La Testadura no. 7: Rams Livewire

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conejito de peluche hada de los indigentes sapo dominante repugnancia

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La Testadura, una literatura de paso no. 7: "Conejito de peluche" y otros relatos por Rams Livewire.

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conejito de peluche

hada de los indigentes

sapo dominante

repugnancia

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Una literatura de paso no.8Una literatura de paso no.8

Por Óscar Édgar López

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El Conejito de Peluche Hada de los indigentes

Sapo dominante Repugnancia

RAMS LIVEWIRE

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COORDINACIÓN EDITORIAL:

Mario Eduardo Ángeles.

JEFE DE REDACCIÓN:

Erich Tang.

TEXTOS:

Rams Livewire.

FOTOS E ILUSTRACIONES:

El Pulpo Santo (p: 16, 22, 34 y 39), Rams Livewire (p: 5, 28 y 29).

CORRECCIÓN DE ESTILO:

Lizeth Briseño.

CONSEJO EDITORIAL:

Manuel Bañuelos, Salvador Huerta, Pedro (Serrot) Moreno, Erich Tang, Jesús Reyes, Miguel Escamilla, Mo. Eduardo Ángeles.

México, 2012.

CONTACTO:

[email protected]

Los derechos de los textos publicados pertenecen a sus autores. Cuida el planeta, no desperdicies papel.

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Conejito de peluche. Repentinamente ella fue consciente

de su situación. Su “despertar”, si así le podemos llamar a lo que le sucedió, era tal como si hubiera estado desmayada algún tiempo, tiempo del cual ella no pudo medir la duración, ni decir en qué momento comenzó; pero ahora empe-zaba a recuperar la conciencia. Y “al abrir los ojos” se encontró a sí misma en posición “a gatas”, y se vio desnuda; que estaba siendo penetrada una y otra vez, en el acto mismo de la fornicación, por un conejo de peluche. Pero lo más extra-ño para quien la hubiese estado obser-vando (ya que no fue extraño para ella)

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fue que ella al ser consiente de su aquí y de su ahora, al “despertar”, no hizo un antes y un después en su acción, no inte-rrumpió ni modificó el ritmo de su vai-vén en respuesta a los empujes vigorosos que le asestaba el conejito de peluche. Ni siquiera se preguntó dónde estaba, cómo había llegado ahí, cómo había comenzado, cómo se llamaba el conejo, cómo la sedujo; no se preguntó a sí mis-ma cosa alguna. Simplemente continuó disfrutando la placentera sensación de los roces en el interior de su vagina, pro-vocados por el entrar y salir del pene del conejito. Ella no sabía decir si el pene era de carne o de peluche también.

El conejo era de peluche color rosa, a excepción de su pancita, su pecho y las plantas de sus patas, que eran de color blanco; su estatura era casi igual a la de ella, aunque él era más robusto, de la

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manera que los peluches son robustos en las extremidades gracias al cúmulo de material del cual están rellenos. Por mo-mentos, y a causa del placer sensual que él sentía, se inclinaba un poco sobre ella, hasta rozar su pecho con la espalda de ella, y luego de eso la rodeaba con sus brazos el vientre y le acariciaba los senos. Ella sentía total deleite al sentirse acari-ciada por la afelpada textura de la tela del conejito, y cerraba los ojos. Hacía gestos de goce y de dolor. Gemía aguda-mente. El cabello negro, ondulado y bri-llante como la seda, le caía sobre la cara de una forma excitantemente hermosa. Una película de sudor le cubría el pecho, el cuello, la espalda y la frente, como si hubiese atravesado caminando rápida-mente por una columna de vapor y solo un poco de éste se le hubiera adherido a la piel.

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Después de una prolongada serie de embestidas, ella vio que un conejo dimi-nuto y de peluche también, pasaba ca-minando frente a ella; lo hacía en posi-ción erguida como los humanos, aunque con muy poco equilibrio, de una forma un tanto rígida. El conejito pasó muy cerca de las manos y muñecas de ella, y así ella pudo hacer un cálculo rápido de que quizá el conejito tendría el largo de la palma de su mano, así que ella la le-vantó un instante después de haberlo medido mentalmente, y lo sujetó con ella. Se lo llevó a la boca y lo introdujo completamente en ella. No lo tragó, solamente lo guardó como un bocado. Estar dentro de la boca de paredes hú-medas y tibias, sobre la lengua suave y carnosa, excitó tanto al conejito, que se masturbó hasta tener un orgasmo, y como si ella tuviese una conexión cerebral

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con el conejito, sintió cómo y cuánto cre-cía la excitación del conejito, sintió cómo él iba llegando al clímax, y en el mo-mento en que él estaba a punto de eya-cular, ella comenzó a mover su boca preparándose para escupir una flema. Así que cuando ella simuló escupir, lo que salió de su boca no fue su propia saliva, sino el semen del conejito. Ella puso su mano frente a su boca, en forma de receptáculo, y ahí en el cuenco de su palma se escupió. Después, llevó su mano a su vagina y con lo que simulaba ser su saliva, se la lubricó por el interior, metiendo su mano y untando con sus dedos las paredes de la misma. Así, el conejo que la había estado cubriendo pudo volver a penetrarla sin fricciones dolorosas.

Esto último me hizo llegar a la con-clusión que el pene del conejo también

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era de peluche. Pero ahora que medito sobre ello, quizá era de carne y ella quiso disfrutar mucho más, lubricándose artifi-cialmente. O quizá simplemente ella era una persona a quien le excitaba fornicar de las más variadas formas imaginables.

“Uno nunca puede adivinar los pen-

samientos que atraviesan por la mente de una mujer mientras fornica”. Esta fue mi conclusión.

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Hada de los indigentes Iba caminando al aire libre, por los

pasillos del mercado más grande de la ciudad. Subía y bajaba rampas para llegar de una zona donde vendían frutas y verduras, a otra zona donde vendían especias. De pronto, desde lo alto de un pasillo, vi caminando a una niña acom-pañada de su madre, allá en lo bajo, donde transitaban los camiones. Yo esta-ba a la altura donde los trailers y los ca-miones descargan sus mercancías. Quizá sea entre un metro y medio y dos metros la altura. Desde arriba observé que la niña iba a subir por la rampa. Los pro-ductos que cargaba en sus brazos, a la altura

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del pecho, me hicieron fijar la vista en ella, y la esperé para preguntarle.

-¿Dónde compró esas galletas?- -A la vuelta de este pasillo hay una

dulcería, ahí las compramos.- -Gracias.- Caminé un poco hacia delante y lle-

gué a la esquina del pasillo. Bajé las es-caleras para observar desde una mejor perspectiva, más alejada, los nombres de los negocios y los productos que vendían, pero no encontré dulcería alguna. En verdad que se me habían antojado mu-chísimo esas galletas de avena que lleva-ba la niña. Cuando estaba en el área de llegada donde los trailers descargaban, iba pisando hojas de lechugas, ennegre-cidas por la negrura del suelo pavimen-tado, y andaba a un costado de una camioneta blanca. De pronto, una per-sona me habló. Era un indigente. Pero sus

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palabras salían de su boca como un arroyo de agresividad. Su dentadura, en la que había algunos espacios vacíos, en los que alguna vez hubo un diente, era ya amarillenta, y su lengua obstruía un habla nítida, sus labios no se abrían del todo al pronunciar las letras, y todo el conjunto de escasa dentadura, lengua torpe, labios semicerrados, todo hacía que fuera ininteligible su farfullar. Su barba no muy crecida era de tonos blan-cos y grises. El señor era un anciano un tanto macizo aún para su edad. No era un raquítico indigente, pero tampoco tenía la movilidad de un joven cargador. Su hostilidad hacia mí era incomprensi-ble. Iba cubierto con una sudadera gris, pero no llevaba pantalones. Me insulta-ba y me provocaba, encendiendo mi ira cada vez más. Yo seguía buscando en lo alto, mirando arriba, entre los letreros

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grandes, el nombre que me indicara la dulcería, pero no la encontraba. El viejo indigente me insultaba sin parar, y ya me sentía abochornado por las miradas de los marchantes. Miradas dubitativas, curiosas, enfermizamente curiosas. ¿Qué les importaba aquello que me estaba sucediendo?

-¡Sí! El anciano indigente me está gritando a mí, ¿¡qué les importa!?

Quería gritarles, pero mi mente esta-ba ocupada en encontrar lo más rápido la dulcería, entrar, comprar mis galletas de avena, salir y alejarme de ahí.

El indigente se volteó por un momen-to, dándome la espalda, y entonces vi sus nalgas embarradas de su propio excre-mento, de un repugnante color marrón, con paja seca pegada, con moscas cami-nando lentamente y revoloteando a su alrededor. ¿Por qué la gente me veía a mí

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y no a él? ¿Era acaso más importante la persona imprecada, que el imprecador con el ano y las nalgas untadas y emba-rradas con sus propios excrementos en los que pendían ya ramitas secas de yerbas en las que se había sentado? Y el hedor, la fetidez insoportable. Pero se volvió de nuevo y continuó insultándome. De pronto una mujer muy hermosa, que parecía ir conmigo, me dijo que ya ha-bía visto la dulcería, que ella compraría las galletas.

-Espérame afuera si gustas. Tengo miedo de entrar. Presiento que si entro y nos separamos ahorita, ya no te volveré a ver.- me dijo.

Me dio un beso en la mejilla y entró. La vi caminar, de espaldas a mí, acer-cándose a la puerta de vidrio de la dul-cería, alejándose de mí. Cuando al fin entró, no soporté más la ignominia que me

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causaba aquél viejo semidesnudo, pesti-lente y ofensivo.

-¿Qué le pasa, viejo?- Pero él, por toda respuesta, solamen-

te accionó levantando su brazo derecho, mostrándome el puño cerrado con fuer-za, y pronunciando sus palabras farfu-llando ininteligiblemente. Hasta que estalló mi cólera. No soporté más y con mi talón le dí una patada en su pecho, y cayó de nalgas al suelo, sentado sobre sus excrementos que seguramente se esparcieron más debido a la presión del impacto del anciano. Cuando cayó, sus piernas descarnadas de piel arrugada quedaron extendidas formando una “V”, y las plantas de sus pies se veían total-mente. Sus plantas, ¡qué asco!, tenían una gruesa película de piel color verde y resquebrajada como la tierra negra des-pués de ser mojada, y se seca, y queda frag-

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mentada, o como un polvorón, así esta-ba la piel gruesa, verde y seccionada desde sus dedos del pie hasta el talón. La gente me miró como si mi acción fuera totalmente réproba. Pero yo me justifi-qué conmigo mismo, mi cólera era mi justificación. No había más nada qué explicar. ¿Qué importaba que fuera un anciano? Eso no le autorizaba a insultar-me públicamente, ni a que yo lo tolerase esbozando una sonrisa. No iba a perdo-narlo. Pero eso no lo hizo desistir. Muy al contrario, la humillación que le causé le espoleó sus afrentosas actitudes hacia mí. Se levantó y siguió echando gotas de saliva muy reseca que brotaban impeli-das entre los espacios vacíos de su mons-truosa dentadura, mientras me insultaba ahora sí con motivos comprensibles. No lo volví a soportar y le descargué otra patada igual, con la planta de mi pie so-

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bre su pecho. Cayó al suelo una vez más, sobre sus nalgas untadas de sus propios excrementos hediondos. Se levantó y volvió a insultarme, y yo a derribarlo con otra patada. Hasta que al fin la ira en mí me cegó y saqué una segueta que llevaba en mi bolsillo derecho, y también saqué un palo de madera que llevaba en el bolsillo izquierdo. La segueta tenía por un lado una sierra dentada, pero por el lado opuesto yo le había dado un filo muy agudo, como una navaja. El palo de madera era como del largo de dos puños, y de grueso como el equivalente a tres lápices de punta de grafito. Cuan-do el viejo vio que sacaba estos instru-mentos, mudó su gesto y su actitud hacia mí. Desapareció su mirada retadora, y sus cejas se arquearon con arrepenti-miento que suplicaba no lo fuera a herir. Pero más se angustió el ceño del anciano

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indigente cuando con la orilla afilada de la navaja comencé a sacarle punta al palo cilíndrico de madera. Como si le sacara punta a un lápiz. Así afilé el ex-tremo superior del palo que sostenía en mi mano izquierda. La afilada navaja entraba fácilmente en la madera, que ante aquel acero tan afilado parecía tan suave como caoba. De la madera talla-da brotaban pedacitos enroscados, viru-tas delgadas, curvadas en los extremos. El anciano adivinó mi propósito, y temió. Ahora ya no imprecaba. Pero así sucede en el corazón de quien se siente protegi-do de alguna forma, el que se ve a salvo del alcance de la ira de su enemigo, se ufana en su protección, pero en cuanto ve inminente el daño que le causará su enemigo, que es más poderoso que él, muda su vanagloria y teme por su pro-pia debilidad e indefensión.

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Al fin estaba puntiagudo el pequeño palo de madera, como una pequeña lanza. Lo empuñé con fuerza y avancé hacia el viejo. Ahora el viejo estaba acompañado por una mujer, vieja tam-bién, que sin preguntar supe en mi inte-rior que era su esposa. Se colocaron muy cerca uno del otro; ella como protegién-dolo, él como escondiéndose y amparán-dose detrás de ella. Pero yo estaba ira-cundo, y difícilmente me detendría por mi propia voluntad. Vi la punta del palo y me pareció que no era perfecta, así que volví a tallar la madera con el filo del acero de la segueta. Al hacerlo se rebajó un poco su longitud. Y de nuevo quedó chueca la punta, no era total-mente paralela al eje central del cilindro. Y de nuevo la talle, y se rebajó otro poco su longitud. Así seguí sacando filo y viru-tas que caían al suelo, y fue disminuyendo

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la longitud del palo. Hasta que final-mente me di cuenta que era tan peque-ño que solamente era la punta lo que quedaba del palo, y ya no podía empu-ñarlo ni herir con él al anciano. Él pensó que estaba a salvo, pero aún tenía yo el recurso de usar mi segueta y hundirla en su hígado, pasándola a través de la tela de su sudadera, de su piel, y provocán-dole una hemorragia.

Pero en el momento en que yo me acercaba a él, decidido a herirlo con mi arma punzo cortante empuñada, apa-reció, descendiendo del cielo, el Hada protectora de los indigentes, montada en cólera vengativa contra mí, por haber atentado contra uno de sus protegidos. Y cuando ella apareció yo ya no era el mismo hombre que hasta entonces. Ha-bía mudado repentinamente de sexo y fui de ahí en adelante una mujer. Pero no

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me sorprendió eso. Me sentí como si siempre hubiese sido mujer, cómoda en ese cuerpo. Lo que me sorprendió fue que los indigentes tuvieran la protección de un hada malévola. Y más aún me causó enojo el que ella defendiera a quien había provocado ser atacado sin tener la suficiente fuerza para defender-se por sí mismo. El Hada descendía len-tamente, con su larguísimo vestido flo-tando en el aire. Así que llegó a una al-tura suficiente, me tomó por los cabellos largos, de mujer, dorados, y, tirando de ellos, me levantó junto con ella y ambas flotábamos en el aire, ella suspendida sin apoyo, y yo sostenida por su brazo ven-gativo. Mi cuerpo colgaba de mis cabe-llos, y me dolía mucho el cuero cabellu-do. Pero el Hada comenzó a gritar, ra-biosa:

-¡Solamente un día al año tengo pro-

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hibido matar! Ese día es hoy, pero haré una excepción por que golpeaste a mi hijo tan amado. ¡Solamente un día no puedo matar! Pero tú has hecho que transgreda mis prohibiciones, y merezca el castigo correspondiente, pero no me importa, me arriesgaré, y omitiré mis deberes.-

Y al terminar de decir esto, sacó un gran cuchillo, casi un machete, y comen-zó a cortarme las piernas de la misma manera en que yo afilé el palo de ma-dera. Me afilaba las piernas, no brota-ban ni escurrían chorros de sangre, sino virutas de carne, de mi carne. Y no pare-cía oponerle resistencia ni mis huesos ni nada. Para su enorme cuchillo afiladísi-mo todo en mi cuerpo era tan suave como si estuviera cortando plastilina. Y al suelo caían las virutas de mi carne. Pronto dejé de tener piernas y ahora estaba

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sacando punta a mi cuerpo a la altura del vientre, luego la punta le pareció imperfecta, cargada hacia mi costado derecho, y rebajó más mi carne, tallán-dola con el filo de su cuchillo, y disminu-yendo mi estatura. Pero de nuevo no era perfecta la punta y continuó rebajándo-me, cortándome, echando virutas de mi carne al suelo, hasta que ya era solo mi cabeza la que pendía de mis cabellos sostenidos por su mano que junto con su cuerpo flotaba a unos cinco metros sobre el suelo, y su vestido proyectaba una larga sombra allá bajo en el suelo. Fasti-diada de mí, me rebanó la cara y arrojó lo que restaba de mi cabeza sobre unas cajas de madera que estaban vacías pero se utilizaban para transportar jito-mates. Los pedazos de mi cara estaban desordenados sobre mi cabeza, y mi ojo izquierdo estaba en una posición muy dis-

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tinta, ubicado muy lejos de su lugar nor-mal. Una carpa de lona cubría de la luz del sol a las virutas de mi carne facial. Atrás de mis pedazos había un canal por donde corría agua sucia, arrastrando verduras podridas y orines.

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Sapo dominante Yo era un humano hasta hace un

instante. Pero ahora, repentinamente, soy un sapo. Un enorme sapo, gordo, de piel húmeda de anfibio, trémula como gelatina verde. Vivo en un estanque. Soy enorme. Un macho dominante. No obs-tante, veo acercándose a otro sapo un poco menos grande que yo. Viene con actitud retaliadora, y, sin embargo, en su mirada puedo advertir el miedo. Teme que lo devore, que lo despedace en la inminente lucha. Será una batalla a muerte. ¿Por el dominio territorial del estanque? ¿Por vanidad? ¿Para demos-trarse algo a sí mismo? No lo adivinaré

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nunca. Solo lo observo, calculo, mido la distancia entre nosotros, distancia que él va acortando. Su piel verde también trémula como gelatina, cubre una masa repugnante como la mía.

En el centro del estanque hay algo flotando, una pieza de plástico. Sobre ella estoy yo. Alrededor del estanque hay tierra húmeda y hierbas crecidas. No se ve el fondo del estanque en el que nunca antes había estado. Siempre fui humano antes, pero ya no más. Al me-nos no por ahora. Soy sapo. Enorme ma-cho dominante. Defenderé mi territorio en esta lucha. Mi rival se acerca lenta-mente, le cuesta trabajo nadar ágilmen-te. Es demasiado obeso. Ambos lo somos. Debo valerme de mi tamaño mayor para triunfar. Al fin alcanza el plástico donde estoy esperándolo. Sube. Comen-zará la pelea. Pero no, mi técnica no será

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cuerpo a cuerpo. Empiezo a brincar so-bre el plástico, y mi gran peso ocasiona que el plástico forme ondas, como olas, y se agita el agua del estanque. Las ondas van arrastrando sobre sus crestas a mi rival, quien, desconcertado, mira a su alrededor aterrorizado: el esfuerzo por mantenerse dentro del plástico lo agota, y poco a poco se ve arrastrado a la orilla del plástico. Yo brinco más encarnizada-mente sobre el plástico, genero ondas mayores, más fuertes, más peligrosas. Y al fin, consigo sacarlo del plástico, de nuestra arena de pelea, del coliseo que es mi estanque.

Veo cómo manotea desesperada-mente por volver a la superficie. Cada instante que pasa, conforme se hunde al fondo del estanque, lo veo menos clara-mente, la luz ya no penetra hasta allá, y lo empiezo a perder. En su mirada veo la

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desesperación, y adivino sus pensamien-tos. Leo su mente. Teme morir ahogado, teme nunca más salir a la superficie pues está agotado. Es demasiado obeso para poder sacar su cuerpo a flote. Es su fin. Morirá allá en el fondo. Seguiré siendo el macho dominante. El estanque me sigue perteneciendo. El orgullo del triunfo me excita, pierdo la razón, si es que un sapo la tiene, y comienzo a brincar eufórico sobre el plástico. El peor error. Yo tam-bién pierdo el equilibro, me alejo del centro, salgo del plástico. Estoy agotado. El otro sapo logró salir a flote de nuevo, y sube a mi plástico. Ahora se invirtió mi suerte, y lo veo alejarse de mí conforme yo me hundo. Caigo al fondo, manoteo, estoy exhausto. Ahora él adivina mi pen-samiento. Sabe que moriré irremedia-blemente. Poco a poco menos luz del sol llega a donde voy yo cayendo, más al fon-

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do es más oscuro, y al sapo lo veo a los ojos. Su mirada está perdida. Pero leo algo de lástima y desconcierto. El estúpi-do no comprende nada. Y manoteo pero solo veo por todo resultado cómo mi gelatinosa piel lustrosa tiembla y se crean ondas sobre mi propia piel, ondas que van y vienen y chocan y se anulan unas a otras. Y yo temo morir. Jamás podré reunir fuerzas para salir ya del fondo. En la superficie mi tamaño me servía para defender mi territorio, era mi ventaja en la lucha. Y repentinamente otro temor me asalta. Un cocodrilo me podrá devorar. Ahí viene. Mi imagina-ción loca de pavor cree verlo. Ya lo sien-to. Sus fauces se abren y me muerde. De un mordisco me arranca la mitad del cuerpo. Lamento perder mis ancas pos-teriores. Lamento que vaya a morir.

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Repugnancia Era aquél un mediodía cálido, pero

húmedo. Había llovido la noche anterior. En la calle quedaron charcos de agua, que al mediodía se evaporaban a causa del calor que traían consigo los rayos del sol que se filtraban entre las nubes. Era un mediodía un tanto gris.

Él caminaba por la acera de una calle, cuando vio que, más adelante en su camino, sobre la calle, junto a la ace-ra, estaba echado un perro, revolviéndo-se sobre un charco de agua sucia color marrón, como si se rascara el lomo al friccionarse a sí mismo contra el suelo. El transeúnte no supo decir a primera vista

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si el perro se frotaba el lomo a causa de sentir escozor por pulgas o sarna, o si se refrescaba en el charco por el intenso calor. Así que siguió su camino y se acer-có al perro. Cuando estuvo a un lado del perro, vio claramente su panza, el pelaje mojado con el agua color marrón, su paladar color violeta y su lengua por fuera del hocico. Vio que en sus ojos no había regocijo por estarse refrescando del calor en el agua, sino que había su-frimiento y desesperación. Y cuando ya lo había dejado atrás por la distancia de dos pasos, el perro se dio vuelta sobre sí mismo, y se levantó. Se sacudió el agua y salpicó a su alrededor. Y entonces el transeúnte vio lleno de repugnancia la horrible causa del sufrimiento del perro callejero. Sobre su pata derecha trasera, ya muy cerca de la cadera y la cola, donde el músculo es más grande, el perro

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tenía una grande herida, la piel abierta por una sajadura, que permitía que se le viera la carne muy profundamente por debajo de la piel. Pero su carne no era roja, sino de un color negruzco, tan sucia estaba, infectada. Y de entre una y otra fronteras de la profunda cortada, le ha-bían brotado una especie de ramificacio-nes de unos 15 centímetros de largo, rígi-das, las cuales llenaban el espacio dentro de la herida, y se apiñaban apretada-mente brotando desde el músculo hacia el exterior de su cuerpo. Era tan repug-nante la escena que el transeúnte tenía frente a sí, que se le revolvió el estóma-go, sintió náuseas y vomitó con gran fuerza. El estrépito del chorro de vómitos chocando contra la acera, sobresaltó al perro, y se acercó al charco que ahora formaba el vómito del transeúnte, y pa-rado frente al charco, comenzó a lamer de él.

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Esto repugnó aún más al asqueado joven y vomitó una vez más, y lo hizo con tal potencia que el chorro tomó una trayectoria parabólica aún más grande, y alcanzó a caer sobre la herida del pe-rro, contaminándola aún más.

Un retorcido espectador creyó que aquella escena tenía mucho de cómico, y en su anormal concepción de la come-dia, se le ocurrió entrar a su casa corrien-do y acompañar la escena con el sonido de sus platillos. Subió las escaleras apre-suradamente, y bajó trayendo sus plati-llos de música de banda. Uno en cada mano. Se paró en la puerta de su casa, exactamente frente al transeúnte y el perro, en la otra acera, y comenzó a regocijarse y a reír como enfermo men-tal, chocando sus platillos, causando gran alboroto entre carcajadas y el chocar de sus platillos. El transeúnte no comprendía

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nada de lo que sucedía. Solo estaba des-mesuradamente extrañado de todo lo que estaba experimentando. Y con el ruido extraordinario que causaban los platillos y las carcajadas del desviado cómico, más gente se detenía en sus ca-minos, y observaba al perro con su extra-ña infección parecida por el color negro a la gangrena, vomitado por el tran-seúnte que ya hasta lágrimas también había excretado, y al chiflado carcajeán-dose con sus platillos. Una señora con las bolsas del mandado venía del mercado y corrió asustada en sentido contrario, re-gresó por donde había venido sin mirar atrás, creyendo que aquello era el de-monio, y en su huida se persignó. Una hermosa joven sintió horror por el joven que vomitaba sobre un perro enfermo. Y cuando el joven levantó la mirada, con lágrimas en los ojos y vómitos escurriéndole

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desde la nariz y la boca hasta la barbilla, sintió vergüenza de sí mismo, quiso dis-culparse y cuando iba a decirle a la jo-ven unas palabras en su defensa para excusarse, arrojó otra fuerte descarga de vómitos, en dirección a la joven, quien creyó que el joven estaba aún más loco que el chiflado de los platillos, y que su afección consistía en encontrar placer al vomitar voluntariamente sobre los seres vivos. Dirigió su mirada al frente del ca-mino, y se encaminó sin volver a mirar al repugnante joven.

El perro se fue, el chiflado volvió a entrar a su casa dando carcajadas que al alejarse se apagaban, y no volvió a salir más. Solo quedó el joven parado en la calle, con el sabor acre del vómito en su boca y la sensación dolorosa del vómi-to en la nariz y la garganta. Se preguntó si se limpiaría la boca con el agua del char-

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co donde el perro se había retorcido, y se imaginó su boca atestada de las ramifi-caciones negras y repugnantes que le saldrían igual que al perro le habían brotado por la cortadura hecha en su carne.

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Por Óscar Édgar López

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