la vida en el lago

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La vida en el Lago M f esperilla Vi la foto que provoca estas líneas en los muros de Jorge y Marga (Rodari lo explica mejor que yo). Está sacada de http://.stephaniebeck.org/ cuya visita re- sulta estimulante. Acaparó mi atención de inmediato, y escribí entonces lo que me sugería: soledad, aislamiento, precario equilibrio... (Marga quizá se acuer- de mejor). Arranqué con un primer diálogo sin saber hacia dónde se dirigiría la historia, ni cuánto habría de durar. Me dejé llevar confiado, yo también, por esa corrien- te mansa, aunque no tenga certezas de haber llegado a algún lado. Ahora reúno aquí todos los textos y fotografías (siempre sacadas de la mis- ma, con torpes retoques según mis escasas habilidades) y lo convierto en este álbum). Gracias a Mercedes, Reyes, Marga, Jorge, Marisa, May, Isabel, Carmen, Fer- nando, Ana con cuyos mudos “Me gusta”, o con comentarios más emotivos o abundantes (Mercedes, Reyes, Marga…) me animaron a seguir navegando.

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sugerencias a partir de una fotografía de Stephanie Beck

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La vida en el LagoM f esperilla

Vi la foto que provoca estas líneas en los muros de Jorge y Marga (Rodari lo explica mejor que yo). Está sacada de http://.stephaniebeck.org/ cuya visita re-sulta estimulante. Acaparó mi atención de inmediato, y escribí entonces lo que me sugería: soledad, aislamiento, precario equilibrio... (Marga quizá se acuer-de mejor).

Arranqué con un primer diálogo sin saber hacia dónde se dirigiría la historia, ni cuánto habría de durar. Me dejé llevar confiado, yo también, por esa corrien-te mansa, aunque no tenga certezas de haber llegado a algún lado.

Ahora reúno aquí todos los textos y fotografías (siempre sacadas de la mis-ma, con torpes retoques según mis escasas habilidades) y lo convierto en este álbum).

Gracias a Mercedes, Reyes, Marga, Jorge, Marisa, May, Isabel, Carmen, Fer-nando, Ana con cuyos mudos “Me gusta”, o con comentarios más emotivos o abundantes (Mercedes, Reyes, Marga…) me animaron a seguir navegando.

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Una piedra arrojada a un estanque provoca ondas concéntricas que se expanden sobre su superficie, afectando su movimiento, a distancias variadas, con diversos efectos, a la ninfa y a la caña, al barquito de papel y a la canoa del pescador. Objetos que esta-ban cada uno por su lado, en su paz o en su sueño, son como llamados a la vida, obligados a reaccionar, a entrar en relación en-tre sí. Otros movimientos invisibles se propagan hacia el fondo, en todas direcciones, mientras la piedra se precipita removiendo algas, asustando peces, causando siempre nuevas agitaciones moleculares. Cuando toca fondo, agita el lodo, golpea los objetos que yacían olvidados, algunos de los cuales son desenterrados, otros a su vez son tapados por la arena. Innumerables aconteci-mientos, o mini acontecimientos, se suceden en un tiempo brevísimo. Quizás ni aún teniendo el tiempo y las ganas necesarios sería posible registrarlos, sin omisión, en su totalidad.

Igualmente una palabra (IMAGEN, agrego yo), lanzada al azar en la mente, produce ondas superficiales y profundas, provoca una serie infinita de reacciones en cadena, implicando en su caída sonidos e imágenes, analogías y recuerdos, significados y sueños, en un movimiento que afecta a la experiencia y a la memoria, a la fantasía y al inconsciente, complicándolo el hecho de que la misma mente no asiste pasiva a la representación, sino que interviene contundentemente, para aceptar y rechazar, ligar y censurar, construir y destruir.

Gramática de la fantasía. Gianni Rodari

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LA VIDA EN EL LAGO (I)

ELLA: ¡Vaya, cuánto tiempo sin verte! –le dijo asomada a su ven-tana orientada en ese momento a poniente.

ÉL: Sí, desde la última Gran Ma-rea –le respondió seguro, como si hubiera anotado el encuentro en algún calendario oculto.

ELLA: Es verdad. A punto estuve de terminar en la Última Cascada –se quejó, queriendo retenerle.

ÉL: Yo terminé justamente al otro lado del estanque, en la Primera Lluvia, pero al menos tú te que-daste acompañada por aquel naufrago ilegal y errante que re-cogiste entre los juncos –quiso consolarla.

ELLA: Es verdad, se llamaba Oca-sión y según me contó, nunca tuvo casa propia. Siempre fue Visitante, saltando de una a otra casa en cuanto chocaban lleva-das por la corriente. De hecho,

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saltó al poco de la mía, para co-larse en la de la señora Resaca, aquella presumida que dice tener una boya capaz de resistir cual-quier marea.

Ambos sabían que la conversa-ción podría interrumpirse en cual-quier momento, según el capri-cho de las olas, o alargarse sine die si el agua decidía reposar su mansedumbre. En el segundo caso, podrían incluso atreverse a una visita, nunca demasiado rela-jada, pues cualquier leve ondula-ción podría separar sus casas ha-ciendo imposible el regreso. Era un riesgo que ambos asumían, pues el huésped perdería la suya, mientras el anfitrión se vería obli-gado a darle acogida hasta que un nuevo encuentro con otra casa a la deriva permitiera a cualquie-ra de los dos un salto y comenzar una nueva aventura.

ELLA: Por cierto, me dijo Ocasión que existen ciudades con calles inmóviles, capaces incluso de so-portar el viento y la lluvia. ¿Te ima-ginas?

ÉL: ¡Qué horror y que monotonía! Siempre el mismo paisaje por la ventana, siempre varados, debe ser extremadamente aburrido.

ELLA: Sí, es verdad. Sin embargo, debe resultar consolador tener un sentido tan previsible de la vida –dudó, sin estar segura del consue-lo que podría procurar estar siem-pre estancados.

ÉL: ¿Salto yo? ¿O mejor tú? –pro-puso, creyéndola capaz de asu-mir el riesgo del salto.

ELLA: Hace mucho tiempo que no soy Visitante, siempre soy yo la que recibe –confesó su conserva-dora actitud que amenazaba con condenarla siempre a la misma casa.

Él: Entonces, mejor saltas tú, no vaya ser que te quedes anclada demasiado tiempo a esa casa, y acabes enraizando –la provocó–. Ahora, eso sí, te largas en cuanto terminemos, o si es que resultara imposible, cuando choquemos con otra casa vacía…

ELLA: U ocupada, si es que su dueño me gusta y me lo permite –sonrió con picardía.

ÉL: Claro, como dictan las buenas costumbres –encogió sus hom-bros, mientras despejaba el pes-cante para que diera el salto más seguro.

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Nunca sabremos si fue delibera-da o no la tardanza en levantar-se de aquel lecho con colchón de plumas y plumones de cisnes y gansos, pero cuando se aso-mó al pescante su casa se ale-jaba corriente abajo. Sucedía otra vez: el breve encuentro que aliviaba los cuerpos se convertía en trampa, obligando a com-partir un tiempo imprevisible y un hogar accidental hasta la llegada de una nueva oportuni-dad escondida en otra casa.

Ella y él habían oído de convi-vencias difícilesy atormentadas, bien por no haber atinado en la elección de compañeros de

travesía, bien por la larga dura-ción de la misma. Y sin embar-go, aquel riesgo nunca impidió la existencia de buscadores op-timistas y pertinaces.

ÉL: ¿Qué pasó con tu casa?, ¿se ha ido ya? –quiso saber.

ELLA: Sí, querido, parece que se marcha despacio pero decidida –le informó sin ningún tono en su voz que demostrara decepción o alegría.

ÉL: Bueno, podía pasar y ha pa-sado –contestó, con el mismo tono plano, sin ninguna segun-da lectura posible –. ¿Cuánto

tiempo estuvimos la última vez juntos? –preguntó, mientras la invitaba a meterse de nuevo en la cama.

Le dejó el tiempo justo para pro-nunciar las tres sílabas exactas. Sin embargo, ella se mantenía temerosa, en silencio, sin atre-verse a articular palabra.

ÉL: ¡Qué! ¡Qué no te acuerdas! ¿No es eso? –insistió con una sonrisa que dejaba ver que él sí lo recordaba.

ELLA: Ya sabes que eso es una inmoralidad, que cualquier ju-rado condenaría tu intención de medir el tiempo, pues eso sería tanto como querer anclarse o, peor aún, que el Lago se dese-cara y pisáramos tierra firme –le recriminó–. Además, no creo sano, ni siquiera oportuno, que me lo preguntes: es una descor-tesía –dijo dándole la espalda bajo el edredón blanco relleno de humo.

ÉL: Nunca sería descortés conti-go –buscó el contacto de su es-palda, y la abrazó hasta acunar sus pechos cálidos que respon-dieron estremecidos, anidados en sus manos.

ELLA: Deberías ser más discreto con esos comentarios, cualquier día te buscas un disgusto –le riñó mientras acomodaba su cuerpo a la horma del suyo.

Él: Tranquila, sé a quién, dónde y cuándo hacerlos –la tranquili-zó–. Y tú nunca me denunciarías –aseguró aprisionándola contra brazos, torso y muslos.

ELLA: Eso depende de cómo te portes –musitó desperezando sus nalgas.

ÉL: Eso es también inmoral. Sa-bes que no es ético este tipo de chantajes –protestó antes de abrir puertas y penetrar en ella de rodillas.

El edredón relleno de humo, más volátil y encendido por la tem-peratura de los dos cuerpos ex-citados, resbaló como el globo de un niño. Fuera, las olas ce-losas parecían quererse mecer también sin prisas.

La noche, por fin, cayó en el lago y el agua abrió su negra boca, como la de un dios que reclama sacrificios, justo cuando él y ella se sintieron, de nuevo, líquidos, en aquel medio líquido.

LA VIDA EN EL LAGO (II)

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ga a madrugar y dirigir una ora-ción de gracias hacia el fondo de las aguas. Allí moran los dio-ses poderosos, los que a veces manifiestan su ira agitando las entrañas de el Lago, inundando e incluso hundiendo las casas.

LA VIDA EN EL LAGO (III)Tiempo y espacio (sus habitan-tes no lo saben) fluyen en el Lago con la mansedumbre del agua estancada. Un solo acto convertido en ritual es necesa-rio a diario: recoger el maná en forma de escarcha, lo que obli-

Aunque lejanos, conviene cui-darlos y contemplar cada ma-ñana sus gestos deseando que la ofrenda sea de su agrado.

No hay espejos en este mundo acuático. Nadie conoce su pro-

pio rostro, ni sabe de los efectos de su mirada. Sus reflejos en la superficie del agua son tenidos por esos dioses abisales, que se muestran alegres o enfadados, según vaya a ser el día que tie-nen por delante. Así, cada habi-tante posee un dios distinto, al que consulta su oráculo muy de mañana.

Ambos han oído hablar de otros ahogados, tragados por el agua, después de haberse rebelado contra su dios, recién levanta-dos, con sabor agrio todavía en sus bocas y sus cabezas despei-nadas. En esas circunstancias, cualquier mal gesto, cualquier irreverencia es castigada por los dioses oscuros haciendo perder el equilibrio al apóstata, y des-pués zambulléndolo hasta aho-garlo.

Alguna vez ha ocurrido que sien-do dos, o más de dos, los que al mismo tiempo se asomaran, sus respectivos dioses se mezcla-ran. Es una señal tenida por mal augurio contra el que un único exorcismo es posible: separarse, abandonar la casa que se com-parte, y que cada cual tire por su lado.

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ELLA: Yo no me creí todo lo que contaba, pues creerlo exige un acto de credulidad excesivo para mí, tanto como aceptar que se puede caminar sobre la tierra sin que esta te trague. Ade-más, ya sabes que la memoria nos está vedada, que no nos son

LA VIDA EN EL LAGO (IV)

permitidos los recuerdos, que estos son patrimonio de los se-res subacuáticos, que los usarán para juzgarnos.

ÉL: Pero tú y yo no somos como los demás, tú tienes una tenden-cia delatora a permanecer todo

el tiempo que puedas en la mis-ma casa, yo me he fabricado un calendario…

ELLA: ¡Basta! –le interrumpió –. No sé qué pretendes, pero me iré en cuanto pueda alargar mi pierna a otro pescante.

ÉL: Vale, disculpa –consiguió re-conciliarse.

ELLA: El Mundo de Ocasión era un Mundo con escalas para medir el tiempo y el espacio, tanto, tanto que él era capaz de desligarlos. Era, en efecto, un Mundo con me-moria, abono para dotarse de lo que él llamaba identidad, que, si llegué a entenderlo bien, era una herramienta con que explicar el Mundo desde sí mismo. Y para poder hacerlo, buscaba en tiem-pos pasados las razones para re-afirmar el instante: cosa que tú y yo sabemos que es un engaño in-necesario –quiso concluir aquella conversación para dar entrada a otra, a cualquier otra, menos tras-cendente y más liviana.

ÉL: Sí, es verdad, resulta un poco raro esa manera de entender el tiempo como una escala, como si navegáramos hace algún puer-to probable –quiso concederle una tregua momentánea.

La luz comenzaba a lamer el agua, y los dioses a desperezar-se esperando ser saludados.

ELLA: ¿Has hecho ya tus oracio-nes? –le preguntó todavía desde la cama cuando lo vio venir del pescante.

ÉL: ¡Bah! Ya sabes que me pare-cen bobadas –le contestó con un desdén no disimulado.

ELLA: Cualquier día serás engulli-do por el agua, castigado por tu dios por mucha paciencia que se gaste –profetizó temerosa del cumplimiento de esta amenaza.

ÉL: Bien, así podré mirar este Mun-do desde dentro y quién sabe si podré por fin comprenderlo –le regaló una sonrisa cómplice.

ELLA: Nunca estás contento con nada. Tendrías que haber co-nocido a Ocasión, a veces sois iguales –suspiró.

ÉL: Cuéntame cosas que te dije-ra Ocasión –pidió con la mirada perdida, flotando en los límites de la ventana.

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Nada mejor que la posición ho-rizontal para reconciliarse. Des-pués, un sueñecito reparador. Y al poco, las defensas se relajan hasta dejar que las lenguas des-casen del ejercicio de explorar y de explorarse, y por fin hablen.

ELLA: Algunas cosas de las que me contaba llegaron a descon-certarme hasta resultarme im-posible imaginar ese Mundo tan complicado: Ocasión decía que la gente de su Mundo creía en un solo dios, pero que cada ser era único y distinto. Al revés que nuestro Mundo, en el que todos somos iguales, pero todos te-

LA VIDA EN EL LAGO (V)

uno u otro ser, ni siquiera en cual-quier casa, en cualquier espacio –hablaba deprisa, sin importarle que la precipitación le hiciera decir algún disparate.

ELLA: Parece lógico, pero ¿quién podría estar jamás seguro de vivir con el ser acertado? ¿cómo re-nunciar al resto de ellos cuando también tendrán algo que los dis-tinga y que podría justificar com-partir con ese otro ser los días? Complicado, muy complicado y difícil –sacudió la cabeza como si en su pelo hubiera quedado trabada alguna de estas ideas nocivas y quisiera desprenderse de ella–. Me agobia todo esto, y además creo que no nos lleva a ningún lado –rogó por callar y volver a ocupar sus lenguas en otros ejercicios.

Los cuerpos parecieron amarse al ritmo de aquel planeta líquido gi-rando sobre sí mismo, incluso a oí-dos poco entrenados sus frecuentes gemidos podían ser confundidos con los chirridos de su eje oxidado pero incansable. No es de extrañar, entonces, que no advirtieran el cho-que del pescante contra los ma-deros, y que una rápida zancada hiciera columpiar la casa con bam-boleos de pecho de nodriza.

nemos un dios personal y único –hablaba despacio como ase-gurándose de que esas eran las palabras oídas.

ÉL: Pero, si cada uno es único, es imposible que todos seamos iguales. Debe haber cosas que nos distingan, lo que quiere decir que no será accidental vivir con

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LA VIDA EN EL LAGO (VI)

Ella apenas parece sorprender-se. Él, entretenido buscando con qué taparse, tarda en compren-der quién es aquel intruso que se pasea con tanta confianza.

ELLA: ¡Por fin! Creía que no ven-drías nunca –rompe e interrum-pe el intercambio mudo y explo-ratorio de miradas.

ÉL: ¿Lo conoces? –pregunta por dilatar el tiempo, sin saber qué hará con él si lo ganaba.

ELLA: ¿Qué pregunta es esa? De sobra lo sabes –declara fría y distante, con una autoridad que lo empequeñece.

ÉL: ¿Eres quién creo? –le pre-gunta al recién llegado directa-mente, sin obtener ninguna res-puesta.

Por la ventana se divisa un paisa-je para él inédito. Han arribado a algún límite del Lago, extraño y casi oculto, donde medran las alta eneas, más allá de la Gran Cascada. La casa ha quedado varada, parece que definitiva-mente, enredada en la vege-tación pantanosa. Piensa en el esfuerzo que requerirá sacarla

de ahí, mientras ella sale al pes-cante, alarga la pierna y alcan-za el pantalán. Desde aquí, le habla con ternura, sabedora que se despide para siempre de un ser del que ha llegado a es-tar enamorada. Él comienza a comprender.

ÉL: Así que tú eres Ocasión.

ELLA: Sí, es él y cuando atravie-ses esta frontera que ahora yo te abro, y mires por fin tu rostro en un espejo, comprobarás que es idéntico al dios que se ha

mecido todas las mañanas en la superficie del agua. Eres tú –le desveló invitándole a aban-donar la quietud conocida del Lago–. Hasta aquí te han traído tus ganas y la búsqueda de res-puestas. Ahora serás libre para navegar hacia donde te plazca. Aguas abiertas, cada día, cada hora, serán distintos, pero no en-contrarás nada parecido al des-canso consolador del Lago.

ÉL: Ven conmigo -suplica.

ELLA: Por nuestra naturaleza

acuática, como las sirenas, las sacerdotisas del Lago no podre-mos nunca abandonarlo. Mi mi-sión era comprobar que estabas preparado y ahora debo aban-donarte.

Un olor a sal profundo, le hace inhalar el aire como si lo estre-nara. Después, toma impulso y salta. Se sorprende por saber na-dar, pero cuando quiere volver atrás la mirada para despedirse, el Lago se desvanece como pa-pel y se confunde con el humo blanco.

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Me han despertado las ganas de orinar. Un gri-fo mal cerrado ha sido el culpable.

El humo de un cigarrillo podría acompañarme en esta soledad de azulejos con color de agua, pero he dejado de fumar y tengo que consolar-me con el vaho de mis pulmones que expulsan las últimas imágenes de las casas en el Lago.

El papel y el lápiz, siempre dispuestos al ataque, intentan capturarlas, pero se volatizan como esas gotas que estallan ya lejos de la superficie cuando arrojamos piedras a un estanque. Sé que lo que hoy me resulta genial, mañana va a decepcionarme, por lo que renuncio a intentar pescar en estas revueltas aguas.

De regreso a la cama, sueño con la piedra que, tras saltar como una rana (hasta seis botes le he contado) por fin desciende al fondo del lago. Se hunde lentamente, pues es una lasca plana de pizarra, del tamaño justo para aco-modarla entre índice y pulgar, y revolearla. Se agitan y espantan multitud de seres con sus brillos blancos, como estrellas agotadas de una poblada galaxia.

Tocan fondo la piedra y mis sueños, cuando una voz conocida a mi lado me susurrra:

–Cariño, te dejo, de mañana no pasa.

“Va tener razón Rodari”, pienso en silencio, mientras espero llegar ya a la barrera que me permita dar el salto defintivo y abandonar este agua estacanda.

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