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Fundación Speiro LA TITULARIDAD DEL PODER POR RAIMUNDO Dlt MIGUEL He venido en varios artículos anteriores publicados en Verbo tratando de exponer una teoría del poder político tal como yo la considero desde el punto de vista cristiano. Pero el poder no es algo abstractd, sino una cosa muy concreta y real que se materia- liza y hace visible en las instituciones políticas de un pueblo y más determinadamente en las personas que las encarnan. Es lo que pudiéramos llamar el elemento humano del poder y que se manifiesta exteriormente bien por la multitud (democracia), bien por el individuo (dictadura), o bien por la sucesión personal di- nástica (mdnarquía). Democracia y monarquia. El tema se ha contemplado común- mente como el de la cuestión de las formas de gobierno. No es mi prop6sito precisamente el plantearlo bajo ese aspecto· (formas puras, monarquía, atlstdcracia y democracia y formas impuras, como la mezcla de los elementos constitutivos de las tres o su de- generación), sino más bien como una reflexión sobre la manera de cómo la soberanía se presenta de hecho ante nuestra considera- ción ; por eso prescindiré del problema teórico tradicional de cual es la mejor forma entre las posibles (ya sobrepasado por otra par- te) para fijarme en las situaciones límites de la titularidad de aquélla: la democracia o la monarquía; porque la dictadura es un régimen transitorio que termina en un intento de continuidad he- reditaria (cdmo las napoleónicas) o generalmente en una revolu- ción popular que acaba con ella como nos enseña la historia. Subdivisiones de una y otra serán las variaciones posibles que Verbo, núm. 315-316 (1993), 549-567 549

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LA TITULARIDAD DEL PODER

POR

RAIMUNDO Dlt MIGUEL

He venido en varios artículos anteriores publicados en Verbo tratando de exponer una teoría del poder político tal como yo la considero desde el punto de vista cristiano. Pero el poder no es algo abstractd, sino una cosa muy concreta y real que se materia­liza y hace visible en las instituciones políticas de un pueblo y más determinadamente en las personas que las encarnan. Es lo que pudiéramos llamar el elemento humano del poder y que se manifiesta exteriormente bien por la multitud (democracia), bien por el individuo ( dictadura), o bien por la sucesión personal di­nástica (mdnarquía).

Democracia y monarquia. El tema se ha contemplado común­mente como el de la cuestión de las formas de gobierno. No es mi prop6sito precisamente el plantearlo bajo ese aspecto· (formas puras, monarquía, atlstdcracia y democracia y formas impuras, como la mezcla de los elementos constitutivos de las tres o su de­generación), sino más bien como una reflexión sobre la manera de cómo la soberanía se presenta de hecho ante nuestra considera­ción ; por eso prescindiré del problema teórico tradicional de cual es la mejor forma entre las posibles (ya sobrepasado por otra par­te) para fijarme en las situaciones límites de la titularidad de aquélla: la democracia o la monarquía; porque la dictadura es un régimen transitorio que termina en un intento de continuidad he­reditaria ( cdmo las napoleónicas) o generalmente en una revolu­ción popular que acaba con ella como nos enseña la historia.

Subdivisiones de una y otra serán las variaciones posibles que

Verbo, núm. 315-316 (1993), 549-567 549

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dentro de cada una de ellas influyan en el gobierno, que las ma­ticen de uno u otro color o las hagan aparecer superficialmente como regímenes mixtos, pero siempre quedará como permanente el planteamiento que Pedro de la Hoo hacía en «Tres escritos po­líticos ... » (1855): «Para nosotros que consideramos tan compati­ble lo monárquico y lo constitucional vemos una palmaria incom­patibilidad entre las denominaciones «monárquico y parlamenta­rio». «El gobierno habrá de llamarse monárquico y será monárquico absoluto. ¿Predominará el parlamentario? El gobierno habrá de llamarse parlamentario y será parlamentario absoluto». Y continúa en «Principales artículos de la Esperanza», publicados en el año siguiente: «Que nosotros aunque monárquicos puros aceptamos el gobierno representarivo con tal de que en él predomine · el po­der del TrOno y no el del Parlamento»,

Monarquía absoluta no significa dependencia de las arbitrarie­dad del rey ( como la clasifican los manuales de Derecho político con planteamiento liberal), porque «aunque el. rey sea absoluto no puede Obrar absolutamente según el beneplácito de su propia voluntad». (Magín Ferrer, «Las leyes fundamentales de la monar­quía española ... », 1843 ).

Tendremos ocasión de volver sobre esto más adelante; es su­ficiente dejar sentado aquí que la verdadera distinción entre de­mocracia y monarquía, no es meramente formal, sino de fondo o contenido: en dónde radica la soberanía; si en la multitud ( demo­cracia) o en el rey (monarquía). «Aquella suprema autoridad que llamamos soberanía puede residir en una sola persona, como en los gobiernos monárquicos, o bien eh muchos,· como acontece en las repúblicas». (Mariano Roquer, «Teoría de los gobiernos civi­les», 1844); o en las monarquías parlamentarias.

,Caracteres de la soberanla. Bajo este punto de vista, que con­sidero el real, es como debe contemplarse el problema de las for­mas de gobierno.

Pero es evidente que desde cualquier ángulo que se estudie la esencia de la soberanía, bien proceda del pueblo, bien encarne en una dinastía ( debe entenderse que hablamos del origen inme­diato del poder, no mediato que procede de Dios y a través de la

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comunidad política organizada se transfiere a los electores o al monarca), dicha soberanía tiene unos caracteres fijos comunes que son principalmente tres: unidad, continuidad e independencia.

Unidad. El poder no es múltiple, es uno. La llamada división de poderes no es tal, sino una distribución de funciones para aten­der a un gobierno equilibrado y justo de la sociedad, por parte del soberano. (Vid. Verbo, núm. 285-286, 1990, págs. 711 y sigs.). Ni tampoco la democracia puede entenderse como una pluralidad de soberanos individuales, sino como el conjunto uno representado por la voluntad general de aquéllos.

Continuidad. Las comunidades políticas no tienen en su desen­volvimiento temporal solución de continuidad, ni aún por las revueltas, porque la sociedad permanece constante a través de la fragilidad individual de alguno de sus componentes y necesita en cualquier circunstancia una potestad que, de una u otra forma la dirija. Por eso, cuando los trastornos políticos se suceden repeti­damente la sociedad padece y el ideal sería que el poder, como la sociedad que rige, no tuviera quiebras. Lo contrario es el descono­cimiento de la autoridad, el desgobierno y en definitivala anarquía.

Independencia. El poder político para realizar su cometido de gobernar bien a la comunidad, ha de. fundamentar su autoridad en sí mismo, sin depender de la voluntad, apetencias o veleidades de los gobernados, porque entonces se invertirían los tétminos de la cuestión y por asegurarse la permanencia abdicaría de su función sustancial .de dirigir la sociedad al bien común.

Esto no se entiende en nuestros días en los que todo gober­nante se justifica ante sí mismo ( y lo que es más grave se acepta como lógico y sin reproche moral por lo demás como cosa admiti­da) halagando los intereses o las preferencias de sus electores, para conseguir o continuar en el poder, omisión hecha de si es justd o a lo menos conveniente al pro común. Pero siempre quedarán en pie las lapidarias frases de Carlos VII en su testamento político: «Gobernar no es transigir ... Gobernar es resistir, a la manera que la cabeza .resiste a las pasiones en el hombre equilibrado».

La independencia lleva consigo la estabilidad y la imparciali­dad en el gobierno.

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La monarquía. Pues bien, a mi me parece que será la más adecuada forma de gobierno, aquella que se adapte mejor a lo que constituye la esencia de la soberanía que encarna, porque así po­drá realizar más eficientemente su cometido.

En la monarquía el poder es und, el del rey; que se ejerce sin solución de continuidad por medio de la dinastía, porque -<:orno dice Alvaro d'Ors-- «la Monarquía en este sentido puede decirse que, más que una forma de gobierno, es una sucesión en el Go­bierno»; y es independiente de la comunidad que gobierna por­que su derecho no le viene al rey por designación de nadie, sino por su nacimiento. ,

En la democracia, si bien el poder no pierde su condición de uno como hemos visto ( aunque de hecho embarace esta unidad con la división de poderes), la voluntad general manifestada pe­riódicamente proviene de la multitud en la que imperan las di, vergencias, los apetitos y las ambiciones; la discontinuidad aparece necesariamente en los períodos electorales y por los resultados contradictorids, o por lo menos distintos, que se producen y la de­pendencia del Gobierno de sus electores es tan evidente que no es necesario insistir en este punto.

La educaci6n del príncipe. Hay un tema que complementa las consideraciones anteriores que me atrevo a enunciar como el de la competencia del gobernante y que supone una ventaja más a favor de las monarquías.

Los avatares y las ambiciones de la política y de los políticos en la democracia, vienen a colocar en la cima del poder a personas que no están preparadas para una labor de gobierno. Su capacidad intelectual y de trabajo podrá ser magnífica, pero su formación y educación se ha orientado a una actividad personal privada, no a la preocupación pública por el bien común ; la llegada al poder supdne siempre la improvisación precisamente en la materia más grave. Alcanzan las alturas del gobierno sin conocimientos ni ex­periencia del mismo y cuando por el transcurso del tiempo la ad­quieren y pudiera ser valiosa para la colectividad, tienen que abandonar su puesto, desplazados por el competidor d el adver­sario. Y de nuevo, vuelta a empezar. Esta es la historia diaria de

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los altibajos de la política, de las rectificaciones tardías, de las ilusiones y las promesas, de los fracasos, de las contradicciones y de la inestabilidad de los propósitos. Pero es evidente el daño que la sociedad sufre con este sistema.

Por el contrario, en la monarquía el príncipe sabe que ha de ser rey mañana ; no desea desmesuradamente un poder que le ha de llegar necesariamente y a cosra de la muerte de su padre. Se le prepara desde niño para el desempeño de su función, que no es para su prosperidad personal, que ya tiene asegurada, sino para el gobierno y el bienestar público. Sus estudios,y su educación son por lo tanto distintos de los de los demás ciudadanos; recibe una ~riencia de los asuntos, cuasi heredada, transmitida por la pertenencia a la Casa real. No puede tener ambición de poder, honores o riqueza, ya que los posee máximos en la dinastía de la que forma parte; al contrario de desear lo que ya tiene (lo que por otra parre es casi imposible metafísicamente) puede temer el perderlo si su interés personal prima en algún momento sobre el interés público: hay pues una identificación entre ambos que evita la tiranía o la corrupción. A esto ha de unirse el cultivo elevado del honor y la enseñanza de unos principios morales que son con­sustanciales al sistema.

La cuestión de hecho. Por encima de la elaboración es¡:,ecula­tiva, hay una cuestión eminentemente práctica, cual es la que el régimen político ha de juzgarse sobre su bondad en relación con la nación que se considere en concreto y nosotros nos estamos refiriendo a España.

Pues bien, en España el régimen que mejor se aviene a la idiosincrasia de su pueblo es la monarquía, que representa su tra­dición política. La monarquía supo encarnar sus ideales y consti­tuirla como nación a través de la reconquista, estableciendo su unidad como Estado y dando lugar al nacimiento de una nueva patria ; y bajo la monarquía se desarrolló el genio español en temperamento, armas, letras, arte, ciencia, etc., que ha configu­rado a España como distinta de las demás naciones. Es pues el régimen adecuado para nosotros, ya que los otros sistemas vienen a ser instituciones foráneas que han presidido nuestra decadencia

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y desastre. Y esto, no lo digo por casticismo, sino como expresión de una realidad histórica.

La persona del rey. Se objeta a estas evidentes ventajas de la monarquía ( decimos ventajas, porque no hay un régimen perfecto) las posibles deficiencias personales del rey. Respondiendo a ello, V iízquez de Mella decía: «Los Reyes no son una persona sola, son dos. En los MOllllrcas hay dos personalidades y cuando se les ataca, se suele no ver más que una sola, la que vale menos, la persona física. Un Monarca es una persona física y una persona moral e histórica. La física puede valer muy poco, puede ser inferior a la mayoría de sus súbditos, pero la moral y la histórica valen mucho; esa es de tal naturaleza que suple lo que a la otra le falta y lo suple mucha veces con exceso».

Porque lo sustancial de las monarquías no es el titular de la realeza en un momento determinado del tiempo, sino la dinastía, la permanencia histórica de una tradición que recoge y aúna el espíritu de las generaciones pasadas y las presentes, que saben no obedecen a un mandato pasajero que puede ser desafortunado, sino a una .convicción y una continuidad superiores, que transfor­ma y ennoblece en servicio obsequioso el acatamiento.

Sigue diciendo V iízquez de Mella: «La Monarquía representa mejor que ninguna otra institución política, y· tiene entre nosotros el apoyd de una soberanía muy grande,. muy poderosa que hoy no se quiere reconocer: la soberanía que llamaré tradicional, en vir­tud de la cual la serie de generaciones sucesivas tiene el derecho, por el vínculo espiritual que las liga y las enlaza interiormente, a que las generaciones siguientes no le rompan y no puedan, por un movimientd rebelde de un día de locura, derribar el santuario y el alciízar que ellos levantaron y legar a las venideras montañas de escombros».

Tres clases de realeza. Pero la monarquía, como venimos di­ciendo, no puede entenderse como un régimen puramente nomi­nal, ya que exige, para poder ser entendida como tal, un cierto contenido sustancial: que la soberanía radique efectivamente en el rey.

Viízquez de Mella habla de tres teorías de la realeza. «La pri-

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mera la que pudiéramos llamar de un constitucionalismo primi­tivo, que yo calificaría, para darle un ndmbre gráfico,. la del Rey poste; la segunda, la del Rey persona, con iniciativas propias pero que no es responsable de ellas ; y la tercera, la del Rey con inicia­tivas propias y responsable socialmente, que es la que yo defiendo».

«Primera teoría, la del Rey que llamo Rey poste o si queréis Rey cero o Rey si queréis remate heráldico, o si queréis abstrac­ción vac!a, que se coloca en la cumbre del Estado».

«La segunda, es la del Rey con refrendo ministerial, pero irres­ponsable». Mella dice que no hay nada más ofensivo para una persona que llamarla irresponsable, y jurídicamente lo son los que no tienen desarrollada plenamente su capacidad como los niños o los locos. Y añade en el Congreso: «No sabe S. S. que hay una contradicción cuando se dice que todas las prerrogativas reales no pueden manifestarse ni desenvolverse sin refrendo, pues­to que hay una que han olvidado los directores constitucionales en donde la responsabilidad ministerial no es posible. ¿ Quién res­ponde del nombramiento de los malos ministros?». «¿Pero y la responsabilidad ministerial? ¿Cuál es la responsabilidad ministe­rial tratándose de España donde un funcionario ferroviario res­ponde más por perder una maleta que un ministro por perder una colonia?».

Como ejemplo cercano, el que fue al destierro fue Alfonso XIII y no sus ministros, y no éstos, sino aquél, fue declarado traidor, privado de la nacionalidad española y de la paz jurídica e incauta­dos sus bienes, por el Decreto de 26 de noviembre de 1931, por la segunda república. La declaración constitucional de 1876, de irresponsabilidad y refrendo no sirvió para nada y los hechos vi­nieron a dar la razón a Mella, añadiendo éste a los otros muchos recuerdos históricos que aquél citaba en apoyo de sus tesis.

Según la Constitución de 1978 la soberanía reside en el pue­blo (art. 1.2) y por ello, el rey, tiene un mero carácter de sún­bolo y representación, se le declara inviolable y se establece el refrendo ministerial (art. 56.1.2.). Como según el articulo 62,a), debe sancionar y promulgar las leyes que elaboran otros y en las que no ha intervenido, la Constitución ha venido a convertir al

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rey (buscando una frase significativa, como las hacía Mella) en una especie de estampillla real.

«La tercera, es la única eficaz y digna y es la que defende­mos ... los únicos auténticamente monárquicos».

La iniciativa real. Queda hecha referencia a la iniciativa y res­ponsabilidad del rey que corresponde a la monarquía en su pureza. La iniciativa alude a su función de gobierno y aquí hay que hacer algunas precisiones sobre el alcance de su competencia.

Los regímenes parlamentarios que no conocen más poderes que el ejecutivo, legislativo y judicial, apartando al monarca de legislar y juzgar ( de estd ultimo es obvio, por su carácter técnico), sólo dejan margen a la actuación real en el ejecutivo ( como reli­quia del poder soberano del que fue privado), en mayor o menor medida según las diversas. constituciones y una manifestación de ello es el refrendo ministerial ( aunque en este supuesto es el minis­tro el que implica al rey al hacerle firmar un decreto que no co­rresponde a su iniciativa sino a la del Gobierno). Pero con esa intervención nominal del rey, se incorpora a éste a la política del partido gobernante, con perjuicio evidente de la imparcialidad y prestigio del monarca.

El poder teóricamente arbitrario o moderador que se ha in­vocado para alguno de estos sistemas, como propio del rey, carece de entidad constitucional reconocida y es además imposible de hecho cuando el rey nd tiene ningún poder específico superior a los otros tres, no es titular de la soberanía y necesita el refrendo del ejecutivo, para «moderar» a los otros dos y a él mismo. Esta sdla consideración barrena su condición de árbitro.

El poder del rey. Por eso, se produce una cierta confusión cuando se dice por los verdaderos monárquicos que el rey no solo reina, sino que también gobierna; porque ha de precisarse que ese gobierno, no es el del Ejecutivo ( que más bien debiera desig­narse como Administración Pública), sino uno superior y más elevado, que se atribuye a la dinastía con exclusividad.

Y a dejamos dicho que los tres clásicos poderes independien­tes no son tales, sino funciones de la soberanía, de la que es titu­lar el rey y que por lo tanto al estar en ellos y sobre ellos tiene

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el poder de aunarlos, coordinarlos y dirigirlos hacia una alta po­lítica común que él señala dentro del orden constitucional al que está sometido el mismo rey. Y a él le corresponde velar porque los principios inviolables que dicho orden representa (y que ten­dremos ocasión de ver más adelante) no sean conculcados. Para que su soberanía pueda hacerse efectiva (y solo para eso) al rey se le atribuye el mando supremo del Ejército, aunque su técnica y funcionamiento correspondan al Ejecutivo. Las leyes y gtandes reglamentos deben set elaborados normalmente por las Cortes, pero con el beneplácito del rey. La designación de su Presidente, así como el del Tribunal Supremo de Justicia (en auténtico auto­gobierno, lo que supone la eliminación del actual Ministerio de Justicia) corresponde al rey, quien también designará al Jefe del Gobierno (los Ministros son elegidos libremente por dicho Jefe, no por el rey). El rey no necesita refrendo sino que la autenticidad de su firma será autorizada por el Notario Mayor del Reino ( que ya no es el Ministro de Justicia que desaparece). El rey tiene su propio Consejo real, que nd es el de -Ministros ni el de Estado, que radican en el área del Ejecutivo o Administración.

La labor de gobierno diario, la política menuda en la que viven los partidos y el Gobierno, no es cosa del rey, cuya actividad se mueve muy por encima de ella. Así es como veo yo, en gtan­des líneas, el cometido de la función real de gobernar, que es mucho más que el presidir o reinar solamente.

La responsabilidad real. Naturalmente que la iniciativa lleva consigo la responsabilidad y el rey la contrae en el ejercicio de su soberanfa y de una manera mucho más efectiva que la que encon­tramos en las democracias.

COmo expone Vázquez de Mella: «La responsabilidad efectiva y la rectitud del Poder está en razón inversa del número de los que la ejercen».

«Cuando hay en la cima del Estado un jerarca superior depo­sitario de la soberanía política, pero limitado por los organismos e instituciones nacionales, es fácil señalar la fuente del desgobier­no y el clamor general y la pública lamentación le contienen y estrechan fácilmente, constriñéndole a la órbita del deber. Mas

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cuando el poder está disperso en una colectividad y disttibuido en varios sujetos, es dificil, sino imposible, poner saludable temor y reclamar contra cada uno por lo que haya conttibuido al mal. El mismo número excusa el desorden, hace ineficaz la amenza y se presta a eludir la responsabilidad atribuyéndola al conjunto».

Seguimos con Mella: «Pero hay dos clases de responsabilidad: hay la responsabilidad legal y la que llamaré responsabilidad so­cial. La soberanía, lo mismo me da que la pongáis en un cuerpo electoral, en un Parlamento, en una Convención, en un César o eu un Presidente».

«La primera jamás se ha podido conseguir en el transcurso de la Historia, porque para exigirla, es necesario un Poder soberano que esté por encima de aquél a quien se le exige; y comd no es posible concebir una serie infinita de Poderes soberanos, tendrá que concluir como las diferentes instancias de un pleito, por una definitiva, encontrándonos con un Poder tan soberand como que­ráis, que pudiera exigir responsabilidades a todos los demás Po­deres, pero al cual no se podría exigir la suya, por encontrarse sobre todds y no existir otro superior a él; viniendo así a resul­tar que ese Poder no sería responsable legalmente ante nadie».

«Pero la responsabilidad social sí puede exigirse ; y de hecho se ha exigido en las Monarquías tradicionales, porque en la antigua Monarquía hay base para discutir la responsabilidad de los reyes, porque éstos se presentan sin pantallas ante las muchedumbres como los únicos responsables de su felices iniciativas o de sus desaciertos y los pueblos los premian con la gloria o los castigan con el destronamiento o aun el cadalso, que es la única forma de responsabilidad efectiva que han tenido en la histora todos los poderes soberanos».

«Porque nosotros, que respetamos esa inviolabilidad de la persona del Rey, distioguimos ya, desde nuestros más antiguos c6digos y desde los primeros publicistas medievales, entre Rey y tirano y hemos admitido siempre una doble legitimidad: la de origen, la de adquisici6n de la soberanía y la de ejercicio. Y esta última no existe cuando no se conforma con las tradiciones fun­damentales de un pueblo y con las necesidades de ese mismo pue-

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blo, y entonces hemos defendido lo que todos los grandes publi­cistas y teólogos, lo mismo en la Edad Media que en el siglo XVI

y nuestros políticos del siglo XVII. .. desde la resistencia legal y pa­siva hasta la resistencia activa por las armas contra los abusos del poder, haciendo responsable a la primera magistratura del Estado».

Legitimidad. En la cita anterior se habla de legitimidad. Por extenso me he ocupado de este tema en Verbo (núm. 263-264, de 1988, págs. 531 y sigs.). Naturalmente para que una monatquía pueda entenderse titular de la soberanía con derecho de mandat el rey y de obedecer el súbdito ( en el sentido moral en el que nos movemos) es necesatio que goce de legitimidad.

A la legitimidad en el origen se opone la usutpación, que no puede consolidatse ( en beneficio de la sociedad, no del tirano de adquisición) mientras haya un titulat legítimo que reclame su de­recho, como la cosa robada no prescribe en manos del ladrón.

La legitimidad de régimen, ejetcicio o administración, supone el reconocimiento de que su poder procede de Dios, del respeto a.sus leyes (natural y positiva) y a las de la sociedad que gobierna, con sus libertades, fueros, tradiciones y patticipación política ; as! como que la finalidad de la actuación real se oriente al bien co­mún de todos los ciudadanos, no de algunos o de si propio.

Leemos en Alvato d'Ors ( «Ensayos de teoría política») lo siguiente: «Si se puede seguir hablando hoy, a pesat de Max We­ber, de la legitimidad dinástica, es evidente que esa legitimidad debe referirse a la congruencia con la tradición, es <iecir, a lo que Weber llamaba legitimidad tradicional. Pero esta identificación de legitimidad con monatquía, aparte del hecho mismo de una con­creta tradición monárquica existente en un determinado pueblo, tiene otra razón más profunda, que es precisamente la razón de paternidad en que se funda toda verdadera monarquía. Y es que si queremos calar en la causa profunda de toda legitimidad, nos vemos necesariamente llevados a buscarla en la paternidad, de la que deriva la legitimidad de la familia, esa es precisamente la pri­mera fuente de toda legitimidad».

«La legitimidad se funda pues en la paternidad y esto explica el sentido tradicional de la legitimidad, como algo que nos viene

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impuesto, a la vez por nuestro !'adre Dios y por nuestros padres históricos. La .legalidad, en cambio, supone por su misma cónven­cionalidad actual, un sentido de fraternidad sin paternidad, de solidaridad humana que no proviene de Dios ni de nuestros padres legítimos».

También Mariano Roquer, a quien hemos citado antes, y Vi­cente Pou ( «La España en la. presente crisis», 1842) encuentran en la autoridad paterna el origen de la autoridad real.

En una palabra, sin legitimidad no hay monarqula. La monarquía tradicional. Podemos entrar ya en la considera­

ción de cuál es el contenido de la verdadera monarquía, cuyas características se manifiestan en el estudio de su constitución, tal como se deducen del desarrollo de esta institución en España. Es la que la doctrina denomina como monarquía templada y en· el lenguaje político de nuestra patria monarqt¡fa tradicional. Este estudio nos mostrará su clara distinción de la monarquía absoluta (porque las limitaciones institucionales consustanciales a la mo­narquía pura, impiden la arbitrariedad del monarca) y de la monar­quía parlamentaria ( que se se asimila a Jas democracias),

Con precisión de cátedra y siguiendo la exposición de Enrique Gil Robles en su «Tratado de Derecho político», Vázquez de Mella califica dichas limitaciones en éticas y jurídicas. «Las limitaciones éticas son principall1)ente dos: la Religión católica y el sentimiento del honor. Las limitaciones jurídicas se reducen a dos: las autár­quicas que también se llaman orgánicas. y consisten en el respeto del Soberano a los derechos .y las funciones propias· de las persc,. nas infrasoberanas que existen en la sociedad civil y las protárqui­cas, no orgánicas y que son las que residen en la esfera del mismo del Poder central del Estado y del Gobierno, en el sentido estrictd de ambos términos ... las -Cortes y los Consejos».

De manera más sencilla, si se quiere, venía presentar el mismo pensamiento cuando decía: «Por eso nosotros reconocemos que el Poder real y en general en el poder político del Estado, tenga la forma que quiera, ha de estar limitado por dos grandes sobe­ranías, porque nosdtros admitimos una trilogía social compuesta en primer término por el Poder superior espiritual de la Iglesia,

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que es la que teniendo un fin que se identifica con .el fin último del hombre, tiene detecho a fijar su relación con el Estado e in­fluir ditectamente en él; y después reconocetemos unos límites infetiores que forman en cierto modo una soberanía social, otras jetarquías subordinadas de petsonas o entidades sociales que -aparte de la persona individual cuyos detechos somos los pri­meros en reconocet como anteriores y superiores a toda ley civil~ comienzan por la familia, se prolongan en el municipio, agrega­ción de las familias y siguen en fa hermandad de esos municipios en comarcas, que vienen después a unirse para formar la región. Todos estds poderes, con otras Corporaciones análogas y con las clases que las enlazan, son las que limitan, contrarrestan y sirven de contenci6n orgánica, no de contención-mecánica como las inúti~ les que vosotros imagináis (alusión a la división de poderes), a los abusds de la soberanía política, tercer término circunscrito por la soberanía espiritual y la social».

Creo que quedan perfectamente configuradas las características de · la monarquía tradicional.

Limitaciones éticas. Veamos ahora las limitaciones de orden superior que se imponen a la soberanía política del monarca de­jando para otra ocasión {por no excedemos abusivamente del es­pacio) el estudio de las limitaciones jurídicas, de orden inferior, representadas por 1a soberanía social.

Las limitaciones morales han sido despreciadas por las concep· dones pol!ticas basadas en el positivismo jurfdico que sólo con­sidera eficaces las de carácter legal, olvidando que en ellas se da también el fraude, el engaño, la ambición y la corrupción; y que por Otra parte, las limitaciones éticas no excluyen a las jurídicas, sino que pdr el contrario son un aditamento y un refuerzo más a las legales, que no se excluyen.

Mella señala como limitaciones éticas la Religión católica y el sentimiento del honor.

El honor. El honor (al que ya hemos hecho alusión al hablar de la educación del príncipe) que consiste en el celo por la propia estimación y ante los extraños, el imperativo def cumplimiento de deber y de la obra bien hecha, tanto personal como de la di:

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nastía y de la patria que el rey representa, es el mayor estímulo para una conciencia recta y una conducta honrada y él ha sido el motor de muchas iniciativas gloriosas ; así como la responsabili­dad ante el juicio de Dios la causa de la rectificación de compor­tamientos injustos. No hay más que abrir las historias.

Este sentimiento era tan vivo, que la tradición política espa­ñola llegó a institucionalizar el temor de Dios, mediante la figura del confesor y el predicador del rey. El primero resolvía el posi­ble conflictd de conciencia que pudiera surgir al adpptar una me­dida de gobierno ; si el juicio era negativo, aquélla se desechaba ; si era positiva, el confesor se retiraba del Consejo y éste pasaba a deliberar sobre ella; el rey quedaba libre de acordarla o no, se­gún creyera conveniente. El segundo, tenla por misión recordar al rey desde el púlpito, públicamente, sus deberes de gobernante y denunciar los defectos que frente a la fe o la moral, pudieran tener sus disposiciones.

De aquí también la importancia política del solemne juramen­to ante Dios, que debe efectuar el rey antes de acceder al trono, de respetar y cumplir las leyes patrias y los fueros y libertades de la nación sobre la que va a reinar.

Hoy estas cosas suenan a hueco en una sociedad materializa­da y profundamente egoísta, sin valor para obrar según sus pro­pias convicciones, pero es conveniente recordar algo que fue y que el político cristiano tiene el deber de intentar restaurar en lo que pueda y especialmente por la Corona que es la cabeza de la nación.

Al llegar aquí no parece ocioso recordar a Montesquieu en «El espíritu de las leyes». Distingue entre la naturaleza del Go­bierno y su principio. «La naturaleza es lo que le hace ser tal; el principio lo que le hace actuar ; la naturaleza es su estructura particular, el principio las pasiones humanas que le ponen en mo­vimiento». La naturaleza del Gobierno monárquico «es aquel en que gobierna uno solo, con arreglo a leyes fijas y establecidas». El principio que mueve a este Gobierno es «el Honor. Es decir, que el prejuicio de cada persona y de cada condición sustituye a la virtud política ... ». (La virtud política es el principio que debe,

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según el mismo autor, informar a la democracia y ya vemos por lo que sucede en España y fuera de ella, que este principio está ausente en en ese régimen).

La religi6n. El otro principio de carácter ético está represen­tado por el poder espiritual que la Religión católica significa y que se manifiesta a través de las leyes divino positivas y el dere­cho natural, sobre el que la Iglesia recaba la interpretación autén­tica por medio de su magisterio. Esta cuestión sólo ha podido set puesta en duda en estos tiempos de confusión doctrinal, cuando la enseñanza superior es clara. Entre otros textos que pudiéramos traer a colación, recogemos la cita de la encíclica Humane Vitae de Pablo VI: «Ningún fiel querrá negar que le corresponde al Magisterio de la Iglesia interpretar también la ley natural», ya que a Pedro y a los Apóstoles al comunicarles Cristo su autoridad divina «los constituía en custodios e intérpretes de toda ley natu­ral, no sólo de la ley evangélica, sino también de la natural, ex­presión de la voluntad de Dios».

Siguiendo el pensamiento de Alvaro d'Ors, esa ascendencia significaría la «autoritas» de la Iglesia (la que sabe), que contesta a la «potestas» del Estado (que puede, pero no sabe) y por eso interroga a aquélla.

No se trata de resucitar la teoría de la potestad indirecta de la Iglesia, porque tampoco es necesario a los efectos perseguidos. Es suficiente con citar al Concilio Vaticano II, que no se basa precisamente en ella. En la «Constituci6n dogmática sobre la Igle­sia» leemos «que en cualquier asunto temporal deben guiarse (los laicos) por la conciencia cristiana, ya que ninguna actividad hu­mana, ni siquiera en el orden temporal, deben sustraerse al im­perio de Dios. Y en la «Constituci6n sobre la Iglesia en el mundo actual»: «A la conciencia bien formada del seglar toca lograr que la ley divina quede grabada eu la ciudad terrena». También en el «Decreto sobre el apostolado de los seglares» se dice: «Hay que establecer un orden temporal· de forma que, observando íntegra­mente sus propias leyes, esté conforme con los últimos principios de la vida cristiana, adaptado a las variadas circunstancias de lu­gares y tiempos».

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Este es el Estado que han de construir, defender y sostener los políticos cristianos, sin que haya de entrarse aquí, por las mis­mas razones de carácter práctico, en el tema de la confesionalidad del mismd. La tesis expuesta rio conduce a la negación de la liber­tad religiosa, sino todo lo contrario, ya que ella se encuentra en el acerbo de la doctrina eclesial, que el Estado debe respetar.

Esta limitación ética de la religión se da por mera existencia de la Iglesia y su alta misión, porque como dice V ázquez de Mella: «De manera que la Iglesia, con su cometido como sociedad orga­nizada e independiente, es ya en este concepto un limite frente al poder del Estado ; y por el orden doctrinal que mantiene y aplica es otro limite ¡urldico, superior a su soberanía; y por la relación de las personas individuales y colectivas con ese orden y los de­rechos y deberes que él establece, fija otro limite, el de la jerar­quia social, como baluarte para ·situar la tiranía. No se puede ne­gar uno de estos límites sin concluir por negar los tres, porque no son más que la aplicación de un mismo principio. Y no se puede afirmar uno con lógica, sin afirmar los tres».

Las relaciones Iglesia Estado. La exposición anterior nos con­duce obligadamente a. tratar del tema de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, que es la manera de articular en el plano efec· tivo, las proposiciones formuladas ..

V ázquez de Mella plantea la cuestión sobre unas bases irreba­tibles y que aún parecen tener validez. «¿Cuáles son las relaciones entre el católico y el ciudadano? Las que median entre la Iglesia y el Estado. ¿Y cuáles. son las que deben existir entre la Iglesia y el Estado? Las mismas que hay entre la razón y la fe. ¿Cuáles son las que existen entre. la razón y la fe? Las mismas que en el orden· natural y el sobrenatural. Las órbitas de aplicación varían, pero el principio es idéntico».

«1) O el católico es abSQtbido por el ciudadano. 2) O están separados e. independientes el ciudadano y el católico. 3) O el ciudadano es absorbido por . el católico. 4) O el ciudadano está unido al católico, peto unido a él y distinto».

«La primera fórmula supone estas otras dos que es su conse' cueocia: la Iglesia absorbida por el Estado; la fe absorbida por

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la razón; orden sobrenatural absorbido por el natural; es decir, ateísmo arriba y ateocracia o cesarismo abajo».

«La fórmula segunda éstas que son sus antecedentes: separá­ción religiosa y moral entre la Iglesia y el Estado ; separación entre la razón y la fe; separación entre el orden natural y el sobrenatu­ral. Pero como una fe y un orden sobrenatural de los cuales es independiente la razón son contradictorios ; la segunda fórmula se reduce a la primera ... al ateísmo ... a la supremacía del Estado o al cesarismd».

«La tercera fórmula, si fuera lógica, sería el colorario de estas premisas: Estado absorbido por la Iglesia ; razón absorbida por la fe; orden natural absorbido por el sobrenatural y como aplicación política, no la tedcracia que es gobierno de Dios,· sino la hierocra­cia, es decir, un cesarismo a lo divino, pero cesarismo al fin y no mejor que los otros».

«La cuarta fórmula es la conclusión política de estas proposi­ciones anteriores. Estado distinto y en su órbita soberano, pero unido moral y religiosamente y subordinado a la Iglesia ; razón diferente, pero unida y subordinada al orden· sobtenatural».

«La Iglesia católica ha mantenido siempre esta fórmula y ha rechazado las demás. A las dos primeras las ha rechazado por im­pías y a la tercera por absurda ... ».

Tampoco entraré aquí sohre el concepto de sociedades perfec­tas atribuidas a la Iglesia y al Estado, basta con recordar las pa­labras de Pablo VI al canciller alemán Kiesinger el 24 de febrero de 1968: «Iglesia y Estado son ·dos instituciones autónomas, la primera de origen divind y el segundo fundado en el derecho na­tural, guardan relaciones de · mutua correspondencia y · deben ayu­darse recíprocamente en el cumplimiento de las tareas que Dios les ha señalado. El hombre, en efecto, no se limita al solo orden temporal, sino que sujeto de la historia humana, mantiene íntegra-mente SU ·VOC'ación etel'Da»: . .

Estas palabras pueden servir como introducción para entender la manera con que Pedro Lombardía ( «Lecciones de Derecho ca­nónico») expone el nuevo giro con el que; después del Concilio Vaticano II, se contemplan las relaciones entre fa Iglesia y ef Es-

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tadd. «Si bien una visión jurídica de la Iglesia --ronsidetada en si misma- y en sus relaciones con el Estado, deducida a partir de la reflexión sobre el intimo set de la comunidad de los creyen­tes, tiene necesariamente que fundamentarse en el Derecho divino positivo ; en cambio el Estado no es una entidad · sobrenatural, sino de orden natural. Por ello si se contempla el tetna desde una petSpectiva estatal, aun desde la óptica de la fe de la Iglesia, más que utilizarse como fundamento los datos del detecho divino po­sitivo hay que aplicar el detecho divino natural». «Este ángulo de enfoque quizá resulte clarificador para entendet la evolución del magistetid eclesiástico sobre el tema». «Se hace refetencia, por tanto, al Derecho natural, que no puede estar en conflicto con el Derecho divino positivo -fundamento radical de los detechos y deberes que el fiel tiene con la Iglesia- porque la gracia no des­truye la naturaleza; o lo que es ld mismo, porque en Dios encuen­tra su armonía -aunque alineen órdenes distintos- el Derecho divino positivo. y el Derecho divino natural».

La «Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual» (V ati­cano II) dice a este respecto: «La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por distinto titulo, están al setvício de la vocación personal y social del hombre. Este setvicio lo reali­zarán con tanto mayor eficacia para bien de todos, cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre ellas, habida cuenta de las circunstancias de lugar y tiempo».

As! «la fórmula de equilibrio en las relaciones entre la Iglesia y el Estado se basa en este doble criterio: distinción sin separa­ción; colaboración sin confusión». (Isidoro Martín, «La utopía católica de las relaciones entre la Iglesia y el Estado»).

El Concordato. Aunque teóricamente no fuera necesarid la articulación jurídica de estas relaciones a través del medio clásico del Concordato, las contingencia políticas, las fragilidades huma­nas y la coyuntura mundial, entiendo que la hacen muy conve­niente.

Un Concordato así no tendría el carácter originario de con­cordia de las difetencias entre podetes eclesiásticos y civil, sino

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por el contrario, la expresión externa y formal de cómd ha de entenderse y aplicarse el principio de armonía y colaboración entre ambos, para descender a los puntos concretos que deben resolver­se conjuntamente, evitando interpretaciones unilaterales que siem­pre serían perjudiciales para la Iglesia, el Estado y el fiel ciudadano.

Y tendría la ventaja de precisar el alcance de las leyes divino positivas y naturales en la acción del Estado, para que el obsequio del político cristiano a un orden superior, se hiciese como la Igle­sia quiere (depositaria de la verdad) no como la pueda entender el gobernante, que quizá con falso celo, distorsione el propósito inicial, con grave daño, a veces irreparable como enseña la histo­ria, para la misma causa que se pretende defender.

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