntate a mi derecha”» (Sal 110, 1); «No moriré, sino que viviré y celebraré las obras del Señor. Ciertamente que el Señor me ha corregido con dureza, pero no me entregó a la muerte» (Sal 118,17-18); «Por eso, mi corazón está contento, mis entrañas exultan y mi cuerpo reposa en el seguro; porque no abandonas mi vida ante el sheol, ni dejas a tu amado ver la fosa; Tú me muestras la senda de la vida; contigo la alegría hasta la hartura; a tu diestra, delicias sempiternas» (Sal 16,9-11). Pablo conocía bien esos salmos, y tanto él como otros cristianos de la primera generación encontraron la m uerte y resurrección de Jesús pre­figuradas en ésos y en muchos otros lugares de las Escrituras hebreas.

«Al tercer día» se encontraba ya en la fórmula paulina. También era un concepto con una historia profunda y con un significado relevante, al cual prestaremos amplia atención en el capítulo 17. Baste decir ahora que dicha frase parece tener poco que ver con el tiempo cronológico, y mucho en cambio con el pensamiento judío de un tiempo escatológico y apocalíptico.

Tal vez lo más importante que anotar en ese pasaje de Pablo sea la fórmula que atribuye el poder de la resurrección a Dios. Dios lleva la iniciativa y es el actor en el drama de la vida de Jesús. Jesús fue el reci­piendario, alguien sobre quien Dios actuaba; Pablo nunca emplea más que el verbo en voz pasiva para referirse al evento de la Pascua de resu­rrección, usando esa forma hasta treinta y siete veces. Para Pablo, Jesús fue resucitado por Dios; no se resucitó Jesús a sí mismo. Es una simple distinción, pero de consecuencias enormemente importantes.

I)e la tumba a la derecha de Dios

Llevan nuestros ojos tanto tiempo habituados a los evangelios, que incluso cuando estamos leyendo palabras de Pablo los conceptos evan-

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gélicos distorsionan nuestra inteligencia de lo que el Apóstol escribe realmente. No tiene en absoluto sentido alguno hablar en Pablo de una resurrección física de Jesús, que regresa a la vida de este mundo. Según Pablo, Dios no levantó a Jesús de la tumba para devolverlo a la vida sobre esta tierra. Más bien. Dios suscitó a Jesús de la muerte para llevar­lo a su presencia; para conducirlo de la tumba hasta su diestra divina. Para Pablo, Cristo fue la primicia de la resurrección final, que tendrá efecto al final de los tiempos. No fue el cuerpo de Cristo un cuerpo de «carne y sangre», apto para habitar este suelo. Fue más bien un «cuerpo espiritual», destinado a la vida en el reino de Dios. «La carne y la sangre no heredan el reino de Dios, ni lo perecedero hereda lo imperecedero», afirmaba Pablo (1 Cor 15, 50). No se me alcanza cómo Pablo podría haber sido más concreto.

* Pablo no estaba describiendo la resucitación de un cuerpo difunto, que hubiera pasado por un determinado proceso hasta alcanzar cierto punto para ser retirado de nuevo de esta tierra. «Porque en cuanto a que murió, para el pecado murió de una vez para siempre; pero en cuanto a que vive, vive para Dios» (Romanos 6, 10). ¡Jesús vive en Dios! Jesús fue levantado de la tumba al cielo, de la muerte a la vida eterna de Dios. Las palabras paulinas hay que escucharlas sin las distorsiones de los evangelios posteriores. Pablo puso su propio punto de exclamación so­bre esa inteligencia del elemento de la Pascua de resurrección al escri­bir: «Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él» (Rom 6,9). El Apóstol exhorta­ba a sus lectores, que «habían sido resucitados con Cristo», a «buscar las cosas que son de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios» (Colosenses 3, 1).

Hemos de retener que Pablo nada supo de un acontecimiento llama­do ascensión, distinto o diferente de la resurrección de Jesús. Los escri­tos paulinos no contienen ninguna insinuación de dos estadios del pro­ceso, que se hubiese desarrollado después, y en el cual la resurrección habría devuelto a Jesús del sepulcro a la vida, y la ascensión lo habría llevado de la tierra al cielo. Pablo proclamó que Dios había levantado a Jesús a la verdadera vida de Dios. Eso fue la Pascua de resurrección para el Apóstol. Para Pablo no había tumbas vacías, ni desaparición del cuerpo físico del sepulcro, ni resurrección física, ni apariciones físicas de un Cristo que comería pescado, sometería sus llagas a inspección o que se elevaría físicamente al cielo tras un período adecuado de tiempo. Ninguna de esas ideas puede encontrarse en la lectura de Pablo. Para él, el cuerpo del Jesús que murió era un cuerpo perecedero, caduco y físico. El Jesús resucitado fue revestido por el Dios resucitador de un cuerpo

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adecuado para el reino de Dios: un cuerpo imperecedero, glorificado y espiritual.

Necesitamos escucharlo claramente para contrarrestar el temor, tan agudo entre los cristianos literalizantes, de que sin un cuerpo físico no hay Pascua de resurrección. Pablo es el autor más antiguo dentro de lo que ahora llamamos Nuevo Testamento, y en sus escritos no aparece la resurrección de un cuerpo físico. Más aún, niega explícitamente tal exi­gencia. Pero ¿quién se atrevería a sugerir que para Pablo no fue real la vida de Cristo resucitado? ¿Quién argumentaría que la inteligencia del elemento pascual por parte de Pablo era débil, rebajada o inadecuada para crear una fe viva? ¿Quién se aventuraría a proclamar que en Pablo hay una concepción del Cristo viviente que no basta para crear una vida nueva, un nuevo ser, una esperanza victoriosa?

¿No afirmó Pablo, replican los literalizantes, que ese Cristo resucita­do se apareció a determinados testigos? Efectivamente, lo hizo. Pero yo argüiría que, si se leen las palabras de Pablo sin las imágenes distorsio­nantes de los evangelios, tales testigos fueron los receptores de unas visiones reveladoras del Cristo vivo y exaltado a la derecha de Dios. Pablo nos dio la primera crónica oficial de la Iglesia con la indicación de quienes, como él mismo, estaban dispuestos a dar testimonio de que el Señor vivía, de que el propio Señor se les había hecho visible y de que habían visto al Señor. La lista de Pablo es sugestiva desde varios puntos de vista. Afirmaba el primado de Cefas (Pedro) y sugería de alguna manera que la visión pasó de Pedro a los discípulos. Examinare­mos este extremo más adelante; pero aquí, en el primer informe del Nuevo Testamento, anotamos su afirmación.

Pablo pasa después a referir una aparición de Jesús a quinientos her­manos de una vez, con este comentario: «de los cuales la mayor parte viven todavía, aunque otros han muerto». ¿Quiénes eran esos quinien­tos hermanos? ¿Qué ocurrió con esa tradición? No quedó anotada ni descrita de una manera reconocible en ninguno de los evangelios poste­riores. Se han hecho intentos por identificar la historia lucana de Pente­costés con esta referencia paulina, sin que se haya logrado un consenso.1 Es posible que existiese un lazo común entre esa nota de una aparición a quinientas personas y Pentecostés, aunque hubo de transcurrir algún tiempo antes de que un suceso con una forma de cuerpo resucitado pu­diera identificarse con alguien que tiene la forma del Espíritu Santo. Este episodio se analiza desde otro ángulo en el capítulo 7, dedicado a la idea de la resurrección según Lucas. Baste reconocer por ahora que la referencia de Pablo a la aparición de Jesús ante quinientos hermanos no se encuentra en ninguna tradición evangélica.

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Lo mismo ocurre con la referencia paulina a Santiago. Éste se identi­fica seguramente con el Santiago de Gálatas 1, 19, «el hermano del Se­ñor»; aunque en los escritos cristianos no hay memoria de que alguien, identificado como hermano del Señor, desarrollase ningún rol como dis­cípulo durante la vida terrena de Jesús, ni de aparición alguna del Señor resucitado a Santiago, salvo ésta que aquí se hace. Persiste el hecho de que Santiago, el hermano del Señor, fue el dirigente de la Iglesia cristia­na que ejerció una gran influencia (Gál 2, 1-10, 12; Act 15, 13; 21, 18). Tal autoridad reclamaba algún tipo de explicación, y Pablo la da po­niendo a Santiago en la lista de quienes habían visto a Jesús.

¿Quiénes son «los apóstoles»? ¿Se trata de una referencia repetitiva de los doce discípulos? ¿Es un cuerpo más amplio? ¿Es un grupo dife­rente? Reginald Fuller argumenta que «Santiago y todos los apóstoles» ha de entenderse en paralelismo con «Cefas y los doce», y que represen­ta la tradición de una aparición posterior, relacionada con la función inaugural de la misión de la Iglesia al pasar de la Palestina de habla aramea a las comunidades judías de Fenicia, Chipre y Antioquía, que hablaban griego.2 Las primeras apariciones se referían a la fundación de la Iglesia, en tanto que las segundas se relacionan con los comienzos de la actividad misionera. Los «doce» eran los «pilares»,3 mientras que los «apóstoles» eran los misioneros.

Después, Pablo se incorporó personalmente a la tradición de la resu­rrección. La nota esencial acerca de la idea que Pablo tiene de la apari­ción que se le hizo, es que está en la misma línea que las otras aparicio-

^ nes de la lista. Es decir, que no fue un encuentro histórico y físico, sino una manifestación reveladora del Cristo viviente en el cielo, o de lo que la tradición apocalíptica judía llamó el futuro escatológico. Esto era una expresión sinónima del reino celestial de Dios, que llegaría al final de los tiempos, cuando empezase el reinado eterno de Dios. Era una parte de la misma visión, que incluía la Jerusalén nueva y que medio siglo después desarrollaría mucho más ampliamente el libro canónico del Apocalipsis.

Una visión de lo definitivamente real

Si todavía queda alguna duda sobre lo que Pablo entiende por «las apariciones de Cristo resucitado», habría que darle una respuesta final echando una ojeada a otras declaraciones de Pablo afirmando haber visto al Señor. Una referencia en la epístola a los Gálatas se cree incluso anterior a la carta primera a los Corintios —algunos dicen que hasta

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siete años anterior—. Pablo decía a los fieles de Galacia: «Pero cuando aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gra­cia, se dignó revelar a su Hijo en mí, para que lo anunciara entre los gentiles...» (Gál 1, 15-16).

Una vez más, hemos de recordar que Pablo nunca conoció al Jesús terreno. El Dios «que se dignó revelar a su Hijo en mí» reveló a Cristo resucitado en el cielo. Ése no fue un cuerpo físico rescatado del sepul­cro. El verbo «revelar», que emplea este texto, es el griego ophthé', el mismo que la versión griega de Septuaginta (o de Setenta) de las Escri­turas hebreas utiliza para describir las apariciones de Dios (teofanías)o de sus ángeles (angelofanías). Los Setenta usan ophthé para descri­bir una teofanía al patriarca Abraham: «Entonces el Señor se apare­ció [ophthé] a Abraham y le dijo: “Daré esta tierra a tus descendien­tes”» (Gén 12, 7). ¿Cuál era la naturaleza de una teofanía? ¿Era algo realmente «físico»? ¿Cuál era el modo de escuchar la voz de Dios que hablaba? ¿Era audible por cualquier oído? ¿Era apta para ser grabada u objetivada?

El verbo ophthé lo emplea también el libro del Éxodo: «Y el ángel del Señor se le apareció [a Moisés] en una llama de fuego, en medio de una zarza» (Éx 3, 2). Sabiendo que esa visión tal vez fue puesta por escrito trescientos años después, ¿estaría alguien dispuesto a demostrar que Moisés vio objetivamente la presencia física de un ser sobrenatural en aquel momento especial de su vida? Poco después leemos en el mis­mo texto del Éxodo: «Habló Dios a Moisés y le dijo: “Yo soy Yahvéh. Yo me aparecí a Abraham, a Isaac y a Jacob con el nombre de el-sadday [omnipotente]; pero no me di a conocer a ellos con mi nombre de Yah­véh”» (Éx 6,2-3). Una vez más, nuestro «aparecí» es la traducción de un verbo hebreo que los traductores griegos consideraron correcto verter con el ophthé.

Este verbo griego en voz pasiva significa tener los ojos abiertos para ver unas dimensiones más allá de lo físico. Significa tener un encuentro revelador con lo santo. Se refiere a la naturaleza de las visiones, pero no tanto a unas alucinaciones subjetivas Cuanto al ver lo que en definitiva es real.

Lucas empleó el mismo verbo al hacer decir a los discípulos que Je­sús «se había aparecido a Simón» (Luc 24, 34). Y volvió a emplearlo, cuando Ananías fue a ver a Saulo de Tarso tras la experiencia de éste en el camino de Damasco: «Hermano Saulo, el Señor, ese Jesús que se te apareció en el camino por el que venías, me ha enviado para que reco­bres la vista y seas henchido del Espíritu Santo» (Act 9, 17). Y lo usó una vez más en su versión de una prédica de Pablo sobre el elemento

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originario de la resurrección: «Pero Dios lo resucitó de entre los m uer­tos, y él se apareció durante muchos días a los que habían subido con él de Galilea a Jerusalén, los cuales son [ahora] testigos suyos ante el pue­blo» (Act 13, 30-31). Y de nuevo el propio Lucas emplea el mentado verbo en una alocución de Pablo ante Agripa, citando palabras de Cris­to resucitado: « “Pero levántate y ponte sobre tus pies; porque para esto me he aparecido a ti, para constituirte en servidor y testigo de lo que acabas de ver y de lo que aún te m ostraré”» (Act 26,16). Cuando Lucas narró el episodio de la conversión de Pablo (Act 9, 7) había dicho que ninguno de los que estaban con él «vio a nadie». Más adelante volvere­mos sobre este verbo ophthé, que se demostrará como una clave pode­rosa y provocadora de cara al significado de la Pascua de resurrección.

La historia de la resurrección de Jesús en esta parte más antigua del Nuevo Testamento va más allá de las voces que insisten en el deseo de literalizar los símbolos que se han asociado a ese episodio. Es cierta­mente legítimo afirmar, como lo hace un arzobispo, que «la creencia en la resurrección no es un añadido a la fe cristiana, es la fe cristiana».4 Pero no es lícito en modo alguno, si tomamos como base el propio texto bíblico, decir lo que alguien dijo, según cita de otro arzobispo: «Yo creo que esos huesos muertos de Jesús se levantaron y salieron de la tum­ba».5 La primera afirmación es la marca esencial de la historia cristiana; la segunda es una literalización grosera, llevada a término por quienes, dentro de las tradiciones fundamentalistas o evangélicas, no han son­deado adecuadamente las profundidades del texto bíblico, del que pre­tenden ser los paladines y defensores.

Para cerrar este capítulo, invito a los lectores a que escuchen a Pa­blo, dejando de lado la tradición posterior de los evangelios. Dice algo bien diferente de lo que habitualmente suponemos que dijo:

Pues ellos mismos cuentan de nosotros los detalles de la visita que os hicimos: cómo abandonando los ídolos, os volvisteis a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y para esperar a su Hijo cuando vuelva de los cielos, a quien resucitó de entre los muertos, a Jesús, que nos libra de la ira venidera (1 Tes 1, 9-10).

Pablo, siervo de Jesucristo, apóstol por llamamiento divino, elegido para el evangelio de Dios... acerca de su Hijo, nacido del linaje de David según la carne, y constituido Hijo de Dios con poder, según

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el espíritu santificador, a partir de su resurrección de entre los muertos, Jesucristo, nuestro Señor, por quien hemos recibido la gracia del apostolado...(Rom 1, 1-5).

Y presentándose en el porte exterior como hombre,[Jesús] se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios, a su vez, lo exaltó y le concedió el nombre que está por encima de todo nombre, para que en el nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en los abismos; y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre (Fil 2, 8-11).

Para Pablo, Jesús era el único exaltado a la esfera divina, vindicado por la acción de Dios y resucitado de entre los muertos por la diestra de Dios. Sólo más tarde en la historia del cristianismo, como veremos, apa­recieron en la tradición cristiana leyendas de tumbas que estaban vacías, cuerpos resucitados que eran reales y ascensiones que eran de índole cósmica.

Muchas cosas habían ocurrido en la tradición de la Pascua de resu­rrección antes de que Pablo relatase esos hechos, según intentaré de­mostrar más adelante. Pero lo que ahora necesitamos entender es que también ocurrieron muchas cosas en esa tradición pascual después de Pablo, y que esa tradición aumentada nos ha cegado de hecho para per­cibir buena parte de lo que Pablo dijo. En nuestra búsqueda, encamina­da a determ inar lo mejor que podamos aquello que ocurrió realmente cuando la Pascua de resurrección irrumpió en la conciencia humana, no hay duda alguna de que el testimonio de Pablo es determinante. Pablo dijo que su «visión de Cristo resucitado» no era en modo alguno dife­rente de la visión de los demás, excepto en que fue el último en «verlo». «Al último de todos... se me apareció también a mí.» Es decir, se le hizo visible desde el cielo. Sin que por parte de Pablo haya referencia alguna a la tumba vacía. La semilla que se ha sembrado —es decir, el cuerpo— muere. Dios le otorga un cuerpo nuevo —un cuerpo espiritual—, cuan­do resucita al m uerto para su presencia divina.

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Marcos: El kérigma asociado al sepulcro

Unos quince años después de que Pablo hubiese escrito la carta pri­mera a los Corintios, y tal vez veinte después de que redactara su carta a los Gálatas, hizo su aparición el primer evangelio, titulado en griego Katá Márkon. En esos quince o veinte años, la tradición cristiana en torno al acontecimiento que llamamos Pascua de resurrección se trans­mitió en forma oral. Algunos han sugerido que los esbozos de los relatos de la pasión desarrollaron una práctica litúrgica, y con ello una forma de decorado antes de todo ello; y hay razones para pensar que así fue. Sin embargo, podemos distinguir entre Pablo y Marcos el desarrollo conti­nuado de la tradición y la agregación de detalles a la primera historia pascual.

Marcos fue el primer autor que unió los relatos de la pasión en for­ma escrita a la historia de la vida de Jesús de Nazaret. Leyendo a Pablo casi no encontramos ningún detalle biográfico sobre la vida del Jesús de la historia. Pocas personas parecen haberse cuidado de eso en tiempo de Pablo. Él asegura explícitamente que no estuvo interesado en el co­nocimiento de Jesús desde el punto de vista humano. Una de las razones de esa falta de interés seguramente ha de buscarse en el sentimiento dominante entre los primeros cristianos de que estaban viviendo el final de la historia, de que era inminente el alborear del reino escatológico de Dios.

Lo que importaba era que Jesús había sido exaltado al cielo, desde donde regresaría para la inauguración de aquel reino nuevo. Pero, a medida que los años iban pasando y la Jerusalén nueva no descendía del cielo, empezaron a surgir las preguntas, no tanto acerca de ese retraso, sino más bien acerca de la vida de Jesús. Al tiempo en que Marcos escri­bía, tales preguntas demandaban respuestas; y en parte, la motivación

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ilc Marcos para ponerse a escribir pudo deberse a la necesidad de satis- lacer preocupaciones tales como quién había sido Jesús, de dónde pro­cedía su poder, cuáles habían sido las razones para su crucifixión y cuál era la base en que se asentaba la afirmación de que Dios lo había resuci­tado de entre los muertos. Es correcto decir que la tradición de los evan­gelios escritos evolucionó como respuesta directa a la necesidad de dar respuesta a esas cuestiones.

Kl material bruto

Los detalles históricos en que hubieron de inspirarse los escritores de los evangelios fueron ciertamente escasos. Los perfiles escuetos de la vida de Jesús fue todo lo que tuvieron. Los testigos presenciales no vi­vían ya en su mayoría. La comunidad cristiana sabía que Jesús era oriundo de Galilea. Sabían que había tenido alguna conexión con el movimiento que Juan Bautista había puesto en marcha. Sabían que había viajado de Galilea a Jerusalén al final de su vida. Sabían que en Jerusalén había sido crucificado, probablemente durante la celebración de la Pascua judía. Y, finalmente, sabían que sus discípulos habían vivi­do una experiencia poderosa, que los había llevado a proclamar que Dios había resucitado a Jesús de entre los muertos. Existía también el recuerdo difuso de un maestro, que empleaba parábolas memorables y cuya reinterpretación de la Torah le había creado un grave conflicto con la autoridad religiosa judía.

Cuando había lagunas en los detalles del entramado de la vida de Jesús, sus seguidores, por entonces todavía judíos en su mayoría, escu­driñaban simplemente las Escrituras hebreas en busca de materiales que pudieran agregarse a la vida de Jesús y que indicarían que Jesús había sido refrendado, reivindicado e incorporado a la saga permanente de las relaciones especiales de Dios con su pueblo de Israel. Es decir, que Mar­cos, el primer evangelio, fue un midrash cristiano en el mejor de los ca­sos, y que tal evangelio marcó la pauta y el estilo para los demás evange­lios. Detalle tras detalle los antiguos relatos del pueblo hebreo fueron simplemente recontados, presentando ahora a Jesús como el nuevo Abraham, el nuevo Isaac, el nuevo Moisés, el nuevo Josué, el nuevo Sa­muel, el nuevo David, el nuevo Salomón, el nuevo Elias, el nuevo Elíseo, el nuevo Isaías, el nuevo Daniel, y así sucesivamente, según la tradición midráshica reclamaba. Hemos de entender que, dentro del marco judío de referencia, no se podía rendir a Jesús mayor tributo de admiración que el de incorporarlo a dicha tradición.

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Antes del Evangelio de Marcos, únicamente Pablo había situado en la historia escrita cristiana algunos datos básicos acerca de la vida de Jesús. Esos datos embrionarios sirvieron para dar consistencia y señalar el comienzo de los detalles con vistas a la proclamación última cristiana. Cristo murió, había dicho Pablo. Fue sepultado y resucitó al tercer día. Se apareció a varios testigos acreditados, entre los que Pablo se incluía insistentemente. Era inevitable que con el tiempo se desarrollasen nue­vos detalles narrativos alrededor de la proclamación nuclear de Pablo; y con el tiempo todo eso llegó a denominarse el kérigma (es decir, la pri­mitiva proclamación básica del contenido evangélico).

Y como el kérigma giraba en torno a la experiencia de la Pascua de resurrección —fuera cual fuese dicha experiencia—, fue ésa sobre todo la que hubo de procesarse, para que las otras pudieran ordenarse en su significado compartido. Dado que esa experiencia pascual hacía su viaje humano a través del tiempo apoyándose en unas palabras humanas, sin duda que hubo de desarrollarse y embellecerse. En los primeros años de la década de los ochenta, Marcos puso por escrito la historia de esa tra­dición, según había evolucionado con el transcurrir histórico. La prime­ra comprensión del acontecimiento pascual fue de hecho el relato a tra­vés del cual condujo la historia a su término.

La invitación de Marcos a creer

El relato de la Pascua de resurrección que presenta Marcos resulta notablemente corto, considerando que describe un momento que en de­finitiva cambió el mundo. Exactamente 8 versículos contiene la narra­ción marciana de aquel notable suceso, entre un total de 665 versículos que componen ese evangelio.1 Al acercarnos hoy a esos versículos debe­mos tener en cuenta que los lectores originarios de Marcos no llevaron a dicho evangelio ningún conocimiento, imagen o modelo de lo que iba a aparecer más tarde en otras tradiciones evangélicas. Para leer a Marcos por lo que Marcos dice, hemos de mantener nuestras mentes libres de otras versiones. No se puede leer a Marcos a través de los ojos de Mateo, de Lucas o de Juan; exactamente igual que hay que acercarse a Pablo sin imágenes tomadas de la tradición evangélica en general. Como el evan­gelio primero, Marcos fue también el único evangelio que la Iglesia cris­tiana manejó durante al menos quince años, y tal vez hasta veinte.

Leyendo así únicamente a Marcos, podremos examinar el estadio de desarrollo que la tradición de la Pascua de resurrección había alcanzado en los primeros años de la década de los ochenta. La historia marciana

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i le la resurrección se nos presenta con un estudio fascinante, que cambia significativamente la sabiduría común de quienes se califican a sí mis­il ios de cristianos tradicionales o conservadores y que, como tales, están nlrapados en las imágenes literales o físicas de un mundo premoderno.i ina lectura cuidadosa de la Biblia en general, y de Marcos en particu­lar, ciertamente que no apoyará esos supuestos literalistas.

El Evangelio de Marcos termina de hecho sin mencionar para nada In creencia de los discípulos de que Jesús había sido resucitado de entre los muertos. Ése es un hecho literal. Los únicos discípulos que aparecen en el relato pascual de Marcos, son mujeres. Antes Marcos nos informa­ba que los doce habían abandonado a Jesús y habían huido, por lo que 1 1 0 estaban presentes. Pero en ese relato ni siquiera las mujeres creen, sino que huyen confusas e incrédulas de la tumba. Nada dicen a nadie por el miedo que tienen. Ésta es la lectura literal del texto actual de Marcos.

El relato marciano de la resurrección contiene también un agente sobrenatural, que no está identificado de forma clara y al que se llama ángel. Marcos sólo habla de un joven vestido con vestiduras blancas. Cuando nosotros imaginamos un ángel en la tumba de Jesús, lo hace­mos pensando en relatos posteriores, no en Marcos. Muy bien podría haber aquí ecos de figuras angélicas; pero nada exige que así sea. Las vestiduras blancas eran el ropaje tradicional de quienes moraban en el reino de Dios, a la vez que eran los ornamentos de los ministros litúr­gicos.

En 2 Macabeos (3,26), un libro muy popular entre los círculos judíos del siglo anterior al nacimiento de Jesús, las vestiduras blancas las llevan los seres sobrenaturales. Y las vestiduras blancas son también el traje de los redimidos que están en el cielo después del fin del mundo, según el libro neotestamentario del Apocalipsis (7, 9-13). Al contar Marcos la historia, que acabó conociéndose como la transfiguración, señaló el ca­rácter celestial y trascendente de Jesús, describiendo sus vestiduras como de una blancura tan resplandeciente, que ningún blanqueador te­rrestre sería capaz de lograr. Tenemos, pues, aquí, un indicio de las ves­tiduras del reino de Dios con la descripción que Marcos hace del joven heraldo de la resurrección; pero su identidad sobrenatural, si de hecho se pretendía, quedó tan rebajada como para que en los evangelios pos­teriores se agregase explícitamente su estatus angélico. Anotemos de paso que Marcos precisamente se había referido a otro joven, cubierto únicamente con una sábana de lino blanco, que hizo una aparición fugaz en el prendimiento de Jesús (Me 14,51). Uno no puede menos de admi­rar esta conexión.

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Observamos asimismo en Marcos que no hay guardias junto a la tumba ni ninguna salida del sepulcro, ni lienzos funerarios, dejados allí como prueba de que el cuerpo había sido resucitado. Tal vez lo más importante de este primer evangelio es la sorprendente ausencia del Señor resucitado. El Evangelio de Marcos no conservó ninguna pinturao visión de Cristo resucitado. Una vez que la piedra selló la entrada de la tumba, en el relato marciano Jesús nunca vuelve a ser visto por ojos humanos. Las mujeres, que habían acudido a visitar el sepulcro, dijeron que Jesús había resucitado; pero ellas no gozaron sin más de la presen­cia del resucitado Señor. En consecuencia, su respuesta no fue la de la fe, sino la del miedo.

Necesitamos asegurarnos el registro claro del impacto provocado por el relato marciano de la Pascua de resurrección, pues nuestras men­tes están deformadas por el collage, al que da pie la combinación de todos los relatos pascuales. Cuando, con este evangelio, entró en la tra­dición cristiana la tumba vacía, ésta no inspiró la fe. Ni la primera pro­clama de la resurrección. Yo sospecho que ambos hechos surgieron de una memoria auténtica, que no puede negarse. Tal como figuraba el relato en la obra terminada de Marcos, constituía una invitación al lec­tor para que hiciera lo que no habían hecho las mujeres: creer que Jesús había sido resucitado y no huir a la desbandada.

Hay que decir ciertamente que, cuando Marcos escribió, alrededor del año 70 d. C., la aparición futura de Jesús, prometida pero no realiza­da, significaba todavía una manifestación reveladora del futuro escato- lógico de Dios, y no una resucitación terrena y física. Por esas fechas no había aún connotaciones físicas vinculadas a la resurrección, al margen de lo que reclamen los literalistas bíblicos.

Marcos, sin embargo, hizo dos adiciones primarias a la tradición en desarrollo. Una fue la imagen de una tumba abandonada, que estaba ubicada en Jerusalén. La otra fue su sugerencia de que el poder resuci­tar habitaba en el propio Jesús. El «ha sido resucitado» se convirtió en el «resucitó». El relato pascual estaba expandiéndose y avanzaba hacia Je­rusalén. Marcos no trasladó en absoluto la experiencia local de la Pas­cua de resurrección a Jerusalén. En la ciudad santa sólo localizó un sím­bolo de esa experiencia con su relato acerca de la tumba vacía de Jerusalén. Su mensajero continuaba todavía diciendo que los discípulos tenían que marchar a Galilea para encontrarse con el Señor resucitado, porque aún no había resucitado en Jerusalén. La memoria de que había sido en Galilea, donde de hecho había ocurrido el acontecimiento pas­cual cualquiera que fuese, todavía se afirmaba en una fecha tan tardía, a unos cuarenta años de la crucifixión.

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Edward Schillebeeckx en su análisis de este texto ve dos cosas, que escapan al lector profano.2 Primera, encuentra en tal texto el desarrollo de una tradición pascual jerosolimitana, que a su parecer tiene connota­ciones litúrgicas. Segunda, descubre una redacción marciana; es decir, los añadidos de Marcos y el comentario sobre la tradición jerosolimita­na en desarrollo. Sostiene que las adiciones marcianas son, primero, las palabras del mensajero a las mujeres para que vayan a decir a los discí­pulos y a Pedro que Jesús se les adelanta en Galilea y que allí se encon­trará con los discípulos, «según os había dicho». Esto era claramente material redaccional, pues remitía a algo que Marcos ya había escrito. En el relato de la Ultima Cena, Marcos ponía en boca de Jesús: «Pero después que haya resucitado, os precederé en Galilea» (Me 14, 28). Marcos habría añadido simplemente esa nota a su historia de la tumba para enlazar el relato con su primitiva narración. En el proceso de com­binar tradiciones habría hecho decir al mensajero las mismísimas pa­labras que Jesús había dicho con anterioridad. Para disimular la torpeza de esa construcción, tuvo que añadir las palabras «según os había dicho» a las palabras del mensajero.

El propio Schillebeeckx sugiere que la segunda redacción es la res­puesta de las mujeres, que huyeron atónitas y no dijeron nada a nadie «porque estaban asustadas» (Me 16, 8). Era una respuesta extraña al retrato de cuarenta años posterior al acontecimiento. En mi opinión, el propósito de Marcos era describir la respuesta de las mujeres como idéntica a la de los doce al tiempo de la crucifixión. Los doce habían huido despavoridos. Y sospecho que a nadie dijeron nada. De este modo se lograban dos cosas. Primera, se preservaba un recuerdo autén­tico, fijo en la mente de la Iglesia primitiva, por lo que hacía a la res­puesta de los discípulos. Segunda, al m ostrar que las mujeres respon­dían exactamente igual a como lo habían hecho los hombres, Marcos declaraba de alguna manera que tal respuesta era inevitable, mejorando así un poquito al menos la imagen de los doce.

Una vez retirado ese material redaccional, Schillebeeckx se siente capaz de analizar la tradición de la tumba de Jerusalén en el relato m ar­ciano. Y sostiene que dicha tradición no era originaria, sino más bien reflejo de un desarrollo litúrgico, durante el cual una creencia apostólica en la resurrección llegó a asociarse con la visita al santo sepulcro, donde se celebraba una ceremonia litúrgica. Esa ceremonia podría haberse ce­lebrado anualmente en un lugar que llegó a identificarse con la tumba de Jesús. Schillebeeckx sugiere que en el texto puede escucharse el eco de una procesión, de una marcha de peregrinos por el camino de la cruz, con el episodio final que se realizaba en el sitio propuesto del sepulcro.

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Supone Schillebeeckx que el joven de vestiduras blancas pudiera ser un ministro litúrgico, que llevaba un vestido blanco para representar su pa­pel litúrgico en este drama. Esto vendría a ser —sugiere Schille­beeckx— como una versión primitiva de lo que después se llamaron las estaciones de los cruzados. Cuando la procesión de los peregrinos llega­ba al lugar designado como la tumba de Jesús, podría haberse celebrado una liturgia más o menos así:

Director del culto (vestido de blanco): ¿A quién buscáis?Mujeres: Buscamos a Jesús de Nazaret, que fue crucificado.Director del culto: Ha resucitado. No está aquí. Ved el lugar dondelo depositaron.

Esa liturgia se desarrolló en Jerusalén, de modo que pudo señalar los lugares santos en el curso y marcha de la historia cristiana. Su mensa­je era que quienes buscaban a Jesús en la tumba siempre permanecerían en tinieblas, con independencia de los contenidos de la tumba. Pero el mensajero en el sepulcro simplemente estaba recitando la proclama de la Iglesia, su kérigma, que curiosamente no difería del recitado de Pablo de que lo que él decía lo había recibido de otros y se lo transmitía a sus lectores «como de primera importancia» (1 Cor 15, 3).

Hemos de recordar que un recorrido litúrgico a la manera de los cru­zados, que concluye con la visita al sepulcro, representa un estadio poste­rior del desarrollo. No crea una fe; la expresa. No se habría desarrollado, de no haber sido ya antes una realidad la creencia de que Dios resucitó a Jesús. Este relato muestra cómo drama, liturgia y recitado de una histo­ria se desarrollaron en torno a los últimos acontecimientos de la vida de Jesús. Saca a luz el material bruto sobre el que más tarde se construyeron unas leyendas: leyendas sobre entierros y tumbas vacías, sobre grandes piedras rodadas sobre la entrada y sobre ángeles sobrenaturales, e inclu­so sobre apariciones de Cristo resucitado en el huerto al alborear de aquella primera Pascua cristiana. En Marcos ya están sembradas las se­millas; pero las leyendas aún no están perfectamente estructuradas.

Marcos ha dado los primeros pasos hacia la objetivación de la histo­ria de la resurrección, aunque situándola en Jerusalén. Al m eter a los discípulos y a Pedro en el anuncio del mensajero, había empezado a incorporar a los discípulos en la tradición jerosolimitana. Todavía no estaban allí; en el relato de Marcos aún estaban de hecho en Galilea, pero sus nombres estaban ahora en la tumba de Jerusalén. Con el tiem­po, las leyendas fueron engrosando hasta que los propios discípulos fue­ron transferidos a Jerusalén y situados donde podían ser presentados

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como acechando el vacío de la tumba y sacando las conclusiones de la resurrección. Pero eso no ocurre todavía en Marcos.

La celebración cúltica, actualizada de un modo litúrgico con la pro­cesión al supuesto lugar del sepulcro, fue el hilo de los datos interpreta­tivos que Marcos incorporó a su evangelio. Esa celebración, creo yo, se convirtió en la madre de las leyendas que afloraron en los evangelios posteriores. Marcos fue el primero de esos evangelios, y así podemos aislarlo y congelarlo un momento en el tiempo, de tal manera que pode­mos ver exactamente qué creyó él que había sido el episodio de la Pas­cua de resurrección el año en que escribió su evangelio. La tradición había crecido drásticamente desde Pablo. Marcos también nos ha intro­ducido en una celebración cúltica y litúrgica, que apareció al comienzo de la historia cristiana. Ese acontecimiento tiene la capacidad de retro­traernos en el tiempo para ver otras posibilidades. Por el momento lo único que debemos hacer es anotar, especular y archivar esas notas para una referencia futura. ¿Cómo suponer semejante liturgia, desarrollada en un lugar semejante? Volveremos sobre esta cuestión.

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Mateo: La polémica entra en la tradición

Cuando el Evangelio de Mateo entra en la corriente expansiva de la tradición cristiana, es ya mediada la década de los ochenta del siglo i. Más de diez años antes, la ciudad de Jerusalén había sido destruida por el ejército romano. Y con la destrucción de Jerusalén había disminuido la presencia judía en la vida de la Iglesia cristiana. Aquellos judíos que creyeron que Jesús era el Mesías prometido se vieron bajo la presión creciente de las autoridades religiosas judías más conservadoras y orto­doxas, las cuales veían en los cristianos judíos una daga que apuntaba al corazón del judaismo.

Los judíos habían perdido su ciudad santa. Habían perdido su sagra­do templo; sólo un muro se mantuvo en pie. Junto a ese muro lloraban los judíos, y llegó a conocerse como el Muro de las Lamentaciones. Mu­chos judíos habían huido de Jerusalén y en número cada vez mayor fue­ron dispersándose por el mundo de habla griega, en el que las tradicio­nes definidoras del pueblo judío fueron cediendo al sincretismo y cayendo en desuso. Únicamente la sagrada Torah, la Ley mosaica, m an­tuvo unidos a los judíos entre sí y preservó algún sentimiento de su his­toria y tradición. En consecuencia, los judíos se hicieron cada vez más rígidos y cada vez más conservadores, literalistas y fundamentalistas respecto de la Torah. Los judíos cristianos eran gente que, por defini­ción, relativizaban las exigencias de la Ley, por cuanto en Jesús no tan sólo descubrieron una realidad nueva, descubrieron también un sentido de la gracia invadente, que parecía minimizar las rígidas ordenanzas legales. Los judíos cristianos no se adhirieron al rigor legalista, ni atribuyeron a las prescripciones de la Ley una santidad suprema. Por esas razones, entre otras más, creció la hostilidad entre los judíos rígi­dos, que se atenían a las palabras literales de la Ley como su único sím­

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bolo superviviente, y los judíos cristianos que veían la Ley —según la frase de Pablo— como un maestrescuela, que conduciría al pueblo hasta Cristo (Rom 2, 12).

Para proteger de las erosiones su frágil tradición, los judíos iniciaron sus ataques contra los cristianos a propósito de las pretensiones de Je­sús; con la refutación de los judíos cristianos empezaban a defender sus propias aspiraciones. Entre los años 70 y 85 del siglo i las apologías de los judíos cristianos contra sus atacantes judaicos empezaron a cambiar la forma en que los cristianos contaban los relatos de su fe; y esas apolo­gías se consignaron por escrito, incorporándose a la tradición cristiana en desarrollo.

Préstamo y ampliación para la demostración de un punto

El evangelio que llamamos de Mateo fue escrito por un judío cristia­no durante el período de esa hostilidad creciente. Su autor fue un escri­ba judío, experto en el arte del midrash y dispuesto a defender las pre­tensiones cristianas contra el ataque judío. El Evangelio de Marcos había dejado sin respuesta demasiadas cuestiones como para ser de gran utilidad en aquella batalla. Por ello, el autor de Mateo (al que continua­ré designando así, a pesar de que su autoría nunca se ha demostrado con seguridad) reescribió Marcos de acuerdo con sus propósitos personales. Esa su revisión la hizo utilizando el método consagrado del midrash. Y hasta es posible que su modelo fuese la reescritura midráshica del Cro­nista del Antiguo Testamento que, de acuerdo con sus propósitos espe­cíficos, reescribió los libros hebreos de los Reyes.1

Mateo parece haber ignorado las latentes observaciones litúrgicas, asociadas al relato marciano de la Pascua de resurrección. Con la des­trucción del templo, tal vez las conexiones entre las tradiciones cúlticas judías y la interpretación cristiana de tales tradiciones se habían debili­tado considerablemente. Al paso y medida que los judíos iban convir­tiéndose en ciudadanos grecoparlantes del mundo helenizado, y al tiem­po que sus vidas entraban en un contacto más estrecho con los gentiles, los servicios litúrgicos judíos fueron decayendo en número y en impor­tancia. Una vez descargadas de su énfasis, aquellas observancias rígidas un tiempo fueron mal interpretadas no tan sólo por los gentiles sino por los judíos ahora helenizados. Y no pasaría mucho tiempo sin que tales tradiciones pasasen de ser mal entendidas a quedar olvidadas.

Para Mateo, el relato de la tumba de Jerusalén no era la representa­ción litúrgica de un elemento fundacional. El relato de la tumba era la

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forma en que de hecho había alumbrado la realidad de la resurrección. Marcos había hecho que su mensajero confiase el mensaje de la resu­rrección a las mujeres visitadoras del sepulcro, sólo para que las mujeres desobedecieran las instrucciones de ir a decir a los discípulos y a Pedro que fuesen a Galilea y que allí se encontraría con ellos Cristo resucita­do. En Marcos, las mujeres no dijeron nada a nadie. Huyeron aterradas con una especie de asombro tembloroso. A los enemigos del movimien­to cristiano les resultó fácil ridiculizar la conclusión tan débil de un re­lato tan inadecuado. Y así Mateo re-escribió Marcos con vistas a una mayor efectividad en la polémica que sacudía a la comunidad cristiana en la década de los noventa.

Mateo empezó por adaptar el texto para dar un mayor resalte a lo milagroso. El joven de Marcos, vestido de blanco, pasó a ser un ser cla­ramente sobrenatural, «un ángel del Señor». Su aspecto (es decir, su rostro) era «como un relámpago». Descendió a la tierra en medio de un terremoto. Los guardias cayeron al suelo temblando de miedo y queda­ron como muertos. El ángel removió la gran piedra de la entrada del sepulcro y se sentó sobre ella en señal de triunfo. En ese pasaje hay numerosos ecos del pasado judío. De hecho, casi en cada pasaje en que Mateo retoca a Marcos nos encontramos con un detalle y con una rees­critura midráshicos.

Con ánimo de preparar a sus lectores para su nueva versión, Mateo ha contado la historia de los sumos sacerdotes y los fariseos, que acuden a Pilato demandándole que ponga guardias en el sepulcro. Calificaron a Jesús de «un impostor» y citaron su amenaza de que resucitaría después de tres días, para justificar su demanda. El temor declarado era que los discípulos de Jesús robarían su cadáver y proclamarían que había resu­citado de entre los muertos; con lo que «el último engaño sería peor que el primero», según declararon. Estas palabras claramente reprodu­cían el tono emocional y hasta el vocabulario que por entonces flotaba en el ambiente con la polémica entre judíos y judeocristianos.

Pero Mateo, como escriba judío experto en la tradición del midrash, encontró en las Escrituras hebreas otro héroe, que mucho tiempo atrás se había visto en una situación similar y al que de forma libre tomó prestado de aquel relato antiguo para volver a contar su historia. En el libro bíblico de Josué (transcrito «Iesus» en la versión griega del A n­tiguo Testamento, de la que M ateo se sirve cuando cita las Escrituras hebreas) el héroe Josué/Jesús puso una guardia de soldados en una cue­va, en la cual tenía prisioneros a cinco reyes capturados. Para impedir que se escapasen, Josué cerró también la boca de la cueva con una pie­dra grande. Este relato se leía en el leccionario judío como segunda

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lección en la liturgia del sábado tercero de nisán;2 era un sábado que caía poco después de Pascua y era muy familiar a los judíos, incluidos los judíos cristianos. Mateo tomó la cueva, los guardias y la piedra, incorpo­rándolos a su relato del drama en la tumba de Jesús.

Otros detalles se tomaron de la historia de otro héroe judío del pa­sado. Un joven de origen judío, llamado Daniel, también había sufrido y por el sufrimiento había llegado a la gloria. También él había sido arro­jado a una cueva parecida a una sepultura, a una cueva de leones. Y también dicha «tumba» había sido cerrada con una gran piedra coloca­da a su entrada, y había sido sellada con el sello del rey haciéndola in­violable (Dan 6, 17). Fue ese tipo de garantía el que, según Mateo, de­mandaron los jefes de los sacerdotes y los fariseos poniendo un sello sobre la tumba de Jesús. Así y todo, Daniel había salido ileso de la cueva de los leones. Y Mateo vio en ese relato antiguo una prefiguración de la salida de Jesús vivo de su tumba, incorporando esos matices a su relato.

Y el libro de Daniel proporcionó asimismo a M ateo su descripción del ángel. Cuando el joven Daniel estaba haciendo penitencia —conta­ba la historia antigua—, se le apareció un ángel, cuyo rostro «parecía un relámpago» y sus vestidos eran «de lino resplandeciente»; a su apari­ción, «se apoderó un gran terror de los hombres que estaban conmigo y huyeron a esconderse» (Dan 10,2-9). Ése fue el efecto que la presencia angélica tuvo sobre uno de los vasos escogidos por Dios, y M ateo se sirvió de ese relato para configurar su narración ampliada. No sería la última vez que Daniel iba a configurar la historia mateana de la resu­rrección, como veremos.

Es necesario añadir otra nota que también contribuyó a la no-origi- nalidad del relato de Mateo. La actividad de los sumos sacerdotes —acudiendo a Pilato, asegurándose los guardias y poniéndolos de centi­nelas en la tumba— se desplegó en sábado, con una clara violación del descanso sabático. M ateo estaba tan impaciente por establecer sus te­mas antijudíos, que fue insensible a las tradiciones de su pueblo, las cua­les representaban un asalto a su propio relato.

M ateo tomó la respuesta de las mujeres en Marcos, orientándola claramente en otro sentido. Ya antes en el relato mateano se ha cambia­do el anuncio angélico. En Marcos, el mensajero habría dicho: «Ha sido resucitado, no está aquí». M ateo invierte el mensaje: «No está aquí, por­que ha resucitado». E ra un cambio sutil, pero significativo. Han interve­nido las influencias literalizantes. El cuerpo ha desaparecido porque Je­sús ha resucitado. La acción vira ahora por completo de Dios a Jesús. Lo ocurrido en la experiencia pascual ya no es una revelación del futuro escatológico de Dios, cumplido por el poder divino elevando a Jesús

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hasta la presencia de Dios. Lo que ahora se ha realizado es una acción de Jesús en cumplimiento de su predicción sobre sí mismo.

Las mujeres todavía respondieron con temor; pero el temblor que según Marcos había acompañado dicho anuncio se tornó en Mateo en una señal de éxtasis y de gozo grande. En una dirección opuesta al rela­to marciano, M ateo hace correr a las mujeres para cumplir la orden angélica de comunicárselo a los discípulos. Pero aún no habían salido del huerto, cuando se toparon con el propio Cristo resucitado. Es éste el primer relato en la historia escrita cristiana en que se describe la apari­ción de Cristo resucitado. Y téngase en cuenta que este elemento de la historia pascual no aparece hasta mediada la década de los noventa de la era cristiana.

Jesús saludó a las mujeres con la palabra «¡Salve!». Era la misma expresión que M ateo había utilizado para contar el saludo de Judas Is­cariote cuando Jesús fue apresado en el huerto. Las mujeres «se acerca­ron, se abrazaron a sus pies y lo adoraron» (Mat 28, 9). En la anti­gua historia hebrea de Elíseo también la mujer sunamita se abrazó a los pies del hombre de Dios, antes de que éste le resucitase a su hijo (2 Re 4, 27 y ss.). En el relato de Mateo, el mensajero sobrenatural y angélico se diluye ahora en la persona del propio Jesús; pero las pa­labras que Jesús dice en este episodio son idénticas a las pronunciadas por el mensajero. Primero tranquilizó a las mujeres y después les dijo: «Id a llevar la noticia a mis hermanos, para que vayan a Galilea; allí me verán» (Mat 28, 10).

En la narración de Mateo hay dos rasgos interesantes. En Marcos, el mensajero se dirigía a las mujeres para que «dijeran a los discípulos y a Pedro»; pero M ateo lo cambió en «decid a mis hermanos». Era una ci­tación a toda la comunidad para que acudiese a Galilea. Segundo, aun­que Mateo ha ampliado enormemente el relato de la tumba añadiéndo­le una aparición de Jesús, afirma sin embargo el hecho de que los discípulos han de regresar a Galilea, si desean ver al Señor resucitado.

A partir de M ateo emergieron la tradición de la tumba vacía y las tradiciones de apariciones de Jesús, que forzarían cada vez más la lo­calización en Jerusalén del episodio de la resurrección. M ateo cierra después su relato con la historia de los soldados que fueron puestos para guardar el sepulcro. El añadido nos da una nueva idea del nivel de in­tensidad que marcó la disputa entre judeocristianos y judíos. Esta vez, sin embargo, vemos la polémica desde el lado cristiano. Se nos dice que los soldados informaron a los pontífices y que fueron sobornados para que mintieran. «Decid a la gente: “Mientras nosotros dormíamos, vinie­ron de noche sus discípulos y lo robaron”» (Mat 28, 13). «Impostor» y

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«engaño» (Mat 27, 63-64) fueron las expresiones judías en esta polémi­ca. «Aceptadores de sobornos» y «mentirosos» fueron los términos cris­tianos. Mateo concluía diciendo que esa versión de los hechos corría entre los judíos hasta sus mismos días (Mat 28, 15).

Ahora la tardía tradición jerosolimitana ha sido literalizada. La ac­ción ha sido transferida de Dios a Jesús. La tumba vacía pasa a ser el signo de la verdad de la resurrección, sobre la cual judíos y cristianos se intercambiaron insultos acerados en sus ataques al adversario y en de­fensa de la propia interpretación del acontecimiento pascual, del mo­mento en que nació la fe cristiana. Desde su proclamación extática, el relato había recorrido una larga distancia. Ahora hasta los detalles de la narración ampliada se incorporaban a la dinámica apologista de ataque y defensa.

En el Evangelio de Marcos estaba la promesa de una aparición a los discípulos y a Pedro en Galilea. Mateo no se contentó con dejar sin describir esa aparición. Y aunque Jesús invitaba a sus «hermanos» a dicho acontecimiento, M ateo siguió la dirección marciana de que la apa­rición galilea sería precisamente para los discípulos. Ni siquiera se expli- citó el nombre de Pedro. Al no existir tradición alguna que proporcio­nase los detalles de la aparición mentada, Mateo recurrió una vez más al método midráshico. Y remontándose al libro de Daniel, aprovechó el retrato de una figura celeste, revestida de autoridad divina y humana, cuyo dominio se prolongaría para siempre (Dan 12).

Mediante la imagen del denominado Hijo del hombre, Mateo retra­tó a Jesús apareciéndose desde el cielo a los once discípulos sobre la cima de una montaña de Galilea. A esa montaña especial encaminó Je­sús a sus discípulos, según Mateo; aunque sin haber indicado cuándo Jesús les señaló tal dirección. El evangelista Mateo muestra una simpa­tía por las montañas, como se echa de ver en su retrato de Jesús como un nuevo Moisés, otorgando la nueva ley del monte Sinaí con el que llama­mos el Sermón de la Montaña. Ahora, Jesús resucitado hace una apari­ción sobre un monte. Y en la concepción de M ateo está perfectamente claro que Jesús llega a la montaña desde el cielo; no como un simple mortal, que trepa a la misma desde su base. Los discípulos, al igual que las mujeres en el huerto, lo adoraron. «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra», les dijo Jesús (Mat 28, 18).

Estas palabras ofrecen una imagen del Jesús exaltado muy diferente del cuerpo resucitado que habló a las mujeres fuera de la tumba en la primera viñeta de Mateo. Aquí Jesús es el exaltado y encumbrado por Dios hasta el cielo. En Mateo no hay ningún indicio de una ascensión como un acto separado; lo cual hace que el relato mateano, bastante

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desmañado, de una aparición de Jesús a las mujeres en el huerto tenga resonancias de escasa o ninguna autenticidad.

M ateo, sin embargo, presenta ahora a Jesús encargando a sus segui­dores que hagan discípulos a todos los pueblos. Era un tema caro a Ma­teo, cuando había presentado a Jesús como el hijo de Abraham, por quien serían bendecidas todas las naciones del mundo. A ese encargo agregó después Mateo la fórmula bautismal: los discípulos tenían que ser bautizados «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Dicha fórmula no podía proceder de labios de Jesús, pues representaba un desarrollo teológico, que no se dio hasta bien después de que term i­nara la vida terrena de Jesús; pero por aquella época ya se había difun­dido, como lo demuestra una referencia similar en la carta primera de Pedro (1 Pe 1,2).

Se trataba de una fórmula destinada a jugar un papel decisivo en el desarrollo del credo y de la teología cristianos en los cuatrocientos años subsiguientes. Michael Goulder sostiene que el Evangelio de M ateo fue escrito para transformar el ciclo litúrgico hebreo añadiéndole unas lec­turas cristianas. Y sugiere que este pasaje especial tenía que leerse en la Pascua de resurrección, cuando los catecúmenos esperaban a ser bauti­zados. «¿Qué más conveniente, que el que se citase en tal ocasión la autoridad de Jesús resucitado?», pregunta Goulder.3 Un rito eclesiásti­co podía así justificarse con una palabra del Señor.

El relato del evangelio mateano llega ahora a su fin. Al comienzo del mismo había presentado Mateo al ángel diciendo a José que el hijo de María sería el Emmanuel, que significa «Dios con nosotros». Y ahora concluye su historia haciendo que Jesús se autoproclame diciendo que personalmente es lo que significa Emmanuel: «Mirad, yo estaré con vo­sotros hasta el final de los tiempos» (Mat 28, 20). El Mesías judío de M ateo ha pasado a ser el Cristo cósmico del mundo entero.

Lo que supusieron los cambios de Mateo

Vemos que el relato de la Pascua de resurrección presenta saltos cuantitativos en Mateo. El Jesús exaltado, que reinaba en el futuro eter­no de Dios, que se aparecía desde el futuro a determinados testigos como primicias del reino de Dios, se presenta ahora como un ser semifí- sico en la historia, que habla a unas mujeres para que éstas se abracen a sus pies adorándolo. El relato del acontecimiento pascual estaba cam­biando su contenido, estaba haciéndose más vivido, más concreto y más milagroso. Esto no habría representado ningún problema en ese

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período de la historia; pero en una época posterior esos mismos detalles literalizados contribuirían a que muchos se apartasen de la causa de Cristo. Esos mismos detalles acabarían siendo para muchos cristianos fundamentalistas la piedra de toque de los verdaderos creyentes, los cuales insistirían en el literalismo de unos aspectos del relato pascual que de hecho se desarrollaron muy tarde.

En un programa televisivo de la British Broadcasting Corporation, emitido a comienzos de la década de los noventa, estuve viendo a un periodista que entrevistaba a un clérigo acerca de la Pascua de resurrec­ción. Y su primera pregunta fue: «¿Estaba vacía la tumba?». La respues­ta que el tal clérigo diera, afirmativa o negativa, decidiría al periodista, y probablemente también a su audiencia, a considerar cristianos o no a los clérigos a tenor de sus respuestas. Aquel programa televisivo suscitó un animado debate en el Reino Unido. Muchos creían que el aconteci­miento pascual podía ser real o verdadero, sólo si la tumba estuvo de hecho vacía. Fue un penoso ejercicio de ignorancia bíblica, como espero que demuestre el presente análisis. Lo que fue y es la Pascua de resu­rrección tuvo y tiene que ser algo más que el relato acerca de un cuerpo que abandonó una tumba hace casi dos mil años.

Hemos de insistir en ver cómo continuaron desarrollándose los deta­lles, antes de intentar comprender cómo vieron los primeros cristianos a ese Cristo resucitado. Sólo entonces podremos iniciar un viaje de re­torno en el tiempo hasta el punto de origen, en que formulamos la pre­gunta especulativa pero necesaria: ¿Cómo llegó a creer la gente que un hombre crucificado había conquistado la muerte? ¿Qué ocurrió de he­cho para que unos hombres y unas mujeres desesperados se convirtie­ran en testigos animosos, que creían que Jesús vivía y que habían visto al Señor? ¿Qué pasó con ese Jesús, que forzó a abrir la misma definición de Dios entre hombres y mujeres del judaismo, de modo que llegaron a ver a Jesús dentro de tal definición? A medida que observamos el desa­rrollo de la tradición pascual a través de su historia primitiva, esas pre­guntas se hacen cada vez más apremiantes.

Mateo ha ampliado de forma drástica el relato de la Pascua de resu­rrección; pero no se ha acercado a los límites en que emergió ese relato. Avanzamos ahora hacia la fase siguiente de su desarrollo.

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7Lucas: El giro hacia la comprensión

de los gentiles

Para la época en que el llamado Evangelio de Lucas entró en el mundo de los escritos cristianos habían ya pasado alrededor de treinta años, después de que Pablo hubiera descrito la tradición del aconteci­miento pascual en su primera carta a los Corintios. Y tal vez habían pasado no menos de cuarenta desde que el propio Pablo escribía a los Gálatas haber visto al Señor Jesús. Habían transcurrido asimismo unos veinte años desde que Marcos publicó el primer evangelio cristiano. El ritmo acelerado del cambio, que ya se observaba en el Evangelio de Mateo, no hace más que avivarse en el período en que aparece el Evan­gelio de Lucas. El cristianismo ha continuado alejándose cada vez más de ser un movimiento judío. Se ha ido alejando de su epicentro palesti­no hacia los judíos de la dispersión, hacia el mundo de los gentiles. Ése ha sido el camino seguido por la Iglesia. Antes de que Lucas completase su narración, no sólo estaba establecida la orientación hacia los gentiles, sino que estaba perfectam ente controlada.

Es necesario advertir que la misma persona que escribió el Evange­lio de Lucas es tam bién el autor del libro de los Hechos de los Apósto­les. Su relato em pezaba con la familia de Jesús marchando de Galilea a Judea, para em padronarse según la orden de Augusto. Aunque ese au­tor hablaba de un nacimiento en Belén, la ciudad de David a pocos kiló­metros al sur de Jerusalén, rápidamente trasladó a Jesús y a su familia a la ciudad santa, para la liturgia de la presentación en el templo y de la purificación de la m adre (Le 2,22). Jerusalén atrajo a este autor en for­ma abiertam ente dramática. Pronto presentó en su relato a Jesús, de doce años, yendo de Galilea a Jerusalén. Desde Galilea a Jerusalén marchó Jesús, ya adulto, al tiempo de la Pascua. Y, creía él, desde Jeru­salén tenía que ser proclamado el mensaje de Jesús a las naciones. Su

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segundo volumen, denominado oficialmente Actos o Hechos de los Apóstoles, no se completó hasta que el evangelio se transfirió desde Jeru­salén, capital del mundo judío, hasta Roma, capital del mundo entero. Inevitablemente ese énfasis dominante tenía que afectar al modo en que el autor contó la historia del momento originario del cristianismo.

Un puente entre el mundo gentil y el mundo judío

¿Quién era Lucas? Pudo ser el primer, y único, gentil en escribir lo que se conocería como una Escritura cristiana, o fue un judío heleniza- do por completo. Si fue un gentil, habría que reconocer que había pe­netrado profundamente en la órbita del judaismo en su búsqueda de un culto auténtico. De tratarse de un judío helenizado, habría sido alguien que avanzó mucho más allá de sus raíces para meterse en un mundo que era primordialmente gentil y pagano. En mi opinión habría sido un gen­til prosélito, una de aquellas personas paganas que frecuentaban las si­nagogas judías en busca de algo que llenase el vacío dejado por los dio­ses que en tiempos habían habitado el Olimpo.1 Los gentiles acudían a las sinagogas judías en tal número que hubieron de tomarse medidas al respecto. La unicidad de Dios y las exigencias éticas de ese Dios, expre­sadas en normas como los Diez Mandamientos, fueron los centros de atracción para los paganos. Según parece, fue a ese grupo de adoradores gentiles al que Pablo dirigió sus llamadas más insistentes en sus viajes por las sinagogas de todo el mundo mediterráneo. Y fue sobre los hom­bros de esos prosélitos paganos desde donde el cristianismo acabó sal­tando la barrera del judaismo y se convirtió en una institución occiden­tal, influyendo profundamente en la forma de vida del mundo gentil.

Eso significa que durante al menos una o dos generaciones de cris­tianos de la gentilidad persistió una honda conexión con las realidades judías. El autor del Evangelio de Lucas parece haber estado especial­mente familiarizado con algunos aspectos de la herencia judaica, como podían ser los relatos de la travesía del mar Rojo, la peregrinación por el desierto y las expectativas mesiánicas. También le son notablemente fa­miliares algunos personajes bíblicos, como Moisés, Elias, David, Salo­món, Isaías, Miqueas y Daniel. No fue, como Mateo, un experto en la tradición del midrash judaico; pero supo cómo manejar las Escrituras hebreas en busca de pistas con las que aclarar a sus lectores las nuevas formas en las que se estaba contando la vieja historia.

Lucas reflejaba asimismo una visión del mundo que escapaba no­tablemente a las fronteras del judaismo. Cuando quiso contar la genea-

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logia de Jesús, remontó su línea ancestral hasta Adán, el padre de todo el género humano, en contraste con Mateo, que sólo se remontó hasta el patriarca Abraham, el padre de los judíos. Lucas es el único que incluyó en su relato la parábola del buen samaritano, que suponía un golpe al prejuicio más emocional en la vida del pueblo judío. Lucas escribió el episodio de la buena disposición de Pedro a dejar de lado las prescrip­ciones dietéticas al servicio de una visión universal, que el propio Pedro articuló con estas palabras: «En verdad ahora comprendo que no tiene Dios acepción de personas, sino que le es agradable quien le teme y practica la justicia, de cualquier nación que sea» (Act 10, 34-35). Era ésta una imagen de Pedro bien diferente de la trazada por Pablo en la carta a los Gálatas (Gál 1-2). Pero habían pasado bastantes años entre la redacción de Gálatas y la publicación del libro de los Hechos de los Apóstoles; y la presencia de los gentiles en la Iglesia no tan sólo se había establecido, sino que había llegado a ser predominante. Lucas fue el primer autor en escribir acerca de ese predominio gentil, y lo hizo con clara complacencia.

Cuando analizamos el relato pascual de Lucas, descubrimos los sal­tos cuantitativos que se han dado en esa tradición. Las imágenes de la mitología judaica, de la antropología y las visiones apocalípticas, pre­sentes en Pablo, en Marcos y, en menor medida, en Mateo, han sido sustituidas en Lucas por la que Schillebeeckx llama imagen del «modelo de rapto» y Reginald Fuller la imagen del «hombre divino» (en griego: theios anér). Era una imagen que, según Schillebeeckx, podían entender los gentiles por haberse popularizado con la mitología romana.2 En ese modelo, cuando moría una persona piadosa o heroica, desaparecían por completo todos sus restos humanos, pues se creía que tal persona había sido arrebatada al cielo. Lucas destacó el contraste con David, que to­davía continuaba en su tumba, según el libro de los Hechos de los Após­toles (2,29). Esa vida ahora divina se materializaría normalmente desde el cielo, especialmente para quienes llevaban a cabo la obra terrenal del difunto. Cuando el personaje heroico, hombre o mujer, se materializa­ba, era reconocible por los humanos.

Los relatos mitológicos sobre Rómulo, el fundador de Roma, utiliza­ban ese modelo de hombre divino. En esa historia, el Rómulo glorifica­do revelaba al pueblo de Roma que César era «señor del mundo». En opinión de Schillebeeckx, Lucas habría copiado esa imagen; pero se la aplicó a Jesús de Nazaret con vistas a una contrarreclamación dirigida al pueblo del imperio romano. El señor del mundo no era César, venía a decir Lucas. El Señor de todo el imperio era Jesús de Nazaret, quien también era el Cristo que había sido levantado hasta Dios.3 Al servicio

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de esa imagen, Lucas tuvo que refundir la tradición resurreccionista, la cual, después que él terminó su obra, ya nunca sería la misma.

Cómo Lucas cambió la historia

Para empezar, Lucas transformó radicalmente el relato de la tumba vacía. En Marcos, las mujeres encontraron la piedra apartada; pero no se habían molestado en inspeccionar más de cerca el sepulcro. En Lu­cas, por el contrario, penetran en la tumba, la exploran y comprueban que está vacía. Para Lucas, ese dato constituía por sí solo una prueba de la resurrección. Entonces, entre perplejas y asombradas, las mujeres no vieron sino a dos hombres, de vestiduras deslumbrantes, quienes inter­pretaron lo que ya las mujeres habían descubierto. La pregunta de los ángeles es, pues, diferente, ya que supone la resurrección: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?» (Le 24, 5).

Segundo, Lucas negó la ubicación galilaica para una parte del drama pascual. Y para librarse él mismo de esa tradición cambió el mensaje del ángel en Marcos y el mensaje del propio Jesús en M ateo, que ordenaba a los discípulos encaminarse a Galilea. Ahora se convierte en una reme­moración angélica de que mientras Jesús estaba en Galilea les había dicho que la resurrección sería un hecho.

Tercero, en ese anuncio angélico Lucas introdujo uno de sus temas teológicos preferidos: el de la necesidad divina. El Hijo del hombre «de­bía», tenía que ser entregado, dijo el ángel. Era una nota que resonaría una y otra vez en el drama lucano.

El cuarto cambio se advierte en el comportamiento de las mujeres. Los cuatro evangelios difieren entre sí en las respectivas listas de muje­res que compartieron aquella experiencia. Más importante es que las mujeres de Lucas regresan de inmediato a los discípulos para darles el mensaje. Según el Evangelio de Lucas, los discípulos estaban todavía en Jerusalén, y bruscamente entrarían en el relato de la tumba vacía. En ningún otro evangelio habían pasado los discípulos de ser un simple nombre pronunciado en el escenario de la tumba vacía. Ahora se con­vertían en los actores del drama. El relato de la tumba vacía no tuvo ya ni la forma ni el sentido de una liturgia. Había pasado a ser una parte esen­cial del evento histórico, objetivo y literal, llamado Pascua de resurrec­ción. Habían sido necesarios sesenta años para hacer el viaje desde la crucifixión de Jesús hasta la literalidad de la tumba vacía como prueba de su resurrección; pero en Lucas ahora ese viaje se completaba.

En Lucas, los once parecen ser un grupo aumentado. Las mujeres

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fueron a decir a los once «y a todos los demás». Lucas ha ido ampliando constantemente el grupo inicial, y muy especialmente en su relato de Pentecostés (Act 2); pero ya antes pueden encontrarse indicios de esa tendencia en su texto (Le 8, 10; 19, 9-11). Quizá fue ésa su manera de predecir que el destino de la Iglesia sería el de ser mucho más amplia y acogedora de cuanto podía inferirse de un grupo de once varones judíos.

Tras una expresión inicial de duda e incredulidad, el relato describe la marcha a la tumba de Pedro. Se combinaban así Pedro y el sepulcro. Hubo algunas controversias acerca de si esta parte del relato lucano era un añadido posterior para armonizar Lucas con el cuarto evangelio. El texto de la Revised Standard, por ejemplo, omitió ese versículo (24,12) acerca de la visita de Pedro a la tumba, poniéndolo en nota a pie de página. Sin embargo, en el episodio siguiente hay una referencia a dicho versículo; y dado que el tal episodio parece ser una parte original y au­téntica del Evangelio de Lucas, yo no veo razón alguna para pensar que el versículo en cuestión fuese un añadido editorial tardío. La visita de Pedro al sepulcro hace también más literales los detalles del milagro. La tumba estaba vacía. Los lienzos funerarios yacían allí. Y la tumba se convierte ahora no en signo, sino en prueba de la resurrección.

Lucas procede después a contar un episodio repetido de alguna ma­nera en la Biblia. Es una joya de elegancia; pero sirvió también para realzar el aspecto físico de la resurrección de una forma singular, e im­plicaba el «modelo de rapto» o el concepto de hombre divino, que Lu­cas adoptó para la resurrección. En dicho episodio, Cristo resucitado marcha sin ser reconocido con Cleofás y un compañero por el camino de Emaús. Jesús hablaba con ellos acerca de las Escrituras, mientras ellos luchaban con su aflicción y con la pena de la ejecución de Jesús. Jesús les abrió las Escrituras mostrándoles que la aflicción y la pena eran pa­sos en el sendero hacia la gloria, necesarios según el plan divino. A caba­ron comiendo juntos, y al partir Jesús el pan ellos lo reconocieron como el Señor resucitado; tras lo cual él desapareció. Cleofás y su compañero regresaron de inmediato a Jerusalén para referírselo a los discípulos, quienes sólo estaban informados de que Cristo resucitado también se le había aparecido a Pedro.

Muchos son los comentaristas que han especulado sobre la identidad de Cleofás. La mayoría tiende a identificarlo con el Cl(e)ofás de Juan 19,25 y sugiere que era hijo de un hermano de José y padre de Simeón, que llegó a ser el jefe de la Iglesia de Jerusalén a la muerte de Santiago. Aunque esa especulación se hizo popular, nunca pasó de ser más que una especulación.

En su forma primitiva, el relato de Emaús era reminiscencia de un

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tema popular folclorístieo y legendario, en el que alguien aloja en su casa a un ser sobrenatural pensando que hospeda a otra persona. Ese tipo de relatos lo recuerda la Carta a los Hebreos, la cual exhorta a sus lectores a practicar la hospitalidad con los extranjeros, pues «por practi­carla, algunos hospedaron ángeles sin saberlo» (Heb 13,2). Era también algo parecido al relato del Génesis, en el que Abraham recibe y atiende a unos mensajeros divinos, quienes llegaron en forma humana para de­cir al anciano patriarca que él y su mujer Sara tendrían un hijo. Más tarde, los mismos mensajeros divinos fueron para avisar a Lot que huye­ra de la ciudad perversa de Sodoma (Gén 18, 1-9; 19, 1-3).

Una vez separados los temas teológicos lucanos del diálogo m ante­nido en el camino de Emaús, el núcleo del relato parece contener cuatro puntos: el resucitado se ha aparecido como un viajero de incógnito; se ha encontrado con unos discípulos, que podrían estar incluidos en la frase de Pablo «todos los apóstoles» (1 Cor 15,3-5); manifestó su identi­dad en una comida corriente; y desapareció. El Jesús terreno caminaba con sus discípulos, enseñaba a sus discípulos, compartía la comida con ellos, y al morir desapareció de su vista. Estos recuerdos de unas expe­riencias terrenales se leyeron simplemente en la clave o modelo de Cris­to resucitado, como el hombre divino o siguiendo el modelo del rapto.

Hay, sin embargo, dos notas en ese relato del episodio de Emaús que tienen acentos de autenticidad. Una es la disposición de ánimo de Cleo­fás y de su compañero al comienzo del viaje. Parece ser un reflejo preci­so de la mentalidad de los discípulos después de la crucifixión o antes del acontecimiento pascual: «Nosotros esperábamos que él iba a ser quien libertara a Israel». Tal esperanza se había derrumbado por com­pleto con el hecho de la crucifixión. La segunda nota del relato que parece auténtica es su alusión a una experiencia litúrgica de gran porte o alcance: la Eucaristía. Al tiempo en que se escribió el Evangelio de Lu­cas, la cena común de la Iglesia se concebía al parecer en un sentido exclusivo, para ser el encuentro entre los creyentes y el Señor de la vida.

Por sobre todo eso, Lucas utilizó el relato para retratar a Cristo como alguien que abría y explicaba las Escrituras, incluyendo a Moisés (la Torah), los Profetas y los Salmos, viendo todo ello como referido a Jesús crucificado y resucitado. Ésta fue incuestionablemente una gran preocupación de la primera o la segunda generación cristiana. La tradi­ción midráshica combinaba fácilmente con el sentir lucano sobre la ne­cesidad divina de los acontecimientos que condujeron a la crucifixión de Jesús. La historia del Salvador paciente, afirmaba Lucas, no estaba es­crita en los astros, sino en las Escrituras. En la ideología de Lucas era igualmente ineludible. Lucas estaba dando consistencia a las viejas pa­

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labras de Pablo, cuya confesión de fe en el señorío de Jesús se apoyaba en el convencimiento de que tales cosas habían ocurrido «según las Es­crituras».

Cuando Lucas devolvió este episodio a Jerusalén, afirmaba sin deta­lles narrativos de cualquier tipo el primado de Pedro, al referir los once a los dos discípulos de Emaús que el Señor estaba vivo y que se había aparecido a Pedro, aun antes de que los dos viajeros hubiesen contado los detalles de su experiencia. Es necesario observar que, en este episo­dio de Emaús, Lucas está admitiendo que la primera experiencia del Cristo resucitado fue para quienes habían huido de Jerusalén a seguido de la muerte de Jesús; que tal experiencia estuvo conectada con la parti­ción del pan, que estuvo preparada por la reinterpretación de las Escri­turas y que impuso el retorno de los discípulos a Jerusalén para comuni­carles la buena nueva.

Con esos incidentes Lucas captó, en mi opinión, un recuerdo autén­tico; pero lo hizo en un relato no auténtico. Puso de manifiesto, creo yo, el movimiento efectivo, el orden histórico de unos acontecimientos en las vidas de los discípulos, y lo hizo en una secuencia apropiada. Pero, con vistas a proteger la tradición del centralismo de Jerusalén, ubicó dicha historia en un lugar equivocado. Volveremos sobre este concepto un poco más adelante. Por ahora, Lucas consigue hacernos admirar cómo un nombre insignificante cual era el de Cleofás, que no aparece mencionado en ningún evangelio escrito,4 pudo haber jugado un papel tan esencial en el drama del nacimiento del cristianismo. Cómo pudo ocurrir es algo que se ha perdido para siempre en el seno de la tradición cristiana en expansión.

Lucas ha devuelto ahora el grupo de los discípulos a Jerusalén, don­de discuten entre sí tanto el episodio de Pedro como el de los discípulos de Emaús. El tiempo parecía ser la tarde del primer día de la semana, y así la escena era adecuada para que Lucas diese su versión del elemento descrito muchos años antes por Pablo, para quien Jesús se apareció a Cefas y después se apareció «a los discípulos». Esa aparición, sin em bar­go, era drásticamente diferente de cualquier otra experiencia que jamás se hubiera formulado en ningún escrito cristiano. Ni siquiera el relato mateano de la aparición de Cristo resucitado en la cima de una montaña de Galilea —episodio en el que Cristo proclamó que se le había dado «todo poder en el cielo y en la tierra» y encargó a los discípulos un ministerio de enseñanza a escala planetaria y bautizar a todas las gentes, al tiempo que les prometía Su presencia de eterno Emmanuel— en­lazaba tan estrechamente con lo que Lucas se dispone a contar ahora. La aparición mateana era claramente la del Cristo glorificado en el cie­

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lo. Lucas nos presenta ahora la aparición de un Jesús resucitado física­mente pero aún no ascendido al cielo, que había escapado a las ataduras de la muerte en el sepulcro. La única sugerencia de esta imagen en los escritos cristianos anteriores a este momento había sido la del mensaje­ro angélico, que se difuminaba en el Cristo resucitado y repetía el men­saje del ángel a las mujeres, en el relato mateano de la tumba vacía; Lucas tomó la imagen y la exaltó dramáticamente.

Detrás de ese relato de Lucas estaba su división de la exaltación de Jesús en dos escenas distintas y separadas en el tiempo. Para Lucas, primero fue la resurrección de Jesús del sepulcro, y mucho después fue su ascensión al cielo. Entre esos dos datos Lucas colocó las apariciones, todas desde la perspectiva del hombre divino o del modelo del rapto. En ese proceso de fragmentar en dos acciones separadas el aconteci­miento de la Pascua de resurrección, Lucas cambió también para siem­pre el modo de hablar de la resurrección de Jesús. La acción por la que Jesús fue devuelto del sepulcro a la vida, se la atribuía ahora, no a Dios, sino al propio Jesús. Jesús pasó a ser su propio resucitador. Dios no lo resucitó. La tumba vacía ya no era una señal de que Jesús reinaba en el cielo por la acción de Dios. La tumba vacía era ahora una señal de que la persona difunta había salido del sepulcro y caminaba, hablaba y co­mía; una persona que había vuelto a la vida como alguien que ha sido resucitado.

Desde que Lucas eligió esa manera de presentar la resurrección se vio forzado a desarrollar un relato que tuviera en cuenta la partida final de Jesús de este mundo. El episodio de la ascensión, que sólo se en­cuentra en Lucas, se convirtió así en una necesidad. Fue en ese episo­dio donde la voz pasiva originaria de la resurrección (Jesús fue resuci­tado por Dios) llegó a encontrar su alojamiento permanente en la tradición cristiana. Según Lucas, Jesús se levantó del sepulcro. La for­ma activa del verbo pasó ahora a ser el lenguaje de la resurrección. Pero fue ascendido por Dios al cielo. Así, la forma pasiva del verbo se convirtió en el lenguaje de la ascensión; aunque el relato de Lucas con­tiene todavía un indicio de que el propio Jesús fue la fuente de su as­censión a los cielos.

Mas cuando los discípulos discutían entre sí acerca de las experien­cias del día pascual, que habían abierto sus ojos, Jesús se materializó repentinam ente en medio de ellos. No era un acontecimiento infrecuen­te en la tradición del modelo del rapto, que dominaba la inteligencia lucana de la resurrección. En una nota, que recuerda muy de cerca el episodio de Jesús caminando sobre las aguas en Galilea, los discípulos se asustaron y creyeron estar viendo un espíritu. Parece como si ni si­

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quiera el relato de los discípulos de Emaús y el relato de Pedro de que había visto al Señor resucitado los hubieran preparado por entero para tal acontecimiento. Jesús respondió a su miedo y asombro invitándoles a tocarle y palparle. Les indicó que un espíritu no tenía carne y huesos como los que tenía él. Presionando sobre esa imaginería física, Jesús les pidió algo de comer, y ellos le presentaron un trozo de pescado asado, que él comió delante de ellos.

Entonces se convertía Jesús de nuevo en el portavoz de la compren­sión teológica de que la vida de Jesús era el cumplimiento de la Escritu­ra, la vivencia de un sentimiento de realidad inevitable, que está escrita en el plan eterno de Dios. Frases como «era necesario que» y «la Escri­tura tiene que cumplirse» se emplearon una y otra vez. Como el Cristo resucitado de M ateo hizo en Galilea, también Jesús hizo unos encargos a sus discípulos; pero ahora era un encargo divino con palabras teológi­cas de Lucas. El arrepentim iento y el perdón serían predicados a todas las naciones en nombre de Jesús. Aquellos discípulos iban a ser sus testi­gos; pero tendrían que permanecer en Jerusalén hasta que fuesen reves­tidos con el poder de lo alto. Mateo hizo prom eter al Cristo resucitado que estaría siempre con ellos. Lucas entendió que la presencia eterna de Jesús iba a ser el Espíritu Santo, que por entonces había emergido en Lucas como una entidad distinta del espíritu de Jesús. Ese Espíritu des­cendería sobre ellos más tarde en otro relato, que hemos dado en llamar Pentecostés. Lucas tenía que remover la presencia física del Jesús resu­citado, que él mismo había creado en buena medida, antes de que el Espíritu vivificante universal descendiera para morar siempre con los discípulos. Y así los discípulos estuvieron a la expectativa en la ciudad de Jerusalén hasta tanto que la promesa de Jesús se cumplió.

Nos extraña que no se escuche aquí el eco de otro recuerdo. A la muerte de Jesús, los discípulos huyeron asustados de la ciudad. Tal vez ahora se les estaba dando una segunda oportunidad de redimirse a sí mismos. En ambas ocasiones Jesús estaba separado de ellos. Esta vez, no obstante, Jesús les ordenó que hicieran algo que antes no habían hecho, a saber: permanecer en la ciudad hasta que fueran revestidos con el poder de lo alto. Antes de partir, Jesús los bendijo. Recordemos que Lucas iniciaba su relato evangélico con la visión de Zacarías, padre de Juan Bautista, que estaba en el templo pero que por causa de su mudez no podía bendecir al pueblo. El único a quien señaló el hijo de Zacarías era ahora, aseguraba Lucas, el que iba a dar la bendición del sumo sacerdote. No se otorgaba desde un templo terreno, sino que era más bien Jesús quien se preparaba para entrar en el mismísimo templo de Dios en el cielo.

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Se nos dice que los discípulos regresaron al templo de Jerusalén, a esperar hasta que ese templo fuese proclamado para siempre jamás como el centro desde el que acabarían siendo bendecidas las naciones todas de la tierra. A la luz de esto, tal vez el episodio de Jesús purifican­do el templo, con el propósito de que fuese una casa de oración para todos los pueblos, sea de hecho un acontecimiento posterior a la resu­rrección y parte de la proclama pascual de los discípulos, que se retro- proyectaba a la vida de Jesús sobre la tierra.

Lucas relató el episodio de la ascensión de Jesús con todo pormenor físico en el capítulo 1 de su volumen segundo, el libro de los Hechos de los Apóstoles. La visión que Lucas tiene de la resurrección como una resucitación le obligó de alguna manera a hacer recorrer al Jesús real­mente físico su tramo de camino hasta la misión de la Iglesia, que im­pulsada por el Espíritu llevaría el mensaje de ese Jesús hasta el centro mismo del mundo conocido. Y así como la comprensión lucana del resu­citado era crasamente física, también lo fue su idea de la ascensión de Jesús. Lucas estuvo claramente influido por el relato de Elias arrebata­do hasta Dios. El midrash seguía dejándose sentir; pero mientras que Elias necesitó de un carro de fuego, Jesús ascendió por sí mismo. Cuan­do el cuerpo de Jesús se elevó físicamente sobre las nubes, los dos ánge­les que habían adornado la tumba en el relato resurreccional de Lucas hicieron una segunda aparición para interpretar el significado de la as­censión ocurrida: «¿Por qué buscáis entre los muertos a quien está vivo?», preguntaron junto a la tumba. «¿Qué hacéis ahí parados mi­rando al cielo?», fue ahora su pregunta.

Jesús había ascendido a su trono celestial. Y de manera parecida regresaría presumiblemente al final de los tiempos. Entre esos dos mo­mentos del tiempo se llevaría a cabo la misión de la Iglesia bajo la guía del Espíritu, que sería enviado. Aquellos discípulos no estaban allí para perder el tiempo especulando sobre cuándo llegaría el reino de Dios. Tenían que aguardar al Espíritu y llevar después el mensaje de Jesús al mundo. Ese sentimiento primero de la inminente segunda venida de Jesús había empezado a debilitarse claramente por el tiempo en que Lucas escribía.

Lo que Lucas hizo del Espíritu y de Pentecostés

El relato lucano de la venida del Espíritu está también modelado se­gún unas imágenes bíblicas. Dentro de ese episodio hay ecos del viento de Dios, que da vida a los huesos secos del valle en la visión de Ezequiel

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(Ez 37). Contiene el fuego de Elias, que de ordinario se hacía bajar del cielo; pero en este acontecimiento, ese fuego no destruye sino que purifi­ca, limpia, prepara y capacita a quienes lo reciben pata el ministerio. Con­tiene la imagen de la torre de Babel, contada a la inversa, pues las lenguas son devueltas como un símbolo de la unidad humana. Y el relato tiene también resonancias de la fiesta judía de los Tabernáculos, en la cual acu­dirán a Jerusalén todas las naciones del mundo para reconocer al Hijo del hombre al final de los tiempos, cuando se establezca su reinado.

Yo anoto otro dato para una referencia futura. Lucas parece estar al tanto de que hubo dos acontecimientos separados en el tiempo por un nú­mero nada insignificante de días. Uno de ellos fue la crucifixión, que iba asociada con la fiesta judía de la Pascua. El otro fue la proclama de la resurrección de Jesús en la ciudad de Jerusalén; cosa que ocurrió algún tiempo después. Al colocar la historia de la venida del Espíritu Santo trans­curridos unos cincuenta días de la historia de la resurrección, Lucas parece estar enterado de que originariamente era un proceso con dos tramos.

Al identificar la efusión del Espíritu Santo con la fiesta judía de Pen­tecostés, Lucas incorporaba esa parte de su relato a una celebración judía, distinta de la Pascua. Si realmente Lucas hubiera sido un gentil, no se mostraría tan sorprendentem ente conocedor de las diferencias en­tre las diversas festividades judías. Ciertamente que no conoció la dife­rencia entre la presentación de Jesús en el templo y la purificación de María, que él fundió en un solo episodio (Le 2).

El don del Espíritu lo entendieron los cristianos como algo que lle­garía a través del Señor glorificado y exaltado a la diestra de Dios. En la primitiva tradición cristiana esa glorificación y exaltación a los cielos era la esencia de lo que por resurrección se entendía. Todo era una acción de Dios, vindicar y justificar a Jesús y su vida, levantándolo de la muerte y sentándolo a su derecha en el cielo. Cuando el espíritu de ese Jesús se entendió como el poder con el que los creyentes celebraban su presen­cia resucitada entre ellos, se pensó también que ese espíritu sería el don final de Jesús. En Mateo, el Espíritu [con mayúscula] ha sido presenta­do como una presencia permanente, que continuaba cuando Jesús fue exaltado al cielo.

Ahora, en Lucas, el Espíritu era un nuevo don de Dios, que vendría para inaugurar la misión de la Iglesia. Los discípulos tenían que aguar­dar una anticipación de ese don. Jerusalén era el lugar designado para la espera, pues dicha ciudad era el punto desde el que la misión de Cristo se lanzaría sobre el mundo. El recuerdo claro de Lucas y de la Iglesia primera era que la misión eclesiástica se proyectó desde Jerusalén algún tiempo después de la crucifixión. Lucas ha separado la resurrección, las

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apariciones, la ascensión y el don del Espíritu, y los ha distribuido a lo largo de más de cincuenta días. También puede haber existido aquí un recuerdo de que la misión se lanzó durante una fiesta regular judía, y él eligió la fiesta judía de Pentecostés y a los ojos de los cristianos la trans­formó para siempre en una celebración del aniversario de la Iglesia.

Mas el contenido del relato pentecostal de Lucas no encaja demasia­do bien con la festividad judía de Pentecostés. Pentecostés nada sabía de las naciones del mundo que se reúnen en Jerusalén para recibir el don del Espíritu o que forman entre sí una fraternidad sagrada, que trascien­de cualquier barrera conocida. ¿Eligió Lucas equivocadamente la fiesta? ¿Valoró adecuadamente que había pasado un tiempo importante entre crucifixión y misión? La necesidad de tener en cuenta ese tiempo pudo haberle inducido a llevar a cabo lo que nadie había hecho hasta enton­ces: separar la resurrección de la ascensión, cual si fuesen dos eventos diferentes, e insertar las apariciones en ese tiempo marco.

Me gustaría proponer otra posibilidad. Tal vez lo que estuvo separa­do efectivamente en el tiempo no fue la resurrección de la ascensión. Los primeros testimonios revelaban de hecho que no eran más que dos palabras diferentes, que se intercambiaban para describir una acción. Tal vez lo que estuvo separado por un período significativo de tiempo fueron la crucifixión y la resurrección. Tal vez hubo otras explicaciones de los tres días, el primer día de la semana y la tradición pascual. Tal vez lo que Lucas interpretó como el comienzo de la misión cristiana en Jeru­salén fue el momento en que los discípulos regresaron a la ciudad santa desde Galilea para proclamar a Cristo resucitado, ascendido al cielo y sentado a la derecha de Dios, convencidos como estaban por una expe­riencia galilaica. Tal vez el poder transformante del testimonio de aque­llos discípulos resucitados fue lo que indujo al pueblo a afirmar que ha­bían sido ganados por el Espíritu de Dios y lo que de hecho inauguró la misión de Cristo a todas las naciones, como recordaba Mateo, y sin te­ner en cuenta la lengua que hablaban, como sugería Lucas.

Conservamos en mente esas posibilidades, cuando continuamos in­vestigando el desarrollo de la tradición pascual en las Escrituras cris­tianas.

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8Juan: A veces primitivo, a veces

de un desarrollo elevado

El más difícil de fechar con precisión de los cuatro evangelios es el último, conocido como Evangelio según Juan. Es un libro que parece haber sido escrito a lo largo de muchos años; quizá incluso por estratos. De varios modos refleja una tradición primitiva y auténtica; y, por otra parte, refleja el largo desarrollo de una tradición. Muchos de sus discur­sos teológicos revelan un nivel de sofisticación, que sólo podía darse en un tiempo muy posterior a Marcos, Mateo y Lucas. Y simultáneamente algunos de sus pormenores específicos apuntan al recuerdo vivo de un testigo ocular y constituyen un reto al punto de vista dominante expre­sado en los evangelios sinópticos.

Esto es exactamente verdadero, cuando empezamos a evaluar la versión joánica de la resurrección. Este evangelio incluye unas descrip­ciones físicas, crudas y de tardío desarrollo, del cuerpo resucitado, que lo emparejan con Lucas, y aun lo llevan más allá, en su destreza para literalizar el relato pascual. Pero, en contraste con Lucas, este evangelio rehusó separar la resurrección de Jesús de la efusión del Espíritu Santo. El Cristo resucitado, dice este escritor, insufló sobre los discípulos en su primera aparición de resucitado el día de la Pascua de resurrección, y ellos recibieron el Espíritu Santo (Jn 20, 22). También está claro que resurrección y ascensión no estaban completamente separadas una de la otra en la tradición que Juan transmite, aunque la fisura puede verse ciertamente. En el cuarto evangelio, como en M ateo, el Señor resucita­do pero que todavía no ha ascendido al cielo sólo fue visto por las muje­res en el huerto; aunque en Juan la única que lo ve es María Magdalena.

En M ateo el grupo de mujeres se abrazó a los pies de Jesús resucita­do en gesto de adoración. En el relato de Juan, Jesús le dijo a María Magdalena que no lo retuviera, porque aún «no había subido al Padre»;

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y continuó: «Vete a mis hermanos y diles: “Voy a subir a mi Padre y a vuestro Padre; a mi Dios y a vuestro Dios”» (Jn 20,17). Juan no contó la historia de la ascensión de Jesús, pero la dio por sentada, porque la tar­de aquella en que Jesús se apareció a los discípulos ya había llegado a ser el Señor ascendido y glorificado, que ahora se manifestaba a los dis­cípulos. El relato de Juan reunía las tres dimensiones de resurrección, ascensión y don del Espíritu, de un modo que reflejaba una tradición más original y más primitiva que la que encontramos en Lucas.

Cuando Juan contaba las historias de las apariciones reales de Jesús resucitado eran, no obstante, las apariciones de alguien que pasaba a tra­vés de las puertas cerradas y al mismo tiempo presentaba sus manos llaga­das para su inspección física. En otro episodio, Juan puede incluso estar respondiendo a una tradición, conocida entre los judíos, según la cual un hortelano de nombre Judas habría retirado de hecho el cadáver de Jesús.1

Mientras que los evangelios sinópticos tendían a concentrar sus mo­tivos de duda e incredulidad en sus retratos de Pedro, el Evangelio de Juan, aun sin dejar de lado a Pedro, creó un nuevo marco narrativo con Tomás como incrédulo.

Los especialistas bíblicos convienen en su mayoría en que los estra­tos más antiguos de la tradición neotestamentaria nunca designan a Je­sús como «Dios». Así, en la tradición primitiva Dios era la fuente de la acción y Jesús alguien sobre quien Dios actuaba. La historia de Tomás representa más bien un material tardío. Juan ha introducido esa identi­dad entre Padre e Hijo en su prólogo. A través de ese texto lo declaró con toda claridad y franqueza utilizando el santo nombre de Dios, «Yo soy», que le fue revelado a Moisés en la zarza ardiente, y en la manera en que Jesús hablaba de sí mismo. Yo soy la resurrección, Yo soy el pan de vida. Yo soy la puerta. Yo soy la vid, y cuando veáis en lo alto al Hijo del hombre comprenderéis quién Soy yo.2

Ésas no son más que algunas de sus pretensiones. En este evangelio los indicios de una veta primitiva del material de resurrección se entre­tejen alrededor de un material teológico y legendario de desarrollo tar­dío, reflejando tal vez en la historia de la resurrección la misma estruc­tura estratificada que otros han observado en el resto del cuarto evangelio.

En qué difiere el relato joánico de la Pascua de resurrección

Una lectura completa del relato de Pascua de resurrección en el cuarto evangelio nos descubre los detalles siguientes. El marco del capí­

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tulo 20 es Jerusalén. Juan se une a Lucas para proclamar la primacía de la ciudad santa. Una buena parte de esa tradición jerosolimitana se cen­traba en la tumba, conviniendo una vez más con Lucas. El entierro de Jesús fue tratado en el Evangelio de Juan de una forma mucho más elaborada que en ninguno de los evangelios sinópticos; lo cual indica claramente la importancia del sepulcro. Juan también situó la resurrec­ción en el día primero de la semana. Tal ubicación se negaba en Marcos, se debatía en Mateo, pero se establecía en Lucas. En el relato de Juan, únicamente María Magdalena acudió al sepulcro; y, encontrándolo va­cío, no pensó en una resurrección sino en un robo del cadáver, casual o intencionado. María Magdalena llevó rápidam ente la noticia a Pedro y «al discípulo que Jesús amaba», permitiendo con ello al cuarto evange­lio introducir otro episodio acerca de alguien a quien consideraba m en­tor y héroe.

En este punto del Evangelio de Juan algunos comentaristas obser­van la superposición de dos relatos pascuales.3 El primero incluía todo el drama de María Magdalena, mientras que el segundo implicaba a Pe­dro y a Juan en la tumba. Tales comentaristas demuestran de forma convincente que los dos relatos estuvieron originariamente separados, habiéndose fusionado más tarde en la historia cristiana. La tradición posterior enlazó las dos historias mediante la información de María Magdalena a los discípulos y su regreso a la tumba.

Como quiera que sea, en este relato los dos discípulos acuden al sepulcro. Lucas había sido el primero en combinar los discípulos y la tumba. Juan mantuvo esa unión, y con ella continuó desarrollando la naturaleza física de la resurrección. Pedro y Juan observaron los lienzos funerarios en el sepulcro, cual si el cuerpo resucitado se hubiera des­prendido simplemente de los mismos. El sudario estaba doblado aparte, en el lugar donde debió de haber reposado la cabeza. El contraste con los detalles de la sepultura de Lázaro es manifiesto (Jn 11,44). El «otro» discípulo (es decir, Juan) entró después en el sepulcro, y el autor le o tor­ga el mérito de haber sido el primero en ver y en creer. Pedro puede haber sido el primero en llegar, y su jefatura estaba tan profundamente impresa en la memoria eclesiástica que no podía cuestionarse; pero la comunidad joánica, de la que surgieron los autores de este evangelio, de las cartas joánicas y del libro del Apocalipsis —todos los cuales llevan el nombre de Juan—, atribuyeron a su querido m entor el honor de haber sido el primero en creer, aunque esa fe parece que nunca se desplazó del discípulo amado a ningún otro, como el resto del evangelio deja claro.

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Peldaño a peldaño, el cuarto evangelio fue levantando al hombre conocido como el discípulo amado, cuya autoridad se quería que confi­riese fuerza a este evangelio. En dicha tradición, el discípulo amado era a todas luces Juan, el hijo de Zebedeo. Y es muy probable que sólo por la asociación de ese libro con Juan el de Zebedeo pudo un nuevo evan­gelio gozar tan rápidamente de autoridad. Marcos, de quien se dijo que había servido de intérprete a Pedro y cuyo evangelio apareció a los ojos de la Iglesia primera como revestido de la autoridad de Pedro, se acredi­tó como resultado directo de esa suposición. Tanto M ateo como Lucas consiguieron tal prestigio utilizando a Marcos en sus escritos. Ahora, ya por la décima década de la era cristiana, ese evangelio salió de las som­bras y cuestionó en numerosos pasajes la autoridad petrina de la tradi­ción de los sinópticos.

Jesús llegó a ser el Hijo de Dios en el bautismo con la bajada del Espíritu, había dicho Marcos. Jesús se convirtió en el Hijo de Dios en su concepción por obra del Espíritu, dijeron M ateo y Lucas. No fue así, dice ahora Juan. Jesús era el mismísimo Logos de Dios, preexistente al alumbramiento del tiempo, pero se encarnó y entró en la historia con Jesús de Nazaret. El Evangelio de Juan parece suponer que nacimiento natural y Palabra de Dios encarnada no son incompatibles; y así ese mismo evangelio llama a Jesús el hijo de José sin ningún sentimiento de contradicción (Jn 1, 45). Además, ese evangelio negó la tradición del nacimiento de Jesús en Belén a favor de Nazaret (Jn 1,46) e hizo cons­tar que la duración del ministerio público de Jesús fue de tres años, y no de uno, como se desprendía de M ateo, de Marcos y de Lucas.4 Juan sostenía que la Ultima Cena no fue la cena pascual sino una cena de Kibburah, el día antes de la Pascua, y que la crucifixión ocurrió el día en que se sacrificaba el cordero pascual (Jn 19,14). Juan trasladaba asimis­mo la purificación del templo de Jerusalén por obra de Jesús a la fase primera de su ministerio público (Jn 2,14 y ss.), en vez de convertirla en el mayor evento del ministerio de Jesús el día después de su entrada en la ciudad el Domingo de Ramos, cuando la situaban los tres sinópticos sin excepción.

Cuando este evangelio presentaba a Juan como el primer creyente, aun reconociendo que Pedro había sido el primero en entrar en el sepul­cro de Jesús, asestó el golpe de gracia final a la tradición joánica. En la misma línea, esa escuela de pensamiento presentaba a Juan como el úni­co de los doce que estuvo al pie de la cruz. Según este evangelio, Jesús confía su madre a Juan como el pariente más cercano. Sólo en el último

Las añrmaciones singulares de la comunidad joánica

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capítulo rehabilitaba a Pedro, aunque ahora los comentaristas en su mayoría creen que ese capítulo es un apéndice posterior, si bien de la misma comunidad configurada primordialmente por Juan el de Zebe- deo y quizá hasta del mismo autor que redactó el resto del evangelio.Y con un sentimiento de fascinación por la forma en que trabajaba su mente observamos al autor desarrollar los pormenores de la historia de la resurrección. Luego que Pedro y el discípulo amado abandonan el escenario, entra de nuevo la historia original de María Magdalena. Ma­ría regresó al sepulcro, todavía sola. Estaba llorando, como la plañidera principal. También ella se inclinó hacia la tumba; pero esta vez ya no vio los lienzos funerarios, como los habían visto los discípulos, sino a dos figuras angélicas, sentadas una a la cabecera y la otra a los pies de donde había estado depositado el cadáver. Siguió una conversación. «Mujer, ¿por qué estás llorando?» María no dio muestra alguna del miedo que habían sentido las mujeres en el sepulcro según los otros relatos. Y así respondió: «Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto».

Nótese el cambio del versículo 2: «el Señor» ha pasado a ser «mi Señor»; y el «no sabemos dónde lo han puesto» se trueca en «y no sé dónde lo han puesto». Se ha potenciado notablemente el elemento po­sesivo personal. María se volvió después, y esta vez vio a Jesús, aunque sin reconocerlo. Jesús reanudó la conversación empleando las mismas palabras que los ángeles habían utilizado, y que los exegetas relacionan con el hecho de que en la tradición las angelofanías desembocan simple­mente en cristofanías.5 «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?» Pen­sando que era el hortelano, María replicó: «Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo pusiste, y yo lo retiraré». Es una indicación notable, aun­que raras veces se ha observado, pese a que tal vez revela algo significa­tivo cuya memoria se había suprimido enteram ente para entonces en el movimiento cristiano, pero que la escuela joánica no había olvidado.

María Magdalena aparece por primera vez en este evangelio como la única mujer en el sepulcro. Primero, se la presentó como la jefa de las plañideras; después, aparecía como alguien con derechos sobre el cadá­ver, una acción conforme con las costumbres del pueblo judío, que re­servaban ese derecho al pariente más cercano. ¿Estaba sugiriendo Juan que fue un hecho real la relación romántica entre Jesús y María Mag­dalena, rum oreada a través de los siglos? ¿Estaba retratando a María como la esposa en tiempos de Jesús y ahora como su viuda? Constituye una especulación fascinante y, a mi entender, afirmativa de la vida, des­tacando de forma vigorosa e inocente el papel de las mujeres en el rela­to de la resurrección.6

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Jesús pronunció su nombre: «¡María!». Ella se volvió exclamando: «¡Rabboní!». Era ésta una forma diminutiva de tratam iento cariñoso, que realza el sentimiento de unión y afecto. El relato avanzaba con fuer­za. Se daba la razón de por qué María no podía retenerlo: «Todavía no he subido a mi Padre». El proceso de la glorificación de Jesús se inte­rrumpía momentáneamente para proporcionar a los lectores esa pers­pectiva conmovedora. María fue enviada entonces a llevar su segundo mensaje del día a los hermanos de Jesús. El mensaje era: «Estoy ascen­diendo».

En esas palabras descubrimos de nuevo la primacía del lenguaje de la ascensión, del lenguaje de la glorificación, del lenguaje de la exalta­ción, por encima del lenguaje que habla de la resurrección como de una resucitación de la vida sobre la tierra. Cuando alguien profundiza en los textos bíblicos, a menudo le aguardan muchas sorpresas. Tales sorpre­sas son particularmente notables si el lector de los textos está compro­metido con el punto de vista literalista, que los textos actuales de la Biblia no soportan.

La escena siguiente ocurre la tarde del día de Pascua. Los discípulos estaban reunidos. «El tem or de los judíos» los había inducido, según el texto, a cerrar las puertas. Pero eso no representó ninguna barrera para el Señor ascendido ni para su cuerpo glorificado. Milagrosamente apa­reció en pie en medio de la habitación. Pronunció una palabra de paz. Demostró su continuidad con Jesús de Nazaret mostrando las llagas de la crucifixión. En lo que debe de ser la atenuación clásica del tiempo transcurrido el texto declaraba: «Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor» (Jn 20,20). De nuevo pronunció Jesús la palabra shalom (paz). Habilitó a los discípulos para ser apóstoles, a los que enviaba como su Padre lo había enviado a él. Entonces insufló sobre ellos el aliento de Dios, el viento divino, la ruach, y recibieron el Espíritu Santo.

Superando la distancia de los años

El lenguaje de Juan retrocedía y avanzaba. A veces reflejaba la tra­dición primitiva de la glorificación, y otras veces apoyaba la presencia física, corporal y terrena de Jesús. Pero Juan no estaba completo. To­más, llamado «el Mellizo», pasaba ahora al centro del escenario. Por algún motivo no había estado presente el primer día de Pascua. Esto podía reflejar un recuerdo de que al alborear el día de Pascua los discí­pulos andaban todavía dispersos, y que sólo algunos de ellos se habían reunido; mas también refleja la situación de los cristianos del tiempo de

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Juan, que habían llegado entonces a la Iglesia. Tampoco ellos habían estado presentes en la primera Pascua de resurrección. Su vinculación con esta realidad pascual se realizaba a través de la palabra de un testigo digno de crédito. Y que sigue siendo el verdadero eslabón, mucho más de cuanto parecemos reconocerlo.

Entre la escritura del cuarto evangelio y el primer atisbo del alcance y significado de la Pascua se abría una sima de tal vez setenta años, en los que la palabra de un testigo fidedigno fue el único y tenue lazo. To­más surgía como un representante de quienes estaban a décadas de dis­tancia de los eventos fundacionales del cristianismo; y como represen­tante de usted y de mí. Los demás discípulos contaron su experiencia a Tomás; pero él no se dio por satisfecho. Deseaba una evidencia, unos datos empíricos y un texto probatorio infalible o una proclama autoriza­da. Sin eso, protestaba Tomás, «No creeré» (Jn 20, 25).

En este episodio Jesús se enfrentaba a los incrédulos, representados en la persona de Tomás. Su encuentro ocurrió «a los ocho días», según el texto. El escenario es casi el mismo de la aparición de la semana anterior. De nuevo estaban reunidos los discípulos. De nuevo estaban cerradas las puertas y una vez más ello no representó barrera alguna para el Señor ascendido al cielo. De nuevo se puso en medio de ellos deseándoles la shalom divina: «Paz a vosotros». Centró entonces su atención en Tomás y le invitó a que lo tocara y palpara, al tiempo que le decía: «No seas incrédulo, sino creyente». Tomás respondió con la afir­mación suprema, viendo el gran «Yo soy» en el Jesús ascendido: «¡Se­ñor mío y Dios mío!» son las palabras que Juan pone en boca de Tomás. Después, dirigiéndose a aquellos para quienes había sido escrito el Evangelio de Juan y a la generación todavía nonata, Jesús agregó: «¡Bienaventurados los que sin ver creyeron!» (Jn 20, 29).

La obra estaba terminada. Se añadió un resumen compendiado, de­clarando que Jesús había hecho ante los discípulos muchos otros signos, que no estaban registrados allí, y que los descritos lo habían sido para que los lectores creyeran que Jesús era el Mesías, el Cristo, el Hijo de Dios y para que, creyendo, recibieran el don de la vida abundante, pro­metido ya antes por Jesús en el mismo cuarto evangelio (Jn 10, 10).

Cuando nos disponemos a dar el texto por terminado, hete aquí un apéndice, de carácter joánico; pero que ciertamente no formaba parte del texto original, pese a su aire de autenticidad. En el capítulo 21 el escenario se traslada a Galilea, donde de nuevo hallamos confirmados algunos recuerdos de aquel primer contenido galilaico de la Pascua de resurrección, al que apuntaban varias de las fuentes primitivas. El mar­co es extraño. Los discípulos estaban en su casa, y al menos siete se

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hallaban juntos. Andaban recuperando los retazos de sus vidas. La at­mósfera no era ciertamente la de quienes ya se han encontrado con Cristo resucitado. Era un ambiente que recordaba más los días posterio­res a la ejecución de su maestro y antes de que hubiese alumbrado la importancia decisiva de la Pascua de resurrección.

Pedro y los demás decidieron regresar a su estilo de vida, anterior a su encuentro con Jesús, como pescadores en el lago de Galilea. En ese escenario se encuentran una vez más con Jesús resucitado, cuando el amanecer alborea sobre el lago. Jesús está de pie en la orilla. Los discí­pulos, todavía en el lago, no lo reconocen. Jesús, poniendo probable­mente las manos en forma de bocina para proyectar su voz a través del agua, les pregunta: «Muchachos, ¿no tenéis algo que comer?».

Resulta bastante extraño que Lucas nos haya dado una versión simi­lar de este episodio en su evangelio, aunque situándolo en la fase galilai­ca del ministerio terrenal de Jesús. Esto hace aún más sorprendente que el episodio haya sido hilvanado al relato joánico de la resurrección en Galilea, contribuyendo a que pareciera perfectamente secundario fren­te a la ubicación de la resurrección en Jerusalén.

Los temas del pasaje son todos, sin embargo, temas eclesiásticos. Pedro quedaba rehabilitado por vez primera. Tras haber reconocido al Señor, nadó hasta la orilla y por tres veces le confesó su amor y lealtad. La defección de Pedro había sido demasiado grave, demasiado real y demasiado genuina como para no ser tratada, sobre todo después de que Pedro se había convertido claramente en el personaje con autori­dad en la Iglesia desde el tiempo de la Pascua de resurrección hasta su muerte. Tal vez en este fragmento están los primeros vestigios narrati­vos de la afirmación de Pablo en la carta primera a los Corintios, según la cual Jesús se había aparecido primero a Pedro. Seguramente que la triple reconciliación, que correspondería a la triple negación, debió de ocurrir en el primer encuentro después de la resurrección, y no varios encuentros después, como parece sugerir ahora el orden joánico. La pri­macía de esta experiencia también parece garantizada por el fallo de Pedro en reconocer a Jesús. De haber visto antes, en Jerusalén, a Cristo resucitado, su reacción posterior en Galilea resultaría bastante extraña.

Dos tradiciones, separadas en el tiempo, parecen subyacer en la es­tructura de este episodio. Una giraba en torno a un episodio de pesca; la otra era una historia de banquete. Una y otra centradas en Pedro, y en ambas con algunas conexiones claras entre este relato y el relato ma- teano de Jesús caminando sobre el agua (Mt 14, 28-33), acerca del cual volveremos al ocuparnos directamente de Pedro.

El epílogo de Juan se cerraba con una nota interesante sobre las

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relaciones entre Pedro y Juan el de Zebedeo. Es obvio que los dos ha­bían muerto, cuando se escribió este relato. La muerte de Pedro había sido preanunciada (Jn 21,18 y ss.), y después se explicaba que Jesús no había prometido que Juan fuese a estar vivo cuando él regresase (Jn 21, 22). La expectación del inminente retorno del Señor ascendido a los cielos había empezado a enfriarse, y con ello el cristianismo iba evolu­cionando hacia algo que los primeros cristianos nunca habían presagia­do. El cristianismo estaba convirtiéndose en una fuerza institucional de la historia, un cuerpo con la misión de proclamar a Jesús y el perdón para todo el mundo. Lucas realizó esa transición de forma muy clara al escribir el libro de los Hechos de los Apóstoles.

Para cuando estuvo disponible el producto terminado del cuarto evangelio, expiraba el siglo i de la era cristiana. Habían pasado aproxi­madamente setenta años desde los sucesos de la crucifixión de Jesús, y casi cien desde su nacimiento. Hemos dejado que hablasen por sí mis­mos los libros que componen el Nuevo Testamento. Hemos intentado recorrer esos relatos tal como están escritos, situando en los mismos algunas de las formas con que cuentan su historia relativa a los sucesos de ese primer siglo. Sospecho que se trata de un cuadro distinto por completo del que tiene en su mente el fiel ordinario de la Iglesia, que celebra anualmente la Pascua escuchando sólo el fragmento del evange­lio que se lee cada día. He procurado ganarme los evangelios como mis aliados en mi intento de llegar, por debajo y más allá de las palabras, hasta la experiencia misma que esas palabras pretenden describir.

Si se trataba de la experiencia de un acontecimiento dentro de la historia, tuvo que localizarse en el tiempo. Cada día que nos aleja de ese tiempo contribuye a que el acontecimiento vaya perdiendo nitidez y fuerza. Mas si ese elemento pascual no constituyó una experiencia que pudiera conocer la gente que vivía de hecho en el tiempo y en la histo­ria, no se le podría atribuir una realidad. Pero quienes viven en el tiem­po y en la historia ¿pueden aprehender un elemento trascendente, in­temporal y eterno? ¿Puede una cosa ser real y no ocurrir en la historia? Ésta es la pregunta, creo yo, que deberían estar dispuestos a plantearse los cristianos devotos de su historia sagrada. Ésta es una posibilidad, cuya verdad deberían estar dispuestos a aprovechar los cristianos mo­dernos, incluyendo a quienes continúan entendiendo en un sentido lite­ral el elemento crucial de su historia de fe.

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9Un nuevo punto de partida

Por el camino real de las palabras acabamos de realizar el viaje que va desde el corazón de la historia cristiana hasta la época en que se completó el relato bíblico. Empezábamos por advertir de las limitacio­nes que contienen todas las palabras. Las palabras son los símbolos de comunicación, empleados por personas subjetivas, que intentan darse sentido e incorporar a su existencia las experiencias objetivas y externas de sus vidas. Ocurren unos eventos objetivos, pero la objetividad nunca perdura. El momento presente se difumina en el pasado, y la realidad objetiva se transforma en memoria subjetiva. La especie Homo sapiens siempre intentó contrarrestar ese débil apoyo que tenemos en la reali­dad objetiva. Nos hemos esforzado por congelar el pasado en unas viñe­tas que pudiéramos registrar y a través de las cuales pudiéramos entrar en contacto con algo de lo que llamamos nuestras raíces, para compro­bar que son profundas, estables e inmutables.

Una función primaria de cualquier liturgia religiosa es precisamente la de llevar a cabo ese tipo de unión con una verdad intemporal y eterna. Así, en los años que anuncian el amanecer del siglo xxi los judíos cele­bran la Pascua, que marca el momento definitivo de la historia en el culto de ese pueblo histórico. Con el acontecimiento marcado por la liturgia de la Pascua, hace unos tres mil quinientos años, esa tribu esca­pó de la esclavitud a la libertad. Sólo con el recuerdo de lo que fueron sobrevivirán en el futuro como una comunidad de fe y valores compar­tidos.

De manera parecida los cristianos se reúnen en el culto semanal, para adentrarse litúrgicamente en la historia definitoria de otro momen­to aprehendido y congelado: «El Señor Jesús, la noche en que era entre­gado, tomó pan, y después de recitar la acción de gracias, lo partió y

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dijo: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo, que es entregado por voso­tros. Haced esto en memoria mía”».

Otras tribus del mundo antiguo tuvieron historiadores orales, cuyo cometido era mantener la memoria de las historias de sus pueblos trans­mitidas oralmente, y guardarlas de la erosión, distorsión, olvido o error, de modo que pudieran mejorar el terrible fantasma de vivir únicamente en un mundo transitorio y subjetivo. Alex Halley revivió ese antiguo cometido en su libro Raíces, una novela vigorosa sobre la aparición de la esclavitud. El libro se convirtió en una epopeya con más fuerza aún que La cabaña del Tío Tom en la lucha humana por la justicia racial.

En nuestro mundo contemporáneo hemos dedicado enorme energía al desarrollo de una tecnología que nos permita congelar momentos de la historia en su pureza objetiva. La repetición instantánea de las imáge­nes es una forma laica de liturgia. Y como todas las liturgias persigue una congelación de la objetividad, de manera que no perdamos el con­tacto con la misma. La televisión, el cine, las cintas grabadas, las fo­tografías... se han convertido en instrumentos de nuestra obsesión por intentar detener el flujo constante que se desliza bajo nuestros pies, por aprehender, relacionar y utilizar una realidad objetiva que pueda pro­porcionarnos una nueva seguridad. Es una apasionada búsqueda hum a­na que nunca tendrá éxito.

John F. Kennedy, presidente de los Estados Unidos, fue asesinado en Dallas, Texas, el 22 de noviembre de 1963. Estuvo atendido y cubier­to, como lo están todos los jefes de Estado, por una panoplia completa de tecnología y expertos en grabación. Cada momento público de su vida fue filmado; cada palabra que pronunció en su cargo fue grabada.1 Así, en millones de televisores de todo el mundo pudo verse cientos de veces la película del desfile de Dallas y sus consecuencias. Todavía hoy, décadas después, revive para nuestras conciencias. Pese a lo cual, su realidad y lo que efectivamente ocurrió en Dallas aquel día continúan siendo objeto de debates tan encendidos como en los días inmediatos al magnicidio.

La subjetividad no es algo que pueda evitarse; ocurre más bien que la objetividad es un mito humano cultivado con esmero. Es un mito al que nos agarramos con la tenacidad y la desesperación con que se aga­rra el hombre o la mujer que cuelga sobre la hoya sin fondo de la sub­jetividad. Lo cual no significa aquí que se trate de una realidad no ob­jetiva; significa que ninguno de nosotros la poseerá para siempre. Es tal vez lo que realmente queremos dar a entender cuando decimos que he­mos de caminar en la fe. El tiempo es una corriente en movimiento perpetuo. Y nosotros somos criaturas del tiempo. Cada paso que damos

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en la vida nos abre una nueva perspectiva, y desde esa nueva perspecti­va todo es diferente. La teología es un ejercicio mental que practica la gente con dos pies. Es siempre móvil, nunca estática; siempre cambian­te, nunca fija, sin que la certeza y la seguridad puedan ser nunca sus objetivos. La integridad y la honestidad, que no la objetividad y la certe­za, son las virtudes supremas a las que puede aspirar la empresa teológica.

Desde esa perspectiva, todas las pretensiones humanas de poseer la objetividad, la certeza o la infalibilidad se revelan cual meros alegatos, tan débiles como lastimosos, de unas personas frenéticamente insegu­ras, que intentan vivir en una ilusión, porque la realidad se ha demostra­do demasiado difícil. La infalibilidad papal y la inerrancia bíblica son las dos versiones eclesiásticas de esa idolatría humana. Tanto la infalibili­dad pontificia como la inerrancia de la Biblia requieren una ignorancia amplia e indiscutida para m antener sus pretensiones de poder. Ambas están condenadas como alternativas viables para el futuro a largo plazo de cualquier persona.

Lo finito busca describir lo infinito

Lo que yo pretendo en este estudio es separar el elemento de la Pascua de resurrección de sus interpretaciones subjetivas. Pretendo afirmar la realidad de ese elemento, sin reclamar para ninguna de sus interpretaciones la posesión de objetividad. Tengo que utilizar palabras subjetivas, limitadas en el tiempo, distorsionadas. No tengo otra cosa a mi disposición. La función específica de las palabras es la de servirnos de vehículos para proyectarnos más allá de los límites de este mundo. Deseo que abramos ojos y mentes a la verdad trascendente y eterna que nos rodea; pero que sólo puede experimentarse cuando penetra en nuestro mundo subjetivo y transitorio. Esto es en definitiva toda revela­ción. Para adentrarnos en la esencia de la Pascua hemos de admitir la subjetividad de toda revelación, a la vez que afirmamos la realidad ob­jetiva de la fuente de revelación.

Si colocamos los relatos de la Pascua en un elemento objetivo, con­denaremos esa Pascua a la extinción. Las tentativas por aprehender ese elemento con palabras teológicas o con símbolos litúrgicos tan sólo con­ducen a la tiranía de los credos, o a las acciones hostiles y opresivas de quienes se proclaman a sí mismos verdaderos creyentes y que actúan cual si ellos solos poseyeran algo que se llama la verdadera fe. Se divier­ten con un juego eclesiástico irrelevante, denominado «Finjamos». Fin­jamos que poseemos la verdad objetiva de Dios en nuestras Escrituras,

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que no pueden contener error alguno, o en nuestras declaraciones infa­libles o en nuestras tradiciones apostólicas ininterrumpidas.

Mas si Pascua y resurrección son aspectos de una experiencia huma­na, intemporal pero siempre subjetiva, que rompe nuestras barreras ahora y siempre con revelaciones que cambian la manera de pensar y despiertan la conciencia, entonces podemos utilizar las palabras de nuestros antecesores en la fe para viajar hacia la experiencia, con la que sus vidas cambiaron. Viajamos con la esperanza de que alguna vez y en algún lugar podremos tocar en la subjetividad de nuestra experiencia aquella realidad, que también ellos parecen haber tocado.

Tal vez necesitamos recordar que nuestro objetivo último no es la objetividad, la certeza o la verdad racional. Es más bien la vida, la per­fección, una conciencia potenciada y un sentido expansivo de trascen­dencia. Nuestro objetivo es escapar a los límites, trascender las barreras, mantenernos en nuestra finitud mientras participamos del infinito. Por eso nos detenemos en torno a un elemento llamado Pascua o resurrec­ción, cuando alguna de esas cosas parece haber ocurrido. Tomamos los símbolos y las palabras de quienes intentaron captar ese momento y nos esforzamos por llevarlos más allá de nosotros mismos hasta la experien­cia de quienes buscaron su interpretación.

Hasta ahora hemos viajado a través de las que podríamos llamar palabras fundacionales, la tradición interpretativa y los primeros testi­monios. Y nuestra conclusión es simple. Las palabras no pueden ser objetivas, porque con demasiada frecuencia resultan contradictorias. En ciertos pasajes, las palabras empleadas para hablar de la Pascua de resurrección son legendarias, exageradas y, en ocasiones, hasta falsas. Esas palabras han sido dobladas y amoldadas al servicio de una agenda, que probablemente hemos perdido para siempre. Si nuestra meta era examinar las fuentes sagradas, que pretenden decirnos algo acerca de la verdad objetiva de nuestro momento fundacional, en tal caso habremos fracasado. Y el fracaso era predecible en un ciento por ciento. Tal em­presa estaba condenada. Permítaseme exponer este punto en un rápido compendio.

La imposibilidad de una consistencia

Estando al tenor literal de los textos bíblicos de los evangelios, ¿quién fue al sepulcro al amanecer del primer día de la semana?

Como no parece que Pablo supiera nada acerca de la tradición de la tumba vacía visitada por unas mujeres, nada dijo sobre ese tema concre­

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to. Marcos mencionó a María Magdalena, a María madre de Santiago y a Salomé como las primeras visitantes de la tumba el día de Pascua. Mateo únicamente nombró a «María Magdalena y la otra María». Lucas escribió que habían acudido María Magdalena, la otra María, Juana y algunas otras mujeres. Dado que tanto Mateo como Lucas al escribir sus relatos tuvieron el de Marcos ante sus ojos, debieron de tener noticia de la mujer llamada Salomé, que ambos eliminaron. Es probable que nin­guno de los dos escritores supiera nada de la tal Salomé, ni lo supieran aquellos a quienes preguntaron por la misma; así que M ateo la omitió sin más, y Lucas se cubrió las espaldas con la expresión tópica de «algu­nas otras mujeres». Juan, por su parte, afirmó que sólo María Magdale­na acudió al sepulcro.

Este atisbo de datos contradictorios no es terriblemente significati­vo; pero revela desde los mismos comienzos de nuestra búsqueda una falta de fiabilidad objetiva en los textos, que pretenden captar para no­sotros mediante palabras el momento más crucial de la historia de nues­tra fe. Y de una vez para siempre relativiza cualquier pretensión que pudiera ofrecerse bajo la bandera de una inerrancia bíblica. Pero esto no es más que el comienzo de las contradicciones.

¿Qué encontraron las mujeres en la tumba? Como Pablo ignora cualquier tradición de la tumba, su voz calla. Marcos dice que encontra­ron a un joven, vestido con vestiduras blancas y sentado al borde de la tumba. Mateo asegura que hallaron a un ángel del Señor, que había bajado del cielo en medio de un terrem oto y que había rodado la piedra de la entrada. Las saludó, sentado como estaba en la piedra recién re­movida. El «vestido de blanco» marciano se convierte en Mateo en un aspecto «como de relámpago» y sus vestiduras «blancas como la nieve». Está claro que aquí se deja sentir la hipérbole homilética.

Lucas, que tenía ante los ojos a Marcos y posiblemente también a Mateo, solucionó el conflicto. Un ángel en la tumba y otro sentado en la piedra hacen dos ángeles, concluyó Lucas; y así, en su relato dice que las mujeres se encontraron con dos ángeles, ambos deslumbrantes. Juan parece haber retrocedido y avanzado en el tema de los ángeles: uno solo es el que habla, pero María ve a dos, aunque únicamente cuando se inclina para mirar por segunda vez al sepulcro. En su primera visita al sepulcro María Magdalena no encontró más que la tumba vacía. Tal visión no le proporcionó ninguna esperanza, ningún sueño de la resu­rrección. Sólo significaba que algún grupo hostil, identificado como «ellos», se había llevado al Señor. Sólo en la segunda visita de María, tras haber informado de la tumba vacía a «Pedro y el otro discípulo», que acudieron al lugar y lo comprobaron por sus propios ojos, se encon-

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tró M ana con los ijiensajeros angélicos. Siguió una conversación y Juan pintó una especie de desaparición surrealista, cuando los ángeles fueron sustituidos por el propio Jesús, quien repitió la pregunta del ángel con las mismas palabras. ° a"Kcl con

Cabría sostener que a través de los años el recuerdo se fue agrandan do y pasó del joven vestido de blanco, de Marcos, al ángel deslum hran^ del Señor, de Mateo, a los dos ángeles lucanos y a los d£ n g 2 d Juan, que acaban transfigurándose en el mismo Jesús. Y uno se n r e l n ta dónde está la objetividad en ese relato migratorio, que recoge d e ta ' lies legendarios a rfledida que pasa el tiempo.

¿Vieron las m ujeres al Señor resucitado en el huerto ese primer día de la semana? M arcos dice que no, Mateo que sí, Lucas que no y Juan que no de prim eras, aunque María Magdalena lo vio en la visita subsi guíente. Como yo creo que los detalles milagrosos y sorprendentes" siempre han sido añadidos y rara vez, o nunca, eliminados diría que originariamente ese dato de la visita de las mujeres al sepulcro no estaba relacionado con una proclama o experiencia de resurrección fue algo d i f e r e n t e . s o b r e esta idea un poco ^

El Cristo resu citad o ¿d ón d e se mostró vivo a sus discípulos? Segu ramente que un hecho tan profundo y tan vitalmente decisivo debió de recordarlo la Ig les ia primitiva con toda precisión. Pero, ay el informe escrito no revela tal certeza. Iorme

Pablo no ubica ninguna aparición de Jesús ni en el tiempo ni en el espacio, tan sólo proclama que la aparición de Jesús a él (Saulo) fue «la ultima de todas». Resulta desconcertante comprobar que Pablo no na rece conocer nada de su propia experiencia de conversión en el m de Damasco Tales detalles ,„s creri para é, Lucas, J á s i ^ f n c Ó Z T s después de la m uerte del Apóstol. Si - c o m o algunos comentaristas sos tienen— la carta segunda a los Corintios (2 Cor 12 1-1 m irelato autobiográfico de Pablo sobre su experiencia de la resurrección habremos de anotar que está presentada como una visión fuera del tiem po y del espacio, como una experiencia irracional, no objetiva ni mensu rabie, una experiencia fuera del cuerpo. Si tal conexión pudiera estable cerse. tendríamos en ese relato el informe más antiguo y en primera persona de cómo se le aparecía la Pascua de resurrección a un salto del siglo i. Yo desconfié de todas las tentativas posteriores por objetivar la tumba vacia o por convertir en una realidad física el cuerpo resucitado

Marcos tampoco refirió ninguna aparición resurreccional; pero ind i' có que tal encuentro había tenido lugar y que había ocurrido en Galilea pues fue a Galilea adonde debían dirigirse los discípulos según le di ’ jeron las mujeres Vor encargo del mensajero. Después de una pausa

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desmañada en el huerto, con las mujeres abrazadas a los pies de Jesús, Mateo únicamente refirió un relato de aparición de Cristo resucitado a sus discípulos. Ocurrió según él en Galilea, sobre la cima de una m onta­ña, y su contenido había sido un encargo; dato este que seguramente no puede ser original. La gente dispersa tiene que ser reunida antes de que se le encargue una misión específica. La localización de Mateo puede ser exacta; pero el contenido del episodio presenta un elevado desarro­llo, y refleja un marco de referencia teológico muy posterior al período que siguió de inmediato a la Pascua de resurrección. En cualquier caso, Mateo lo sitúa claramente en la campiña galilaica.

Lucas negó expresamente la tradición galilea. La negación se inició —como ya queda anotado— en el mensaje del dueto angélico, que Lu­cas colocó en la tumba. Y prosiguió su supresión activa de la tradición galilaica en la conversación final, que Jesús tuvo con sus discípulos antes de ascender a los cielos, como cuenta el libro de los Hechos de los Após­toles: «Les ordenó que no salieran de Jerusalén, sino que esperaran la promesa del Padre “de la que me habéis oído hablar; porque Juan bauti­zó con agua, pero vosotros seréis bautizados en Espíritu Santo dentro de no muchos días”» (Act 1,4-5). Lucas insistió en ubicar cada aparición del resucitado o en Jerusalén o en sus alrededores, pues la aldea de Emaús parece haber estado en las cercanías de la ciudad santa, en di­rección a Betania. Esos textos revelan que dos generaciones después de los primeros apóstoles, como máximo, la comunidad cristiana ya no es­taba de acuerdo sobre dónde había tenido lugar el elemento fundacio­nal para la vida comunitaria. ¿Dónde está la realidad? ¿Dónde la ob­jetividad y la verdad?

El cuarto evangelio no ayuda. Juan situó la primera experiencia re- surreccional de los discípulos en Jerusalén, en una habitación segura, tal vez la estancia superior en que se había celebrado la Última Cena. Di­cho local lo utilizó dos veces, separadas por un período de tiempo de una semana, para ofrecernos sus relatos con la ausencia y luego con la presencia de Tomás. Se agregó luego un apéndice, indicando que mu­cho después ocurrieron otras apariciones del resucitado en Galilea y junto al lago, adonde los discípulos se habían retirado para vivir juntos tras su experiencia con Jesús. La objetividad y la historia palidecen y los detalles se hunden en una atmósfera de oscuridad y misterio sobre dón­de ocurrió de hecho la experiencia de la resurrección.

¿Cuándo se apareció el Señor resucitado? ¿Cuál es la precisión del «día tercero», que resuena a lo largo de la historia en los credos cristia­nos? Partiendo de los textos sagrados del Nuevo Testam ento como prueba, nuestra respuesta no será demasiado precisa, como intentaré

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demostrar en el capítulo 17. Por ahora, bástenos observar que los pro­pios textos resurreccionistas no concuerdan en esa respuesta. ¿Cesaron las apariciones del resucitado al cabo de cuarenta días, como sugería Lucas, o continuaron lo bastante como para incluir la conversión de Pablo, que él contó? Si se incluye a Pablo en la lista primera, quiere decirse, de acuerdo con la mayoría de los historiadores, que el período de las apariciones de la resurrección se prolongó de uno a seis años.

¿Cómo se relacionan en los textos evangélicos los acontecimientos, que ahora llamamos resurrección, ascensión y Pentecostés? ¿Cuál es la principal? Históricamente, en la vida litúrgica de la Iglesia, la resurrec­ción se concibe como el acontecimiento primordial y más poderoso, y la Pascua de resurrección, en consecuencia, como la práctica más impor­tante. La ascensión ha sido relegada a un jueves en la práctica del año litúrgico, y Pentecostés se sitúa ahora, al menos en el hemisferio norte, a finales de la primavera o comienzos del verano.

Dado que la ascensión es difícil de entender en la era espacial y que el Espíritu Santo lo es en cualquier tiempo, ambas celebraciones han carecido de un desarrollo e historia consistentes. En el hemisferio bo­real, la celebración litúrgica de la resurrección de Jesús no cae por azar en el tiempo en que la madre tierra caliente, fecundada con las semillas del otoño precedente y fertilizada con las lluvias del cielo —que en el mundo antiguo se consideraban como el semen divino—, empieza a echar los brotes de una vida nueva, enlazando esos símbolos del renaci­miento de la naturaleza con la resurrección en la psique humana, que configura y determina el contenido de dicha celebración. La palabra inglesa Easter es una palabra pagana, que simplemente significa «prima­vera», aunque luego se adoptó para designar la Pascua judeocristiana. La resurrección de Jesús se celebra ahora con huevos, conejitos (roedo­res altamente prolíficos), flores primaverales, vestidos nuevos y proce­siones y desfiles que exaltan la llegada del despertar de la naturaleza. Pero ¿algo de todo eso es histórica o bíblicamente exacto? Por ahora lo único que nos importa anotar es que los mismos evangelios no concuer­dan en el orden, y que la Iglesia ha seguido de hecho el orden de Lucas, que ningún otro evangelio confirma.

La superficialidad de unas mediciones «objetivas»

En este viaje a través del Nuevo Testam ento he procurado que se escuche el episodio de la Pascua de resurrección tal como lo ha conser­vado cada uno de los escritores. Si mentalmente retenemos a la vez to­

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das sus versiones, descubriremos que todo cuanto sabemos por la Biblia acerca de la Pascua de resurrección es un testimonio inconsistente, con­tradictorio y con datos que se excluyen mutuamente. Paso a paso, he ido rastreando su desarrollo desde los escritos paulinos en la sexta década del siglo i hasta la aparición del cuarto evangelio como obra terminada en la década décima del mismo siglo. He dejado que las mismas Escritu­ras borrasen las tradicionales pretensiones eclesiásticas de que la fe cris­tiana continúa siendo una historia objetiva, una realidad física, una au­toridad infalible o una inerrancia de los textos bíblicos.

He despertado temores y sospecho que he desatado la cólera de quienes, sin entender, han revestido su fe de un literalismo que acaba por no ser fiable. En sus mentes, la fe con la que viven o ha de rechazar este estudio o morirá. Están en lo cierto. Una visión literalista de los relatos neotestamentarios de la resurrección no puede sustentarse. El recurso más viejo de los seres humanos frente a un mensaje que consi­deran inaceptable es el de atacar al mensajero. Eso es lo que se hará en las reseñas fundamentalistas de este libro, en los pulpitos fundamenta- listas y en las aulas protestantes conservadoras. Pero no está en mi mano desenmascarar lo inadecuado de su comprensión del cristianismo. Yo soy simplemente el comunicador. El desenmascaramiento ha llega­do de los especialistas romano-católicos, protestantes y judíos por igual, quienes habiéndose ocupado de las fuentes de nuestro episodio de fe han puesto de manifiesto la insuficiencia literal de las fuentes para sos­tener el peso que los cristianos han asignado en general a tales textos.

Surge una conclusión obvia. Una religión institucionalizada en ge­neral, y un cristianismo institucionalizado en particular, se encuentran en una dificultad grave. Ésa ha sido la valoración general de nuestra sociedad desde hace varias décadas. Las estructuras de la Iglesia procu­ran hacer frente a ese reto estrechando su enfoque; lo cual sólo tiene el efecto de aum entar el calor, pero no la luz. Y crea también una ilusión momentánea haciendo creer que todo va bien. Eso no perdurará. Un cristianismo que intenta literalizar su historia está condenado; pero en su mayoría los cristianos parecen creer que un cristianismo que no tenga ningún punto de referencia literal, también está condenado. En las pági­nas que siguen espero contrarrestar esa persuasión, cuando vuelva a examinar otras formas de ver la Pascua de resurrección.

Para mí, «Jesús es el Señor». Jesús es mi camino para adentrarm e en la experiencia de Dios, y la historia de la Pascua de resurrección es la historia de ese punto de entrada. Para mí, la Pascua de resurrección es eterna, subjetiva, mitológica, no-histórica y no-física. Pero esa Pascua de resurrección es también algo real para mí. ¿Cómo algo real puede ser

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no-físico, no-histórico? Los términos, habitualmente contrapuestos, de espiritual y físico, histórico y no-histórico, objetivo y subjetivo, son en mi opinión demasiado hueros y superficiales como para llevar la carga que yo pienso imponerles.

Tengo ahora el propósito de invertir el proceso empleado hasta aquí en este libro, y de iniciar un viaje de retorno en el tiempo. Al analizar y eliminar allí unos detalles y recoger aquí otros intentaré penetrar en el misterio de la Pascua de resurrección, que subyace setenta años antes de Juan y veinte años antes de Pablo. En ese punto espero que mis lectores y yo podamos encontrar al Señor vivo, que reclama nuestra adoración. Esta reconstrucción no será completa. Ni eliminará todas las cuestiones. Liberará, no obstante, la imaginación para avanzar en nuevas direccio­nes y señalará pistas, capaces de evocar posibilidades nuevas.

Exploro este territorio como un cristiano creyente, que no desea li- teralizar los detalles de su historia de fe. Lo hago también como alguien que suspira por una Iglesia viva, vibrante, reformada, no a la defensiva y empeñada en defender lo indefendible; una Iglesia capaz de nuevo de verse a sí misma como la comunidad a través de la cual se pueda conocer a Dios y Jesús pueda ser reconocido y adorado como

Dios de Dios, luz de luz,Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre, por quien fueron hechas todas las cosas.2

¿Es esto un sueño imposible, audaz y hasta arrogante? Probable­mente. Pero yo os invito a seguir leyendo.

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Tercera parte

Imágenes interpretativas

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Las primeras imágenes interpretativas

Ninguna idea surge del vacío ni jamás se interpreta fuera de su mo­mento histórico. Ese momento, que nosotros los cristianos llamamos Pascua de resurrección, fue una experiencia que algunas personas del siglo i tuvieron de alguna forma con la vida de un hombre judío coetá­neo, llamado Jesús de Nazaret. En ninguna parte se consignó por escrito una descripción de esa experiencia efectiva. Sólo tenemos unos relatos, unos símbolos o credos y un folclore, que interpretan la experiencia en cuestión y que describen los efectos del momento de la Pascua. Jesús fue crucificado, murió y fue sepultado. Después creció el convencimien­to de que Dios lo había resucitado de alguna manera de la muerte. Más allá de esas afirmaciones básicas, que fueron hechas con enorme vigor, cada uno de los detalles se cuestiona incluso en la misma Biblia.

Sin pretender juzgar en este punto de mi historia la verdad o la exac­titud de la afirmación de la Pascua, quiero analizar el concepto de resu­rrección, o vida después de la muerte, en la sociedad judía, de modo que podamos entender las imágenes y los conceptos con los que llegó a en­tenderse la mentada experiencia, cualquiera que fuese.

La visión judía de la vida después de la muerte

El concepto de una vida después de la muerte no se popularizó entre los judíos hasta una época muy tardía de su historia nacional. El gran cambio se operó entre los años 350 a.e.c. y 50 e.c. La vida después de la muerte tiene todavía resonancias de novedad en los comienzos de la era común, siendo objeto de muchas discusiones. Los polos opuestos de la disputa estaban representados por los fariseos, que afirmaban la vida

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después de la muerte, y los saduceos que la negaban. Ciertamente que el peso del testimonio bíblico por aquella época estaba del lado saduceo. El relato de la creación era muy concreto. Cuando la familia humana fue arrojada del paraíso, dijo el Señor Dios: «Comerás el pan con el sudor de tu rostro hasta que vuelvas a la tierra, de la que fuiste tomado; porque polvo eres y al polvo volverás» (Gén 3, 19). Hemos de admitir que ahí no hay nada realmente eterno.

En el acontecimiento de la creación, la néphesh, «aliento» de Dios, dio vida al ser humano. Éste no era una criatura con un alma inmortal; más bien era una criatura con un cuerpo animado. La tradición hebrea más antigua sugería que, cuando un hombre muere, el aliento de Dios retornaba a su fuente, y el cuerpo desaparecía en el polvo del suelo.

El primer texto en las Escrituras hebreas, que parece afirmar una cierta forma de supervivencia después de la muerte, se encuentra en1 Samuel, en el relato en que el rey Saúl acude a visitar a la adivina de Endor (1 Sam 28,3-25). Saúl rogó a la pitonisa que le ayudase a consul­tar con Samuel, el profeta muerto. El reinado de Saúl se fecha hacia finales del siglo xi; pero el libro de Samuel, que contiene ese relato, probablemente no se escribió hasta cincuenta o cien años después. Po­ner una fecha a este concepto de vida después de la muerte no es fácil por lo mismo, aunque parece que debió de ser muy pronto. En el pasaje mentado, a Samuel se le llama de alguna forma a la vida. En el retrato que de él se hace aparece como reconocible, capaz de recordar el pa­sado y de ver el futuro, y posee una cierta capacidad para regresar a la tierra, en la que había sido evocado por la médium.

El relato en cuestión presenta una imagen inusual y rara entre los hebreos. Los testimonios arqueológicos de tumbas hebreas en los siglos i x - v i i i a.e.c. atestiguan que algún tipo de creencia en la supervivencia después de la muerte se daba entre aquella gente. Al menos sepultaban a sus muertos con platos, vasos, joyas y armas de guerra.1 Pero esa prác­tica cúltica parece haber pertenecido al mundo hebreo más primitivo y fue combatida vigorosamente por la tradición religiosa yahvista de ca­rácter más progresista, que tuvo sus orígenes en Moisés. Más aún, tales creencias y costumbres estaban prohibidas precisamente cuando Saúl solicitó la ayuda de la adivina de Endor, como revela claramente el tex­to del libro de Samuel. El profeta Isaías se refería a esa prohibición cuando escribía: «Y seguramente os dicen: “Consultad a agoreros y adi­vinos que bisbisean y susurran”. ¿No consulta un pueblo a sus dioses y acerca de los vivos a los muertos?» (Is 8, 19).

En el siglo vn, no obstante, esas vagas referencias a la vida después de la muerte empiezan a cuajar en torno a la presunta existencia de una

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región, que acabó llamándose sheol. El sheol era un país de sombras, polvo y tinieblas. Se concebía también como fuera del campo de acción de Yahvéh. El sheol era la morada común de los muertos. Entre la gente no había ningún deseo de ir al sheol, en él no había recompensa alguna y nadie regresaba del mismo. El sheol no tenía de hecho ningún objetivo real. Cuando se pensó en localizarlo, prevaleció la idea de que estaba en el centro de la tierra. El sheol era como una fosa sin fondo, que devora­ba la vida, en analogía con un monstruo que abre sus fauces (Is 5,14) y nunca se sacia (Heb 2, 5; Prov 27, 20).

Cuando el pueblo hebreo marchó al destierro en los primeros años del siglo vi, su concepto de la omnipresencia de Dios hubo de ensan­charse. Como la mayoría de los pueblos antiguos, concebían a Dios como contenido dentro exclusivamente de las fronteras de su nación e interesado únicamente en los asuntos que concernían a sus tribus. D u­rante la cautividad de Judá en tierras de Babilonia, esa idea tenía que morir o desarrollarse. Se desarrolló. Así, el salmista posterior al des­tierro babilónico pudo escribir sobre una deidad universal: «¿Adonde escaparía de tu aliento? ¿Adonde podría huir de tu mirada? Si subiera a los cielos, allí estás; si bajara al sheol, allí estás presente. Aunque me alce en las alas de la aurora o me instale al extremo de los mares, aun entonces tu mano me conduce y tu diestra me retiene» (Sal 139, 7-10).

Después del exilio babilónico ni siquiera el sheol queda al margen de la acción de Dios; y ése fue un cambio de cierto alcance. En la época en que se compiló el libro postexílico de Proverbios, el fuego y el sheol empezaron a aparecer juntos (Prov 30,16); pero como ese texto está en uno de los apéndices del libro, resulta difícil de datar con precisión.

Estas primeras referencias no contienen alusiones a temas como la justicia, la recompensa y el castigo en la vida después de la muerte, debi­do en parte a que tales temas exigen un claro concepto de la conciencia individual. Y en la sociedad hebrea de la época no existía un claro con­cepto del individuo. La unidad básica de la sociedad era la tribu, no el individuo. El juicio de Dios, su justicia, recompensa y castigo apuntaban al pueblo entero, no a la persona individual. Ése fue el mensaje perenne de los profetas. Israel fue derrotado o desterrado porque la nación no había sido fiel. A veces, en la crónica de la historia nacional de Israel un acto pecaminoso redundaba en la ejecución de una familia o de un clan, si es que no padecía el castigo la nación entera (Jos 7, 16 y ss.).

El individualismo emergió en Israel como un concepto viable sólo en el siglo vn a.e.c.; pero no llegó a ser una idea dominante hasta des­pués del destierro de Babilonia. Puede verse, no obstante, en textos como éste: «No serán muertos los padres por causa de los hijos; ni los hijos

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por causa de los padres; cada cual morirá por su propio pecado» (Dt 24, 16). Una idea parecida se encuentra en los profetas Jeremías (31, 29) y Ezequiel (18,2-30), autores que vivieron y escribieron poco antes del des­tierro o a comienzos del período exílico de la historia de Israel.

Hay que pensar, sin embargo, que ninguna idea grande se desarrolla de un modo rectilíneo; y el concepto de vida después de la muerte cier­tamente que no tuvo un avance uniforme en la historia del pueblo he­breo. A menudo la experiencia derivada de un episodio menor en la vida de una generación daba pie a la generación siguiente para alcanzar un nuevo consenso. Tal vez debido al hecho palmario de que después de la muerte los huesos duran más que los tejidos blandos del cuerpo, los hebreos les dieron una importancia especial. Cuando Ezequiel quiso re­tratar un futuro de vida para su nación postrada y desterrada, habló del viento, de la ruach, de Dios soplando sobre el valle de huesos secos, hasta que revivieron en una especie de resurrección de la nación-estado. Esa visión contribuyó a reforzar el lazo entre el aliento de una persona y la ruach de Dios, a la vez que creaba una imagen que algún día iba a florecer en el concepto de una resurrección corporal.

Entre los escritos hebreos hubo otra tradición minoritaria que tendría amplia influencia. Hay en la historia hebrea tres personajes cuyas vidas, según se decía, habían tenido finales misteriosos. El primero de esos per­sonajes fue Enoc, a quien se identificó como el padre de Matusalén, y sobre quien el texto sagrado decía: «Caminó Enoc con Dios y desapare­ció, porque se lo llevó Dios» (Gén 5, 24). El segundo personaje fue Moi­sés, del que se dice que murió y fue enterrado por Dios, «pero nadie hasta hoy sabe dónde está su tumba» (Dt 34, 6). El personaje tercero es el profeta Elias, acerca del cual se dijo que cuando caminaba con Elíseo «apareció un carro de fuego, con caballos también de fuego, que se inter­puso entre los dos; y Elias subió al cielo en un torbellino» (2 Re 2, 11).

En este punto es difícil decir lo que se pretendía con el relato de esos tres episodios, cuando se escribieron originariamente; pero es fácil rela­tar lo que esas tres vidas empezaron a significar en el folclore judío. Había ahí un testimonio escriturístico de que algunas personas extraor­dinarias. muy pocas, podían llevar una vida tan recta, tan santa y tan agradable a Dios, que de alguna manera eran invitadas a entrar en el reino de Dios sin tener que pasar por la senda de la muerte. Era una idea marginal cuando empezó a mencionarse en el texto bíblico de cada uno de los episodios. Pero esa idea ejerció una enorme autoridad al tiempo en que la literatura apocalíptica judía se impuso, dos siglos antes del nacimiento de Jesús. Enoc fue el nombre que se dio a una obra muy popular del siglo i a.e.c. Dicha literatura apocalíptica contribuyó no­

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tablemente a configurar las imágenes judías de la vida después de la muerte. A Elias y Moisés se les presentaba, al menos en los tres evange­lios sinópticos, como capaces de aparecer desde el cielo en visiones lu­minosas, que a mí me parecen configurar los tardíos relatos cristianos sobre las apariciones pospascuales de Jesús. Por ello registro aquí esas tres figuras casi por derecho propio, con la promesa de volver más ade­lante sobre las mismas con mayor detalle.

El concepto de justicia entra en la ¡dea de vida después de la muerte

La historia judía después del destierro de Babilonia se demostró muy tormentosa. Las migraciones de retorno a la patria se iniciaron en los últimos años del siglo vi y continuaron hasta bien entrado el siglo iv. Nunca, sin embargo, consiguieron los judíos restablecer su independen­cia nacional de una manera efectiva y durante un número largo de años. Persas, medos, macedonios y romanos ejercieron su autoridad y su po­der sobre aquel pueblo sacrificado. Hubo sólo un breve intervalo de años en que consiguió algo parecido a la independencia, bajo el gobierno de los Macabeos, de la dinastía de los asmoneos. Se hicieron muchos esfuerzos por reprimir la vida religiosa del pueblo judío; represión que analizaremos más pormenorizadamente.

Permítaseme ahora, de cara a mis objetivos, consignar simplemente que tales persecuciones crearon mártires; y los mártires alimentaron las imaginaciones y fantasías del pueblo. Y sobre todo, se trataba de márti­res fieles a Dios, fieles a la forma de adoración de los judíos, que fueron ejecutados por los enemigos de los judíos, y consecuentemente por los enemigos de Dios. Aquellos mártires empezaron a forjar el tema de la justicia dentro del concepto judío de vida después de la muerte. El que un muchacho judío, valiente y temeroso de Dios, fuera solicitado por sus enemigos poniéndolo en la alternativa de blasfemar el nombre de Dios o perder la vida, y eligiera ser fiel y perdiera la vida, ¿no constituía un recurso a la justicia? ¿Compensaría Dios en algún lugar las escalas del mal? Éste llegó a ser un tema candente en una nación que según parece estuvo siempre bajo el dominio de otra nación. Los escritos apo­calípticos acerca del fin del mundo, el juicio final y la recompensa de los justos proliferaron para dar respuesta a esas cuestiones. Y fue a tra­vés de esa amarga historia como la recompensa después de la muerte para quienes habían sido fieles a Dios empezó a popularizarse en gran manera.

Esa misma historia dolorosa creó una amplia expectación mesiánica,

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según la cual surgirían un nuevo Moisés o un nuevo David o un nuevo Elias, que restablecerían la prosperidad judía, derrotarían a los enemi­gos de su pueblo e inaugurarían el reino de Dios. Muchas de esas ideas las encontramos en los relatos evangélicos según fueron incorporándose a la historia de Jesús de Nazaret.

Aquí deseo analizar las primeras imágenes con las que se interpretó a Jesús. Necesito establecer en primer lugar que pocas de tales imágenes estuvieron tan separadas como algunos eruditos se esfuerzan ahora por imaginar, según parece. Las presento en forma un tanto separada y dis­tinta, aun sabiendo que tienden a desarrollarse conjuntamente.

La imagen del profeta/mártir

Edward Schillebeeckx se esfuerza por identificar la primera imagen pospascual vinculada a Jesús de Nazaret bajo el título de profeta/m ár­tir.2 Encuentra los primeros ecos de esta imagen entre los primitivos cristianos judíos, de habla aramea, quienes creían que Jesús había sido muerto por elementos saduceos del sacerdocio del templo; aquellos que más abiertam ente colaboraban con las potencias extranjeras y que, por lo mismo, más comprometían la integridad de la religión judía. Para Schillebeeckx, el tema latente bajo esa explicación primitiva es «Jerusa­lén», sinónimo de la autoridad religiosa establecida, que históricamente había sido «la asesina de los profetas». Schillebeeckx separa algunos textos, que atribuye a la «Q community»,3 y por tanto al estrato más primitivo de los materiales cristianos escritos, en apoyo de su causa. Ma­teo había puesto en boca de Jesús el lamento por los líderes religiosos, que levantaban monumentos a los profetas de la antigüedad, mientras perseguían, mataban y crucificaban a los profetas actuales (Mt 23, 29- 36). El versículo lo incluye también Lucas, aunque con un lenguaje algo más moderado y eliminando el verbo crucificar (Le 13, 34-35).

M ateo citaba además una sentencia de Jesús, «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise congregar a tus hijos como la gallina a sus polluelos bajo sus alas, y tú no quisiste!» (Mt 23, 37). La sentencia la repite Lucas casi literalmente (Le 13, 34). Los evangelios también presentaban a Jesús sabedor de la tradición profética y consciente de que no moriría fuera de Jerusalén (Le 13,33). Si alguien quiso cuestionar el liderazgo religio­so del pueblo judío, tuvo que hacerlo en Jerusalén. Jerusalén era el lu­gar apropiado y, como se expondrá en el relato, estaba claro que el tiempo apropiado era asimismo la fiesta de Pascua.

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Detrás de esta idea había una larga historia. La destrucción del reino del Norte o de Israel a manos de los asirios en 721 a.e.c. se vio como el cumplimiento de las advertencias de los profetas. Desde Elias en ade­lante, los profetas habían amonestado a la nación del peligro inherente a la apostasía; pero en vano. Los dirigentes de Israel, tanto el rey como los sacerdotes, habían desterrado al profeta Amós y se habían negado a escuchar a Oseas; y en consecuencia, decían los profetas, la historia de la nación quedó rota por el castigo merecido. Ésa fue la interpretación profética de la mayor parte de la historia hebrea. Pero los profetas siem­pre estuvieron al margen de la autoridad religiosa constituida. Surgía un profeta por la llamada directa de Dios, no con la autoridad legitimadora del sacerdocio oficial. Siempre persistió una tensión, y en ocasiones has­ta una guerra, entre el sacerdocio del templo y las voces proféticas.

Esa vieja tensión, argumenta Schillebeeckx, influyó en la interpreta­ción más antigua de la vida, muerte y resurrección de Jesús. Su muerte la facilitó aquel sacerdocio; pero Dios lo reivindicó levantándolo hasta su presencia. El mensaje de Jesús quedaba refrendado con la proclama de que Dios estaba del lado del profeta y no del lado del sacerdocio; un concepto revolucionario desde la perspectiva sacerdotal. Al ser resuci­tado por Dios significaba que Jesús estaba en lo cierto, mientras que los líderes religiosos estaban en el error. Era fácil, por consiguiente, en­tender por qué las autoridades oficiales del templo no se impresionaron por aquellas pretensiones cristianas.

Schillebeeckx descubre este tema una y otra vez en los sermones que atribuye a Pedro el libro de los Hechos. Sostiene que tales sermones fueron compuestos en la primitiva comunidad de cristianos judíos, que hablaban arameo, y Pedro formaba parte de aquella comunidad:

«Hombres de Israel... A Jesús de Nazaret, hombre acreditado por Dios ante vosotros con milagros, prodigios y señales que por él realizó Dios entre vosotros, como bien sabéis... a ese Jesús, crucificándolo por manos de paganos, lo quitasteis de en medio; pero Dios lo resucitó» (Act 2, 22-24).

«Sabed todos vosotros y todo el pueblo de Israel que, en el nombre de Jesús de Nazaret, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos...» (Act 4, 10).

«El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros disteis muerte colgándolo de una cruz. A ése lo ha exaltado Dios a su diestra como príncipe y salvador» (Act 5, 30-31).

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«Al cual incluso mataron colgándolo de un madero; pero Dios lo resucitó al tercer día y le concedió hacerse públicamente visible» (Act 10, 39b-40).

En estos textos descubre Schillebeeckx el estrato más primitivo del primer pensamiento cristiano, no sólo porque presentan a Jesús como profeta, m ártir y héroe, cuya justicia le granjeó la legitimación por parte de Dios frente a su condena por parte de los dirigentes religiosos, sino porque no contienen ningún elemento salvífico. Ésa es una idea que todavía no ha emergido. Es decir, que su muerte y el haber sido resu­citado por Dios no afectaban todavía a nadie más. Dios resucitó a Jesús para mantener las escalas y exigencias de la justicia. Ésta es la nota más antigua que se encuentra en el Nuevo Testamento. Esa acción re­flejaba una experiencia con una interpretación escasa. Por este motivo podría decirse con cierta probabilidad que es el estrato más primitivo en la explicación que se da del poder de la Pascua de resurrección.

La segunda nota primitiva que Schillebeeckx ve en esos textos aisla­dos, es una que hemos observado en un recorrido por los datos bíblicos. En esos textos Jesús era el sujeto pasivo de una acción resurreccional de Dios. Lo cual indicaba que no se veía la resurrección como una vuelta a la vida, sino como una exaltación de Jesús hasta Dios y su cielo por la acción personal de Dios mismo.

Ubicar estas ideas entre los judeocristianos de Palestina como parte del estrato más primitivo de un desarrollo cristiano es más importante, a mi modo de ver, que atribuirlas al documento Q. Mi compromiso con la existencia de un documento Q se vio fuertem ente sacudido por el bri­llante análisis que de esa teoría hace Michael Goulder en sus com enta­rios a Lucas y a Mateo. Para Goulder, Q no es otra cosa que Mateo haciendo un midrash sobre Marcos, y su pretensión de ser primitivo no es la habilidad para datarlo tem pranam ente sino el reconocimiento de que el autor de Mateo pudo haber sido un escriba, que formaba parte de una esforzada comunidad de judeocristianos. Sin embargo, la depen­dencia del autor de ese evangelio en las versiones griegas de las Escritu­ras hebreas suscita para mí ciertas cuestiones acerca de dicha premisa, aunque no la invalide. En cualquier caso, yo presento esa idea para mos­trar cómo la experiencia de Jesús, crucificado y resucitado, se pensó para que encontrase su expresión primera dentro de los símbolos opera­tivos de los círculos judíos del siglo i.

Schillebeeckx llega a afirmar que el tema profeta/mártir no permane­ció aislado mucho tiempo antes de que se conectase con otro tema judío importante, contribuyendo a la difusión de esa explicación primitiva tan­

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to en el plano dramático como en el teológico. Primero se añadió un ele­mento de necesidad divina. Se dijo que la muerte de Jesús se debía al plan divino, no al acaso o a la acción de un profeta aislado. Tal visión de la muerte de Jesús representaba un paso más allá del conflicto con los diri­gentes religiosos judíos, porque se agregaba un designio divino.

No mucho después de eso se le dio a la m uerte de Jesús una explica­ción teológica. Dicha explicación indica que se había inaugurado un ca­tecismo con propósitos de enseñanza. Puede verse un desarrollo del m é­todo catequístico en forma de preguntas y respuestas. ¿Cómo podía Jesús ser crucificado y no maldito, cuando según el Deuteronomio ése es el juicio de Dios sobre el hombre ejecutado (Dt 27, 23)? Si Jesús sufrió por un propósito, si murió para cumplir la voluntad de Dios sobre él, quiere decirse que su muerte debía de tener un significado, que era preciso examinar y entender. En este punto crítico empiezan a confluir salvación, escatología, visión apocalíptica y acción vicaria, y cada uno de esos conceptos afectará a su vez a la forma en que se proclamaba a Jesús. Cada una de esas formas configuraría a su vez a las demás, hasta que todas se convirtieran en otras tantas dimensiones del polifacético espectáculo que llamamos Pascua de resurrección.

Superando la imagen del profeta/mártir, trataremos de comprender cómo surgieron y se desarrollaron las otras imágenes, hasta que Jesús encarnó de hecho las esperanzas que alentaban en el pasado judío. La cuestión más importante, que conviene no perder de vista es ésta: ¿Qué ocurrió para que gentes judías del siglo i empleasen tales imágenes como explicación de lo que creían haber experimentado? ¿Por qué em ­pezaron a ver a Jesús en términos de sacrificio expiatorio, del Siervo paciente y del Hijo del hombre? ¿Qué faceta del relato pascual se ilumi­na con cada una de las imágenes? A medida que vayamos enfocándolas una tras otra, desaparecerá la objetividad a la vez que crecerá la necesi­dad de comprender la historia y el trasfondo de cada una de tales imáge­nes, por cuanto cada una ha contribuido a configurar la historia de la resurrección.

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11El sacrificio expiatorio:

La imagen de la Carta a los Hebreos

Enmarcado en la parte posterior del Nuevo Testamento hay un es­crito, que la King James Bible denominó Epístola de Pablo a los H e­breos. Dicho título es incorrecto por dos motivos: primero, porque no fue escrita por Pablo; su estilo, lenguaje, vocabulario y contenido son tan poco paulinos, que ningún comentarista bíblico actual atribuiría esa obra al gran apóstol misionero.

Y, segundo, porque no es una epístola. Una epístola es una carta, escrita por alguien que no está presente entre sus destinatarios, los cua­les viven en otro lugar. Esta obra no presupone distancia alguna entre autor y destinatarios. Más bien está articulada en forma de sermón o tratado. Probablemente fue escrita para que la recitase el escritor. Fue compuesta en griego y parece destinada a un grupo de judíos que habla­ban griego y que, con toda probabilidad, habían acudido de regiones lejanas del imperio a su patria espiritual en una peregrinación a Jerusa­lén. Lo cual significa que la audiencia a la que iba dirigida esta homilía era gente judía que se había convertido al cristianismo.

Y, como muchos cristianos de la primera generación, esta gente es­peraba el retorno inminente de Jesús de los cielos, adonde creía que había sido exaltado. Como ese retorno tenía que ocurrir en Jerusalén, los judeocristianos viajaban periódicamente a la ciudad santa en espera del regreso de su Señor. En Jerusalén podrían haber permanecido en una especie de vida monástica, aportando cada uno a las provisiones comunes. Una casa a manera de monasterio podría hacer sido un con­texto familiar para semejante actividad. También podría haber sido el jefe de aquella comunidad religiosa el que escribiera y entregara a sus peregrinos residentes el discurso que acabaría llamándose Carta a los Hebreos. Por lo menos ciertos términos de tono monástico como her­

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manos y am ados confieren a esta pieza literaria un cierto carácter mo­nacal.

Dejando aparte lo atinado o no atinado de esta reconstrucción parti­cular, la Carta a los Hebreos refleja un estadio primitivo en el desarrollo cristiano. Nos presenta, en efecto, un cuadro del cristianismo antes de que éste abandonase el seno judío o saltase la barrera judaica y se con­virtiera primordialmente en un movimiento gentil. Esto puede apuntar a la posibilidad, como argumentan algunos, de que la obra sea prepauli- na. Algunos comentaristas la sitúan ya en la quinta década de la era cristiana, aunque no deja de ser un punto de vista minoritario. Si es posterior a Pablo, o un producto de la década séptima u octava —como otros han sugerido—, en cualquier caso puede ser la obra de aquella parte del cristianismo que no se había visto especialmente afectada por Pablo o por el movimiento gentil.

Yo estoy cada vez más convencido de que este escrito estaba termi­nado antes de la caída de Jerusalén en el año 70 e.c. Y sugiero esa fecha porque la Carta a los Hebreos ofrece un punto de vista que refleja un cristianismo muy primitivo. Los sistemas teológicos elaborados, que se dejan sentir hasta en los evangelios, no aparecen todavía formulados en este libro. En Hebreos, por ejemplo, se alude a Jesús como un hijo de Dios, no como el Hijo de Dios (Heb 1,2). Jesús es alguien que llega a la perfección por sus sufrimientos y su muerte (Heb 5, 9); no es el preexis­tente perfecto. En la Carta a los Hebreos no hay ni una sola referencia a la resurrección como algo que incluye el regreso a la vida en esta tierra habiendo salido de la tumba. Traza más bien el cuadro de la resurrec­ción de Jesús como su exaltación por Dios en el momento de la muerte, sentándolo a su derecha en el cielo (Heb 2, 9; 4, 14).

La Carta a los Hebreos es un ejemplo primerísimo en las Escrituras cristianas del estilo literario judío que se conoce como midrash. Los pri­meros cristianos, partiendo de sus raíces judías, estaban componiendo simplemente un nuevo capítulo de un drama religioso en marcha y en avance coherente. De hecho, cuanto más antiguo y más judío resulta un escrito, tanto más midráshico aparece.

La epístola a los Hebreos fue escrita por un judeocristiano para pre­sentar a Jesús dentro del marco tradicional judío de referencia a otros judíos cristianos. Su punto de partida fue el salmo 110. Si se trataba de un sermón, el salmo 110 fue texto o lema. Dicho salmo era uno de los himnos israelitas de entronización, que celebraban la toma del poder por un sacerdote rey, tal vez Esdras. Los primeros cristianos pensaban que ese salmo vaticinaba la entronización en el cielo del sacerdote rey Jesús de Nazaret, y por ello se popularizó grandemente en tre los círcu­

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los cristianos. En el Evangelio de Marcos, el propio Jesús se aplicaba personalmente dicho salmo. Mateo y Lucas repetían esa idea marciana, lo cual indica que los primeros cristianos no leían el mentado salmo más que como un indicador de Jesús.

Así, al abordar la Carta a los Hebreos descubrimos otro sendero hasta el cristianismo primitivo, y a través de sus palabras podemos ob­tener otro retrato de Jesús tal como se le veía en la teología cristiana de comienzos del movimiento cristiano

Lo que Jesús significaba para el autor de Hebreos

El autor de la Carta a los Hebreos no proporciona ninguna prueba de haber conocido personalmente al Jesús de la historia. Había oído el relato de la vida y muerte de Jesús. Había escuchado la pretensión de que en cierto modo la m uerte de Jesús no era el final, de que la muerte no podía retenerlo. El autor era un judío empapado en la experiencia, la historia y las Escrituras de su pueblo.

Sabía, por ejemplo, de la tradición judía del día de la expiación, en el que probablemente participó innumerables veces. Formaba parte de su vida litúrgica anual. En aquella liturgia, un sacerdote se purificaba a sí mismo con una serie de ceremonias antes de entrar en el sanctasanctó­rum, la parte más sagrada del templo, para ofrecer a Dios un sacrificio perfecto. La entrada en el recinto santísimo sólo se realizaba una vez al año. El animal del sacrificio era a su vez examinado de manera exigente y tenía que ser un ejemplar perfecto: no podía haber en él ni cicatrices ni huesos rotos ni manchas. Un sacerdote ritualmente purificado introdu­cía un animal perfecto a todas luces en el sanctasanctórum para ofrecér­selo a Dios por los pecados del pueblo, corporativos e individuales.

En su folclore religioso, los judíos tenían una teoría llamada el teso­ro de méritos. Según dicha teoría, tanto los pecados como las virtudes se acumulaban y almacenaban en un tesoro divino, exactamente igual que hoy se pone el dinero en una cuenta de ahorro. Esas cuentas en el tesoro divino las guardaba el Señor, el cual exigía de cuando en cuando el ba­lance de los libros, en los niveles individuales y colectivos. Un desastre, una enfermedad o una derrota militar se veían como una especie de balance en las cuentas del pueblo, en las que se abonaba el pago con la moneda del castigo divino por los pecados cometidos. Pero un superávit de virtud podía utilizarse para compensar un superávit y exceso en los pecados. Un israelita especialmente virtuoso podía conseguir de Dios que perdonase los pecados de muchos, ahorrándoles así el castigo. El

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sacrificio perfecto, que el sacerdote purificado llevaba a término, se in­terpretaba según esa analogía. Y ese sacrifico creaba un tesoro de m éri­tos. Aportaba expiación y redención y equilibraba los platos de la ba­lanza de las relaciones del pueblo con su Dios. De ese modo el animal del sacrificio podía llevarse y retirar los pecados del pueblo.

Cuando los judíos del siglo i intentaron comprender a Jesús, recu­rrieron a la analogía del día de la expiación, aunque con un cambio inte­resante. Ante todo se entendió al propio Jesús como el sacrificio perfec­to, que ocupaba el lugar del cordero ritual. En las palabras de nuestra liturgia, se convertía en el Cordero de Dios. La ausencia de pecado en él se describió en analogía con el animal del sacrificio expiatorio: el suyo era un cuerpo perfecto, joven, maduro, sin cicatrices ni huesos rotos. A eso se añadió el elemento de su perfección moral, alcanzada por un ser humano con su libre elección. El relato de Abraham ofreciendo a su hijo Isaac por orden de Dios, según cuenta el libro del Génesis, se en­tendió entonces desde la perspectiva midráshica como una historia es­crita para prefigurar a Dios Padre, que también sacrificaría a su propio Hijo, Jesús, para crear el tesoro infinito de méritos, que en todos los tiempos redimiría al pueblo para Dios. De ese modo la frase «Jesús mu­rió por nuestros pecados» entró en el vocabulario cristiano. Jesús tomó sobre sí el peso de nuestras deudas y equilibró para siempre los libros de cuentas con la ofrenda perfecta de su vida sin pecado. El tesoro de m éri­tos se llenó con un superávit infinito de virtud. Cuando alguien se acer­caba a Jesús, encontraba a quien con sus méritos podía cubrir todas las deficiencias propias. Como proclamaban los himnos sangrientos del si­glo xix, nosotros «fuimos lavados en su sangre» y «purificados con su sangre».

Pero a Jesús se le vio también en esa tradición midráshica como el sacerdote perfecto y purificado. Por la pureza de su propia vida, y no precisamente por una purificación ritual, fue capaz de ofrecer el sacrifi­cio perfecto de sí mismo. No necesitó del lavatorio;1 ni necesitó de puri­ficación alguna. Su sufrimiento inocente purgó de pecado toda vida, in­cluida la suya. El animal del sacrificio fue sustituido por el Cristo crucificado; pero fue también el sacerdote purificado, que se ofreció a sí mismo. Con su pasión y muerte, Jesús trajo expiación y redención para todos.

Mas, dado que Jesús no pertenecía a la línea sacerdotal legítima, los primeros judeocristianos tuvieron que desarrollar una argumentación válida en favor de su sacerdocio. El salmo 110 proporcionó al autor de la Carta a los Hebreos precisamente la forma de hacerlo, remitiéndose al sacerdote extraño y enigmático, que se llamó Melquisédec (v. 4). El li­

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bro del Génesis (14, 18 y ss.), que guardó el relato de Melquisédec, lo identificaba como rey de Salem y como sacerdote del Dios altísimo. En el mismo relato, Melquisédec también bendecía a Abraham, mientras que éste le ofrecía a cambio el diezmo de todo lo obtenido.

Sin entrar en el sentido original del relato en cuestión —que a los críticos modernos se les antoja muy parecido al punto culminante de una exacción—, la tradición midráshica presentaba a Melquisédec como un sacerdote eterno, sin principio ni fin, al que también el pueblo hebreo había rendido vasallaje. Apoyándose en el salmo 110, que él cita (Heb 5, 6), el autor de la Carta a los Hebreos vio en Jesús al sacerdote perfecto según el orden de Melquisédec. Y como sacerdote, Jesús estaba cualifica­do para entrar en el sanctasanctórum y para ofrecerse a sí mismo en sacri­ficio perfecto. El autor de Hebreos interpretó el nombre de Melquisédec como «rey de justicia»; y su apelativo de rey de Salem (Shalom), enten­diendo por ésta Jerusalén, lo explicó como rey de la paz. Presentó a Mel­quisédec como una persona sin padre y sin madre, sin genealogía, sin principio ni fin, semejante al Hijo de Dios, un sacerdote para siempre.

Como Abraham había presentado ofrendas a Melquisédec, y dado que Abraham había sido bisabuelo de Leví, que era el patriarca de la línea del sacerdocio legítimo en Israel, según el autor de Hebreos el tal Leví habría pagado diezmos a Melquisédec, puesto que Abraham lo lle­vaba en su semilla. El autor argumenta así que un sacerdote como Mel­quisédec era un sacerdote eterno, que llegaba de la nada, sin otra causa que Dios, y en consecuencia era un sacerdote superior al sacerdocio levítico.

Los sacerdotes levíticos no alcanzaban la perfección. Tenían que re­petir sus ritos de purificación para poder entrar en el sanctasanctórum. Tenían también que repetir sus sacrificios, en permanente búsqueda de expiación y en acrecimiento constante del tesoro de méritos. Pero un sacerdote del orden de Melquisédec, alguien que no estaba establecido por ascendencia legal o por sucesión apostólica, sino por una vida indes­tructible y pura, podía ofrecerse a sí mismo cual sacerdote y víctima, y en consecuencia podía ser el agente y el portador de una redención eter­na, de una expiación realizada de una vez por todas, que colmara para siempre el tesoro de méritos del que todos dependen con el mérito infi­nito de su vida perfecta.

Tal fue la interpretación de la vida de Jesús, según se encuentra en la Carta a los Hebreos. Cuando esa interpretación judía llega a la gente moderna, para la que tan extraña resulta esa manera de pensar, se da el primer paso con vistas a la comprensión del libro o tratado. Pero el mi­drash interpretativo del autor no se detuvo ahí.

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Los judíos también creían que las cosas de la tierra tenían una répli­ca en el cielo, aunque de forma más grande y más gloriosa. El templo sobre la tierra era una construcción hecha por mano humana. En el cie­lo, más allá de la bóveda azul, había sin embargo un templo no hecho por el hombre. El sanctasanctórum en el templo terreno estaba concebi­do como una réplica del trono de Dios en el cielo. El animal sacrificado y ofrecido en el sanctasanctórum se elevaba hasta Dios a través del humo y de la fragancia del fuego y desde las especias utilizadas en la preparación del sacrificio combinadas con el incienso y la carne y la comida aderezada. En la historia hebrea se creyó que una columna de fuego durante la noche y de nubes durante el día había mantenido al pueblo hebreo conectado con Dios durante la salida de la esclavitud de Egipto (Éx 13, 21). El fuego y el humo procedentes de los animales sacrificados mantenían intacta esa conexión vital.

Cuando Jesús, el gran pontífice de vida perfecta, se ofreció a sí mis­mo como el animal ritual, entró a través de su m uerte sacrificial en el lugar celeste a la manera de la columna de nubes. En el humo del sacrifi­cio, la nube enlazaba tierra y cielo, y por esa columna, por ese humo, fue elevado al cielo y entronizado a la derecha de Dios, estando así capaci­tado y dispuesto para interceder eternam ente por quienes lo reconocían como Señor. Así, los judíos que reconocieron a Jesús como el Señor ya no tenían más necesidad de sacrificios. No tenían ya necesidad de expia­ción. Jesús había ofrecido el sacrificio perfecto, ofreciéndose a sí mismo. Dios lo había exaltado y sentado en el trono celestial y lo había estable­cido como a un Hijo, sacerdote perfecto para siempre (Heb 7, 27-28). En palabras del tratado, Cristo

entró en el lugar santísimo de una vez para siempre, consiguiendo una redención eterna, no por medio de la sangre de machos cabríos ni de becerros, sino de la suya propia (9, 12).

Pues no entró Cristo en un santuario de hechura humana, imagen del auténtico, sino en el propio cielo, para aparecer ahora ante la presencia de Dios en favor nuestro (9, 24).

Teniendo, pues, un gran sumo sacerdote que ha atravesado los cielos, Jesús, el Hijo de Dios, mantengamos firme nuestra profesión de fe... Acerquémonos, pues, con confianza al trono de la gracia, para que obtengamos

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misericordia y hallemos gracia para ser socorridos en el momento oportuno (4, 14-16).

Éste fue el testimonio y la interpretación dados por esta homilía ju- deocristiana.

Tenemos, pues, aquí a un temprano escritor cristiano, que no co­noció al Jesús de los evangelios, pero que compartió una poderosa expe­riencia de Jesús en una comunidad de judeocristianos. Dentro del ob­jetivo de ese marco de referencia, buscó dar sentido a la experiencia en cuestión. La Carta a los Hebreos no contiene ningún concepto de un Jesús resucitado, que se aparece a distintas personas como el Señor re­sucitado; nada de eso. Semejante tradición, a la que nos hemos referido anteriormente, tampoco se encuentra ni en Pablo ni en Marcos. La de­sarrollaron Mateo, Lucas y Juan en las décadas novena y décima de la era cristiana. Aun así, la Carta a los Hebreos destaca la singularidad y bondad de la vida de Jesús, lo injusto de su ejecución y la afirmación de que Dios anuló el veredicto humano sobre la vida de Jesús exaltándolo a su derecha en el trono celestial de su gracia.

En esas palabras antiguas late un sentido tremendo, pues que al ele­var a Jesús hasta el concepto de Dios, Dios ha metido en la vida divina a alguien que conoció la debilidad humana, la fragilidad humana y la hu­mana tentación. Había en ellas un sentido potenciador de que todo el mundo podía ahora presentarse ante Dios por la intercesión de un gran sumo sacerdote, el cual no sólo simpatizaba con los hombres sino que también los comprendía, porque había compartido nuestra humanidad y había sido la víctima por nuestros pecados.

Los símbolos eran judíos, las ideas eran del siglo i. Las imágenes del cielo pertenecían a un mundo pre-copernicano. Literalizan los concep­tos y después mueren. Los reconocen por lo que significaban y se con­vierten en vías de acceso a través de las cuales todavía se nos invita a una experiencia trascendente, asociada de algún modo con Jesús de Na­zaret. Ésa parece haber sido la única comprensión de Jesús que tuvo el autor de la Carta a los Hebreos. Nada supo del nacimiento virginal, aun habiéndose referido a que Jesús no tuvo padre ni madre ni genealogía alguna, como Melquisédec (Heb 7, 3). Al hacerlo así, puede haber abierto la puerta a la imaginación posterior de alguien para desarrollar una tradición de nacimiento milagroso. No tuvo ningún concepto de re­surrección como resucitación o como una realidad física. Para él no ha­brían tenido sentido alguno las historias de tumbas vacías y de aparicio­nes. Ni tuvo idea alguna de una ascensión física. Jesús llegó hasta Dios como el humo de la víctima sacrificada que se eleva hasta el cielo.

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Lo que este autor tuvo fue un sentimiento de Jesús como exaltado al cielo, siempre perfecto y liberando de las ataduras del pecado a cuantos le invocaron. Aprovechando un detalle midráshico final del Antiguo Testamento, el autor retrató a Jesús como ofreciendo al pueblo el «des­canso», que se le había prometido al pueblo de Dios en su marcha por el desierto. El «descanso» había que conseguirlo originariamente con la entrada desde el desierto al suelo santo de la patria: pero a causa de los pecados cometidos en el desierto, los hebreos del éxodo tuvieron prohi­bida la entrada en el descanso divino. Cuantos abandonaron Egipto mu­rieron antes de cruzar el río Jordán. Ni siquiera Josué, que guió al pue­blo hasta la tierra prometida, les dio todavía el descanso por el que tanto habían suspirado (Heb 3 ,11). El salmista, decía la Carta a los Hebreos, mucho después de la época de Josué todavía suspiraba por el descanso de Dios (Heb 4, 1-11; véase Sal 95, 11).

El descanso, en el sentido en que empleaban la palabra los escritores bíblicos de la tradición hebrea, se definía en la tradición del día del sába­do. Dios descansó cuando hubo terminado su obra, en el día séptimo. Por tanto era en la obra divina completa, a la que Dios había prometido acceso al pueblo hebreo. Cuando nuestro autor presentaba a Cristo como el sumo sacerdote sentado a la derecha de Dios en el cielo, venía a decir que por fin había alcanzado el descanso prometido por Dios. Por obra de ese gran sumo sacerdote y por el tesoro de sus méritos, se podía entrar finalmente en la promesa de Dios, en el sábado eterno. En un evangelio, escrito según creo algunos años después, esta idea se de­sarrolló, poniéndola en labios de Jesús cuando dijo: «Venid a mí todos los que trabajáis y estáis cargados, y yo os daré descanso» (Mt 11,28). Y a renglón seguido sonaba la promesa de que en él «hallaréis descanso para vuestras almas» (Mt 11, 29).

En este capítulo sólo me he referido a una descripción temprana de cómo se entendió a Jesús. Y una descripción que, no deja de resultar bastante extraño, no es generalmente conocida ni por los cristianos. Re­sulta muy diferente de las descripciones familiares de la Pascua de resu­rrección, que se encuentran en los evangelios. Tal vez es anterior a todas las demás; y ciertamente que a todas, menos a Marcos. En muchos as­pectos es más primitiva, más simbólica, menos milagrosa, menos sobre­natural, tal vez incluso más original, pero igualmente real.

Yo os invito a examinar esta imagen, a considerar con mente abierta este testimonio, hasta conseguir comprender lo incomprensible, cuales­quiera sean las palabras que utilicemos para describir la Pascua de resu­rrección; no es más que una afirmación de fe, que al final se alza señera ante nosotros haciéndonos señas para que penetremos en su significado.

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Cuando esa afirmación se traduce en palabras, viene a decir algo como esto:

Jesús vive,la muerte no puede retenerlo.Dios ama,la muerte no puede limitar ese amor.Nosotros no estamos solos,en la inmensidad de este universohemos sido estimados y abrazados.

Yo invito a mis lectores a mirar a Jesús a través de la lente del trata­do a los Hebreos. Además de moveros a creer simplemente en la resu­rrección, os moverá a vivir la resurrección. Porque, en definitiva, sólo cuando vivimos la resurrección conocemos la experiencia de la resurrec­ción. Lo importante, en último análisis, no es la imagen explicativa; lo es mucho más la experiencia, que impulsó a los primeros cristianos a bus­car una explicación.

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12El Siervo paciente:

La imagen del segundo Isaías

«Tú eres el Cristo» son palabras que aparecen en Marcos, el primero de los evangelios (Me 8, 29). Se le atribuyen a Pedro y fueron pronun­ciadas, según Marcos, en la ciudad de Cesarea de Filipo, en la primera parte del ministerio público de Jesús, algún tiempo antes de su entrada triunfal en Jerusalén. Yo sospecho que esta ubicación en el texto no es correcta.

La aplicación del título de «Cristo» a Jesús de Nazaret seguramente que no ocurrió hasta después de la experiencia de la Pascua de resurrec­ción. Si en este punto de sus vidas alguno de los discípulos entendió a Jesús como el Cristo en algún nivel, ciertamente el resto de su conducta recordada en los evangelios resulta algo sin sentido. Pues sin duda que alguien a quien sus seguidores ven como el Cristo, no habría sido trai­cionado, negado y abandonado por éstos.

Esa realidad fue reconocida por el escritor del Evangelio de Marcos, pues pasó a mostrar lo mal que Pedro entendió el título de Cristo, ya que inmediatamente después casi es calificado de satánico por Jesús, al dar la impresión de no caer en la cuenta de que ser el Cristo y recorrer un sendero de sufrimiento que le llevaría hasta la crucifixión eran cosas que no podían separarse. Para mí es interesante el hecho de que Marcos haya colocado la confesión de Pedro, reconociendo en Jesús la condi­ción de Cristo, después de haber referido a sus lectores la curación pro­gresiva del hombre ciego de Betsaida. En el relato marciano, el ciego va saliendo gradualmente de la ceguera a la visión parcial hasta llegar a la visión perfecta.

El cuarto evangelio nos informa más tarde que Pedro era de Bet­saida (Jn 1,44). Tal vez este sencillo relato de curación no era tan senci­llo, después de todo. Tal vez trazaba la experiencia de Pedro, al realizar

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el viaje desde la visión hasta la intuición profunda en su intento por comprender el significado de alguien a quien él conocía como Jesús de Nazaret. En cualquier caso ésta era la primera vez que en el evangelio de Marcos se empleaba la palabra Cristo, descontada la frase introduc­toria, en la cual informa a sus lectores que se propone relatarles el evan­gelio de Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios.

En Marcos, la confesión de Pedro es breve y franca: «Tú eres el Cris­to». Al tiempo en que Mateo escribía su relato, unos quince o veinte años después, esta confesión petrina ya había sido embellecida para de­cir: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16), mientras que se rebaja el fallo de Pedro en comprender lo que tal afirmación significaba.Y antes que reprenderle, Jesús —según Mateo— de hecho ha felicitado y bendecido a Pedro. Le ha dicho que ni la carne ni la sangre podían revelarle aquella intuición y lo ha exaltado como la roca sobre la cual construirá su Iglesia. Le había prometido las llaves del reino a la vez que le había asegurado que cuanto atase o desatase sobre la tierra sería a su vez atado y desatado en el cielo. Los cambios de este episodio en Mateo revelan con toda claridad que se trataba de un recuerdo posterior a la resurrección, en la que Pedro figuró en el centro mismo de la comuni­dad cristiana. La confesión de Pedro simplemente había sido retrotraída a la vida del Jesús histórico por la acción interpretativa de la comunidad cristiana.

También resulta reveladora la manera en que trata Lucas este texto marciano. Aquí ya no es la simple confesión «Tú eres el Cristo», sino que Pedro dice: «Tú eres el Cristo de Dios» (Le 9, 20). Lucas omitió después la reprimenda de Jesús a Pedro por no entender lo que aquella confesión significaba. Jesús impuso silencio a todos los discípulos res­pecto de dicha revelación. Les ordenó que no lo dijesen a nadie, y en­tonces empezó a hablar de su pasión, rechazo, ejecución y resurrección. En la mente de cada uno de los evangelistas, la designación de Jesús como el Cristo iba asociada al sufrimiento. Lucas lo expuso de forma muy concreta, pues Jesús habla inmediatamente de la negación de sí mismo y de tomar la cruz a diario para indicar la decisión de seguirle.

Ésta era una frase interesante para colocarla en el lenguaje retórico de Jesús antes de su crucifixión. Si este punto no estaba lo bastante cla­ro para entonces, Lucas continuó poniendo en boca de Jesús: «Pues, quien quiera poner a salvo su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la pondrá a salvo. Porque ¿qué provecho saca un hombre ga­nando el mundo entero, si se echa a perder o se malogra a sí mismo? Porque si alguno se avergüenza de mí y de mis palabras, el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en su gloria y la de su Padre

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y la de los santos ángeles. Os lo digo de verdad: Hay algunos de los aquí presentes que no experimentarán la muerte hasta que vean el reino de Dios» (Le 9, 24-27).

Conexión de Cristo con el sufrimiento

El examen de la confesión mesiánica de Pedro en Cesarea de Filipo y el modo en que la presenta cada evangelista nos permiten ver de inme­diato que los evangelios no son biografías que puedan leerse como una historia lineal. Son más bien interpretaciones midráshicas. El midrash es una manera de incorporar la intemporalidad a un relato sagrado. Como revela el texto de Lucas, los primeros cristianos se enfrentaban a la ne­cesidad de apartar de Jesús la sensación de vergüenza que iba aneja al hecho de haber sido ejecutado. En esa línea de batalla, los enemigos del cristianismo habían lanzado un ataque bien preciso. La defensa cristia­na estuvo en aplicar a Jesús de Nazaret una palabra gloriosa en la histo­ria y la mitología hebreas. Y era un rótulo que asociaba a Jesús con el sufrimiento: «Jesús, tú eres el Cristo».

¿De dónde emergió la palabra Cristo1? ¿Qué significó originaria­mente? Cristo es una transcripción de la palabra griega christós, que significa «mesías», «salvador» o «redentor». Pero Christós es un intento de pasar al griego la palabra hebrea mashiach. En sus orígenes ésta sig­nificaba simplemente un ungido de Dios. En la historia primitiva de Is­rael únicamente el rey era ungido, y así únicamente al rey se le llamaba ungido de Dios o cristo de Dios. Al rey se le exaltaba como un «hombre según el corazón de Dios» (Is 13,14), como una persona revestida con la fuerza de Dios (Is 2, 10; Sal 21, 3). Con el tiempo, esa tradición regia se incorporó a la vida religiosa de Israel y al rey se le vio como el centro de la actividad divina (2 Sam 7, 4-17), y al ungido real se le consideró y llamó «hijo de Dios».

Esto fue especialmente cierto en el reino meridional de Judá, donde la ciudad santa de Jerusalén, la casa real de David y el templo eran los símbolos visibles de la presencia de Dios entre el pueblo hebreo. Al rey judaico se le llegó a describir con frases como éstas: «Tú eres mi hijo, hoy te he engendrado» (Sal 2, 7) o «el rey llamará “padre” a Dios» (Sal 89, 27); y Dios reconocerá al rey como su hijo «primogénito» (Sal 89, 28). La promesa de Dios a David decía: «Yo seré su padre, y él será mi hijo» (2 Sam 7, 14).

Llamar hijo de Dios al rey de Judá no implicaba que el monarca fuera de naturaleza divina ni que hubiese alcanzado la perfección moral.

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Nada en la literatura hebrea sugiere algo parecido. A David se le pre­sentó como un adúltero, que hizo matar a Urías, marido de Betsabé, el amor ilícito del rey (2 Sam 11, 1-27). Y Salomón aparece permitiendo que el sincretismo religioso invadiera el culto hebreo al construir capi­llas a dioses extranjeros para tener contentas a sus numerosas mujeres paganas (1 Reyes 11, 1-8). Del rey Manasés se dice que había sido tan perverso que lo único bueno que hizo fue elevar a Dios una plegaria (2 Crónicas 33, 1-13). En Judá los reyes no fueron deshumanizados, ni se les consideró personajes semidivinos; pero habían sido ungidos, y por lo mismo llevaban el título de mashiach.

La comprensión hebrea de Yahvéh, la deidad tribal, fue evolucio­nando a lo largo de la historia hasta que se concibió al Dios de Israel como el rey del universo, que gobernaba el mundo desde su trono celes­tial. Ello significó naturalmente que la visión israelita de Dios trascen­día las fronteras del territorio de Israel. Y así empezaron a soñar con que algún día el reino de Israel, sobre el que Dios reinaría, se expandiría hasta abarcar toda la tierra. Se cumpliría la voluntad divina sobre la tierra, como se cumplía en el cielo; y cuando eso ocurriera, el rey is­raelita sería reconocido universalmente como el representante terreno de Dios. Eran sueños cargados de grandeza.

Pero en los primeros años del siglo vi antes de la era común la trage­dia se abatió sobre el pequeño principado de Judá, y esa tragedia iba a marcar notablemente la historia israelita. Los babilonios conquistaron Jerusalén, reunieron al pueblo como un rebaño y lo hicieron marchar a la cautividad.

La nación israelita pareció haber llegado al final de su historia. La única esperanza futura de Judá estaba en la restauración de su m onar­quía, que en ese tiempo llegó a concebirse como más allá del campo de la historia, colocándola los judíos en sus fantasías mitológicas.

Una parte de esas fantasías contemplaba al mashiach como un nue­vo líder político, que se alzaría en el futuro remoto y se convertiría en un personaje militar victorioso. Con la fuerza de su brazo, y con la ayuda del Dios poderoso que combatía de su lado, este héroe mítico restaura­ría el reino de los judíos. Esos sueños crearon un poderoso ego naciona­lista para un pueblo derrotado y oprimido, que consecuentemente se hizo muy popular.

A finales del siglo vi a.e.c. se alzó Ciro, el rey de los persas, para disputar a los babilonios la hegemonía de la política mundial. El pueblo judío aplicó también a Ciro el término mashiach, pensando que era el agente del que Dios iba a servirse para restablecer la nación judía (Is 45, 1). El judaismo popular previo y suplicó la venida de Dios en la persona

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del gran rey, el esperado mesías, el nuevo ungido que repararía los erro­res de la historia.

Hubo, sin embargo, entre aquella población judía exiliada una mino­ría con una visión más realista del futuro mesías. Aquella nación no había conocido una verdadera grandeza desde el reinado de Salomón, unos trescientos años antes. Ciertamente que a un pueblo desterrado y sin patria debía de resultarle muy difícil soñar con conquistas futuras. Y fue en ese contexto de impotencia y derrota donde empezó a surgir por obra de la fantasía judía la nueva visión de un mesías o mashiach como la víctima justa y santa. Era la visión contrastante de un resto; visión que aún llegó a ser menos popular cuando el pueblo exiliado se vio por fin libre y pudo em prender el camino de regreso a casa.

La libertad para poder volver al propio país excitó la fantasía de la mayor parte de los desterrados. Soñaban con el restablecimiento de sus instituciones, con la reconstrucción del templo y de los muros de la ciu­dad, con la restauración del trono davídico y la reanudación de todas sus tradiciones sagradas. Tratándose de hijos, nietos y en algunos casos has­ta bisnietos de los hebreos derrotados unos sesenta años antes, no con­taban con recuerdos realistas para poder valorar sus fantasías. La única Jerusalén que conocían, el único templo que podían contemplar con su capacidad de ensoñación y la única dinastía que podían imaginar eran los que alrededor de las hogueras de campamento de Babilonia les ha­bían descrito sus padres y sus abuelos, ahora ya muertos. Los judíos del exilio sólo poseían unos cuadros orales, trazados por la soledad y el te­mor de los narradores. En la imaginación de los oyentes, tales cuadros se embellecían y modificaban notablemente hacia arriba con el paso de una generación a la siguiente. En semejante entorno no podía florecer la visión de alguien que llegaba como víctima paciente. Lo que estaba a la orden del día era más bien un triunfalismo renovado.

Pero cuando aquella caravana de desterrados llegó por fin a su pa­tria de origen, sus sueños y fantasías para Judá murieron de forma vio­lenta y cruel. Mirando en derredor su suelo sagrado no veían más que devastación. Su patria era un lugar arrasado. Su ciudad santa, un mon­tón abandonado de escombros. Su templo, un campo de zarzales y can­tos. Allá no había indicio alguno de grandeza, ningún símbolo de poder, nada que pudiera impresionar positivamente. Impávidos, algunos pusie­ron manos a la gigantesca obra de limpiar y reconstruir. Las ilusiones fueron muriendo poco a poco. Pero allí estaba al menos la respuesta de esa otra minoría judía, y ese retrato recibió un nuevo lustre a través de la pluma creativa de un profeta desconocido, cuya obra de arte se agre­gó al rollo del profeta Isaías. Sólo por esa razón se le llama segundo

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Isaías, que hoy comprende los capítulos 40-55 del libro bíblico del profe­ta homónimo.

Dicho escritor supo instintivamente que Israel nunca volvería a re­cuperar el dominio mundano. Conoció que ninguna vocación como pueblo elegido de Dios podría sostenerse basándose en la ilusión de una grandeza futura o de un poder terreno. La visión desoladora con la que se encontraron los que regresaban del exilio representó la muerte fulmi­nante de sus sueños y de sus ilusiones. Lenta pero inexorablemente se impuso una nueva conclusión en la realidad de Israel. Si deseaba ser un pueblo grande, tendría necesariamente que serlo con otro tipo de gran­deza. Se imponía redefinir de un modo radicalmente diferente el suspi­rado rey ideal, el mashiach victorioso, el Cristo. Fue lo que se propuso precisamente aquel profeta anónimo.

Y escribió que el mesías de Dios no pertenecería sólo a Israel. Aquel mesías esperado derribaría las barreras del nacionalismo. Aquel por quien Israel suspiraba sería también la luz para los gentiles, alguien que traería la justicia al mundo. Aquel gobernante ideal que surgía de la debi­lidad más que de la fuerza, sería capaz de expresar la ternura de Dios para toda la humanidad. El cometido mesiánico ya no sería el de conducir a Israel a la grandeza, sino más bien el de liberar a todos los pueblos de los lazos que los ataban, cualesquiera fuesen. Como alguien que conocía el sufrimiento, aquel personaje confortaría a todos los sufrientes: los se­dientos serían conducidos al agua, los ciegos a la visión, los prisioneros a la libertad, y los pobres escucharían la buena nueva del amor de Dios. Aquel mesías traería la consumación perfecta a la vida humana.

El segundo Isaías —y de ello estoy seguro— vio ahí la nueva voca­ción del pueblo elegido de Dios. Si la nación entera no podía aceptar esa vocación, tenía que ser el cometido de un resto del pueblo de Dios. Y si no era un resto el que llevara a efecto esa tarea, tal vez sería un hijo solitario de Israel quien la realizase. Era un concepto naciente, un re tra­to poderoso de la forma en que el designio de Dios de llamar al mundo a su presencia divina se cumpliría a través de la debilidad y no de la fuer­za. Semejante retrato eliminaba cualquier semblanza de grandeza hu­mana y terrena. Aquellas cualidades, entendidas por el escritor en for­ma totalmente diferente de sus contemporáneos, ya nunca volverían a formar parte de la autodefinición de Israel. Ellos eran ahora una nación derrotada y rota. Los designios de Dios sobre su pueblo o habían llega­do al final o tenían que cumplirse a través de la debilidad. No había otras alternativas.

Así, aquel profeta innominado escribió que el Siervo cumpliría el designio divino no por la fuerza y el poder sino con mansedumbre. El

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Siervo sería humilde y no se resistiría a sus enemigos ni se echaría atrás frente a los malos tratos. El rostro del Siervo no atendería más que a su vocación, entendida ahora con categorías drásticamente distintas. El Siervo no se acobardaría ante la hostilidad. Por el sendero de la aflic­ción se realizaría el designio divino. Aunque el Siervo encontrase una muerte violenta en el cumplimiento de su vocación y aunque fuera muerto como un criminal, los designios y propósitos de Dios no dejarían de lograrse. Se dejaría ver el reinado de Dios a través del sufrimiento y de la muerte, no a través de las victorias y la gloria militares.

Por esa vía llegaron a fundirse mesías y debilidad, mesías y sufri­miento. El segundo Isaías lo dijo en un vigoroso lenguaje poético. El Siervo fue «despreciado y abandonado de los hombres, varón de do­lores, familiarizado con el dolor» (Is 53,3). Resuena una nota de sustitu­ción vicaria, cuando el escritor sugiere que el Siervo fue «traspasado por nuestras iniquidades» y que por sus «cardenales» fuimos sanados trayendo él la sanación al mundo entero (Is 53, 5).

No es necesario decir que esta idea nunca se ganó la aprobación de la mayoría. Siempre que las vicisitudes del pueblo judío tomaban un giro ascendente, reaparecían las fantasías más halagüeñas de una gloria recuperada. Cuando la rebelión de los Macabeos consiguió la indepen­dencia para los judíos en el breve período que medió entre el imperio macedónico y el imperio romano, los sueños de la pasada grandeza rea­parecieron con fuerza y de nuevo se popularizó la idea de un mesías como un victorioso caudillo militar. Pero aquellos momentos fueron muy cortos y pronto tales esperanzas se estrellaron contra las duras ro­cas de la realidad. Israel ya no sería más que un indicador de Dios, un indicador que había que ver en medio de la debilidad, el sufrimiento y la derrota. Pero al menos hubo alguien que se atrevió a sugerir que el me­sías, el mashiach, el Cristo, podía ser imaginado en medio del pueblo judío en esos términos de debilidad, impotencia, derrota y muerte. El concepto quedó archivado y olvidado durante unos cientos de años por todos, hasta que en la historia y el pueblo judíos surgió otra figura, em ­peñada en dar sentido a lo que habían experimentado en la vida de al­guien llamado Jesús de Nazaret.

Cómo se le vio a Jesús ajustado a ese rol

Había sido crucificado. Y la ley hebrea declaraba: «Si un hombre ha cometido un delito digno de muerte y ha de ser ajusticiado, le colgarás de un árbol; pero no permitirás que su cadáver pase la noche en el árbol,

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sino que sin falta lo enterrarás ese mismo día; pues un hombre colgado de un árbol es una maldición de Yahvéh, y no has de mancillar la tierra que Yahvéh, tu Dios, te va a dar en herencia» (Dt 21, 22 y ss.). Jesús crucificado, colgado de un árbol, era, pues, maldito a los ojos de la To­rah, la ley. Pero esa conclusión no afectaba a otras partes de su vida. ¿Cómo podía ser maldita una vida marcada por tal amor? ¿Cómo podía ser maldito alguien que había ido más allá de las fronteras de los prejui­cios nacionales hasta amar a los samaritanos, tocar a los leprosos, volver la otra mejilla y rogar por sus enemigos? ¿Cómo podía ser maldecido por Dios alguien que enseñaba que Dios era pan para el hambriento, agua para el sediento, solicitud para el pródigo y vida para los muertos? ¿Cómo podía ser malo y estar maldecido por Dios alguien que perdona­ba a sus perseguidores, oraba por sus verdugos y llegaba a querer a quie­nes lo rechazaban? ¿Cómo podía ser reo de m uerte y en consecuencia maldito de Dios quien vivió el amor divino, proclamó la llegada inmi­nente del reinado de Dios y presentó a Dios como un padre que se ale­gra de la vuelta a casa del hijo pródigo?

Había un desajuste radical y desconcertante entre la vida de aquel hombre y su desenlace. No podían entender los discípulos por qué había muerto. No era justo. Había sido inculpado de blasfemia. Dios debía de haberse irritado con él. Estaba muerto. Debió de haber sido algo bien distinto de cuanto ellos habían creído y experimentado que era. Porque la justicia que vieron, el amor que conocieron y el perdón y la solicitud que habían recibido, nada de todo ello había sido premiado. Estaba muerto, colgado de un árbol y maldecido por Dios.

Y entonces, como todos los judíos devotos, algunos empezaron a investigar las Escrituras buscando una m anera de entenderlo. Esa inves­tigación los puso frente a frente del retrato de un mashiach paciente en los escritos de alguien llamado Isaías. Allí encontraron un mesías que cumplía los designios de Dios mediante la debilidad, y no por la fuerza. Para aquellos discípulos desanimados fue como si empezase a brillar una luz. Tal vez Jesús podía ser el mesías, y sin embargo haber muerto. Tal vez las Escrituras incluían la imagen de un mashiach que padecía. En aquel relato bíblico descubrieron que alguien, que soportaba las in­jurias de otros por causa de la justicia, era llamado hijo de Dios. Y era llamado también el Cristo de Dios. Dios podía estar del lado de tal per­sonaje. Y si aquella figura había sido derrotada o muerta, Dios vengaría al Siervo levantándolo hasta su misma vida divina.

De repente, con aquellos escritos sagrados los discípulos tenían una imagen, con la cual podían entender ahora su experiencia pasada con Jesús de Nazaret. Y empezaron a contar su historia en analogía con el

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Siervo del segundo Isaías. Esas notas las encontramos nosotros una y otra vez en los mismos evangelios, por lo cual la conexión entre el Jesús de la historia y el Siervo de Isaías hubo de desarrollarse antes de que los evangelios se consignasen por escrito. Llama poderosamente nuestra atención el que sólo porque Jesús era judío se le hubiera aplicado ese retrato del folclore judío. Cuando Lucas pone en boca del anciano Si­meón, y refiriéndose a Jesús, las palabras de que «será una luz para alumbrar a los gentiles» (Le 2, 32), está tomando en préstamo las pa­labras de Isaías 49 relativas al Siervo: «Yo te hago luz de las naciones».

Cuando se contó la historia de la vida de Jesús adulto, se interpretó como su precursor a una figura llamada Juan Bautista. Juan había sido una voz que clamaba en el desierto: «Preparad el camino del Señor», con palabras tomadas directamente de Isaías (40, 3). Si cambiamos la puntuación de la primera frase del Evangelio de Marcos —puntuación de la que carecía el texto original—, el versículo suena literalmente: «Comienzo del evangelio de Jesucristo como está escrito en el libro de Isaías». El profesor Dale Miller afirma que tal es la verdadera lectura de Marcos, quien estaba convencido de que la historia de Jesús empeza­ba de hecho con los pasajes del Siervo de Isaías.1

Los evangelistas decidieron contar el bautismo de Jesús con pala­bras del segundo Isaías: «Mirad a mi siervo, a quien sostengo; a mi elegi­do, en quien se complace mi alma. Puse mi espíritu sobre él» (Is 42, 1; Me 1, 10; Mt 3, 17; Le 3, 22). El único modo en que el Siervo de Isaías cumpliría el designio divino sería con el sufrimiento de la humillación, el rechazo y la muerte. Jesús, el Siervo isaiano, fue visto conforme esa misma pauta por la Iglesia primitiva.

Al inaugurar Jesús su ministerio público en su ciudad de Nazaret, se le presentó leyendo en el rollo de Isaías (Le 4, 17-19). Cuando terminó su lectura, los primeros cristianos llevaron a cabo públicamente la iden­tificación de Jesús con la figura del Siervo. Al devolver Jesús el rollo del profeta Isaías a los empleados de la sinagoga habría dicho: «Hoy se ha cumplido esta escritura que acabáis de oír» (Le 4-21).

Según Lucas (5,20 y ss.), Jesús habría sorprendido en otra ocasión a la muchedumbre diciendo al paralítico: «Tus pecados te son perdona­dos». Pero en el segundo Isaías, el Siervo decía: «Yo soy, yo soy quien borra tus transgresiones por amor mío, y de tus pecados no me acuerdo» (Is 43, 25). Y cuando Jesús emprendió su inevitable viaje a Jerusalén, dice Lucas que «puso su rostro», tomó la decisión de ir (Le 9, 51). En el segundo Isaías decía el Siervo: «Por eso pongo mi rostro como peder­nal» (Is 50, 7), al em prender el camino del sufrimiento y de la muerte.

Antes del relato de la entrada en Jerusalén el domingo de Ramos,

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Lucas había hecho decir a Jesús: «Mirad, subimos a Jerusalén y se cum­plirá todo cuanto los profetas escribieron acerca del Hijo del hombre» (Le 18, 31). El escrito primordial de los profetas al que Lucas se estaba remitiendo era el segundo Isaías y su retrato del Siervo, que había lleva­do una vida de sufrimiento y había muerto.

Cuando se contó la historia de la crucifixión, los detalles se tomaron del retrato interpretativo de la figura del Siervo paciente de Isaías. De acuerdo con Lucas, Jesús dijo en la Ultima Cena: «Tiene que cumplirse esta escritura, “Y fue contado entre los malhechores”». Y estaba citan­do el texto de Is 53,12, que dice: «Porque entregó su vida a la muerte y entre los delincuentes fue contado, pues llevó el pecado de muchos y por los delincuentes intercede». Finalmente, tras la muerte de Jesús, el evangelista Lucas contó el relato de los dos discípulos en el camino de Emaús, los cuales no vieron a Jesús como resucitado hasta que «les ex­plicó las Escrituras» (Le 24, 32). Lucas presenta a Jesús diciendo: «“¿Acaso no era necesario que el Cristo padeciera esas cosas para en­trar en su gloria?”. Y comenzando por Moisés, y continuando por todos los profetas, les fue interpretando todos los pasajes de las Escrituras referentes a él» (Le 24, 26-27).

No, el Jesús de la historia ni dijo ni hizo tales cosas. Lo que tenemos en el relato evangélico es una interpretación midráshica de su vida y muerte, basada en una antigua imagen bíblica. Por fin, sus discípulos llegaron a ver su muerte no como algo que no merecía, no como un castigo de Dios, ni como la causa de que fuera maldecido por Dios, sino más bien como el medio por el que reconocieron a Jesús como el Siervo paciente de Dios, el ungido inocente o el Cristo, que tenía que padecer la pena y la humillación de ese personaje mítico, cuya vocación era bo­rrar los pecados del mundo. Ellos dieron sentido a su muerte viéndolo en analogía con el mashiach, con el Cristo que sufrió. Sólo cuando lo vieron así, podría haber dicho Pedro a Jesús: «Tú eres el Cristo», y sólo mucho después de la cruz podía Pedro entender que era el Cristo que tenía que sufrir y morir, y que sólo Dios podía vindicar su vida. Así, el título de «Cristo», interpretado como el Siervo que moría, se le aplicó a Jesús y se convirtió en parte del credo de la Iglesia. Jesús crucificado, tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.

¿Crearon aquellos primeros cristianos la historia de Dios resucitan­do a Jesús, devolviéndolo a la vida, de modo que a Jesús se le diera lo que ellos creían que realmente merecía? ¿Era ése el modo en que la derrota, el rechazo y la muerte en cruz se transformaron simplemente en victoria, vindicación y vida de la Pascua de resurrección? ¿Es preci­samente la Pascua de resurrección un deseo humano más de cumpli­

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miento, un final feliz más estilo Hollywood, un mito más de esos inten­tos de proclamar que Dios es justo, de que la vida es justa y de que al final todos recibiremos, como Jesús, lo que merecemos? Mucha gente se hace hoy este razonamiento, pero yo no estoy convencido de su aná­lisis.

Jesús murió realmente. Se le arrebató violentamente la vida. Su au­sencia resultaba oscura y penosa. En las mentes de los discípulos, un Jesús muerto no podía ser el Cristo, el mashiach, de modo que regresa­ron a su forma de vida en Galilea como pescadores y en el significado de la ausencia de Jesús empezaron a vivir su muerte. En aquel momento la vida de Jesús estaba en camino de no ser más que la vida de un héroe trágico. Ése habría sido su destino, de no haberse abierto una estrecha rendija de luz en las tinieblas de su ausencia, cuando alguien empezó a sugerir que la forma en que había muerto era exactamente el camino adecuado para que estuviese vivo. Había entregado su vida a otros y por otros. Amaba de forma amplia y desinteresada. Con esa vida y muerte la idea naciente sugería que Jesús revelaba el designio de Dios. El punto de vista de ellos afirmaba que Dios no es la victoria. Dios es la presencia de un significado trascendente en medio de la derrota humana. Dios no es la vida eterna. Dios es la presencia de un significado indestructible frente a la enorme realidad de la muerte. Dios no es la promesa de una recompensa infinita. Dios es el significado que está presente ante el des­tino, la tragedia y el castigo inmerecido. A Dios no se le puede ver en la milagrosa liberación de Jesús de la muerte en la Pascua de resurrección, mientras que se le ve ante todo en el crucificado que da la vida al morir, que ofrece el perdón cuando es ultrajado y que demuestra amor cuando es objeto de odio. Cristo es la víctima, Cristo es el único que padece, Cristo es el nombre del Siervo paciente que muere.

La Pascua de resurrección no cambiaba el hecho de que Jesús había muerto. Lo que la Pascua hizo fue abrir los ojos de los discípulos, de modo que pudieran ver el corazón de Dios. Ellos pudieron empezar a percibir la verdad más profunda de la historia cristiana, a saber: que es en la muerte donde vivimos; que es amando como descubrimos el amor, y que es dando como nos abrimos para recibir. En algunos de tales as­pectos del otro lado de la cruz se abrió paso esa visión, y sólo entonces fue posible la confesión de Pedro en Cesarea de Filipo. Dicho relato había que leerlo como una historia de la Pascua de resurrección. «Jesús preguntó a sus discípulos: “¿Quién decís que soy yo?”. Pedro respondió: “Tú eres el Cristo”». Jesús asintió y empezó a enseñarles que para ser el Cristo tenía que entregar su vida. Tenía que padecer, ser rechazado y ser muerto. Advirtió a los discípulos que si no podían ver al Cristo como

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alguien que padece, es rechazado y es condenado a muerte, tampoco serían capaces de verlo resucitado.

¿Anuló la Pascua de resurrección el veredicto de muerte? No, yo no lo creo. Lo que hizo la Pascua de resurrección fue incorporar la muerte al designio de Dios, reafirmando lo que había ocurrido a Jesús. ¿Signifi­ca esto que la resurrección de Jesús no ocurrió realmente, que la Pascua de resurrección es un truco? Yo creo que no. Yo creo que la Pascua de resurrección fue real; pero no es un acontecimiento que ocupe un sitio en la historia humana. En definitiva, es la revelación de quién es Dios, vista a través de la lente de Jesús por aquellos de nosotros que vivimos dentro de la historia. La Pascua de resurrección se convierte para noso­tros en una invitación intemporal a entrar en el designio de Dios vivien­do para otros, sin esperar recompensa alguna, amando sin límites cual­quiera que sea el coste. Cuando así lo hacemos, somos el pueblo de la Pascua y la resurrección se convierte en algo real.

Entonces también nosotros buscaremos a tientas las palabras apro­piadas para dar forma a lo que, como hombres y mujeres del siglo xx, sabemos que es verdad. Dios es real. Jesús es nuestra puerta para llegar a Dios. La m uerte no puede retener a quienes viven el amor de Dios. Cuando vosotros y yo estamos aquí, cuando vemos a Jesús como el Cris­to paciente, la Pascua de resurrección nos alumbra de nuevo y conoce­remos lo que es real. De ese modo empleamos el símbolo de Cristo, con su contenido del justo que padece, como un camino para comprender precisamente qué es lo que Dios estaba operando en Jesús.

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13El Hijo del hombre:

La imagen del libro de Daniel

El credo de la Iglesia cristiana, que la mayoría de los estudiosos con­sideran el más antiguo, fue «Ven, Señor Jesús» o «Jesús es Señor». En la primera versión de «Ven, Señor Jesús», el credo es una plegaria; en la versión segunda de «Jesús es Señor», el credo es una afirmación. En esos credos primitivos, ni siquiera se conecta aún el título de «Cristo» al nombre de Jesús.

Ese credo originario se desarrolló a partir de la experiencia que con el tiempo los cristianos llamarían la resurrección. Nadie llama Señor a un hombre muerto, ni ruega a un difunto que acuda, so pena de estar men­talmente perturbado. Algo debió de ocurrir para transformar al Jesús crucificado en el Señor al que se invoca y para que tales credos pudieran desarrollarse en cualquiera de sus formas. Son esos mismos credos los que nos empujan a indagar la naturaleza de la realidad, que motivó el que los primeros cristianos no tan sólo proclamasen que Jesús es Señor, sino que también orasen rogando su segunda venida. Tales credos nos fuerzan a preguntarnos: ¿dónde estaba ese Jesús, de dónde le pedían que volvie­se? ¿Cómo llegó hasta allí? ¿Qué significaba su existencia para quienes le llamaban Señor? Éstos son ahora nuestros interrogantes.

En la que muchos especialistas consideran la primera epístola de Pablo, la carta primera a los Tesalonicenses, un escrito datado a co­mienzos de la década de los cincuenta del siglo i, el Apóstol escribía estas palabras: «Pues el Señor mismo, con voz de mando, a la voz de un arcángel, al son de la trompeta de Dios, descenderá del cielo y los m uer­tos en Cristo resucitarán primero; después nosotros, los que vivimos, los supervivientes, seremos arrebatados juntam ente con ellos entre las nu­bes, por el aire, al encuentro del Señor; y así estaremos siempre con el Señor» (1 Tes 4, 16-17).

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La imaginería del Señor que llega por el aire sobre las nubes del cielo deriva de una tradición judía, conocida como apocalíptica; concep­to éste que espero aclarar en el presente capítulo. La carta de Pablo a los Tesalonicenses, escrita apenas veinte años después de acabada la vida terrena de nuestro Señor, reflejaba esa rama apocalíptica de la tra­dición bíblica, que a todas luces proporcionó el vocabulario y configuró el contenido de la primera interpretación que los cristianos dieron a su experiencia.

Con la guía de la literatura apocalíptica deseo recorrer ahora otro camino hacia la primitiva interpretación de la Pascua, que ha quedado consignada en la Biblia.

La Pascua de resurrección empezó con el grito extático de «¡Jesús vive! ¡La muerte no puede retenerlo!» Ese grito evolucionó hacia un credo primitivo: «Jesús es Señor» o «Ven, Señor Jesús». Con el tiempo esos gritos extáticos y esos credos primitivos se arroparon en unos deta­lles narrativos. Es necesario entender esa progresión mental: primero se dio la experiencia; después hubo el grito extático o la proclama surgida de la experiencia; en tercer lugar la afirmación del credo dio forma a la proclamación; en cuarto lugar llegó la explicación, que buscaba transmi­tir a otros la realidad de la experiencia; y, finalmente, se configuró un relato, que convirtió la experiencia en un episodio racional. Cuando al­guna experiencia acaba alcanzando la fase narrativa, se dan siempre de­talles sobre quiénes estuvieron implicados, dónde estaban cuando ocu­rrió la experiencia, qué hicieron y cómo respondieron a la misma.

Es esa fase narrativa de la tradición en desarrollo de la Pascua de resurrección lo que tenemos primordialmente en los evangelios de Ma­teo, Marcos, Lucas y Juan.

Mas conviene recordar que los relatos son cinco peldaños separados de la realidad de la experiencia originaria. El valor primordial de los relatos, de cara a nuestro esfuerzo por reconstruir los acontecimientos de la Pascua, deriva de aquellas pistas residuales que todavía presentan en sus historias. Esas pistas nos conducen a las interpretaciones primiti­vas, que iluminarán el momento último, el cual hizo necesarios los rela­tos en cuestión. Tales interpretaciones nos obligan asimismo a recono­cer que cada palabra de cada evangelio se escribió en un contexto pospascual. Si deseamos, pues, entender cómo la Iglesia primitiva vio la Pascua, no hemos de atender en consecuencia precisamente a los relatos de la resurrección, sino que más bien hemos de mirar a toda la obra. Analizamos las palabras atribuidas a Jesús y formulamos nuestras pre­guntas.

Por ejemplo: ¿podía el Jesús histórico haber dicho realmente «Yo

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•.<>y la resurrección y la vida», antes de su crucifixión? ¿Qué podrían haber significado tales palabras para sus oyentes? Antes de que la euca- i islía llegase a formar parte de la liturgia eclesiástica, ¿podría haber di- i hi> el Jesús de la historia «Yo soy el pan de vida; quien come mi carne y lirbe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día»? ¿Oué habría significado eso para la gente que aún no había vivido la práctica del culto eucarístico?

Cuando por un momento dejamos los evangelios y volvemos a las epístolas, que fueron escritas de quince a treinta años antes, no sola­mente hemos regresado en el tiempo sino que hemos pasado del nivel narrativo al nivel de la explicación. Una vez superados los relatos, de­saparecen los pormenores contradictorios de los evangelios. Pero inme­diatamente nos damos cuenta de que aparecen ante nosotros ciertos conceptos, que surgen de la historia religiosa previa de quien hace la explicación. Son los conceptos de los que voy a ocuparme en este capí­tulo del libro. En ese nivel se vio y explicó a Jesús con los términos del cordero sacrificial de la práctica litúrgica del día judío de la expiación y como al mashiach al que se identificó con el Siervo paciente del segundo Isaías.

En este capítulo deseo también estudiar otra imagen, que apareció en ese período del desarrollo prenarrativo de la explicación cristiana. Es la imagen de Jesús entendido bajo el símbolo de «el Hijo del hombre». Era un símbolo con una larga historia judía; pero que también entró en una definición específicamente cristiana en el siglo i de la era común.

Los orígenes del símbolo del Hijo del hombre

«Hijo del hombre», como otras imágenes judías, era un concepto presente en la historia del judaismo mucho tiempo antes de que se le aplicase a Jesús de Nazaret. Era un concepto dominante en los escritos apocalípticos.

La expresión «Hijo del hombre» aparece más de setenta y cinco ve­ces en el Nuevo Testamento. En ocasiones tal denominación parece un simple sinónimo de Jesús, que los evangelistas emplearon cuando Jesús hablaba de sí mismo: «Las raposas tienen madrigueras y los pájaros del aire sus nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar su ca­beza» (Mt 8, 20); «el Hijo del hombre será entregado en manos de hom­bres, y lo matarán; y cuando lo hayan matado, al tercer día resucitará» (Me 9, 31); «mirad, subimos a Jerusalén y se cumplirá todo cuanto los profetas escribieron acerca del Hijo del hombre» (Le 18, 31).

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Este último texto de Lucas establece una conexión entre el título de «Hijo del hombre» y una definición particular que deriva de los escritos de los profetas. En este caso, el uso de la frase representa algo más que una simple autodesignación. Que ello implica algo más resulta patente cuando examinamos aquellos pasajes en los cuales el título «Hijo del hombre» en labios de Jesús parece referirse a otra figura, tal vez sobre­natural, tal vez de origen celeste, con resonancias del día del juicio final. Tomemos, por ejemplo, Marcos 13, 24-27: «Pero en aquellos días, des­pués de aquella tribulación, el sol se oscurecerá y la luna no dará su brillo, las estrellas irán cayendo del cielo, y el mundo de los astros se desquiciará. Entonces verán al Hijo del hombre venir entre nubes con gran poderío y majestad. Y entonces él enviará a los ángeles y reunirá a sus escogidos desde los cuatro vientos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo».

O bien este pasaje de Marcos 14,62: «De nuevo el sumo sacerdote le pregunta y le dice: “¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?”. Jesús res­pondió: “Yo soy; y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo”».

O Mateo 16, 27: «Porque el Hijo del hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles y entonces dará a cada uno conforme a su conducta».

O Mateo 25,31-32: «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, y todos los ángeles con él, entonces se sentará en su trono de gloria. Todas las naciones serán congregadas ante él, y separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos».

O bien Lucas 21, 36: «Velad, pues, orando en todo tiempo, para que logréis escapar de todas estas cosas que han de sobrevenir, y para com­parecer seguros ante el Hijo del hombre».

O, finalmente, Juan 6, 61-62: «Pero Jesús, conociendo interiormente que sus discípulos estaban murmurando de ello, les dijo: “¿Y esto os escandaliza? Pues, ¿y si vierais al Hijo del hombre subiendo adonde estaba antes?”».

Podrían citarse muchos otros textos, pero esas ilustraciones tomadas de cada uno de los cuatro evangelios bastan para indicar que el título «Hijo del hombre» tenía contenido, definición y significado, que los evangelistas y sus audiencias debieron de entender al alimón, pues de otro modo la frase no habría podido emplearse sin una explicación ex­tensa.

«Hijo del hombre» parecía ser un título asociado con el día del juicio final. Parecía tener un contexto sobrenatural. Este personaje estaba es­trechamente relacionado con Dios, tanto, que llegaba con la gloria del

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Padre. Era superior a los ángeles, viajaba sobre las nubes y muy bien pudo haber sido entendido como un ser celestial preexistente.

Una vez más estas palabras, puestas en labios del Jesús de la historia, presentan un literalismo con algunos problemas graves. Si Jesús se en­tendió realmente a sí mismo de ese modo, ¿habría cedido a la duda y al temor que descubrimos en el relato del huerto de Getsemaní? Si los discípulos lo entendieron como el Hijo del hombre en el sentido sobre­natural, como revelan esos textos, ¿por qué tenía que haber tanto temor y ansiedad al tiempo de la crucifixión? ¿Por qué tenían que haberlo traicionado, negado y abandonado sus discípulos? ¿Por qué habrían huido? Si los discípulos conocieron a Jesús como el Hijo del hombre, ¿por qué habían cerrado las puertas después de la crucifixión por miedo de los judíos? ¿Por qué habían vuelto a su forma de vida en Galilea tras la ejecución de su maestro?

Si alguien lee los evangelios como unas biografías, se topará con to­dos esos interrogantes incomprensibles y todas esas observaciones ca­rentes de sentido. Pero los evangelios no eran biografías; eran proclamas de la importancia de Jesús como el portador de salvación. Fueron escri­tos a la luz de la Pascua de resurrección, cualquiera que fuese su conteni­do. Eran tentativas por interpretar el poder de Jesús en términos de la historia religiosa del pueblo judío. Hasta que los primeros cristianos no se adentraron en el cometido de interpretar a fondo a Jesús, no empeza­ron a escribir libros acerca de él, que son los llamados evangelios.

En cierto momento tras la muerte de Jesús llegaron a creer que Je­sús tenía que identificarse con el título de «Hijo del hombre». ¿Qué los impulsó a esa conclusión y qué significaba esa conclusión en concreto? Al enfrentarnos a estas preguntas y empezar su investigación descubri­mos que es posible desbrozar y hasta iluminar los años misteriosos y oscuros, que van desde el final de la vida de Jesús hasta los comienzos de la tradición escrita acerca del mismo Jesús.

La expresión «hijo de(l) hombre» entró en el vocabulario hebreo a través de los escritos del profeta Ezequiel, en los primeros años del siglo vi a.e.c. En dicha obra la frase no parece ser más que el nombre con que Dios se dirigía al profeta: «Me dijo: “Hijo de hombre, ponte de pie, que voy a hablarte”» (Ez 2, 1); «Y me dijo: “Hijo de hombre, alimenta tu vientre y llena tu estómago con este rollo que yo te doy”» (Ez 3, 3); «Y tú, hijo de hombre, toma una espada afilada» (Ez 5, 1).

Poco después aparecía la expresión en los Salmos, escritos en su mayor parte durante el destierro de Babilonia o después del mismo. En tres de los cuatro pasajes de los Salmos, el «hijo de hombre» significa o bien la humanidad en sentido colectivo —«¿Qué es el hombre, para que

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tú te acuerdes de él, el hijo de hombre para que de él te ocupes?» (Sal 8, 4)— o la humanidad, entendida como un ser humano particular: «No confiéis en los príncipes ni en un hijo de hombre, que no tienen el soco­rro» (Sal 146, 3).

Pero en el cuarto pasaje, que se encuentra en Sal 80, 14-17, parece que se reúnen nuevos datos en torno a dicha expresión. He aquí lo que escribió el salmista: «Vuelve, pues, oh Dios de los ejércitos, observa des­de el cielo y considera. A tiende a esta vid [símbolo popular de Israel], este sarmiento que plantó tu diestra, el vástago que tú vigorizaste, que­mado por el fuego y desolado; ¡perezcan ellos ante el furor de tu mi­rada! ¡Sea tu mano sobre el varón de tu diestra, sobre el hijo de hombre que tú has fortalecido!». Aquí se añade un juicio de valor, y el hijo de hombre es un personaje en íntima unión con Dios.

Ezequiel fue el profeta arrastrado por los babilonios al destierro con sus conciudadanos judíos en 596 a.e.c. Y a lo largo de un período de dos siglos, a los judíos se les permitió regresar a su patria en varias oleadas. En una de ellas viajó el segundo Isaías a finales del siglo vi. Una segunda oleada fue conducida por Zorobabel y Yoshúa en los primeros años del siglo v, habiendo quedado consignada en los escritos de los profetas Zacarías y Ageo, siendo también mencionada en el li­bro de Esdras. Un tercer viaje lo capitaneó Nehemías ya en los finales del siglo v.

Aquellas gentes regresadas del exilio se esforzaron con distintos re­sultados por reconstruir su nación, su templo y los muros de su ciudad; pero se vieron forzadas a soportar una humillación nacional tras otra. Con su derrota a manos de los babilonios y con el destierro habían per­dido el símbolo de su vida nacional. En ese tiempo llegaron a creer que ya nunca volvería a oírse en su tierra la voz de los profetas. Y esta voz fue sustituida por los escribas y la Torah. La obediencia a la Ley se convirtió en la característica fundamental de la vida judía. Moisés, el presunto autor de la Torah, llegó a ser tenido por la fuente principal de la autoridad judía. El mensaje de Dios se escuchó entonces en las inter­pretaciones del texto sagrado. Los profetas empezaron a subordinarse a Moisés.

El pueblo empezó a hablar de la figura cada vez más relevante de Moisés como el prodigio divino, cercano a Dios y hasta incorporado a la divinidad. Se forjó buena parte de la historia según la cual Moisés trata­ba tan íntimamente con Dios, que el resplandor divino llegó a trans­figurar gloriosamente el rostro del legislador (Éxodo 34 ,29). La muerte de Moisés fue también envuelta en misterio. El texto bíblico decía que nadie sabía el lugar en que Moisés había sido enterrado, y así la gente

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empezó a pensar que no había m uerto en modo alguno y que había sido trasladado corporalmente al cielo.

Como ya he dicho con anterioridad y como he prometido discutir más extensamente, en la historia hebrea hubo otras dos figuras cuyas muertes quedaron rodeadas de misterio. Elias, de quien se dijo que ha­bía sido arrebatado corporalmente al cielo en un carro de fuego y a la vista de su discípulo Eliseo; y Enoc, un personaje secundario del libro del Génesis, que fue padre de Matusalén; el texto sagrado decía: «Cami­nó Enoc con Dios, y desapareció, porque se lo llevó Dios» (Gén 5, 24).

En el folclore hebreo posexflico se llegó a ver a esos tres personajes como vivientes en la presencia de Dios. Al mesías futuro y esperado se le describió a menudo con los rasgos de alguno de tales personajes. Cuando prevaleció la imagen de Moisés, el mesías futuro llegaría como el gran maestro de justicia. Conduciría a su pueblo a través del desierto de la historia presente hasta la tierra prometida; y como esa historia aparecía cada vez más sombría a los ojos judíos, se le presentó como un personaje existente más allá de la historia en el reino de Dios. Antes del fin del mundo regresaría, y el folclore redondeó la imagen sugiriendo que Elias retornaría desde su morada celeste para preparar el mundo a tal eventualidad. Elias sería el precursor de aquel acontecimiento final en la historia del mundo, cuando el Dios vengador castigaría las injusti­cias cometidas contra su pueblo, y él, Elias, sería el introductor en el reino eterno de Dios.

En los años que median entre 200 a.e.c. y 135 e.c., la situación y el destino de los judíos fueron tal vez los más calamitosos de su historia hasta la aparición de Adolf Hitler. Primero fueron una provincia con­quistada del imperio macedónico. A la muerte de Alejandro Magno, el imperio se dividió entre sus generales. Palestina se convirtió en un terri­torio cogido por la tenaza de dos de aquellos generales: Ptolomeo, que ocupó Egipto, y Seleuco, que ocupó Babilonia, Persia y Siria. Ptolomeo se adueñó de Palestina en la batalla de Ipso en 301 a.e.c., y en el siglo siguiente los judíos estuvieron dominados por Egipto. Pero durante ese tiempo el campo de batalla entre aquellas dos partes del imperio se cen­tró en el país de los judíos, con muchas intrigas y poca paz.

Debido a las influencias helenizantes del mundo macedónico, la len­gua y la cultura griegas prevalecieron en ambos bandos de la lucha. En ese período, Alejandría de Egipto llegó a convertirse en el símbolo del mundo judío suplantando a Jerusalén. Tantos eran los judíos de habla griega en todo el imperio que en Alejandría precisamente, y en el siglo ni a.e.c., la Biblia hebrea se tradujo al griego, en una versión que se conoce como Septuaginta [o Setenta],

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En los primeros años del siglo n (198 a.e.c.), Palestina fue arrebatada por las buenas a los egipcios entrando a formar parte del imperio seléu- cida. Y siguió un período de paz incómoda y de luchas. El ejército de Roma bloqueó la expansión occidental del imperio seléucida y los se- léucidas renunciaron a invadir Egipto. Así que firmaron un tratado de paz con Ptolomeo V y sellaron el tratado con el matrimonio entre dicho rey egipcio y la hija del rey seléucida Antíoco III, que se llamaba Cleo- patra. Y entre toda esa actividad militar y política, la paz descendió so­bre Palestina.

Sin embargo, la mayoría de los judíos prefirió a los soberanos egip­cios, encontrándose a disgusto bajo el gobierno macedonio-sirio. El em­perador seléucida decidió acabar con aquella población recalcitrante fo­mentando con particular energía la helenización de los ciudadanos de su reino. Estaba convencido de que sólo con el establecimiento de la cultu­ra, la lengua y la religión griegas en las provincias conquistadas podría conseguir la paz y la estabilidad en todo su imperio. El minúsculo país de los judíos se mostró el más resistente a tales proyectos. Cuando A n­tíoco IV, conocido como Epífanes, subió al trono en 175 a.e.c., la batalla alcanzó su máxima intensidad.

Fue durante esa lucha cuando hizo su aparición en la historia judía la forma literaria conocida como apocalíptica. Dicha literatura estaba con­cebida para alentar a los judíos a mantenerse fieles en aquella época de opresión agobiante. Prometía la reivindicación al fin de los tiempos de las víctimas perseguidas, así como «recompensas celestiales» para quie­nes murieran antes que renunciar a sus creencias religiosas. Era una literatura diseñada para alentar a quienes no encontraban esperanza alguna en los agitados acontecimientos de la historia humana.

Antíoco IV Epífanes fue un rey más cruel aún de cuanto podían imaginar los judíos. Se empeñó rápidamente en destruir el culto judío. Violó las leyes hebreas, arrasó los lugares sagrados, arrancó los símbo­los nacionales y ejecutó a los judíos que se resistieron. Llegó incluso a nombrar sumo sacerdote a un judío no practicante, y en el sanctasanctó­rum, es decir, el lugar santísimo del templo de Jerusalén, colocó una estatua de Zeus, el dios griego. Tan crueles y hostiles resultaban esos símbolos para los judíos piadosos de la época, y tan impotentes se sen­tían para oponer resistencia, que no parecía quedar otra alternativa que la adaptación o la muerte.

En ese ambiente angustioso y a menudo trágico floreció la literatura apocalíptica. Las dos obras más importantes del género, escritas duran­te ese período, fueron el Libro de Daniel, con el nombre de un profe­ta menor que vivió en la época del destierro, y el Libro de Enoc, así

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Humado por el nombre de uno de aquellos justos que habían sido arre­batados al cielo. Los estudiosos discuten cuál de ellos apareció primero y, en consecuencia, cuál influyó en el otro. Muchos de esos eruditos se inclinan por la hipótesis de que Enoc fue un desarrollo posterior del escrito de Daniel, aunque uno y otro emplean la figura y la imagen del hijo del hombre.

Conviene decir ahora que «hijo de(l) hombre» puede no ser la tra ­ducción mejor del giro. En arameo la frase es bar enás y significa literal­mente «alguien en figura humana»; pero cuando la expresión se traduce al hebreo se convierte en ben adam, que significa simplemente «un hombre» o «un ser humano». Tanto bar enás como ben adam fueron vertidos al griego con las palabras ho hyiós tou anthrópou, y del griego procede nuestra expresión «hijo del hombre».

En el libro de Daniel, donde emergió esa figura con un significado nuevo, el contenido es complejo. El profeta tuvo una visión, en la cual salían cuatro bestias del mar. Las tres primeras las reconoció como un león, un oso y un leopardo; la cuarta, en cambio, era tan grotesca que resultaba irreconocible. Aquellas bestias, que representaban la sucesión de unas potencias dominantes bajo las cuales había padecido Israel, apuntaban hacia la historia presente (la era de la bestia más grotesca), cuando la opresión era más severa.

El escenario de la visión de Daniel se trasladaba después a un lugar donde había colocados unos tronos y donde alguien, reconocido como Anciano de días, había ocupado su asiento, acompañado por señales de poder y gloria sobrenaturales. Entonces fueron abiertos los libros de memorias. Había empezado el día del juicio, el día del Señor. En aquel juicio se pronunció sentencia, y la bestia grotesca fue muerta.

Entonces, dentro de la misma visión, llegó alguien «como un hijo de hombre» o «alguien en figura humana», que llegaba con las nubes del cielo hasta la presencia del Anciano de días. En la literatura apocalípti­ca se concebían las nubes como el medio de transporte entre tierra y cielo. Anteriorm ente hemos encontrado esta idea en la explicación de la Carta a los Hebreos. Y a dicha figura se le dio el dominio, la gloria y el reino. Y todos los pueblos, las naciones y las lenguas todas le sirvieron. Su trono duraría para siempre y su reinado no pasaría jamás.

Daniel rogó que se explicara la verdad de todo aquello y se le dijo que el «hijo de hombre» era un símbolo de los santos del Dios Altísimo, de quienes habían soportado la persecución y se habían mantenido fie­les. A ellos se les haría el último regalo: vivirían en el reino de Dios, bajo el gobierno de Dios para siempre jamás. El hijo de hombre —el perso­naje en figura humana— era Israel o el resto fiel y bueno de Israel. Era

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otra metáfora del Siervo paciente, el resto de Israel, el cual cumpliría el designio mesiánico que se encuentra en el segundo Isaías. Y, como el Siervo de Isaías, también el «hijo del hombre» se convirtió en seguida para el pueblo común en un título personal, atribuido al mesías espera­do; con lo cual a esa imagen mesiánica se le agregaba el elemento de la exaltación celeste. Al tiempo en que se escribió el Libro de Enoc esa identificación ya se había llevado a efecto. Enoc empleó algunas citas para indicar que el hijo del hombre arrojaría a los poderosos de sus sedes y a los fuertes de sus tronos (1 Enoc 46).

En dicho libro, el hijo del hombre empezaba a ser considerado no precisamente una figura humana que, mediante una exaltación, se había convertido en un ser celestial. Sugería también que el hijo del hombre era un ser celestial preexistente, a quien Dios le había señalado un des­tino sobre la tierra que era necesario cumplir antes de que el hijo del hombre regresase a su existencia celestial. Se entendió al hijo del hom­bre como existiendo primero junto a Dios y entrando después en la his­toria humana para vindicar a Dios y a su elegido. Todo lo cual no estaba lejos del prólogo del cuarto evangelio: «En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios... y el Verbo se hizo carne y habitó entre noso­tros». En su forma humana, ese hijo del hombre preexistente llegó a ser visto como el Siervo paciente, fundiéndose de ese modo las dos imáge­nes. Hijo del hombre antes de la encarnación, Siervo paciente mientras vivió sobre la tierra y murió, siendo después exaltado y regresando al trono de Dios.

Un libro titulado Sabiduría de Salomón, probablemente escrito unos cincuenta años antes del nacimiento de Jesús, fundía dramáticamente ambas imágenes: «Pues si el justo es hijo de Dios, él lo acogerá; lo libra­rá de manos de sus adversarios. Probémosle con violencia y tortura, para conocer su equidad y comprobar su aguante. Condenémoslo a muerte afrentosa, pues según sus palabras Dios lo protegerá» (Sab. de Salomón 2,17 y ss.). Este autor llega a decir: «Mas las almas de los justos están en la mano de Dios» (Sab 3,1); «porque Dios los puso a prueba [a los justos], y los halló dignos de sí; los probó como oro en el crisol, y los aceptó como sacrificio de holocausto... juzgarán naciones y dominarán pueblos» (Sab 3, 6).

La tradición de la expectación mesiánica siguió creciendo. El nuevo Moisés, el nuevo Elias, el nuevo Salomón, todos eran visiones del me­sías esperado. El pueblo soñaba con un mesías, que renovaría los mila­gros del éxodo: proporcionaría pan en el desierto, restablecería las doce tribus de Israel; en vez de dividir las aguas del río Jordán, estaría en las aguas del Jordán y dividiría los cielos, de modo que pudiera descender

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el Espíritu de Dios. Expulsaría demonios y realizaría exorcismos. El pueblo cuestionaría sus orígenes y se admiraría de la autoridad con que actuaba. ¿Era su espíritu un espíritu de Dios o de Beelzebú? Cuando su función terrena terminase, regresaría a la derecha de Dios y se prepara­ría para el final de la historia, cuando volvería de nuevo sobre las nubes del cielo, investido con la autoridad de Dios para juzgar a las naciones del mundo, o para separar a las ovejas de los cabritos.

Las señales que indicarían a los judíos fieles que esa segunda venida era inminente incluían la irrupción de una nueva actividad profética. Todos se convertirían en profetas: los ancianos soñarían sueños y los jóvenes tendrían visiones, y el Espíritu de Dios se derramaría sobre toda carne.

Esas imágenes penetraron en la vida y la literatura judías a lo largo del siglo ii antes de Cristo, afianzándose y llegando a prevalecer hasta la primera parte del siglo segundo de la era común. Se configuraron con la revolución de los Macabeos, que de hecho quebrantó el poder de Antío- co IV Epífanes y permitió a los judíos un período de libertad relativa bajo la dinastía asmonea, implantada por los Macabeos. Pero entonces Roma conquistó Palestina y una vez más se abatió sobre el pueblo la opresión religiosa, hasta que Roma acabó por aplastar la nación judía en 70 e.c. y por destruirla totalmente en el año 135.

La aplicación cristiana de numerosas imágenes

No es necesario decir que en ese período romano, con César Augus­to en el trono y sus agentes Herodes en Galilea y Poncio Pilato en Ju- dea, nació alguien llamado Jesús de Nazaret, el cual vivió, murió y se convirtió en el centro de la experiencia que para algunos judíos repre­sentó el momento que designamos como Pascua de resurrección.

Inevitablemente, los judíos lo interpretaron sirviéndose de las imá­genes con que contaban en su historia religiosa, incluyendo aquellas que se referían a sus expectativas mesiánicas. Tales imágenes configuraron a su vez el contenido de sus recuerdos. Cuando llamaban a Jesús Hijo del hombre, lo estaban relacionando con alguien que en su mitología estaba a la derecha del Anciano de días, para ser el agente final del juicio d¿ Dios sobre este mundo y para inaugurar el reino de Dios. Como al Hijo del hombre, lo vieron revestido de poder y dominio celestiales. Bajo cada uno de los símbolos alentaba la convicción de que Jesús era el me­sías, el ungido, el Hijo de Dios, que se había elevado de esta vida terrena hasta Dios y que, una vez allí, fue arropado por una parte con los mitos

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de la preexistencia y, por otra, con la imagen del juez universal, que llega al final de la historia.

Todo lo que hemos hecho hasta ahora es empezar a discernir cómo la experiencia de la Pascua de resurrección se interpretó a la luz de los símbolos de la tradición religiosa del pueblo judío. Ninguna de esas in­terpretaciones simbólicas puede captar para nosotros la realidad o la objetividad de la experiencia en sí. Seguimos ocupándonos de cuestio­nes como la de ¿a qué se debió que aquellos discípulos utilizasen tales símbolos para dar sentido a aquella vida?

La experiencia demanda una interpretación. Nosotros hemos inten­tado entender el contenido de esa interpretación. Pero la interpretación no puede crear la experiencia. Y así volvemos al momento de la Pascua de resurrección.

Tal vez Marcos estaba en lo cierto. Todo lo que podemos hacer es plantarnos delante de la tumba vacía, escuchar el mensaje de la resu­rrección y decidir por nosotros mismos en qué relación queremos vivir con esa proclama. Tal vez Pablo llevaba razón. Todo lo que podemos hacer es proclamar esa verdad con palabras extáticas, que no conducen por sí mismas al relato. Tal vez Lucas al escribir los Hechos de los Após­toles atinaba con su insistencia en que debemos aguardar el poder de lo alto antes de empezar a vivir la vida de la resurrección.

Lo que en definitiva no podemos hacer es negar que la Pascua de resurrección alumbró y que la comunidad de un pueblo se convenció de que Jesús estaba vivo en una forma nueva, que el sepulcro de la muerte no podía contener el mensaje de su vida. Tampoco podemos negar que a causa de su convicción sus vidas fueron diferentes de un modo radical y cualitativo y que fueron capaces de transmitir esa diferencia durante dos mil años, de manera que usted y yo podemos ahora formar parte de la comunidad que vive en esa convicción. Aquí estoy yo, un ciudadano del siglo xx, llamado según creo a vivir como miembro del pueblo de la resurrección. Y al vivir aquí estoy afirmando que Jesús vive, que la muerte no puede retenerlo, que Jesús es Señor. Y así continúo mi plega­ria de «Ven, Señor Jesús».

Y hay otra cosa que podemos hacer. En los relatos de la Escritura podemos buscar pistas, que nos devolverán al momento de la Pascua de resurrección. Utilizando esas pistas podemos especular cómo surgió la nueva conciencia. Será como la lectura de un relato policíaco, pero creo que iluminará la Pascua de resurrección con una luz nueva.

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Cuarta parte

Pistas que nos conducen a Pascua de resurrección

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14Primera pista: Ocurrió en Galilea,

no en Jerusalén

Hemos examinado los textos. Hemos visto los símbolos que se em­plearon para explicar la experiencia. Ahora empezamos a examinar el suceso en sí. Ello exigirá una segunda ojeada a los textos; pero esta vez desde una perspectiva tópica más que de un autor a otro. De este modo podemos ver cómo se desarrollaron las ideas y podremos descubrir indi­cios que de no ser así permanecerían ocultos.

¿Qué ocurrió aquel día para que la Pascua de resurrección irrumpiera en la conciencia humana? ¿Podemos encontrar pistas que nos reconduz- can hasta ese momento crítico? Supongo que, si se trata del tipo de pistas capaces de crear una certeza absoluta o de establecer una facticidad lite­ral, la respuesta es no. Mas si lo que se pretende es investigar los relatos bíblicos en busca de retazos de conocimiento suprimidos u ocultos, que iluminen el drama y hasta comprometan en el acto de especular acerca de las varias posibilidades, entonces la respuesta es puede ser, quizá. En este capítulo intentaré montar la historia a partir del dato que creo disponible en la propia tradición bíblica, iluminada tal vez por la historia.

Intentaré responder a las cuestiones básicas de dónde, quién, cómo, cuándo y por qué. En definitiva, estoy convencido de que llegamos a un punto en el que hemos de enfrentarnos a la visión de una muerte su­perada y decir sí o no a esa visión. Yo he estado ahí y he dicho sí; pero tal respuesta ha llegado en muchos niveles diferentes, el último de los cuales sólo apareció cuando intentaba preparar los textos para la redac­ción de este libro. Mi investigación me exigió abordar de una manera nueva los textos que pretenden contar la historia de la Pascua de resu­rrección. Tuve que moverme de nuevo más allá de las contradicciones e incoherencias de los textos. Quiero ver ahora el modo de introducir a mis lectores en ese drama examinando cinco pistas esenciales.

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Empezaré por la cuestión del dónde , en una tentativa por ubicar en la geografía del mundo el lugar donde se encontraban unos seres huma­nos, cuando irrumpió sobre ellos la experiencia de la Pascua de resu­rrección. Esa pregunta nos obliga a buscar todas las soluciones de ubica­ción, cuando se está contando la historia de Jesús.

¿Nació Jesús en Belén o en Nazaret? Lo que nosotros llamamos la resurrección, ¿se experimentó en una tumba vacía del bello huerto de José [de Arimatea], extramuros de Jerusalén, o la experiencia de la re­surrección se dio realmente en Galilea? ¿Qué problemas subyacen bajo este debate, que vemos agudizarse en las páginas de los mismos evange­lios? De poder resolver este problema, habremos empezado a dar un paso hacia el objetivo de reconstruir el elemento efectivo, que empujó a la existencia a la Iglesia de Jesucristo. Nuestro viaje a la Pascua de resu­rrección empieza cuando intentamos comprender las viejas tensiones que enfrentaron a Jerusalén y Galilea en la historia del pueblo judío.

La rivalidad entre norte y sur

En el siglo i, durante la vida terrena de Jesús, la ciudad de Jerusalén y la región de Galilea representaban en las mentes del pueblo judío dos realidades separadas y distintas por completo y perfectamente defini­das. Cada una proyectaba una imagen, que se había forjado a través de una historia larga y en ocasiones difícil.

Jerusalén era una ciudad que dominaba la provincia romana de Ju­dá. Estaba asociada únicamente con el gran rey David, el cual dio a Israel el único poder, estatus y prestigio militar que aquella pequeña nación tuvo a lo largo de su historia. Y ni siquiera el rey David reinó sobre todos sus territorios desde esta ciudad especial. David fue prime­ro coronado en Hebrón, una ciudad a unos 30 kilómetros al sur de Jeru­salén, hacia el año 1000 a.e.c. La tierra de Canaán, que el libro de Josué presentaba como conquistada por el victorioso ejército hebreo, conti­nuaba de hecho por aquellas fechas en buena parte bajo control del pueblo cananeo. La ciudad de Jerusalén era la ciudad de los jebuseos y no la ciudad de los israelitas en tiempo del rey David, unos doscientos o trescientos años después de Moisés y de Josué.

David, que de muchacho había sido pastor en Belén, a unos diez kilómetros al sur de Jerusalén, antes de que una triunfal carrera militar lo catapultase al liderazgo de su nación, debió de mirar más de una vez con envidia desde los pastizales de su ganado hacia aquella gran ciudad de Jerusalén, construida como estaba sobre la cima de una colina. Des­

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de el valle meridional, Jerusalén parecía destacarse literalmente sobre el paisaje local. Recogiendo los alargados rayos del sol de la tarde, se inflamaba con una luz difusa, cual si formase parte del mismo cielo. Es fácil entender por qué la gente empezó a llamar a Jerusalén la ciudad dorada y la ciudad santa, y por qué la imagen de una Jerusalén nueva, que descendía del cielo, pasó a ser el símbolo a través del cual veía el pueblo la llegada del reinado de Dios.

Aquella ciudad era también una fortaleza. El suelo alto de la ciudad podía ser defendido durante mucho tiempo contra cualquier fuerza mi­litar, por muy superior que fuese. Un sistema interno de conducción de agua, además de las provisiones almacenadas, capacitaba a la ciudad para resistir durante meses y a veces durante años a un ejército enemi­go, desplegado en posición de asedio. Eso bastó para desanimar a la empresa a la mayor parte de los generales extranjeros. El procedimien­to militar corriente, cuando Judá era invadida, era que su ejército se retirase dentro de la fortaleza de Jerusalén, para aguardar allí al ejército invasor. A lo largo de los años, esa táctica dio tan buenos resultados que en el folclore popular entró y empezó a desarrollarse el mito de una Jerusalén indestructible (Miqueas 3,11). Aquella era la ciudad de Dios, se decía, y a Dios no se le podía derrotar. En consecuencia, Jerusalén resultaba muy apetecible como parte de la nación hebrea y como ele­mento de consternación para los jebuseos.

Nadie lo entendió mejor que David, un genio de la guerra y de la política. Tan pronto como fue proclamado rey en Hebrón empezó a tra­zar los planes para conquistar Jerusalén y convertir aquella ciudad, ex­tranjera a la vez que neutral, en el verdadero centro que aunaría todos los elementos hebreos. La historia de la conquista de Jerusalén está con­tada en el libro segundo de Samuel (2 Sam 5, 1 y ss.). Penetró en la ciudad a través del sistema interno de conducción del agua; una táctica que sólo podía idear alguien que viviera dentro de la ciudad. Cuando Jerusalén se rindió a David, en torno al año 993 a.e.c., éste lo dispuso todo para volver a ser coronado rey por segunda vez y dentro de la nueva capital. Desde ese momento la tradición desarrolló una mitología he­brea, según la cual aquella ciudad era el centro del mundo, el lugar don­de cielo y tierra se tocaban, el lugar en el que Dios había elegido habitar.

Salomón, hijo y heredero de David, contribuyó al lustre y esplendor de Jerusalén construyendo dentro de sus murallas el templo de Dios. Aquella construcción potenció notablemente la mitología. Comprendía un atrio exterior, en el que podían reunirse los gentiles; un atrio interior, reservado exclusivamente a los circuncidados; y el sanctasanctórum, en el que únicamente podía entrar el sacerdote que se había purificado

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ritualmente. No pasaría mucho tiempo antes de que el templo se conci­biera como el equivalente terrestre del cielo, y el sanctasanctórum nada menos que como una réplica del trono celestial de Dios. Ya nos hemos referido anteriorm ente a esta creencia al examinar los textos de la epís­tola a los Hebreos.

Tanto la ciudad como el templo fueron símbolos vigorosos de la uni­dad hebrea, que servía para restañar las hondas divisiones que fácilmen­te se advertían mirando por debajo de los textos de la sagrada Escritura. El pueblo hebreo nunca fue realmente una nación unificada. Estudios recientes han revelado que sólo una pequeña porción del pueblo hebreo sufrió de hecho la esclavitud en Egipto; era la porción constituida prin­cipalmente por las tribus de Efraím y Manasés, hijos de José. José, el héroe de ese relato, era el hijo favorito de Jacob, que lo había tenido de su mujer más bella y preferida, Raquel, según contaba la tradición. José era un hebreo que, gracias a la combinación de su habilidad personal y de la providencia divina, adquirió un gran poder en Egipto, utilizándolo para salvar a su pueblo de la desaparición durante un período de ham­bruna. Pero los hebreos, que entraron en Egipto en la época de José, se asentaron en la tierra de Goshén y con el tiempo se convirtieron en la clase inferior de la sociedad egipcia. Después de unos cuatrocientos años —según anotaba la historia sagrada— surgió un faraón, «que no conoció a José» (Éxodo 1, 8). Es decir, que no apreció la contribución que los hebreos habían hecho históricamente a la vida egipcia y que procedió a reducirlos al estado de esclavos. Ésa fue la presión social que preparó el terreno a la revuelta de Moisés y al éxodo.

Tras haber conseguido escapar de Egipto, aquellos ex esclavos semi­tas parece que pactaron una alianza en el desierto con otra banda de semitas emparentados. Dicha alianza se selló en Kadesh, un oasis en me­dio del desierto (Números 10,11 a 21,3). Los semitas del desierto nunca habían conocido la esclavitud, ni habían tomado parte en el éxodo de Egipto y, según parece, no tenían una organización política y religiosa tan compacta. Tal vez algunos lugares santos cananeos, en los que se habían erigido santuarios, dieron a estos judíos del desierto un senti­miento de identidad con la tierra a la que se encaminaban tanto ellos como sus nuevos aliados que habían salido de la esclavitud. Los principa­les lugares sagrados a los que se referían estaban en Hebrón, en Beershe- bá y en Betel, habiendo asociado a los mismos los nombres de Abraham, Isaac y Jacob, respectivamente. Al unirse aquellos dos grupos, el que procedía de Egipto y el que llegaba del desierto, fundieron sus tradicio­nes sagradas. De ese modo incorporaron los tres santuarios a una tradi­ción oral, haciendo de Abraham el padre de Isaac, y a éste el padre de

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lacob. Ello permitió que dos pueblos, originariamente distintos, se vie­ran a sí mismos como los descendientes de tan nobles antepasados.

Después, para relacionar a los dos grupos con otro que reconocería su parentesco y sus diferencias, aquel pueblo desarrolló una mitología, que otorgaba a Jacob, cuyo nombre había sido cambiado por el de Is­rael, dos mujeres: Lía, la madre de Judá, a quien se consideró el patriar­ca de la tribu dominante en la tradición del desierto; y Raquel, madre de José, en quien se vio al patriarca de la tribu dominante en la salida de Egipto. Tales leyendas folclóricas, desarrolladas a partir de la fusión de sus historias, también dio a la federación hebrea una pretensión teológi­ca al demostrar que el país de Canaán, que estaban en trance de con­quistar, había sido de hecho originariamente suyo en virtud de los dere­chos de sus antepasados Abraham, Isaac y Jacob. Esa pretensión debió de parecer extraña a la población palestina asentada en Canaán y que habitaba el país desde hacía generaciones.

Cuando la conquista se completó, o al menos cuando la población hebrea obtuvo el derecho a asentarse en la tierra conviviendo con los cananeos, aquellos dos grupos de hebreos volvieron a dividirse. La tribu de Judá ocupó el sur, mientras que los descendientes de José se asenta­ban en el norte. Esta tradición atravesó después un período de confede­ración laxa, que halló expresión en la Biblia con el libro de Jueces. La necesidad de una acción unificada, particularmente en asuntos de de­fensa militar, acabó induciéndolos a presionar a sus jueces locales, y muy especialmente a un hombre llamado Samuel, para que nombraran un rey, el cual sería el símbolo de su unidad. El elegido fue un hombre llamado Saúl. Y fue una elección interesante.

Saúl pertenecía a la tribu de Benjamín, que en el folclore popular era el hijo menor de Jacob y hermano de padre y madre de José, padre a su vez de la tribu dominante del norte. Su madre Raquel, la esposa favo­rita de Jacob/Israel, había m uerto al dar a luz a Benjamín, según decía la tradición. Pero al mismo tiempo, la tribu de Benjamín se había asentado en la región meridional, como satélite de la tribu de Judá; de modo que la elección de Saúl pudo ser aceptada por los dos bandos de la división hebrea originaria. Sin embargo, Saúl no pudo establecer su línea dinás­tica y no consiguió transmitir el reino a un hijo suyo. Cuando el rey fue muerto en la batalla del monte Gelboé, el camino quedó expedito para que el general más hábil de Saúl se hiciera con el reino. Y fue David quien se hizo con él.

No obstante, como miembro que era de la tribu de Judá y consi­guientemente como alguien que el pueblo del norte consideraba una amenaza a su soberanía, David hubo de dar una serie de pasos con vistas

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a eliminar temores antes de poder llevar a cabo la unificación de su reino. Conquistar una ciudad extraña y neutral y convertir esa ciudad en la capital de la nación y en un símbolo en torno al cual pudieran unirse todos los hebreos, fue un paso sabio y políticamente expeditivo que D a­vid hubo de dar. Al menos redundó en favor del propio David y de su hijo Salomón, y la nación hebrea gozó de tranquilidad política durante un período de casi ochenta años.

Con todo, a la muerte de Salomón se puso una vez más de manifiesto la debilidad de la alianza política entre norte y sur. Una revolución en el norte, capitaneada por un general ilustre llamado Jeroboam, presentó una serie de agravios específicos a Roboam, hijo y heredero de Salomón, demandando soluciones (1 Reyes 12). Roboam rechazó tales demandas, y las tribus del norte se separaron de la nación hebrea, unificada y cen­trada en torno a la ciudad de Jerusalén y a la línea dinástica de David. Después eligieron al mismo Jeroboam como su primer rey. Estalló en­tonces una guerra civil, en la que Roboam intentó reunificar la nación por la fuerza. Fracasó en su empeño, y desde aquel momento la región septentrional, llamada Israel, y la región meridional, denominada Judá, fueron Estados separados y rivales, celosos siempre uno del otro.

Cada región emprendió su desarrollo de forma totalmente separada. En el norte se construyó la ciudad de Samaria como la capital que los norteños esperaban que rivalizaría con Jerusalén. Mas nunca alcanzó ni la grandeza ni la mitología de la ciudad santa. Tampoco el rey Jeroboam consiguió establecer una familia dinástica, con lo cual las revueltas y las intrigas marcaron de continuo las instituciones políticas del norte. Se levantaron santuarios religiosos para apartar poco a poco al pueblo de su añoranza de Jerusalén; pero tales santuarios nunca fueron lo bastante populares como para competir con el templo jerosolimitano. De ese modo, el reino septentrional fracasó en su centralización, sin que ningu­na ciudad se impusiera en la zona y ninguna institución religiosa o políti­ca lograse destacar.

Aproximadamente dos siglos después, en 721 a.e.c., la provincia lla­mada Israel fue derrotada por un ejército asirio, a las órdenes primero de Tiglat-Piléser III y más tarde de su hijo Sargón II. La población he­brea fue exiliada y el país fue repoblado. Con el tiempo, y a través de los matrimonios mixtos entre los pobladores hebreos originarios que no ha­bían sido deportados y los extranjeros de la repoblación, emergió en la región un pueblo conocido como samaritano. No eran gentes ni étnica­mente puras ni religiosamente ortodoxas, por lo cual merecieron el des­precio y el rechazo de sus vecinos meridionales; cosa que suele ocurrir cuando un grupo se considera a sí mismo racialmente puro y religiosa­

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mente ortodoxo. Los judíos del sur rechazaron a sus antiguos enemigos del norte cual mestizos y herejes.

Al cabo de los años, y en forma lenta pero imparable, la población samaritana se desplazó hacia una estrecha banda central de la región, cuando los judíos reclamaban la región septentrional. Por fin se forma­ron dos provincias pequeñas y separadas en lo que antes había sido el reino septentrional de Israel. Sin embargo, no recibieron sus nombres oficiales de Samaría y Galilea ni estuvieron oficialmente divididas hasta la muerte del rey Herodes el año 4 e.c.

El nombre de Galilea derivó de una expresión coloquial hebrea por la que se conocía la zona desde el tiempo de Salomón, galil hagoyim, que literalmente significaba «círculo de los gentiles». A los ojos de Salomón tan poco valía aquella región de su reino, que entregó veinte ciudades de Galilea a Hiram, rey de Tiro, en pago de los cedros del Líbano con los que había construido el templo de Jerusalén. La reputación de la región no ganó puntos con el hecho de que Hiram no se considerase adecuada­mente pagado con tal entrega (1 Reyes 9,11 y ss.). En el siglo vm a.e.c., el profeta Isaías había vaticinado, no obstante, una nueva grandeza de aquella región, que él llamaba Galilea de las naciones (Is 9, 1 y ss.).

La designación era adecuada, por cuanto la región estaba rodeada de naciones paganas. Sus límites nunca fueron muy precisos y su carác­ter hebreo nunca estuvo muy claro. Y a lo largo de toda su historia esta parte de Palestina tuvo una identidad hebrea relativamente débil. En tiempo de Josué, la región había sido asignada a las tribus de Zabulón, Neftalí y Aser. Neftalí y Aser habían sido hijos de Jacob y de dos escla­vas, que eran criadas de las dos esposas principales de Jacob, Lía y R a­quel. En consecuencia, nunca se les consideró totalmente hebreos. Fue una manera oficial interesante de los historiadores hebreos para sugerir que en aquellas tribus septentrionales la ascendencia racial nunca había sido muy pura. A Zabulón se le reconocía como hijo legítimo de Jacob y de su primera mujer Lía, haciéndole por lo mismo hermano completo de Judá. Pero, siguiendo la leyenda que se incorporó al relato bíblico, Lía había concebido a Zabulón cuando apartó a Jacob de su mujer favo­rita, Raquel, consiguiéndolo una noche al precio de unas mandrágoras (Gén 30, 14 y ss.); y así los orígenes de Zabulón resultaban un tanto sospechosos. De nuevo se convertía en un comentario interesante sobre la limpieza étnica de la gente de aquella región.

A lo largo de los siglos Galilea dio la impresión de producir una gente animosa y fieramente independiente, que en el siglo i impulsó el movimiento revolucionario conocido como los celotas. Fue también una región que luchó por mantener su independencia del dominio universal

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romano más tiempo que ninguna otra zona del Estado judío. Pero los judíos galileos fueron tenidos por los judíos del sur como gente sin clase o tradición, como gente que hablaba un lenguaje provinciano objeto de burlas y como una región de la que nada bueno podía salir. Pese a todo, Galilea se mantuvo como un resto del reino del norte, con su carácter judío identificable en los albores del siglo i, aunque etiquetada como inferior a la región dominada por Jerusalén.

Compárese esa historia regional con la historia del reino meridional, conocido como Judá, que se desarrolló a partir de la división del reino, tras la muerte de Salomón el año 920 a.e.c.

La pequeña nación, centrada en torno a Jerusalén, consiguió sobre­vivir al invasor asirio, que destruyó al vecino del norte; pero lo hizo al precio de un vasallaje. Al convertirse en Estado vasallo, el reino meri­dional consiguió una historia adicional propia de 130 años. D urante ese período logró conservar el trono davídico y el poder unificador de la tradición cúltica del templo. Por aquellos años Jerusalén resistió con éxito varios intentos de invasión, reforzando su prestigio de ciudad inconquistable y agregando nuevos capítulos a las leyendas de su desa­rrollo.

En los últimos años del siglo vil, hacia 621 a.e.c., se llevó a cabo una vasta reforma religiosa en el país de Judá, durante el reinado de Yosías y con su apoyo, por obra de un grupo de líderes religiosos conocidos como los Deuteronomistas. Tales reformas tuvieron el efecto de centra­lizar aún más el culto hebreo en el templo de Jerusalén, ya que provoca­ron el desmantelamiento de todos los otros santuarios y las prácticas religiosas del país. Y desde aquel día Jerusalén dominó la región en todos los sentidos.

A pesar de todo aquel fervor religioso, en 598 a.e.c., y de nuevo y de lleno en el año 586, ocurrió lo inaudito, lo que nadie había podido ima­ginar, lo increíble: la propia Jerusalén fue destruida. Murió la leyenda. Un ejército babilonio, al mando de un general llamado Nebukadnezar, empezó por poner cerco a la ciudad, manteniendo el asedio durante dos años largos. Al fin se acabaron las provisiones y el hambre se hizo tan intensa, que arrastró a los desesperados ciudadanos al canibalismo. Los heroicos defensores hebreos acabaron rindiéndose y las tropas babilo­nias penetraron en la ciudad santa, otrora invencible. Capturaron al rey de Judá y le vaciaron los ojos. La dinastía davídica, que se había m ante­nido durante cuatrocientos años, llegó a su fin. El templo de Salomón fue destruido y el pueblo de Judá fue desterrado a Babilonia. Ninguna de aquellas personas vivió lo bastante como para regresar; pero lo hicie­ron sus hijos, nietos y bisnietos.

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Con aquel desastre físico e histórico desaparecían los dos grandes puntales de la identidad hebrea: la familia real y el templo. Sin embargo, resulta bastante interesante el que desde ese momento una y otro entra­sen aún más de lleno en el campo de la mitología, en donde continuaron viviendo y desarrollándose. La reposición de un hijo de David en el trono de Jerusalén empezó a expresarse en términos de unas expectati­vas mesiánicas. Se presentó al rey ideal con rasgos mitológicos, como alguien que llegaría al final de los tiempos para restaurar el triunfo de Judá. La esperanza de reconstruir el templo terreno empezó a diluirse en los sueños de un templo celestial, que descendería del cielo el último día en medio de la Jerusalén nueva, para inaugurar el reinado intempo­ral de Dios. Pronto esas dos imágenes fluyeron juntas, y el mesías se convirtió en el Hijo del hombre, que llegaría con gloria sobre las nubes del cielo como el agente principal del restablecimiento del Israel nuevo, de la nueva Jerusalén y de la nueva era. Con el tiempo, tanto la ciudad de Jerusalén como el templo fueron reconstruidos físicamente, aunque nunca alcanzaron la grandeza de tiempos pasados ni la que apuntaban los sueños de futuro. Tales fueron los matices e imágenes, que rodearon la ciudad reconstruida y su templo al terminar el siglo i a.e.c.

El drama de la vida de Jesús se vivió en esos dos escenarios: Galilea y Jerusalén. Ambas localizaciones fueron cruciales para una compren­sión de su vida; y en el debate que la rodeó pueden escucharse ecos de la historia de ambos lugares, que continuaban ejerciendo sus presiones sutiles. También pueden escucharse resonancias de aquellas extrañas notas antiguas de celotipia, rivalidad, burlas y desconfianza perm anen­tes, que parecían no haber muerto ni aun con el paso de incontables generaciones.

Localización de la acción en Galilea

En mi opinión, los acontecimientos decisivos de la vida de Jesús ocu­rrieron en Galilea, incluidos su nacimiento y la experiencia de su pre­sencia como resucitado. Pero el poder de Jerusalén fue tal en aquella época, que ambos acontecimientos fueron arrastrados a la órbita de la ciudad santa. El traslado de los acontecimientos interpretativos desde Galilea a Jerusalén no fue fácil, y la verdad originaria del asentamiento galilaico tampoco fue olvidada o expurgada del relato evangélico. Si nos tomamos tiempo para ello, podremos redescubrir los orígenes galilaicos de la historia de la Navidad y de la historia de la Pascua de resurrección, y podremos también empezar a ver por qué en definitiva Jerusalén pre­

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valeció en ambos acontecimientos y redefinió su importancia con sus propios términos.

Jesús marchó ciertamente a Jerusalén para morir. El autor del cuarto evangelio creyó que había acudido allí en varias ocasiones. En los evan­gelios sinópticos hay indicios de que la primera visita de Jesús a la ciudad santa no se identifica con la última a la misma. Lucas sugería que Jesús acudió a Jerusalén cuando tenía doce años, para visitar el templo, y reco­noce que Jesús mantuvo una amistad estrecha con María y Marta, que vivían en Betania, a las afueras de Jerusalén. A Jesús se le presenta tam ­bién en condiciones de tomar medidas en la ciudad de Jerusalén para celebrar la cena pascual, conocedor según parece de una habitación am­plia en el piso superior con capacidad suficiente para acomodar al grupo de sus discípulos. Todas esas actividades presuponían contactos y rela­ciones en Jerusalén, que seguramente apuntaban a su presencia en la ciudad algunas veces mucho antes de la última semana de su vida.

Parece que Jesús también tuvo un sentimiento de Jerusalén y de su significado, y que tal sentimiento se encuentra una y otra vez en las palabras que se le atribuyen. No era congruente que un profeta muriese fuera de Jerusalén, habría afirmado (Le 13, 33). Ser decapitado en una prisión galilaica, como fue el destino de Juan Bautista, no era el final adecuado de una vida con un significado relevante (Mt 14, 10). Jerusa­lén atrajo a ese Jesús como un imán, de modo que tenía que vivir el clímax de su vida en aquella ciudad. En mi opinión, el clímax de Jerusa­lén debió de limitarse a la pasión y m uerte de Jesús. Sin embargo, el elemento último que dio sentido a su pasión y muerte, así como el lugar de su nacimiento, se situó en Galilea, como intentaré demostrar ahora.

Jesús nació en Galilea. La tradición Belén/Jerusalén para su naci­miento fue una tentativa manifiesta por interpretar y demostrar el al­cance y significado de su vida. Pero los orígenes galilaicos de aquel Jesús resultan claros incluso en el texto bíblico.1 En efecto, el hecho prim or­dial y más indiscutible de la vida del Jesús de la historia es que se le identificó con la ciudad de Nazaret, en la provincia de Galilea. «¡Oh, pequeña ciudad de Nazaret!», deberían cantar nuestras voces en la cele­bración de la Navidad.

No sólo se aludía a Jesús como el nazareno o el galileo, sino que en el Evangelio de Juan, que no presenta ningún relato del nacimiento, sus orígenes se sitúan claramente en la provincia septentrional (Jn 7, 40 y ss.). Incluso los relatos de Mateo y de Lucas sobre el nacimiento otor­gaban un asentimiento tácito a la tradición de Nazaret. Mateo tuvo que encontrar una razón para devolver a la sagrada familia a Nazaret desde su casa de Belén y su regreso de Egipto, porque M ateo no podía negar

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el origen nazareno de Jesús (Mt 2, 21 y ss.). Lucas, que asumió la ver­dad de un hogar de Jesús en Nazaret durante su infancia, tuvo que desarrollar un relato para sacar de Nazaret a la madre de Jesús, al me­nos para el momento decisivo del alumbramiento. Así, en este evange­lio leemos el dato de un empadronamiento o censo, ocurrido cuando Quirino era gobernador de Siria. Hoy casi todos rechazan la interpreta­ción literal de dicho censo por muchas razones, no siendo la menor de entre ellas la de que Quirino, según la historia profana, no fue goberna­dor de Siria hasta el año 6/7 de la era común; tiempo en el que Jesús ya tenía alrededor de diez años. Y, en segundo lugar, porque en ninguna fuente profana hay indicio alguno que señale la necesidad de acudir al lugar de origen de los propios antepasados para un censo o cualquier tipo de inscripción.

En ese relato del nacimiento hay otros elementos, que si bien se piensa, inducen a rechazar el sentido literal de la película del viaje a Belén, que ha montado Lucas. Un judío del siglo i en su sano juicio, ¿habría obligado a su mujer en el último período de su embarazo a em ­prender un viaje de unos ciento cincuenta kilómetros, que es la distancia entre Nazaret y Belén? ¿Para qué había que implicar a aquella mujer en un censo de carácter impositivo, cuando en aquella sociedad ninguna mujer tenía propiedades? ¿Y por qué implicarla en un censo de objeti­vos políticos, cuando a ninguna mujer se le permitía el acceso a cual­quier consejo que tomase decisiones?

Si a esos hechos les agregamos una historia que incluía una estrella vagando con un destino preciso a través del cielo, unos magos que la siguieron buscando a un rey recién nacido, unos coros angélicos que irrumpieron entre las tinieblas de la noche para anunciar el nacimiento de un salvador, y unos pastores que milagrosamente marcharon desde sus campamentos hasta el lugar exacto en que aquel niño descansaba sobre un pesebre, envuelto en pañales, la índole midráshica y no litera- lista de los relatos del nacimiento queda patente.

Cuando uno busca razones para el desarrollo de la tradición judaica y betlemita del nacimiento de Jesús, ha de tener en cuenta las connota­ciones antiguas de la región. El gran rey David había nacido en Belén. Cuando el pueblo judío suspiraba por un nuevo rey David, asoció el lugar de nacimiento del nuevo personaje regio con el lugar de nacimien­to de su héroe histórico, David. Y así fue el profeta Miqueas, que escri­bió doscientos años después de la muerte del rey David, quien pudo sugerir que Belén sería el lugar de origen del futuro rey mesiánico (Mi 5, 21 y ss.). Y cuando los discípulos llegaron al convencimiento de que Jesús era efectivamente el rey esperado, en el folclore popular empezó a

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tejerse una tradición de su nacimiento en Belén. Con el tiempo, los rela­tos navideños se hicieron tan familiares a todo el pueblo que acabaron forjando la celebración cultural de la Navidad. Pero los datos de la his­toria nos inducen a rechazar las pretensiones fantasiosas de un origen betlemita y a proclamar que Nazaret fue, con toda probabilidad, el lugar de nacimiento de quien llegó a ser innegablemente conocido como Je­sús el Nazareno.

A la hora de ubicar la experiencia que dio origen a la tradición de la resurrección, las cosas no resultan tan sencillas, y los hechos nos empu­jan a adentrarnos más en el terreno de la especulación. Una vez más, sin embargo, el peso de la evidencia me ha llevado a compartir la conclu­sión de la mayoría de los estudiosos, en el sentido de que fue Galilea el lugar primero donde los discípulos percibieron a Jesús como alguien que había sido liberado por Dios de la muerte.

Iniciando nuestra búsqueda por Pablo, el primer escritor cristiano que iba a ser incluido en el canon de la Escritura, descubrimos que el Apóstol no asigna lugar alguno a los testigos, a quienes según afirma se les apareció Jesús resucitado. Sin duda que en tiempo de Pablo el movi­miento cristiano ya estaba centrado en Jerusalén. Y así, la palabra Gali­lea no la empleó Pablo en ninguna de las epístolas ni en ninguno de los escritos que se le atribuyen. El único indicio que podríamos sacar de Pablo es la frase «se apareció a Cefas» (1 Cor 15, 5). En el capítulo siguiente intentaré mostrar que la frase puede constituir una alusión a una tradición galilaica; pero tal posibilidad no puede sostenerse sin re­currir a muchos otros datos, que no sería oportuno traer a colación en este punto de mi relato.

En el libro de los Hechos de los Apóstoles, que asigna a Pablo un rol prominente, la palabra Galilea sólo recurre en cuatro ocasiones; y por lo que hace a nuestro propósito, en el mejor de los casos proporcionan indicios, no una prueba concluyente, de la originalidad de la tradición galilaica de la resurrección. La primera referencia se pone en boca de los ángeles, en el relato de la ascensión, cuando se dirigen a los apósto­les interpelándolos como «hombres de Galilea» (Act 1, 11). La expre­sión resulta extraña, tratándose de gente que de hecho está en Jerusa­lén. La segunda referencia es de índole geográfica. A seguido de la conversión de Pablo, el comentario editorial del autor decía: «La Igle­sia, en tanto, gozaba de paz en toda Judea, Galilea y Samaría» (Act 9, 31). Lo cual nada aporta a nuestra búsqueda.

En el capítulo 10, en cambio, y en un sermón de Pedro se afirmaba la primacía de Galilea, pues aludía a «lo que ha venido a ser un aconteci­miento en toda Judea, a partir de Galilea» (Act 10, 37). Puede tratarse

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simplemente de que el autor de Hechos recuerda a sus lectores que Je­sús empezó su ministerio público en Galilea; pero también podría haber un indicio más profundo de que «el evangelio de la paz por medio de Jesucristo» (Act 10, 36), y que seguramente no se percibió hasta el mo­mento de la Pascua de resurrección, empezó de hecho en Galilea.

La referencia última a Galilea en el libro de los Hechos de los Após­toles se encuentra en un discurso, en el cual el autor pone en boca de Pablo estas palabras: «Pero Dios lo resucitó de entre los muertos, y él se apareció durante muchos días a los que habían subido con él de Galilea a Jerusalén, los cuales son ahora testigos suyos ante el pueblo» (Act 13, 30-31). Una vez más, esto recapitulaba simplemente la tradición del evangelio lucano de que el ministerio de Jesús empezó en Galilea y cul­minó en Jerusalén. Mas, como veremos al analizar los mismos evange­lios, el viaje de Jesús desde Galilea a Jerusalén puede muy bien ser un símbolo de otro viaje de los discípulos de Jesús desde Galilea hasta Je­rusalén para un clímax bien diferente de la crucifixión. Su viaje tenía como objetivo proclamar que en Galilea se habían encontrado con el Señor resucitado y que sus testimonios tenían que darlos a conocer en la ciudad santa. Mantenemos la clara posibilidad de esta hipótesis hasta que examinemos otros datos adicionales y estemos en situación de sacar una conclusión más precisa.

Volviendo ahora a los evangelios sin más preocupación mental que la de localizar la experiencia de la resurrección, se abren nuevas pers­pectivas. El autor del Evangelio de Marcos creyó a todas luces que en Galilea los discípulos se encontrarían con su Señor resucitado. Marcos había contado el relato de la tumba vacía, ubicada en Jerusalén; pero sin introducir en el relato ninguna aparición del Señor resucitado. En cam­bio, el mensajero marciano ordenaba a los discípulos que regresaran a Galilea para un encuentro con quien había resucitado. El autor hasta había puesto en labios del portador de dicha proclama la frase «confor­me os lo dijo él»; la cual nos remite a un punto anterior en el relato de Marcos, donde se había afirmado previamente la ubicación galilaica de la resurrección. Había sido en el monte de los Olivos, donde Jesús dijo: «Todos quedaréis escandalizados, porque escrito está: “Heriré al pas­tor, y se dispersarán las ovejas”. Pero después de haber resucitado, os precederé a Galilea» (Me 14, 27-28).

Al buscar en Marcos otros indicios galilaicos, encontramos prim or­dialmente referencias al origen allí de Jesús y a los comienzos de su actividad pública en torno al lago de Galilea. Un indicio interesante, que se podría señalar sería el empleo de la frase «ovejas sin pastor» en un pasaje anterior de Marcos (6, 34); palabras que el evangelista pone

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en Galilea, en el relato de la alimentación de cinco mil personas. El episodio concluía con la aparición de Jesús a la manera de un fantasma, caminando sobre las aguas y diciendo: «¡Ánimo! Soy yo; no tengáis mie­do» (6,50). Ahí puede muy bien haber ecos de la Pascua de resurrección y de la primacía del emplazamiento galilaico original. A esos ecos quie­ro volver cuando analice el rol de Pedro, así como en la reconstrucción que propongo del drama de la resurrección de Jesús.

En Marcos hay tres vaticinios de la resurrección atribuidos a Jesús e inscritos en el texto de su vida terrena. Las tres predicciones se relacio­nan con Galilea. La primera ocurrió después de la transfiguración, antes de iniciar la partida de Galilea (9, 9). La segunda se dio cuando «pa­saban por Galilea» (9, 30); y la tercera, «mientras iban de camino su­biendo a Jerusalén», pero sin haber abandonado todavía Galilea (10, 34). El razonamiento y peso de Marcos apoya la conclusión de que la resurrección se conoció primero en Galilea.

Mateo difuminó un poco el tema de la localización, pero así y todo está del lado de la originalidad de la tradición galilaica en lo que mira a la resurrección. Mateo basó su versión ampliada del mensaje angélico en su fuente marciana, encaminando a los discípulos a Galilea con la promesa de un encuentro con Cristo resucitado. Y dio a tal encuentro un contenido que iba más allá del material que le había proporcionado su fuente Marcos. Por lo demás, esto entra en el estilo que adopta fre­cuentemente el autor de este evangelio.

En Marcos, las mujeres estaban inquietas preguntándose quién apartaría la piedra de la boca del sepulcro; mas, al llegar, vieron que la piedra ya había sido retirada. Y no se apuntaba ninguna explicación que diera sentido al milagro. Mateo, a lo que parece, no era capaz de dejar sin explicar el misterio, y contó para la remoción de la piedra con la intervención de un terrem oto y de un ángel. De igual modo llenó los vacíos de una experiencia de la resurrección en Galilea, a la que Marcos sólo había aludido. Ese encuentro entre Jesús y sus discípulos tuvo efec­to en Galilea sobre la cima de una montaña, según escribió Mateo. Jesús llegó, presumiblemente desde el cielo, proclamando que «se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra». Y concluyó su aparición con la promesa de su presencia «hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).

Con todo, entre la tumba vacía y los detalles de la prometida apari­ción en Galilea, M ateo insertó una aparición de Cristo resucitado a las mujeres, en Jerusalén y cerca del sepulcro vacío. M ateo cambió el relato marciano para presentar el comportamiento de las mujeres, obedientes al mandato del ángel. En Marcos, las mujeres no dijeron nada a nadie. En Mateo «corrieron a contárselo a sus discípulos» (Mt 28, 8). En su

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viaje de regreso, las mujeres se toparon con Cristo resucitado, se abra­zaron a su pies y le adoraron. Entonces Jesús les repitió palabra por palabra el mensaje del ángel para que informasen «a mis hermanos que vayan a Galilea y que allí me verán» (Mt 28,10). El ángel parece haber­se disuelto en Jesús, cual si se tratase de la escena de una película. Este relato presenta una falta manifiesta de originalidad y por ello muchos estudiosos lo rechazan como una parte no auténtica de la tradición, de­jando en consecuencia la ubicación galilaica intacta como el emplaza­miento originario de la primera Pascua de resurrección en el Evangelio que lleva el nombre de Mateo.

Otras referencias a Galilea en el Evangelio de Mateo apuntan sim­plemente a los orígenes de Jesús y a la localización de su primer ministe­rio público. Lo hacen o bien con palabras del narrador —«Jesús llegó desde Galilea al Jordán para ser bautizado» (Mt 3, 13)— o bien con palabras en boca de la muchedumbre que se preguntaba: «¿Quién es éste?», y ella misma se respondía: «Éste es Jesús, el profeta de Nazaret de Galilea» (Mt 2 1 ,11). En la última parte del capítulo 17 dice el texto que «mientras andaban juntos por Galilea», Jesús predijo una vez más su resurrección (Mt 17,22-23). Lo cual resulta, como mínimo, una forma muy extraña de describir la vida de un grupo que hasta ese momento había estado recorriendo junto toda Galilea. Es como si se hubieran encontrado de nuevo. Y en seguida llegaba una nota bien precisa, que decía: «Cuando Jesús acabó estos discursos, partió de Galilea y se fue a la región de Judea» (Mt 19 ,1). Aquí parece que el texto señala un tiem­po de transición, un momento en que se cerraba el pasado y empezaba un capítulo nuevo.

Tal vez tengamos aquí ecos de lo que yo creo podría haber sido una nueva reunión de los discípulos en Galilea después de la crucifixión de Jesús y, a causa de cuanto allí habían experimentado, un segundo viaje a Jerusalén, posiblemente más triunfal. Existe incluso la posibilidad de que esos dos viajes desde Galilea a Jerusalén —uno antes de la crucifi­xión y otro después de la resurrección— se hubiesen fundido en la tradi­ción, de manera que el contenido de uno se convirtiera en el contenido del otro. El ambiente triunfal de lo que ahora llamamos procesión del Domingo de Ramos tendría mucho más sentido si los discípulos regre­saban a Jerusalén después de la Pascua de resurrección, que no en un viaje a la región hostil de Jerusalén, donde el apresamiento y la muerte de Jesús se cernían como algo seguro. Una vez más ruego a mis lectores que retengan esta posibilidad de cara a una referencia futura. Es un indicio al que volveré. Baste ahora consignar que los testimonios en Mateo están ciertamente a favor de la tradición galilaica.

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Lucas presentó un contrapunto a la pretensión originaria de Galilea por la primacía en el drama de la resurrección. Pero el propio Lucas aporta un extraño testimonio a la autenticidad y originalidad de la tradi­ción galilaica en su mismo rechazo de dicha tradición. Lucas centró las apariciones de la resurrección exclusivamente en los alrededores de Je­rusalén, negando de hecho la pretensión galilaica. Y en esa dirección llegó tan lejos que Jesús habría ordenado a los discípulos «no alejarse de Jerusalén, sino aguardar la promesa del Padre» (Act 1, 4).

Para montar su pretensión en favor del emplazamiento de Jerusalén, Lucas hizo una lectura sesgada de las palabras de Marcos, las puso en boca del mensajero, indicando a los discípulos que volvieran a Galilea. Esas palabras reciben un significado totalmente nuevo en Lucas. Su án­gel dice: «Recordad cómo os dijo, cuando todavía estaba en Galilea, que el Hijo del hombre tenía que ser entregado a manos de los pecadores, que sería crucificado y que resucitaría al día tercero» (Le 24, 6-7). En­tonces, dice Lucas, las mujeres lo recordaron y fueron a decírselo a los discípulos, quienes estaban todavía cerca de la ciudad santa, según se nos induce a creer.

Mas cuando Lucas contó la historia de las apariciones de Jesús a sus discípulos en Jerusalén, eliminó otro indicio que clamaba por un empla­zamiento originario en Galilea. En su relato, intentando Jesús dar a los discípulos alguna prueba de que estaba vivo, les pregunta si tienen algo de comer, y ellos le dan un trozo de pescado asado. Pues bien, el pesca­do era un alimento de Galilea, no de Jerusalén, a menos que se utilizase un proceso de desecación, y entonces el pescado no se podía asar. Sin las ventajas de la refrigeración, la gente sólo comía lo que podía tener lo­calmente a disposición. Y para comer pescado uno tenía que vivir cerca de la costa o junto al lago de Galilea, puesto que había de consumirse en el día lo que se pescaba. Al incluir un trozo de pescado asado en su relato de Jerusalén, Lucas daba a entender —sin advertirlo, según creo— una tradición que señalaba a Galilea como el lugar originario de la resurrección.

En el análisis de Lucas buscando otras referencias que pudieran ayu­dar a sostener el emplazamiento galilaico de la primera experiencia de la resurrección, sólo encontramos un texto que podría ser útil al respec­to. Tiene un carácter enigmático o polifacético. Aparece después del relato de la tentación de Jesús, en un texto que dice: «Por la fuerza del Espíritu volvió Jesús a Galilea; y las noticias sobre él se difundieron por toda la región. Él enseñaba en las sinagogas de ellos, con gran aplauso por parte de todos» (Le 4,14-15). Una vez más, las palabras de ese texto encajan mal en el contexto del relato de la tentación. Jesús regresa a

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< mlilea, Jesús está lleno del Espíritu, las «noticias sobre él se extienden por toda la región» y «Jesús es aplaudido por todos»... son otras tantas liases que resultan extrañas, cuando a Jesús acaba de presentársele la Icntación tras permanecer solo en el desierto durante cuarenta días, y cuando el evangelista todavía no ha contado nada del mensaje o del poder de Jesús. Si la afirmación «él enseñaba en las sinagogas de ellos» hubiera sido originariamente «él era enseñado/predicado en las sinago­gas de ellos» (Le 4, 15), habría presentado un contexto pospascual mu­cho más apropiado para tal pasaje.

Después de la resurrección lo importante no era el mensaje que Je­sús proclamaba. El poder del evangelio era el propio Jesús que los discí­pulos proclamaban. La persona se había convertido en el mensaje. Una vez más, no se trata de un argumento concluyente, pues hemos de ad­mitir que resulta muy especulativo. Mas, pese a negar concretamente el emplazamiento de Galilea para la experiencia pascual, Lucas trazó una estela de indicios que nos encaminan hacia la misma tradición que él negaba. Como hemos observado antes, si incluimos los indicios adicio­nales del volumen segundo del corpus de Lucas, conocido como Hechos de los Apóstoles, la causa de Galilea no sufre deterioro ni siquiera en los escritos lucanos.

Si ahora nos volvemos al cuarto evangelio, hallaremos de nuevo un mensaje confuso y mezclado. En principio, Juan parece estar de acuer­do con Lucas en localizar los primeros acontecimientos de la Pascua de resurrección en Jerusalén, tanto por lo que respecta a las mujeres en el sepulcro (en el caso de Juan se trata sólo de una mujer) como a los discípulos (Jn 20). El relato pascual de Juan no incluye indicación algu­na a los discípulos para que regresen a Galilea a encontrarse con el Se­ñor, como ocurre en Marcos y en Mateo. Ni contiene el cuarto evangelio un mensaje críptico acerca de Galilea, en el que hubiera existido antes la indicación del regreso, como en Lucas. En la descripción joánica de las primeras experiencias de la resurrección, Galilea no se menciona para nada.

Justo cuando cabría pensar que el testimonio de Juan era claro, llega el capítulo 21, que es un epílogo al evangelio. Ya he discutido la relación de ese capítulo con el resto del evangelio, y no quiero repetirme aquí. Pero como el relato de ese epílogo se centra en Pedro, su análisis lo realizaré en el capítulo siguiente. Por ahora baste anotar simplemente que el citado epílogo se sitúa en Galilea y que tiene un sabor primitivo y originario.

Y volviendo al resto del cuarto evangelio en esta búsqueda de pistas que puedan reflejar la tradición galilaica, nos encontramos con que en

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Caná de Galilea, Jesús «manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él» (Jn 2, 11). D ar a conocer su gloria es una forma de referirse este autor al acontecimiento de la Pascua (Jn 12, 16). Una vez más, son pa­labras que resultan extrañas para emplearlas en el contexto de la cele­bración de una boda en los comienzos mismos del ministerio público de Jesús. Más tarde, en ese mismo evangelio, Juan indicaba que el primer discípulo en creer fue el discípulo amado, y que esa creencia sólo le llegó al entrar en el sepulcro vacío (Jn 20,8). Si Jesús ya había manifestado su gloria y los discípulos ya habían creído, entonces el relato del discípulo amado carece de sentido. Mientras que lo tiene, y no poco, si el tal rela­to era un eco de la original tradición galilaica de la Pascua.

El Evangelio de Juan contiene otros episodios, en los que Jesús su­bió de Galilea a Jerusalén (Jn 2, 13; 5, 1; 7, 1-10), y cada uno de ellos presenta un lenguaje que no encaja con el contexto. Examinaré esos pasajes con mayor detalle en la exposición de mi tesis. Aparece ahí la existencia en Juan de una fuerte tradición, que apoya la originalidad del emplazamiento galilaico para la experiencia de la resurrección.

En mi tentativa por reconstruir el momento pascual, que dio origen a la fe cristiana, mi conclusión primera es que la experiencia que más tarde se llamaría la resurrección, estuvo localizada en Galilea, y que desde Galilea debió de ser trasladada a Jerusalén y fijada allí. Eso signi­fica, ante todo, que no puedo sostener por más tiempo el relato de la tumba vacía, con todos los detalles que la rodean e incluido su emplaza­miento en Jerusalén, y que no es otra cosa que una leyenda posterior añadida a la historia de fe. Ampliaré esta conclusión en el capítulo 18, dejando por ahora el relato de Jerusalén en una posición secundaria. No fue la esencia del momento originario de la Pascua de resurrección. Mi emplazamiento de esa Pascua es Galilea, donde no hay tumba ni entie­rro alguno.

Ahora que el emplazamiento está fijado, avanzamos para descubrir quién estuvo en aquel lugar y para intentar comprender lo que ocurrió en las vidas de los discípulos, de forma que en la región de Galilea se llegase a la convicción de los primeros cristianos de que, efectivamente, habían visto al Señor vivo y de que Jesús había sido resucitado por Dios.

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15Segunda pista: El primado de Pedro

«Se apareció a Cefas y después a los doce» (1 Cor 15, 5). Estas pa­labras representan la primera consignación por escrito que se hizo de la resurrección de Jesús, debida a la pluma de Pablo en su carta a los Corin­tios, en torno al año 56. Pablo afirmaba que estaba manejando una tradi­ción recibida, y que no escribía simplemente sus opiniones personales. Sus palabras dejan perfectamente claro que, cuando nos acercamos cuan­to nos es posible a la afirmación cristiana primitiva, nos encontramos con que la figura de Pedro se alza destacada en el centro de tal afirmación.

A esa posición central de Pedro en la resurrección aludía también el cuarto evangelio, cuyo autor tuvo ciertamente un velado interés por destacar no el papel de Pedro sino el del «discípulo amado», héroe de dicho evangelio. Aun así, hay aquí un reconocimiento tácito de la pree­minencia de Pedro en la historia de la fe cristiana. En el relato joánico de la resurrección, el discípulo amado tomó la delantera a Pedro en su carrera hacia el sepulcro, después que María Magdalena les hubiera in­formado de que estaba vacío; pero se detuvo a la entrada y aguardó a que Pedro entrase primero.

Menciono a Pablo y a Juan los primeros, porque si alguien hubiera tenido motivos para no defender el lugar central de Pedro en los mo­mentos aurórales del cristianismo habría sido alguno de ellos o los dos, pues en cierto sentido rivalizaron con Pedro por el liderazgo del movi­miento cristiano. Pero tanto Juan como Pablo se mantuvieron firmes: Pedro era decisivo para el contenido de la Pascua de resurrección. En el presente capítulo intentaré ante todo documentar esa realidad, para in­terpretarla después. En el proceso buscaré otras pistas, que puedan ayu­darnos a adentrarnos en la experiencia de Pedro para lograr una visión mejor del momento pascual desde su perspectiva.

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Mi primera pista se abre cuando examino los evangelios a través de la lente del midrash. Durante siglos se nos ha enseñado a leer los relatos evangélicos con una mentalidad entrenada para ser lineal, sin reconocer lo gravemente que un concepto lineal puede perturbar nuestra inteli­gencia. Los evangelios no son biografías diseñadas para trazar la crónica del comienzo, el medio y el fin de la vida de una persona. Tal vez sea necesario repetirlo un millón de veces para contrarrestar la influencia del pensamiento lineal.

Los evangelios son más bien re-creaciones intemporales de momen­tos significativos en las tradiciones religiosas de los hebreos. Además de estar atentos a ese elemento midráshico, también necesitamos deses­tabilizar, por decirlo de alguna manera, la línea temporal de los evange­lios apartando la dimensión lineal de los relatos. Allí, por ejemplo, no había ninguna palabra atribuida a Jesús ni versículo alguno del evange­lio escrito de hecho antes de la resurrección, con independencia de lo que el texto diga. Ningún evangelio se habría escrito jamás, a menos que alguien, en algún lugar, hubiera «visto al Señor» de un modo drástica­mente diferente después de la crucifixión. Así, el niño Jesús perdido en Jerusalén durante tres días antes de ser encontrado en el templo, se entendía, según Lucas, que presagiaba al Jesús adulto, que también se perdió en Jerusalén durante tres días antes de que el día de Pascua de resurrección fuera descubierto como exaltado al templo celestial de Dios. Las palabras, supuestamente pronunciadas por el Jesús de la his­toria en Galilea durante la primera fase de su ministerio público, eran de hecho las palabras rememoradas del resucitado, leídas de manera retrospectiva en el relato. Hemos tendido a leer el cuarto evangelio de ese modo por su condición interpretativa a manera de retrato. Pero yo ahora estoy sugiriendo que hemos de aprender a leer los cuatro evange­lios de ese modo. El tiempo lineal, impuesto a los textos evangélicos por quienes no entendieron cómo trabajaba la tradición midráshica, no ha sido una ventaja para la comprensión en este siglo de la verdad siempre profunda del evangelio.

También hemos de tener en cuenta que fue la comunidad de cristia­nos la que produjo los evangelios entre treinta y cinco y setenta años después de acabada la vida terrena del Señor. Fue el Señor resucitado quien los indujo a escribir sobre su bautismo. Ellos recordaron palabras, enseñanzas y parábolas del Señor resucitado. Y del Señor resucitado contaron que fue traicionado, negado y abandonado. A ellos no se les reveló drásticamente el significado de Jesús al final de sus relatos. Fue

Primer obstáculo por superar: el literalismo

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ante todo el significado de Jesús el que los impulsó a escribir sus relatos. Siempre había por lo mismo una intemporalidad en las palabras de los evangelios, que los ojos occidentales a menudo no han sido capaces de ver. De ahí que los evangelistas puedan muy bien haber introducido relatos de la resurrección en el cuerpo de la historia sobre la vida terre­na de Jesús, sin esperar a contarlos después de la crucifixión. Atendien­do a esa posibilidad, podremos reconocerlos, si nos los encontramos.

Así, de cara a entender el sitio de Simón llamado Pedro en el drama de la Pascua de resurrección, bien puede ser necesario examinar cada una de las referencias que de él hacen los evangelios. Cuando por fin se elimina la cronología del texto, se abren nuevas e increíbles posibilida­des de comprensión. Una vez alcanzada esa perspectiva, pueden formu­larse cuestiones de verdadero alcance. ¿Tenía, por ejemplo, algún sen­tido el que a Simón se le diera el sobrenombre de «Cefas» o «Pedro», que significa «roca», antes del momento de la Pascua de resurrección? ¿Cómo podía decir alguien a Simón que era la roca sobre la que sería edificada la Iglesia, antes de los acontecimientos de la pasión y resurrec­ción, cuando presumiblemente nadie sabía ni sospechaba tan siquiera que se daría un movimiento hacia una institución que se llamaría una iglesia? ¿Cuál fue la base para la historia de Pedro caminando sobre las aguas hacia una figura fantasmal, que él reconoció como su Señor? ¿Qué significó para Pedro el brindarse a construir tres tiendas o taber­náculos para albergar a Elias, a Moisés y a Jesús, dos de los cuales se creía que ya habían sido exaltados al cielo, si aún no se creía que lo hubiera sido el tercer personaje? ¿Tiene sentido cualquiera de esos episodios como relatos literales de una época anterior a la Pascua de resurrección? Finalmente, ¿qué significa que dos evangelios cuenten la misma historia, pero que mientras en uno de ellos es un relato de resu­rrección en el otro es un relato de los primeros días del ministerio de Jesús sobre la tierra?

Con estas preguntas amedrentadoras, que turban nuestra satisfac­ción, permítaseme sacar a Simón, llamado Pedro, de las Escrituras, de forma que podamos verle como hombre y como símbolo, como la roca de fe sobre la que parece sustentarse la empresa cristiana.

En busca de la identidad de Pedro

Su nombre fue Simón Bar-Yonah, o Simón hijo de Juan. Estaba ca­sado y parece que vivía con su suegra. Tenía un hermano llamado An­drés. Faenaba como pescador en el lago de Galilea. Era un galileo que,

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según el cuarto evangelio, era oriundo del pueblo de Betsaida, una al­dea de pescadores en la ribera septentrional del lago. Otros evangelios sugieren que, ya de adulto, Pedro vivía en Cafarnaúm, distante unos cinco kilómetros de su pueblo de origen y algo más de treinta de la ciudad de Nazaret, tierra adentro del país.

El nombre de Simón era muy corriente. Hasta aparece dos veces en la lista de los doce: Simón llamado Pedro, y Simón apellidado el Ca- naneo (Mt 10,4) y el Celota (Le 6,15). Es un nombre que aparece tam­bién con frecuencia en varios pasajes del Nuevo Testamento. Ahí están Simón, el hermano de Jesús (Me 6, 3), Simón el Fariseo (Le 7, 40), Si­món el Curtidor (Act 9, 43), Simón el Leproso (Mt 26, 6), Simón Mago (Act 8,9 y ss.), Simón Iscariote (Jn 6,71) y Simón de Cirene (Me 15,21). Dale Miller ha sugerido que todos los Simones del Nuevo Testamento son aspectos diferentes de la vida y personalidad de Simón Pedro.1 Para mí, la argumentación de Miller es apasionante, pero en modo alguno concluyente.

Cuando investigamos las Escrituras buscando indicios de lo que po­dría haber significado el nombre de Simón en la historia hebrea, des­cubrimos que en el Antiguo Testamento aparece con pronunciaciones diferentes: Simeón, Shimeí y Shammah. Es un nombre sin representan­tes ilustres. Simeón es el nombre de uno de los hijos de Jacob y en con­secuencia, el de una de las tribus de Israel; pero tal Simeón no aparece como ejerciendo un papel relevante, ni como individuo ni como tribu. En la forma de Shimeí lleva el nombre de Simón un extraño personaje descrito en el libro segundo de Samuel (2 Sam 16, 5-14), bien conocido como alguien que maldijo a David, el ungido del Señor, cuando éste huía de la capital bajo la presión de su hijo Absalón. La maldición de Shimeí contra el ungido del Señor puede haber puesto una pincelada en el retrato de Simón Pedro, que en el acto de negar al ungido del Señor también fue retratado como jurando y maldiciendo con vehemencia (Me 14, 71).

Ciertamente que son muy pocas las conclusiones que pueden sacar­se, si es que puede sacarse alguna, de este análisis, a no ser la de que el nombre de Simón no parece que aportase connotaciones positivas en la historia bíblica. Y yo diría que tampoco las aportó el apóstol Simón hasta que algo ocurrió que forzó su cambio de nombre de Simón a Ce- fas, de alguien que maldijo al ungido del Señor a quien se convirtió en la roca de fe sobre la que se asentaría la verdad de la buena nueva que Jesús vino a traer. Veamos ahora la forma en que, según los evangelios, Simón se convierte en Pedro.

En cada una de las listas de los discípulos de Jesús, a Simón, llamado

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Pedro, se le nombra en primer lugar. En Marcos y en Mateo, Simón fue el primer discípulo al que se le llamó desde su oficio de pescador a su función de seguidor de Jesús. Aunque Simón fue el primero, hemos de anotar que Andrés, Santiago y Juan se le unieron en seguida en la llama­da originaria. Lucas, sin embargo, cambió drásticamente esa llamada. Empezó por presentar a Simón como un amigo, en cuya casa se hospe­daba Jesús en Cafarnaúm y a cuya suegra curó durante su estancia. Y, según Lucas, fue durante esa misma visita cuando la muchedumbre se apretujaba en torno a Jesús para «escuchar la palabra de Dios». Jesús subió entonces a la barca de Simón para enseñar a la gente desde aquel púlpito. Cuando terminó de hablar —siempre según Lucas—, Je­sús dijo a Simón: «Navega mar adentro y echad vuestras redes para pes­car» (Le 5, 4).

Hay aquí un relato notablemente parecido al relato de Juan 21 des­pués de la resurrección. Simón hizo una objeción a las indicaciones de Jesús, pero obedeció. El resultado fue una pesca milagrosa, que amena­zaba con romper las redes. Cuando Simón vio aquel signo milagroso, cayó a los pies de Jesús en un gesto de adoración, que parece inapropia­do en este punto de la vida histórica de Jesús, al tiempo que pronuncia­ba unas palabras que en este contexto suenan extrañas: «Apártate de mí, Señor, que soy hombre pecador». ¿A qué se debió una confesión tan rendida? Tales palabras serían perfectamente apropiadas si figurasen después de la negación de Pedro durante la crisis de la crucifixión de Jesús. En cualquier caso conviene anotar que, en contraste con Marcos y con Mateo, en el evangelio de Lucas la sugerencia de que de ahora en adelante «serás pescador de hombres» se le hace únicamente a Simón. Ésta fue la versión lucana de la llamada enigmática de Pedro, quien de acuerdo con el texto en aquel momento «lo dejó todo y le siguió» (Le 5, 11). ¿Se trataba de un recuerdo confuso, en el que se mezclaron la pri­mera asociación de Simón con Jesús y el cambio operado en Simón des­pués de la resurrección?

Al abordar el cuarto evangelio encontramos una ligera desviación del tema de la primacía de Pedro, con la cual Andrés, hermano de Pedro y al que se identificó como uno de los discípulos de Juan Bautista, pasó a ser el primer discípulo elegido por Jesús. Mi hipótesis es que el otro discípulo sin identificar en este relato era Juan, hijo de Zebedeo, a quien el cuarto evangelio exalta de continuo como el discípulo amado, pero que con frecuencia aparece como un discípulo innominado. De ser correcta tal hipótesis, Andrés y Juan el de Zebedeo habrían sido los primeros de los doce, a los que Jesús eligió para que fueran sus discípu­los. Andrés marchó entonces en busca de su hermano Simón y se lo

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presentó a Jesús. Y Jesús, que presumiblemente nunca antes había visto a Simón, le dijo: «¿Con que tú eres Simón, hijo de Juan? Tú te llamarás Cefas» (Pétros en griego, que significa «roca»: Jn 1, 42). Esto puede no ser más que un sutil intento de los discípulos de Juan el de Zebedeo para colocar a su héroe delante de Pedro en la lista apostólica. Pero puede también apuntar al papel que desempeñó Andrés, y que ahora se ha perdido para siempre, al conducir a Pedro hasta la fe en la resurrección. Ciertamente que el cambio del nombre de Simón por el de Pedro en el curso de aquella primera conversación con Jesús no tiene visos de au­tenticidad.

Posición central de Pedro

Tal como discurre la historia de Jesús en cada uno de los evangelios, Pedro, Santiago y Juan —siempre con Andrés al fondo— emergen como el núcleo interno del grupo apostólico, aunque en todos los casos Pedro figura en primer lugar. Este trío participó con Jesús en el episodio de la resurrección de entre los muertos de la hija de Jairo, según refieren los tres evangelios sinópticos. Pedro, se nos viene a decir, entendió aquel episodio de resurrección como una resucitación. En los tres rela­tos aparecen pequeñas diferencias. Marcos y Lucas dan al jefe el nom­bre de Jairo y, quien habría solicitado la ayuda de Jesús mientras su hija estaba todavía enferma, aunque la muchacha murió antes de que Jesús llegase a su casa. Mateo no lo nombra y le hace allegarse a Jesús después de que su hija hubiera muerto. Lucas interpretó la resurrección de la muchacha diciendo que «su espíritu volvió» y que Jesús dio instruccio­nes a sus padres para que le dieran algo de comer; lo cual recuerda el retrato que el propio Lucas hace de Jesús resucitado, que pidió algo de comer a los discípulos atónitos (Le 24, 41).

Pedro, Santiago y Juan también participaron en los episodios de la transfiguración de Jesús y del huerto de Getsemaní. En cada uno de ellos, Pedro es claramente la figura central y habitualmente el único que habla. En Cesarea de Filipo fue Pedro quien hizo la confesión de Cristo, como ya hemos visto. En este punto permítaseme formular la pregunta de si las palabras de Jesús a Pedro en el relato de Mateo tienen algún sentido, si no se trata de una afirmación posterior a la resurrección, en la que Pedro había introducido a la comunidad cristiana. (Véase Mt Ib, 13-20.)

¿Se le aplicó a Jesús el título de Cristo sino después de su exalta ­ción? ¿Qué significaba para Jesús el decir, como figura en Mateo, «¡Bie-

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iiüventurado eres tú, Simón Bar-Yonah! Porque ni la carne ni la sangre te lo han revelado, sino mi padre que está en los cielos. Pero yo también te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades [las puertas del infierno] no prevalecerán contra ella» (Mt 16, 17-18)?

En el relato que de dicha confesión hace Marcos ¿qué sentido tenía para Jesús empezar a urgir a Pedro para que tomase la cruz? Jesús to­davía no había subido a la cruz. ¿Era inevitable la crucifixión? Difícil­mente. Juan Bautista perdió la vida siendo decapitado (Me 6, 14-29) y Esteban murió lapidado (Act 7, 54-60). Las palabras «Toma tu cruz» eran las de la comunidad cristiana, no de Jesús.

Asimismo —como ya queda anotado al trazar la historia del título de Cristo— la exhortación a no avergonzarse de Jesús se debió primor­dialmente al significado de su muerte. Era sin duda una referencia a las burlas de que eran objeto los cristianos por los críticos judíos, refirién­dose al texto del Deuteronomio, que maldecía a todo el colgado de un árbol. «Nosotros no nos avergonzamos de un Señor crucificado» era una proclama que sólo tenía sentido con la vigorosa experiencia de la Pas­cua de resurrección, y el evangelista la colocó en medio de una confe­sión de la naturaleza mesiánica de Jesús, hecha por nadie más que por Pedro. Tal vez esa misma referencia a la maldición lanzada contra quien ha sido colgado de un árbol resuena ocultamente en el extraño episodio marciano en que Jesús maldice una higuera (Me 11,12-26). Volveré más adelante sobre el origen de esa historia. Mi objetivo ahora es anotar simplemente cómo se utilizó en los evangelios. Marcos está afirmando un tanto a la defensiva que el maldito no era tanto el cuerpo colgado cuanto el árbol mismo. Lo único importante en ese episodio es que apa­rece Pedro «recordando» las palabras de Jesús. Y cuando Pedro llamó la atención de Jesús sobre la muerte de la higuera, escuchó a Jesús que le decía: «Tened fe en Dios» (Me 11, 22).

En el evangelio de Marcos figura Pedro el primero entre los discípu­los que rogaron a Jesús les dijese cuándo llegaría el fin del mundo (Me 13, 3). Jesús respondió con las palabras que ahora llamamos el pequeño apocalipsis (Me 13, 3-37). Habló de acontecimientos catastróficos, que precederían al fin de los tiempos. Pintó la persecución que se abatiría sobre los discípulos. Aseguró que el evangelio sería antes predicado a todas las naciones. Instruyó a los discípulos sobre cómo comportarse cuando fueran llevados ante los tribunales. Finalmente, cuando el sol y la luna se oscurezcan y las estrellas empiecen a caer, llegará el Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y gloria. Todo lo cual suce­dería antes de que aquella generación pasase. Una vez más encontra­

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mos unas palabras, que difícilmente pudieron ser pronunciadas por el Jesús de la historia. Más bien reflejan los acontecimientos de la guerra galilaica del año 66 e.c., que acabó con la destrucción de Jerusalén el año 70.

Cada evangelio contiene un cuadro dramático de la negación de Je­sús por parte de Pedro. En Marcos, Pedro protestaba su lealtad y se le anunciaba que negaría a Jesús tres veces. Cuando ello ocurrió, Pedro dio cumplimiento al evangelio de Marcos hasta las palabras finales: «Y rompió a llorar con grandes sollozos» (Me 14, 72). La versión de Mateo es en buena parte la misma, con la salvedad de que las protestas de lealtad de Pedro son un poco más exageradas —«Pues aunque tenga que morir contigo, jamás te negaré» (Mt 26, 35)— y sus lágrimas de remordimiento un poco más intensas —«Y saliendo afuera, lloró amar­gamente» (26,75)—. Mateo tuvo gran dificultad para no realzar su rela­to. En Lucas, la conversación acerca de la fidelidad de Pedro se de­sarrolló en torno a la mesa de la Última Cena, y no después de que hubieran salido hacia el monte de los Olivos, como es el caso en Marcos y Mateo. Antes de que Pedro jurase fidelidad, Lucas hacía decir a Jesús unas palabras exclusivas de su evangelio y muy reveladoras: «Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para zarandearos como al trigo; pero yo he rogado por ti, a fin de que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando luego te hayas vuelto, confirma a tus hermanos» (Le 22, 31-32). Esta afirmación parece implicar que Pedro sería el único que llamase a los discípulos a la fidelidad.

El relato joánico de la negación de Pedro era también único y reve­lador. En algún sentido impregnaba todo el evangelio. En el capítulo 6, a seguida de la multiplicación de los panes para alimentar a cinco mil personas y después del discurso de Jesús sobre la necesidad de comer su carne y de beber su sangre —un pasaje que seguramente se refería a la Última Cena, como intentaré demostrar más adelante— llegaba esta afirmación: «Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban más con él» (Jn 6, 66). Jesús se dirigió entonces a sus discípulos y les preguntó: «¿Acaso también vosotros queréis iros?».Y fue Pedro quien, haciéndose eco del sentir de todos, le respondió: «Señor, ¿a quién vamos a ir? ¡Tú tienes palabras de vida eterna! Y noso­tros hemos creído y sabemos bien que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,67-69). Resultan unas palabras muy curiosas, si alguien insiste en situar­las cronológicamente en una fase temprana del ministerio de Jesús. Fue­ron pronunciadas por alguien de quien se nos dice que aún tenía que ne­gar precisamente que conocía a Jesús. ¿No son claramente las palabras de un Pedro que, tras la experiencia de la Pascua de resurrección, vol­

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vió a reunir a los discípulos? Una vez más hay aquí un reto al tiempo lineal.

La lucha interna de Pedro adquiría un sesgo nuevo en Juan 13. El escenario es la cena de preparación a la pascua judía. En el cuarto evan­gelio no se cuenta la Ultima Cena; en su lugar, narra Juan el lavatorio de los pies de los discípulos por parte de Jesús. En este episodio, Pedro retrocedió ante Jesús como para prevenir su forma de proceder. Jesús le dijo: «Si no te lavo, no tendrás parte conmigo». Pedro entonces se preci­pitó a rogarle que lo lavara de la cabeza a los pies. Hay ahí una extraña iimbivalencia, que no difiere de la ambivalencia del compromiso de leal­tad, la caída subsiguiente y la precipitada vuelta atrás.

Es el mismo capítulo en que se vaticinaba la negación de Pedro. Ello llegaría después de que Jesús hablase de ser glorificado y dijera que los discípulos lo buscarían, pero que no podían ir adonde él iba. Pedro en­tonces terció en la conversación preguntado: «Señor, ¿adonde vas?» (Jn 13,36). Jesús respondió: «Adonde yo voy tú no puedes seguirme ahora; me seguirás más tarde...» «Señor, ¿por qué no he de poder seguirte aho­ra?», replicó Pedro. Y Jesús le respondió que le negaría tres veces (Jn 13, 36-38).

Un tercer toque revelador es el que incluye Jn 16, 31-33; un pasaje que separaba la predicción o vaticinio de la actualidad de la negación de Pedro, en medio de los que han sido denominados discursos de despe­dida de Jesús. Hay matices posteriores a la crucifixión que están clara­mente presentes en el capítulo 16; como cuando Jesús dice que el Espíri­tu «me glorificará» (v. 14) y «dentro de un poco ya no me veréis, y dentro de otro poco me volveréis a ver» (v. 16) y «porque me voy al Padre» (v. 17). Se retrataba a los discípulos como ignorantes y rogando una explicación. Sin dársela, Jesús continuó diciendo que «llorarían y se lamentarían, mientras el mundo se regocijaría» (16, 20). Y prosiguió: «También vosotros sentís tristeza ahora; pero yo volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y esa alegría vuestra nadie os la quitará» (16, 22). Les dijo entonces que cuando el gozo hubiera suplantado a la triste­za, los discípulos pedirían al Padre en nombre de Jesús, y el Padre les concedería todo lo que pidiesen (16, 24). «Ahora dejo el mundo y me voy al Padre», concluyó Jesús (16, 28). Seguramente así fue como en­tendió la resurrección el autor del cuarto evangelio.

A tales palabras en tan extraño contexto replicaron los discípulos diciendo que ahora entendían, que ahora Jesús hablaba claramente. Je­sús respondió con palabras, que suenan a un relato descriptivo y preci­so: «¿Ahora creéis? Mirad, llega la hora, o mejor ha llegado ya, en que seréis dispersados cada uno por su lado y me dejaréis solo» (Jn 16,31-32).

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Si Pedro se había dispersado marchándose por su lado al tiempo del proceso de Jesús, debió de hacerlo encaminando sus pasos hacia la re­gión del lago de Galilea. Eso es importante, cuando nos acercamos al final del evangelio de Juan.

El relato de la negación efectiva de Pedro está contado en el capítulo 18. Cuando hubo negado tres veces a Jesús, Pedro desapareció de la escena hasta que aparece de nuevo en el sepulcro el día primero de la semana, en el capítulo 20. No se le mencionó por su nombre en las dos reuniones de los discípulos después de la resurrección, ni en la tarde de la Pascua de resurrección ni ocho días después en el episodio cuyo cen­tro fue Tomás (Jn 20, 26-29).

Pero el relato acerca de Pedro alcanza su punto álgido en el cuarto evangelio con el denominado epílogo joánico, en el capítulo 21. Ya nos hemos referido al debate de si dicho capítulo encaja en el cuerpo origi­nal del evangelio y hasta si es producto del mismo autor. Pero el capí­tulo 21 fue escrito de tal manera que conectase con lo que había ocu­rrido antes. Por estudios textuales sabemos que el cuarto evangelio nunca circuló sin el capítulo 21, de forma que si el tal capítulo fue un epílogo, se le añadió al evangelio ya desde la primera hora. Un estudio interno del mismo, analizando especialmente vocabulario y estilo, no es concluyente de cara a sugerir un autor diferente del que escribió los veinte primeros capítulos. El epílogo parece completamente joánico; pero también hay problemas manifiestos relacionando en el tiempo los capítulos 20 y 21, en cuanto descripción cronológica de unos aconteci­mientos.

El capítulo 21 está ubicado en Galilea, mientras que el 20 lo está en Jerusalén. Dado que ya he intentado demostrar la primación de la tradi­ción galilaica como el lugar donde se vivió la primera experiencia de la resurrección, bien puede ocurrir que en Juan 21 tengamos el recuerdo, ahora claramente embellecido, de esa temprana tradición auténtica. Más aún, la conducta de los discípulos en el capítulo 21 tiene escaso o ningún sentido, si lo vemos como una secuencia de los sucesos referidos en el capítulo 20. Se lee cual si tales eventos no hubieran ocurrido o, al menos, como si no hubieran tenido impacto alguno. A pesar de las dos apariciones a los discípulos en el capítulo 20, una sin Tomás y la otra estando él presente, y en las cuales Cristo resucitado había insuflado hacia ellos confiriéndoles el Espíritu Santo, y en una de tales aparicio­nes Jesús se había dirigido a Tomás invitándole a tocar sus llagas para que verificase tanto su identidad como su presencia continuada, a pesar de todo ello se describe a los discípulos en el capítulo 21 como extraña­mente impasibles. Ni siquiera el grito creyente de Tomás «¡Señor mío y

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I )ios mío!» había servido para imbuir de una nueva energía especial la vida de Tomás. Lo que aquí tenemos es un emplazamiento extraño para un texto que contiene intuiciones clave y, probablemente, tradiciones primitivas.

Dado todo esto, Juan 21 se abre con Pedro de vuelta a su tierra, cerca del lago de Galilea y en compañía de seis de los discípulos, entre los cuales se encontraba Tomás. Entonces dice Pedro: «Voy a pescar», y los compañeros le responden: «También nosotros vamos contigo». C’onviene recordar que no eran pescadores por deporte, que estuvieran plisando un día de asueto. Eran pescadores profesionales, que se ga­naban la vida vendiendo lo que capturaban. Pedro estaba diciendo que había llegado el momento de rehacer su vida. Era como si por fin hubie­ra reconocido que la aventura de Jesús había pasado. A mi entender, ahí nc captaba precisamente el ánimo de Pedro y de algunos de los discípu­los, que huyeron de Jerusalén a Galilea cuando Jesús fue arrestado. El pesar derivado del trauma de la crucifixión de Jesús había empezado por fin a ceder, y para Pedro había llegado el momento de retornar a la rutina que había gobernado su vida antes de encontrarse con Jesús de Nazaret. Ni el escenario ni el comportamiento tienen sentido alguno, si se colocan después de la aparición de Jesús resucitado en Jerusalén. Y, sin embargo, este epílogo me conduce de nuevo a un relato que pudo luiber tenido sus orígenes en una tradición muy primitiva, en modo al­guno secundaria, tal como la vio el autor del mismo o quien lo agregó al evangelio de Juan.

Después de haber estado faenando toda la noche sin pescar nada, los discípulos recibieron instrucciones de un individuo que estaba en la ori­lla para que arrojasen las redes a estribor. Con alguna tímida protesta, iisí lo hicieron, capturando una gran cantidad de peces. Como he anota­do antes, este relato es casi idéntico a otra historia en la que también el resultado es una gran captura; sólo que esa historia la colocó Lucas en la primera fase galilaica del ministerio público de Jesús, aunque había arrancado a Pedro un grito extático, que tiene más bien resonancias de una confesión posterior a la resurrección del Señor. Lo cual me sugiere i|ue los episodios, que acabaron quedando consignados por escrito en los evangelios mucho más tarde, flotaron antes libremente durante el período de la predicación oral, sin estar ligados a un determinado tiem­po. Y para mí indica asimismo que tales relatos podrían haber cambiado en la tradición oral, planteando al menos la posibilidad de que ciertos i ciatos del Nuevo Testamento, con un contenido diferente por comple­to en su forma presente, podrían tener un origen común.

Teniendo en mente esa posibilidad, me volví a los evangelios con

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esas dos historias similares: una de Juan, situada en un contexto po;. resurreccional, y la otra de Lucas, ubicada en Galilea al comienzo del ministerio de Jesús sobre la tierra y empecé a buscar otros episodios con rasgos similares a esos dos y en los que pudiera estar especialmente im­plicado Pedro.

Un posible significado para las historias del lago

Y encontré lo que andaba buscando. Los relatos enmarcados en un lago sito en Galilea, o en las proximidades del mismo, han de verse en su conjunto. El primero lo contaba Marcos y en él aparecía Jesús calmando una gran tempestad, que con el viento huracanado y el oleaje amenaza­ba con hacer zozobrar la barca en la que se encontraban Jesús y los discípulos (Me 4, 35-41). La misma historia volvía a contarla Mateo (8, 23-28), pero colocándola inmediatamente después de que Jesús hubiese entrado en casa de Pedro y hubiese curado a su suegra. Lucas volvía a contarla (8,22-25). Seguía luego un relato marciano con Jesús caminan­do sobre el agua (Me 6,45-52), y de nuevo una tempestad hacía difícil la travesía hasta Betsaida (pueblo natal de Pedro). Los discípulos creye­ron que Jesús era un espíritu, de modo que Jesús hubo de identificarse diciendo: «Tened ánimo, soy yo, no temáis». El relato concluía con la consignación de que los discípulos estaban asombrados y que «no ha­bían comprendido el milagro de los panes». El relato figuraba inme­diatamente después del episodio de la multiplicación de los panes para cinco mil hombres.

Mateo aceptaba el contexto marciano inmediatamente posterior a la alimentación de la muchedumbre. Contaba la historia marciana de Je­sús caminando como un fantasma sobre el agua y tranquilizando a los aterrorizados discípulos con las mismas palabras: «Tened ánimo, soy yo, no temáis». Pero entonces Mateo añadió toda una dimensión nueva. Pedro, a quien no habían convencido las seguridades de Jesús, le dijo: «Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti sobre las aguas». Jesús le invitó a que lo hiciera, y Pedro se puso a caminar; pero viendo que el viento arreciaba tuvo miedo y gritó: «¡Señor, sálvame!» Jesús le tendió su mano y le dijo: «¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?». Subieron los dos a la barca y el viento cesó. Quienes estaban en la barca, incluyen­do ahora presumiblemente a Pedro, se postraron ante Jesús exclaman­do: «¡Verdaderamente, tú eres Hijo de Dios!» (Mt 14, 22-33).

Juan incluyó también este episodio, enmarcándolo como los demás evangelistas en el relato de la multiplicación de los panes para dar de

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comer a la multitud. Las semejanzas se extienden al miedo de los discí­pulos viendo a Jesús caminar sobre el agua, la autoidentificación de Je- us y su acogida en la barca por parte de los discípulos. Inmediatamente

llegaron a su destino, porque evidentemente el viento que impedía la travesía había cesado. Seguía después una larga conversación con quie­nes habían visto sólo una barca en el lago, y que Jesús no había subido a In misma. Buscaban a Jesús, extrañándose de cómo había podido ir al otro lado del lago; cuestión que probablemente ha de leerse en términos de resurrección. La conversación culminó con la aseveración de Jesús: «Yo soy el pan de la vida» (Jn 6, 16-40).

En su versión de la alimentación de la multitud, Lucas no presenta relato alguno de la aventura del lago, la calma de la tempestad y el pa­seo sobre el agua; pero curiosamente introdujo en este punto de su na­rración la confesión de Pedro reconociendo en Jesús al «Cristo de Dios» (l.c 9, 18-22), para después pasar ya directamente al relato de la trans­figuración.

En todos esos relatos hay temas similares, incluso más allá de su emplazamiento junto al lago. Todos reflejaban un símbolo mesiánico tradicional de dominio sobre el agua, que incluía la capacidad de calmar el oleaje y de caminar sobre el lago o a través del mismo. Esas historias parecen tener alguna conexión con los alimentos, y Pedro desempeña en cada uno de tales relatos un papel oculto o manifiesto.

En el capítulo siguiente volveré a referirme a la comida; pero ahora permítaseme recuperar del pasado hebreo la tradición especial, que apuntaba al dominio que el mesías tendría sobre el agua.

El libro de Job, que la mayor parte de los especialistas cree del siglo vi a.e.c. en su redacción final, se refería a Dios como «el que extendió los cielos y marchó sobre las olas del mar» (Job 9,8). Aquellas partes del libro de Isaías que conocemos como segundo Isaías, aparecidas asimis­mo en el siglo vi a.e.c., recogían ese mismo tema. La «figura del Siervo» entraba en Isaías 42 y, como ya hemos anotado, proporcionaba una cla­ve importante para la forma en que se entendió a Jesús. Después en el capítulo 43, Dios decía a Israel: «Si pasas por las aguas, contigo estoy; si por los ríos, no te anegarán» (v. 2); y posteriormente, en el mismo capí­tulo, el profeta introducía una palabra de Dios describiendo al Señor como alguien «que hizo en el mar un camino, y en las aguas caudalosas un sendero» (v. 16).

En el capítulo 51, justo antes de los dos capítulos que contienen pa­sajes empleados por los primeros cristianos para describir la crucifixión y sepultura de Jesús, el profeta escribió:

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¿No fuiste tú... quien secó el mar, las aguas del gran abismo, quien hizo de las profundidades del mar un camino, para que pasaran los redimidos?Los liberados por Yahvéh volverán, vendrán a Sión con júbilo, eterna alegría sobre sus cabezas; gozo y alegría los alcanzarán, huyeron la pesadumbre y el lamento.« Yo, yo soy quien os consuela.¿Quién eres tú para que temas al hombre que muere, al hijo de hombre que como hierba es tratado?Olvidabas a Yahvéh, que te hizo, que extendió el cielo y echó los cimientos de la tierra...Pronto el encorvado será liberado, y no morirá en la fosa ni le faltará pan.Pues yo, Yahvéh, soy tu Dios, que agita el mar y braman sus olas;Yahvéh de los ejércitos es su nombre.» (vv. 10-15).

Dada la tradición midráshica de investigar las Escrituras para inter­pretar la acción de Dios en el presente, este pasaje es muy probable quelo hayan utilizado los primeros cristianos para proyectar luz sobre Jesús de Nazaret. El dominio sobre el mar, el pan que no faltará, el hijo de hombre que es tratado como hierba, es decir, que puede morir de hecho pero que no se hundirá en la fosa... son frases simbólicas demasiado familiares en el relato de la historia de Cristo como para ser fortuitas.

El libro de los Salmos, muchos de los cuales procedían del período posterior al destierro de Babilonia, continuó con el tema. Hay que ob­servar aquí que una tempestad en el mar era una metáfora para designar las fuerzas del mal en acción. La salvación se veía en el poder divino sobre las fuerzas del mal y en la capacidad de Dios para hacer que esas fuerzas maléficas obedezcan sus órdenes. Así leemos que «[Dios] envió desde lo alto y me recogió, de las aguas hinchadas me arrebató» (Sal 18, 16). «Socórreme, Señor, que ya las aguas me alcanzan hasta el cuello, que me estoy anegando en el cieno del abismo, sin poder hacer pie; que me estoy sumergiendo en las aguas profundas, envuelto en las corrien­tes. Me consumo de gritar, mi garganta está ardiendo, y mis ojos langui­decen en la espera de mi Dios» (Sal 69, 1-3).

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A mí no me resulta inconcebible que estos dos pasajes hayan dado origen a la historia de Pedro intentando caminar sobre el agua para acercarse a Jesús; un Pedro que creyó que la crucifixión era el final y que no había ayuda en Jesús. Éste sería un cuadro exacto del Pedro que huyó de Jerusalén a Galilea y que vivió durante algún tiempo en la ine­xorable depresión de creer que Jesús se había hundido de hecho en la fosa eterna de la muerte, mientras sus ojos languidecían esperando a su Dios. Es cierto que este salmo formaba parte de la Escritura que ali­mentó la interpretación de Jesús por parte de la Iglesia primitiva, pues en el versículo 21 se dice: «Para mi sed me dieron a beber vinagre», que el cuarto evangelio incorporó a su relato de la crucifixión (Jn 19, 2830).

Otros pasajes del Salterio confirman las expectativas de que el me- sías, el representante de Dios, podría tener poder sobre el mar. «Al ver- te, oh Dios, las aguas, al verte las aguas, se aterraron, y los abismos mismos se agitaron... Tú trazaste en los mares tu camino, tu sendero en las aguas caudalosas, sin que tus huellas fueran conocidas» (Sal 77, 16- 19). «Tú dominas la furia de los mares, sus olas engreídas tú las haces callar» (Sal 89, 9). «Más augusto que el mar en sus rompientes es el Señor en las alturas» (Sal 93, 4).

Detrás de esos episodios del evangelio, diferentes aunque similares, yo encuentro un tema común, que para mí aparece en su conjunto en el capítulo final del Evangelio de Juan, aunque en otra forma. Ese capítulo se ubicó también en el lago. Los discípulos estaban luchando no contra los elementos encrespados, sino contra la falta de capturas. Jesús apare­ció junto al lago y les indicó que volvieran a lanzar las redes una vez más. Y cuando obraron como él les indicaba, las redes se llenaron. Al oír Pedro «Es el Señor», se lanzó al agua para alcanzar la orilla. No caminó, sino que fue nadando. Los demás discípulos, trayendo la barca cargada al máximo, también desembarcaron a la invitación de Jesús: «Venid y desayunad». Ninguno de ellos se atrevió a preguntarle quién era, pues «sabían que era el Señor». Jesús entonces partió el pan y se lo dio. Y entonces se consignó por triplicado la memorable conversación con Pedro:

«Pedro, ¿me amas?»«Sí, Señor, tú sabes que te amo.»«Apacienta mis ovejas.»

En algún lugar en los oscuros recovecos del tiempo después de que hubiera terminado la vida terrena de Jesús, y entre cuarenta y setenta artos antes de emprender la consignación por escrito de los evangelios,

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ocurrió el acontecimiento que puso en marcha el movimiento cristiano.Los pormenores estaban y siguen estando abocetados. «El crucifica­

do vive» debió de ser el núcleo de su mensaje. Rompiendo la capa de los episodios atisbamos la posibilidad de que el suceso que los convenció de su verdad ocurrió en Galilea y que Simón fue la primera persona en la que alumbró esa verdad. A causa de ello, Simón fue conocido como la roca en la que apoyaba la fe cristiana, y por ello se le aplicaron los sobre­nombres de Cefas, Pedro, Roca. Cuando regresó, fortaleció a sus her­manos. Cuando dejó de negar, renació. Cuando dejó de dudar, ya no se hundió en las aguas de la desesperación. Jesús se apareció primero a Cefas. El segundo detalle en la tentativa por reconstruir el momento de la Pascua de resurrección está ahora en su sitio. Pedro está, probable­mente, solo en ese momento.

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16Tercera pista: El banquete común

«Y estando con ellos a la mesa, tomó el pan, recitó la bendición, lo partió y se lo dio. Por fin se les abrieron los ojos y lo reconocieron; pero él desapareció de su vista... Y en aquel mismo momento se levantaron y regresaron a Jerusalén... Entonces ellos refirieron lo que les había suce­dido en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan» (Lucas 24, 30-31, 33, 35).

De entre los muchos puntos que conectan la experiencia de la resu­rrección de Jesús con la renovación del banquete común, este episodio resulta el más claro y abierto. Es también un relato extrañamente mar­ginado y muy perturbador para quienes quieren dar un sentido literal a la tumba vacía y a la carne y la sangre del cuerpo del Señor resucitado.

Veamos por un momento las cuestiones que ese pasaje suscita. Los dos discípulos, Cleofás y el compañero innominado, iban de camino des­de Jerusalén a Emaús, distante unos once kilómetros. De repente Jesús se les unió y caminaba con ellos. Yo supongo que Jesús marchaba simple­mente por el camino y los alcanzó, aunque el texto lo único que dice es que apareció simplemente sin señalar ningún sitio y que caminaba con los dos peregrinos. Conviene anotar que, si simplemente les dio alcance, su cuerpo hubo de necesitar el funcionamiento del sistema óseo que le ca­pacitase para caminar. Y que, si charlaban entre sí a lo largo del recorri­do, también hubo de necesitar el funcionamiento de unas cuerdas vocales y de una laringe. Presumiblemente, tanto Cleofás como su amigo vieron a aquel extraño y vieron el camino por el que iban andando. En el relato no hay indicio alguno de que aquellos dos discípulos fueran físicamente cie­gos ni que vivieran aquella aventura con los ojos cerrados.

Llegados a la casa, que parece haber sido su destino, invitaron a en­trar al compañero de viaje. Actuando cual si se tratase de la casa de

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ellos, insistieron ante el desconocido: «Quédate con nosotros, que es tarde y el día ya declina» (v. 29). La invitación fue aceptada, según el relato. Y de repente el invitado empezó a comportarse cual si él fuese el anfitrión. Tomó el pan y recitó la bendición ritual, cometido que habi­tualmente cumplía el cabeza de familia. Y, efectivamente, en este relato se emplearon unas palabras que fueron reconocidas por todos cual pa­labras técnicas altamente desarrolladas en las primitivas liturgias cristia­nas. El extraño tomó pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Algo sucedió en ese momento, siempre según el relato, que hizo que los ojos de Cleo- fás y de su compañero «se abrieran». ¿Qué tipo de apertura fue aquella? Evidentemente no fue física. Fue más una intuición que una visión, una visión segunda más que una primera mirada. Inspirados por los conteni­dos manifiestos cuando se contemplan los evangelios como ejemplos del primitivo midrash judeocristiano, investigamos ahora las Escrituras para ver si hay otros episodios en el texto sagrado, en los cuales perso­nas que no están ciegas han «abierto» los ojos a unas dimensiones nue­vas de la realidad. Esa investigación se ve rápidamente premiada.

Otros momentos de intuición cuando los ojos se abren

En la historia de Adán y Eva en el jardín del Edén (Génesis 2-3) hay dos árboles prohibidos, no uno como suele creerse en general. El prime­ro era el árbol familiar del conocimiento del bien y del mal; el segundo era el enigmático árbol de la vida. Ese segundo árbol no aparece en el relato hasta el último momento, en Gén 3, 22. Comer de la fruta del árbol del conocimiento del bien y del mal comportaba la pena de muer­te. Cabe así presumir que en ese mito Adán y Eva disfrutaban del don de una vida eterna antes de comer de aquel árbol. Pero después de ha­ber comido del mismo fueron expulsados del jardín. Una figura angéli­ca, denominada querubín en el texto, armada con una espada flamean­te, se apostó para guardar el camino de retorno al jardín y, en consecuencia, el camino de retorno al árbol segundo, el árbol de la vida. De ese modo el árbol de la vida estaba divinamente protegido, no fuera a ser que los primeros padres desobedientes se adueñasen no sólo del conocimiento del bien y del mal sino del don de la vida.

Pero en dicho relato, cuando Adán y Eva comen de la fruta prohibi­da. dice el texto que «se abrieron sus ojos». ¿Es posible que en el relato lucano de la resurrección el pan tomado, bendecido, partido y dado se entendiera como la fruta del árbol de la vida, que abrió los ojos de quie­nes vivían al este del Edén, capacitándolos para ver su camino de retorno

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.il reino de Dios, sobreentendido bajo el símbolo del jardín del Edén?Como quiera que sea, en esa viñeta la partición del pan proporcionó

l;i ocasión para un nuevo tipo de visión: para una visión más allá de los límites de la física para adentrarse en los designios profundos de Dios.( 'leofás y su compañero «ven» lo que no habían visto antes, y al «ver» reconocen en su invitado a Jesús, resucitado de la muerte. En ese mo- mcndo «desapareció de su vista». ¿Adonde se fue? Al lugar, probable­mente, de donde había venido. ¿Y dónde estaba ese lugar? El texto no compromete a nada; pero implica que el cielo y la morada de Dios están tan por encima de nosotros que nuestros ojos no lo pueden ver o no lo ven de hecho. ¿Qué tipo de cuerpo poseía el Cristo resucitado? El texto supone un cuerpo que puede aparecer y desaparecer y que puede ser reconocido al partir el pan. Cuando Cleofás y su compañero regresaron a Jerusalén, confirmaron esa intuición. Jesús, resucitado de la muerte, «se les había dado a conocer al partir el pan» (v. 35).

No es éste el único episodio del Nuevo Testamento en el que se yux­taponen Jesús resucitado y la distribución de alimento. Ocurría en el linal secundario de Marcos, donde el texto decía que Jesús se apareció a los discípulos «cuando estaban sentados a la mesa» (16,14). En el relato lucano de una aparición de Jesús a los once en Jerusalén también figura­ba, cuando él pidió algo de comer y ellos le dieron un trozo de pescado asado «que él tomó y comió delante de ellos» (Lucas 24, 42-43). Y pue­de estar ocultamente presente en Juan 20, donde se cuentan dos relatos de apariciones. El tiempo para ambos relatos es por la tarde, cuando solía servirse la cena. Según el texto, el primer episodio ocurrió «la tarde del primer día de la semana, estando cerradas las puertas» (Juan 20,19). El segundo sucedió ocho días después, cuando los discípulos estaban otra vez en casa y con las puertas cerradas (Jn 20, 26). En el mundo judío, ocho días después sería el día primero de la segunda semana, a la misma hora, la hora de la cena. De ello hay sólo un indicio, nada más.

En el epílogo del cuarto evangelio, sin embargo, la conexión del ali­mento con la resurrección es más clara y abierta. Cuando los discípulos aceptaron la invitación de Jesús para comer con él junto al lago, y cuan­do en el curso de la comida Jesús tomó pan y se lo dio, decía el texto: «Y ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: “¿Tú, quién eres?”, porque bien sabían que era el Señor» (Jn 21,12). Hay un único cambio adicional en ese epílogo joánico: la fórmula litúrgica, omnipresente en el Nuevo Testamento, de que Jesús toma, bendice, parte y da el pan, se quebranta aquí y el texto sólo habla de Jesús que «tomó y dio» el pan.

Para entender esto es necesario recordar que el cuarto evangelio es el único que no contiene ningún relato de la Ultima Cena. Nunca en el

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Evangelio de Juan reúne Jesús a sus discípulos alrededor de una mesa antes del viernes santo e identifica el pan partido con su cuerpo y el vino derramado con su sangre. En su lugar insertó el relato del lavatorio de los pies de los discípulos por Jesús. Para Juan, el único momento en que se tomaba, bendecía, partía y daba el pan de vida era en la cruz del Calvario. En el epílogo joánico, el pan de vida bendecido y partido es­taba presente en aquella comida; de ahí que el huésped presidiera la mesa. Sólo necesitaba tomar y dar. Volveremos a encontrarnos esta idea, cuando examinemos otros relatos de comidas en el mismo texto.

Avanzando hasta el libro de los Hechos de los Apóstoles encontra­mos dos referencias, que parecen aunar de forma única el alimento y la presencia resucitada de Jesús. Y ambas referencias apuntan, a mi en­tender, a una conexión originaria y primitiva. La primera referencia es débil, pero la segunda resulta tan fuerte que es imposible eludirla.

En el capítulo 1 el texto decía: «Y cuando estaba con ellos, les orde­nó que no salieran de Jerusalén» (v. 4). El participio griego synalizóme- nos lo hemos traducido aquí por «estaba con» ; pero la traducción más común es la de «estaba comiendo», como se indica a pie de página en una nota de la Revised Standard Versión. El versículo es el preámbulo al relato lucano de la ascensión. El Cristo resucitado fue conocido por ellos a través de una comida compartida.

Si avanzamos hasta el capítulo 10 de los Hechos de los Apóstoles, hasta un sermón atribuido a Pedro, descubrimos que se han utilizado esas enigmáticas palabras: «Lo mataron [a Jesús] colgándolo de un ma­dero; pero Dios lo resucitó al tercer día y le concedió hacerse pública­mente visible, no a todo el pueblo, sino a los testigos señalados de an­temano por Dios, a nosotros que comimos y bebimos con él después de haber resucitado él de entre los muertos» (Act 10, 39-41). Es una afir­mación notable. Empieza por asentar la iniciativa divina: Dios lo resuci­tó, no se resucitó Jesús a sí mismo. Sugiere también que una cierta sub­jetividad va implícita en el concepto de «ver» a Cristo resucitado. Dios, que lo resucitó, también «lo hizo visible»; pero únicamente a «los testi­gos señalados de antemano». El Cristo resucitado no se manifestó a «todo el pueblo». El texto parece decir que no era objetivo, físico o fo- tografiable. Fue necesaria la acción de Dios para hacerlo «visible» o «manifiesto». Algo tuvo que ocurrirles a tales «testigos» para que abrie­ra los ojos de gente que no era ciega y ver lo que los ojos normales no veían. El Cristo resucitado pudo ser visto únicamente por ojos, que ha­bían sido abiertos por una acción divina única. Finalmente, el texto su­gería que los testigos de la resurrección fueron aquellos que «comieron y bebieron con él después de haber resucitado él de entre los muertos».

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11na vez más, la conexión es clara. De alguna manera el ver a Cristo resucitado iba asociado con la participación en un banquete común, con In participación en el significado del pan partido.

La conexión final del alimento con el Jesús concretamente resucita­do la recordaba el llamado libro del Apocalipsis o Revelación de Juan.I 11 dicho texto, el Cristo victorioso, que «ha conquistado» y que se ha sentado con su Padre en su trono, dice a la Iglesia de Laodicea: «Mira, i|ue estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él cenará conmigo» (Ap 3, 20).

I .ti fórmula cuádruple: Tomar, bendecir, partir y dar

Desde el primer momento parece que se dio una conexión indeleble entre la experiencia de Jesús vivo después del viernes santo y la experien­cia de reunirse en nombre del Señor para partir el pan y comerlo juntos. Aceptando lo inadecuado de una lectura de los evangelios con un sentido ilc tiempo lineal, buscamos ahora en el cuerpo de los textos evangélicos oirás conexiones alimento-resurrección. Necesitamos acordarnos de romper el modelo que ha alentado la historia; a saber, hay que dejar de ver los evangelios como cronologías de la vida de Jesús, que describen los sucesos por orden desde su nacimiento a su muerte y su resurrección.I ,n realidad cada evangelio ha sido escrito a la luz de la Pascua de resu­rrección, y la idea de esa Pascua puede encontrarse una y otra vez en el cuerpo del mismo texto con sólo que tengamos ojos para ver.

El evento primero y más evidente, al que hemos de volver, es el banquete que ha dado en llamarse la Última Cena. Un relato de ese banquete lo escribieron Pablo y los tres evangelistas sinópticos.

En la carta primera a los Corintios (11,23-26), que es el primer rela­to de dicha cena (56 e.c.), Pablo introdujo el episodio, según hemos ano- lado antes al analizar su idea acerca de la resurrección. Dice así: «Yo recibí una tradición procedente del Señor, que a mi vez os he transmiti­do; y es ésta: que el Señor Jesús, la noche en que era entregado, tomó pan». Pablo está diciendo que ésa era la tradición sagrada y auténtica de la primitiva comunidad cristiana, y que tenía que ser tratada con un sentimiento especial de respeto. La había «recibido» y «transmitía» a su vez lo «recibido». En la época anterior a la imprenta, cuando los mensa­jes escritos escaseaban, una tradición sagrada se transmitía por la pa­labra oral con reverencia, cuidando de que no fuese ignorada. Cuatro capítulos más adelante, en la misma epístola, Pablo introducía el relato ile la resurrección de Jesús de igual modo: «Porque os transmití, en pri­

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mer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; que fue sepultado y que al tercer día fue resucita­do según las Escrituras» (1 Cor 15, 3 y ss.). Así es correcto decir que en Pablo la repetición de la cena del Señor y los relatos de testigos, que co­rroboraban la resurrección, entraban conjuntamente en el estatus de la tradición «recibida», que tenía que «transmitirse» de la misma manera.

También es digno de notarse que al tiempo en que Pablo escribió esa carta ya estaban claramente incorporados los cuatro verbos litúrgicos: en su última cena Jesús tomó, bendijo (dio gracias), partió y dio.

Además, el pan partido se había identificado con el cuerpo de Jesús entregado o roto «por vosotros». La copa se designaba «el nuevo pacto en mi sangre». «Haced esto en memoria mía» era la recomendación.

Deberíamos anotar también que esa liturgia renovada no pretendía celebrar la resurrección sino más bien «proclamar la muerte del Señor hasta que venga». Fue el modo por el que la comunidad cristiana llegó a entender su muerte. En esa comprensión latía la esperanza de que Jesús se hallaba con Dios, y que desde Dios vendría al final del tiempo. El Jesús que dos décadas después sería presentado saliendo del sepulcro, simplemente no era objeto de contemplación en este temprano texto paulino. Pero la comprensión de aquella muerte, y consiguientemente la comprensión del triunfo de Jesús sobre la muerte, que lo identificaba con el Señor del juicio que aún había de llegar como el Hijo del hombre, sí que estaba presente en el texto paulino que describe la cena sacramental.

Volviendo ahora a las tradiciones acerca de la vida de Jesús, que los evangelistas colocaron antes de su resurrección, nos proveemos de los cuatro verbos litúrgicos —tomar, bendecir, partir y dar— para encon­trar pistas hacia unos contenidos más profundos. Esos verbos clave indi­can que no estamos enfrentándonos a un banquete normal, sino al ban­quete único, que de alguna manera es una señal para entender el significado original de la resurrección.

Veamos para empezar la tradición sinóptica de la institución de la cena del Señor. Marcos, el evangelio más antiguo, empleó esos cuatro verbos cruciales al narrar ese episodio: Jesús tomó el pan, lo bendijo, lo partió y lo dio (Me 14, 22). La cena terminó con estas palabras de Jesús: «Os aseguro que ya no beberé más del producto de la vid, hasta el día en que lo beba nuevo en el reino de Dios» (14, 25). Mi opinión es que «aquel día» significaba el día de la resurrección o el día de la segunda venida. Esos dos días se confundieron rápidamente en la historia cristia­na, como espero demostrar.

La versión mateana de la Última Cena sólo introdujo un cambio significativo en el texto de Marcos. Mateo corrigió la declaración final

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ilc Jesús, para decir que la próxima vez bebería del fruto de la vid «con vosotros» en «el reino de mi Padre» (Mt 26, 29).

El único cambio de Lucas en el relato de la Ultima Cena es que Jesús utilizó dos copas en vez de una. En mi hipótesis, Lucas era un gentil con I nertes conexiones judías, pero sin conocer lo bastante bien todos los ritos, como los de la pascua. En el capítulo 2 de su evangelio también confundió los ritos de purificación y de presentación. Además de ese detalle menor, I ucas contiene también un único cambio en las palabras finales del Jesús terreno: «Vosotros sois los que constantemente habéis permanecido con­migo en mis pruebas; por eso, igual que mi Padre dispuso en favor mío de un reino, yo también dispongo de él en favor vuestro, a fin de que en mi reino comáis y bebáis a mi mesa y estéis sentados sobre tronos, para juzgar n las doce tribus de Israel» (22, 28). A mí me parece que Lucas estaba diciendo que la comida y la bebida en la mesa del Señor formaba parte de10 que significaba estar en el reino de Dios. Lo cual parece sugerir, a su vez, que en el acto de comer y beber en el nombre del Señor, aquí y ahora estamos compartiendo un anticipo de aquel reino. Tal vez en ese escena- i io nuestros ojos podrían «abrirse» para contemplar a alguien que, aunque crucificado, fue visto reinando de hecho como el Señor del cielo.

Hay en los evangelios otros episodios de multiplicación de panes/co­mida, que reclaman a gritos una explicación. En Marcos, Jesús alimentó11 dos muchedumbres. Uno de esos episodios tuvo como destinatarios a cinco mil «hombres», que fueron alimentados con cinco panes y dos pe­ces, habiéndose llenado doce cestos con los fragmentos sobrantes (Me 6, *0-44). En el otro fueron cuatro mil las «personas», saciadas también con siete panes y algunos pececillos, siendo después siete los cestos lle­nos con los restos (Me 8,1-10). En ambos relatos marcianos, Jesús utili­zó la fórmula litúrgica: tomó, bendijo, partió y dio el pan.

Hay en Marcos otras dos notas, que insinúan que estamos tratando con una interpretación posresurreccional, retroproyectada ahora a un episodio anterior. En la alimentación de los cinco mil hombres, Jesús dijo que sentía compasión de aquella muchedumbre «porque estaban como ovejas sin pastor» (Me 6, 34). Esa nota resonaba también en el relato de la Última Cena según Marcos, cuando Jesús dijo a los discípu­los: «Todos os dispersaréis, porque está escrito: “Heriré al pastor, y se dispersarán las ovejas”» (Me 14, 27). Seguramente que no es casual esa duplicación de casi las mismas palabras como parte de dos episodios dis­tintos, en cada uno de los cuales Jesús tomó, bendijo, partió y dio el pan.

En el episodio que describe la alimentación de cuatro mil personas, lesús dijo: «Siento compasión de este pueblo, porque llevan ya tres días conmigo y no tienen qué comer» (Me 8,2). Cuando se escribió el Evangelio

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de Marcos, la expresión «tres días» pertenecía al lenguaje de la resurrec­ción. No era una expresión casual y aquí ha de entenderse en ese contexto.

Cuando se añaden unos símbolos extraños —cinco panes en un epi­sodio, siete panes en otro, cinco mil hombres aquí, cuatro mil personas allí, doce cestos de fragmentos sobrantes en un pasaje, siete cestos de tales fragmentos en el otro, las ovejas sin pastor allí, los tres días aquí—, está claro que los relatos de alimentación no han de entenderse en un sentido literal o como relatos de un milagro sobrenatural. Tenían alguna conexión con la Última Cena y con la resurrección de Jesús.

Mateo siguió el encuadramiento de Marcos e incluyó en su evange­lio la alimentación de cinco mil hombres y la de otras cuatro mil perso­nas. Y en ambos casos utilizó el cuádruple código litúrgico: Jesús tomó el pan, lo bendijo, lo partió y lo dio (Mt 14, 10; 15, 36).

Lucas omitió el segundo de tales relatos y sólo recordó el episodio de los cinco mil hombres, aunque una vez más con la consabida fórmula fija: Jesús tomó, bendijo, partió y dio el pan (Le 9, 16).

Juan recordó asimismo una historia de nutrición de la muchedum­bre. Pero al describir ese único episodio, confirmó la sospecha de que la alimentación de la multitud por parte de Jesús dándoles pan en el de­sierto era un signo de la resurrección, un símbolo del banquete celestial. Aunque Juan omitió en su relato la Última Cena, en el lugar en que ésta debería haberse incluido normalmente tenemos una conexión midráshi- ca con el alimento; ésta nos ayuda a conocer que la comida común fue de hecho, y no sólo en la mente de Juan, el marco de sus palabras. En los acontecimientos de aquella noche de la Última Cena, Jesús habría di­cho, según Juan: «No lo digo por todos vosotros; yo sé bien a quién escogí. Pero cúmplase la Escritura: “El que come el pan conmigo, ha levantado su pie contra mí”» (Jn 13,18). Poco después mojó un bocado y se lo dio a Judas, como indicando quién le traicionaría. Dicho versícu­lo es un midrash, creado sobre el Sal 41, 9, donde el salmista escribió: «Incluso el amigo en quien yo confiaba, que comía de mi pan, ha le­vantado contra mí su calcañar». Pero ese mismo salmo incluía unas pa­labras, que con toda seguridad se vieron como una referencia a la resu­rrección: «Mas tú. Señor, tenme piedad y álzame, para que les dé su merecido» (Sal 41,10). Incluso Juan, el único evangelio que pretende el valor de testigo presencial (Jn 21, 24), utilizó el método midráshico.

Sin un relato de la Última Cena, el cuarto evangelio agregó a la his­toria de la alimentación de la muchedumbre todas las enseñanzas que Pablo y los tres sinópticos insertaron en el relato de la Última Cena de Jesús. Para el cuarto evangelista, el episodio de la muchedumbre ali­mentada con los panes y los peces era una señal clara de que la resurrec-

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dón y el banquete común estaban íntimamente relacionados. También luán afirmaba que la alimentación de los cinco mil ocurrió en el tiempo de la Pascua, que era el marco de la Ultima Cena en los evangelios si­nópticos. Juan cuestionó la pretensión sinóptica al colocar la crucifixión la víspera de la Pascua, cuando se sacrificaban los corderos pascuales; pero situó el relato de los cinco mil durante la Pascua.

En el relato joánico de esa alimentación de la muchedumbre, Jesús loma, bendice y da; ¡pero no «parte» o rompe! Juan contaba ese episo­dio como un acontecimiento en la parte primera de la vida de Jesús, y no como una historia posterior a la resurrección. Así, Jesús podía tomar el pan, bendecirlo y darlo; mas para Juan el pan de vida sólo podía ser partido o roto una vez, y eso ocurrió al cumplirse la crucifixión. Para Juan la crucifixión fue la rotura única y total de la persona, que para él era el pan de la vida. De ahí que en la historia joánica de la alimentación de los cinco mil no se mencione la partición del pan que se les dio.

Si atendemos a los detalles que rodean ese episodio en el cuarto evange­lio, se nos hace patente el propósito de Juan. Cuando la gente vio el milagro de los panes, exclamó de inmediato: «Éste es verdaderamente el profeta que iba a venir al mundo» (Jn 6,14). Relacionaba así Juan la alimentación de la muchedumbre en el desierto con la historia de Moisés en el Éxodo dando al pueblo de Israel el maná en el desierto (Éx 16, 13 y ss.); historia que seguramente era la tradición midráshica subyacente en cada uno de los relatos evangélicos que hablan de la alimentación de la muchedumbre.

Con el tiempo, la tradición judía llegó a considerar como un alimento celestial el pan que se les había dado en el desierto y que ellos llamaron maná. Era «el pan de los ángeles», y la capacidad de proporcionarlo se incorporó a las expectativas puestas en el mesías, un profeta como Moi­sés, al que Dios suscitaría algún día. Estos temas los recogió el salmista: «¿Podrá Dios poner mesa en el desierto?... Mas ¿acaso también podrá dar pan?» (Sal 78, 18 y ss.). Había otros elementos en la historia del de­sierto que cuenta el Éxodo, los cuales parecen tener eco en el relato joá­nico de la alimentación de la muchedumbre por parte de Jesús. Al hablar Moisés de aquel alimento celestial dijo: «Y por la mañana veréis la gloria de Yahvéh» (Éx 16, 7), un versículo que sin duda los primeros cristianos pudieron ver como un anticipo de la experiencia de la resurrección.

En aquel viejo relato del desierto, Dios no sólo proporcionó pan sino también carne (Éx 16,13) y a ella se referiría más tarde el salmista, consi­derándola como carne que Dios dio a comer a su pueblo (Sal 78,27-29). El cuarto evangelio manejó todos esos temas. Jesús, como mesías, daría pan; pero también daría su carne para la vida del mundo. Juan va ahora más allá de la alimentación de la muchedumbre y empieza a precisar

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esos puntos, cual si dijera: por favor, no interpretéis mal lo que estoy diciendo; es el Hijo del hombre quien da el pan que dura hasta la vida eterna; sobre ese Hijo del hombre, Dios ha puesto su sello (Jn 6,27). Es decir, que Dios lo ha confirmado. Mi Padre da así el pan verdadero; el pan divino que baja del cielo y da la vida al mundo (Jn 6, 30-34).

Después, en el relato joánico la multitud pidió ese pan celestial y Jesús respondió: «Yo soy el pan de vida; quien viene a mí no tendrá hambre... El pan, que yo daré para la vida del mundo, es mi carne» (Jn 6, 35-51). Una y otra vez Juan presenta a Jesús insistiendo en ese punto familiar. «Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su san­gre, no tendréis vida en vosotros; quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6,53-54); ése tal «mora en mí y yo en él» (Jn 6, 56). Al lamentarse los discípulos de lo duro de semejante lenguaje, Jesús respondió: «¿Y si vierais al Hijo del hombre subiendo adonde estaba antes? El espíritu es el que da vida, la carne de nada sirve» (Jn 6, 62-63).

Ahí se unen y mezclan todos los símbolos: mi carne es alimento real, el pan de Dios es espíritu, el cuerpo que muere carece de importancia. Yo he ascendido, de manera que pueda volver hasta vosotros como es­píritu para alimentaros, para daros vida, para ser vuestro alimento ce­lestial. Entonces, cuenta el cuarto evangelio, Pedro entendió, y cuando se le preguntó si quería alejarse de aquel Jesús, respondió: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes las palabras de vida eterna; y nosotros hemos creído y hemos llegado a conocer que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,68-69). Ésta es una palabra que no podría haber sido pronunciada antes de la Pascua de resurrección, sea cual fuere su sitio en el texto joánico.

Resurrección, pan, ascensión, espíritu y la confesión de Pedro son los elementos, que se juntaron al alba de la historia cristiana, según sugiere Juan. Y fue en Galilea. Pedro estuvo implicado. Y todo ello tuvo que ver algo con el pan partido y con la visión de Jesús como alimento celestial. Cuando viajamos al corazón de las Escrituras, descubrimos que algún tipo de pan, en la forma de pan partido sacramentalmente, se convirtió en el medio con el que se abrieron los ojos para ver a Jesús como el pan de vida, como alguien que sobre la cruz fue tomado, bendecido, roto y dado. Nosotros lo conoceremos así como viviente y por lo mismo eternamente a nuestra disposición, por cuanto su vida ha sido exaltada ahora hasta la vida misma de Dios. Desde ese lugar celestial «se dio a conocer a sí mis­mo al partir el pan». La pista tercera ha desembocado en el lugar.

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17Cuarta pista: El día tercero,

un símbolo escatológico

«Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre tenía que padecer muchas cosas y ser desechado por los ancianos, y por los sumos sacer­dotes, y por los escribas, y ser entregado a la muerte, y a los tres días resucitar» (Me 8, 31). «... a los tres días resucitaré» es una expresión sugestiva en el relato de Marcos. Si tomamos esas palabras al pie de la letra, la historia de la resurrección de Jesús habría de situarse el día segundo de la semana; un dato acerca del cual poca gente parece haber meditado.

En el Evangelio de Mateo aparece Jesús diciendo a un grupo de escribas y fariseos: «Porque, como estuvo Jonás en el vientre de la bestia marina tres días y tres noches, así estará el Hijo del hombre en el co­razón de la tierra tres días y tres noches» (Mt 12, 40). De tomar literal­mente tales palabras, la resurrección de Jesús habría que colocarla al ponerse el sol el lunes. Aun entonces habría que cambiar el orden fijado y leer más bien tres noches y tres días. No hay muchas probabilidades de que el texto con el que he abierto este capítulo pueda explicarse como un comentario informal, que demostraría que literalmente no es correc­to, por cuanto en el capítulo 9, versículo 31 de Marcos, repite Jesús: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y le mata­rán; y después de muerto, a los tres días resucitará».

Si alguien todavía no está seguro de que eso es lo que pensaba la tradición primitiva, no tiene más que saltar hasta Marcos 10,33-34, don­de de nuevo es Jesús quien habla: «Porque mirad, subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escri­bas, y le condenarán a muerte, y le entregarán a los gentiles, y le escar­necerán, y le escupirán, y le azotarán y matarán, y tres días después resu­citará». Contando efectivamente tres días, la resurrección caería en

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lunes, segundo día de la semana, no el domingo que era el día primero.Maurice Goguel, un destacado especialista bíblico de la primera mi­

tad de este siglo, demuestra que en Marcos el «después de tres días» no significa un período de setenta y dos horas, sino simplemente «después de una breve pausa».1 Muy bien puede ser así; pero está claro que esa medida de tiempo se literalizó muy pronto y que se hicieron esfuerzos por combinar la tradición del día primero de la semana con el símbolo de los tres días. Esa combinación se llevó a cabo cambiando o enten­diendo el «después de tres días» como «al tercer día», pasando esa nueva interpretación a la tradición escrita. Es verdad que «después de tres días» y «al tercer día» no significan la misma cosa; pero suenan de forma similar y la mayor parte de la gente no cuestiona la diferencia. De ese modo la armonización se implantó más bien pronto en el movimiento cristiano. Aun así, el día primero de la semana sólo podría ser el día tercero, contando el viernes como el primer día de ese cómputo; lo cual significa presionar fuertemente la definición, ya que ese día el sol se puso casi al momento de la muerte de Jesús.

Ya por el año 56 e.c. Pablo se refirió al día tercero en su carta prime • ra a los Corintios (1 Cor 15, 4). Por lo que podemos concluir que al menos en las comunidades gentiles y helenizadas la armonización del día primero de la semana y los tres días ya se había realizado. El evange­lio de Marcos, aunque escrito después de algunas de las epístolas pauli­nas, reflejaba la tradición palestinense más primitiva. Podemos compro­bar que el cambio se había producido, cuando vemos que Lucas y Mateo han sustituido el «a los tres días» marciano por «al tercer día» (véase Mt 16,21; 17,23; 20,19; y Le 9,22; 18,33; 24,7-46). El cambio fue deliberado, constante y muy específico, pues tanto Mateo como Lucas tenían delante el texto de Marcos al escribir sus evangelios respectivos. Pero al incluir el texto de Jonás, Mateo daba pruebas de que la versión reflejada en Marcos era de hecho más primitiva.

Mateo también retrocedía hacia esa tradición más antigua al contar la historia de los fariseos que pusieron guardias en el sepulcro. Afirma­ban que Jesús había dicho: «Después de tres días resucitaré» (Mt 27,63). Marcos, Mateo y Juan también incluyen la referencia de Jesús a la re­construcción del templo en tres días (presumiblemente completos) (Me 14, 58; Mt 26, 61; Jn 2, 20). Lucas revela asimismo, creo yo. un conocimiento de la originalidad de la tradición de los tres días comple­tos, al utilizar la expresión en el relato del niño Jesús perdido en el tem­plo (Le 2,41-51). «Después de tres días», allí fue encontrado el niño. Es el mismo niño Jesús que después aparece diciendo a su madre: «¿No sabíais que tengo que estar en casa de mi Padre?».

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Si confrontamos los relatos de los evangelios, el tiempo transcurrido entre la crucifixión del viernes santo y la tumba vacía al alborear el do­mingo apenas fue de treinta y seis horas, un día y medio como máximo. I’or tanto, lo primero que conviene anotar es que entre los primeros cristianos las expresiones clave «el primer día de la semana», «después de tres días» y «al día tercero» representan unas referencias de tiempo contrapuestas, que no se conciliaron hasta pasado algún tiempo.

Cuando leemos los relatos de la Pascua de resurrección, la frase «el primer día de la semana» entró en la tradición pascual junto con la his­toria de la tumba vacía. Esa tumba vacía era un episodio de Jerusalén y formaba parte de la tradición jerosolimitana, que —como ya he sugeri­do— era secundaria por completo en tiempo respecto de la tradición galilaica, más antigua. Y dado que el relato de la tumba vacía no era parte originaria de la tradición resurreccional, la expresión «al tercer día» debió de ser una última tentativa por conciliar la expresión primiti­va «después de tres días» con la adición más reciente de «el día primero de la semana»; o, para decirlo de un modo más concreto, para conciliar una tradición antigua con una tradición secundaria.

Reginald Fuller ha sostenido que la celebración del día del Señor o domingo, el día primero de la semana, fue una institución cristiana hele­nística, desconocida para los cristianos palestinos; pero de hecho fue muy familiar a Pablo, que se movió en círculos gentiles.2 Efectivamente, Pablo aludía al día primero de la semana como el día en que los cristia­nos ponían aparte las ofrendas que se juntarían para la colecta final, cuando él los visitase. Y tal referencia puede implicar que era también el día en que los cristianos se reunían para el culto. Dicha referencia está contenida en la misma epístola, en la que Pablo decía haber recibido la tradición de que Jesús había resucitado «al tercer día» (1 Cor 16, 2; 15, 4). Si «después de tres días» representaba una tradición palestina, sería correcto decir que precedió a la observancia cristiana del «día primero ilc la semana» y que esta expresión se insertó con dificultad en aquella tradición mediante el cambio sutil de «al tercer día». Mas por lo que hace al significado originario de tres días, es necesario ir más allá de las prácticas litúrgicas. Tenemos que ahondar en el corazón del pensamien- lo judío.

I I significado judío de tres días

¿Podía la expresión «tres días» constituir en la mentalidad judía una referencia al calendario del tiempo? Yo sostengo que no, y en apoyo de

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tal conclusión remito a mis lectores a los textos talmúdicos antiguos del pueblo judío, que hablan de la resurrección general al fin del mundo. Según tales textos, ocurrirá la madrugada siguiente al tercer día después del fin del mundo, o tres días después de cesar el tiempo. Yo entiendo que no tiene sentido alguno utilizar una palabra de tiempo definido como es día para referirse a una dimensión que está más allá del tiempo. Por lo demás, ése es siempre el problema cuando se emplean palabras terrenas para describir elementos trascendentes. Y a eso se debe exacta­mente que el lenguaje de la tradición apocalíptica judía, que trata del fin del mundo y por consiguiente del fin del tiempo, resulte tan bizarro, y que no lo resulten menos las palabras empleadas para describir la resu­rrección en un sentido literal.

El símbolo de «tres días» era para los judíos un símbolo escatológi- co. La mañana después del día tercero era el momento decisivo y crítico en los acontecimientos que marcaban las cosas últimas en la mitología judía. El símbolo «tres días» podría no haber sido para los judeocristia- nos un asunto de cronología; más bien debió de ser una aseveración dogmática de que Jesús iba a ser quien traería el amanecer del reino de Dios. Pese a las implicaciones del símbolo de los «tres días» persistía el hecho de que la nueva Jerusalén no descendía del cielo en el momento llamado Pascua de resurrección ni el reino de Dios se acomodaba al tiempo de la muerte y la resurrección de Jesús.

Así las cosas, ¿qué afirmaban los primeros cristianos al utilizar la fór­mula de los «tres días»? Estaban diciendo que Jesús había entrado en la esfera celeste, desde la cual se había manifestado personalmente a sus discípulos después de su muerte. Significaba que sus discípulos vieron a Jesús como un símbolo y una garantía de que Dios, que gobernaba los cielos, había incorporado a Jesús a su esfera divina. Significaba que el justo, que había sido crucificado, era vindicado ahora. Significaba que su enseñanza había sido refrendada. Significaba que el Dios definido por Jesús se había revelado como el Dios verdadero, no siéndolo el que pre­sentaba la autoridad religiosa de los judíos. Finalmente, y era lo más espe­cífico, significaba que cuanto imaginaban los judíos que ocurriría a cada uno en la resurrección general, tres días después del fin del mundo, había ocurrido ahora de hecho en el caso especial de este hijo de Israel. Signifi­caba que Jesús era «las primicias de los que ya reposan» (1 Cor 15, 20).

Encuadrar la expresión «después de tres días» en el vocabulario ju­dío relativo al fin del mundo equivale a suscitar la cuestión acerca de su origen primero: ¿Cómo se incorporó la referencia de los «tres días» a la escatología judía? La pregunta nos conduce una vez más a la tradición midráshica de las Escrituras hebreas.

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En la vida y el folclore judíos alentaba el sentimiento de que después ilc tres días llega el momento crucial, especialmente cuando se trata de I >ios o de un cambio decisivo en la historia nacional. Siempre que el pueblo de Israel pensaba en Dios o intentaba darse razón de cómo per­cibía las relaciones de Dios con él o con su historia, aparece el símbolo ile los tres días, encontrándose esa unidad de tiempo a lo largo de las Sugradas Escrituras.

Un viaje de tres días era considerado una distancia buena para que los héroes hebreos escapasen de un peligro, como en los casos de Jacob y de Moisés librándose de sus enemigos Labán (Gén 30, 36) y el faraón (Éx 3 ,18), respectivamente. José encarceló a sus hermanos durante tres días como prueba, cuando llegaron a Egipto para comprar trigo durante In epidemia de hambre (Gén 42,17-18). En ese episodio fue al cumplirse el día tercero cuando José anunció a sus hermanos encarcelados que se cumpliría su veredicto: «Si lo hacéis así, quedaréis con vida, porque yo temo a Dios». El tercero de los tres días empezó a connotar un juicio, era el día crítico en el que comenzaba a vislumbrarse la nueva realidad; una realidad que se revelaría por completo sólo cuando el día tercero hubiera pasado.

La «plaga de las tinieblas», que Moisés vaticinó que caería sobre l'gipto, fue una plaga que se dejó sentir durante tres días: «Por espacio ilc tres días no se vieron unos a otros ni se movió nadie de su sitio», dice el texto (Éx 10, 22 y ss.). Los evangelistas seguramente que lo recorda­ron al hablar de las tinieblas que cubrieron «toda la tierra» al tiempo de la resurrección (Me 15, 33; Mt 27,45 y Le 23,44). «Nadie se movió de su sitio durante tres días», según la tradición.

Al tercer día también fue informado David de la muerte de Saúl en el monte Gelboé; lo cual significó que pudiese ser proclamado rey des­pués de tres días. «Id por tres días, y luego volved a mí», dijo Roboam a todo Israel (1 Reyes 12, 5). En su viaje a la tierra prometida desde el destierro de Babilonia, Esdras acampó durante tres días junto al río Ahavá, con el fin de cerciorarse de que contaba con ministros adecua­dos para el templo de Dios antes de continuar hacia su destino (Esd 8, 15). Al llegar Esdras, los desterrados que habían regresado tuvieron que congregarse en un período de tres días, o en caso contrario serían expul­sados de la casa de Israel, que se establecería después de ese tiempo (Esd 10, 8-9). Jonás estuvo prisionero en el vientre de la bestia marina tres días y tres noches, antes de que el Señor lo liberase (Jon 1, 17). I inalmente, después de tres días y tres noches de ayuno la reina Ester consiguió salvar a su pueblo del malvado Amán (Est 4, 16).

Desdibujando un poco esa imagen, hemos de admitir que se dan

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también algunas referencias bíblicas, en las cuales era el día tercero pro­piamente dicho, y no el amanecer después del tercer día, el que se con­vertía en el momento decisivo. Sin duda que los primeros cristianos po­drían haber utilizado esos textos como una justificación midráshica cuando, con vistas a armonizar el tema primitivo de la resurrección «después de tres días» con «el día primero de la semana», empezaron a referirse a la resurrección como ocurrida «al tercer día». En la historia de José, el destino de vida o muerte del copero y del panadero del fa­raón se decide al tercer día (Gén 40, 12-13, 18-19).

La aparición de Yahvéh en el monte Sinaí para otorgar la Ley ocu­rrió en la mañana del día tercero. Dicha aparición fue precedida de truenos, relámpagos, densos nubarrones y agudos toques de trompeta. Sólo entonces sacó Moisés al pueblo del campamento para ir al encuen­tro de Dios (Éx 19,16). Como preparación a tal teofanía se le ordenó al pueblo que, mediante ritos de preparación cúltica, estuviera dispuesto para el tercer día: «Pues el día tercero descenderá Yahvéh a la vista de todo el pueblo sobre la montaña del Sinaí» (Éx 19, 11).

Cuando el rey Ezequías de Judá cayó enfermo, el profeta Isaías acu­dió a decirle que dispusiera los asuntos de su casa, porque iba a morir. Ezequías lloró y oró, recordando a Dios que había sido un rey fiel. El Señor le dijo entonces a Isaías que regresase a palacio con un nuevo mensaje: «He escuchado tu plegaria, he visto tus lágrimas; mira, yo te curo: al tercer día podrás subir al templo de Yahvéh» (2 Re 20, 1-5). Para asegurarse de que no había entendido mal el mensaje, Ezequías preguntó: «¿Cuál será la señal de que Yahvéh me ha de curar y podré subir al tercer día a la casa del Señor?» (2 Re 20,8). Isaías le ofreció una señal que tenía que ver con el retroceso de las sombras, indicando así que el tiempo se había suspendido o invertido.

El profeta Oseas, al declarar que Yahvéh prometía dar nueva vida a su pueblo, dijo: «En un par de días nos dará la vida, y al día tercero nos levantará y viviremos en su presencia» (Os 6, 2).

Está claro que la expresión «tres días» se utilizó constantemente en la tradición hebrea. En muchos casos el día tercero era el día crítico del juicio o el día en que alumbraba una nueva realidad. El día tercero entró así en la mitología judía relativa al fin del mundo. El día tercero llegó a identificarse como el preludio del día del Señor. Y el día del Señor sería el día en que Dios iba a actuar de forma decisiva para salvar el mundo. Para los malvados, el día del Señor sería pavoroso. Por el contrario, para los justos oprimidos el día del Señor se adelantaría con la esperanza. «Y Yahvéh, su Dios, los salvará en aquel día, como a rebaño de su pueblo», escribió Zacarías poco después de los versículos que hablan del rey que

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llega con mansedumbre cabalgando un asno; un pasaje que ciertamente se incorporó muy pronto a la historia cristiana (Zac 9, 16). Y el mismo profeta escribiría: «Y derramaré sobre la casa de David y sobre los habi­tantes de Jerusalén espíritu de favor y de plegarias, de modo que con­templarán al que traspasaron, y plañirán por él, cual suele plañirse por el unigénito, y se hará duelo amargo por él como suele hacerse por el primogénito. Y en aquel día será grande el lamento de Jerusalén, como el lamento de Hadad-rimmón en el valle de Meguiddó» (Zac 12, 10 y ss.). Y un poco después vaticinaría que «sería herido el pastor y se dis­persarían las ovejas» (13, 7); un versículo que ya hemos encontrado en el texto evangélico. «Aquel día» era una referencia clara al «día del Se­ñor». Se identificó con el reinado de Dios, que empezaría tres días des­pués del fin del mundo. Acerca de ese día escribiría el profeta Mala­quías: «¿Y quién podrá soportar el día de su venida? ¿Y quién es el que podrá permanecer en pie cuando él aparezca?» (Mal 3, 2).

Así, en la historia judía el amanecer después del día tercero, y en algunos casos el mismo día tercero, pasó gradualmente a identificarse con «el día del Señor», y con el tiempo esa adecuada fusión permitió a los cristianos contar su historia con los términos de ese símbolo apoca­líptico. Vieron a Dios actuando en Jesús. Para dar sentido a su crucifi­xión emplearon el símbolo apocalíptico y hablaron de las tinieblas que cubrieron toda la tierra. Pero después de tres días, afirmaron, Dios lo resucitó y lo hizo sentar a su diestra. Desde esa posición de exaltación celestial vendría Jesús por segunda vez; pero la segunda venida sería el día final del Señor y reuniría en su presencia a todas las naciones, se­parando las ovejas de los cabritos en el juicio final (Mt 25, 31 y ss.). Ocurrió así que reunieron todos los símbolos del pasado hebreo —tres días, el día del Señor, la exaltación, el Hijo del hombre y la segunda venida— en torno a la vida de Jesús, cuando intentaron interpretar lo que la vida de Jesús significaba y, más aún, cuando intentaron explicar su muerte. Literalizar esos símbolos sería privarles de su contenido. Abrirlos al pasado equivale a introducirse a través de los mismos en otra visión del mundo, en la que se pueden ver y escuchar nuevas visiones y nuevos sonidos, jamás antes experimentados.

Un símbolo que confirmaba la realidad de la nueva era

De no haber tenido realidad alguna Jesús, o su muerte, o cualquier cosa que fuese la experiencia pascual, ninguno de tales símbolos se ha­bría relacionado con su vida. Analizar los símbolos no equivale en modo

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alguno a desacreditar esa realidad; se trata más bien de cardar mito y realidad. Es sugerir que tal realidad no puede encontrarse en la inter­pretación literalista de los símbolos míticos, sino únicamente en la aper­tura de esos símbolos a sus contenidos originales. En la tradición apoca­líptica judía ni el «después de tres días» ni «al tercer día» eran una medida de tiempo que se refiriese a un período de treinta y seis o de setenta y dos horas. Ambas expresiones representaban una afirmación de la fe acerca de cuanto creían que era Jesús de Nazaret quienes utili­zaban tales símbolos. Era la proclama del día de la salvación, del día del Señor, que ya había empezado a desplegarse en la historia humana. Mi­raba a insinuar que desde el momento de la muerte de Jesús en adelante la vida presentaba una novedad radical. Era la creencia que había naci­do con la experiencia de la Pascua de resurrección. Todavía habré de reflexionar sobre lo que fue exactamente esa experiencia de la Pascua de resurrección; pero he afirmado y afirmo que algo sucedió; algo que no solamente fue real sino que también invitaba a quienes lo habían compartido a una realidad nueva, que únicamente podían describir con palabras mitológicas.

Antes de dejar el símbolo de los «tres días» se impone recordar otro aspecto del pensamiento judío. El pueblo judío creía que ningún difunto podía considerarse realmente muerto hasta después del tercer día. La néphesh o fuerza vital de la persona difunta se creía que flotaba en el aire sobre la tumba durante tres días, antes de partir definitivamente para las regiones del Sheol. Se pensaba que después de tres días la des­composición estaba tan avanzada que ninguna resucitación era posible, de no mediar una intervención divina. En aquella sociedad primitiva se consideraba que una descomposición avanzada era la señal de que la néphesh de la persona muerta había partido de hecho. Una prueba de esa sabiduría popular puede verse en el relato del cuarto evangelio so­bre la resurrección de Lázaro (Jn 11, 1-44).

En un lenguaje evidentemente no fortuito, Jesús recibió el mensaje de que su amigo Lázaro estaba enfermo. Tras recibir el mensaje, Jesús aguardó «dos días más en el lugar en que estaba» (Jn 11, 6). Después, al tercer día, partió hacia Judea, sabiendo, dice el texto, que Lázaro había muerto. Cuando Jesús llegó, habiendo viajado sólo de noche por temor a ser detenido, «halló que Lázaro llevaba ya cuatro días en el sepulcro» (Jn 11,17). Ello significaba un día más allá de toda esperanza de resuci­tación. Jesús se dirigió a la tumba, sobre la que se había corrido una piedra, como sobre otra tumba más famosa, mencionada más tarde en el relato de Juan. «Quitad la piedra», ordenó Jesús (Jn 11, 39). Marta, hermana de Lázaro protestó: «Señor, ya hiede, pues lleva muerto cuatro

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días» (11, 39). Jesús devolvió entonces a Lázaro a la vida, envuelto to­davía en sus vendajes funerarios y en el sudario para la cara. Está claro que el cuarto evangelio intentó contraponer esta resucitación de un muerto a la vida, cuatro días después de su muerte, a la exaltación de Jesús al tercer día hasta la presencia de Dios, desde donde pudo dar­se a conocer personalmente a los discípulos, sano y vivo. Efectivamente, en ambos relatos se mencionan las vendas, incluido el sudario, una pie­dra rodada sobre la entrada y una mujer llamada María, que lloraba junto al sepulcro.

La tradición de que la muerte sólo era real después de pasado un período de tiempo está también presente en los Salmos. «Por eso está mi corazón gozoso y mi alma exulta, y mi mismo cuerpo descansa en seguridad, pues no abandonaste mi alma en el Sheol ni dejaste que tu santo viera la fosa. Muéstrame tú la senda de la vida y que hay hartura de goces a tu vista, y a tu diestra delicias para siempre» (Sal 16,9-11). No hay duda de que este salmo fue incorporado al símbolo de los «tres días» e interpretado en relación con Jesús de Nazaret, pues se cita dos veces en el libro de los Hechos de los Apóstoles (2, 25; 13, 35), y en ambas ocasiones como una referencia de David a Jesús. Dios lo resuci­tó, dice el libro de los Hechos (13, 37), y Jesús no vio la corrupción. Es decir, que su cuerpo no entró en el proceso de descomposición, porque la acción divina llegó antes de que hubieran pasado tres días.

Otro salmo, que parecía hablar de la integridad del cuerpo de al­guien que había sido resucitado, decía: «Muchas son las desgracias del justo, mas de todas ellas lo libera Yahvéh. Él guarda sus huesos, ni uno de ellos será quebrantado... Yahvéh redime el alma de sus siervos, y no serán castigados cuantos en él se refugian» (Sal 34,19-22). También este salmo quedó claramente incorporado a la historia de Jesús, como lo re­vela una expresión incidental de Jn 19, 33-37. Dicho pasaje dice que a Jesús no se le quebraron los huesos de las piernas, porque se pensó que ya estaba muerto. El día tercero era crucial en el tema de la integridad física.

La «resurrección», que según dijo Jesús ocurriría «después de tres días», no fue una resucitación sino una exaltación escatológica hasta la presencia de Dios. Los discípulos estaban convencidos de haber visto a un Jesús celestial. Mas con el paso del tiempo se tomaron en sentido literal tanto la referencia del tiempo como la exaltación misma, y se hicieron una serie de ajustes que permitieran insertar los detalles litera- lizados del relato en los símbolos, asimismo literalizados, con los cuales se interpretaron los detalles de la historia. En dichos ajustes, el «des­pués de tres días» se convirtió en «al tercer día», y más adelante «el día

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del Señor» pasó a ser «el día primero de la semana». Supuso una progre­sión interesante.

Nuestras pistas empiezan a subir. Sea lo que fuere la Pascua de resu­rrección, lo cierto es que ocurrió en Galilea; el personaje central en el drama fue Pedro; el acontecimiento tuvo alguna conexión con la cele­bración de una comida común; y no se relacionó con la crucifixión me­diante un número fijo de días, porque los símbolos «tres días» y «día tercero» estaban sacados de la mitología judía. Éstas son las conclusio­nes a las que nos ha llevado nuestro estudio. Ahora sólo nos queda exa­minar la tradición de la sepultura de Jesús, antes de intentar reunir to­das las pistas en un modelo con sentido.

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ciruelo silvestre. Las espinas de dicho árbol se entendieron como un recuerdo directo a la corona de espinas descrita en el drama de la pa­sión. Buena parte del atractivo turístico actual de Glastonbury se funda­menta en esa leyenda.

Marcos dice que José de Arimatea «cobrando osadía, entró a la pre­sencia de Pilato y le demandó el cuerpo de Jesús» (Me 15, 43). Maravi­llado Pilato de que Jesús hubiera muerto tan pronto, consultó con el centurión para asegurarse de su muerte, y entonces accedió a la deman­da de José. Éste cumplió entonces los ritos del enterramiento judío. Je­sús fue envuelto en una sábana, que según afirmaba la tradición había sido generosamente empapada en especias y sustancias olorosas.

El embalsamamiento judío era enteramente diferente del que se practicaba en Egipto. Entre los judíos no había intención alguna de pre­servar el cadáver de la descomposición. La vida humana estaba moldea­da con el polvo de la tierra, decía el mito judío de la creación, y consi­guientemente había que volver al polvo de la tierra.

Las únicas momias egipcias embalsamadas que las Escrituras hebreas conocieron, fueron los cuerpos de los patriarcas Jacob y José, cuyas vidas habían estado relacionadas con Egipto. Jacob fue devuelto de Egipto a Israel para ser enterrado, tras cuarenta días de embalsamamiento y otros treinta adicionales de lamentaciones rituales; fue depositado en la cueva de Makpelá, cerca de Hebrón, en el país de Canaán (Gén 50, 1-14). El cadáver de José fue embalsamado y colocado en un féretro en Egipto (Gén 50,26). Cuando ocurrió el éxodo unos cuatrocientos años después, según la estimación de muchos especialistas, los «huesos de José» fueron trasladados por Moisés y los israelitas (Éx 13, 19). El embalsamamiento egipcio mutilaba el cadáver retirando los sesos y los intestinos, mientras que en la tradición funeraria hebrea el cadáver era tratado en su totali­dad como algo sagrado, sin retirar parte alguna. Para los judíos, todos los esfuerzos se encaminaban a impedir el hedor de la corrupción, no a retardar o detener el proceso de descomposición.

Cuando José de Arimatea hubo terminado su trabajo de disponer el cadáver, dice Marcos que depositó a Jesús «en un sepulcro que había sido excavado en la peña e hizo rodar una losa hasta la entrada del se­pulcro» (Me 15, 46). Después de realizado todo eso, José desapareció del relato marciano con la misma rapidez con que había aparecido.

Mateo completó un poco más la identidad de José de Arimatea aña­diendo que «también era discípulo de Jesús» (Mt 27,57), y que depositó a Jesús «en su propio sepulcro, nuevo, que había excavado en la peña» (27, 60). La piedra utilizada para cerrar la entrada del sepulcro en Ma­teo es «una gran losa» (Mt 27, 60). Luego, José desaparece del texto.

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Lucas agregó asimismo algo a la tradición: Arimatea era una «ciudad de los judíos» (Le 23, 50); y al personaje se le describe como «un varón bueno y justo, que no había dado su asentimiento al Sanedrín y al acto de los judíos y que esperaba el reino de Dios» (23, 51). Está claro que el tamaño y la leyenda de José iban creciendo. La tumba se convirtió en Lucas en un sepulcro «en donde nadie todavía había sido puesto» (23,51).

Para la época en que se escribió el cuarto evangelio ya había entrado un elemento nuevo en la leyenda funeraria, y allí al episodio de José de Arimatea se le añadió la tradición que implicaba a Nicodemo. Juan intro­dujo esa historia recordando a sus lectores la primera visita de Nicodemo a Jesús «de noche» (Jn 3,1-15), añadiendo luego: «Vino también Nicode­mo... trayendo una mixtura de mirra y áloe, como cien libras» (Jn 19,39). ¡Aquel entierro se estaba convirtiendo en algo excesivamente peculiar! En este relato funerario hay ecos que nos advierten de que Juan utilizó el método del midrash y construyó su relato con fuentes hebreas. En el en­tierro del rey Asá de Judá se hablaba de un sepulcro que se había «hecho excavar» y de un féretro «lleno de aromas balsámicos y variados perfu­mes» (2 Crónicas 16, 14), y puede haber influido en el episodio de Ni­codemo. También habla el salmista del rey ungido por Dios (es decir, convertido en mashiach o Cristo) «con el óleo de alegría sobre tus compañeros; mirra y áloe y casia son todos tus vestidos» (Sal 45, 7-8).

Había también algunas tempranas referencias cristianas, que podían estar relacionadas con la tradición funeraria. En la epístola a los Efesios se aludía a «una ofrenda y víctima a Dios en fragancia de suavidad» (Ef 5,2). Y en un texto anterior de la epístola segunda a los Corintios, Pablo se refería al «aroma de Cristo», a un «olor» para los que «perecen» como para los que «se salvan» (2 Cor 2, 14-16). Todas esas referencias podrían haber contribuido a configurar el relato funerario de Juan.

El Nuevo Testamento presenta aún una tercera tradición funeraria. Se encuentra en el libro de los Hechos de los Apóstoles, en uno de los sermones de Pablo. Es una tradición chocante, porque contradice el re­lato contado en el evangelio de Lucas, que probablemente fue escrito por el mismo autor. Aquí en Hechos hay un relato del entierro de Jesús, diferente por completo, que refleja la probabilidad de que los sermones de Pedro y de Pablo en dicho libro tengan una historia distinta del resto de la obra. En tal sermón decía Pablo: «Y con no hallar en él [en Jesús] causa alguna de muerte, demandaron a Pilato [los habitantes de Jerusa­lén y sus jefes] que le hiciera matar. Y cuando se hubo cumplido todo lo que de él estaba escrito, bajándole del madero lo pusieron en un sepul­cro; mas Dios lo resucitó de entre los muertos» (Act 13, 29-30).

De acuerdo con esta interpretación, Reginald Fuller sostiene que «el

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entierro de Jesús fue el último acto del crimen, el insulto final que le infirieron sus enemigos».1 Fuller argumenta en favor de la tradición re­cogida en ese sermón de los Hechos, considerándola más primitiva que la tradición recordada en Marcos, no obstante el hecho de que el libro en sí de los Hechos de los Apóstoles fuera escrito en una fecha poste­rior. Es mucho más fácil, observa Fuller, cambiar una tradición que re­sulta demasiado penosa por otra que lo sea menos, y que sea por tanto más positiva, que no llevar a cabo el cambio en sentido contrario.

A mí me ha convencido por entero la argumentación de Fuller, y no tan sólo por esa razón que apunta; por muchas otras razones. Sin duda que en la vida de la Iglesia primitiva resultaba escandalosa la conducta de los discípulos, que habían abandonado a Jesús y habían huido cuan­do fue arrestado. Marcos, el evangelio más antiguo, fue el más explícito en confirmar ese escándalo: «Todos le abandonaron y huyeron» (Me 14,50). Contó el episodio de Pedro siguiendo a Jesús «a cierta distancia» (Me 14, 54); pero sólo para dar los detalles de la triple negación del apóstol, terminando con su hundimiento, su llanto y su desaparición del evangelio.

La nota originaria del abandono de los discípulos de Jesús se repite en Mateo (25, 56). Lucas, sin embargo, suavizó ese comportamiento in­sinuando que los discípulos intentaron resistir con espadas, llegando in­cluso a cortarle la oreja a un siervo del sumo sacerdote (Le 22, 49-50). Pero Jesús detuvo la resistencia de ellos, curó al criado y se sometió al prendimiento. Lucas no hace alusión alguna a la huida de los apóstoles.

Juan mejoró a Lucas. En la historia del prendimiento según el cuai to evangelio, Jesús preguntó: «¿A quién buscáis?». Al replicarle los es­birros que «A Jesús de Nazaret», Jesús respondió: «Si me buscáis a mi, dejad ir a éstos» (Jn 18, 68). La historia del empleo de espadas también la contó Juan, y en su relato el heroico papel de la resistencia se le asigna a Simón Pedro, mientras que el siervo que perdió la oreja se llamaba Maleo (Jn 18,10). Jesús reprendió a Pedro y le ordenó que envainase su espada, con unas palabras de tono sumiso: «El cáliz que me ha dado el Padre ¿no lo he de beber?». Está claro que la reputación de los discípu­los mejoraba con el paso del tiempo. Es grande la probabilidad de que el más preciso sea el relato primero y menos halagüeño para ellos. Lo mis­mo ocurre con la tradición funeraria. Es muy probable que la historia de José de Arimatea se desarrollase para mitigar la pena por el recuerdo de Jesús al no haber reclamado nadie su cadáver y haber dejado que su muerte pareciese la de un criminal común. Su cuerpo fue arrojado pro­bablemente a una fosa común sin ceremonia alguna, y sin que ni enton­ces ni ahora fuese posible localizarlo. El fragmento citado del sermón de

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Pablo en los Hechos de los Apóstoles suena con sorprendente precisión.Ya he señalado el hecho de que la tradición de la tumba vacía no

parece haber formado parte del kérigma primitivo. Se agregó a la tradi­ción jerosolimitana, que, como también he sugerido, es claramente se­cundaria respecto de la tradición galilaica.

La dificultad que los evangelistas tuvieron al intentar determinar por qué las mujeres acudieron al sepulcro en la madrugada del día primero de la semana, representa precisamente otro problema para quienes bus­can historia aquí. Marcos dijo que acudieron al sepulcro «para ungirlo [a Jesús]» Me 16,1), aunque el propio Marcos suponía que los ritos funera­rios los había cumplido a la perfección José de Arimatea (Me 15, 46). Habida cuenta del calor que hace en el Medio Oriente, es difícil imaginar que un cuerpo muerto el viernes fuera apto para la unción (o cualquier otra operación) el domingo. Mateo, en su intento por remediar la falta de coherencia de Marcos, dijo que fueron «para ver el sepulcro» (Mt 28, 1). Según Lucas, fueron al sepulcro «a llevar los aromas que habían pre­parado» (Le 24, 1), de modo que probablemente volvieron para embal­samarlo. Juan no da razón alguna de por qué María Magdalena acudió al sepulcro (Jn 20, 1), porque seguramente que después de «cien libras de mirra y áloe» y tras envolver el cuerpo con lienzos «según es costumbre sepultar entre los judíos», no había necesidad de más preparativos. Tal vez Juan quería señalar simplemente el papel especial que María Mag­dalena había jugado en el movimiento de Jesús.2

Esto significa, desde luego, que estamos relegando al campo de la leyenda la tradición de la tumba vacía, la visita de las mujeres, el entie­rro llevado a cabo por José de Arimatea y la mención de Nicodemo. Los especialistas contemporáneos apuntan precisamente en esa direc­ción. En mi opinión, la leyenda de José de Arimatea no fue más que un intento por dar forma de relato a una tradición midráshica, que configu­ró tantos pormenores de la pasión de Jesús. Los detalles de la historia de la crucifixión fueron escritos a mi entender con Escrituras hebreas, y muy especialmente bajo la influencia del Salmo 22 y de Isaías 53. De dicho salmo se tomó el grito de abandono: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Sal 22 ,1), que tanto Marcos como Mateo ponen en boca de Jesús moribundo. También procedía del salmo citado la des­cripción de la muchedumbre: «Todos cuantos me ven se burlan de mí, hacen muecas con sus labios, agitan la cabeza; “confió su causa a Yahvéh, pues que lo libre”» (Sal 22, 7-8). Para ver la estrecha conexión con este salmo, basta leer el relato de Marcos: «Y los que por allí pasaban le ultra­jaban moviendo sus cabezas... “A otros salvó, y no puede salvarse a sí mismo”» (Me 15,29-31). Mateo agregó al relato marciano esta nota: «Ha

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puesto en Dios su confianza, líbrele ahora si de verdad le quiere». Sin embargo, no es más que otro rasgo tomado literalmente del Salmo 22.

Este salmo empleaba otra serie de expresiones, que los primeros cristianos interpretaron como descripciones de la crucifixión de Jesús: «Cual agua me derramo, y se han descoyuntado todos mis huesos... mi lengua está pegada al paladar, y tú me sumes en el polvo de la muerte... Han traspasado mis manos y mis pies, y puedo contar todos mis hue­sos... Se reparten mis vestiduras y sobre mi túnica echan suertes» (Sal 22, 15-19). El autor del cuarto evangelio pensaba a todas luces en esa parte del salmo, cuando hizo decir a Jesús: «Tengo sed» (Jn 19, 28). Al contar Juan el episodio de cómo se logró que no le quebrantasen las piernas a Jesús, citó de hecho ese salmo (Jn 19, 32-36). También en Sal 34, 20 hay una referencia a la protección de los huesos de los justos. Finalmente, al presentar Juan a los soldados repartiéndose las vestidu­ras de Jesús y sorteando su túnica (Jn 19, 23-24), claramente estaba ins­pirándose en la fuente del salmo en cuestión.

De Isaías 53 procedían unas palabras, tan plenamente identificadas con Jesús en la cruz, que mucha gente cree incluso hoy que de hecho fueron escritas en ese escenario: «Fue despreciado y abandonado de los hombres, varón de dolores y familiarizado con el sufrimiento... fue tras­pasado por causa de nuestros pecados» (Is 53, 3-5). Ante el tribunal del Sanedrín y de Pilato se le presentó a Jesús guardando silencio (Me 14,51); cosa que se escribió seguramente bajo la influencia de las palabras de_Isaías: «Fue maltratado... pero no abre su boca...; como cordero lle­vado al matadero y cual oveja ante sus esquiladores, enmudece y no abre su boca» (Is 53, 7).

De modo parecido escribió Marcos en su evangelio: «También los que habían sido crucificados con él le insultaban» (Me 15, 32). Por la época en que Lucas escribió, aquellos crucificados con Jesús ya eran dos y se había desarrollado una leyenda sobre cada uno de ellos: uno se arrepintió, el otro no. Pero el germen de dicha historia se encontraba en Isaías 53: «Fue contado entre los delincuentes... y por los delincuentes intercedió» (v. 12). Cuando Lucas amplió la leyenda y presentó a uno de los ladrones no sólo defendiendo a Jesús sino rogándole que se acordase de él cuando llegara a su reino, y cuando Jesús le respondió: «Hoy es­tarás conmigo en el paraíso» (Le 23, 43), Lucas no hacía más que dar cuerpo a la nota de intercesión, presente en la última parte de Is 53,12, que Marcos había ignorado.

De manera parecida, la historia del entierro por parte de José de Arimatea se creó, a mi entender, para dar un contenido narrativo a las palabras de Isaías «y su tumba con los ricos» (Is 53, 9). José entró en la

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tradición como «un hombre respetado del Sanedrín», es decir, como uno de los regidores de Israel; y los regidores y gobernantes son ricos e influyentes.

No me cabe duda de que la crucifixión de Jesús fue un hecho históri­co; pero los detalles con que esa crucifixión entró en la historia fueron seguramente una creación de la tradición midráshica, que alimentó las leyendas en marcha acerca de Jesús. La tumba de Jesús fue desconocida, porque con toda probabilidad no hubo tal tumba. Y no la hubo, porque fue enterrado como un delincuente común en una fosa común; el indicio de la verdad permaneció oculto en un sermón atribuido a Pablo y que se encuentra en un texto del libro de los Hechos de los Apóstoles.

Las mujeres en el sepulcro

Mas ¿no hay ningún germen de verdad, ninguna realidad histórica, en el relato de la visita de las mujeres al sepulcro, que cuentan todos los evangelios? Yo creo que sí lo hay; pero en mi opinión, la visita de las mujeres no tuvo nada que ver con la primera Pascua de resurrección. Mi convicción acerca del tema se apoya ante todo en la premisa de que el descubrimiento de la tumba vacía nunca habría dado por resultado una fe pascual. De haber existido una tumba y de haberse encontrado esa tumba vacía, sólo habría significado un insulto más inferido al jefe del minúsculo movimiento de Jesús. Los discípulos, cualesquiera que fue­sen, habrían concluido que ni siquiera el cuerpo muerto de aquel Jesús había escapado a la degradación. Ninguna fe pascual se habría derivado de un sepulcro vacío. En consecuencia, dicha tradición no habría sido originaria; no fue más que una historia incorporada más tarde al relato.

Segundo, la visita de las mujeres al sepulcro se relacionó con la tradi­ción literalizada del día tercero, que ya he rechazado como una medida cronológica de tiempo. Si pues la tradición del entierro, la tumba vacía y la tradición del día tercero no formaban originariamente parte de la experiencia de la Pascua de resurrección, poco espacio quedaba para la visita de las mujeres, la cual depende de las tres tradiciones mentadas hasta no ser más que otra faceta de una leyenda en avance.

Tercero, la visita de las mujeres al sepulcro se agregó a la tradición resurreccional de Jerusalén, que era un desarrollo posterior y secunda­rio. ¿Cuál fue, por tanto, el germen de verdad que en definitiva dio ori­gen a la visita de las mujeres al sepulcro, hasta incorporarla a la historia pascual?

La única persona que aparece constantemente en todas las historias

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de la tumba vacía es María Magdalena. El cuarto evangelio decía que María Magdalena fue sola. Y yo sospecho que ahí está el germen origi­nario de verdad. María Magdalena fue ciertamente una persona impor­tante en la historia cristiana, que sin duda tuvo relevancia y acceso no sólo a Jesús sino a los discípulos (Jn 20, 1-4), y en ese evangelio se la presenta como la plañidera principal, que hasta solicitó acceso al cuerpo de Jesús (Jn 20, 11-18).3

Puesto que los evangelios dejan claro que, tras el prendimiento de Jesús, los discípulos lo abandonaron, no quedó nadie que supiera lo que había ocurrido en su muerte o en su entierro. Me atrevería a sugerir que María Magdalena acudió después del sábado para localizar el sitio de su enterramiento. Y no descubrió el sepulcro vacío, sino la realidad de una fosa común. Nadie podía identificar el lugar. Su grito de lamento «Se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto» (Jn 20,13) tiene el sello de autenticidad. Y yo creo que en ese trocito de historia se apoyó originariamente la tradición de las mujeres en el sepulcro. Más tarde, como intentaré demostrar, se incorporaron otros elementos a la leyenda en desarrollo de la tumba vacía.

Cuando Pedro reunió a los discípulos en Galilea y regresaron a Jeru­salén fue el momento en que se incorporó a la tradición resurreccional la historia de María de que no había podido encontrar dónde habían enterrado a Jesús. Un destino similar había rodeado el lugar desconoci­do de la sepultura de Moisés (Dt 34, 6). Cómo se incorporaron exacta­mente a la tradición en desarrollo la visita de las mujeres y la leyenda de la tumba vacía es el relato que todavía tengo que exponer.

Por ahora las pistas están completas. La Pascua de resurrección ocu­rrió primero en Galilea, centrándose primordialmente en la experiencia de Pedro. Algo tuvo que ver con la celebración del banquete común. Las expresiones simbólicas «después de tres días», «al tercer día» y «el día primero de la semana» derivaron de la tradición apocalíptica judía y no fueron una medida del tiempo cronológico. Finalmente, la historia del enterramiento de Jesús y la misma tumba fueron tentativas midrás- hicas por ocultar la vergüenza tanto de la deserción de los apóstoles como del entierro de Jesús en una fosa común. No queda sino reunir esas pistas para re-crear, si ello es posible, el relato del primer momento de la Pascua de resurrección.

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Quinta parte

Reconstrucción del momento pascual

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19Pero ¿qué ocurrió?:

Una reconstrucción especulativa

«Todos lo abandonaron y huyeron» (Me 14, 50).«Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para zarandearos

como al trigo... y tú, cuando luego te hayas vuelto, confirma a tus herma­nos» (Le 22, 31-32).

Pero ¿qué ocurrió realmente? No basta con decir que no ocurrió. Es fácil identificar los elementos legendarios de los relatos de la resu­rrección. Angeles que descienden en medio de terremotos, hablan y ruedan piedras; tumbas que están vacías; apariciones que aparecen y desaparecen; hombres ricos que ponen sepulcros a disposición; ladro­nes que hacen comentarios desde las cruces de su tormento... Todo ello son leyendas. Leyendas sagradas, añadiría yo, que no dejan de ser leyendas.

El rechazo de esos detalles bíblicos, que nos son familiares, como legendarios no pone fin a nuestra búsqueda de la verdad de lo que ocu­rrió; simplemente nos traslada a otro nivel, en el que nos planteamos otra cuestión. ¿Qué fue lo que ocurrió para que diera origen a los deta­lles legendarios que se acumularon en torno al momento de la Pascua de resurrección? ¿Por qué se acumularon? Cientos de millones de perso­nas han vivido y muerto sobre esta tierra —siendo algunas de ellas fa­mosas y poderosas—, sin que a su alrededor se hayan forjado leyendas similares. ¿Por qué sólo en torno a ese hombre, en ese tiempo y en ese lugar? ¿Quién era y quién es Jesús de Nazaret? ¿Por qué los aconteci­mientos ocurridos después de su muerte poseen semejante poder? ¿Qué pudo contribuir a unos cambios tan drásticos, como la transformación de unas vidas, la supresión de la desesperación, la aparición de un coraje nuevo, la redefinición de Dios, los nuevos modelos de culto? ¿Qué ocu­rrió para que la gente empezase a decir de Jesús de Nazaret con un

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convencimiento reverencial que «¡la muerte no puede retenerle!» y «¡hemos visto al Señor!»?

Como sugería que haríamos al principio de este libro, hemos presio­nado por entrar en aquellos momentos nacientes de la historia de nues­tra fe, en el «big bang» de los comienzos de la historia cristiana. Hemos buscado y encontrado una nueva lente, la lente del midrash, con la que leer nuestros relatos sagrados. Hemos intentado experimentar y sentir los problemas que tuvieron los escritores del siglo i al intentar transmi­tir, sin duda tras el hecho de la vida terrena de Jesús, el poder y el signi­ficado latente en el momento crítico en que nació el cristianismo. Con nuestra mentalidad del siglo xx hemos procurado abarcar la realidad del mundo en el que fueron escritos los evangelios, en el cual no había libros ni periódicos ni fotografías ni bibliotecas ni emisoras de radio y televisión ni reporteros ni, desde luego, ningún testigo presencial.

Hemos visto cómo el cristianismo cambió el año 70 e.c. con la des­trucción de Jerusalén, que era el centro judío del cristianismo, por obra del ejército romano. Hemos anotado algunos de los cambios que se ope­raron, cuando esta historia de fe tan profundamente judaica empezó a flotar en un mar, que era ante todo gentil, y en el cual no había conoci­miento alguno de las tradiciones de fundación ni de la visión original del mundo. Vimos cómo las experiencias que eran familiares al pueblo judío se distorsionaron al transferirse a un ambiente no judío, siendo mal inter­pretadas por las mentes no judías. Sentimos el dolor de unas comunica­ciones rotas, cuando un mundo cristiano formado por gentiles y profun­damente ignorante de la manera judía de escribir y entender la Escritura, procedió a imponer, sobre la base de unas palabras sagradas ahora mal interpretadas, la autoridad de la inerrancia. Advertimos asimismo cómo la historia de la fe cristiana iba embelleciéndose, cómo se resaltaban los elementos milagrosos y cómo se desarrollaban las leyendas.

Cuando logramos ver de forma tan manifiesta el desarrollo de tales modelos en las obras escritas que poseemos, compuestas entre los años 70 y 100 e.c., entonces empezamos a comprender que otro tanto debió de ocurrir entre los años 30 y 70 e.c., cuando no existían los recuerdos escritos. En ese túnel inexplorado del tiempo, ¿cómo fueron embelle­ciéndose los hechos, cómo fue destacándose lo milagroso y cómo crecie­ron las leyendas? Cuando avanzamos a través de ese proceso, adverti­mos lo poco sólido que es el terreno, cuán movediza es la arena y cuán resbaladizas son las pendientes por las que se desliza nuestro frágil asi­miento a la realidad y a la fe.

Hemos analizado los propios textos bíblicos, y han demostrado ser poco fiables, si lo que andamos buscando son hechos objetivos y detalles

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consistentes. Los relatos evangélicos de la resurrección presentan pocas coincidencias, si se atiende a hechos literales. Así y todo, en medio de esa confusión de pormenores queda un testimonio poderoso acerca de una cierta realidad, que fue proclamada con intensidad especial: «La muerte no puede retenerle, nosotros hemos visto al Señor».

Poi ello procuramos penetrar en el significado de las palabras que utilizaron para captar lo esencial de la experiencia que habían vivido y el significado y alcance que habían encontrado en aquel Jesús. Y hemos conseguido ver cómo le interpretaron sirviéndose de las imágenes fami­liares al judaismo de profeta/mártir, héroe salvífico, sacrificio expiato­rio, Siervo paciente e Hijo del hombre. Pero eso no nos dice todavía por qué tales palabras e imágenes parecieron apropiadas a su vida. Por lo que tenemos que seguir preguntándonos: ¿Qué ocurrió para que esas palabras e imágenes se aplicasen a Jesús? En nuestra búsqueda de pistas que nos ayuden a entrar en el túnel oscuro entre el año 30 y los textos escritos de la Pascua de resurrección, tenemos que sacar ahora algunas conclusiones. He subrayado los datos que apuntan claramente al hecho de que fue Galilea, y no Jerusalén, el emplazamiento primordial donde nació el factor de la Pascua de resurrección. Una vez establecido eso, encajan muchas otras cosas. Si Galilea fue primordial, entonces los án­geles de la tumba vacía, la propia tumba con su piedra imponente y sus visitantes femeninas, es decir, toda la tradición sepulcral, han de dejarse de lado como hechos no objetivos.

Esas partes de la tradición fueron pura y simplemente los mitos y leyendas surgidos más tarde en un emplazamiento jerosolimitano y por parte de gentes que no eran capaces de contar de otro modo el significa­do trascendente que había asido y resucitado el núcleo mismo de sus vidas. Insistiendo aún más en ese evento, la primacía de Galilea significa que todos los relatos de apariciones —con la pretensión de ser las mani­festaciones físicas del cuerpo muerto, que de alguna manera había podi­do ser revivificado y salir del sepulcro— son leyendas y mitos que no pueden tomarse en sentido literal. El Jesús resucitado no comió pescado literalmente en Jerusalén. Tomás no tocó las llagas físicas. La resurrec­ción puede significar muchas cosas, pero esos detalles no son literalmen­te parte de dicha realidad. Afirmar que Galilea es el emplazamiento primario en la experiencia de la Pascua de resurrección es un paso deci­sivo; pero no deja de ser un paso que la propia Biblia parece reconocer.

Nuestra pista segunda era que, cualquiera que fuese la realidad de la Pascua de resurrección, Pedro figuraba como la persona decisiva en el corazón de aquella experiencia. Una vez más, los mismos evangelios parecen testificarlo en forma profunda y manifiesta. El hecho nos impu­

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so la probabilidad de que muchas de las cosas dichas a Pedro y de Pedro, incluido el cambio de su nombre por el de Simón, eran episodios poste­riores a la Pascua de resurrección y no anteriores a la misma.

Nuestra pista tercera apuntaba a la enigmática conexión entre la re­surrección y la comida. El pan partido de una forma primordial y el vino distribuido en forma secundaria se agregaron de un modo único y per­sistente a la experiencia pascual. Eso significa que cada comida, cada historia de alimentación, podría muy bien ser en el Nuevo Testamento un relato no anterior sino posterior a la Pascua de resurrección.

Nuestra cuarta pista nos permitió ver que había que dejar de lado cualesquiera referencias literales de tiempo anejas a la expresión «el día tercero». Pudimos observar cómo ese símbolo evolucionaba desde «des­pués de tres días» hasta «el tercer día» bajo la influencia de otras expre­siones, como «el primer día de la semana» y «el día del Señor». Identifi­camos esta expresión con una tradición posterior que se desarrolló en Jerusalén. Consecuentemente separamos el momento de la Pascua de resurrección de cualesquiera referencias de tiempo, de modo que pudo flotar libremente sin contenido temporal alguno antes de insertarse en una referencia específica.

Finalmente, hemos analizado las tradiciones funerarias del Nuevo Testamento y rechazamos los episodios de José de Arimatea y de Nico- dcmo como leyendas que se forjaron en la tradición de Jerusalén. Hemos descubierto, sin embargo, en el libro de los Hechos de los Apóstoles, y en un discurso atribuido a Pablo, algo que muy bien puede ser un fragmento de una verdad efectiva y rememorada, que no acabó por desaparecer. Jesús habría sido enterrado por quienes lo ejecutaron, como correspon­día a los criminales convictos; y ello podría haber sido especialmente cier­to para Jesús, puesto que todos sus discípulos lo abandonaron y huyeron.

A través de todas esas pistas regresamos al momento de la muerte de Jesús; un momento que parecía estar conectado con la celebración de la Pascua judía, si bien el modo exacto de tal conexión es una fuente de conflicto entre los mismos evangelios. Yo quiero re-crear aquí el mo­mento, entrar en la experiencia y buscar la realidad que irrumpió en el mundo y cambió la faz de la historia humana. ¿Qué ocurrió de hecho?

La convicción definitiva

Para empezar, permítaseme una afirmación obvia. ¡Después de todo no se puede más que especular! En último término se llega a un punto en esta investigación donde uno tiene que decir sí o no a Jesús, y sí o no al

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significado último de su vida. La línea está trazada y hemos de decidir si queremos superarla con la fe, o si rehusamos dar ese paso y apartarnos de tal tradición. Al margen de la hondura de la búsqueda en las Escritu­ras, al margen de la profundidad del análisis de los detalles literales del texto, al margen de las cuestiones que pueden suscitarse, al final o Cristo es la fuente de resurrección que está dentro de nosotros, o nos vemos forzados a confesar honradamente que hemos llegado a perder la fe.

La especulación acerca de lo que ocurrió no puede sustituir al con­vencimiento de que ocurrió algo real. Pero la especulación puede servir como una ayuda para estimular y alentar a otras personas a viajar con nosotros hacia el posible encuentro con el Cristo resucitado. Y con ese propósito ofrezco esta propuesta de reconstrucción. Yo soy una de esas personas que tienen un sentimiento permanente de búsqueda, que con­tinuamente me asedia. Quiero relacionar y combinar cosas de manera que pueda acercarme de alguna manera racional y a través de algún procedimiento racional hasta el último rincón del misterio. Reconozco que mis procesos racionales sólo pueden conducirme hasta las fronteras del misterio, y nunca hasta el corazón del mismo. Pero al menos deseo caminar hasta el umbral de la ultimidad y pronunciar un sí sonoro, que me motivará para proseguir mi viaje hasta Dios; o un no sonoro, que me forzará a cesar en mis esfuerzos.

Yo no puedo dar mi sí a unas leyendas que claramente se han creado de forma fantasiosa. De no poder impulsar mi búsqueda más allá de los mensajeros angélicos, de las tumbas vacías y de las apariciones de espíri­tus, no podría decir sí a la Pascua de resurrección. No quiero permitir a mi mente del siglo xx que se comprometa con el literalismo de otra época, que hoy no puede ser creído en un sentido literal. Si la resurrec­ción de Jesús no puede ser creída más que asintiendo a las descripciones fantásticas que se incluyen en los evangelios, el cristianismo está conde­nado. Porque si esa visión de la resurrección no es creíble, y si todo consiste en ella, entonces el cristianismo, que depende de la verdad y autenticidad de la resurrección de Jesús, tampoco resulta creíble. Si ése es el requisito para la fe cristiana, entonces tendría que abandonar tris­temente la casa de mi fe. Pero en ese éxodo de la Iglesia cristiana me acompañarían todos los estudiosos destacados del Nuevo Testamento del mundo entero, católicos y protestantes por igual: E. C. Hoskyns, C. H. Dodd, Rudolf Bultmann, Reginald Fuller, Joseph Fitzmyer, W. E. Albright, Raymond Brown, Paul Minear, R. H. Lightfoot, Hermán Hendrickx, Edward Schillebeeckx, Hans Küng, Karl Rahner, Phyllis Trible, Jane Schaberg, D. H. Nineham, Maurice Goguel e incontables más. Todos son especialistas de gran honradez personal. No literalizan

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los relatos de la Pascua de resurrección, pero tampoco abandonan la adoración de Jesús como su Señor.1 Ni tampoco la abandono yo.

En ese grupo no hay ningún éxodo de la Iglesia cristiana, porque estamos convencidos de que la realidad de la Pascua de resurrección no queda aprehendida en las palabras de las leyendas cristianas que se de­sarrollaron después. Podemos rechazar los relatos literales acerca de la resurrección, y no rechazar sin embargo la verdad y el poder de la resu­rrección en sí misma. Es la distinción que se impone hacer. No tendría­mos las leyendas de no haber existido un momento tan indescriptible que fueron necesarias las leyendas para explicarlo. Ni tendríamos una tradición pascual de no haberse dado una experiencia tan real que las palabras terrenas no pudieron captarla. La Pascua de resurrección nos señala una dimensión vital que se hizo tan visible, que originariamente fue el silencio extático la única respuesta apropiada.

Para mí las tradiciones evangélicas son indicadores de la verdad. No son la verdad. Sólo mediante una teoría retrocedo desde los relatos evangélicos hasta el momento del nacimiento del cristianismo, de la misma manera que físicos y astrofísicos retroceden mediante la teoría hasta un instante tan pequeño que los relojes no pueden medirlo: la millonésima de segundo en el comienzo mismo de la creación, que con­tiene el último secreto de cómo llegó el universo a la existencia.

Yo rastreo el desarrollo de nuestra tradición cristiana a la manera que físicos y astrofísicos rastrean el desarrollo del universo desde su primer momento. Teoría tras teoría han quedado descartadas como ina­decuadas a medida que se descubría un nuevo conocimiento. Se encon­traron pistas en las ondas electromagnéticas, los rayos radiales y la luz en los límites del espacio, que demandan la formulación de teorías nue­vas. Mas nadie duda de la realidad del universo, que continúa pidiendo alguna explicación.

De modo parecido tampoco yo dudo de la realidad que apareció en el tiempo y en el espacio y que llamamos resurrección. Hay efectos mensurables, los cuales derivan de ese momento que demanda explica­ción. En la historia del cristianismo se han ofrecido varias explicaciones. Algunas de las primeras aparecen en los textos bíblicos. Tales explica­ciones no son sagradas, pero sí lo es el momento que dio pie a las mis­mas. A mi entender, ese momento no está en el tiempo ni en la historia. Ese momento no ocurrió dentro de nuestro concepto de espacio. Como no lo estuvo la creación. Tiempo y espacio son propiedades del univer­so, y la creación ocurrió antes de que hubiera tiempo y espacio. Pero indicar que la resurrección no fue una realidad que pudiera contenerse en el tiempo y el espacio no significa que tal resurrección no fuese tan

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real como lo fue el big bang que inauguró el tiempo y el espacio. Signifi­ca simplemente que yo no asocio ni la realidad del universo ni la reali­dad de la resurrección a las mentadas categorías de tiempo y espacio.

¡Pero basta de disquisiciones! ¿Qué ocurrió para que el movimiento cristiano estallase en el tiempo y se perpetuase durante dos mil años de historia? ¿Cuál es mi mejor conjetura, mi especulación culta?

La crucifixión como lo que puede haber ocurrido

Jesús fue apresado. Se había hecho a sí mismo anatema para las atrincheradas autoridades religiosas. Había relativizado las exigencias de la Ley, había introducido valores competitivos, había quebrantado el poder de los controles religiosos y había amenazado a la nación con la anarquía religiosa. Era una amenaza para el poder, el orden y la au­toridad religiosos. Dado que una de las funciones históricas de la reli­gión era controlar la ansiedad, impedir que se formulasen preguntas que no tenían respuesta y mantener el juego de «Finjamos que podemos controlar nuestro mundo», la amenaza de aquel hombre resultaba into­lerable. Así que los dirigentes religiosos, en colaboración con los funcio­narios romanos, lo hicieron morir.

Aquella ejecución ocurrió durante la fiesta de la Pascua judía. El pueblo estaba agitado y revuelto. El yugo de la dominación extranjera era pesado. La jerarquía religiosa había conseguido un modus operandi con las autoridades romanas. El imperio, que gobernaba Judea, se ase­guró así el poder y la influencia del sacerdocio judío, pero dentro de un área de operaciones claramente restringida. Era un poder limitado, pero en cualquier caso era para ellos un poder precioso. Y aquel hom­bre, Jesús, representaba una amenaza para tal poder. Si conseguía aflo­jar el control del sistema religioso, si cundía la anarquía religiosa, las autoridades romanas impondrían un control total. Hasta el sumo sacer­dote se mostraba obsequioso con las autoridades romanas. Por eso Je­sús, el profeta de Galilea, tenía que desaparecer.

Una señal de la falta de poder del sacerdocio del templo se echaba de ver en la necesidad que tenía de la cooperación de Roma en las cau­sas capitales. La misma se lograba muy fácilmente, por cuanto los oficia­les romanos no alentaban por mucho tiempo a los líderes religiosos re­beldes. Los detalles de la ejecución de Jesús pueden carecer de historicidad literal. Seguramente que la historia de Pilato dejando en libertad a un preso notable llamado Barrabás, que significa «el hijo de Dios» (bar = hijo, Abbá = Dios como padre), es legendaria. Pero queda

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el hecho de que Jesús de Nazaret fue ejecutado; y al morir él estaba claro que su movimiento había terminado, por cuanto «todos lo abando­naron y huyeron». El episodio de la negación de Simón contiene indu­dablemente un núcleo histórico; pero incluso esos detalles no deberían tomarse al pie de la letra. Hay que advertir, sin embargo, que un movi­miento no se inventa normalmente historias hostiles a sus dirigentes. Pero la historia del discípulo amado al pie de la cruz —que sólo el Evan­gelio de Juan cuenta—, permitiendo que Jesús le encomendase el cuida­do de su madre, representaba el verdadero núcleo de una leyenda inte­resada, creada por los miembros de la comunidad joánica para exaltar de nuevo el prestigio de su mentor espiritual.

La probabilidad más fuerte está en favor de la verdad sin componen­das que expresa la frase «todos lo abandonaron y huyeron». Jesús murió solo. Tuvo la muerte de un criminal ejecutado públicamente y su cadáver probablemente recibió el tratamiento que suele reservarse a los infortu­nados que entran en esa categoría. Fue retirado del instrumento de su ejecución, el madero de la cruz, y depositado y cubierto en una fosa co­mún. No se conservó ningún recuerdo, pues ningún valor se les concede a quienes han sido ejecutados. Los cadáveres no permanecían largo tiempo en la fosa. Mediante el enterramiento se eliminaba el hedor de la carne putrefacta y en muy poco tiempo sólo quedaban unos huesos sin identifi­car. Incluso tales huesos se retiraban antes de que transcurriera mucho tiempo. La naturaleza recupera eficazmente sus recursos.

Nadie sabe la fecha exacta en que ocurrió la crucifixión. Los evange­lios sinópticos y el Evangelio de Juan la sitúan en un tiempo cercano a la fiesta de la Pascua judía. Yo no veo razón alguna para ponerlo en duda. Sin embargo, quedan demasiadas cuestiones pendientes, tanto en la ten­tativa de los evangelios sinópticos por combinar la Ultima Cena con la festividad de la Pascua como en el intento del cuarto evangelio por iden­tificar el día de la crucifixión de Jesús con el día en que se sacrificaba el cordero pascual, para tomar literalmente tales aseveraciones.

¿Cuánto tiempo permaneció Jesús en la cruz antes de morir? No creo que nadie lo sepa. Conviene recordar que quienes hubieran podido observarlo y transmitir la información lo habían abandonado y huyeron. La aparición de José de Arimatea, las tinieblas que envolvieron la tie­rra, el desgarramiento del velo del templo, el grito extático y creyente del centurión romano... son todos elementos de una leyenda desarrolla­da. El enterramiento precipitado antes de que empezase el sábado no es más que una parte de la leyenda funeraria. Así nadie sabe cuánto vivió Jesús en la cruz, cómo murió, cuándo fue bajado de la cruz o dónde fue sepultado, «porque todos ellos lo abandonaron y huyeron». Eso signifi­

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ca que no hubo una visita de las mujeres al sepulcro para ungir a Jesús el primer día de la semana, puesto que no hubo ninguna tumba ni conoci­miento alguno de cuándo había muerto o dónde había sido sepultado.

Considero muy posible —y a ello me he referido anteriormente— que en algún momento María Magdalena intentase encontrar el sitio del descanso final del cadáver. Pero fracasó, porque no había ninguna tum­ba señalada. Habían retirado el cuerpo de Jesús, y María, la plañidera principal, fue incapaz de localizar el sitio, como dice el texto, «dónde lo habían puesto». María podría haber hecho aquel viaje inevitable de las plañideras, por cuanto creo que existe una fuerte probabilidad de que la mujer que llegó a ser conocida como Magdalena era la misma María que vivía con su hermana Marta en Betania, a unos pocos kilómetros de Jerusalén, en una casa que Jesús visitaba frecuentemente. He sostenido esa posibilidad y he intentado probarla en un libro anterior, Jesús, hijo de mujer.

La respuesta de los discípulos a la desgracia

Pero ¿adónde fueron los apóstoles en su huida? «Seréis dispersados cada uno por su lado, y me dejaréis solo» (Jn 16, 32). Estas palabras de Juan son una pista magnífica. Esas palabras, en efecto, dicen que «cada uno se fue por su lado» o que se marchó a su casa. Y por lo que hace a Simón, que algún día sería llamado Pedro, y probablemente también por lo que respecta a los demás discípulos, su casa era Galilea. Como el dato parece indicar que Jesús y sus discípulos llegaron de Galilea a Ju- dea por el camino del desierto, al este del río Jordán, para evitar los peligros de Samaría, tengo la sospecha de que los discípulos regresaron a su casa por la misma ruta. Eso significaría que Betania, sita al este de Jerusalén, les quedaba de camino. Como habían estado en Betania —de acuerdo con los textos bíblicos— durante la semana anterior al pren­dimiento de Jesús, sería natural que hubieran ido allí después de su muerte, tanto más cuanto que el lugar estaba en su camino de regreso a Galilea.

Yo no tengo ni idea de cuántos discípulos marcharon en aquella di­rección, pero estoy seguro de que Simón lo hizo. Sospecho que fue en aquella casa y aquella noche cuando se reconoció la negación de Simón, recibiendo las más sentidas expresiones de condolencia. Pesar y cólera son emociones estrechamente unidas, y esa unión debió de ser muy es­pecial en aquella casa, en la que residía la mujer más cercana a Jesús y más estimada por él. Seguramente que aquella persona no dejó de ma­

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nifestar sus sentimientos a Simón, si de algún modo le hacía responsable de la muerte de Jesús.

Son muchos los elementos en esta historia que me inducen a pregun­tarme por la historicidad de Judas Iscariote. ¿Se inventó su traición para que comparativamente resultase menos desconcertante la conducta de los otros discípulos? Judas parece ser una creación típica del midrash. Ni siquiera está clara la razón por la que Jesús tenía que ser traicionado. ¿Se debió a que era difícil de localizar? Y luego están los detalles de las treinta monedas de plata, que puede encontrarse en el profeta Zacarías (Zac 11, 12), los dos relatos contradictorios de su muerte (Mt 27, 5; Act 1, 18), el episodio del pan mojado en la salsa durante la Ultima Cena (Jn 13, 26; Me 14, 20, que es un eco de Sal 41, 9) y, finalmente el mismo sobrenombre de Iscariote, sobre el que son varias las teorías ex­plicativas, sin que ninguna satisfaga realmente. Todos esos pormenores suscitan en mí la duda acerca de la historicidad de Judas.

También advierto que especialmente el cuarto evangelio presenta a María Magdalena en una relación estrecha y confiada con Simón y con el discípulo amado. No pretendo tomar al pie de la letra el relato que habla de esa relación, pero sí quiero registrar la idea de que tales perso­nas se conocían bien y hasta con una cierta intimidad (Jn 20, 3). Y que­rría anotar asimismo que cada vez que se da la lista de las mujeres en los evangelios, siempre se nombra a María Magdalena la primera. Yo no creo que eso se deba a mera casualidad o coincidencia. En el siglo i las mujeres tomaban su estatus del marido al que pertenecían. A mí se me antoja significativo ese detalle.

Así, la noche de la crucifixión de Jesús yo sitúo a Simón en la casa de Betania, que pertenecía a María, llamada Magdalena, y a su hermana Marta. Y contemplo una escena en la cual se mezclan el trauma, el pe ■ sar, la cólera y la desesperación, para no hablar del miedo. Sospecho que, tan pronto como le fue posible, Simón continuó viaje. Tenía que marchar a su casa, buscando la seguridad de Galilea y la sensación con­fortante de volver a encontrarse entre las cosas que le eran familiares. Ningún sitio podía parecerle más tolerable en aquel momento de su vida. Se adentró después por el penoso camino del desierto haciendo el largo recorrido del este del Jordán. La distancia a pie se podía recorrer en una semana o en diez días. No se podía caminar durante el calor del día ni con la oscuridad de la noche, por lo que la marcha se limitaba a las horas entre el amanecer y media mañana y entre la puesta del sol y la noche cerrada. Poco había que temer en aquel viaje, por cuanto el ano­nimato era un dato real para cualquier viajero. Pasaron así algunos días antes de que Simón regresase a Cafarnaúm o a Betsaida, y más días aún

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(posiblemente hasta semanas) antes de que superase el trauma lo sufi­ciente como para que empezase a poner en orden su vida.

El impacto de Jesús sobre Simón debió de haber sido enorme. Nadie estaba seguro, incluidos los evangelistas, de cuánto tiempo había girado la vida de Simón alrededor de la vida de Jesús. Simón había escuchado las enseñanzas de Jesús y había observado su influencia en los demás. Simón había visto el estilo de vida de Jesús y tal vez, por encima de todos los demás, había tenido el privilegio de compartir la relación de Jesús con Dios. Jesús había enseñado a orar a Simón. Jesús le había amado personalmente. Jesús le había llamado por encima de las barre­ras que los prejuicios habían levantado contra los samaritanos, contra las mujeres y hasta contra los gentiles, como la mujer siro-fenicia. Simón había sido solicitado por cada una de esas experiencias. Jesús había ha­blado acerca del reino de Dios que irrumpía en la historia, acerca del juicio final y acerca del fin de los tiempos. A través de sus palabras, Simón había intuido que la vida misma de Jesús estaba relacionada de algún modo con aquel reino y con su llegada. Tal vez Jesús era un signo del mismo, tal vez era su agente; o tal vez el secreto de su vida estaba en su incorporación de algún modo al significado y alcance de aquel reino de Dios.

Simón había visto en Jesús una rara integridad personal, que había demostrado con el coraje de ser él mismo en cualesquiera circunstan­cias. Cuando las masas acudían a él para escucharlo y aclamarlo, no perdía la cabeza con tales aclamaciones. Cuando las fuerzas de los ene­migos se cerraban en torno de él, no ocultaba su rostro por miedo ni su espíritu se turbaba por la rabia. Jesús parecía estar libre de la necesidad de definirse por las respuestas de los demás. Simón anhelaba la posesión de tal libertad.

Jesús parecía conocer asimismo la manera de estar presente en los otros. Comprometía cada momento y a cada persona con la intensidad de lo eterno —cuando estaba con el joven rico, que llevaba los signos externos del poder terreno, y cuando estaba con la mujer sorprendida en adulterio— sin otro poder que la petición de clemencia, la atención, la mirada y la presencia de Jesús, presentadas como algo total para aquella persona. La persona en cuestión aparecía en aquel momento cual si fuese la única persona en la vida de Jesús. De esa manera parecía desafiar con su propia vida la jerarquía de valores con la que los seres humanos juzgan a los demás. Para Jesús cada persona llevaba la imagen de Dios, cada persona era merecedora del amor de Dios, y en conse­cuencia cada persona tenía el potencial para desarrollarse hasta la vida plena del Espíritu de Dios.

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En el folclore común de aquella época, las enfermedades y las des­gracias se entendían como castigo por una vida de pecado; pero Jesús abrazaba a los leprosos. La inmoralidad era una señal de rebelión con­tra los caminos de Dios; pero Jesús entró en contacto con la mujer de la calle, que lo ungió, y llamó al discipulado a quienes explotaban a los demás con su profesión de recaudadores de impuestos. En una sociedad para la cual las mujeres no eran personas idóneas con las que se pudiera conversar, Jesús se presentó hablando con una mujer junto al pozo, to­mando en serio sus preguntas y abriéndole nuevas perspectivas. Cuando los niños inocentes acudían a él, los acogía bondadoso y reñía a quienes pensaban que los niños no tenían que intervenir entonces. Simón había visto todas esas cosas y muchas más. Y no eran simplemente cosas de las que él tomase conciencia; seguramente que empezaban a entrar en los estratos de su subconsciente para quedar registradas simplemente con la frase «ésa era justamente su manera de ser».

Para Jesús, Dios era una realidad poderosa; y Simón estaba en posi­ción de compartir esa realidad. Para Jesús, Dios era «Padre», un con­cepto expresado constantemente con la palabra aramea Abbá, cargada de connotaciones de intimidad, solicitud, amor y perdón. Para Jesús, Dios era como un padre que acoge a su hijo caprichoso, un pastor que busca a la única oveja perdida o una mujer que barre solícita hasta en­contrar la moneda perdida. A ese Dios todos podían acudir y abrirle sus corazones y expresarle sus necesidades, por insignificantes que fuesen. Cualquiera podría haber aprendido de Jesús a decir a Dios: «Danos nuestro pan de cada día» o «Líbranos del mal» (Mt 6,7 y ss.; Le 11,3). Y cualquiera podría haberse sentido estimulado a imitar a la viuda vocife­rante, que no dejó de llamar a la puerta hasta que fueron satisfechas sus peticiones (Le 18,35). Pero cualquiera podía también orar por la venida del reino de Dios o por obtener un perdón tan gracioso, constante y sin límites que llegaba al infinito. Simón no podía haber escapado a alguna participación en tales realidades.

Simón era también consciente de que en la vida de Jesús había una sensación de poder, que proporcionaba indicios de milagro y hasta de magia para entrar no sólo en su vida sino también en lo que la gente decía acerca de él. A nosotros nos resulta difícil hoy encontrar el ger­men de verdad en esos relatos; pero hay algo que está claro. Tal vez para Simón y para quienes mejor lo conocían, Jesús parecía superar el tama­ño normal, y eso le hacía aparecer a sus ojos como alguien con poder para controlar aquellas fuerzas, ante las que la mayor parte de los hom­bres se siente impotente, como eran el viento y las olas. Tal vez ocurrió que en las tormentas de la vida Jesús era siempre un centro de calma; de

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modo que, con el tiempo, quienes estaban a su alrededor llegaron a proyectar su calma sobre el mundo exterior. Tal vez Jesús sació tan hon­damente con su alimento espiritual a quienes estaban cerca de él, que empezaron a contemplar a grandes multitudes que participaban de aquel banquete espiritual, en el cual siempre había más viandas de cuantas podían consumirse, por grande que fuese el gentío.

Tal vez la presencia de Jesús era tan grande y tan manifiesta su per­fección, que efectuaba curaciones en la gente. Tal vez algunas personas sólo necesitaban tocar la orla de su vestido; otras bastaba con que se pusieran en su presencia para tener el valor de dar el primer paso hacia la salud; y había quienes sólo necesitaban saber del amor y del perdón divinos en una sociedad a la que se le había enseñado que el dolor, la enfermedad y la tragedia eran signos del juicio de Dios y, en consecuen­cia, de la propia condición pecadora. Pero, cualquiera que fuese la expli­cación, la vida de Jesús parecía llamar a la gente a la perfección y al bienestar. Ésa fue seguramente la experiencia de Simón. De ser así, a nadie debería sorprender que en torno a aquel Jesús se multiplicasen las historias que explicaban tales fenómenos como sólo podían explicarlos las gentes del siglo i. Yo sospecho que Simón escuchó tales explicacio­nes, y hasta podría haber participado en la creación de las mismas.

Simón vio también en Jesús a un hombre que tenía una misión. Y sospecho que Simón no estuvo seguro de cuál era esa misión; pero ja­más dudó de su realidad. El mundo tiene siempre una manera de estar aparte en presencia de una persona, hombre o mujer, que sabe adonde va, y Simón formó parte del mundo de Jesús. Cuando algunos llegaron a consignar por escrito su concepción de Jesús, lo presentaron como al­guien que ha tenido un encuentro con el destino. Se asoció la palabra hora a ese sentido de encuentro, ya fuese del propio Jesús o de los de­más. Poco importa cómo llegó a establecerse la conexión; se pensó que el concepto era seguramente apropiado a la vida de Jesús. No presiona­ría para adelantar su «hora», que no debía llegar antes de que él estuvie­se listo. No está muy claro cómo llegó a conectarse su «hora» con el que las Escrituras llamaban «el día del Señor»; pero ese concepto le agregó una carga mística y con el tiempo hizo que algunos sectores de la tradi­ción hebrea se vinculasen a ese Jesús en la búsqueda de una explicación adecuada.

La única cosa cierta es que la ciudad de Jerusalén estuvo implicada en aquella «hora», y que dicha ciudad tiró de Jesús magnéticamente. Yo sospecho, en contra de la concepción de su vida que presentan los evan­gelios sinópticos, que Jesús viajó repetidas veces a la ciudad santa. Y estoy seguro de que Jesús fue ejecutado en ella. Pero estoy convencido

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de que el viaje más importante, que el movimiento que Jesús realizó a 1¡i ciudad de Jerusalén, fue después de su crucifixión y no antes, a pesar del episodio bíblico de la procesión del Domingo de Ramos. Todavía no se puede registrar el motivo de tan extraña afirmación, pero lo registro aquí con la promesa de volver sobre el mismo. Baste decir por ahoni que Simón vio misión, mística y destino, asociado todo ello de alguna manera con el significado de Jesús; y esas cosas produjeron una impre­sión indeleble sobre aquel pescador.

Estas experiencias, y probablemente muchas más, debieron de bullir en la mente de Simón durante su viaje después de la crucifixión de Jesús, primero hacia Betania y posteriormente en su larga marcha de regreso a Galilea. Simón estaba realizando el trabajo de una persona afligida. Es­taba recordando episodios de la vida de Jesús difunto, aislándolos por un momento de modo que pudieran cobrar relieve en su mente. Simón de­jaba cada evento rememorado fuera de la corriente de su consciencia, lo volvía de un lado y de otro buscando nuevos ángulos, de modo que pu­diera entender aquel elemento particular de una manera nueva o encon­trar en él alguna nueva dimensión. Un trabajo triste resulta siempre pe­noso, porque cada momento tras su examen e instante de recuperación acaba siempre cayendo en la negrura de un sentimiento total de pérdida. Jesús estaba muerto. Había sido ejecutado. El sueño, que de alguna ma­nera se había asociado a la vida de Jesús, ya no podía ser. Durante días, semanas y quizá meses ese pensamiento obsesionó a Simón.

Pero yo sospecho que Simón no fue el único implicado en aquel pe­sar. Hay muchas razones para pensar que Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo y que eran amigos de Simón antes de que Jesús entrase en sus vidas, estuvieron con él en aquel período de tristeza. Todos participa­ban en las faenas de la pesca. Todos trabajaban en torno al lago de Ga­lilea. Seguramente que estarían entonces en contacto, al igual que el personaje difuminado de Andrés, identificado simplemente con la ex­presión «el hermano de Simón». Tal vez hubo otros, pero esos cuatro seguramente que hablaban entre sí y vivían conjuntamente su tristeza. Juntos procesaron sus experiencias y se preguntaron qué podía signifi­car todo aquello. Juntos sintieron el vacío de la oscuridad. La sensación de absurdo era casi una presencia física entre ellos. Las nubes no se disipaban con el paso del tiempo. La intensidad de la presencia de una persona en la vida de otra sólo se equipara a la intensidad de la ausen­cia, cuando tal persona se ha ido. Jesús, tan intensamente presente en la conciencia de aquel pequeño grupo, era ahora el intensamente ausente en la existencia misma de quienes intentaban devolver sus vidas a sus hogares de Galilea.

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La pesca es a su manera tan entretenida como aburrida. Las mejores capturas se conseguían justo antes de la salida del sol. Era también el tiempo de llevar las capturas al mercado. En aquella sociedad, la co­mida del mediodía era la comida principal. Únicamente el desarrollo de la electricidad transformó la comida en un almuerzo y la cena en una comida. Se imponía la necesidad de limpiar las redes y de repararlas perfectamente, so pena de que no fueran eficaces; y las horas de luz diurna se empleaban en ese trabajo. Dependiendo principalmente del viento la elección de puestos en aquel lago de unos veinte kilómetros de ancho, la tarea exigía desplazar a remo la embarcación según las necesi­dades. Reducir las redes mientras se estaba con el ancla echada o se navegaba a la deriva en aguas relativamente tranquilas podía hacer que las horas pareciesen interminables. Todo sumado, había mucho tiempo para charlar.

Aquellas aguas también estaban llenas de recuerdos. Fue en este lago donde aquellos pescadores se encontraron la primera vez con Jesús de Nazaret. En aquel lago, y desde la barca de ellos, Jesús había enseña­do a las muchedumbres. Ellos lo habían cruzado navegando en su com­pañía. Tal vez habían soportado alguna tempestad sobre aquellas aguas estando él en la barca. Las aldeas ribereñas —Betsaida, Cafarnaúm, Co- rozaín y Genesaret— eran para ellos nombres familiares, asociados al recuerdo de Jesús. Nada les permitía escapar al recuerdo de su presen­cia. Para ellos, Jesús seguía estando en todas partes.

Cuando el alba empezaba a romper, aquellos pescadores pondrían proa a la orilla, arrastrando su captura con ellos. Una vez en la ribera, la meterían en cestos y antes de transportarla al mercado almorzarían jun­tos al borde del agua. El menú consistía en pescado —recién cogido, limpiado y asado a fuego abierto en la orilla del lago— y pan que habían llevado consigo desde sus casas el día antes. Y mientras comían, volve­rían a entablar conversación, siendo Jesús sin duda alguna el contenido de la misma.

A veces, con las primeras luces del alba, la niebla del lago tomaba forma de apariciones. La gente apenada tiende a ver formas, que hablan a su tristeza. Una vez Simón creyó ver una figura fantasmal caminando sobre el lago. Fue tan real que él se alzó de hecho y se metió en el agua para conseguir una visión mejor. Cuando el agua le llegaba a la cintura, la aparición nebulosa pareció evaporarse, de modo que Simón regresó a la playa, conmovido y admirado de las jugarretas que le gastaba su mente.

Cada comida judía, incluyendo el pan y el pescado tomados junto al lago en las primeras horas del día, era un acontecimiento litúrgico. La

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comida simbolizaba el festín escatológico, que tendría lugar el día del gran banquete, con el cual se inauguraría el reinado de Dios. Sugería la mitología que en aquel banquete se reunirían gentes del norte y del sur, del este y del oeste para sentarse a la mesa de Abraham. Así, en cada comida judía hombres y mujeres oraban por el reino futuro. La comida empezaba con la bendición ceremonial sobre el pan. El cabeza de fami­lia levantaba el pan y generalmente oraba con palabras como éstas: «Bendito seas, Señor Dios, rey del universo, que produces el grano que brota de la tierra para alimento de nuestros cuerpos».

Día tras día, aquel pequeño grupo de pescadores realizaría esa ben­dición ritual, tal vez de forma rutinaria, y tras el ayuno nocturno se de­sayunaría con pan y pescado. El vino no se tomaba en la mayor parte de las comidas, y menos a primera hora de la mañana. El vino era caro, a la vez que revestía un carácter ceremonial. Para los pobres era una bebida que sólo se tomaba en los grandes festines. En Juan 21, pan y pescado son la dieta del lago de Galilea. Pan y pescado habían sido también las provisiones de los relatos referentes a la alimentación milagrosa de las multitudes.

Seguramente que cada vez que bendecían el pan para iniciar su tem ­prano desayuno las mentes de aquellos hombres recordaban otra co­mida, que habían tomado en Jerusalén, en la estancia superior de un piso, una noche extraña y fatídica. Una noche en la que abundaron el miedo, la ansiedad y la melancolía. Todo había sido tan dramático... Jesús tomó pan, lo partió y lo identificó con su cuerpo roto. No tenía ningún sentido, pero parecía decir que se vislumbraba el desastre. Aquel desastre se abatió a lo largo de aquella noche. Pero la comida y cuanto ocurrió después aquella noche tuvieron el efecto de marcar to­das las bendiciones sobre el pan de cada comida, con un significado y un recuerdo indelebles. Ocurrió así que mañana tras mañana en el lago de Galilea unos pescadores, que habían quedado hondamente impresiona­dos por Jesús de Nazaret, ahora ya «el crucificado», empezaban su co­mida matinal tomando pan, bendiciéndolo, partiéndolo y recordando.

Estos temas deben de haber jugado un determinado papel en el sub­consciente de Simón durante los momentos tranquilos, en los que se permitía el lujo de recordar. El pan partido... «Éste es mi cuerpo roto». ¿Ordenó Jesús partir el pan en memoria de él, cuando ellos se juntasen? ¿O empezaron a hacerlo y después procedieron a justificar tal tradición, poniendo en boca de Jesús la orden de hacerlo así? ¿Dijo Jesús: «Cada vez que comáis de este pan y bebáis de esta copa, proclamaréis la muer­te del Señor hasta que venga» (1 Cor 11, 26)? ¿O fueron los discípulos quienes lentamente empezaron a ver la conexión entre el pan tomado,

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bendecido, partido y distribuido, y la vida de Jesús, que había sido to­mada, bendecida, rota y dada? ¿Cuánto tiempo fue necesario para que emergiese esa nueva posibilidad o para que surgiera esa nueva concep­ción?

La muerte de Jesús fue un hecho incontrovertible. La idea de que la muerte hubiera ocurrido de aquella manera no resultaba agradable. Je­sús había sido ejecutado sobre una cruz de madera. La Torah, tan sagra­da para cualquier hombre o mujer judíos, llamaba maldito al que hubie­ra sido colgado de un árbol. Qué arrogancia hubiera supuesto para una gente pescadora e iletrada el sugerir cualquier otra alternativa. Jesús había sido acusado de blasfemia. Ningún poder había intervenido para salvarlo. Su muerte se había convertido en un «no» de Dios. Ese «no» había sido gestionado por las supremas autoridades religiosas del país. Los sumos sacerdotes hablaban en nombre de Dios. Jesús había sido condenado por los representantes de Dios sobre la tierra. Quienes no estaban instruidos ni en la Torah ni en las tradiciones del pueblo de Dios, ¿cómo podían oponerse a ello de una manera creíble?

Cada día tales temas dejaban sentir su peso y su contrapeso en las mentes de aquellos discípulos, y yo sospecho que muy especialmente en la mente de uno llamado Simón. De una parte estaba la experiencia que habían tenido con Jesús y que los había llamado de lo viejo a lo nuevo en su concepción de Dios. De la otra, Jesús estaba muerto; y aquella nueva concepción no había prevalecido. Lo que se había mostrado vic­torioso era lo viejo, y no lo nuevo. Las palabras de condena, pronuncia­das por los sumos sacerdotes, se veían reforzadas por el hecho de ver al sumo sacerdote como un ungido de Dios. La condena quedaba refor­zada por los textos citados de la Sagrada Escritura, a través de los cuales —según se les había enseñado a creer— Dios había hablado en todas las épocas y en los que ellos buscaban discernir el designio de Dios para todos los tiempos. Los miembros de la jerarquía religiosa eran los su­pervivientes, los vencedores. Jesús era el muerto y el derrotado. Las mentes como las de Simón tenían que empezar a resignarse a lo inevita­ble de tales conclusiones. Jesús no debía de haber llegado de parte de Dios. Jesús debió de estar equivocado. Jesús tenía que haber sido reo de blasfemia. Jesús estaba muerto y ellos tenían que empezar a aceptar el hecho de que habían sido embaucados y engañados, y que en conse­cuencia también ellos eran culpables.

Estos pensamientos conflictivos acerca de Jesús preocupaban a Si­món. ¿Cómo podía haber sido ejecutado el mesías? ¡Jamás nadie había oído hablar de un mesías muerto, un mesías ejecutado, un mesías colga­do de un árbol! «Me gustaría habérselo dicho a él», debió de repetirse

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Simón a sí mismo una y otra vez. Pero por más que se esforzase, las conclusiones inevitables de Simón no encajaban. ¿Cómo podía Dios de­cir no a un mensaje de amor y de perdón, y continuar siendo Dios? ¿Cómo podía Dios negar a alguien que, por encima de cualquier diviso­ria humana, había conseguido elevar a cuantos Dios había creado? ¿Cómo podía alguien ser tan por entero un agente de vida, y no ser al mismo tiempo un agente de Dios? ¿Cómo podía alguien dar su vida de una manera tan total y ser considerado culpable de un crimen capital? En la mente de Simón eso carecía de sentido. ¡Cómo lo habría deseado! Cuán profundamente anhelaba dejar de lado esas ideas y no continuar por más tiempo en aquel proceso torturante, olvidando su tensión y si­guiendo con su vida.

Pero Simón había bebido hasta saciarse de aquella fuente de agua viva. Había comido hasta la hartura de aquel pan espiritual que parecía haber saciado el hambre más fuerte. Podía negarlo una y otra vez; pero no podía fijar su negación, ni siquiera en su propia mente. Así luchaba Simón día tras día, semana tras semana. Pescaba y compartía el pan y el pescado en el lago con sus amigos tan pronto como la aurora se des­lizaba sobre el cielo de Galilea. Las semanas se convertían en meses sin que llegase ninguna solución.

En el año litúrgico judío la gran festividad, que rivalizaba y quizá hasta superaba en popularidad a la Pascua, era la llamada fiesta de los Tabernáculos o de las Tiendas. Se celebraba en el otoño. Entre la pobla­ción judía dicha fiesta era también conocida como Sukkoth o Sukkot. Gran número de peregrinos viajaba a Jerusalén para dicha fiesta, igual que hacían para la Pascua. Pero los Tabernáculos eran mucho más que la celebración de una fiesta. No se sacrificaba ningún cordero pascual. Ni se evocaban recuerdos de esclavitud. Ni tenía por qué formar parte de aquella celebración la tristeza de reconocer que el pueblo judío aún vivía sometido al yugo de un poder extranjero. La fiesta era sobre todo la alegría de la vendimia, de la libertad que habían conocido en las pere­grinaciones por el desierto, cuando vivían en cabañas o tiendas provisio­nales, cuando incluso los rollos sagrados de la presencia de Dios eran llevados en un tabernáculo móvil.

Como todas las fiestas judías, la de los Tabernáculos se había incor­porado al anhelo de un mesías, del reino de Dios y del reinado divino. La liturgia de los Tabernáculos se había montado en torno a los discur­sos de los capítulos 9-14 del profeta Zacarías y con partes del salmo 118, que el pueblo cantaba en dicha celebración mientras circulaba alrede­dor del altar del templo. La liturgia de los Tabernáculos también se cen­traba en los símbolos de la luz y del agua. Israel sería la luz para las

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naciones del mundo, y de Jerusalén brotarían fuentes de agua viva; lo cual era un símbolo del Espíritu, que iba a gobernar el mundo cuando llegase el reino de Dios.

Cuando se acercaba la fecha de la festividad, su contenido penetró del modo más natural en la mente de Simón, que empezó a asociarlo con su constante empeño por dar sentido a la muerte de Jesús. A su mente acudieron frases familiares de la liturgia de los Tabernáculos: «No moriré, sino que he de vivir, y narraré las hazañas de Yahvéh... El Señor me ha castigado duramente, mas no me entregó a la muerte. Franqueadme las puertas de justicia; entraré por ellas y daré gracias al Señor. Ésta es la puerta de Yahvéh, por ella entrarán los justos... La piedra que rechazaron los constructores se ha convertido en piedra an­gular. Esto es obra del Señor; es una maravilla a nuestros ojos... Exulte­mos y alegrémonos en él». Son frases familiares del salmo 118, un salmo que se identificaba por completo con la celebración de los Tabernácu­los. Era el salmo que se cantaba siempre en la procesión alrededor del altar, que era el rito característico de dicha fiesta. Esa palabra profética hablaba del tiempo en que «el Señor, vuestro Dios, vendrá [a Jerusalén] y allí morará de continuo». Los pasajes que se leían cada año en la fiesta de los Tabernáculos estaban tomados de Zacarías 14. También hablaba de las «aguas vivas» que algún día manarían de Jerusalén. Ese día, afir­maba Zacarías, «el Señor será rey sobre toda la tierra». Esas palabras eran tan familiares a Simón como lo son para los cristianos de hoy las palabras relativas al nacimiento de Jesús, puesto que se leen año tras año en nuestras celebraciones navideñas. De ese modo permitió Simón que tales palabras penetrasen en su ménte, morasen allí y de allí partie­ran, cuando contempló la posibilidad de regresar a Jerusalén para su­marse a la celebración de la sukkoth, de la fiesta de los Tabernáculos.

Simón pensó que había pasado tiempo suficiente desde la ejecución de Jesús, como para poder regresar allí con toda seguridad una vez más en algún grupo de peregrinos. Deseaba asimismo restablecer contactos con quienes en tiempos había estado tan unido. Pensaba especialmente en María Magdalena. Allí estaba todavía la tristeza de su conflicto sin resolver, que pesaba trem endam ente sobre Simón. Tal vez estaban tam ­bién allí otros discípulos, que habían permanecido en Jerusalén. Simón discutió sus planes inquietantes con sus compañeros pescadores. Como la fiesta se prolongaba quince días o más, no era necesario tomar una decisión inmediata.

Durante los sábados anteriores a los Tabernáculos se leían en las sinagogas otras secciones del profeta Zacarías. Concretamente en el ca­pítulo 11 estaba el relato de los rectores del templo, que pagaban treinta

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monedas de plata para desembarazarse de alguien a quien Dios había elegido para ser pastor de Israel (Zac 11,7 y ss.). Dicho relato iba segui­do de la promesa divina: «Pero sobre la casa de David y sobre los habi­tantes de Jerusalén derram aré un espíritu de gracia y de oración, y mi­rarán a aquel a quien traspasaron. Y harán duelo por él, como se hacc duelo por el unigénito, y llorarán amargamente por él como se llora amargamente por el primogénito». Hablaba asimismo del plan divino de «herir al pastor para que se dispersen las ovejas». Todo ello consti­tuía el preámbulo al relato de los Tabernáculos en Zacarías 14, que se orientaba al tiempo en que «el Señor será rey sobre toda la tierra».

Simón discutió también esos pasajes. Incluso cuando escuchaba la lectura de las Sagradas Escrituras, le parecía que le hablaban a gritos de Jesús. La mente de Simón continuaba agitada. Estaba inquieto e intran­quilo. Las imágenes se combatían entre sí. La intuición chocaba con un sentimiento grotesco de la inconveniencia de sus pensamientos. Nadie habría mirado jamás a un simple pescador como una fuente de sabiduría teológica. Ése era el cometido del sumo sacerdote o de los doctos escri­bas, que regularmente se pronunciaban sobre la verdad o falsedad de las ideas religiosas. Ellos habían pronunciado su sentencia contra Jesús de Nazaret. Pero, con razón o sin ella, la verdad que se estaba adueñando de Simón no podía ser negada. Cada día aquellas posibilidades alum­braban de nuevo en su mente. De alguna manera se supo dominado por un amor que no le dejaría escapar.

Pero mientras la mente de Simón luchaba, él no dejaba de trabajar. Cada noche representaba otro viaje en su barca hasta el centro del lago en busca de la captura suficiente para comprar el pan de cada día. La noche anterior a su proyectado viaje a Jerusalén hicieron una redada de peces especialmente abundante. De repente a Simón se le ocurrió la idea de arrojar las redes por el otro costado de la barca, con resultados sorprendentem ente buenos. A rrastraron su captura a la orilla en un am­biente de fiesta y alegría. Aquella mañana el desayuno junto al lago sería de los buenos.

Ya estaba preparado un fuego de carbón. Tal vez otros pescadores habían tenido también una buena captura y habían desembarcado to­mándoles la delantera a Simón y los otros. En la parrilla primitiva aún quedaba un trozo de pescado asado. Cuando una captura era buena podían permitirse tales despilfarras. En su alborozo, Simón había salta­do de hecho al agua y nadado hasta la orilla, para así poder ayudar a llevar la barca sana y salva con su abundante carga hasta la ribera. Sin­tió que su espíritu se reponía un poco, luego de tan largo período de depresión.

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Una vez asegurada la captura, cebaron el fuego, limpiaron los peces seleccionados y los colocaron sobre los carbones encendidos para asar­los. Sacaron el pan que tenían depositado en la barca. Y la comida estu­vo lista. Simón, que era el miembro de más edad del grupo, realizó la ceremonia de la bendición. Las imágenes se agolparon: el salmo de los Tabernáculos, «No moriré, sino que viviré»; las palabras de Zacarías: «Miraron al que traspasaron»; y aquella noche aciaga, cuando Jesús tomó pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio a ellos identificándolo con su cuerpo. Y, a la manera de la costumbre judía, Simón expresó verbal­mente tales imágenes en la bendición ritual, y partió el pan.

De repente todo encajaba para Simón. La crucifixión no era puniti­va, sino intencional. La cruz era la última parábola de Jesús, representa­da en el escenario de la historia para abrir los ojos de quienes no podían abrirlos de otra manera al significado de Jesús como signo del amor de Dios. El amor de Dios era incondicional, un amor que no se obtiene mediante la rigurosa observancia de la Ley. El amor de Dios estaba más allá de las fronteras de la justicia, era un amor que no demandaba nada a cambio. La muerte era el episodio final en la historia de la vida de Jesús. Demostró, como ninguna otra cosa podía hacerlo, que es dando la vida como la encontramos, que es dando amor como encontramos amor, y que es abrazando a los proscritos como nosotros, proscritos, somos abrazados. Era un amor que nos permitía dejar de aparentar para ser simplemente. Aquella mañana Simón intuyó el significado de la cru­cifixión como nunca antes lo había visto; y personalmente se sintió abra­zado, aun con sus dudas, sus temores y sus negaciones, de una manera como nunca antes lo había sentido. Aquello fue el alba de la Pascua de resurrección en la historia humana. Sería correcto decir que en aquel momento Simón se sintió resucitado. En su mente desaparecieron las nubes de su tristeza, confusión y depresión; y en aquel momento supo que Jesús era parte de la esencia misma de Dios, y en aquel momento Simón vio a Jesús vivo.

Fue como si se le cayesen unas escamas de los ojos, y Simón vio un reino que nos rodea en cada momento, un reino de vida y de amor; un reino de Dios, desde el cual Jesús se le aparecía a Simón. ¿Era real? Sí, yo estoy convencido que lo era. ¿Era objetivo? No, yo no creo que fuera objetivo. ¿Puede una cosa ser real sin ser objetiva? Sí, pienso que sí es posible, porque «objetivo» es una categoría, que mide acontecimientos dentro del tiempo y del espacio. Jesús le apareció a Simón desde el ám­bito de Dios, y ese ámbito no está dentro de la historia, ni está rodeado por el tiempo o el espacio. ¿Fue entonces algo engañoso? No lo creo así; pero siempre habrá personas que no tienen los ojos abiertos y que nun­

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ca verán lo que Simón vio, por lo que siempre pensarán que fue una pretensión engañosa.

Pero también habrá quien acepte esa definición y después pretenda ver, cuando realmente no ve nada. Personas así insistirán en que tienen una evidencia concreta. Muchos ocuparán altos puestos en círculos ecle siásticos. Pero la prueba de la visión o de la ausencia de la misma habrá que verla en lo que ocurre en sus vidas. ¿Se hacen semejantes a Cristo, abiertos, comprensivos, amorosos y alimentadores de las ovejas ham­brientas del mundo? ¿O se hacen justicieros, prontos a imponer a los demás su concepción de la verdad, a juzgar y rechazar a quienes, du acuerdo con sus criterios personales, no son creyentes adecuados o son seres humanos inadecuados?

«Simón, si me amas, apacienta mis ovejas.» Ésa fue la recomenda­ción que a Simón le pareció escuchar una y otra vez, siempre que inten­taba dar sentido a su experiencia en Galilea. Es decir, que el Cristo resu­citado será conocido cuando sus discípulos puedan am ar como amó Jesús, y cuando puedan amar a los que Jesús amó, a saber, a los hijos más pequeños de Dios. Con el tiempo, esa verdad se incorporó a la pa­rábola y se puso en labios de Jesús, quien con el tiempo sería presentado como el Hijo del hombre, que llegaba en nubes de gloria para juzgar al mundo (Mt 25). El mensaje era simple. Cuando alimentáis a los ham­brientos, alimentáis a Cristo; cuando dais agua al sediento, vestís al des­nudo, confortáis al afligido, acompañáis al rechazado y al encarcelado, se lo estáis haciendo al propio Cristo. Dios ha venido efectivamente del cielo para habitar en Jesús. Jesús, visto ahora como parte del ser de Dios, ha venido para habitar en el más pequeño de nuestros hermanos y hermanas. Para decirlo con las palabras de la teología cristiana poste­rior, era una nueva encarnación. Dios en Cristo, Cristo en el menor de los hombres. Sí, Simón vio a Jesús vivo en el corazón de Dios.

La visión de Cristo que puso en marcha la Iglesia

¿A qué debió de parecerse esa visión? No lo sabré nunca. Yo lo que sé es que, como ya discutimos en el capítulo sobre Pablo, cuando los primeros discípulos intentaron decirlo en un lenguaje humano, utiliza­ron el verbo griego ophthé, que es el mismo verbo empleado en el relato de Isaías sobre el momento en que «vio» al Dios altísimo y santo (Is 6, 1), y cuando Pablo escribía: «¿No he visto yo a Jesús, el Señor?» (1 Cor 9, 1). ¿Qué significa esa visión? ¿Por qué Lucas le hizo decir a Simón, llamado Pedro y por entonces ya dirigente de la Iglesia, «Dios le conce­

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dió [a Jesús] hacerse públicamente visible, no a todo el mundo, sino a los testigos señalados de antemano por Dios, a nosotros que comimos y bebimos con él, después de haber resucitado él de entre los muertos» (Act 10, 41)?

Simón vio. Vio realmente. Jesús había sido alzado hasta Dios vivo. No tenía nada que ver con las tumbas vacías ni con las llagas dolorosas. Tenía que ver con la comprensión de que Jesús había hecho real a Dios y de que Dios había incorporado la vida de Dios a la naturaleza divina.

Con un estallido de animación, Simón intentó trasladar a los compa­ñeros de desayuno su visión. Intentó abrirles los ojos. Su mente tortura­da se derramó en un torrente de palabras. En sus manos el pan se partía más y más hasta que la luz alumbró en Santiago, Juan y Andrés.

Ninguno de aquellos pescadores tenía las herramientas necesarias para desarrollar las elaboradas cristologías, que marcarían el futuro cristiano. Todos sabían, y lo sabían profundamente, lo que aquel Dios había reclamado a la vida de Jesús y que dicha vida, ahora parte de Dios, estaba para siempre a su disposición, como Dios. También sabían que ahora tenían que ser agentes de esa vida, distribuyéndola por do­quier. Parece asimismo que comprendieron que no importaba la canti­dad de gentes a las que se otorgaría el don de Cristo, pues siempre que­daría para dar sin fin. Cestos de fragmentos del amor liberal y de la interminable mesa de Dios siempre se recogerían simbólicamente des­pués de que todos «hubieran comido hasta saciarse».

Finalmente, Simón comprendió que la muerte no podía retener a quien él sabía que era el Cristo de Dios. Era el Santo de Dios, que para Simón tenía las palabras de vida eterna. Simón había visto al Señor. El Cristo resucitado se apareció primero a quien la Iglesia empezó a llamar Cefas en arameo, la roca, Pétros en griego. Simón vio. Y Simón abrió los ojos de los otros para que vieran. Simón era la roca sobre la cual había llegado a sustentarse la comunidad de los cristianos. Fue esa comunidad la que le dio el nuevo nombre de Pedro. Y fue la comunidad la que en sus relatos sagrados presentó a Jesús diciendo a Simón: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia».

Así reunió Simón a sus compañeros mediante su visión, y juntos de­cidieron que tenían que subir entonces a Jerusalén para la fiesta de los Tabernáculos, y en aquel emplazamiento tenían que compartir su visión con otros, para que también ellos pudieran ver. Simón Pedro reunió primero a sus compañeros Santiago, Juan y Andrés, y marcharon a Je­rusalén. Más tarde Pedro reuniría a los discípulos de la capital.

En mi opinión, el viaje de regreso a Jerusalén fue para Pedro y sus compañeros no sólo un viaje triunfal, sino que se convirtió en El Viaje

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triunfal. Yo creo que fue su procesión del Domingo de Ramos, que más tarde se colocó en la vida de Jesús antes de la crucifixión. Ahora yo estoy convencido de que tal cronología no responde a la historia real. La resurrección de Jesús se proclamó en Jerusalén durante la festividad de los Tabernáculos en el otoño, unos seis meses después de la crucifixión.Y los detalles de la fiesta de los Tabernáculos determinaron, como in­tentaré demostrar, la forma y el contenido de las leyendas jerosolimita- nas de la Pascua de resurrección.

Yo creo que esas pistas nos resultan hoy visibles de una forma en la que nunca antes se habían visto por tres razones principales. Primera, porque en el pasado, siendo gentiles, habíamos intentado leer un libro judío sin ningún concepto real del midrash. Segunda, porque en general hemos ignorado el contenido de la festividad de los Tabernáculos. Y, tercera, porque hemos sido prisioneros de una mentalidad que lee los evangelios como biografías en el marco de un tiempo lineal. Mientras que ahora, con la recuperación del midrash y de los Tabernáculos y ha­biéndonos liberado del tiempo lineal, podemos ver que cada viaje de Galilea a Judea ha sido cubierto, en el desarrollo de la tradición del pueblo cristiano, con el contenido de cada uno de los otros viajes.

El viaje de Simón y de sus socios, regresando de Galilea para procla­mar al Cristo vivo en Jerusalén durante la festividad de los Tabernácu­los, quedó incorporado a un viaje anterior, realizado por Jesús y sus discípulos peregrinando a Jerusalén en el tiempo de la Pascua y que acabó con su muerte. ¿Se extraña alguien de que ese viaje anterior pu­diera ser calificado de triunfal? Terminó en un desastre. Uno también se extraña de cómo unos ramos verdes, incluidas las palmas, se conectaron con aquella visita de la Pascua primaveral, cuando tales ramos y los gri­tos de «Hosanna al que viene en nombre del Señor» eran parte regular de la fiesta de los Tabernáculos, que caía siempre en el otoño. Uno se extraña de cómo aquel extraño episodio de la higuera, que Jesús maldi­jo tras no haber hallado fruto en ella, se asoció a la Pascua, que caía en la estación del año en la que ningún árbol lleva fruto. Mientras que du­rante la fiesta de los Tabernáculos los higos estaban en plena sazón y era la estación en la que se podía esperar encontrar fruto en cualquier hi­guera de Palestina. Uno se extraña de cómo se creó la leyenda de la tumba; pero en la fiesta de los Tabernáculos una estructura parecida a una tumba, utilizada sólo como casa provisional, formaba parte de la liturgia. Los participantes en aquella liturgia llevaban cajas de hojas aro­máticas y limones a dicha tienda como parte de la ceremonia. Los Ta­bernáculos fueron una fiesta de siete días en su forma primera y de ocho días posteriormente, y yo creo que superponiendo ese módulo de tiem­

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po a la Pascua la Iglesia creó una semana santa de ocho días, que empie­za con la procesión de las palmas y culmina el día primero de la semana, que acabó siendo el día en el que se fijó definitivamente la liturgia de la Pascua de resurrección.

Estoy insinuando que la visión de Jesús vivo por parte de Simón ocurrió no menos de seis meses después de la muerte de Jesús en la cruz, y que tal visión ocurrió en Galilea; que Simón abrió entonces los ojos de sus compañeros galileos de discipulado, los cuales también pudieron ver a Jesús resucitado; que viajaron a Jerusalén al tiempo de la fiesta de los Tabernáculos, y allí se reunieron con los discípulos jerosolimitanos para compartir su fe; y que dentro de la liturgia de la celebración de los Ta­bernáculos se desplegó la historia de la Pascua de resurrección. De este modo intento demostrar que la tradición de los Tabernáculos llegó a constituir el contenido del desarrollo del relato pascual, proporcionán­donos el Domingo de Ramos, la purificación del templo, el primer día de la semana, la tumba vacía, los perfumes llevados al sepulcro y hasta el mensajero angélico. Ahí se desarrollaron los relatos y ahí crecieron las leyendas.

Pero la verdad no está en juego ni en los relatos ni en las leyendas. La verdad de Jesús viviente y disponible creó los relatos y las leyendas, sin que se diera el camino contrario. Los relatos y las leyendas pueden disecarse, reelaborarse y reinterpretarse, y hasta se pueden dejar de lado, sin que por ello corran peligro ni la integridad ni la realidad de la experiencia que los puso en pie.

Si mi re-creación tiene validez más allá de una simple especulación interpretativa, tendríamos que ser capaces de encontrar indicios de la misma en los textos bíblicos, pues los relatos y las leyendas siempre con­tienen pistas que nos indican sus orígenes. Creo que podemos encontrar tales indicios en el capítulo séptimo de Juan, en el relato del Domingo de Ramos, en la historia de la purificación del templo y hasta en los extraños relatos que llamamos la historia de la transfiguración. Pero ninguno de esos indicios se me hizo visible hasta que no descubrí la fiesta de los Tabernáculos y empecé a estudiarla en el texto evangélico. A esa historia regreso ahora.

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Apoyo de la especulación en la Escritura

Una de las tres grandes fiestas de peregrinación del pueblo judío en el siglo i e.c. fue la fiesta de los Tabernáculos. De hecho, la mayoría de los judíos de aquella época tuvo dicha celebración por la más grande, la de mayor aceptación y la más divertida. La fiesta de los Tabernáculos comprendía varios temas. Era una fiesta de recolección para dar gracias por la generosidad de la tierra, no muy diferente de la fiesta estadouni­dense del Día de Acción de gracias. Pero era también un tiempo para pedir la lluvia, para agradecer la luz de Dios y para recordar la época de la peregrinación por el desierto en la historia hebrea. La fiesta de los Tabernáculos caía también en el mismo mes que el Ros Hashanah, el año nuevo judío, y el Yom Kippur, el día solemne de la expiación. El contraste con esas tradiciones litúrgicas de carácter más sombrío sólo contribuía a resaltar el sentimiento de alegría y felicidad de la fiesta de los Tabernáculos.

Pero, no obstante su enorme popularidad en el período de la historia en que vivió Jesús de Nazaret, la festividad de los Tabernáculos no se menciona ni una sola vez en los evangelios sinópticos de Marcos, Mateo y Lucas. La única referencia abierta a la misma del Nuevo Testamento se encuentra en el capítulo 7 de Juan. Uno no puede más que extrañarse de que una fiesta tan importante para los judíos —como lo es Navidad o Pascua para los cristianos— desapareciera o pudiera evitarse.

La confusa cronología de la Semana Santa en los evangelios

Los evangelios concentran con verdadera intensidad los recuerdos en la semana en la cual se supone que ocurrieron la traición a Jesús, la

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Última Cena, el proceso, la crucifixión y la resurrección. En el relato de esta historia cristiana hubo una obsesión primordial por conectar con la celebración de la Pascua judía. Se afirmaba que Jesús había encontrado la m uerte durante la festividad pascual. Todos los evangelios parecen estar de acuerdo en ese emplazamiento. Y así, en la memoria cristiana muy pronto se vinculó a Jesús con la imagen del cordero pascual. De conformidad con el relato del Éxodo, ese cordero se sacrificaba la noche en que el ángel de la muerte tenía que pasar por el país. Fue la última plaga de las que sufrieron los egipcios y se la identificó con la muerte de sus primogénitos. Según la tradición, al marcar con la sangre del corde­ro pascual las jambas de las puertas de las casas hebreas, fueron respeta­dos los primogénitos de las familias israelitas (Éx 12,21-42). Los aconte­cimientos finales de la vida de Jesús, que también implicaban la muerte de alguien conocido como el primogénito de Dios, se contaron en los términos de la liturgia pascual. En la tradición sinóptica desapareció cualquier otra festividad judía.

Jesús tenía evidentemente que subir a Jerusalén para estar allí pre­sente al tiempo de la Pascua. Ésta había sido una exigencia del culto hebreo desde las reformas deuteronomistas de los primeros años del siglo vil a.e.c., las cuales ordenaban que la celebración de la Pascua ha­bía de hacerse exclusivamente en la ciudad santa de Israel. De ese modo, el viaje de Jesús a Jerusalén lo colocaron los evangelistas exacta­mente una semana antes de su crucifixión/resurrección, haciendo así po­sible el montaje del drama. Se abría con algo que ahora designan los cristianos como entrada triunfal y que llegó a celebrarse bajo el título de Domingo de Ramos. Semana Santa se convirtió en el nombre litúrgico de aquellos ocho últimos días, y empezaba el Domingo de Ramos y con­cluía el día primero de la semana con la Pascua de resurrección.

Pero son muchos los problemas anejos a la asociación de la proce­sión del Domingo de Ramos con la Pascua en la primavera, y consi­guientemente con su ubicación como un preludio a la crucifixión de Je­sús. Marcos, por ejemplo, parecía narrar su historia de la Semana Santa en dos secciones, que no se relacionaban bien entre sí. Presentaba una unidad clara, que describía unas actividades desde el día de la procesión pasando por la enseñanza apocalíptica acerca del fin del mundo en el capítulo 13. Después empezaba una nueva unidad de tiempo, al introdu­cir Marcos la Pascua con las palabras «Dos días después eran la Pascua y los ázimos» (Me 14, 1).

Marcos separó, además, la procesión triunfal de Jerusalén del episo­dio conocido como purificación del templo, de modo que esos dos acon­tecimientos ocurrían en dos días diferentes de aquella semana final. El

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recurso que empleó para separarlos fue por lo menos chocante. Como línea divisoria, Marcos insertó el episodio de Jesús maldiciendo la hi­guera. De acuerdo con el relato marciano, Jesús entró en Jerusalén el Domingo de Ramos, se dirigió al templo «y después de observarlo todo, como ya era tarde, salió para Betania con los doce» (Me 11, 11). Al día siguiente, en el viaje de regreso a Jerusalén, Jesús «sintió hambre», de­cía el texto. «Y divisando a lo lejos una higuera con hojas», se acercó en busca de su fruto; pero no lo encontró porque, como decía el mismo texto, «no era tiempo de higos» (11, 12-13). Sin embargo, y pese a lo inadecuado de la búsqueda de higos en marzo, cuando su época son los meses de septiembre y octubre, Jesús lanzó una maldición contra la hi­guera: «Nunca jamás coma ya nadie fruto de ti» (11,12-14). La comitiva siguió camino hacia Jerusalén, donde la purificación del templo la con­vierte Marcos en el acontecimiento principal de aquel día segundo. Cuando aquella tarde el grupo de discípulos se volvía a Betania, Marcos se sirvió del viaje para narrar la conclusión de su episodio de la higuera. De nuevo era un episodio extraño en el Nuevo Testamento.

En su caminata los discípulos llegaron a la altura de la higuera, que ahora se había secado de raíz. Pedro llamó la atención de Jesús sobre el hecho: «¡Maestro, mira! —exclamó— , la higuera que maldijiste ha que­dado seca» (Me 11,21). Con tal ocasión Jesús habría respondido, según Marcos, con algunas enseñanzas sobre la fe que mueve montañas y so­bre la eficacia de la oración. La ubicación de los dos textos no encajaba bien en el contexto. Al día siguiente Marcos hacía volver a Jesús al tem­plo para enseñar, insertando artificialmente la pregunta que acerca de su autoridad le habrían formulado los sumos sacerdotes y los escribas. La sección concluye con Jesús «sentado frente al tesoro», es decir, en el mismo lugar del que el día anterior había expulsado a los cambistas de dinero. Desde allí observó a la pobre viuda, que hacía su ofrenda de dos monedas de cobre. Parece que el tesoro acusaba una baja en la negocia­ción tras la experiencia desconcertante de la víspera. La sección parece concluir con el largo capítulo 13 de contenido apocalíptico sobre las se­ñales del fin de los tiempos.

Marcos abría entonces su segunda unidad con el indicador de tiem­po previamente mencionado: «Dos días después eran la Pascua y los ázimos» (14,1). Al continuar su proceso narrativo, la primera unidad de tres días se sumaba a estos dos hasta hacer un total de cinco días, a menos que esa referencia cronológica se situase en el día tercero de la primera unidad; cosa que parece indicar el adverbio «después». Eso su­pondría que la comida pascual, que para Marcos fue la Ultima Cena, habría ocurrido el día quinto, la crucifixión el día sexto, con la Pascua de

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resurrección el día octavo del esquema marciano, que era a la vez el día primero de la semana. Así, en Marcos el resultado era una semana de ocho días, aunque lograda con dos partes, que no parecen referirse por entero una a la otra. Para nuestro propósito es digno de mención el dato de que una celebración de ocho días es el marco cronológico asociado las más de las veces a la fiesta de los Tabernáculos.

El misterio se adensa al rehusarse Mateo y Lucas a separar la entra­da triunfal del Domingo de Ramos de la purificación del templo, colo­cando ambos eventos seguidos el mismo día, rompiendo en consecuen­cia el cuadro temporal de Marcos (Mt 21,12 y ss.; Le 19, 45 y ss.). Para complicarlo aún más, el cuarto evangelio colocó el episodio de la purifi­cación del templo en una celebración anterior de la Pascua (Jn 2, 13 y ss.), casi al comienzo de su ministerio público, cuando según Juan había subido Jesús a Jerusalén. En el esquema joánico ese acontecimiento es­taba separado de la última semana de vida de Jesús sobre la tierra por un período de tiempo de dos años. Desde distintos ángulos parecían confusas, en consecuencia, las referencias temporales que circulaban acerca del Domingo de Ramos y la purificación del templo.

Pero recuérdese que Marcos se sirvió de la maldición de la higuera para separar la entrada en Jerusalén de la purificación del templo. Y es un episodio que ha constituido la pesadilla de los comentaristas. El rela­to planteaba cuestiones espinosas. ¿Qué tipo de hombre era aquel Jesús que podía maldecir una higuera por no llevar fruto, cuando Marcos de­claraba con toda franqueza que «no era tiempo de higos» (11,13)? Ma­teo advirtió la dificultad lo bastante como para sintetizar la historia en un solo episodio, de forma que la higuera se secase inmediatamente des­pués de pronunciada la maldición (Mt 21, 18-21). Lucas omitió todo el episodio, aunque incluyendo en su evangelio algo que se conoce como la parábola de la higuera (Le 13, 6-9). En dicha parábola lucana, el pro­pietario de una viña se acercó a una higuera buscando su fruto. Al no hallarlo mandó a su viñador que la cortase «pues ya hace tres años que estoy viniendo a buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro». Inter­cedió el viñador y propuso una solución más conservadora: «Vamos a esperar un año más, yo la cavaré en derredor y la abonaré, a ver si da fruto el año que viene; de lo contrario, la cortaremos».

Tal vez esta parábola, y cuanto subyace en el relato marciano de la maldición de la higuera por Jesús, tenga una raíz común en la tradi­ción oral que se desarrolló en diversas direcciones. En un libro ante­rior he sostenido que muy bien habría podido suceder lo que sucedió con la parábola lucana de Lázaro y el rico epulón y con la historia joánica de la resurrección de Lázaro, por cuanto ambos relatos reflejan

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el efecto que habría tenido sobre la gente el regreso de Lázaro de en­tre los muertos.1

Pistas que apuntan hacia los Tabernáculos

Quiero enfocar ahora desde otro punto de vista ese extraño episodio de la higuera. Esa indicación de que no era tiempo de higos, ¿no será una pista hacia un emplazamiento temporal completamente distinto, que podría haber sido el contexto originario del relato de la entrada triunfal y de la purificación del templo? ¿Podemos especular que, antes de que esos episodios fueran incluidos en la órbita de la Pascua, tanto el relato del Domingo de Ramos como el de la purificación del templo estuvieron ubicados en una estación del año bien diferente? Identifican­do la procesión triunfal por los ramos verdes y ubicándola cerca de la Pascua como preludio a la crucifixión de Jesús, se señalaría que no era la estación de los higos. Ni tampoco podría haber sido la estación de las ramas verdes. La Pascua caía a comienzos del mes primaveral de nisán (marzo/primeros de abril). En Judea las higueras daban fruto durante el mes de tishri (mediados de septiembre/mediados de octubre). ¿Pode­mos suponer que ese relato se refería originariamente a uno, en el que una higuera no llevaba fruto, cuando de hecho era el tiempo para darlo, y en consecuencia no merecía continuar viviendo? Eso significaría que la ubicación original del relato correspondería al otoño; con lo cual tam ­bién la respuesta de Jesús sería menos sorprendente y más adecuada.

Si pudiéramos desprendernos de la extraña idea de que las higueras están incursas en la maldición si no llevan fruto, aunque no sea tiempo de higos, y colocásemos el episodio en un contexto adecuado, por lo menos resultaría más comprensible. Podríamos apoyarnos entonces en la clara conexión que Marcos establece entre la higuera y el templo. Ambos se supone que cumplen su función propia: producir higos, en el caso de la higuera, y promover la verdadera adoración en el caso del templo. El dejar de hacer aquello para lo que uno ha sido creado m ere­cería un verdadero castigo, que sería la destrucción de la higuera y del templo fallido. Tendría así sentido la conexión entre la maldición de la higuera y la purificación del templo, y el episodio de la higuera podría ser una especie de parábola acerca del templo.

Pero en medio de ese episodio se introdujo una nota sobre que no era tiempo de higos; con lo que esa idea destruía todo el significado parabólico. Como esa línea parece estar fuera de lugar, podríamos con­cluir que se trata de una glosa añadida por un editor posterior. Pero en

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cuestión no seaningún manuscrito hay prueba alguna de que la linea ePíjnam os SUgerir de puño y letra de Marcos.2 Eliminada esa hipótesis, p<? orioinaimenteque dicha línea es un indicio de que el tiempo —asociad^ tem pi0__cal'acon el relato del Domingo de Ramos y la purificación (jecjr¡0 en un originariamente en el otoño y no en la primavera. O. P *̂.. ta ^ jqs lenguaje litúrgico, estaba originariamente asociado a la Qtobernáculos, una celebración de cosechas y vendimias, qi* ^ ja Dr¡ma_ ño, y no a la fiesta de Pascua, que se celebraba al comie*1 introducir esa vera. Al cambiar el emplazamiento originario hubo cll,^ enta mientras iínea explicativa. Es una pista que merece tenerse en c ^ buscamos otras que podrían reforzar esa posibilidad. Tabernáculos

No es difícil encontrar otras pistas. La fiesta de \o$ con se_ estaba marcada por prácticas litúrgicas, las cuales sugeí* m-_EO ¿g r 3. guridad que ése no era el emplazamiento original del P h o s a n n a h que mos y de la purificación del templo. Las aclamaciones d^ R amos eran entendemos como parte de la procesión del Domingo ^ eern¿cuios en realidad una parte importante de la liturgia de los T 3 p .vamente con rivada del salmo 118, que era el salmo asociado casi excl1*sanna^ es una ia fiesta de los Tabernáculos en el uso litúrgico judío ^ ^ as motjernas palabra hebrea o aram ea, transliterada a nuestras lenf£ suolicamos» Literalmente significa «sálvanos». «Sálvanos, Señor, te i:tu r_¿a ^e jos (Sal 118, 25) era el estribillo constante del pueblo en \& interesante Tabernáculos, cuando se leía este salmo. Y no deja de viene íen- que el salmo 118 contenga también la frase: «Bendito e l __ .

. - l i l i C S C d S ltraj en nombre del Señor» (Sal 118, 26), la cual desde tos sinó Dticoscita literal del grito que la multitud lanzaba, según los re ídel Domingo de Ramos. de Ramos

Este salmo presentaba otras conexiones con el DomJ* fest¡va hasta t ontinuaba diciendo: «Ordenad con palmas la Proces*<̂ ,1pabernáculos los cuernos del altar» (Sal 118,27). En la festividad de lo^ macjos iu|ab) se formaban ramos verdes con mirto, sauce y palma (ll s a su debido que se ataban y llevaban en la mano derecha para agitar* ^ fiesta de tiempo en la procesión mientras se iba cantando el ^ H ^ á lr e d e d o r del los Tabernáculos consistía en una procesión de varios d í a ^ . j ramos aitar que estaba en medio del templo, con la gente aS ^ <iene en nom . de palma, lanzando hosannas y cantando «Bendito el que j a^ras saj. bre del Señor». Tan estrechamente iban asociadas las p ^ j ceiebra . mo 118 con la agitación de los ramos de palma como p a rt^ rociadores ción de la festividad de los Tabernáculos, que los prop* ^ ja liturgia llegaron a llamarse en la lengua vernácula «los hosannas»’ delde ios Tabernáculos cabe aprender evidentemente que el

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Domingo de Ramos se configuró originariamente casi en cada uno de los detalles de acuerdo con aquella festividad de otoño.

El resto del salmo 118 exalta el templo, a quienes suben hasta él y, de manera muy especial, al rey mesías, que algún día llegaría en el nombre del Señor. Celebra la luz (v. 27) y alude a la vida en las tiendas (v. 15) refiriéndose a la fase de peregrinación por el desierto en la historia de Israel, que la festividad de los Tabernáculos celebraba. Contiene asimis­mo palabras, que más tarde se incorporaron de manera específica a la historia cristiana de Jesús. «La piedra que rechazaron los constructores se convirtió en piedra angular» (v. 22), se cita en Mt 21,42; Act 4,11 y 1 Pe 2,7. La frase «Éste es el día que hizo el Señor, celebrémoslo y alegré­monos en él» (118,24) se unió al día del culto cristiano y se utilizó desde los primeros tiempos al comienzo de la eucaristía en el día sagrado, que era el día primero de la semana, conocido como «el día del Señor».

Hay también algunas referencias en este salmo a las puertas de la justicia que Dios abriría, de modo que su pueblo pudiera entrar por las mismas y darle gracias. En un cierto nivel esas puertas eran claramente las puertas del templo; pero en otros niveles también era clara la refe­rencia a las puertas del cielo, que Dios abriría para recibir al justo, al rey, al mesías. Los primeros cristianos se encontraron utilizando el sal­mo de una manera regular, y nosotros hemos de tener en cuenta que fue un salmo cuya verdadera identidad estuvo asociada a su uso en la fiesta otoñal de los Tabernáculos. Dicho salmo señalaba para los judíos la fes­tividad de los Tabernáculos justo del mismo modo que el «Ven, oh tú el siempre fiel» señala la Navidad para los cristianos.

Es necesario mencionar otros dos aspectos de los Tabernáculos, por­que también jugaban un papel especial en la celebración litúrgica. Pri­mero, que mientras los alegres marchadores de la procesión sostenían en su mano derecha los lulab, los ramos verdes, llevaban en la izquierda una caja, llamada el ethrog. En la misma se colocaban el fruto y la flor del fruto del limonero. Se pensaba que con ese símbolo quedaban apre­sadas la belleza exterior y la suave fragancia.

Segundo, era costumbre que cada familia judía levantase su tienda, llamada sukkoth. para la celebración de los Tabernáculos. Dicha tienda era una vivienda transitoria y provisional mientras duraba la fiesta, y representaba simbólicamente los días en que el pueblo de Israel cami­naba por el desierto sin un hogar permanente. Abraham E. Millgram, un historiador judío, describe las sukkoth tal como se las llegó a ver en la tradición judía.3 Estaban destinadas a ser una morada provisional. Su altura «no tenía que ser inferior a diez palmos ni superior a veinte co­dos». Los límites de su largo no se fijaban. Su techo tenía que cubrirse

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con materiales que brotaban del suelo, y se suponía que no era tan espe­so como para impedir a los adoradores la vista de las estrellas. También la lulab podía utilizarse después de la procesión como parte de la cubierta de la tienda y el ethrog podía emplearse para darle una fragancia especial. Los creyentes judíos se suponía que habitaban simbólicamente en la tien­da durante los siete días de la fiesta como recuerdo de los días pasados sin casa permanente en el desierto. Toda la gente emergería en gesto litúrgi­co de sus tiendas el día octavo para celebrar una asamblea solemne.

Durante los siete días de habitación simbólica en la tienda tenía es­pecial relevancia el que se sirviese al menos una comida simbólica den­tro de ella. Dicha comida la iniciaría normalmente la madre con las asti­llas de las teas de la fiesta; seguiría después la recitación del kiddush o bendición tradicional por parte del padre. Era en ese momento cuando la familia se ponía en movimiento hacia la tienda para tomar la comida acostumbrada, con la bendición de la estructura provisional, seguida in­mediatamente por la bendición sobre el pan. Y en medio de todas esas ceremonias estaba la plegaria para que llegase el día del Señor, para que el Señor apareciera de repente en su templo e iniciase su reinado glorio­so con el establecimiento del nuevo reino.

Además del salmo 118, la otra obra de las Escrituras hebreas pri­mordialmente asociada a la fiesta de los Tabernáculos fue el libro del profeta Zacarías. Este libro constaba de dos secciones: las profecías ocupaban los capítulos 1-8; mientras que la sección segunda, con los capítulos 9-14, parece deberse a una pluma diferente de un período pos­terior de la historia hebrea. Pero los judíos del siglo i probablemente lo leían como un único libro, así como leían el libro de Isaías como pa­labras de un solo profeta, cuando procedían de al menos tres autores diferentes. La crítica bíblica es una disciplina que aún no había nacido.

En los ocho primeros capítulos de Zacarías describía el profeta a dos personajes que habían sido «ungidos» por Dios, «que están delante del Señor de toda la tierra» (4,14). Hay que tener en cuenta que la palabra traducida por «ungido» comportaba en el mundo del judaismo tardío el concepto de mesías. Éste era un texto evocador para los primeros lecto­res cristianos, por cuanto Zacarías daba a los dos «ungidos» los nombres de Zorobabel y Yosúa: Zorobabel era el gobernador ungido, y Yosúa un sacerdote ungido. Fueron dos personajes a los que se refería el libro de Esdras como los jefes de la segunda tanda de quienes volvieron del destierro de Babilonia (Esd 3, 2).

Dos cosas hay que anotar aquí. Yosúa o Yesúa estaba escrito como «Yesus» en la versión griega de las Escrituras hebreas, conocida como Septuaginta o Setenta. En Esdras se refería a Yesúa, de quien se decía

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que era sacerdote y que era hijo de Yosadaq; nombre este último dema­siado cercano a Yosef/José, como para que lo ignorasen los judeocristia- nos, entrenados en el método midráshico (Zac 7, 11). De dicho Yesúa (Jesús) decía Zacarías que Dios pondría delante de él una piedra con la inscripción «Yo quitaré la iniquidad de este país en un solo día» (Zac 3, 9). Estas palabras, unidas al sacrificio del día de la Expiación, y referidas ahora por el profeta a un hombre llamado Yosúa (Jesús), debieron de aparecer casi con seguridad a los ojos de los judeocristianos como un midrash llevado a un nuevo cumplimiento en Jesús de Nazaret.

Esta sección del libro concluía con la promesa divina «Yo regresaré a Sión y habitaré en medio de Jerusalén» (Zac 8, 3); y en razón de esa presencia del Señor en Jerusalén las gentes de todas las naciones acudi­rían a la ciudad santa en busca del Señor de los ejércitos, pues dirían: «Queremos ir con vosotros, pues hemos oído que Dios está con voso­tros» (Zac 8, 23). Yo tengo pocas dudas de que este pasaje influyó en el relato lucano de Pentecostés, sobre el que volveré más adelante. Mas, por lo que hace ahora a nuestro propósito, ese pasaje creó en una forma aún más drástica el escenario marco para la fiesta de los Tabernáculos. Durante los siete días de la festividad se sacrificaban setenta terneros en nombre de las setenta naciones del mundo, para recordar a los adorado­res que el día del Señor las naciones todas se reunirían contra Jerusalén. Pero la ciudad se salvaría, porque todas las naciones serían derrotadas con la llegada del Señor. Después de lo cual, año tras año los supervi­vientes de aquellas naciones derrotadas vendrían a Jerusalén para ado­rar al rey y celebrar la fiesta de las Tiendas o de los Tabernáculos. El último día, el día octavo, se sacrificaba un único ternero por la única nación de Israel.4 En este punto acababa la sección primera del libro.

En la segunda, que comprende los capítulos 9-14, Yosúa y Zoroba­bel ya no aparecen como jefes. La atmósfera no es de paz y reconstruc­ción, sino de expectativas de guerra y asedio. Los gobernadores son «pastores» innominados. Esta parte del libro de Zacarías se refiere al período griego de los siglos iv y m a.e.c., y no a los períodos persas de los capítulos 1-8. Pero fue esta sección la que llegó a ser el pasaje principal de la Escritura, que se leía durante los Tabernáculos en el siglo antes de la destrucción del templo de Jerusalén.5 Tal vez ello se debió a que la sección culminaba en un capítulo final con el relato de la propia fiesta. Ciertamente que también esta sección de Zacarías fue asimismo bien conocida en los primeros círculos cristianos, pues una y otra vez aluden a ella los textos cristianos, ya sea con citas directas ya sea con palabras claramente influidas por dicha profecía.

En el capítulo inicial de la sección se encuentra el episodio del rey

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que llega a Jerusalén, triunfador pero manso, cabalgando un asnillo. Se le presentaba como el príncipe de la paz (Zac 9, 9-11). En Mt 21, 5 y en Jn 12, 14-15 se citaba como parte de la preparación del Domingo de Ramos, habiendo alusiones al mismo episodio en Me 11 y en Le 19. Pero en las Escrituras hebreas era un episodio asociado con los Tabernácu­los, no con la Pascua. En la Escritura cristiana su final es una prepara­ción a la crucifixión de Jesús, lo cual indica que ha sido sacado de su emplazámiento original.

En el capítulo 11 se contaba el episodio de Israel pagando treinta sidos de plata para librarse del buen pastor, señalado por Dios para que los gobernase (vv. 7 y ss.). Ese pastor designado se decía que estaba con­denado a muerte por quienes traficaban con ovejas, los que compraban y vendían animales. De repente vemos que el episodio de la purificación del templo pasaba al primer plano. Seguramente que la misma fue tam­bién originariamente una parte de la fiesta otoñal de los Tabernáculos. Las treinta piezas de plata fueron entregadas al tesoro del templo (Zac 11,13); dato que configuró claramente el episodio de Judas arrojando en el templo sus treinta monedas de plata, según lo cuenta Mateo (27, 5). Vemos, pues, aquí otro elemento de la historia de la pasión que tuvo su origen en los Tabernáculos pero que fue trasladado a la Pascua.

En Zacarías 12 se nos dice que cuando miren «al que traspasaron, harán duelo por él como se hace duelo por el unigénito y llorarán am ar­gamente por él como se llora amargamente por el primogénito» (vv. 10-11). Cada familia hará duelo «por su lado», decía el texto (12, 14). Seguramente que era una pintura de la primera realidad que siguió a la crucifixión de Jesús, por cuanto las palabras ahora familiares del capítu­lo 13, que decía «Hiere al pastor, para que se dispersen las ovejas», pa­saron a ser un texto puesto en boca de Jesús por M ateo (26, 31) y por Marcos (14, 27).

Finalmente, este libro de Zacarías terminaba con un cuadro del día del Señor, que llega en medio de la celebración de los Tabernáculos. El tiempo estaría marcado por un día ininterrumpido, pues «al caer la tar­de habrá luz» (14, 7). También comportaría la nota de la esperanza pe­renne de «las aguas vivas que brotarán de Jerusalén» en un flujo ince­sante (14, 8).

Bajo la influencia de esas palabras es fácil ver cómo Juan, el único evangelista que menciona la fiesta de los Tabernáculos, sugería que Je­sús, inmediatamente después de haber participado en la celebración, se refería a sí mismo como «la luz del mundo» (Jn 8,1) y durante la propia fiesta se autodesignaba «agua viva» (Jn 7, 38). Finalmente, el clímax de la celebración se alcanzaría, cuando las gentes del mundo acudieran a

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Jerusalén para «adorar al rey Yahvéh de los ejércitos y celebrar la fiesta de los Tabernáculos» (Zac 14,16). El relato concluía: «Y ya no habrá en aquel día más traficantes en el templo del Señor de los ejércitos» (14, 21). Es, además, una idea que cobraba relieve en Malaquías, el libro siguiente de la Biblia (Mal 3 ,1 y ss.). Al día siguiente llegaría el rey a la ciudad, acudiría a su templo y lo purificaría, disponiendo el camino para que las naciones acudieran a rendir culto.

En este pasaje de Zacarías, enmarcado en el contexto de la fiesta de los Tabernáculos, vemos afluir una y otra vez los temas que los primeros cristianos asociaron al relato del Domingo de Ramos y de la purifica­ción del templo. Combinando el libro de Zacarías con el salmo 118, y agregando el libro de Malaquías, tenemos los siguientes elementos del relato de la pasión de Jesús:

■ la entrada del rey en Jerusalén cabalgando un asno■ la agitación de las ramas de palma■ las aclamaciones de hosannah■ el pago de treinta monedas de plata■ la purificación del templo■ la gente mirando al que traspasaron■ el Señor que llega de repente a su templo■ las naciones que se reúnen para recoger las aguas de vida, que

son un símbolo del Espíritu

En estas secciones de la Escritura hebrea tenemos el cañamazo del relato de la pasión de nuestro Señor desde el Domingo de Ramos hasta Pentecostés. Pero de alguna manera todos esos aspectos de la fiesta de los Tabernáculos fueron transferidos en los escritos cristianos a la fiesta de Pascua. Nosotros continuamos esa asociación errónea, pese a la presencia de una investigación científica, iniciada por el profesor Charles W. F. Smith de la Episcopal Divinity School de Massachusetts en unos artículos escritos ya en 1960, y en los que demuestra las evidentes conexiones con la fiesta de los Tabernáculos. Yo sospecho que continuamos haciéndolo por­que estamos tan atados al tiempo lineal que no nos atrevemos a seguir la dirección que marcan las pruebas. Por ello, permítaseme otra posibilidad.

La fusión de dos viajes a Jerusalén en los evangelios

Lo primero que conviene anotar es que, pese al silencio de los evan­gelios sinópticos sobre la fiesta judía de los Tabernáculos, los ecos de

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tan solemne festividad se escuchan a lo largo del relato de la pasión. Ello me impulsa a sugerir que debieron de ser dos las ocasiones en que se suponía que los discípulos habían subido a Jerusalén con Jesús. Uno de tales viajes acabó con la crucifixión. Pero el otro viaje, que debe de haberse enmarcado durante la fiesta de los Tabernáculos, se asoció con el triunfo sobre la muerte. Lo segundo que conviene anotar es que el Evangelio de Juan conservó la visita a Jerusalén para los Tabernáculos, pero el evangelista presentaba ese viaje como un hecho ocurrido a co­mienzos del ministerio público de Jesús. Me vuelvo ahora al relato joá- nico del viaje con ocasión de la fiesta de los Tabernáculos, para explorar lo que ahí puede encontrarse.

Y empiezo este análisis destacando un principio midráshico, em ­pleado por los rabinos en el estudio de la historia sagrada de los judíos: «En la Escritura no hay antes y después, porque la ordenación cronoló­gica sólo es una entre muchas posibilidades».6 En este contexto escucho las palabras de R. H. Lightfoot, que dijo: «La fiesta [de los Tabernácu­los] era considerada como un anticipo del día del Señor, o de la era mesiánica, puesto que el sentimiento popular la conectaba no sólo con la cosecha y la vendimia, que para entonces estaban ya acabadas, sino también con una cosecha futura muy diferente: la de la reunión o co­secha final de las naciones en los días del Mesías».7

El relato joánico del viaje de Jesús a Jerusalén para la celebración de los Tabernáculos está lleno de palabras extrañas y de símbolos enig­máticos. Al mismo tiempo, el retrato de Jesús es tanto histórico como mítico. Jesús no viajó únicamente a la ciudad santa en un tiempo y espa­cio físicos, sino que en este relato ocupaba el lugar del templo y se con­vertía en la fuente de agua viva para todo el mundo. Historia y no-histo­ria, tiempo limitado e intemporalidad, humanidad y divinidad confluían de forma extraña en el relato de Juan.

Juan iniciaba el episodio con el anuncio de que la fiesta de los Taber­náculos estaba al caer y que Jesús conversaba con «sus hermanos». ¿Eran los hermanos consanguíneos que mencionaba Marcos 6? ¿O la palabra hermanos era un sinónimo de discípulos? Más tarde, en el mis­mo evangelio, Juan empleó el término hermanos para referirse a sus discípulos (20,17). Pero el peso del texto incidía en el hecho de que «los hermanos», quienes quiera que fuesen, estaban en Galilea «y no creían en él» (Jn 7, 5). Ya he indicado que ésta era justam ente la situación después de la crucifixión de Jesús. Los Tabernáculos eran un preludio al día del Señor, cuando el mesías llegaría repentinam ente desde el cielo a su templo.

Jesús urgía así a sus hermanos: «Subid vosotros a la fiesta; yo no

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subo a esta fiesta, porque mi tiempo no se ha cumplido todavía» (Jn 7, 8). Jesús permaneció en Galilea requiriendo a sus «hermanos» para que subieran sin su presencia física. Hay de nuevo un reflejo, así me lo pa­rece a mí, de la realidad que siguió a la crucifixión. Pero el relato conti­núa diciendo que, después que sus hermanos marcharon, también subió él como a ocultas. El verbo «subir», en sus diversos tiempos, es el mismo que utilizará más tarde el evangelio de Juan para describir la ascensión de Jesús [anébesan (7, 10), anébe (7, 14) y anebébeka (20, 17)]. En el griego la frase comporta un doble significado, que no es capaz de reco­ger nuestra traducción.

Mientras tanto, durante la fiesta en Jerusalén, Jesús era tema de muchos debates en torno a las preguntas de «¿Dónde está él?» y «¿Quién es él?». Supongo que son dos preguntas subsiguientes a la cru­cifixión e incorporadas con posterioridad a este episodio. Son las pre­guntas que más atorm entaron a los discípulos galileos en las semanas y meses que siguieron a la crucifixión del Maestro. Y el texto de Juan continúa diciendo que «mediada ya la fiesta» (Jn 7,14), Jesús apareció inesperadamente en el templo. Las palabras exactas son: «Jesús subió al templo» (de nuevo anébe, el verbo ya utilizado). ¿Era ésta una refe­rencia oculta y enigmática a su exaltación al cielo? El lenguaje introdu­ce esa posibilidad. Y la indicación de «mediada ya la fiesta» ¿indujo a condensar el tiempo de los siete/ocho días de celebración en los tres días, símbolo popular de la resurrección? Yo pienso que bien pudo ser así.

La conversación se desarrolló de esa manera dual, con dos niveles en casi cada una de las palabras: uno en el tiempo y la historia, y el otro más allá del tiempo y de la historia. «¿Os irritáis contra mí, porque he curado en sábado el cuerpo entero de un hombre?», preguntó Jesús (Jn 7, 23). ¿Era ésta una referencia retrospectiva al hombre curado en sábado y que, violando el descanso sabático, tomó su camilla y salió caminando (Jn 5, 1-9)? De ser así, sería un emplazamiento extraño al venir dos capítulos después en el texto y seguir a la alimentación milagrosa de la multitud, que como la crucifixión culminaba con otro episodio de de­serción de los discípulos. En aquella ocasión, cuando los discípulos «se volvieron atrás y no andaban ya más con él» (Jn 6,66), Jesús preguntó a los doce: «¿Acaso también vosotros queréis iros?». Y fue Pedro quien respondió: «Señor ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eter­na» (Jn 6, 68). Entonces Pedro reconoció a Jesús como «el Santo de Dios» (Jn 6, 69). No dejaba de ser, y lo sigue siendo, un emplazamiento igualmente extraño de una confesión de fe por parte de Pedro, que en tiempo cronológico todavía iba a abandonar a Jesús, lo iba a negar y

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volvería a él junto al lago de Galilea (Jn 21, 1 y ss.). Los problemas se multiplican, cuando este pasaje se sitúa en la historia como un episodio durante la vida terrena de Jesús. Tal emplazamiento es extraño. Y se­mejante contexto carece de sentido.

Pero veamos ahora esos relatos desde la perspectiva posterior a la Pascua de resurrección. ¿Es posible que entonces las palabras acerca de la curación «del cuerpo entero de un hombre en sábado» sean una refe­rencia a alguien, a quien se creía restablecido a una vida nueva entre un viernes y el día primero de la semana? Cuando el párrafo termina con la sentencia de Jesús «No juzguéis por las apariencias, sino juzgad con cri­terio recto» (Jn 7,24), la lógica interna de tales palabras resulta aún más confusa en el contexto histórico, mientras que se abre a unos niveles nuevos de significado en un contexto posterior a la resurrección.

De nuevo se encendió el debate acerca del origen de Cristo. Y se decía: «Cuando llegue el Cristo, nadie sabrá de dónde viene» (Jn 7,27). ¿No sería eso cierto, si el pueblo pensaba que lo habían matado sólo para descubrir que estaba vivo en el reino escatológico de Dios, desde donde aparecería como el Hijo del hombre, cuando la fiesta de los Ta­bernáculos hubiera concluido?

En la presentación joánica de la fiesta de los Tabernáculos, las au­toridades intentaron echarle mano. Los sumos sacerdotes y los fariseos enviaron oficiales para prenderlo. Esto nos suena a un comportamiento literal en una historia literal también. Pero Jesús respondió a esa crisis con palabras que no eran temporales ni estaban vinculadas a la historia y que adquirían pleno sentido en una secuencia temporal subsiguiente a la crucifixión. «Me buscaréis, pero no me encontraréis; y donde yo voy a estar no podéis venir vosotros» (Jn 7, 34). El relato joánico avanzaba entonces hasta el último día de la fiesta —un día llamado en forma bas­tante provocativa como «el más solemne» o el más grande— , y el texto decía que «Jesús, puesto de pie, proclamó con voz fuerte» que era la fuente de agua viva que el evangelista interpretaba como «el Espíritu que habían de recibir los que creyeran en él» (Jn 7, 37-39).

Obsérvense de nuevo, por favor, los contenidos duales. ¡El día más solemne, Jesús se puso de pie! Este «ponerse de pie» corresponde al verbo utilizado en otros pasajes evangélicos referidqs a la resurrección (Jn 20,19; Le 24, 8). La expresión «el día más solemne», ¿era una refe­rencia al último día de la fiesta de los Tabernáculos o al día de la resu­rrección? ¿O se escribió deliberadamente como una alusión a ambos? En cualquiera de los casos ¿quién se convertía en la fuente de agua viva: aquel Jesús histórico o el Cristo resucitado? Juan dirá más tarde que Cristo resucitado insufló sobre sus discípulos y que ellos recibieron el

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Espíritu Santo (Jn 20,22). Pero aquí se nos dice que el gran día Jesús «se puso en pie» y se convirtió en la fuente de «agua viva».

Ello dio como resultado, según el relato joánico, una mayor división de opiniones. ¿Era él el profeta? ¿Era él el Cristo? ¡Pero él era de Gali­lea, no de Belén! Cuando Nicodemo quiso terciar en la conversación de los fariseos, éstos le dejaron en ridículo diciéndole: «Estúdialo bien y verás que ningún profeta sale de Galilea» (Jn 7, 52). Una vez más esto tenía un doble significado, pues «salir de Galilea», ¿significaba ser oriundo de dicha región o significaba «ser resucitado para ser visto» por quienes estaban en Galilea? Son demasiados los dobles significados y demasiados los símbolos vigorosos, como para ignorarlos.

La fiesta de los Tabernáculos claramente estaba relacionada con la historia de la Pascua de resurrección, aunque ahora no sepamos cómo. Sólo Juan ha conservado el recuerdo explícito de la festividad; pero, como ya hemos anotado, los signos de la fiesta de los Tabernáculos se perciben en todos los relatos sinópticos de la pasión. En efecto, las cone­xiones son abrumadoras; tan abrumadoras como para revelar que la fiesta de los Tabernáculos habría sido en los comienzos el contexto pri­mario para la proclamación de Cristo resucitado y que, con el tiempo, esa conexión se perdió y todo conspiró a expulsar los acontecimientos relacionados con la historia de la resurrección de nuestro Señor fuera de la órbita de la Pascua.

Desearía proponer otra posibilidad. Habiendo tenido en Galilea una experiencia de la irrumpiente realidad de Dios, que él llamó resurrec­ción y que incluía la visión de Jesús de Nazaret como parte de quien era y es Dios, Pedro compartió esa experiencia, primero con sus compañe­ros de pesca galileos Santiago, Juan y tal vez Andrés. Fue electrizante y real, aunque a ninguno le resultó clara. Había llegado en una combina­ción de signos, tristeza, conflictos internos y el acto sacramental de par­tir el pan y de ver a través de ese símbolo el cuerpo roto de Cristo en la cruz como la señal última del amor infinito de Dios. Esto empujó a Pe­dro y al grupo galileo a subir a Jerusalén para la fiesta de los Tabernácu­los; un viaje que Juan situó en la vida histórica de Jesús, pero preservan­do el contexto original no-histórico, consignando el relato escrito de tal modo que pudiera leerse a la vez en dos niveles. Los evangelistas sinóp­ticos, por el contrario, simplemente agregaron al viaje final de Jesús a Jerusalén, al tiempo de la Pascua en que ocurrió la crucifixión, todos los símbolos del viaje posterior durante los Tabernáculos. De hecho, sin embargo —y es cosa que ahora propongo— , ese viaje a Jerusalén para la fiesta de los Tabernáculos ocurrió unos seis meses después de la cruci­fixión; y lo dirigió Pedro, no Jesús. Pero un Pedro que se creía portador

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del innegable mensaje de su Señor resucitado y vivo para quienes en Jerusalén aún no habían visto al Señor resucitado y entronizado en el cielo.

Compartiendo la historia de la que Pedro llamó «la aparición de Je­sús resucitado en la misma presencia de Dios» con sus amigos de Jerusa­lén en el contexto de los Tabernáculos, dio a toda la experiencia un marco referencial vital y nuevo. La comunidad de creyentes, congrega­da de nuevo, se sumó ahora a las procesiones en torno al altar, agitando sus ramos de palma y de otros árboles. Gritaban sus Hosannas y su estri­billo litúrgico «Bendito el que viene en nombre del Señor». Construye­ron una sukkoth o tienda provisional, que más tarde —así lo creo yo— fue incorporada a la historia cristiana como la tumba temporal en el huerto solitario de José. Acudieron a la sukkoth llevando la caja llama­da ethrog, que contenía el fruto y la flor fragantes del limón, y que ahora estoy convencido que fueron incorporados a los relatos posteriores de la resurrección como los perfumes llevados por las mujeres, aunque con un propósito que nunca estuvo realmente claro. Cuando la liturgia de los Tabernáculos se desarrolló bajo el impacto de esta revelación cristia­na, incluyó también una procesión a una morada provisional parecida a una tumba, donde un miembro de la comunidad vestido de blanco anunciaría como parte de la liturgia: «No está aquí, mirad el lugar donde lo pusieron». Con el tiempo, aquel ministro litúrgico vestido de blanco lo transformaron los evangelistas en el ángel o los ángeles escatológicos que anunciaron a las mujeres el mensaje de la resurrección de que la tumba —que era un símbolo de la muerte— no podía contener a Jesús de Nazaret.

Pero por encima de todo yo creo que fue la comida ritual, que se había de tom ar en la sukkoth, la que unió para siempre la experiencia del Señor resucitado y la celebración de la comida en común, en la cual se partía el pan y se distribuía el vino. En ese acto sacramental se abrie­ron los ojos para ver el cuerpo de Jesús como el pan de vida, partido para el mundo, para saciar el hambre más profundo de Dios que siente el hombre; y se abrieron los corazones con la sangre de Jesús, entendida como el sacrificio expiatorio que elevaba de nuevo a los seres humanos hasta la presencia de Dios. Alimentar a la gente de todo el mundo con ese pan y ese vino pasó a ser la verdadera vocación de quienes reencon­traron sus vidas en aquel Cristo.

De ese modo, la resurrección empezó con Pedro, quien acabó por entender que tal era el deber de quienes amaban a Cristo para alimentar a sus ovejas. Pero la idea pronto viajó a Jerusalén y encontró expresión dentro de la fiesta judía de los Tabernáculos. Dicha fiesta, que lenta­

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m ente se perdió para la conciencia gentil tras la caída de Jerusalén, sólo se mantuvo en una referencia de Juan 7; pero quedó incorporada a los relatos de la pasión, transfiriendo todos los símbolos de los Tabernácu­los a la celebración dominante de la Pascua. La Pascua era el tiempo de la crucifixión, pero los Tabernáculos fueron la fiesta en que acabó pro­clamándose la historia de la resurrección de Jesús en Jerusalén. Fueron los símbolos de la festividad de los Tabernáculos los que se entendieron como los símbolos de la tradición resurreccionista de Jerusalén: una procesión del Domingo de Ramos, la purificación del templo, la tienda vacía, los ungüentos aromáticos, la comida ritual y el mensaje angélico que anunciaba la resurrección. Todos eran símbolos derivados directa­mente de la fiesta de los Tabernáculos.

Yo advierto así dos estadios en la narrativa de la Pascua de resurrec­ción, que subyacen en los relatos bíblicos; pero ambos estadios encuen­tran expresión en los textos confusos del evangelio. ¿Fue en Galilea o en Jerusalén donde se dio el elemento primordial de la Pascua de resu­rrección? Mi tesis es que los testimonios apuntan a Galilea, y a un hom­bre llamado Simón. Pero este Simón marchó después a Jerusalén, acom­pañado de sus amigos galileos, que en su región de origen se habían incorporado a la experiencia resurreccionista. En Jerusalén, Simón compartió su historia con la comunidad de la ciudad santa que había conocido y seguido a Jesús; y esa participación tomó cuerpo durante la fiesta de los Tabernáculos, de modo que la configuración de los relatos de la Pascua de resurrección que se encuentran en la Biblia estuvieron determinados de hecho por los símbolos de la celebración de la fiesta de los Tabernáculos. Con el tiempo hasta se incorporó a la historia pascual el detalle histórico de la búsqueda inútil, que María Magdalena llevó a cabo en el sepulcro de Jesús poco después de la crucifixión, convirtien­do a las mujeres junto a la tumba vacía en el punto focal de la narración en cada uno de los evangelios canónicos.

En los evangelios sinópticos hay otras dos posibles referencias al marco de los Tabernáculos, que contribuyen poderosamente en mi opi­nión a reforzar la probabilidad de este argumento. Primera, la historia de la transfiguración, extraña y difícil de interpretar. Se encuentra en Marcos (9, 2-8), Mateo (17, 1-8) y Lucas (9, 28-36). Curiosamente, el cuarto evangelio, el único que nos ha conservado la tradición de los Tabernáculos, no incluye ningún relato de la transfiguración de Jesús.

Pero los relatos sinópticos son todos similares. La transfiguración ocurrió «seis días después», según Marcos y Mateo, y «unos ocho días después» según Lucas en relación con algunos acontecimientos que está describiendo. Los Tabernáculos eran una fiesta que se prolongaba sie­

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te/ocho días, con un octavo día que se añadió posteriormente en la his­toria judía. Las indicaciones de tiempo en los relatos evangélicos de la transfiguración tienen poco sentido, a no ser que tales relatos se en­marquen en el contexto de la festividad de los Tabernáculos, donde se­guramente estuvieron al principio. La modalidad siguiente, que localiza tales relatos en el marco de los Tabernáculos, fue la propuesta de le­vantar tres tiendas, una para cada uno de los protagonistas de la narra­ción. El rechazo de tal propuesta por una voz celeste que se dirige pri­mero a Pedro, representa en mi opinión una comprobación creciente en la primitiva comunidad cristiana de la singular experiencia de Jesús.

Los otros dos protagonistas en el episodio de la transfiguración, Elias y Moisés, se creía que residían en el cielo por una acción directa de Dios, como anteriorm ente hemos recordado. En la tradición primitiva se entendió la resurrección de Jesús de manera similar a la mitología que rodeaba a Elias y a Moisés. También Jesús había sido arrebatado por Dios. Por lo mismo, habría que construir una sola tienda para los tres en la fiesta de los Tabernáculos. Ésa pudo muy bien haber sido la primera conclusión de Pedro, pues en el relato de la transfiguración se le presentaba como el autor de tal sugerencia, aunque el texto dice ex­presamente que Pedro «no sabía qué decir, porque estaban llenos de estupor» (Me 9,6). Pero desde la nube, la voz de Dios habló a Pedro y le dijo: «No, Pedro; éste es mi Hijo, mi especial emisario, una parte de mi propio ser. Escuchadle».

Es interesante anotar que la transfiguración se sitúa en Galilea, an­tes de que los discípulos y Jesús iniciasen lo que los tres evangelios si­nópticos designan como primer viaje a Jerusalén. Mi interpretación, sin embargo, ubicaría ese relato en el período posterior a la crucifixión, aunque todavía en Galilea, antes de que los discípulos guiados por Pe­dro emprendiesen la procesión realm ente triunfal a Jerusalén. Fue esa procesión, según creo, la que se desarrolló durante la fiesta de los Ta­bernáculos, cuando un pequeño grupo, tal vez sólo cuatro, a las órdenes de Pedro realizó el viaje a Jerusalén. Aquel viaje iba a cambiar la faz de la historia humana, pues viajaron inmersos en la experiencia de haber visto vivo al Señor, exaltado a la presencia de Dios, habiendo llegado a ser parte de lo que es Dios y siendo ahora capaz de darles el Espíritu vivificador. M archaron a proclamar que la muerte no podía contenerle. M archaron para dar el testimonio de «¡Nosotros hemos visto al Señor!».Y marcharon para abrir los ojos de otros, de modo que también pudie­ran ver y creer, y tener así vida en su nombre.

La segunda referencia de los evangelios sinópticos, que a mi enten­der también estuvo configurada por la tradición de los Tabernáculos,

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fue la aparición del Señor resucitado a los dos discípulos en el camino de Emaús, que sólo Lucas cuenta (24,13 y ss.). Yo creo que en dicho relato se confunden historia y contexto.

Cleofás y su compañero abandonaron Jerusalén, desilusionados des­pués de la crucifixión de Jesús. Parecen tener noticias de que no se había encontrado el sepulcro (24, 23). Son ecos de la tradición original, y de ello estoy ahora convencido. Pero cuando llegaron a Emaús —y había una cierta confusión en el texto acerca de si se trataba de un hogar fijo o de una vivienda temporal o tal vez una cabaña—, invitaron a su compa­ñero de viaje para que se quedara con ellos. Aceptó. Y, pese al hecho de ser el invitado, asumió el papel de anfitrión. Después de tomar el pan, fue él quien pronunció la bendición. Entonces, al partir el pan y compar­tirlo con ellos, desapareció. El relato tenía todas las características de la comida litúrgica y ceremonial, compartida dentro de la sukkoth o vi­vienda temporal, como parte de la celebración de la fiesta de los Taber­náculos. Si a ese relato añadimos la proclama final de que a Jesús «lo habían conocido al partir el pan» (Le 24, 35), el caso se me antoja bien significativo.

Finalmente, a esa reconstrucción le añadimos el relato lucano de Pentecostés, que también contenía temas importantes de la fiesta de los Tabernáculos; pero que Lucas había colocado al tiempo del Shavaut, una fiesta judía distinta de la Pascua. Para mí esa combinación abre la pista final, que da validez a la reconstrucción que propongo.

Lucas parecía estar enterado de que en Jerusalén había ocurrido un suceso importante algún tiempo después de la crucifixión. Como él ha­bía colocado la resurrección el día primero de la semana, subsiguiente al Viernes Santo, decidió que el segundo y posterior acontecimiento ocu­rrido en Jerusalén tenía que identificarse con la efusión del Espíritu Santo. Como la Pascua era el contexto de la experiencia primera, y dado que la tradición sugería que la segunda experiencia jerosolimitana iba asociada con una fiesta judía posterior, Lucas eligió la de Pentecostés judía, o Shavaut, como marco para contar su historia de la venida del Espíritu Santo. Así nació la fiesta cristiana del Domingo de Pentecostés.

Pero Lucas, que no estaba familiarizado con las prácticas litúrgicas judías, eligió una fiesta equivocada. Es lo que ahora sugiero. Eligió Sha­vaut en vez de Sukkoth. No era una mala conjetura por parte de Lucas. Shavaut era también entre los judíos una fiesta de recolección, aunque sólo de recolección de cereales, que marcaba el comienzo de la estación de las cosechas. La celebración de Shavaut iba también asociada con los panes, hechos con las mieses recién segadas. Y puesto que tanto los pri­meros frutos como el pan eran símbolos familiares entre los cristianos al

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tiempo en que Lucas escribía, sospecho que le pareció una elección apropiada. Sin embargo, los símbolos empleados por Lucas en su relato pentecostal fueron predominantemente no los de Shavaut, sino los de la fiesta posterior de los Tabernáculos. La reunión de las naciones y la efusión del Espíritu Santo en forma de agua viva indican que Lucas sim­plemente eligió una fiesta equivocada como base de su segundo relato jerosolimitano.

El evangelio de la Pascua de resurrección y de Jesús exaltado al cielo y viviendo con Dios alumbró en Galilea, creo yo, y con Pedro como su epicentro. Pedro abrió después los ojos de los otros discípulos galileos para que vieran lo que él vio. Y todos llevaron esa fe a Jerusalén duran­te la fiesta de los Tabernáculos, unos seis meses después de la crucifi­xión. Ése fue el verdadero viaje triunfal. Ése fue el Domingo de Ramos originario. En Jerusalén dieron a conocer su fe en el Cristo resucitado y vivo; y con el tiempo Jerusalén pasó a ser el escenario primordial de la resurrección. Sin embargo, casi cada uno de los símbolos de la tradición jerosolimitana de la Pascua de resurrección puede identificarse como parte de la celebración de los Tabernáculos. Esta festividad judía, perdi­da en buena medida, fue el marco en el que acabó relatándose la tradi­ción pascual y es el que tenemos en los diversos relatos de la resurrec­ción de nuestro Señor.

Nuestro gran fallo estuvo en no saber nada acerca del midrash, por lo que dimos un sentido literal a unas narraciones que no se redactaron para ser literalizadas. Las leyendas jerosolimitanas de la Pascua de resu­rrección no han de rechazarse como falsas. Más bien han de entenderse como pistas, que creo haber seguido adecuadamente. Detrás de las leyendas que se desarrollaron en torno a aquel primer momento, hay una realidad que no puedo negar. Jesús vive. Yo he visto al Señor. Con esa fe y con esa convicción vivo mi vida y proclamo mi evangelio.

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21Vida después de la muerte:

Esto es lo que yo creo

A lo largo de mi existencia de adulto he deseado escribir un libro importante sobre la vida después de la muerte. Deseaba presentar argu­mentos en favor de su realidad, válidos para la gente moderna y para mí mismo. Y me puse a la tarea con gran energía. Hubo un tiempo en que pensé que era la línea del Rubicón, y que de no cruzarla todo lo demás se derrumbaría. He llevado a cabo una investigación exhaustiva sobre el tema. Durante un año entero estudié el concepto de vida después de la m uerte en las Escrituras hebreas. Y en ese asunto aprendí algunas cosas fascinantes: por ejemplo, que la vida después de la m uerte no se perfiló en el pensamiento hebreo como una categoría importante hasta que no se forjó un concepto de individualismo, ya en el siglo vi a.e.c. No ad­quirió forma ni fuerza hasta alrededor de dos siglos antes del nacimien­to de Cristo; y entonces se desarrolló a partir de los tormentos, la opre­sión y las muertes heroicas y sacrificiales de personajes judíos que prefirieron ser fieles a su concepción de la verdad de Dios por encima de su seguridad personal. Eran unos puntos de vista interesantes, pero no llevaban a ninguna conclusión.

Y dediqué otro año entero al estudio del concepto de vida después de la muerte en las Escrituras cristianas. De nuevo aprendí cosas fasci­nantes. Cada escritor del Nuevo Testam ento parece haber tenido creen­cias algo diferentes acerca de la supervivencia. En los escritos paulinos, por ejemplo, no hay un infierno. Pablo menciona únicamente la espe­ranza de una vida en Cristo o la aniquilación absoluta de la vida en una muerte intemporal. La mayor parte de las alusiones del Nuevo Testa­mento al fuego del infierno son regalos de M ateo a la cristiandad. Estu­vo particularmente obsesionado con esa idea. Si Mateo no hubiera es­crito su evangelio, los predicadores evangelistas que traficaban con la

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culpabilidad y el temor, y cuya oratoria ha cebado regularmente los fue­gos del infierno, casi habrían carecido de base bíblica para sus truenos y amenazas.

Empleé asimismo otro período importante de tiempo investigando las diversas formas que la idea de la vida después de la muerte adoptó en la historia occidental y el modo en que esa idea afectó a los seres humanos, especialmente en tiempos de creencia total. Pedro el Grande de Rusia, por ejemplo, visitaba el lugar de ejecución de alguien a quien él había condenado a muerte, para consolar a su víctima con encendidas promesas del cielo. Y empecé a com prender cómo el concepto de vida después de la muerte había actuado a manera de freno para cualquier pasión por construir una sociedad justa. La vida después de la muerte hacía que el mundo injusto pareciese justo, porque representaba una justicia, retardada, sí, pero no negada. Karl Marx, que rechazó de plano el mundo celestial, sugirió que una religión de esa índole, construida sobre una idea semejante, realmente no podía ser otra cosa que una especie de opio para el pueblo.

También empecé a documentarme sobre la realidad histórica y polí­tica, cuando la creencia de la vida después de la muerte comenzó a pali­decer en la civilización occidental a finales del siglo xix y comienzos del xx, siendo sustituida por una política liberal. Yo sostendría, en efecto, que la política liberal nació para llenar el vacío dejado por la negación de una creencia en la vida después de la muerte. Todo —desde Marx a las varias formas de socialismo europeo, incluido el llamado «socialismo cristiano», desde el New Deal y el Fair Deal hasta la Nueva Frontera, la gran sociedad, la guerra a la pobreza, el partido laborista en el Reino Unido, el rol de la religión organizada en el movimiento de derechos civiles, el movimiento por la paz, el movimiento feminista y el movi­miento gay—, todo ha sido una respuesta inconsciente a la pérdida de una convicción segura sobre la vida después de la muerte. La esperanza de una supervivencia en una época creyente tuvo en cuenta la necesidad humana de saber con certeza que Dios y la vida son hermosos. Cuando menguó la esperanza de que esa hermosura nos aguardaba tras la m uer­te, cosa que ha ocurrido en nuestra era incrédula, se dejó sentir con especial fuerza la necesidad de hacer justo un mundo injusto y encontró expresión en la arena política. La política liberal nació con ese orden del día singular y básico. Su justicia no estaba destinada para que se hiciera realidad en el más allá; se ponía al servicio de una pasión por lograrla en la vida de aquí. Ésa fue la primera respuesta política, según creo, a la pérdida de la fe en Dios y a la pérdida de la esperanza en el cielo.

La segunda respuesta política a esa pérdida no fue tan notable.

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Cuando el espíritu secular ganó la batalla, el impulso de servir a Dios creando justicia sobre la tierra perdió fuerza. Y cuando eso ocurrió, la palabra liberalismo se hizo impresentable. La obsesión por crear justicia sobre la tierra fue suplantada por un espíritu de codicia y amoralidad en la arena política. A mi entender, esa codicia amoral nació en Estados Unidos, cuando en 1963 asesinaron al presidente John F. Kennedy. Para muchos fue alguien que articuló el último vislumbre de una esperanza trémula en una vida mejor y más justa para este mundo. Esto no quiere decir que el presidente Kennedy encarnase necesariamente esos ideales en su vida personal; sólo quiere decir que tales fueron los símbolos y leyendas que se forjaron alrededor de su persona, y que a raíz de su m uerte esos valores, que constituían su legado, entraron en el mundo de la mitología.

Después de esa muerte, sin embargo, la vida política norteamericana estuvo marcada por un intento final de construir un mundo justo, llama­do «la gran sociedad». Pero ese esfuerzo fracasó por una codicia egoísta que, alentada por la forma en que Lyndon Johnson había creado su riqueza personal, permitió que diversas gentes hicieran fortuna. El de­seo de asistir a los desvalidos descarriló por los abusos que se hicieron de los dineros asignados. Aun así, en los años de Johnson la gente to­davía conservaba un sentimiento de estar haciendo algo equivocado, sin que importase el modo en que su comportamiento contribuía a ello. Pero a Johnson le sucedió en el cargo Richard Nixon, cuyos años de gobierno estuvieron marcados por un cambio de actitud de la inmo­ralidad a la amoralidad. La administración Nixon pareció incapaz de vero conocer la diferencia entre lo justo y lo injusto. Ese movimiento cul­minó en los años Reagan, cuando el código tributario se modificó para permitir que el capital fluyese desde la clase pobre y media hasta la gente más acaudalada de la nación. Las dos realidades de extrema ri­queza y de un aumento constante de los sin hogar fueron las dos caras de la misma moneda en la década de los ochenta y comienzos de los noventa en Estados Unidos.

En el Reino Unido, unos fenómenos similares de codicia y guerra legal de clases marcaron los largos años de gobierno de la dama de hie­rro de la política, M argaret Thatcher. También en esa administración los ricos se hicieron más ricos y los pobres, más pobres.

Si el cielo no hizo justo nuestro injusto mundo, y si éste no fue capaz de realizarse políticamente, ello vino a significar que la justicia como ideal empezaba a desvanecerse. La gente de las naciones cristianas, que en tiempos habían sido las más adelantadas de Occidente, empezó a actuar cual si pudiera hacer cuanto le viniese en gana de cara a conse­

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guir su participación en la jungla llamada vida. A nadie realmente le im­portó. Se operó un cambio siniestro de valores. Siguiendo yo esa pista caí en la cuenta de lo importante que en la historia de nuestra civilización había sido la idea de justicia asociada a la vida después de la muerte.

Ocurre así que en la mayor parte de Occidente en la última década del siglo xx, una época que ha presenciado la muerte del comunismo, ya no se considera como una posibilidad realista un sistema político basado en la justicia. Aflora la sensación de que es preciso encontrar una nueva base y un nuevo sistema de valores para la vida humana.

Primero intenté comprender la vida después de la muerte en las otras tradiciones religiosas del mundo. El nirvana, la reencarnación, la transmigración de las almas llamaron mi atención y estimularon mi inte­rés por un momento; pero acabaron perdiendo todo su atractivo. Leí muchos libros de parapsicología, siendo este un campo de la especula­ción humana con gran abundancia de materiales. Hay también afirma­ciones sorprendentes y «coincidencias» llamativas, que reclaman a gri­tos su estudio. Y hay indicios provocadores acerca de unos niveles de comunicación que, de acuerdo con nuestros modelos actuales, no son físicos. Mas no existe ningún consenso inicial o efectivo. Tal vez hay mensajes telepáticos, que los seres humanos pueden pasarse unos a otros; pero los datos son tan caóticos y tan carentes de verificación, como para no ser fiables. Yo tengo una mente abierta, pero sigo siendo un agnóstico en la apreciación de tales fenómenos.

Finalmente intenté analizar las imágenes del cielo y del infierno que han predominado en la tradición judeocristiana. El infierno ha sido un lugar de separación, un lugar de castigo y un lugar de vacío y nada. Cada uno de esos conceptos actúa con una cierta profundidad en la psique humana: nuestra necesidad de intimidad, nuestro sentimiento de culpa y nuestra búsqueda de sentido. En cada una de sus formas, el infierno habla a cada uno de nuestros temores torturantes.

También el concepto del cielo surgió de algo profundo dentro del ser humano. Para quienes vagaban por el desierto, el cielo era «una tie­rra que manaba leche y miel». Para una Iglesia que vivía perseguida, el cielo era un lugar donde no había dolor ni tristeza ni separación alguna. Para los campesinos medievales, que realizaban un duro trabajo físico de sol a sol seis días a la semana, con sólo el domingo para descansar y recuperar fuerzas, el cielo llegó a ser un domingo eterno, el descanso celestial. A través de esas imágenes la gente estaba diciendo básicamen­te que el infierno era el símbolo supremo de cuanto amenazaba a su humanidad, y el cielo era el último símbolo de sus sueños y de su visión de la realización humana.

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Pero, por encima de todo, estaba claro que tanto la Iglesia como la sociedad habían utilizado el cielo y el infierno como un método de con­trol moral. Un miembro del parlamento británico sugirió de hecho, a comienzos de la década de los noventa, que debíamos revivir la idea del infierno para disponer de un arma contra el crimen y las drogas. Dicho parlam entario observaba ingenuamente que en aquellas épocas en las que el infierno se había tomado en serio encontramos menos crímenes y menos abuso de drogas. Difícilmente podía censurarse su conclusión; pero la manera en que llegaba a la misma era tan maravillosamente interesada como ignorante y curiosa.

Pese a lo cual, el cielo se convirtió en la recompensa suprema de la buena conducta, con Dios actuando como padre generoso, y el infierno se convirtió en el último castigo paterno por la mala conducta, actuando Dios como juez punitivo. Cielo e infierno como premio y castigo supre­mos fueron precisamente otro peldaño ascendente en la época, en la cual los títulos de nobleza se otorgaban a los ciudadanos extraordinarios por sus contribuciones ejemplares y cuando el poste de los azotes era el destino que se cernía sobre los degenerados sociales, los borrachos, los pequeños ladrones y los deudores.

La mezcla de trascendencia e inmanencia

El estudio de la vida después de la muerte ocupó no menos de cinco años de mi vida. Reforcé muchas otras cosas que estaba haciendo, pero el estudio en sí parecía no conducirme a ninguna conclusión final. Hoy no lamento los años que invertí en el tema. Atesoro los conocimientos que obtuve. Pero nunca he escrito el libro que me había propuesto escri­bir, porque todavía no sé qué decir ni cómo expresar mis convicciones sobre ese tema, si no es con una enorme vaguedad.

Yo no creo que la m uerte sea el final de nuestras vidas. Pero no sé cómo hablar de ello. No tengo palabras, ni dispongo de conceptos. Me veo reducido al silencio frente a ese último misterio. Pero si alguien me formulase la vieja y apremiante pregunta de Job, «Si un hombre [o una mujer] muere ¿volverá a vivir?», mi respuesta sería «sí». Tal es mi con­vencimiento. Eso es lo que yo creo. Pero es tanto lo que no creo del contenido tradicional acerca del cielo y del infierno, que puedo respon­der negativamente con mucha mayor facilidad que de una manera afir­mativa.

Yo no creo en la vida después de la muerte como un método de control ético. No tengo ningún interés en el aspecto de la vida después

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de la muerte como premio/castigo. Con toda la honradez del corazón, la persona que lleva una vida noble únicamente para conseguir el premio supremo del cielo es a todas luces culpable de egoísmo. Si alguien obra de una manera y no de otra exclusivamente para obtener una recom­pensa, su vida se hace insufriblemente frívola y mezquina. Yo no simpa­tizaría con ninguna persona ni con ningún sistema religioso que aborda­se la vida de ese modo. Recuerdo el himno que dice: «Yo te alabo, Señor, no porque espere el cielo, ni por miedo de que no amándote moriría para siempre».1 Ese himno habla de una persona de bondad superior a la persona egoísta que busca un premio. Mi esperanza es que el cristianismo se desprenda de los motivos de premio y castigo como una clara aberración en nuestra manera de entender los evangelios y como algo indigno del Señor, al que proclamamos servir.

Espero también que algún día la Iglesia rechace el negocio del con­trol de conductas como un camino sin salida y extraño que hemos reco­rrido en la ignorancia. El negocio de la Iglesia es amar a la gente para la vida. Cuando lo confundimos y empezamos a pensar que nuestra tarea es juzgar al otro de acuerdo con el modelo de justicia que nos hemos impuesto a nosotros mismos, entiendo que hemos interpretado mal todo el mensaje del evangelio. Hacer pronunciamientos morales y juz­gar la vida humana se ha convertido de puertas adentro en el deporte favorito del cristianismo institucional; pero nunca formó parte de la esencia del evangelio. Así, rechazo el cielo como un lugar de recompen­sa y rechazo el infierno como un lugar de castigo. No encuentro la defi­nición ni creíble ni atractiva.

La vida después de la muerte debe significar algo más que eso. H a­blar del cielo es para mí como hablar de la resurrección. No necesito describirlo. En este volumen he escrito acerca de la resurrección de Je­sús. He rechazado muchos de los detalles de la Pascua de resurrección, añadidos posteriormente, como leyendas; pero continúo aferrado a la experiencia esencial que inspiró esas leyendas. Cuando llego a describir lo que ocurrió de hecho en la primera Pascua de resurrección, encuen­tro que puedo hablar de los efectos que tuvo aquella primera Pascua, de la energía que produjo, los cambios a que dio lugar, el contexto en que se experimentó y los resultados que creó. Pero ¿qué decir del momento mismo? A ese respecto he descubierto que me veo reducido a un pro­fundo silencio reverencial. Ese momento estaba más allá del tiempo y del espacio y, consiguientemente, más allá de la capacidad de nuestro lenguaje para captar y más allá de nuestra inteligencia para compren­der. Hay que ponerse sin más ante el momento trascendente que conte­nía lo que la Iglesia ha llamado la resurrección de Jesús y pronunciar

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simplemente un sí o un no. En ese silencio yo pronuncio mi sí, y después procuro m eter en mi vida el poder de esa resurrección.

De manera similar, mis años de estudio sobre los problemas de la vida después de la muerte no me han proporcionado palabras con las que discutir la idea. Para Jesús parece que significó algo así como una comunión con Dios. Significaba estar en contacto con algo que trascen­día todas las categorías humanas, incluyendo la trascendencia de lo que uno mismo es. Significaba tener los ojos abiertos para ver unas dimen­siones de la vida que normalmente no se ven, y tener los oídos abiertos para escuchar melodías y armonías que normalmente no se escuchan.

Eso quiere decir que ahora ya no busco a Dios o el sentido último en algún lugar distante, más allá de este mundo. Más bien busco esas realidades en cada momento y en cada relación. Para mí, la trascenden­cia de Dios ya no es algo diferente de la inmanencia divina. La trascen­dencia es siempre una dimensión de lo inmanente. Lo inmanente es el punto de entrada; lo trascendente es la hondura infinita capaz de ser discernida detrás de cada momento, detrás de cualquier punto de entrada.

Para mí, el cielo es una invitación a la vida, la cual, cuando se explo­ra con la profundidad suficiente, cuando se vive con la suficiente pleni­tud y el compromiso es lo bastante significativo, se convierte en un camino de paso a la trascendencia. De ese modo, unos momentos fini­tos acaban siendo momentos infinitos e intemporales. También creo que la vida humana puede vivirse con tal hondura, que el amor puede experimentarse a su vez de una forma tan poderosa que la encarnación ocurre de hecho una y otra vez. Dios no es un hombre celestial, ni una fuerza externa, ni un padre que juzga. Dios es el Espíritu creador, que saca el orden del caos. Dios es la fuerza vital, que emerge primero en la conciencia, después en la autoconciencia, ahora en la autotrascenden- cia y, por fin, en no sabemos qué. Dios es el amor y crea perfección, el Ser en las profundidades de nuestro ser, y la fuente de la que mana toda la vida.

Éste es el Dios, que yo veo en Jesús de Nazaret; y así afirmo que ésa es la vida de Dios, la vida entre nosotros. Fue la suya una vida que en definitiva no estuvo ligada a unos límites humanos. Entonces, aquellos cuyo temor a la presencia de Dios fue tan total que se volvieron contra él para matarlo, acabaron viéndose forzados a descubrir que todos ellos actuaban de hecho para liberar el sentido de su vida de las ataduras de la finitud y para hacerla intemporal, eterna y siempre presente. Cuando los ojos de Simón acabaron viendo el significado de la vida de Jesús, cuando los oídos de Simón acabaron escuchando la música de la vida de

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Jesús, entonces atravesó la barrera invisible, pero enormemente real, que separaba el tiempo de la intemporalidad, la finitud del infinito, el espíritu humano del Espíritu Santo, y vio a Jesús dentro del significado de Dios.

¿Cómo hablar de todo ello? Simplemente de una m anera simbólica. De ello estoy seguro. A nte todo estaba la proclama extática negativa: «¡La muerte no puede contenerle!». Con el tiempo, el éxtasis de esa proclama se trocó en unas historias humanas sobre tumbas que estaban vacías, piedras que habían sido rodadas para permitir la salida divina, unos lienzos funerarios colocados de forma que sugerían que se había desprendido de ellos y unas mujeres asustadas que conversaron con él en el huerto.

Enseguida fue la proclamación extática positiva: «¡Hemos visto al Señor!». Y con el tiempo también el éxtasis de esa proclama se trocó en historias humanas sobre apariciones celestiales que aparecían en un es­pacio cerrado herméticamente, durante la comida en Emaús, junto al lago de Galilea o en una habitación del piso superior. Se añadieron de­talles para calmar dudas y responder a varias preguntas. Así, se nos dice que Jesús comió un trozo de pescado asado, que les habló interpretán­doles las Escrituras, que les invitó a una inspección física de sus llagas y que les encargó que fueran sus agentes en todo el mundo. No pasó mu­cho tiempo antes de que ese momento trascendente, en el cual irrumpió el significado en la conciencia de quienes aún vivían en este mundo —significado que estaba más allá de este mundo— lo hubieran cambia­do unos seres humanos en un hecho concreto de historia, completado con detalles mágicos.

Semejante transformación podría sostenerse en una época premo- derna de la fe; pero ese tipo de magia y prestidigitación nunca sobrevivi­rá en nuestro mundo contemporáneo, donde el milagro y lo sobrenatu­ral resultan sospechosos. Si insistimos en que la verdad de la Pascua de resurrección tiene que transmitirse dentro de ese marco literal, estamos condenando esa verdad a la muerte de lo irrelevante. Pero hablar de los momentos últimos es algo que los seres humanos tienen que hacer y explicar las experiencias humanas es una necesidad impelente del hom­bre. No hay necesidad de polemizar sobre esto. Contra lo que sí es nece­sario polemizar es contra la arrogancia de aquellos seres humanos, que insisten en que reducimos toda realidad trascendente a una explica­ción, utilizando palabras humanas literalizadas, reclamando después un valor supremo no para la experiencia sino para su explicación. Es nece­sario polemizar contra la hipótesis humana de que cuando hemos expli­cado algo con un lenguaje humano comprensible, hemos establecido la

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objetividad de nuestra explicación cual si fuese la portadora de una ver­dad última.

Puesto que Jesús fue el nombre dado a una vida de significado últi­mo y trascendente, que emergió en un contexto judío, los conceptos judíos eran inevitablemente la primera línea de una explicación hum a­na. Vemos la influencia de la fiesta de los Tabernáculos y de la fiesta de Pascua. Vemos el potencial interpretativo de conceptos judíos tales como profeta/mártir, sacrificio expiatorio, Siervo paciente e Hijo del hombre. No había nada más literal acerca de tales explicaciones que lo que había acerca de los relatos de la tumba vacía o de las apariciones. Lo primero era una tentativa intelectual de explicación; lo segundo era un intento legendario por comprender. La verdad de la Pascua de resu­rrección está más allá de ambos esfuerzos interpretativos.

También la vida después de la muerte se retorcía y enredaba en las palabras empleadas para transmitirla y en el poder que se pensaba deri­vaba de la misma. Yo deseo avanzar más allá del sentimentalismo pia­doso, al que recurren en tiempos de crisis incluso quienes no creen en Dios. Deseo avanzar más allá de las seguridades inmaduras, con las que un adulto consuela a un niño que ha perdido a su animal favorito o a su padre con la muerte. Deseo avanzar más allá de la táctica institucional del control ético, de la recompensa y el castigo, que acabó desembo­cando en la práctica de la venta de indulgencias, principalmente en el campo católico del cristianismo, y en la manipulación del miedo huma­no exaltando el poder punitivo de la cólera divina, sobre todo en el ban­do protestante del cristianismo. Yo no deseo ni la promesa del cielo ni el temor del infierno con que manipular a cualquier persona para que haga algo. Ésa muy bien puede ser una función propia de la sociedad, de las leyes que gobiernan el orden social, de unas recompensas cívicas y premios públicos, por una parte, y de multas públicas y hasta penas de cárcel, por otra. Pero ése no es el rol de Dios, ni la vocación de la Iglesia cristiana, ni la función del cielo.

La vida es finita. Al menos en cada expresión individual de la misma es finita. Llega a la existencia en un momento particular. Vive, más o menos, su límite de días fijados. Sale de la existencia, y los elementos antes fundidos para formar esa vida vuelven al magma primordial para refundirse como parte de otra entidad. Yo afirmo que únicamente las criaturas capaces de desarrollar una autoconciencia pueden, dentro de su período de tiempo, comunicarse con lo que está más allá de nuestros límites.

Cuando comunicamos con lo ilimitado, lo eterno, lo definitivamente real, participamos de aquellos aspectos de esa realidad a la que están

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ligados nuestros corazones y nuestras mentes. Si alguien lo logra por completo, bien podrá decirse de él que su vida queda incorporada a Dios en el momento de su muerte. Si Jesús de Nazaret nos proporcionó los medios con que recorrer ese camino con un destino idéntico, enton­ces es fácil comprender lo que algunos pretendían al afirmar que le ha­bían oído decir: «Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre, si no es por mí»; o bien: «Yo soy la resurrección y la vida, quien cree en mí, aunque haya muerto vivirá».

Así me enfrento a ese retrato de Dios, trazado por Jesús de Nazaret e interpretado por la Iglesia. Reconozco las leyendas, los añadidos, el contexto de aquel mundo antiguo al que incumbió el cometido de trans­formar la realidad irrumpiente en palabras humanas. He analizado to­dos esos elementos hasta ir más allá de los mismos y adentrarm e en la experiencia que produjeron. Aquí me faltan las palabras y me embarga el silencio. Miro más allá de los límites en que he vivido mi vida y pro­nuncio la oración de mi sí...

Sí a Jesús, mi ventana principal a Dios;

sí a la resurrección, que afirma que la esencia de Jesús es la esencia de un Dios vivo;

sí a la vida después de la muerte, porque quien ha entrado en una relación con Dios ha entrado en la intemporalidad divina.

Esos tres síes se funden para formar la experiencia definitoria de mi vida. A partir de esas afirmaciones quiero vivir, quiero amar y quiero ahondar en la vida. Quiero escalar las alturas de la vida y explorar sus profundidades. Buscaré sin miedo la verdad y, cuando la encuentre, quiero actuar de acuerdo con ella, sin atender a los costes. Nunca colo­caré la paz por encima de la justicia, ni la unidad de una institución por encima de su integridad. Esos son precisamente otros modos de ser in­fiel al primordial «sí» definitorio, que está en el centro de quien yo soy.

No quiero volver a especular nunca más sobre la naturaleza de la vida después de la muerte, la definición del cielo o los argumentos en pro o en contra de su realidad. Los libros sobre la supervivencia que leí en mi vida precedente continuarán en un anaquel de los estantes de mi biblioteca. No volveré a abrirlos. Quiero guardar como un tesoro a las personas con las que mi vida está hoy ligada emocionalmente, y quiero gozar de los dilatados privilegios de su amistad. No quiero especular

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sobre el cómo, la posibilidad o la forma en que podría verlos de nuevo. Ésa no es mi tarea. Mi tarea es vivir ahora, amar ahora y existir ahora. Así como otorgo mi vida, mi amor y a mí mismo ahora, también espero que otros puedan ser llamados a una vida más honda, un amor más grande, una existencia más llena, y que con la expansión de cada uno entremos en lo que Paul Tillich llamó «el ahora eterno».2 Vivirlo, y no explicarlo, es mi cometido, y creo que el cometido de Cristo en este mundo y, en consecuencia, del grupo de gentes que se atreven a llamar­se el cuerpo de Cristo.

Vivamos, pues, hermanos y hermanas. Comamos, bebamos y alegré­monos, no porque mañana moriremos, sino porque hoy estamos vivos y porque nuestra vocación es estarlo: vivos para Dios, vivos para los de­más, vivos para nosotros mismos.

«¡Elegid siempre este día para aquel a quien serviréis!» En cuanto a mí y a mi casa, serviremos al crucificado/resucitado, que dijo: «Yo he venido para que podáis tener vida y para que podáis tenerla EN A BUN ­DANCIA», y yo viviré en la esperanza tensa de que donde él está tam ­bién yo estaré algún día. Para mí, eso es suficiente.

Shalom.

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Notas

1. El método llamado midrash

1. Jeffrey John, en conversación con el autor, en el Magdalen Colle- ge, Oxford, febrero de 1991.

2. S. Aarowitz, de un artículo sobre Midrash, en TheJewish Encyclo- pedia, Londres/Nueva York, Funk y Wagnalls, 1904, 1916, 1925.

3. John S. Spong, Born o f a Woman, San Francisco, Harper San Francisco, 1993.

4. Michael Goulder, Midrash and Lection in Matthew, Londres, SPCK, 1974.

5. Michael Goulder, Luke, A New Paradigm, Sheffield, Reino Uni­do, Sheffield Academic Press, 1989.

6. Dale y Patricia Miller, The G ospel o f Mark as Midrash on Earlier Jewish and New Testament Literature, Lewiston, Nueva York, Edwin Mellon Press, 1990.

7. George Carey, arzobispo de Canterbury, citado en London Times, 19 de abril de 1992.

8. Jaroslav Pelikan, The History o f the Christian Tradition, Rich- mond, University of Virginia Press, 1973, 9.

2. El impacto de la Pascua de resurrección: Un lugar para empezar

1. London Times, 18 de abril de 1992; Wall Street Journal, 20 de fe­brero de 1991.

2. Hay algunos estudiosos que atribuyen la primera carta de Pedro al apóstol. Pero se trata de una minoría muy pequeña.

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3. El vehículo de las palabras: Un barco inestable

1. Sigmund Freud, The Future ofan / Ilusión, Londres, Hogarth Press 1928.

2. Paul Tillich, The New Being, Nueva York, Charles Scribner & Sons, 1965.

3. Albert Schweitzer, The Quest o f the Historical Jesús, Tubinga, 1907; Londres, A & C Black, 1948.

4. Peter O ’Donald, genetista, en conversación con el autor, Emma- nuel College, Universidad de Cambridge, primavera de 1992.

4. El testimonio de Pablo

1. Reginald Fuller, The form ation o f the Resurrection Narratives, Nueva York, Macmillan, 1971, 203, núm. 53.

2. Ibíd.3. Ibíd., 39. Sostiene que a Santiago se le consideró uno de los pilares

de la tradición en razón de su liderazgo.4. George Carey, arzobispo de Canterbury, citado en London Times

del 19 de abril de 1992.5. O tro arzobispo de la comunión anglicana, a quien prefiero no

identificar por su nombre.

5. Marcos: El kérigma asociado al sepulcro

1. Los especialistas rechazan en general las pretensiones de que los versículos 9-20 del capítulo 16 de Marcos formasen parte del evangelio original. Se añadieron mucho después, sin que apareciesen en los ma­nuscritos más antiguos de dicho evangelio.

2. Edward Schillebeeckx, Jesús: An Experiment in Christology, trad. de Hubert Hoskins, Nueva York, Seabury Press, 1979, 334 y ss.

6. Mateo: La polémica entra en la tradición

1. Michael Goulder, Midrash and Lection in Matthew, Londres, SPCK, 3 y ss. Los libros primero y segundo de Crónicas son una versión posterior del material contenido en 1 y 2 de Reyes.

2. Ibíd., 448.3. Ibíd., 449.

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1. Michael Goulder se mostró de acuerdo con mi conclusión, en con­versación mantenida en julio de 1992 en la Universidad de Birmingham, Inglaterra.

2. Edward Schillebeeckx, Jesús: An Experiment in Christology, trad. de Hubert Hoskins, Nueva York, Seabury Press, 1979, 341.

3. Ibíd., 343.4. Recuérdese que el cuarto evangelio, que menciona un Cleofás,

aún no se había escrito.

7. Lucas: El giro hacia la comprensión de los gentiles

8. Juan: A veces primitivo, a veces de un desarrollo elevado

1. Reginald Fuller, The Formation o f the Resurrection Narratives, Nueva York, Macmillan, 1971, 137.

2. Traducción de Raymond Brown, The G ospel According to John, Garden City, Nueva York, Doubleday, 1966, 1970.

3. Fuller, Formation, 134; y Raymond Brown, The Birth o f the Mes- siah, Garden City, Nueva York, Doubleday, 1977, 988.

4. Esto se puso de manifiesto con el número de celebraciones de la Pascua en las que, según el cuarto evangelio, Jesús acudió a Jerusalén. Véase Jn 2, 13 y ss.

5. Fuller, Formation, 137.6. Esta posibilidad la he desarrollado en mi libro Born o f a Woman:

A Bishop Rethinks the Birth o f Jesús, San Francisco, Harper San Fran­cisco, 1992.

9. Un nuevo punto de partida

1. La costumbre de grabar cada palabra pronunciada por un presi­dente estadounidense en la sala oval no em pelo con Richard Nixon; éste sólo hizo famoso tal proceso.

2. Palabras del Símbolo o Credo de Nicea.

10. Las primeras imágenes interpretativas

1. W. O. E. Oesterly, The Jesús and Judaism During the Greek Pe- rio d, Londres, SPCK, 1941.

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2. Edward Schillebeeckx, Jesús: A n Experiment in Christology, trad. Hubert Hoskins, Nueva York, Seabury Press, 1979, 273-285.

3. «Q» community: la letra Q procede de la palabra alemana Quelle, que significa «fuente». Se supone que el material Q era el material no marciano que es común a Mateo y a Lucas. Quienes rechazan la hipóte­sis Q afirman la dependencia de Lucas respecto de Mateo.

11. El sacrificio expiatorio: La imagen de la Carta a los Hebreos

1. Una jofaina o cuenco ritual, utilizado por el sacerdote en muchas tradiciones litúrgicas para simbolizar un acto de purificación de la indig­nidad sacerdotal.

12. El Siervo paciente: La imagen del Segundo Isaías

1. Dale y Patricia Miller, The G ospel o fM a rk as Midrash on Earlier Jewish and New Testament Literature, Lewiston, Nueva York, Edwin Mellon Press, 1990.

14. Primera pista: Ocurrió en Galilea,* no en Jerusalén

1. Estas ideas las he desarrollado más extensamente en mi anterior libro Born o f a Woman: A Bishop Rethinks the Birth o f Jesús, San Fran­cisco, H arper San Francisco^ 1992.

15. Segunda pista: El primado de Pedro

1. Dale y Patricia Miller, The G ospel o f Mark as Midrash on Earlier Jewish and New testament Literature, Lewiston, Nueva York, Edwin Mellon Press, 1990.

17. Cuarta pista: El día tercero, un símbolo escatológico

1. Maurice Goguel, The Life o f Jesús, trad. de Olive Wyon, Nueva York, Macmillan, 1971, 23-30.

2. Reginald Fuller, The Formation o f the Resurrection Narratives, Nueva York, Macmillan, 1971, 23-30.

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1. Reginald Fuller, The Formation o f the Resurrection Narratives, Nueva York, Macmillan, 1971, 54.

2. John S. Spong, R om o f a Woman: A Bishop Rethinks the Birth of Jesús, San Francisco, H arper San Francisco, 1992.

3. Ibíd., cap. 13, «Suppose Jesús Were Married?»

18. Quinta pista: La tradición del entierro como una mitología

19. Pero ¿qué ocurrió?: Una reconstrucción especulativa

1. Michael Goulder, de la Universidad de Birmingham, Inglaterra, es el único especialista bíblico de cuantos conozco que ha declarado que su especialidad no puede sostener por más tiempo su compromiso creyente. Ha renunciado a su sacerdocio anglicano y hoy se autocalifica de ateo no agresivo. Yo no deseo emitir juicio alguno contra él. Sus conocimientos me han enriquecido y han ahondado mi fe. He tenido el privilegio de decir a Michael Goulder que Dios me había hablado a tra­vés de él. Respeto su honradez, pero no comparto su conclusión.

20. Apoyo de la especulación en la Escritura

1. John S. Spong, This Hebrew Lord, Nueva York, Seabury Press,1974, revisado en 1992.

2. C. F. W. Smith «No Time for Figs», en Journal o f Biblical Literatu- re, 79,1960. Fue el artículo del doctor Smith el que me abrió todas esas posibilidades.

3. Abraham E. Millgram, Jewish Worship, Filadelfia, Jewish Publica- tion Society of America, 1971, 314.

4. Smith, «No Time for Figs», 321.5. G. F. Moore, Judaism in the First Centuries o f the Christian Era,

Cambridge, MA, Harvard University Press, 1930, 2, 298.6. D. Daube, The New Testament and Rabbinic Judaism, Londres,

Clarendon Press, 1958, 408.7. R. H. Lightfoot, St. John’s Gospel. A Commentary, Oxford, Cla­

rendon Press, 1956, 182.

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1. The Hymnal of the Episcopal Church, 1982, núm. 682.2. Va entre comillas porque es el título del libro de Tillich, publicado

por Charles Scribner & Sons, 1963.

21. Vida después de la muerte: Esto es lo que yo creo

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Bibliografía

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V¿Escandaloso? ¿Blasfemo? ¿Provocador?

No, fiel a la documentación histórica y a la objetividad teológica, sencillamente.

El obispo John Shelby Spoifca ya abordó un tema tabú -la virginidad de María- cuando escribió Jesús, hijo de mujer (Ediciones Martínez Roca), y ahora reincide con otro tan polémico como el anterior, o más: la Resurrección.

La conclusión a la que llega el obispo Spong irritará probablemente a los dogmático.;, pero una valoración imparcial demostrará que no hace sino verter los frutos de un análisis riguroso y razonado de las fuentes originales: el A ntiguo Testamento, la literatura exegética judía, los Evangelios canónicos y apócrifos y los textos históricos.

El obispo Spong atrae con sus obras a millones de lectores de todo el mundo, creyentes y no creyentes, porque nadie puede escapar a los atractivos de su rica erudición, su lógica implacable y la frescura y amenidad de su estilo.