La teología después de la Modernidad: ¿reina de las ciencias de nuevo?

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Conferencia de W.T. Cavnaugh sobre el papel de la teología tras la modernidad.

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La teología después de la Modernidad: ¿reina de las ciencias de nuevo?

William T. Cavanaugh Profesor de TeologíaUniversity of St. Thomas

St. Paul, Minnesota, USA

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Cuando comencé mis estudios universitarios hace unos cuantos años, empecé como estudiante de ingeniería química. Las matemáticas y las ciencias habían sido siempre mi mejores asignaturas, así que comencé estudiando química, cálculo y programación de ordenadores. Sin embargo, algo extraño me sucedió por el camino. Fui a una clase de teología y me quedé enganchado. Cuando al año siguiente cambié de carrera, de ingeniería química a teología, le dije a la gente que solamente había pasado de estudiar una ciencia a estudiar la reina de las ciencias. Lo único que recibí de mucha gente fueron miradas desconcertadas. Sólo unos pocos cogieron la broma. Esta tarde quiero hablar sobre cómo el hecho de llamar a la teología «reina de las ciencias» llegó a ser una broma, y por qué creo que es momento de tomárselo nuevamente en serio. En la modernidad la teología ha sido relegada a una posición marginal en la vida académica, y ha sido apartada por muchas universidades en interés de lo que ilusoriamente se denomina «objetividad académica». Si exceptuamos las universidades confesionales, la teología tiende a exiliarse a seminarios e institutos pastorales. Incluso en universidades y centros superiores confesionales —en Estados Unidos existen más de 200 universidades y centros de enseñanza superior católicos— hay una tendencia a disculparse por la presencia de la teología y a ocultarla bajo otras denominaciones más respetables tales como «ciencias religiosas». Es más, los teólogos suelen contribuir a su propia marginación aceptando sumisamente las categorías binarias de objetividad y subjetivismo, razón y fe, y secularidad y religión que los acuerdos sociales modernos han impuesto. La teología se convierte entonces en una peculiar y esencialmente no-pública perspectiva de fe sobre una realidad de la que rinden cuenta sin la ayuda de la teología las así llamadas disciplinas científicas y objetivas. Voy a intentar señalar algunas claves desde las que se puede deshacer esta cautividad de la teología. En la primera parte, argumentaré que las divisiones binarias que he mencionado ya no son simplemente la forma de ser y de deber ser de las cosas, sino un conjunto de categorías contingentes que fueron impuestas a través de cambios en las estructuras políticas de Occidente desde el siglo XVI hasta el presente. El triunfo del estado-nación sobre la Cristiandad requirió la marginación de la teología en cuanto disciplina integradora. En la segunda parte, argumentaré que la teoría social secular en forma de disciplinas autónomas como la ciencia política, la sociología, la economía, etc., es de hecho una teología disfrazada. Por tanto, la tarea a la que debemos enfrentarnos no es intentar justificar la teología ante el tribunal de la razón secular, sino confrontar la buena teología con la mala teología. Voy a intentar ilustrar este planteamiento en la tercera sección de esta reflexión, en la que comparo la teología implícita del economista Milton Friedman con la teología de San Agustín en relación a la libertad y el deseo. En la cuarta y última parte concluiré con algunas reflexiones sobre la teología en la universidad y en la sociedad contemporánea. Las dicotomías de la modernidad. Suele decirse que el talento de la modernidad consiste en su habilidad para separar. Las distinciones entre lo privado y lo público, la fe y la razón, lo

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religioso y lo secular, lo sobrenatural y lo natural, lo subjetivo y lo objetivo, la iglesia y el estado... todas ellas son asumidas como una manera de garantizar la tranquilidad doméstica gracias a que ponen cada cosa en su lugar correspondiente. La ciencia objetiva ya no seguirá siendo obstaculizada por la creencia religiosa subjetiva. Ya nos e les dejará a las violentas e insolubles disputas dogmáticas que interfieran en el proceso político. Al mismo tiempo, ya no se le permitirá al poder político que ejerza ninguna coerción en las conciencias privadas de los creyentes religiosos. Al asegurar la autonomía propia de cada ámbito de actividad humana, la modernidad encontró finalmente la cura para la confusión, la superstición y la violencia de épocas precedentes. Todos los binomios que acabamos de mencionar fueron o bien inventados, o bien sometidos a cambios significativos en los comienzos de la era moderna. La distinción entre natural y sobrenatural no era nueva, pero hasta el siglo XVII las expresiones «natural» y «sobrenatural» no nombraban dos espacios semi-autónomos. Sobrenatural se usaba de modo adverbial; se decía que una persona actuaba de forma sobrenatural cuando era movido por la gracia de Dios para actuar en un nivel que superaba su propia naturaleza. Como tal, no se podía decir que Dios perteneciese a un ámbito sobrenatural. Sin embargo, con la modernidad, natural y sobrenatural se convirtieron en espacios semi-autónomos, y Dios fue acordonado en un ámbito sobrenatural desde el cual podía intervenir en el mundo natural. La idea neoescolástica de una «naturaleza pura», desarrollada para garantizarla gratuidad de la gracia de Dios, sólo sirvió para reforzar esta separación. Los términos «religioso» y «secular» experimentaron una mutación aún más dramática. En la Edad Media, el uso primario de los dos términos era distinguir el clero perteneciente a órdenes como los benedictinos, agustinos y dominicos, del clero diocesano. Cuando el término «religión» entró en el inglés de la alta Edad Media, las religiones de Inglaterra eran las diversas órdenes religiosas. Tomás de Aquino usa también el término religio en un sentido secundario para referirse a una de las nueve virtudes menores anejas a la virtud principal de la justicia. Religio es una «parte potencial de la justicia» porque le rinde cuentas a Dios de lo que le es debido, a saber: reverencia y adoración. Pero la vida humana no está dividida en dos ámbitos autónomos, lo religioso y lo secular, sino que la totalidad de la vida le pertenece a Dios. Sólo con el advenimiento de la era moderna la religión se convierte en un ámbito de la actividad humana esencialmente separable de las actividades «seculares» tales como la política, la economía, etc. Durante la Edad Media, religio no era separable—ni en la teoría— de la actividad política en la Cristiandad. La Cristiandad medieval era una globalidad teopolítica. Esto no significa, evidentemente, que no existiese ninguna división de tareas entre reyes y sacerdotes, o que tal división no fuera constantemente cuestionada. Sin embargo, lo que sí significa es que el fin de la religio era inseparable del fin de la«política». Como explica Santo Tomás, los actos del buen gobierno están dirigidos hacia el mismo fin hacia el que se dirige la religio, y la verdadera religio forma parte del buen gobierno. La aparición del binomio religioso/secular en la modernidad forma parte de la aparición del binomio iglesia/estado. El surgimiento del estado moderno en el siglo XVI marca el triunfo de la autoridad civil sobre la autoridad eclesiástica. El concepto moderno de religión establece que el ámbito propio del cristianismo

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es la vida interior, sin acceso directo alo político. Como subraya Wilfred Cantwell Smith, «la aparición del concepto de ‘religión’ es en cierto modo correlativo al declive en la práctica de la religión misma». Lo que quiere decir es que la invención del concepto moderno de religión acompaña al declive de la iglesia como una práctica pública y comunitaria de la virtud de la religio. La aparición de la religión se acompaña de un ascenso de su gemelo, el ámbito secular, un emparejamiento que gradualmente desplazará la práctica de la religio cristiana del lugar central que ocupaba en el orden social de Occidente. Es preciso comprender todo esto si queremos entender el destronamiento de la teología como reina de las ciencias en Occidente. La cuestión clave que tenemos que comprender es que no hay nada de natural e inevitable en los binomios que hemos estado examinando. No fue descubierto un ámbito secular autónomo, sino que fue inventado. Esto sucedió como resultado de algunos cambios muy contingentes en el poder a finales del medievo y comienzos de la era moderna en Europa, especialmente la acumulación y centralización del poder a través de legislaciones civiles, cuyo resultado fue la desintegración de la Cristiandad y la invención del estado soberano. No se trata de condenar la modernidad globalmente, o de añorar melancólicamente un retorno a la Edad Media. La separación de la Iglesia respecto del poder del estado es, a mi entender, una cosa buena. Sin embargo, lo crucial es ver que las separaciones de la modernidad no son simplemente naturales e inevitables sino parte de una reconfiguración del poder que debe ser examinada críticamente. La modernidad se caracteriza por la marginación de la teología y la creación de un nuevo conjunto de ciencias «seculares» autónomas. No ocurre únicamente que la «hipótesis» de Dios es innecesaria para las ciencias físicas, como conocidamente dijo Laplace, sino que se desarrolla todo un conjunto de ciencias sociales seculares que celebran su emancipación de la oscuridad de la teología. La ciencia política, la economía, la sociología, la sicología y otras muchas disciplinas seculares ganan prestigio en las universidades, mientras que la teología va siendo cada vez más relegada a los seminarios y a otros centros del extrarradio académico. Los padres fundadores de la nueva disciplina de la economía, por ejemplo, desacreditaron ásperamente la influencia negativa de la teología a causa de la interferencia teológica medieval a la que previamente se habían visto sujetos los mercados, y la productividad del dinero había sido oscurecida por prohibiciones sobre la usura. Asimismo, los fundadores de la ciencia política moderna trataron de liberar la política de la funesta influencia de la teología y la iglesia. Thomas Hobbes, por ejemplo, intentó instaurar una ciencia política sobre la base de un hipotético «estado de naturaleza», sobre el cual desarrolló una antropología de la «guerra de todos contra todos», en lugar de establecer una política sobre la base teológica de la Caía de Adán y Eva. Hobbes todavía no quería separar la iglesia y el estado; lo que quería era que el estado absorbiese a la iglesia. Sin embargo, estableció la base para una ciencia política secular fundamentándola en una antropología supuestamente empírica en lugar de teológica. Por tanto, en la modernidad el ámbito propio de la teología ha sido reducido en gran medida. La que había sido reina de las ciencias tiene ahora muy poco que decir sobre economía, política y temas similares, porque se ha asumido que estas áreas están fuera de su competencia propia. La teología trata de Dios y de la tecnología del alma individual en relación con Dios. Se ha aceptado que estos son asuntos

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fundamentalmente privados, porque descansan sobre una fe infundada. Sólo las ciencias sociales seculares pueden ser discursos sólidamente públicos, porque supuestamente descansan sobre una racionalidad universal y neutral. Cualquier teología que quiera abordar temas políticos o sociales debe primero recibir su contenido de las ciencias sociales seculares, y después reflexionar teológicamente sobre esos datos. Una forma destacada de teología hoy es este tipo de teología correlacionista liberal o liberacionista que busca encontrar equivalentes a las verdades reveladas en unas ciencias supuestamente autónomas. La naturaleza es vista como ya agraciada y, por tanto, tiene garantizado un alto grado de autonomía respecto de la teología. En el otro extremo del espectro teológico se sitúan los modos de teología neo-ortodoxos, más conservadores, que tienden a eludir conjuntamente los temas políticos y sociales. Estas teologías excesivamente fideistas suelen considerar que la teología tiene su propio dominio especial relacionado con la fe y la salvación. Así pues, la teología moderna tiende a oscilar entre una débil acomodación a lo secular, por un lado, y un mero ignorar o rechazar ese ámbito, por el otro. La base teológica de la modernidad ¿Existe un camino para reconciliar estas divisiones que no sea ni nostalgia del pasado ni capitulación al presente? Ya he sugerido que deberíamos tomar más en serio de nuevo la idea de que la teología puede ser una disciplina integradora, la reina de las ciencias. No se trata precisamente de retrasar el reloj hasta una era teológica pre-secular. Al contrario, la base es reconocer que nunca hemos dejado la era teológica. Lo que encontramos en las ciencias sociales seculares no es algo esencialmente distinto de la teología; lo que hay en ellas son teologías disfrazadas, y habitualmente heréticas. Si esto es verdad, entonces la tarea no es justificar la teología frente a la razón secular. La tarea es contrastar teologías y separar la buena teología de la mala. Esa es la tesis de la obra señera de John Milbank Teología y teoría social1, que apareció en inglés en 1990 y que desde entonces ha sido publicada en castellano y en otras lenguas. En sí mismo este libro es brillante y su lectura se hace difícil, pero su tesis es simple. La teoría social secular, a pesar de que pretende ser religiosamente neutral, objetiva y basada en una racionalidad universal, de hecho está gobernada por asunciones teológicas encubiertas. No existe una racionalidad universal que permanece libre respecto de la fe, y la pretensión de que tal racionalidad existe es en sí misma un mythos, un compromiso de fe alternativo, y además herético. La tesis de Milbank tiene afinidades con el planteamiento de Alasdair MacIntyre de que la racionalidad ilustrada no es libre respeto de la tradición, sino que ella misma es otra tradición. La teoría de Milbank es también similar a la crítica de Jean-François Lyotard a las «metanarraciones» que pretenden escapar al ámbito del mito y de la narración, pero que son igualmente mitológicas. Quizá estemos acostumbrados a pensar en el marxismo en estos términos. Es habitual referirse al marxismo como un tipo de cristianismo secularizado y herético. A pesar de la deuda de Marx con la Ilustración—su pretensión de objetividad científica, su reducción de la totalidad de la historia a procesos materiales inmanentes, y su feuerbachiano intento de desmitologizar toda

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creencia en Dios y representar tal creencia como la mera proyección de los deseos humanos inmanentes en una ficticia esfera trascendente— sin embargo, es fácil reconocer que el marxismo es una nueva religión. El mismo Feuerbach escribió en 1842: «debemos empezar a ser religiosos de nuevo; la política debe convertirse en nuestra religión, pero eso sólo es posible si en nuestras percepciones tenemos un valor supremo que hace de la política nuestra religión». El marxista Antonio Gramsci escribiría más tarde que el marxismo «es precisamente la religión que tiene que acabar con el cristianismo. Es una religión en el sentido de que es también una fe con sus propios misterios y prácticas, y también porque en nuestras conciencias ha reemplazado al Dios trascendental del catolicismo por la fe en el Hombre y sus mejores energías como la única realidad espiritual». El marxismo se completa con su propia soteriología, su propia escatología y su propia teología de la providencia inmanentizada en los estadios supuestamente inexorables de la historia. En el Occidente capitalista somos bastante receptivos a esta visión del marxismo, pero tendemos a resistirnos frente a insinuaciones de que nuestra propia «ciencia» de la economía liberal es igualmente teológica. Sin embargo, Milbank muestra que los padres fundadores de la moderna ciencia económica basaron sus hallazgos en ideas teológicas. La primera es una teología inmanentizada de la creación, por la cual los seres humanos crean todos los bienes usando su libertad para transformar la naturaleza. La segunda es, como Marx apuntó, la fetichización de las comodidades, un modo falso de teología y de práctica sacramental. La tercera es la apropiación del lenguaje providencial para construir una teodicea del mercado. Esto es más claro en la idea de Adam Smith de la «mano invisible» del mercado, por la cual la búsqueda del puro interés individual por cada actor individual en el mercado de algún modo es milagrosamente transformada en el bien de la totalidad. La nueva ciencia de la economía no era una emancipación de la teología, sino un giro dentro de la teología misma. Y para que no pensemos que la fase teológica fue solamente una fase de transición a una ciencia económica más rigurosa, la misma dinámica persiste hoy en día. El libro de Robert H. Nelson Economía en cuanto religión (Economics as Religión - 2001), por ejemplo, defiende que, visto globalmente, la sustitución del cristianismo y otras religiones por la religión de la economía anunció una época de libertad y prosperidad. Nelson muestra cómo el mercado económico realiza exactamente el mismo papel que el cristianismo en la sociedad occidental, con su propio dios providente (la «mano invisible» del mercado), sus textos sagrados, su sacerdocio, y su plan de salvación para los recurrentes problemas de la historia humana. «Las biblias judía y cristiana profetizan un desenlace de la historia. Si la economía prevé otro, eso significa que, en efecto, nos ofrece una visión religiosa en competencia». Nelson es un caso único entre los economistas porque admite con franqueza la base teológica de la economía; muchos otros insisten en su secularidad. ¿A qué se debe la insistencia en verla como secular? Porque hacerlo así permite que el sistema económico reinante sea visto como natural e inevitable. Entrar en el mundo de lo secular es entrar en el mundo de lo «fáctico», y dejar atrás el mundo religioso del «valor». Por tanto, lo que se consigue viendo la economía de mercado como nuestra religión es que podemos ver la economía de mercado como una forma particular y contingente

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de ver el mundo, no como un orden inevitable sujeto a las rígidas leyes de la naturaleza. Nuestro rechazo a ver la ideología del mercado como una religión es una parte importante del éxito de la ideología del mercado como tal religión. Cuanto más convencidos estamos de que nuestro sistema económico no es religioso sino secular, más elude nuestra devoción religiosa al mercado un análisis crítico y aparece como inevitable. El rechazo de las raíces teológicas de la teoría social secular no es exactamente un error teórico; es un acompañamiento ideológico de las formas de articular el poder en la modernidad. Esto es quizás más claro en los prepuestos teológicos que subyacen a la teoría política supuestamente secular. En la teoría política moderna la política se define como un ámbito de puro poder basado en una nueva teología de Dios y una nueva antropología teológica. En Hobbes, por ejemplo, el derecho de Dios sobre la naturaleza está establecido por el irresistible poder de Dios. Una teología de la participación se ve suplantada por una teología de la voluntad. Por consiguiente, el dominio de Adán sobre la naturaleza se construyó sobre un poder autónomo sobre las cosas. La participación en la propiedad privada deja de ser relativizada desde la consideración del bien común, como ocurría en el medievo; para el pensamiento moderno temprano, Adán está dotado de poder absoluto sobre las cosas, y su ser imagen de Dios se define en términos de «voluntad» o de «impulso de autopreservación». Los seres humanos ejemplifican mejor la imagen de Dios precisamente cuando ejercitan su soberanía y sus ilimitados derechos de propiedad. De este modo, las relaciones de alianza se convierten en relaciones contractuales. Tanto la teología cristiana tradicional como la teoría política de principios de la modernidad pensaban que los seres humanos necesitamos ser salvados de las divisiones que nos asolan. El Génesis nos cuenta el relato de una armonía primordial entre Dios y los seres humanos y entre los propios seres humanos, que fue rota por el pecado. La congregación del pueblo de Israel comienza el proceso de reconciliar esas divisiones. Al haber empezado con una creación buena y después haber narrado una Caída en la desunión, el Génesis deja claro que el individualismo y la división no son el modo de ser para el que las cosas están destinadas. La violencia no es inevitable. Para Hobbes, Locke y Rousseau, sin embargo, el estado de naturaleza es esencialmente individualista. Cuando Rousseau dice que la humanidad nació libre, lo que primariamente quiere decir es libres los unos frente a los otros; en contraste con esto, en la interpretación cristiana del Génesis, la participación en Dios junto con los otros es una condición de la verdadera libertad humana. Hobbes, como es conocido, postula un estado natural como guerra de todos contra todos, cuyo conflicto él deriva, precisamente, de la igualdad formal de todos los seres humanos, pero Locke, más liberal y entusiasta, está de acuerdo con la esencial individualidad de la humanidad en el estado de naturaleza: «Para comprender adecuadamente el poder político y derivarlo de su forma original, debemos considerar en qué estado están por naturaleza todos los hombres, es decir, un estado de perfecta libertad para decidir sus actos y disponer de sus posesiones y personas como ellos crean adecuado, dentro de los límites de la ley de la Naturaleza, sin pedir permiso y sin depender de la voluntad de ningún otro hombre». Locke cree, como Hobbes y Rousseau, que los seres humanos abandonan este estado de libertad para proteger su propiedad de la

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depredación de los otros. En otras palabras, la violencia no es el resultado de la Caída. El estado de naturaleza es ya un estado de guerra y conflicto. El individualismo y el conflicto son su forma de ser. La violencia es inevitable, y lo mejor que podemos hacer es entrar en un contrato social a través del cual se erija un estado que nos proteja a los unos de los otros. Mientras que el relato cristiano es inherentemente cómico, la narración en la que se basa la política moderna es inherentemente trágica; lo mejor que puede hacer un orden político es no dejar que nos matemos los unos a los otros. No es posible ningún proceso plenamente social, ni ningún sentido real de la comunidad. El liberalismo asume que no podemos ponernos de acuerdo sobre el bien; consiguientemente, la libertad —que aquí significa libertad de unos frente a otros— se convierte en el bien más elevado. La libertad es aquello por lo que somos capaces de matar. El advenimiento de la teoría política moderna no es una progresiva secularización, es decir, un separar la religión de algún tipo de reducto nuclear secular, sino, más bien, una nueva y herética teología. Y viene acompañada por la aparición de una nueva iglesia, el estado-nación. A comienzos del período moderno, existe lo que el historiador John Bossy denomina una «migración de lo sagrado» desde la iglesia hacia el estado. Las monarquías reemplazaron al sacramento de la Eucaristía como la localización primaria de la presencia material de Dios en el mundo. En la Francia del siglo XV , la fiesta del Corpus Christi fue socavada por ceremonias que señalaban la entrada del rey en una ciudad. Carlos VIII fue aclamado en Rouen con los títulos de «Cordero de Dios, salvador, cabeza del cuerpo místico de Francia, guardián del libro de los siete sellos, fuente de la gracia vivificadora a un pueblo seco, y deificado como aquel que ofrece la paz». En Inglaterra, Isabel I, al mismo tiempo que suprimía las celebraciones de la fiesta del Corpus Christi, se estaba apropiando de los aspectos simbólicos de la fiesta sustituyendo ella misma a la Hostia. Isabel solía ser llevada en procesión bajo un palio modelado a imitación de los que se usaban para las fiestas del Corpus Christi. Alrededor de la persona de Isabel se desarrolló todo un culto real completo, con sus santuarios y sus peregrinaciones. No debemos pensar que esta migración de lo sagrado terminó con la era de los reyes, basta con que nos fijemos en la función «religiosa» del nacionalismo en las democracias modernas. El trabajo de Robert Bellah sobre la «religión civil» ha mostrado cómo, en las democracias liberales, la cohesión social se mantiene a través de la ritualización de la ciudadanía y la construcción de unos elaborados mitos nacionales. La recuperación de la teología. Lo que todo esto significa para aquellos que nos llamamos teólogos es que no estamos tan solos como a veces pensamos. De hecho, la teología no ha sido marginada en el mundo moderno; determinadas asunciones teológicas implícitas subyacen a buena parte de lo que es asumido como teoría social secular. Este hecho puede servir para nivelar el campo de juego, porque esa teología no ha sido desestimada desde el principio como un discurso inherentemente marginal. Después de todo, quizá se podría permitir a la teología ocupar un sitio en la mesa en las universidades públicas. Pero las implicaciones podrían ser incluso más amplias. Si teologías de una u otra clase

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subyacen a la teoría social, entonces puede ocurrir que la presencia continuada de la teología no se deba a un error debido a la falta de diligencia al extirpar la teología del discurso secular. En lugar de eso, puede ser que la teología, en última instancia, sea ineludible, es decir, que no se pueda desarrollar una teoría política o una economía o una sociología sin tomar en consideración cuestiones de ontología, antropología, soteriología, escatología, etc. Puede que, en cierto sentido, la teología conserve una función integradora, que permanezca como reina de las ciencias. Este es el provocativo punto de vista de un grupo significativo de estudiosos en Estados Unidos y en Reino Unido que comparten lo que John Milbank, Caherine Pickstock y Graham Ward llaman «Radical Orthodoxy» («Ortodoxia Radical»). No se trata tanto de un movimiento coherente, sino de un estilo de hacer teología hoy. Las figuras principales de la Radical Orthodoxy han instado a los teólogos a despojarse de la falsa modestia que ha confinado la teología a la irrelevancia. Como ha señalado John Milbank, una vez que la teología se deja enmarcar por el secularismo, ya «no puede seguir articulando el mundo del Dios Creador, sino que queda relegada a convertirse en la voz del oráculo de algún ídolo finito». La teología debe articular la relación entre Dios y toda la creación. No puede admitir la existencia de unas ciencias seculares puramente autónomas que se desenvuelven como si Dios no existiese o no tuviese impacto en la creación divina. En el volumen con el que se estrenó la serie de libros Radical Orthodoxy, los editores escribieron que la Radical Orthodoxy «intenta regenerar el mundo situando sus preocupaciones y actividades dentro de una estructura teológica» y consideran que «cualquier disciplina debe situarse en el marco de una perspectiva teológica». Este tipo de lenguaje refuerza el ánimo de los que estamos acostumbrados a tener que justificar nuestra profesión. (Uno de los peores momentos de ser un teólogo es cuando un extraño sentado al lado en el avión me pregunta a qué me dedico. La respuesta suele ir acompañada de un silencio de perplejidad, ¡como si acabara de decir que soy un alquimista!) Sin embargo, hablar de teología como reina de las ciencias tiende hacia la hipérbole, y necesita ser matizado. En primer lugar, no hay por qué rechazar todo lo positivo que ha supuesto la modernidad. Las ciencias físicas han desentrañado muchos misterios de la materia, y las llamadas ciencias sociales también han producido discursos muy ricos. En mi propio trabajo, he usado reflexiones de psicólogos sociales para explicar los dinamismos sociales de la tortura, planteamientos de historiadores para comprender la aparición del estado-nación moderno, la obra de algunos sociólogos para entender la naturaleza del nacionalismo, y el trabajo de economistas para comprender cómo es entendido el deseo en una economía de mercado, por poner sólo algunos ejemplos. De esos autores he aprendido muchas cosas que no conocía a través mis lecturas teológicas, y con mucho gusto me he dejado guiar por su experiencia cuando me he aventurado hacia nuevas áreas de investigación. Sin embargo, lo que no he hecho ha sido considerarlos como si me estuviesen ofreciendo «hechos» inmediatos, a los cuales yo tuviese que añadir mis «valores» teológicos. Yo no he considerado sus disciplinas como algo autónomo de la teología, inherentemente seculares y capaces defuncionar sin ningún presupuesto teológico implícito. Y,

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evidentemente, tampoco he considerado la teología como un área de especialización de la cual no me pudiese salir. Permítanme ilustrar este planteamiento con un ejemplo extraído de mi último libro, titulado Being Consumed: Economics and Christian Desire2 (que podría traducirse al castellano como Ser consumido: la economía y el deseo cristiano). En él considero la teología y la economía como dos discursos superpuestos acerca del deseo humano. En el primer capítulo, comparo al economista americano del mercado libre Milton Friedman con San Agustín en lo relativo al deseo y la libertad. Para Milton Friedman un mercado es libre cuando las transacciones son bilateralmente informadas y voluntarias. Una transacción es libre, en tanto en cuanto ninguno de los que toman parte en una transacción haya sido engañado o coaccionado externamente. La gente participa en transacciones basadas en sus propios deseos, pero no es necesario que haya acuerdo en lo que es deseable; los rosarios y la cocaína pueden ser intercambiados libremente. Un mercado es libre si la gente puede satisfacer su deseos, aunque existan ideas totalmente inconmensurables sobre lo que la gente debería desear. A esta concepción del intercambio voluntario se le pueden hacer dos consideraciones. La primera es que la libertad se define negativamente, como una libertad de la injerencia de los otros, especialmente del estado. La segunda es que un mercado libre no tiene telos, es decir, una finalidad común hacia la cual haya que dirigir el deseo. Cada individuo escoge sus propios fines. Esos fines están basados simplemente en lo que la gente quiere, y Friedman ignora de dónde vienen esos deseos. Si la gente escoge algo, debe de tener un deseo real de ello. ¿De dónde vienen los deseos reales? Para Friedman, eso no importa. Lo único que importa para que un mercado sea libre es que los individuos tenga deseos reales y puedan satisfacerlos sin la interferencia de los otros, especialmente del estado. La forma que tiene San Agustín de concebir el deseo y la libertad es muy diferente. Respecto de la primera consideración que hemos hecho a Friedman, la libertad desde la perspectiva de Agustín no es simplemente la ausencia de interferencia externa. La visión de la libertad que tiene Agustín es más compleja; la libertad no consiste simplemente en una libertad negativa, sino en una libertad para, una capacidad para lograr determinados fines valiosos. Todos esos fines forman parte de un telos primordial de la vida humana, el retorno a Dios. En palabras de la famosa oración de Agustín que abre sus Confesiones, «nos has hecho para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti». Por tanto, la libertad es enteramente una función de la gracia de Dios que opera en nosotros. La libertad consiste en estar envueltos por la voluntad de Dios, que es la condición de la libertad humana. El ser no es autónomo. Todo ser participa en Dios, la fuente del ser. La autonomía en sentido estricto es simplemente imposible, porque ser independiente de los otros e independiente de Dios es ser arrancado del Ser, y por tanto no ser nada en absoluto. Ser abandonados a nuestros propios recursos, separados de Dios, es estar perdidos en el pecado, la negación del ser. Según los pelagianos contra los que Agustín reflexionó, para poder ser culpables del pecado o recompensados por nuestra rectitud, la libertad humana debía ser en cierto sentido «externa» respecto de la gracia divina. La libertad, entonces, se convierte en una clase de capacidad humana, y el pecado es un

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ejercicio de tal capacidad. Para Agustín, por el contrario, el pecado no es una capacidad sino una debilidad. En su tratado anti-pelagiano Del espíritu y de la letra, Agustín usa las metáforas de la esclavitud y la enfermedad para discutir la naturaleza del pecado. «Si son esclavos del pecado, ¿por qué se jactan del libre albedrío?» O, en otro pasaje, «por la gracia viene la curación del alma de las heridas del pecado; por la curación del alma viene el libre albedrío». Propiamente hablando, el pecado no está sujeto a la libre elección. Un alcohólico con suficiente dinero y una licorería abierta puede, en sentido puramente negativo, ser libre de toda interferencia al adquirir lo que desea, pero en realidad está profundamente esclavizado y no puede liberarse a sí mismo. Sólo será libre si es liberado de sus falsos deseos y es llevado a desear adecuadamente. Esto es lo que Agustín quiere decir cuando afirma que «el libre albedrío no es aniquilado, sino fortalecido por la gracia, pues la gracia sana la voluntad para conseguir que la justicia sea amada libremente». La libertad es algo recibido, no meramente ejercitado. Por tanto, para determinar si una persona está actuando libremente, se requiere mucho más que conocer si está actuando según sus deseos y sin la interferencia de otros. De hecho, en el planteamiento de Agustín los otros son cruciales en la libertad de cada uno. Por definición, el esclavo de una adicción no puede liberarse a sí mismo. Para atravesar las barreras que encierran al yo dentro de sí mismo son necesarios los otros exteriores a uno mismo —y el Otro último que es Dios—.Lo que aquí se muestra es una visión del deseo muy diferente de la que mantiene Milton Friedman. Agustín no asume que los individuos tengan simplemente deseos que son generados internamente y que posteriormente entran en el terreno social a través de actos de elección. Tampoco asume que los deseos sean reales simplemente porque la gente los tenga, ni que lo que realmente deseamos sea algo completamente transparente y accesible para nuestro propio yo. En opinión de Agustín, el deseo es una producción social. El deseo es una red de movimiento compleja y multidimensional que no se origina simplemente dentro del yo individual, sino que trae y lleva al yo en diferentes direcciones tanto desde dentro como desde fuera de la persona. Todo esto indica que existen verdaderos deseos y falsos deseos, y que necesitamos un telos, o un fin común, para apreciar la diferencia entre ambos. La ausencia de presión externa no es suficiente para determinar la libertad de un intercambio determinado. Para juzgar si un intercambio es o no libre se debe conocer si la voluntad es movida hacia un buen fin o no. Esto requiere algún tipo de referencia sustantiva, y no meramente formal, a los verdaderos fines o telos de la persona humana. Si no hay fines objetivamente deseables y se le dice al individuo que escoja sus propios fines, entonces la propia elección se convierte en la única cosa que es inherentemente buena. Cuando estamos en tiempos de recesión, se nos dice que compremos cosas para mantener la economía en movimiento, no importa lo que compremos. Todos los deseos, buenos y malos, se funden en el único imperativo global de consumir. El problema con la ideología de libre mercado es que asume que la abolición de los bienes objetivos proporciona a la voluntad individual las condiciones para funcionar de un modo más o menos autónomo. Sin embargo, la realidad es muy diferente. Porque, como Agustín ve claramente, la ausencia de bienes objetivos no libera al individuo, sino que lo deja sujeto a la competencia arbitraria de voluntades. En otras palabras, en la ausencia de una referencia objetiva al bien, todo lo que queda es puro poder arbitrario, una voluntad contra otra. Esto es lo que Agustín

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denomina la libido dominandi. Sin la idea de que algunos bienes son objetivamente mejores que otros, el movimiento de la voluntad sólo puede ser arbitrario. En este contexto, la persuasión sólo puede ser el dominio de una voluntad sobre otra. La voluntad es movida por una fuerza mayor, y no por una atracción intrínseca hacia el bien. La diferencia entre la autoridad y el mero poder ha sido eliminada. En el resto de ese capítulo de mi libro, detallo cómo las grandes corporaciones transnacionales utilizan su poder para movilizar las voluntades de trabajadores y consumidores. Lo importante de esta larga digresión sobre Milton Friedman y Agustín es ilustrar cómo la economía y la teología no son dos disciplinas inherentemente separadas; ambas constituyen reflexiones sobre el deseo humano que presuponen determinadas ideas acerca de la naturaleza y los fines de la persona humana, el estatus de la creación, y el papel —o su ausencia— de Dios en la creación. La economía no está libre de tales cuestiones, ni es autónoma. El intento de llevar a cabo una reflexión económica como si Dios no existiese ni tampoco fines dados para la vida humana, no es neutral y objetiva, sino que, de hecho, produce una visión falsa y distorsionada de cómo el deseo y el poder operan en el mundo real. La teología proporciona el marco necesario para otras disciplinas, porque reconoce que todo Ser participa en Dios. Sin embargo, esto no significa que las disciplinas que exploran el mundo natural sean consideradas de algún modo superfluas. La gracia no elimina la naturaleza, sino que la lleva a su cumplimiento. Desde un punto de vista cristiano, nuestro conocimiento de las cosas de este mundo siempre está mediado por nuestro conocimiento de Dios. Al mismo tiempo, sin embargo, a causa de que nuestro conocimiento de Dios siempre está mediado por la analogía de las cosas creadas, nuestro conocimiento de Dios sólo puede ser mediado por nuestro conocimiento del mundo material. La economía necesita a la teología, pero la teología también necesita a la economía para ser completa. Una teología que se convierte en un área de especialización, una ciencia de Dios por exclusión del mundo creado, no sólo fracasa a la hora de presentar el mundo de modo verdadero, sino que también falla al dar cuenta verdaderamente de Dios. La queja de que la teología es irrelevante para el mundo real es una acusación que deberíamos tomarnos muy en serio. Teología, universidad y sociedad Tomar en serio esa queja requiere que nos fijemos en la forma en que está configurada la vida académica en las universidades de hoy en día. Estamos lejos de la integración de la teología con las otras disciplinas que he perfilado más arriba. No puedo hablar con mucho conocimiento del panorama español, pero en Estados Unidos la teología ha sido desterrada de las llamadas universidades seculares y públicas. Se asume que la teología no tiene categoría científica. Todavía se mantiene bajo el abrigo de los departamentos de «religious studies» (lo que en España se suele llamar «ciencias religiosas»), pero eso se debe hacer muy silenciosa y subrepticiamente. Mientras tanto, las universidades seculares padecen la ausencia de una visión unificadora de la educación y de una integración de las diferentes disciplinas. En ausencia de

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una disciplina o visión integradora, la «diversidad» misma suele convertirse en la única ideología de la que podemos esperar un acuerdo. Lo que Clark Kerr, el anterior presidente de la Universidad de California, dijo en cierta ocasión sobre la universidad pública moderna está, probablemente, muy cerca de la verdad: él dijo que la universidad consistía en «una serie de profesores empresarios individuales unidos por una queja común sobre el parking». La universidad pública contemporánea en los Estados Unidos es tan incoherente que existen voces postmodernas actuales, como la de Stanley Fish, que defienden que también a la teología habría que cederle un puesto en la mesa. Fish es un agnóstico, pero niega hasta tal punto la posibilidad de un conocimiento absoluto que piensa que todos los tipos de discurso, incluso la teología, deberían ser escuchados en una universidad moderna. Entre tanto, los Estados Unidos tienen muchas universidades católicas y protestantes, pero tienden a estar un poco avergonzadas de sus compromisos cristianos. Suele haber un departamento de teología, pero usualmente lo que se espera de él es que sea el principal o el único soporte de la presencia cristiana en la vida académica de la universidad. En mi universidad, que es católica, tenemos un excelente departamento de teología, pero encontrar en la universidad otros departamentos que quieran entablar un diálogo con nosotros es difícil. Con algunas excepciones, los otros departamentos tienden a comportarse exactamente igual que sus colegas de las universidades seculares. Tienden a contratar a gente que tiene poco conocimiento o simpatía por la tradición católica. Muchos no tendrán ni la menor idea de cómo comportarse con la teología; algunos incluso podrían pensar que tal relación sería una transgresión de la autonomía de sus disciplinas. La secularización de las universidades católicas en los Estados Unidos no es ni mucho menos completa, pero mucha gente suele asumir que la naturaleza católica de la universidad reside en la presencia de unos pocos curas en la administración, un servicio de capellanía para las necesidades pastorales de los estudiantes y un departamento de teología o de ciencias religiosas. La tradición intelectual católica tiene poco impacto en muchos de los campos de estudio, y el carácter católico de la universidad tiende a expresarse en un vago lenguaje de los «valores» que deja intacta la distinción hecho/valor. En los últimos años se han hecho intentos de fundar nuevas universidades católicas con una profunda vinculación con la tradición católica de todas las facultades, pero tales lugares tienden a ser pequeños y marginados dentro de la corriente general académica a causa de su teología fideísta y su política conservadora. En muchas partes de Europa todo esto puede sorprender. En septiembre di una conferencia en Suecia y los asistentes llegaban con la impresión de que los Estados Unidos no son un país secularizado en absoluto. Los Estados Unidos son vistos como el país más «religioso» del mundo occidental, donde las iglesias todavía se llenan los domingos por la mañana y donde el presidente es un celote evangelista. Muchos asumen que la actividad militar exterior del ejercito estadounidense es una expresión del impulso misionero del cristianismo americano. Ciertamente, es verdad que los Estados Unidos no están secularizados del mismo modo que buena parte de la Europa occidental. La gente aún acude a la iglesia y tiene fe en Dios. Pero la secularización en los Estados Unidos toma la forma de una separación de la fe cristiana de las

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actividades supuestamente seculares y públicas. El «muro de separación entre la iglesia y el estado» de Thomas Jefferson es tomado como un muro de separación entre la «religión» y las actividades «seculares». Por tanto, permitir a la fe cristiana que entre en la vida académica está estrictamente prohibido para las universidades públicas. Asimismo, aunque el presidente Bush es un protestante evangélico, así como buena parte de su base social, sus justificaciones de la guerra en Irak nunca fueron teológicas. Así pues, por lo menos durante el siglo pasado, las justificaciones públicas para las guerras que ha tenido América han sido estrictamente seculares, basadas en los ideales liberales de llevar la libertad, la democracia y el mercado libre al mundo. Como ha dicho el politólogo Colin Dueck, «América va a la guerra por razones liberales, o simplemente no va». En otras palabras, en América la fe cristiana tiende a estar privatizada, mientras que el liberalismo y el nacionalismo se convierten en nuestras nuevas religiones públicas. Para la Iglesia, el remedio para esta forma de idolatría es que emerja de los márgenes y ofrezca una visión del Evangelio que sea plenamente pública. Si vamos a contestar a la brutalidad e idolatría de buena parte de la política, economía y vida social modernas, no podemos permitir que tales teologías falsas continúen en sus propios terrenos autónomos sin ser cuestionadas. La teología debe proponer de nuevo una visión integradora que vea la política, la economía y la vida social como algo que forma parte de la acción de Dios en la historia. El tema fundamental de la teología es la salvación, pero la salvación no consiste en sacar de las ruinas de este mundo a un puñado de supervivientes; sino en la recreación de la totalidad, unos nuevos cielos y una nueva tierra. No podemos estar satisfechos con las teologías de la liberación que reciben su contenido político desde otras ciencias sociales autónomas. La teología debe proporcionar el contenido de nuestra política. Debemos encontrar nuestra política reflexionando sobre lo que Dios hace para reconciliar todo en el Cuerpo de Cristo. Creo que existen razones para el optimismo sobre si la teología podría ser tomada seriamente de nuevo como la reina de las ciencias. La primera es que hay muchos jóvenes teólogos que se niegan a permanecer dentro de los límites de especialización que han sido tradicionalmente perfilados en la vida académica. Yo no tuve que luchar para ampliar mis intereses más allá de las categorías teológicas estrechamente definidas. En la Universidad de Duke, donde recibí mi doctorado, se me pidió que realizara un posgrado en alguna materia fuera de la teología; escogí ciencia política, y en aquellas clases aprendí mucho sobre teología de la política y política de la teología. En Duke, en Yale, en Cambridge, y en muchos otros lugares del mundo anglófono, facultades y estudiantes se están negando a tratar la teología como una especialización. En el mundo católico, este movimiento ha sido animado por la progresiva disminución del dominio clerical en la teología. Desde el Concilio Vaticano II, un número de laicos cada vez mayor han alcanzado el grado de doctor en teología, y las universidades y seminarios los han ido contratando. Las ideas previas de que la teología era para los clérigos en la Iglesia mientras que las disciplinas seculares eran para los laicos en el mundo se han derrumbado. Este proceso no está exento de problemas si conlleva que la Iglesia simplemente se convierta en algo asimilado al mundo. También pienso

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que tiene su peligro sacar la teología del contexto de una vida sacramental y de oración disciplinada como la que se asume en la vida clerical. Con todo, la ventaja del aumento de los teólogos laicos es que los seglares hemos tendido a ir por delante en el planteamiento de ver la teología como una disciplina integradora, precisamente porque no hemos sido acostumbrados a ver el mundo en términos de dicotomías entre lo clerical y lo laico. La segunda razón para el optimismo en el retorno de la teología es el creciente reconocimiento de la importancia pública de la «religión» en el despertar del resurgimiento del Islam. Mucho antes de los ataques terroristas de esta década, los estudiosos habían estado cuestionando la «tesis de la secularización», es decir, la idea de que la fe religiosa está condenada a terminar extinguiéndose en el mundo moderno. Por el contrario, la religión parece ahora más importante que nunca. Buena parte de este debate mantiene aún las inútiles dicotomías entre lo «religioso» y lo «secular», y habla del «resurgimiento» de la religión como si fuese una reliquia del pasado. Sin embargo, este debate le ha permitido a la teología tener una presencia pública de nuevo; los periodistas preguntan a los teólogos qué piensan sobre el tema. Y, más importante aún, el encuentro de Occidente con el Islam ha dado la posibilidad de encontrarnos con gente que no asume que la teología y la política sean dos discursos esencialmente separados a cerca de dos realidades esencialmente separadas. No necesitamos aceptar las formas islámicas de concebir la teología para comprobar que la separación de la teología del resto de la vida es una contingente invención occidental, y no simplemente la forma de ser de las cosas. Finalmente, nuestra principal razón para el optimismo es simplemente que la separación de la teología respecto de las otras disciplinas es indefendible. La incoherencia de la universidad moderna es insostenible a largo plazo, como la incoherencia de sociedades que intentan encontrar algún propósito común sin referencia a Dios. La idea de que la teología es la reina de las ciencias no debe ser un arrogante intento de mantener el control eclesial sobre un mundo que ha cambiado. Eso estaría condenado al fracaso. Los frutos de la teología deben, más bien, ser ofrecidos al mundo como un don. Es un don de plenitud, de ver toda la vida integrada en la acción amorosa de Dios en la historia. Pero plenitud no significa uniformidad. La teología realizada adecuadamente es un acto de restauración de la armonía de una creación diversa. La teología es, después de todo, el reconocimiento de la participación de todo Ser en la danza divina, la perijóresis del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. 1 MILBANK, J., Teología y teoría social. Más allá de la razón secular, Herder, Barcelona, 2004. 2 CAVANAUGH, W. T., Being Consumed: Economics and Christian Desire, Eerdmans, Gran Rapids, 2008