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La Voz de la

Conseja

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LA VOZ DEA CON/EJA

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La Voz

de la Conseja

Selección

de las mejores novelas breves y cuentos de

los más esclarecidos literatos.

Recopilación hecha

por

Emilio C arr ere

Firmas del tomo segundo

\

Bernardo Morales San Martin.— Diego San José' Concha Espina.—W. Fernández-Flórez.—J. Or-

I

tega Munilla.—V. Blasco Ibáñez.—F. Trigo.

i José Echegaray.—Alvarez Quintero (S. y J.).—

jAlvaro Retana.—Gutiérrez Gamero.—Antonio de

Hoyos y Vinent.

CALLEV. H. SANZ CALLEJAEditores t Impresores

C. Central: Montera, 31 .-Talleres: R. Atocha, 23

MADRID

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Derechos reservados de reproducción

y traducción en todos los países.

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índice

BERNARDO MORALES SAN MARTÍN

Olor de santidad 17

(Cuento premiado por el Círculo de Bellas Artes.)

DIEGO SAN JOSÉ

Así murió el conde. 55

CONCHA ESPINA

El rabión 135

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U^. FERNÁNDEZ-FLÓREZ

La fría mano del misterio 149

J. ORTEGA MVNILLA

Tremielga , 167

V, BLASCO JBÁÑEZ

Noche servia 181

FELIPE TRIGO

Pruebas de amor 193

JOSÉ ECHEGARAY

Los anteojos de color 203

ALVAREZ QUINTERO {S. y J.)

Vida nueva 215

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AL.VARü RETANA

El disfraz 225

GUTIÉRREZ GAMERO

El rasgo de Pañizosa 249

A. DE HOYOS Y VINENT

Eucaristía 263

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OLOR DE SANTIDADCuento premiado por el Círculo de Bellas Artes.

(B. MORALES SAN MARTÍN)

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OLOR DE SANTIDAD

I

La del alba sería cuando don RodrigoPacheco salió de Tordesillas, mustio ycabizbajo, caballero en su muía y caminode Valladolid.

Un buen trozo dtl camino que de Sala-manca a Valladolid conduce llevaba re-corrido la cabalgadura, cuando el noblecaballero, que alegraba sus ojos tristescontemplando a la indecisa luz del ama-necer la corriente del río, de verdor re-camada, paró en seco a la muía, tornó laseñoril testa hacia el altozano sobre el

que se levantaba la murada villa, en lamargen derecha del impetuoso Duero, yquedó un momento pensativo.La gótica crestería de San Antolín y

de Santa Clara; las torres y cúpulas de SanMiguel, de San Juan, Santiago, San Pe-dro y Santa María, y los torreones de lascuatro puertas de la villa, recortábanse so-bre el cielo limpio y cárdeno de aquelamanecer estival, evocando en el alma

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20 LA VOZ DE LA CONSEJA

del buen Pacheco toda su historia y todala tragedia de su martirio.

De súbito, irguióse sobre los estribos,

abandonó las riendas, y tendiendo los

brazos hacia la villa, que comenzaba adesperezarse, sorprendida en su sueño porlos suaves besos de las brisas serranas,

exclamó el de Pacheco, con voz apoca-líptica:

—¡Toda mujer propia tiene algo deXantipa! ¡Leonor de Alderete! ¡Dios te

perdone como te perdono yo!

Y espoleando a la reflexiva cabalga-dura, que quizá sentía como propio el

dolor de su amo, exclamó airado:

—¡Arre, muía!Dio un salto la sorprendida bestia y

tomó un galope ligero que hizo afirm.arse

al caballero en sus estribos.

Alto ya el sol, perdido en el horizonte

el caserío tordesillesco y casi a la vista deSimancas, aún no se había borrado la ex-

presión de dulce y resignada melancolía

del rostro del buen caballero, último vas-

tago de la ilustre estirpe de los Pachecos...

II

Don Rodrigo era un santo.

Desde muy niño mostró su afición a

jugar con altarcitos, a predicar sermones

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OLOR DE SANTIDAD 21

y a construir campanarios diminutos queeran un encanto por lo dulcemente acor-

dado que procuraba el niño tener el son

de las diversas campanitas.Conforme iba creciendo el mozo, afir-

mábase en él más y más su vocación reli-

giosa, y contra la voluntad de su padre

que para más altos destinos reservaba a su

hijo, por la firme amistad que le unía con

su deudo don Francisco de Sandoval yRojas, duque de Lerma y valido del Rey,—no hubo más remedio que enviar al

bienaventurado joven a vSalamanca a es-

tudiar Teología y Cánones.Para el precoz hidalguete no había más

mundo que el que divisaba yendo de Tor-

desillas a Salamanca, ni más ciencia quela contenida en los enfáticos lemas queostentaban aulas y atrios de la Ubérri-

nian civitatis, como llamó en una bula el

pontífice Alejandro IV a la famosa Uni-

versidad salmantina. Tras aquellos abs-

trusos conceptos, transparentaba la mís-

tica ambición del heredero de los Pache-cos y Alderetes, toda la majestad de Dios

y toda la gloria que a él le reservaba el

Criador en la tierra.

—¡Oh! {Cantar misa en Tordesillas, ro-

deado de las mozas y mozos que le oían

antaño decir misas de mentirijillas, yante el retablo de Berruguete, en la capi-

lla de la Virgen de la Piedad, patrona de

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los Pachecos! ¡Lograr luego un beneficio,

después una canonjía, quizá un obispado...

y si la magnanimidad divina lo consentía,seguramente el capelo cardenalicio! ¡Oh,Dios mío! Perdona mi ambición, que sólo

en tu santo y ejemplar servicio emplearélos dones que te dignes concederme!

gemía el estudioso colegial, hundiendo supensamiento en los hbros de los teólogosGonzález de Segovia, Soto, Gallo, Salme-rón, y de los canonistas Covarrubias y An-tonio Agustín, y otras lumbreras del Con-cilio trentino...

Pero Dios, en su infinita sabiduría, lo

dispuso de otro modo, y todo el castillo

de imaginaciones del futuro cardenal se

vino abajo. Un invierno, cruelísimo paralas gentes y los caínpos tordesillescos,

llamó el Señor a su seno al achacoso donGonzalo, 3' la señora doña María, no re-

signándose a vivir sola en el inmenso ca-

serón de los Pachecos, retuvo en él al jo-

ven canonista.Resignóse éste, siempre humilde y obe-

diente a las disposiciones de la Providen-cia 3^ a los mandatos paternos, y forzosa-

mente hubo de interrumpir sus estudios

para ayudar a doña María en el gobiernode su casa y hacienda y en la dirección

de cierto litigio en que la testaruda damavenía empeñada tiempo ha con sus pa-rientes los Alderetes de Tordesillas, sobre

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OLOR DE SANTIDAD 23

su mejor derecho al patronato de la gótica

capilla de San Antolín y a ciertas donacio-nes de sus antepasados, que usufructua-ban indebidamente los nombrados deudos.La infatigable pleitesía puso en movi-

miento cúmulo tal de jueces, escribanos,

letrados y hasta teólogos, que embarulla-ron a maravilla el litigio; y demandantey demandados pidieron a voz en cuello

misericordia. Cierto teólogo, hombre deseso y recta conciencia, propuso una trans-

acción honrosa, que cierta feliz circuns-

tancia ayudó a imponer y acatar comotabla salvadora.—¡Lo mío, mío, y lo tuyo de entram-

bos!—decía doña María a los Alderetes.

Y argüyó el teólogo:—¡Qiiod hofnines, tot sententiae! ¡Con-sensus oninimn fecit legeni! ¿Cur tmn va-rié?—Y replicaba doña María, sin dar subrazo a torcer, en buen castellano:

—¡Tres cosas demando si Dios me las

diese: la tela, el telar y la que la teje!

Pero el teólogo, terco también, tronóen griego, para mayor claridad:—¡¡Malion apodehon dihalan penian e

plouton adihonHY al traducir en rotundo vallisoletano

Rodrigo a su madre y señora la máximadel gran Isócrates, ambos humillaron la

cabeza.Poco tiempo después... en la capilla de

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24 LA VOZ DE LA CONSEJA

la Virgen de la Piedad, en San Antolín deTordesillas, uníanse en santa coyundaLeonor de Alderete, hija única de los Al-

deretes, y Rodrigo Pacheco, único vas-

tago de los Pachecos.Solamente Dios, la señora doña María

y el culto teólogo casamentero supieron

lo que costó vencer la voluntad del buenRodrigo; pero la terquedad de la damapleitista era irresistible, y como rindió a

los Alderetes, venció la mística resisten-

cia del hijo de su amor, que gemía al re-

cibir la santa bendición, unida su diestra

a la de la hermosísima Leonor rU-, Aldf;rete:—¡Una salus victis, nullam sperare sa-

luiem!—y fueron las últimas palabras conlas que se desvaneció el fracasado teólogo,

para dar paso al flamante marido.

III

Pero don Rodrigo no era feliz.

Doña Leonor de Alderete, joven y apa-

sionada, encerrada en su casa de Torde-

sillas como en un convento, al verse frente

al apuesto mozr;—único hombre que se

acercó a ella,—sintió por él una avasalla-

dora pasión. La llama de amor sin nom-bre íjue tantos años contenía en su pecho,

de doncella casta, pero afectiva, estalló

devoradora, porque Rodrigo Pacheco,

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por su figura v por su carácter, era el ga-

lán soñado, el Amadis de sus ensueños...

Boda que comenzó siendo forzado aco-

modo, fué a poco tierno idilio que unió

dos almas con la más pura, pero tambiénarrebatadora, de las pasiones.

Llevábale cinco años doña Leonor a

Rodrigo... y quizás por ello fué maestraque inició al joven en los honestos deli-

quios amorosos de su idílica unión. Pero,

aunque dama de espléndido cuerpo y her-

moso rostro, altivo continente y distin-

guido ademán—conjunto sin par en Tor-desillas—dio en la flor de ser celosa hastadel aire que rizaba las guedejas de su

apuesto marido.Este, que fuera del amor a Dios, no

sentía otro afecto que el de su esposa,

padecía martirio que anonadaba su alma,porque siendo puro y honrado, la esplén-

dida dama dudaba de su pureza y poníaen tela de juicio su probada honradez.

Veinte años llevaban de matrimonio yde martirio, sin que el cielo hubiera ben-decido su unión concediéndoles el bien delos hijos, cuando un atardecer recibió el

apocado señor de Pacheco, por un propio,

una misiva nada menos que del gran du-que de Lerma, invitándole a ir a Vallado-lid el próximo 19 de Julio, día en que haría

su entrada en la ciudad castellana Su Ma-jestad el Rey don Felipe. Añadía el va-

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26 LA VOZ DE LA CONSEJA

lido que convenía al servicio de la monar-quía católica que don Rodrigo Pachecofuese corregidor de Tordesillas, cargo va-cante a la sazón, y le esperaba en Vallado-lid para entregarle el real despacho y co-

municarle instrucciones oportunas sobrela política que convenía al duque se ob-servara en Tordesillas y villas comar-canas.

¡Y allí fué Troya!—¿A Valladolid... vuestra merced?—

y

reía nerviosa e irónica la celosa doña Leo-nor. Y de súbito exclamó, abriendo el

torbellino de sus celos:

;íi— ¡Sí! ¡Te conozco, fementido caballe-ro! ¡Ir a Valladolid es un ultraje a la fe

jurada a mi amor único!—¡Leonor! Mitlier quoe sola cogitat,

male cogitat—replicó don Rodrigo, acor-dándose en aquel trance de Publio Siró yde sus buenos y añorados tiempos de Sa-lamanca.—¡Nihil impossibile!—argüyó la dama,que también era, aunque celosa, mu}^ leí-

da.— ¡Si vuestra merced va a Valladolid...

será para caer en el pecado!...—¡¡Leonor!!

—¡Lo teme mi corazón enamorado! Teestás ya refocilando con la más impura delas liviandades!

—¡¡Xantipaü, digo, ¡Leonor, ven con-migo a la ciudad... que Dios confunda!

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OLOR DE SANTIDAD 27

—¡Yo! ¿Ir yo a ese antro donde tiene

su nido la lujuria? ¡Jamás! ¡Allí no puedenir más que los lascivos y perjuros como tú!

—¡Doña Leonor! ¡Por los clavos deCristo Nuestro Señor!—y don Rodrigoalzó los ojos a un crucifijo de Berru-guete el joven, que, frente a los esposos,

mostraba sus carnes flácidas y amarillen-

tas de martirio—y miró al Crucificado

como los mártires del Coloseo la imagenespantosa de la muerte en su trágica ago-

nía... cayendo de rodillas, como si real-

mente fuera culpable de un pecado, cuyasdelicias no había gozado aún.

Viéndole humillado, mudo, traspuesto

y de hinojos a los pies de la divina escul-

tura, salió la dama, cerrando de golpe la

puerta de la cámara y vociferendo des-

compuesta:—¡Reza y esconde la lascivia que te

sale a los ojos! ¡Miserable!

Con un sollozo respondió el caballero,

evocando su vida de teólogo «in partibus»,

tendiendo sus manos al impasible Cristo:

—¡Perdónala, Señor! ¡No sabe lo quese dice! ¡Los celos han transformado a miseñora doña Leonor en... la propia Xan-tipa, en la verdugo de Sócrates, que re-

sucita en Tordesillas!

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28 LA VOZ DE LA CONSEJA

IV

La carta del duque de Lerma era ter-

minante e imposible eludir su cumpli-miento. Además, ¿había de estar toda suvida supeditado a las faldas? Su madre, la

inflexible doña María, impidió que fueraclérigo, matando en flor su porvenir bri-

llante. Muerta su madre, ¿había de im-pedir su esposa—¡otra tozuda Alderete!

que siguiera una carrera política honrosa,comenzada por una corregiduría, y Dios

y el duque de Lerma sabrían dónde podíaacabar?Y el débil y ocioso caballero mandó en-

sillar su mejor muía y salió para Vallado-lid, dejando a doña Leonor convulsio-nada como una demoníaca y vomitandopor su sensual boca sapos y culebras detodos colores:

—¡Se va y le pierdo para siempre al mi-serable! ¡No subirá más a mi tálamo si

duerme una sola noche en Valladohd!¡Toda el agua del Jordán no bastará parapurificar al impuro!—Y se retorcía comouna poseída, rodeada de mayordomos,dueñas, doncellas y mozas de cántaro...

mientras el audaz caballero franqueabaSimancas, contemplaba con ojos amoro-sos la mole del histórico castillo tras cu-

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yos cubos y almenas la invisible polilla

roía con saña toda nuestra leyenda deoro; y poco después columbraba el caserío

de la futura corte de las Españas, exten-dido sobre verde prado y recortado sobreuna lejanía de suaves lomas y sinuosos ce-

rros castellanos.

Y el futuro corregidor de Tordesillas

entró, sonriente y magnífico, caballero ensu muía, en la noble y real «Villa de Ulid».

V

Era el día 19 de Julio de 1600.

La ciudad castellana, aguijoneada porLerma, que deseaba convertirla en cortede los Felipes, «nunca desplegó tal apa-rato y dignidad en las ceremonias, tal es-

plendor en los festejos, tal magnificen-cia en sus calles y plazas, tal lucimiento

y gala en sus vecinos». El joven rey de-moró su estancia en Valladolid dos me-ses, prometiendo para el año siguienteasentar los reales de su corte en la leal

ciudad.Pasados aquellos primeros días de gala

regia y festejos populares, don Rodrigopudo ver al poderoso valido.

El duque le recibió y agasajó conformea los altos merecimientos del caballerosoPacheco, a cuya familia tuvieron siempre

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en singularísima estima los Sandovales,

y le entregó el real despacho de corregidorde Tordesillas.

—Tengo en alta estimación vuestrasdotes, que, acrisoladas por el ejercicio devuestro cargo en la villa natal, os haránpasar a la corte en breve tiempo. Yo ne-cesito rodearmxC de consejeros y servido-res leales...—dijo el duque, abrazandocariñosamente a don Rodrigo.

Antes de despedirse, rogóle el duque al

corregidor que visitara en su nombre a undeudo de entrambos, vallisoletano ilustre,

que por sus achaques no pudo asistir a los

festejos, y a quien podía consultar donRodrigo en todos aquellos conflictos enque pudiera ponerle la flamante corregi-

duría, aunque, a decir verdad, más que asus futuros gobernados, temía el pobre co-

rregidor a la celosa corregidora.

Y sin esperar a más—porque al día si-

guiente, y tras ocho de ausencia, queríaretornar el leal caballero a su villa y casasolariega,—allá se fué con su alta misióndon Rodrigo Pacheco, el fracasado teó-

logo, convertido por la gracia de Dios y del

duque de Lerma en corregidor de Torde-sillas y de toda la comarca tordesillesca.

V -

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OLOR DE SANTIDAD 31

VI

Dijéranle a don Rodrigo que con los

ojos vendados y sin cayado recorriera las

calles de su querida Salamanca, y a cie-

gas las correría, como su Tordesillas desu alma.

Pero a aquel endiablado Valladolid, el

diablo que le hincara el diente con su la-

berinto de calles, callejas y callejones,

plazas, placetas y plazuelas, que siemprele traían al mesmo lugar, sin dar nuncacon el caserón de su deudo don GutierrePacheco de Sandoval.Más de tres veces se encontró en la pla-

zuela del Ochavo, evocándole, en aquella

hora entre misteriosa y poética del atarde-cer, la tragedia del famoso condestable,cuyo libro singular Claras y virtuosas mu-jeres, había leído con delectación en Sala-

manca. Otras dos salió a la Plaza Mayor,entenebreciendo su pensamiento la memo-ria de aquella hecatombe en que pereció

el hereje doctor Agustín Cazalla y sus se-

cuaces en ejemplar auto de fe, No supocuántas veces pasó junto al caserón deRivadavia, donde nació el rey Felipe II,

y cuya plateresca ventana iluminaba yala luna en pálido creciente. Volvió pies

atrás y notó que por tercera vez pasaba

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ante la rica y fastuosa f?xhada de SanPablo..,

—La calle de Teresa Gil y junto al arcogótico que se levanta en la iglesia de re-

ligiosas de Portacoeli—habíale dicho el

duque...—^y, por fin, topó con el famosoarco y con «las casas de Diego Sánchez»,morada de su deudo don Gutierre.

Levantó el pesado aldabón de hierro,

que representaba un dragón mordiendomaciza anilla, y retumbaron en la soledadde la calle tres golpes recios y rotundos.Tardó a percibir ruido alguno en el in-

terior de la casa. Abrióse, por fin, una ce-

losía que sobre la puerta caía, y una vozargentina y juvenil preguntó con timidez:—¿Quién va... a estas horas?—¡La paz de Dios!—respondió don Ro-

drigo con voz entera.—¿Vive aquí donGutierre Pacheco de Sandoval? Su deudosoy y vengo desde Tordesillas a visitarle

agregó don Rodrigo, temiendo que le to-

maran por un aventurero de los que aque-llos días de regios festejos pululaban enValladolid. Tras breve cuchicheo de vocesfemeninas en la celosía, preguntó otra vozcomo arrullo de tórtola:

—¿Cómo se nombra el caballero?

—Don Rodrigo Pacheco de Alderetesoy...

—¡Esperad, esperad, caballero... aquíes I Van a franquearos la puerta...

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OLOR DE SANTIDAD 33

Poco después descorríanse cerrojos ycadenas, y una especie de mayordomode faz seráfica franqueaba el pesado por-

tón al caballero. A mitad de la amplia es-

calera, una dueña, envuelta en negras to-

cas, alumbraba con enorme velón.

—Pasad, pasad, señor don Rodrigo, yesperad mientras preparamos a don Gu-tierre para darle cuenta de la llegada devuestra merced. Pero tan delicado anda,que no sabemos si podrá recibirle esta no-che... Sus hijas, mis señoras doña Celia ydoña Violante nos lo dirán.

Y tras subir, precedido por la dueña yseguido a respetuosa distancia por el bea-tífico mayordomo, le introdujeron en las

habitaciones de don Gutierre.Deslumhrado quedó el tordesillesco co-

rregidor al contemplar la magnificencia del

decorado, la riqueza de los muebles, la

suntuosidad de los cortinajes que la man-sión de su deudo le mostraba.

Pasaron por una cámara en la que ardíauna lamparilla de plata ante un crucifijo

que a don Rodrigo le pareció excesiva-mente lívido y chorreado de sangre...

Persignáronse mayordomo y dueña; imi-tóles el caballero e introdujéronle en el

estrado, donde le hicieron esperar, mien-tras avisaban a sus señoras, las hijas dedon Gutierre.No se hicieron aguardar éstas...

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34 LA VOZ DE LA CONSEJA

Eran dos damas de peregrina hermo-sura, jóvenes, ataviadas como princesas

y enjoyadas como reinas. «Acabarían dellegar de algún festejo regio y no habríantenido tiempo de destocarse...»— pensódon Rodrigo.

Con grandes y discretas muestras de re-

gocijo por recibir la visita de huésped tanilustre, las dos niñas sentáronse a amboslados del caballero cuarentón, quedandoel mayordomo a respetuosa distancia,

como si esperara órdenes.

«Don Gutierre estaba mu}- doliente ydescansaba ya, pero si aquella noche nopodía verle don Rodrigo, sería al siguien-

te»—dijeron las discretas niñas.

El de Pacheco les expuso el objeto desu visita: participóles su nombramientode corregidor y la necesidad que tenía departir al rayar el alba a Tordesillas.

—Todo puede concertarse—objetó la

mayor de las niñas,—si tan urgente es la

necesidad de ver a nuestro padre. Acep-táis un puesto en nuestra mesa, descan-

sáis en uno de nuestros aposentos, y al

salir el sol, que es cuando despierta el se-

ñor don Gutierre, le saluda vuesa merced

y parte cuando guste a su querida Tor-

desillas.

—Agradezco las grandes mercedes quequieren dispensarme damas tan atentas;

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OLOR DE SANTIDAD 35

pero tengo necesidad imperiosa de reti-

rarme a mi posada...

—¡Válgame Dios! ¡Dormir en una po-

sada deudo tan ilustre como vuestra se-

ñoría, señor corregidor... alternando conarrieros y servido por mozas de mesón!¡No faltaba más!—dijo la más joven de las

niñas de don Gutierre, la de la voz argen-tina, cuyas modulaciones ignoraba porqué don Rodrigo le llegaban al alma.—Lo que nos duele—arrulló la mayor

es que durante estos días os hayáis hospe-dado allí. Vuestra es esta casa, hoy y siem-pre que vuestros asuntos os traigan a Va-iladolid.

—¡Ya no podéis salir de aquí! ¡Sois

nuestro huésped, porque no queremos ex-

ponernos al enojo de nuestro padre cuandose enterara de que habíamos dejado mar-char a una posada la dignidad de nuestromás ilustre deudo, el señor corregidor deTordesillas!—exclamó, expansiva y jo-

vial, la que parecía más ingenua de las

damas, y cuya voz, ademanes distingui-

dos y candido y claro mirar atraían al se-

ñor de Pacheco con electiva afinidad.Acostumbrado a obedecer siempre, pri-

mero a su madre, luego a su esposa; tandébil de voluntad como cortés y agrade-cido por instinto, el caballero accedió al

galante y sincero ofrecimiento de sus be-llas parientes y «quedó muy suyo y muy

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obligado también», según dijo. «¡Ademásde que su estancia en casa de don Gutie-

rre facilitaba su entrevista con este señor

y su salida a Tordesillas... ¡se estaba tanbien en aquella casa y estrado!, ¡experi-

mentaba tan agradable sensación de paz

y bienestar en aquella casa colgada de da-

mascos antiguos, alhajada con vargue-ños y contadores, cornucopias y espejos,

cuadros- religiosos y viejos retratos de fa-

milia... que hubiera querido trasladar

toda aquella magnificencia a su severo ca-

serón de Tordesillas o quedarse en aquel

de Valladolid toda la vida!»

Salió el mayordomo de la faz seráfica yentró y salió varias veces la dueña congrandes reverencias, hasta que el primeroanunció que la cena estaba servida.

Pasaron damas y caballero al regio co-

medor, donde en lujosa mesa, bajo mante-les de Cambray, centelleaban la plata to-

ledana y el cristal italiano y brillaba la

loza talavereña. vSirvióles el mayordomosuculenta cena, regada prudentementecon «los ilustres vinos de Esquivias», quedon Gutierre prefería a los vallisoletanos,

y aunque don Rodrigo era frugal, su cor-

tesía no sabía negarse a los insistentes

ofrecimientos de sus dos comensales ycomió 3^ bebió un poco más de lo que acos-

tumbraba su templanza.—«Carne de pluma quita del rostro la

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OLOR DE SANTIDAD 37

arruga», mi señor don Rodrigo—decía la

ma3^or de las hijas de don Gutierre, sir-

viéndole una pechuga de capón ricamentealiñada.—«El vino como re}' y el agua comobuey»—exclamaba riendo la menor de las

doncellas, llenándole la tallada copa deun vino rojo como el rubí 3^ de suavearoma.

Durante la cena, como antes en el pa-

lique del estrado, notó don Rodrigo quelas dos damas exhalaban de sus personasun tan delicado perfume, que a gloria

trascendía y la misma gloria parecía pro-

meter. Vaho tan suave y sutil no lo per-

cibió jamás don Rodrigo. Su esposa, doñaLeonor, no usaba perfumes ni afeites, queera pecado usar, y decía «que el único per-

fume grato a un marido era el de la lim-

pieza, porque la hermosura debía ofre-

cerse como Dios la dio...» Pero seguía em-bargando los sentidos del caballero aquelperfume delicioso, produciéndole sutilí-

sima e inefable embriaguez, y don Ro-drigo lo aspiraba con delectación primero,con ansia después. No era el olor del ám-bar, ni de la algalia, ni tenía nada del al-

mizcle, únicos que conocía el señor dePacheco. Más bien parecía el aroma de milflores levantinas, que juntaron su diversa

fragancia para embriagar al caballero...

Terminada la cena, rezaron una breve

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38 LA VOZ DE LA CONSEJA

oración de gracias, pasaron al estrado unmomento, y las damas despidiéronse desu huésped con graciosas reverencias, re-

tirándose a sus habitaciones, acompaña-das de su dueña.

El mayordomo precedió al caballero

hasta la cámara que le destinaron, des-

pidiéndose de él muy humildemente.—¡Buenas y muy santas noches tenga

el señor don Rodrigo!Rendido por el desacostumbrado tra-

jín de aquellos días, embriagado levemen-te por los vapores de los vinos, la copiosacena y el sutilísimo y sensual perfume delas damas, el señor corregidor de Torde-sillas, que deseaba recoger y coordinarsus ideas, tendióse en el mullido lecho ysopló la luz.

Pero invencible asombro le despabiló

en seguida. La cama en que descansabade sus andanzas vallisoletanas exhalabael mismo perfume sutil 3' embriagadorque emanaba del cuerpo de las hijas dedon Gutierre. Y el malogrado teólogo

salmanticense quiso abandonar el lecho...

«Pero... ¿no sería ñoño escrúpulo demonja llamar a la servidumbre y albo-

rotar la sosegada mansión con el pretex-

to de rehusar tan rico lecho, que induda-blemente le había cedido alguna de las

hijas del dohente huésped por una deli-

cadísima galantería mujeril que antes de-

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OLOR DE SANTIDAD 39

bía agradecer como cumplido caballero

que rechazar groseramente como un vi-

llano?»

Y quedó entregado a sutiles razona-mientos escolásticos, bajo las finísimas ybordadas holandas, el caballero de Tor-desillas, sin osar levantarse ni poder con-ciliar el sueño...; pero consolándose en sumartirio si, por dicha, la cama en que ya-cía pertenecía a la menor de las hijas dedon Gutierre.

VII

En el seno de las tinieblas veía el señorde Pacheco la figura, castamente ideal, dedoña Celia, la m.enor de las niñas, enopuesta visión a la más espléndida y sen-sual de doña Violante, la hermana ma-yor... Ni una sola vez acudió a su magín el

recuerdo de la figura de su esposa, la alta

y esbelta matrona tordesillesca... DoñaCelia, la niña gentil, tornaba a embargarsu ánimo y sus sentidos anegados en el

vaho dehcioso del mullido lecho, cuandolejano rumor de voces le distrajo de susdeliquios... Pronto las voces fueron gri-

tos, y éstos algarabía.Don Rodrigo incorporóse, tentó sus

ropas, empuñó su espada 3^ aguardó.Las voces se apagaron de pronto; pero

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40 LA VOZ DE LA CONSEJA

el oído del caballero percibió en el silen-

cio de la noche crujir de sedas, como si

pesado damasco diera paso a alguien.Suave rumor de pasos que a él se acer-caban, confirmó sus sospechas. «No cabíaduda, alguien había entrado en la estan-cia.»

Pronto fué la sospecha certidumbre ab-soluta; aquel perfume suavísimo y ener-vador, cada vez más penetrante, cada vezmás cercano, envolvíale como ola de éter,

sumiéndole en un mar de confusiones,cuando el tibio aliento de una boca rozósu rostro, y la caricia de unos brazos des-

nudos, blandos y mansos, oprimió sucuello robusto, al mismo tiempo que unavoz argentina, pero angustiada, gemíaen su oído:

—jAcorredme, caballero! ¡Protegedmeo muerta soy!

Don Rodrigo quedó suspenso...

Soltó la espada, de improviso, y conambas manos cogió los trémulos brazosque, como dulces cadenas, rodeaban sucuello.

Al contacto de la carne joven, tibia }'

perfumada, sintió estremecerse, muy a

pesar suyo, todo su cuerpo pecador enlascivo escalofrío. Las dulcísimas cadenasno cejaron, y el desvanecido caballero

sintió sobre su pecho la presión de suaví-

simas turgencias que excitaban dolorosa-

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OLOR DE SANTIDAD 41

mente su carne flaca y miserable, con im-pudores que rechazaba su alma pura.

La voz argentina arrulló a su oído:

—¡No os mováis, caballero! ¡Doña Celia

soy, que viene a deciros que no salgáis deesta habitación, pues corréis peligro demuerte!—Permitidme, señora, que...—y el so-

focado caballero no sabía qué decir^ enlucha sorda consigc mismo para romperlas dulces cadenas que le oprimían comodogal de frescas rosas y olorosos jazmines.—¡No os mováis, por Jesús Nazareno!

Vengo huyendo de las liviandades de mihermana Violante... y he cerrado la puertade esta cámara...—¿Qué decís, señora?—interrumpió el

candido corregidor.

—Sí, de la hija de don Gutierre, queburla y ultraja las canas y el honor de mibuen padre todas las noches... permitien-do que escale su galán el balcón de su ca-marín...

—¿Es posible tal infamia?— ¡Sí, caballero, sí!—y copioso llanto

bañó las acaloradas mejillas del caballero.¡Doña Celia lloraba! Y siguió:—Esta no-che, que partió conmigo su lecho, pueseste en que descansáis es el mío, no res-

petó mi inocencia y tampoco recatóse derecibir ai seductor... ¡Qué vergüenza!¡Huí al verle y oirle decir al salteador de

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42 LA VOZ DE LA CONSEJA

esta noble casa que quería matar al caba-llero que se hospedaba bajo el mismo te-

cho que su amada, mi mal aconsejadahermana!—¡Vive Dios que no será sin que un Pa-

checo venda cara su vida!

—¡Por el Nazareno! ¡No gritéis! Mi ino-

cencia vino a advertiros el peligro; peromi previsión cerró todas las puertas queseparan esta cámara de la de mi herma-na... Esperemos en silencio, y al lucir las

primeras horas del alba, con el galán sal-

teador de honras se irá todo peligroso

riesgo para vuestra merce'd...

—¿Pero entretanto... señora...?—y el

buen don Rodrigo no sabía cómo librarse

de los brazos, que más parecían acari-

ciarle que demandar amparo.—¡Ah! ¡Mientras tanto... proteged mi

castidad y mi inocencia, que quiso ultra-

jar también aquel bárbaro atropelladorde doncellas y agraviador de ancianos!...

¡Protegedme, señor! ¡Tengo miedo de sa-

lir de este aposento!...—y con sus desnu-dos brazos tejía el pavor más apretadacadena en torno al cuello del ilustre corre-

gidor, que balbuceó con extrañas angus-tias:

—¡Nada temáis... niña, estando aquí3^0... junto a vos. Llegarán a vuestroprecioso cuerpo por encima del cadáverde don Rodrigo Pacheco!

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OLOR DE SANTIDAD 43

—¡Gracias, gracias... mi noble deudo!...

—y la medrosa niña se estrechaba más ymás contra el caballero, besando a obscu-ras sus manos, sus barbazas, sus ojos, sus

mejillas y su boca anhelosa y cálida, mien-tras don Rodrigo, arrastrado por aquella

mansa ola de confiada efusión, abrazabatambién a la niña, creyendo proteger consus nervudos brazos a la mesma estatuaviviente de la casta Diana.En un momento, durante el cual la in-

tensa emoción dejó paso a la sutil clarivi-

dencia, murmuró el caballero paternal-mente:—Bien, bien... señora; pero me parece

que venís un poco ligera de ropa...—al

notar que tenía entre sus brazos una es-

cultura que no vestía sino la sutilísima

veste de holanda. Y aquel trasunto vivode castidad respondió desmadejadamente:—¡Huí del lecho precipitada al asaltar

aquel gavilán nuestro camarín... y mi pu-dor no me detuvo para recoger mis ves-

tiduras!

—Pues... descansad en mi lecho, quepor lo que conjeturo es el vuestro propio.Yo me vestiré a tientas... y velaré vuestrosueño...—dijo don Rodrigo, intentandoflojamente desprenderse de los marfile-

ños brazos que le ceñían amorosos.—¡Oh! ¡No, por Dios, caballero! ¡Ten-

dré miedo sin vos! ¡Moriré de pavura! ¡No

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44 LA VOZ DE LA CONSEJA

OS apartéis de mí! ¡No me dejéis! ¡Venid,caballero... y descansad a mi lado! ¡Nadatemáis... sosegaos! ¡Vuestra hidalguía ymi inocencia nos protegen!—y con sua-vísima presión dejóse caer blandamentela niña, arrastrando en su caída al caba-llero sobre la regia cama de torneadas co-

lumnas y de labrada cabecera Renaci-miento, que les cobijó con su tibio calor-

cilio como nido de plumas y de amores...

VIII

El sol entraba a raudales por el amplioventanal trebolado, tras cuyos emploma-dos cristales piaban alegremente los pá-jaros en el cercano y umbrío jardín... 3'

don Rodrigo Pacheco despertó del únicosueño de su vida que había tenido sabrosarealidad.

Y encontróse, a la luz escandalosamenteindiscreta del padre Febo, que sus bra-zos robustos cobijaban aún la dormida es-

tatua de doña Celia, desceñida su albaveste, y ofreciendo a los besos de la luz

del día todos los encantos de su pudor ytodos los tesoros de sus hermosura a los

encandilados ojos del ex canonista.Este quedó lívido y temblando de mie-

do. Su conciencia implacable le acusabaen pleno día del pecado cometido en las

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OLOR DE SANTIDAD 45

negruras de la noche... ¡La más horrendade las liviandades era pecado venial com-parado con el delito en que todo un Pa-checo, y corregidor de la muy noble villa

tordesiílesca, por añadidura, había incu-

rrido con aquella preciosa niña que, con-

fiada en la hidalguía del caballero, dor-

mía aún sin receio en sus brazos.—¡Nihil impossibile sub solé!—gimióaterrado el caballero, y por primera vezla imagen de su esposa surgió ante sus

ojos como la musa de la propia tragedia,

arrojándole al rostro la sentencia con quele despidió al salir don Rodrigo hacia Va-lladolid: ¡Nihil impossibile!

—¿Y qué hacer?... ¿ Cómo huir?...

¿Cómo dejar a la tímida paloma que dor-

mía en sus brazos? ¿Cómo presentarseante don Gutierre, el caballero que aca-baba de ultrajarle en la divina esculturade su hija? ¿Cómo escapar de aquel la-

berinto en que su inexperiencia del mundohabíale hecho caer al cuarentón corregi-

dor? ¡Buena justicia administraría quiencomenzaba vilipendiándola! ¿Qué dirían

su conciencia y su rostro a la señora co-

rregidora al llegar a ella?—Y al evocarotra vez en aquel trance la arrogante 3^

severa figura de su dueña y señora doñaLeonor de Alderete, como irritada The-mis, desasióse don Rodrigo de los ebúr-neos brazos que le aprisionaban aún ren-

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46 LA VOZ DE LA CONSEJA

didos en sueño de amor; vistióse apresu-radamente, ciñóse la espada, echó sobresus hombros la negra capa de seda va-lenciana... y después de dejar caer una úl-

tima, compasiva y desesperada mirada ala dormida paloma del palomar de donGutierre, abrió quedamente la puerta, hu-yendo de su víctima, de su crimen y desí mismo.

Salió a un pasillo; estaba solitario. Cruzóla habitación donde una lamparilla alum-braba los sangrientos chafarrinones deun Cristo monstruoso; no había nadie. Vioabierta una puerta fronteriza por la queentraba medroso y encogido un rayo desol, y se dirigió a ella. ¡Era la puerta de la

escalera!

Bajó por ésta sin ver a nadie ni ser visto.

La puerta del zaguán estaba entornada...

¿Dueña, mayordomo, y acaso don Gutie-rre, estarían en misa en la vecina iglesia

de las religiosas de Portacoeli? Todo pa-recía preparado de intento para su ver-

gonzosa fuga... y pronto se vio en la calle

don Rodrigo, libre de un peso enorme;pero abrumado por el de un remordimien-to dolorosísimo.

Sin tornar los ojos al caserón de donGutierre, y ya orientado por la luz del

sol en aquel laberinto de callejuelas, llegó

presto a su posada, mandó ensillar su

muía y pidió la cuenta al huésped.

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OLOR DE SANTIDAD 47

Este sonreía socarrón e inquisidor, y,gorra en mano, fijando su escrutadoramirada ratonil en las violadas ojeras del

caballero, denunciadoras de una nochetoledana, o, más legítimamente, valliso-

letana. Echó mano a la bolsa para satis-

facer su hospedaje el atolondrado caba-llero—que ni la mirada acusadora del po-sadero podía resistir,—y quedó sin habla,aterrado.

¡Su bolsa estaba vacía! Le habían ro-

bado más de cien ducados de oro que me-tió en ella!... Pero, ¿dónde? Y su pensa-miento se tornó instintivamente a la casade don Gutierre, y súbita revelación pre-sentóle como humillante farsa la tragi-

comedia de que acababa de ser actor prin-

cipal. Preguntó al posadero: dióle señas

y señales...; sonrió el ladino plebeyo ypronto tuvo la certeza don Rodrigo deque donde le habían dado posada de amoruna noche inolvidable no era ¡ni muchomenos!, la casa de don Gutierre Pacheco,aunque sí fronteriza a ella.

Puso en manos del huésped su rica ca-dena de oro, al encontrarse sin un mara-vedí, y prometiendo rescatarla sigilosa-

mente y en breve, salió al galope de sumuía de aquel Valladolid, que }"a sería

siempre el de sus pecados...

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48 LA VOZ DE LA CONSEJA

IX

Abstraído por el recuerdo de la vergon-zosa aventura, no notó hasta cerca de Si-

mancas que aquel embriagador y pene-trante perfume que impregnaba las ropas

y el cuerpo clásicamente modelado de «la

candida paloma vallisoletana», le acom-pañaba como rastro de su pecado, de-jando una estela de perfumada liviandadpor do pasaba el caballero, y que fué lo

que hizo sonreir indudablem.ente al ladinoposadero. ¡Las ropas, los cabellos, las bar-

bas, las manos, todo el cuerpo y el ser

todo del buen Pacheco estaban satura-dos de aquel delicioso vaho de la corte-

sana lascivia... y era la penitencia queva siempre con el pecado!

jDoña Leonor no mintió! ¡Ella era unasanta y él un lascivo ruin y empecatado!El fatal presentimiento de la dama era

ya una realidad acusadora... El recuerdode aquella noche de amor podría olvidarsequizá; su pecado ocultarse, negarse, aun-que lo purgara en solitarias y continuaspenitencias... Pero, ¿y aquel maldito ypenetrante perfume que le acompañabacomo una acusación, como la mejor y másterrible prueba de su liviandad y de su

adulterio? Porque doña Leonor, ¡que no

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OLOR DE SANTIDAD 49

usaba perfumes!, preguntaría, inquiriría,

no podría explicar por qué aquel vahocortesano le acompañaba y trascendíahasta Tordesillas, y la furiosa Xantipa le

arrancaría los ojos y las entrañas al señorcorregidor.

Llegó a Simancas. Apeóse en el mesóndel Toledano; pidió un aposento, agua yjabón; encerróse; lavóse cuidadosamentemanos, rostro, cabellos y aquellas barbascon que le retrató su deudo el sevillano

Pacheco, y salió de allí, donde harto le

conocían y estimaban, después de airear

un buen rato al sol la ropilla y capa anteel abierto balcón del aposento. Remozadoy contento sahó a lomos de su muía, libre,

al parecer, de graves cuidados.

X

Apenas dejó atrás el caserío de Siman-cas, tornó a percibir, cada vez más pe-netrante, aquel diabólico perfume quedebió de haber aliñado maese Satanás ensus filtros y redomas demoníacas, y la vil

cortesana en cuyos brazos durmió el ca-ballero, infiltróle hasta las entretelas desu alma. Y ¿cómo entrar en Tordesillas?Ya columbraba la crestería de San An-

tolín, la cúpula de Santa María, los torreo-nes del palacio donde lloró durante me-

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50 LA VOZ DE LA CONSEJA

dia centuria su viudez la triste reina deAragón y Castilla doña Juana—llamada«la Loca» por insensibles historiadores ypor el vulgo, que no entiende de locurasde amor, como ya entendía don Rodrigo,

cuando éste apeóse en un recodo del ca-mino, sombreado poi espesos árboles. Atólas riendas de su cabalgadura a uno deaquéllos y contempló la ondulante co-rriente del Duero, en cuyas aguas tantasveces se bañó siendo niño.Un audaz pensamiento asaltó al atri-

bulado Pacheco.Agazapado entre unos matojos, despo-

jóse de sus ropas, que dejó sobre aquéllos,tendidas al sol abrasador de Castilla y Ju-lio, y encueros vivos lanzóse el caballeroal agua, con la avidez con que un cristia-

no se arrojaría a las ondas purificadorasdel Jordán, murmurando en remembran-za de sus felices tiempos de teólogo: ¡Ves-tigia nulla retrorsum!

El Duero, algo crecido, traía impetuosacorriente, en la que don Rodrigo dio va-rios chapuzones, restregando con sus ma-nos mojadas barbas 3^ cabellos y todo sucuerpO; para purificarle de aquel olorcillo

cortesano y delatador...

Distraído, perdió pie, la corriente le

arrastró; dio una voltereta desesperada;logró subir a flote y asirse a una rama enun recodo del río. Tiró de ella para subir;

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OLOR DE SANTIDAD 51

cedió la débil rama, y el cuerpo del desdi-

chado caballero se lo sorbió el Duero im-petuoso... llevándole inerte y sin vidahasta el puente de los diez arcos famosos,en uno de cuyos tajamares quedó dete-

nido como miserable despojo del pecado.

Doña Leonor recibió el cuerpo exánimede su esposo con grandes e íntimos trans-

portes de dolor. En el paroxismo de su lo-

cura, gritaba la enamorada señora:

—iMe han asesinado a mii dueño y se-

ñor! ¡Justicia, justicia!

Las ropas abandonadas en la margendel río, la bolsa vacía y la falta de la ca-

dena de oro del caballero, indujeron a jue-

ces y escribanos a sospechar que don Ro-drigo fué robado y arrojado al río paraque no pudiera delatar a sus asesinos. Es-tos no se llevaron la muía, la espada y las

ropas del caballero por temor de que les

delataran, cosa que no podía suceder conlos escudos y con la cadena, una vez fun-dida ésta. Y entre aquellas y otras con-jeturas, nadie se acercó a la verdad.Una hermosa mujer y un ladino posa-

dero de Valladolid pudieron haber dadoalguna luz; pero callaron por la cuenta queles traía.

Don Rodrigo recibió cristiana sepultu-ra en San Antolín; doña Leonor ence-rró para siempre su dolor en su caserón,

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52 LA VOZ DE LA CONSEJA

atenazándola el remordimiento de habermartirizado con su pasión de celos infun-dados a aquel santo varón que Dios le con-

cedió por marido. Y como ella, toda Tor-desillas lloró al varón ejemplar, dos vecessanto, por su martirio de casado y por sumuerte trágica.

Ya sexagenaria doña Leonor, hubo deexhumarse el cuerpo de don Rodrigo paratrasladarle al alabastrino sarcófago quehábiles artífices itahanos construyeronpara guardar los restos mortales del señorde Pacheco y de la señora doña Leonor,cuando le fuera llegada su santa hora.

Asistió al solemne acto doña Leonor,acompañada del clero, servidumbre y mu-cha gente del pueblo, que aún amaba la

memoria del caballero.

Abrióse el ataúd y fué como si se abrieselas puertas de la gloria. Suavísimo, em-briagador e inefable perfume invadió las

bóvedas de San Antolín, asombrando a to-

dos los circunstantes.

«¿De dónde venía aquel fragante olor,

que por primera vez en su vida percibíanlos viejos cristianos tordesillescos, si noera de los huesos del fenecido caballero?

¿Y qué otro olor podía ser aquel si no era

el «olor de santidad» en que murió indefec-

tiblemente don Rodrigo Pacheco, por sus

muchas virtudes y su muerte de martirio?»

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OLOR DE SANTIDAD 53

pensaron los buenos tordesillescos, y cla-

mó el pueblo a una voz:

—¡Don Rodrigo murió en olor de santi-

dad! ¡Don Rodrigo murió en olor de san-tidad! ¡Allí estaba aquel perfume suavísi-

mo que su alma santa dejó en sus huesos,proclamándolo! ¡Allí estaba la esposa del

buen caballero, dando fe de ello con sus lá-

grimas de sincero arrepentimiento!Y es fama que cuando alguien afirma

todavía que don Rodrigo Pacheco murióen «olor de santidad», ¡unos huesos se es-

tremecen en el fondo del alabastrino sar-

cófago, recordando una inmortal noche deamor en Vaiiadolid!

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ASI MURIÓ EL CONDE(DIEGO SAN JOSÉ)

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ASI MURIÓ EL CONDE

BREVE PREÁMBULO

Ha más de cinco años que vine a la

Corte al olor de un beneficio en la catedral

de mi provincia, que porque se sepa es la

de Zaragoza, y en todo este tiempo, contraer muy buenas esperanzas alimentadaspor contundentes y apretadas cartas dela gente m.ás notable de la metrópoli del

Ebro, aun no conseguí otra cosa que ago-tar los recursos, pero no la paciencia (quedesta necesarísima virtud fué el Señorservido de darme mu}^ grande y espesacantidad), y conocer como la palma de mimano las Losas del Alcázar y aun muchasde las dependencias que están situadas enla parte baja, donde tantos anhelos comolos míos se estrellan o estancan, que nohay humana voluntad que los saque aflote y haga la imponderable merced dedejarlas bogar en el tranquilo y azuladomar de la ilusión satisfecha.

Son estas dichas Losas la más concu-rrida plaza del mundo, donde se vendenfavores, se alimentan pretensiones y se

manejan intrigas, las cuales muy pocas

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58 LA VOZ DE LA CONSEJA

veces van en favor de los necesitados quepor su mala ventura danzan en ellas, sinode los hartos que las amañan y dan vida.

¡Qué sé 3^0 el cúmulo de cosillas, cosas ycosazas que he visto pasar por allí, subircomo la espuma y despeñarse como el

agua, en estos cinco años!En lo que mi pretensión venía de ca-

mino pensé entretenerme escribiendo cadadía un pliego de las cosas que allí viera uoyera, y vean aquí vuesas mercedes cómoal cabo heme encontrado con una croni-

quilla un tanto extensa, la cual tiene poralmia uno de los más famosos 3^ cortesanossucedidos que hanse visto en estas ve-

gadas.En tal manera acostumbraban a suce-

der allá cada día las nuevas, que si todashubiera de relatarlas tal 3" como las pre-

sencié o llegaron hinchadas a mis oídos,

habría menester de todo el estanque del

Retiro trastocado en tinta y toda la pra-

dera de San Isidro hecha pliego de papel.Lo mesmo en invierno que en verano, o

al amparo del sol, o la frescura de las an-chas arcadas, vese aquel recinto, tan po-blado de gente, que tienen los señores con-sejeros y ministros que llevar pajes o por-teros delante a fin de que les abran paso,

que si no, no fuérales posible echar un pie

tras otro.

¡Tanto que pedir hay en España!

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ASI MURIÓ EL CONDE 59

¡Y son tan pocos los días en que el Reypuede dar!

¡Ciertamente que cualquier extranjero,

mirando cómo está la villa, toda de ham-brientos y hampones, pudiera creer queesta era la corte del Rey carroña!

Pero volviendo a lo mío, que son estos

pleguezuelos, fundidos en letra un muchogallarda de la mejor forma española (queaun no se me ha pegado esta procesal al

uso, la cual entiendo que sólo se empleapara las causas sustanciadas en el infier-

no), de entre todas las cosas quiero aquíentresacar no más de una, que es aque-lla que trajo la muerte de don Juan deTassis Peralta, conde de Villamediana ycorreo mayor de estos reinos y los de Ña-póles.

Sea así, pues, y con tu licencia, lector

(quienquiera que seas), allá te va lo quehasta mí llegó.

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60 LA VOZ DE LA CONSEJA

PARTE PRIMERA

CAPITULO PRIMERO

EN QUE EL CRONISTA TRAE A CUENTO LASNUEVAS DE LA CORTE Y RETORNO A ELLA

DE DON JUAN DE TASSIS

Este afán angustioso de las pretensiones,

no tendrá fruto muy abundante, y biencompréndese que así sea, pues que tantasramas se chupan la savia, que no es mu-cho que se queden sin florecer.

El pedir y pretender está tan dejadode la mano de Dios, que en verdad queva a ser necesario dejar el oficio.

Por otra parte, y si vamos a mirar las

cosas tal y como son ellas, no como nues-tra ansiedad y nuestra fantasía empéñanseen presentárnoslas, ¿qué va a hacer S. M.si todo anda como él no quisiera y ya es

mucho milagro que haya faltado para él,

y no piensen que esta triste desdicha an-duvo mu}' lejos?

No es toda holgona y abundante, comopresumen las gentes, la vida de palacio,

que diz que en las paredes de las reales

despensas no cuelgan los pemiles y los to-

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ASI MURIÓ EL CONDE 61

cinos en tan grande y crecido número quehaya necesidad de apuntalarlas con grue-

sas vigas,, ante el peligro de que véngansea tierra, sino que telarañas, polvo y ho-llín tienen por colgaduras, y ya los abas-tecedores dicen que no dan una piltrafa

más si no se les satisface lo adeudado, quediz que sube a muchos miles de reales.

Aun carbón no envían los carbonerosde Falencia y ha de guisarse con leña, yésta porque es cortada y traída de las po-sesiones del Real Patrimonio, que si no,

recelo que no pudieran comer SS. MM. másde queso 3' fruta.

Dijome ayer un pinche de cocina, conmás cara de hambre que la cuaresma, quedos meses y medio cúmplense agora deque no se den en palacio las raciones queteníase por costumbre, y ansí anda todala servidumbre, esperando con ansia el

Juicio Final, por ver de llegar la resurrec-

ción de la carne; que no hay un cuarto enlas arcas, y que el día de San Franciscopusieron en la mesa de la Señora Infantaun capón que ella tristemente enfurecidamandó levantar porque hedía a perrosmuertos.

Siguió aqueste plato uno que era unpollo en salsa, sobre unas rebanadillascomo torrijas, pero no venía solo ni malacompañado, que traía sobre sí, como ani-

mal fenecido que era de muchos días, to-

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62 LA VOZ DE LA CONSEJA

das las moscas palaciegas. La justa in-

dignación de la infelice subió a la cum-bre, y levantándose fuese a llorar a suaposento, por no dar con todo por unaventana.Su yantar de aquel día no fué más de

un mendruguillo de pan remojado en ne-gro y espeso vino de Arganda.En palacio no se comerá, y estarán las

personas de la real familia con las tripas

juntas y los tristes ojos como queriéndoseesconder en el cogote por vergüenza dever tantas cosas; pero los arbitrios y los

impuestos crecen sobremanera, como el

jabón en el agua.Ya hase enviado orden a todas las ciu-

dades y cabezas de partido de España, deque dentro de quince días se doblará el

importe del papel sellado.

No hay otro medio para aliviar la mi-seria, que dar sobre ella, para que mu-riendo presto, acabe del todo.

Si los señores ministros y consejeros nose cortan las uñas,, no ha de tardarse mu-cho el día en que veamos a la Corte, en lu-

gar de ir a la Salve los sábados, acudircada día a la sopa de los conventos.No siendo para cacerías u otras diver-

siones, en que sólo el Señor Rey se em-plea, no se ven los dineros, ni pintados;mas para estas cosas dijérase que salen dealgún antro subterráneo que custodian

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ASI MURIÓ EL CONDE 63

los enanos guardadores de los tesoros ocul-

tos de que se habla en los romances y enlas consejas.

Entré las nuevas notables que hoy tie-

nen en ebullición no solamente a las pa-laciegas Losas, sino a todos los mentide-ros de la Corte, cuéntase la llegada del

conde de Villamediana, el cual, desde el

año de lóii, hallábase en tierra de Ita-

lia, no holgándose, sino muy al servicio

de su patria, y dejando bien asentado enlas horas de paz, con aquellos ilustres pro-

ceres del Parnaso que acompañaran al

opulento duque de Osuna, la intelectua-

lidad hispana.

Y a fe que su excelencia viene a tiempode presenciar, y aun digo yo que a ser ac-

tor, en muy grandes cosas.

Comiénzase ahora precisamente la in-

triga de zapa para derribar de su alta pol-

trona nada menos que al duque de Lerma,

y parece que ella va con mucho ahinco ygrande fuerza, que como al fin todos se

lo propongan, no han de tardar en conse-

guirlo, que en largo transcurso de la his-

toria, más sólidas torres habemos visto

caer.

Si ello viene como se espera, yo piensoque no es fatalidad del destino, sino mani-fiesto castigo de la mano de Dios, que nopuede ver tanta codicia y desgobierno en

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64 LA VOZ DE LA CONSEJA

instituciones que son una representaciónterrena de su poder y su grandeza.|r Pues, ¿cómo va a presenciar, ni menosconsentir con buenos ojos, la justicia di-

vina, que el pueblo perezca de hambre, yla familia y allegados del favorito nadenen oro y argentería?A cuarenta y cuatro millones de duca-

dos es fama que ascienden los derechos ysisas más que cobra su excelencia.

Miren si no hay con ellos para mejorarun poco tanta miseria.

Pero el pueblo parece bobo: gruñe cuan-do siente los aguijones del hambre, y lue-

go que le engañifan un poco, saca de nose sabe dónde y regala a sus esquilmado-res las minas del Perú.

El oro que suelen traer los galeones deIndias cuando por milagro de Dios logran

escapar de los corsarios ingleses y holan-deses y de los piratas tunecinos, no se

piense que vaya a parar a las arcas del

Erario, sino que hinchan como zaques las

faltriqueras destas insaciables sabandijasdel Reino.

Pues, anden con Dios, que no les quedaa la zaga el bueno de Rodriguillo Calde-

rón; pónganle donde haya, que de tomarloya hará cuenta.

Para alguacil, es la mejor simiente quese conoce.

Hasta el codo puede el bueno de Villa-

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ASI MURIÓ EL CONDE 65

mediana meter el brazo en el pozo de la

sátira y a puros golpes dellas, no dejar

cosa a vida, que Dios se lo aumentará, yya que no remedios ni satisfacciones, daráa la villa que reir.

Al fin, esto es cosa que él hace con no-table desenfado, y aunque todo el mundosabe que ello ha de costarle pesadumbresque acaso le traigan que perder tantocomo la vida, no está de más que estos

gatos gubernamentales tengan su calde-

rillo de agua hirvdente que le escalde los

lomos de vez en cuando.

Ya comenzaba por el entonces a po-nerse el sol en los hispanos dominios, queaquella claridad deslumbradora y cons-

tante que en tiempos del segundo FiHpoalcanzara, había empezado a debilitarse

merced a las negras nubes del favoritismo

y la codicia que ensombrecían la España.El duque de Lerma no atendía a otra

cosa más de su enriquecimiento y el bien-

estar de los suyos; que hombre amante del

oro, la plata y aun el cobre, procuró lo

primero acomodar a los parientes que ha-bía necesitados, para evitarse el tenerles

que socorrer después y desta maneraguardarse de compartir con ellos las pin-

gües rentas de su ministerio.

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66 LA VOZ DE LA CONSEJA

Así, mientras el abúlico, inútil y faná-tico monarca empleaba el tiempo en la

molicie o en el recreo de la caza, el astutofavorito despilfarraba en su tren y apo-sentamiento harto más lujo que el nieto

de Carlos I.

Poca aprensión y menos respeto de sunombre tenía, pues que su encumbra-miento 3' riqueza habían por pedestal la

codicia y el logro.

Para despistar un tanto la atención del

pueblo, que comenzaba a darse cuentadestas inmoralidades autorizadas, pro-

mulgáronse bandos y pragmáticas con-

tra el lujo, lo mismo en el vestir que en el

servicio de casa, y así cargáronse pesadostributos sobre la indumentaria, la vajilla

y el mobiliario.

De esto veíanse, naturalmente, libres

el Duque y sus satéhtes.

La pobreza de la nación, con ser 3^a

abundante, vióse más grave en aparien-

cia, pues aquellos que podían, ocultabannotablemente su bienestar, por verse h-

bres de rellenar los filtramientos que aque-llos cortesanos ladrones con hábitos hon-rados hacían en las desvencijadas arcas

del Tesoro.

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ASI MURIÓ EL CONDE 67

CAPITULO II

COMIENZANSE DE NUEVO LAS SÁTIRAS DELCONDE CONTRA LOS MAS ENCUMBRADOS

PROCERES

A fe que viene el hombre más maldi-ciente e ingenioso que se fué. En los pocosdías que lleva, ha héchose cargo de todala mala marcha de las cosas del reino, ytales saetazos tira, que andan todos esco-

cidos y con muy pocas ganas de encon-trársele con salud, que todos hacen votosporque se muera presto y de carbunclo,que diz que es mala muerte.De mano en mano corren unas coplillas,

que aunque pican que rabian, he de daralgunas, porque se vea hasta dónde lle-

gan el desenfado y la desaprensión destehombre.Apenas supo que el de Lerma, luego que

acogióse a capelo, porque vio que le fal-

sean notablemente las alfombras del Al-cázar y le está la cabeza poco segura sobrelos hombros, fuese a su casa de Valladolid,desazonóle a letras. Frente de las cualesmarcha aquesta con ínfulas de señora ca-

pitana.

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68 LA VOZ DE LA CONSEJA

El mayor ladrón del inundo,

por no morir ahorcado,

se vistió de colorado.

«A aquel que todo robabacon las armas del favor,

le han entendido la flor.

Y aquel que atemorizaba,temblando está de temor;que como se ve acusar

y el caso es tan sin segundo,teme que le han de ahorcar;

y en aqueso ha de pararel mayor ladrón del mundo.

La lisonja que volabaderribó al Rey al abismo,

y aquel que el mundo usurpaba,idolatrando en sí mismo,en aqueste extremo acaba;

y viéndose acongojaaocon tan enormes delitos,

se ha recogido a sagrado,

pidiendo la Iglesia a gritos

por no tnorir ahorcado.

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ASI MURIÓ EL CONDE 69

Mas no es bueno defenderquien la Iglesia profanó,

pues se la vimos vender,

ni la Iglesia ha de valer

que durmió como cordero.

Ni ha de valerle sagradoni el roquete arzobispal,

que al fin morirá ahorcadoaunque como cardenalse vistió de colorado.

Pues ahí va estotra, que quema y trae

con el Duque mucha gente al retortero:

«Ya ha despertado el Leónque durmió como cordero,

se asustó todo ladrón.El primero es Calderón (i),

que dicen ha de volarcon Josefat de Tobar (2)

Rabí, por las uñas. Cacoy otro no menos bellaco

compañero en el hurtar.

También Perico de Tapia,que de miedo huele mal,con su mujer doña Rapia,

(1) Don Rodrigo, Marqués de Siete Iglesias.

(2) Don Jorge de Tobar.

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70 LA VOZ DE LA CONSEJA

toda garduña prosapia

y el vSeñor doctor Bonal (i

)

recela esposas y grillos;

de medrosos, amarillosandan ladrones a pares;

que en tan modernos solares

se menean los ladrillos.

Salazarillo (2) sucedeen oficio a Calderón,porque no falte ladrónque estas privanzas herede;pues el villano no puedenegarnos que fué primerocomo su padre, pechero,

y que por mudar de estadoun sambenito ha borradopara hacerse caballero.

El burgalés y el hulero (3),

si lo que ven han creído,

pueden de lo sucedidoinferir lo venidero.

(1) Oidor del Real Consejo.

(2) Secretario de Estado que antes lo había sido del Duquede Uceda,

(3) El burgalés don Fernando^ de" Acevedo, presidente del

Consejo de Castilla y Arzobispo de Burgos. El balero, el Pa-triarca de las Indias, don Diego de Guzmán.

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ASI MURIÓ EL CONDE 71

Ya no pasa doctor huero,basta que en tiempo pasadotuvieron tan buen estadodesde el principio hasta el fin,

que al que nunca vio latín

le daban un obispado.»

CAPITULO III

TODOS CONTRA EL CONDE

Malas nubes previénense para las male-dicencias del señor don Juan, que comocontra todos cierra su pluma, todos estáncontra él y por ser hartos así en el númerocomo en la causa que les aqueja, de temeres que le puedan y den con él donde no en-

cuentre manera de salir triunfador.

A la postre esto acontece a los maldi-cientes por más gracia e ingenio que ten-

gan, y es que con su mesmo punzanteaguijón terminan por darse la muerte a sí

propios.Y más en este hombre, que lleva tanta

hiél en sus diatribas y sátiras, que de acien leguas adviértese que no las dicta el

noble afán de corregir, sino el odio enco-nado y la terrible enemistad.

Quisiera yo (que no sé por qué téngole

buena ley a este Condesillo) que hubiera

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72 LA VOZ DE LA CONSEJA

un alma hermana que hiciérale conocer la

mala senda porque camina y guiárale porotra menos espinosa y estrecha, mas nohállase medio para que se corrija S. E.,

que ya a lo que parece tiénelo por condi-ción, y en estas cosas tan hondas no haymano que pueda gobernar.Y lo más notable es que, como suele de-

cirse, todos notan la paja en el ojo ajeno,

pero no advierten la viga en el propio, quede aquesta gentil manera acontece ser el

mundo; quiero decir, que cada cual aprén-dese y refuta los aguijonazos contra el

prójimo y cállase los suyos.Aunque bien es decir que, como propá-

lanse en guisa de inviolables secretos,

tardan algunos días en caer en oídos del

satirizado.

Pocas veces responden con el ingenio yel desparpajo que el usía emplea, sino condichos que tienen más pesadumbre quepimienta, y con amenazas y promesaspendencieras.No falta quien cree que la mejor res-

puesta y más clara satisfacción está en los

filos de un acero, y éste no manejado cara

a cara y por una mano noble, como es usoentre caballeros, sino por un rufián ajus-

tado, el cual reciba su soldada luego deconsumado su quehacer.Y ya parece que habrá pocas noches,

volviendo S. E. de casa de don Diego de

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ASI MURiO EL CONDE 73

Salazar, hízose la primera intentona, sólo

que el señor don Juan, aparte de maldi-ciente, bravo y audaz, parece que es pre-

cavido, y como llevaba el arma desenvai-

nada bajo la capa, en dos molinetes tuvoa raya a los que le querían agujerear el

cuero, con tanta saña y seguramente quepor poco dinero, pues vale el Conde mucho.

Diz también que todos estos enconosno solamente los traen las nubes de las

sátiras sañudas y de las despiadadas gor-

jas, sino que no es quien menos hace, unamor postergado, que fué en tiempos vo-raz y terrible llama que parecía no darlugar a consumación en todos los siglos

de los siglos.

No sé yo, a decir verdad, qué pueda ha-ber de verosímil o no en esto, que sé pocode las intrigas palaciegas, como tenganeco en las Losas, lugar que desdichada-mente y sin esperanza de remedio alguno,es mi puesto;

Dicen que hay cierta empingorotadadama, cuyo nombre callo (porque pudie-ra valerme cara la indiscreción), que des-

pechada por las mudanzas del señor donJuan, no es quien menos procura su per-

dición.

Ello parece que viene de antaño, no es

cosa que el de la venda amañó ahora, queya antes de partirse el de Tassis para Ita-

lia lo tenía bien hecho, y diz que la honra

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de la tal quedóse apuntada en el galantelibro de las aventuras de S. E.

¡Miren lo que son mujeres y lo que ur-

den y lo que traen!

Quéjase ésta de que quien fué suyo an-tes, ahora no lo sea, y en cambio ella noconcede importancia al haber dado tre-

gua a su martelo, por embocar en el ma-trimonio con un maridillo de buena boca,que como 3^a ella había cédula de mal ca-

sada, en cualquier tiempo pensaba hacerlo que tan mal sabía, y don Juan, porrepudia no consintió.

Vean en qué desalmado soneto, pa-sando el otro día junto a la casa dondehabitara la pécora, echóla en cara el

oficio:

«Aquí vivió la Chencha y aquella joya»por las hechuras Caca; este aposento»fué túmulo del sexto mandamiento»y galera en que Amor fué buena boya.

»¡Vive Dios que esta sala que le apoya»centellas de lujuria arroja al viento!

»E5ta trampa inventó su atrevimiento»para jugar al hombre con tramoya.

»Desde aquella ventana, la insolencia

»de sus cabellos afrentó al Oriente,

»y en ésta fué su vista una estocada.»Mas, ¡oh cruel, a entrambos penitencia!

»ho3" la casa es albergue a un pretendiente

»y la célebre Chencha está casada.»

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ASI MURIÓ EL CONDE 75

Y claro es que, con tal saetazo, a másde por la ira del condal despego, está la

tal que arde como yesca.

Y ésta de los celos sí que téngolo yo porla peor causa, que no hay en el mundohierba venenosa que pueda hacer tantosestragos como ella. De mí sé decir, que si

en la pelleja del Conde me encontrara, an-duviera con cien ojos, como dicen de Ar-gos, y por lo que tronar pudiera, haríaexamen de conciencia y acto de contri-

ción.

Pero, ¿qué se le da a él destas cosas, si

es hombre tan entero y echado adelante,por donde viene el pehgro, que cuando notiene persona determinada contra quiencerrar, arremete con un pueblo entero?¿Puede darse más elocuente ni temerario

ejemplo de lo que digo, que aqueste ende-moniado soneto contra la ciudad de Cór-doba, el cual es chismorrería nueva que hoysalió a la plaza, y esto a pesar de la prohi-

bición que diz que tuvo de ir allá?

»Gran plaza, angostas calles, muchos ca-

(llos,

»obispo rico, pobres mercaderes,»buenos caballos para ser mujeres,»buenas mujeres para ser caballos.

»Casas sin talla, hombres como tallos,

»aposentos colgados de alfileres,

»Baco descolorido, flaca Ceres,

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76 LA VOZ DE LA CONSEJA

»muchos Judas y Pedros, pocos gallos.

»Agujas y alfileres infinitos;

»una puente que no hay quien la repare,»un vulgo necio y un Góngora discreto.

»Un San Pablo entre muchos Sambenitos»esto en Córdoba hallé, quien más hallare

»póngaselo a la cola a este soneto.»

Mucho será que no se salgan con las su-

3^as y va3'a S. E. cuando menos lo piensea hacerle sátiras y coloquios al mismo Sa-tanás.

Pedro Verger, el alguacil de corte, pé-nese de todos los colores del arco iris encuanto oye hablar de su difamador, y si

en su enjundia estuviese como está en suánima, no viviera el Conde de aquí a unahora.Mas oye decir que dicen que Tassis tie-

ne razón en aquellas cosas que le señalande su mujer, y calla por no traer más gentecon la protesta.

Los hijos de Jorge de Tobar tambiénandan rondando su venganza, y a fe queharto me temo que puedan ser aquestosquienes lleguen a conseguirlo, que a la

verdad que el maldiciente ha puesto a la

familia que parece moquero de acatarrado.Yo, en lo que a mí respecta, y aunque

muy aficionado soy del Conde, si diere

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ASI MURIÓ EL CONDE 77

con algún procaz y deslenguado que acu-mulara contra la honra de mi padre tan-

tas impertinencias cuando no calumnias,cerrara contra él como pudiera, maguerque fuese a puñaladas si el caso apretadono diese lugar a las razones.A fe que para S. E. todo el mundo es

contrahecho de los ojos, pues que nadiele mira bien.

CAPITULO IV

CUENTOS Y CHISMES DE LA CORTE

No ha}^ manera de que medren mis pre-

tensiones y aun menos malo que Dios es

servido de asistirme consintiendo que mecupiera en suerte un lote de ropas de unosbonos que esotrodía repartió en las Losasla marquesa del Valle, cuando salió parasu destierro condenada por no sé qué acer-

bas injusticias metidas por malas artes

en los ánimos de las reales personas.Las ropas eran todas prendas para se-

glar, y así es que, no valiéndome por micondición de clérigo, las vendí, y comoellas eran harto razonables, no me las pa-garon mal del todo.

El Rey, por agradar a su augusta es-

posa, no cesa de darle diversiones, y ayer

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78 LA VOZ DE LA CONSEJA

tarde hubo una muy notable comedia enel Retiro, que fué un auto sacramental,que dicen N^o es humano quien no cree, o el

más fiero centurión y justicia del cielo, cu3"a

obra débese a uno de los más ilustres in-

genios de la Corte.

El concurso del público fué tan asaz ynumeroso, que al salir del Corral del Prín-

cipe, donde hubo de representarse connotable aplauso, fué asfixiado un pobrecelador entre las apreturas.

Dicen que esta noche, a mitad della, hamuerto con toda solemnidad una meninade la Señora Reina, que llamaban doñaMaría de Velasco, y que siendo ayuda decámara, ha muerto de no hacer las suyas,quiero decir que de cólico, aunque másbien puede decirse que por glotona. ''

Tan ancho era su estómago, y por endetan bestial la manera que usaba para lle-

narle, que comíase al día cuatro pollos deleche, aderezados de diferentes maneras,quedándole aún muy buen lugar para aco-modar más lastre.

Cenó anoche uno (en un nuevo guisoque ahora ha poco han traído de Italia),

sin contar los adherentes acostumbra-dos de conservas y substancias, y no dejóotras sobras que los huesos, los cuales pordemasiado duros no podía hincarles el

diente y pasallos a la antecámara del es-

tercolero.

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A media noche comenzó a sentir el em-pacho, mas presto fué tan de veras la

cosa, que no tenía otro alivio que la Ex-tremaunción, y aun ésta, por mu}^ prestoque se quiso traer, no llegó a tiempo y se

fué sin ella, con que vino a morir lo mesmoque vivió, como un animal.

Diz que tenía hecho testamento man-dando no la enterrasen hasta pasados tres

días, luego de su muerte.Y aquesto parece que era por temor a

unos desmayos grandes y dilatados quesolíanle atormentar.

Diz también que deja asentado que la

embalsamen y lleven su corazón al tú-

mulo donde reposa su marido.¡Válame Dios, y cóm.o es cierto que es

la señora Muerte la mejor rasera y arre-

gladora de desconciertos.Aquestos dos, que en el mundo andaban

a la greña y tirándose a matar, ahora,cuando no son nada, andan remedando alos amantes de Teruel.

¡Dios los perdone y el Demonio no los

tome a cuerjta!

De regreso a mi posada, iba yo taci-

turno y meditativo por la calle Mayor,cuando trajéronme a la reaUdad dos hie-

nas, encarnadas en cuerpos de hombres,que de una tabernilla salíanse acuchi-llándose.

¡Tan ciegos venían, que de no andar yo

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80 LA VOZ DE LA CONSEJA

listo, cayeran sobre mí. 3' aun me rega-laran con algún tajo!

Otros cuantos de su ralea íbanles a la

zaga, y los muy descomulgados, en lu-

gar de tenerles y recomendarles paz, azu-zábanles como a perros, apostando porcada uno.

A la postre todo finó con que el uno,más diestro y más fiera que el otro, en-

vióle dos palmos de hierro sin receta, conlo que le despachó del mundo sin que di-

jera jDios, valedme!Dio a correr, mas por pura casualidad,

halláronse tres o cuatro corchetes (y fué

la casualidad dicha que salían de otra ta-

berna) y cerrando contra el matador le re-

dujeron y le amarraron.

Llevábanle por la Puerta del Sol a la

Cárcel de Corte, cuando al llegar esquinade la calle de las Carretas, el duque deCiudad Real y el conde de Luna, que pa-

saban, reconocieron en el preso al coche-

ro que les servía, y poniendo mano a las

negras, quitáronle de las garras alguaci-

lescas.

Ahora andan a ver de arreglar la osadía,

que aun siendo quienes son, no pienso quesalgan muy bien animados a hacer otra

de la mesma marca.

Diz que para el jueves prepárase come-dia en el Príncipe para mujeres solas, y

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tiene mandado el Rey que vayan todassin guardainfante, porque quepan más.

Dícese que él acudirá con la Reina desdelas celosías, y que tienen repletas más dedos docenas de ratoneras para desocupar-las en lo mejor de la fiesta por patio y ca-

zuela.

¡Válgame Dios a S. M. por divertido,

que tiene humor y tiempo para estas niñe-

rías y no le ha para solucionar mi pleito,

que, según ayer me dijo el secretario del

Consejo, no más que de su real firma ha-brá tres mortales años que está depen-diendo.También la querella contra el de Villa-

mediana parece que no va como él qui-

siera, y se está preparando en secreto la

mejor forma de desterrarle nuevamente.

CAPITULO V

CUÉNTASE EL DESTIERRO DE VILLAME-DIANA

Este día 15 de Noviembre de 161 8, hede señalarle en el memorial de mi vida,porque he tenido una muy grande satis-

facción, y aunque cierto es que ella no caeen el logro de mis instancias, es cosa tan

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al alma, que téngola casi en tanto comotornarme a mi tierra con mi beneficio.

Por el amplio y soleado patio de las Lo-sas procuraba ^'o matar esta mañana la

crudeza de la estación, haciendo camaradacon otro pedigüeño cleriguillo de Murcia,

y hablábamos de las nuevas corrientes, ylamentábamos el mal logro de nuestrosempleos, cuando vimos que hacia nosotrosllegaban otros dos sacerdotes.

El uno alto, erguido, ya de alguna edady de muy gallarda presencia.

En la siniestra parte del amplio y rico

manteo, que burlábase despiadadamentede la pobreza de los nuestros, campeabanlas gallardas aspas de la cruz de San Juande Jerusalén.

El otro, algo más bajo de estatura, iba

más descuidado, así en la indumentariacomo en el aseo y pulidez de la persona.Los ojos eran grandes, negros y un tantoextraviados, defendidos por descomunalesespejuelos; impetuoso tenía el hablar, ner-

viosos los ademanes.Así de como los vi, paramóos en nuestro

paseo y cuando ante nosotros cruzaban, lue-

go de habernos saludado respetuosamentecomo a colegas, fuíme para el más viejo, yparándome delante, habléle en este modo:—Vuesa reverencia, padre mío, me per-

done si por acaso le ofendo, pero tan afi-

cionado suyo S03', que no querría salir de

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ASI MURIÓ EL CONDE 83

la Corte, y pienso que va para muy largo,

sin la bendición del ingenio más grandeque tiene España.—Hermano—respondióme el tal con

faz risueña y noble,—yo no soy más deun sacerdote como vuesa merced, y si mibendición no más se le antoja, téngalaluego, pero a cambio de la suya.—Venga como quisiéredes—repliqué-

le,—que la bendición de Lope de Vegabien vale cuanto se pida.

Arrodílleme con toda humildad, hizola señal de la cruz sobre mi nevada ca-beza, y apenas húbeme signado púsose él

en guisa de penitente y dile la mía.A fe que no me tuviera en tanto ni me

emocionara como me emocioné, si el

mismo Felipe III hubiérase arrodilladoante mí en el Santo Tribunal de la Pe-nitencia.

Bésele la mano, ofrecióme su casa, quedijo que era en la calle de Francos, dijo al

otro sacerdote: «Guiad, amigo Solís, a la

secretaría de don Antonio»; y echando es-caleras arriba, desaparecieron por un co-rredor...

Adviertan si no es poco para un espa-ñol parlotear mano a mano con el ilustre

autor de la Dorotea.El cleriguillo huertano, que sacándole

de su misa y de su olla no tenía entende-deras para más, preguntábame después

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84 LA VOZ DE LA CONSEJA

si aquel compadre era alguna dignidad dela Iglesia, y díjele el nombre ilustre, vivareliquia del Parnaso Español, y quedósetan llano como si le dijese Juan de las Vi-

ñas, pero al hacerle ver que era el mayorpoeta y más insigne componedor de come-dias que había en el mundo, comenzó adecir:

—¡Ta, ta!, quítese de ahí, hombre deDios, y no mezcle esa gentecilla con las

cosas santas, que cuando esa manía be-

llaca encarna en uno de nosotros, no en-

tiendo sino que los demonios metiéron-

sele en el cuerpo y echáronle a perder. Enla Iglesia había de haber más severidad

y no consentirse estas carcomas, que Dios

no quiere coplas, sino oraciones, que har-

tas miserias hay por que rogarle, y no an-

darse los señores curas como ciegos, in-

ventando farsas 3^ comedias. Hiciéranmenada más que por un día primado de To-ledo, y yo le juro por los dolores de la

Santísima Virgen que arreglara esto.

No dióle tiempo a rodar más por la

cuesta de las necedades, porque a este

tiempo tornaban los señores curas, con

el caballero que iban a buscar, que hallé

no ser otro que el poeta don Antonio Hur-tado de Mendoza, muy afecto al Príncipe

de Asturias.

Todos al paso del Fénix se descubrían,

menos el clerizonte murciano, que se en-

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ASI MURIÓ EL CONDE 85

casquetó la teja hasta las orejas, por me-jor demostrar su encono contra los poetas

tonsurados...

Anoche, a poco más de las once, hallá-

base el de Villamediana en su casa de la

calle Ma3^or, que no hacía mucho que lle-

gara, cuando fuéle anunciada por su ayudade cámara una visita urgentísima que noadmitía demora de ningún género.

Vista la premura y recelando algunapesadumbre, mandó que pasase luego

quien quisiera que fuese.

Quedó en pie para recibir visita de tantocumplido.

Hízose esperar un breve espacio, queaunque corto, ya comenzaba a causar im-paciencia y enfado en el nervioso tempera-mento del señor don Juan, y apareció enla estancia no menos que el Alcalde deCasa y Corte don Luis de Paredes, y se-

gún cuentan algunos pajes de la casa, diz

que tuvo lugar el siguiente coloquio:

DON LUIS

Señor don Juan, Dios os guarde

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86 LA VOZ DE LA CONSEJA

DON JUAN

Señor don Luis, El venga con vos. En-trad, hacedme la merced de tomar asiento,

y decidme en qué puedo serviros.

DON LUIS

Harto me pesa, señor y amigo, y biensaben el Santo del día y el ángel de miguarda, que diera años de mi vida por ex-cusar este momento.

DON JUAN

¿Tan apretado es?

DON LUIS

Desagradable nada más, a lo menos porahora y para mí.

DON JUAN

Venís, pues, a prenderme.

DON LUIS

En nombre de S. M.

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ASI MURIÓ EL CONDE 87

DON JUAN

Pues aquí me tenéis; haced de mí comotengáis orden. Pero antes quisiera saber

la causa que pudo motivar esta resolu-

ción.

DON LUIS

Creo que la crudeza de vuestras sátiras;

pero, vamos, abajo espera mi coche, y qui-

zás en el camino pueda hablaros con másclaridad que aquí.

DON JUAN

Pero...

DON LUIS

Cumplo órdenes superiores.

DON JUAN

Permitidme al menos.

DON LUIS

¿Qué...?

DON JUAN

Que me despida de mi mujer y mandeque me preparen alguna ropa.

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88 LA VOZ DE LA CONSEJA

DON LUIS

Con todas las veras de mi alma y comosoy cristiano que lo siento, mas no puedodaros licencia para otra cosa que paraecharos una capa; en lo demás, no paséis

cuidado, que veréis a vuestra esposa y se

os llevará la impedimenta que os hagafalta y tengáis por costumbre.

DON JUAN

migo?Esto es lo que os mandan hacer con-

DON LUIS

En nombre del Re3^

DON JUAN

Pues hágase la Real voluntad,

Tomó don Juan la capa que poco antes

al llegar de la calle arrojara sobre el res-

paldo de un sillón, calóse el chapeo, cal-

zóse los ambarinos guantes, y

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ASI MURIÓ EL CONDE 89

—Cuando gustéis—dijo a su aprehensor, disponiéndose a salir; mas éste, sin

moverse del sitio en que hallábase, comosi hubiéranle clavado al suelo, preguntóle:

—Mas, ¿no lleváis espada?—¡Pesia mí!—replicó el Conde.—¿Os

burláis?

—Dios me libre.

—¿No me lleváis preso?

—Sí, mas en lo que llegamos donde ha-

bemos de ir, y puesto que como amigosvamos, si queréis, podéis llevarla.

Sin replicar más el de Tassis tomó el pri-

moroso estoque que de continuo llevaba,

y le prendió en el tahalí.

Un viejo criado fué descorriendo tapices

y abriendo puertas por donde cruzabanrápidos y silenciosos el justicia y el preso.

—¿Os aguardo, señor?—preguntó hu-mildemente el fámulo.—No—respondió grave don Luis de Pa-

redes.

—Mas si la señora Condesa preguntaque dónde fuisteis, ¿qué le podré respon-der?—Que salió por orden de S. M.—Preguntará que a dónde hubo de ir a

tales horas—replicó impertinente el cria-

do, más curioso que interesado, y volvién-

dose brusco S. E., que si no se aparta el

preguntón hubiera tenido que sentir, res-

pondióle:

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90 LA VOZ DE LA CONSEJA

—|A1 infierno, imbécil!

Llegaron a la calle y en la puerta espe-raba un coche de camino, tirado por dostroncos de muías.

Escoltábale un piquete de guardias dela lancilla...

Subieron entrambos, primero Tassis, yel alcalde dio orden de partida.En la quietud de la noche, los herrajes

de la pesada máquina sonaban sobre los

guijos enlodazados de la calle como untren de artillería.

Y diz quien presume de haberlo oído, yfué el cochero (que por esto no es bien queestén los pescantes donde están, que nose pierde palabra y así no puede habercosa secreta entre los señores), que así

como se alejaron obra de tres o cuatro le-

guas, dijo el señor don Luis:

—Aquí acaba mi misión con vuecelen-cia. Como ve, no va preso, sino desterradoen veinte leguas enredor de Madrid, Sala-manca, Córdoba y otras ciudades en dondehubiese audiencia del Rey. Ello va aperci-

bido con pena de la vida. Vuecelenciaverá si entra en sus cálculos obedecer o no.Dos parejas de lanzas dejóle por escolta

hasta Sigüenza; yo con las otras me tor-

no hacia la Corte. Y ahora, que Dios le

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ASI MURIÓ EL CONDE 91

dé suerte, salud y paciencia para sufrir

estas cosas.

Muy afectuoso despidióle don Juan, ymontando don Luis en uno de los caballos

que traían los soldados a la mano, partie-

ron el camino...

PARTE SEGUNDA

CAPITULO PRIMERO

EN QUE SE DA NOTICIA DE LA MUERTE DELREY

Agora si que veo tan perdida mi causacomo lo fué aquella armada invencibleque mandaba el segundo Filipo a pelear

contra Inglaterra.

En la madrugada de hoy, 31 de Marzode 1Ó21, ha tenido el triste fin que se es-

peraba la vida de wS. M.Con esto cambiaron proceres y magnates

sus ascendencias y destinos, y mi preten-sión quedará sin efecto, aunque bien pu-diera el Señor disponer un milagro ha-ciendo que en este revuelo viniera algúnalma justiciera que no me dejara de la

mano

.

De poco han servido procesiones y ro-

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92 LA VOZ DE LA CONSEJA

gativas por la salud del monarca, ni traer

y llevar hasta Casarrubios el preciadocuerpo del glorioso San Isidro, que biense ve que a Dios no convenía que se obraraprodigio alguno, que viendo en qué des-

cuidadas manos estaba España, sin dudaque pensó: «Mejor se está sin Rey.»Y qué bien recelaba su augusto pa-

dre cuando, 3^a al borde del sepulcro y he-cho una inmunda pestilencia, dijo vién-

dole tan mozo y tan débil:—«Y como temo que me le han de go-bernar...» que así ha sido.

Todo el tiempo que asentó en el tronono fué más que escarnio, juego y mofade sus favoritos los duques de Lerma yde Uceda, y del ambicioso e intrigante

P. Aliaga.Por cierto que ahora cuéntanse cosas

infamemente peregrinas del penúltimo, aquien pienso que Dios ha de acabar demala muerte, por hijo desnaturalizado.Su padre el Cardenal parece que había

pensado en él para descansar de las tra-

pacerías de su ministerio, y llevóle a pa-lacio; pero el aprovechado vastago entrósede tal manera y tan presto en el ánima del

monarca, que no tardó en deshancar al

padre y hacelle la contra, y se dice quemás de dos veces y en la misma regia cá-

mara hubieron de sostener violentísimas

escenas el padre y el hijo, en las que faltó

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ASI MURIÓ EL CONDE 93

poco para que dieran el monstruoso es-

pectáculo de venir a las manos.Al fin venció el de Uceda por entero en

la voluntad del Rey, y salió desterradopara sus posesiones de Lerma el favorito

en desgracia.

Diz que ayer noche, en un momento delucidez, quiso el moribundo soberano re-

conciliarse con sus enemigos, para tener

en ellos un montón más de rogativas porla bienaventuranza de su alma luego deque dejase este mundo pecador, y mandóque le llevasen una lista de todos cuantospadecían pena de destierro.

Hízose como mandaba, y el mismo Uce-da escribió los nombres de todos, entre los

que, por indicación del P. Aliaga, puso el

de su progenitor.

Presentóles al Rey.gEste pidió una pluma, y conforme iba

pasando los ojos por ellos, tachaba el ren-

glón, dando así a entender que perdonabaal que fuese.

Pero he aquí que no había llegado a la

mitad, cuando acometióle un desmayo ycayó de sus manos pluma y papel sin ha-ber dado por finalizada la piadosa obra.Así es que los que estaban sin tachadurainterpretóse falsamente que no habíanmerecido la gracia del monarca; el úl-

timo nombre de todos era el del duque deLerma

.

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94 LA VOZ DE LA CONSEJA

Nunca creyera que pudiese haber en el

mundo tan monstruosa enemiga con unpadre, que aunque éste hiciere todo génerode bellaquerías contra un hijo (caso queen esta ocasión dábase muy al contrario)jamás había de germinar la semilla del

rencor en el pecho del ofendido, porquefuera (y así es en esta ocasión), como mal-decir de su sangre y por ende no tenersecomo bien nacido.

Diz que mañana trasladarán el cuerpodel Rey al panteón de El Escorial, y yahoy han comenzado los preparativos, queno hay pie ni mano que sosiegue dentrodel Alcázar.Valiéndome de la amistad que hice con

un secretario de sala, subí este mediodíaa ver el cadáver y rogar a Dios porque le

dé eterno descanso, aunque si tanto daen descansar allá en el cielo como acá enla tierra, no pienso que haya justo más re-

posado en toda la corte celestial.

Tiénenle puesto en la capilla, sobre unrico túmulo, al que bien pudiera aplicarse

el magnífico soneto de Miguel de Cervan-tes.

Por la altura en que está no alcanza averse el cuerpo; únicamente asoma unpoco el perfil y las manos cruzadas sobreel pecho, en las que sustenta un primo-roso crucifijo de antiguo marfil.

Todo el templo está cuajado de paños

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ASI MURIÓ EL CONDE W

negros, y solamente alumbrado por los

blandones que rodean el túmulo, los cua-les están embutidos en maravillosos can-delabros de plata labrada, de doce brazoscada uno.Velan continuamente los monteros de

Espinosa.

Fué lioy el entierro de S. M. No haypara qué me canse en asentar aquí cómoy en qué manera hubo de llevarse a cabotan triste acto, pues que notables inge-

nios y celosos cronistas tiene la corte quedejen escrito tan importante capítulopara la historia deste reinado.

Diz que el nuevo soberano es más ac-

tivo y emprendedor que su padre.Espéranse del grandes iniciativas que

redunden en beneficio y prosperidad parala nación.

Dios lo haga y no le deje ni nos deje desu divina tutela e inspiración, que bienlo habemos de menester si no es que que-remos todos los españoles que nos lleve la

trampa.Diez y seis años cuenta el joven prín-

cipe, y desde ha seis está unido en matri-monio con la princesa doña Isabel deBorbón, hija del Cuarto Enrique de Fran-cia y de su segunda esposa María de Me-diéis.

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96 LA VOZ DE LA CONSEJA

Cierto que la nueva reina es la más pe-regrina hermosura de la Corte española.

jDios la bendiga!, que bien vale na-ción tan hidalga, soberana tan magnífica.

Dícese que con el cambio de Rey alza-

ráse mucho la mano con la gente patriciaque cayó en desgracia durante el otroreinado, y también se asegura que mu-chas de aquellas altas torres que amena-zaban con tocar el cielo, ya comienzan aresquebrajarse y hay muy serio peligro

de que se desplomen.Parece que la gran fuerza que les está

minando llámase don Melchor Gaspar yBaltasar Núñez de Gusmán, y es CondeDuque de Olivares.

CAPITULO II

COMIENZOS DEL NUEVO REINADO Y PRELI-MINARES DEL FIN DE VILLAMEDIANA

¡Válame Dios! y cómo viene de perilla

a mis tristuras aquel refrancillo de dondeno hay harina todo es mollina.Más de dos meses ha tenídome tullido

en cama un desalmado reúma, del queaún no me encuentro libre, sino que andocomo Dios quiere, y no quiere bien. Aunmenos malo que el posadero fué hombre

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ASI MURIÓ EL CONDE 97

caritativo y mirando la desgracia que tansañudamente ciérnece sobre mí, no con-

sintió que me sacaran de su casa para lle-

varme a un santo hospital, como yo pe-

día.

—Aquí se estará, padre—me dijo,—

y

no se desespere y tenga paciencia, que conla ayuda de Dios y un poco de buena vo-

luntad de parte nuestra, todo se arreglará.

Yo sé que su paternidad es hombre con-

ciencia, y no he de abandonarle, que yotambién he pasado muy negras jornadasen la vida, y me ha sabido muy bien hallar

un alma buena que me diese la mano.Como soy cristiano, que aunque vi-

viese eternamente no he de olvidar esta

acción.

En lo posible, pagúele enseñándole las

letras a un muchachico mu}^ despabiladoque tenía, y tal interés puso el diablejo

del rapaz, que 3^a lee mejor que un escri-

bano.Parece que en este poco de tiempo han

acontecido más cosas que otras veces enel transcurso de un siglo.

Como consigné en el papel anterior,

abriéronse las puertas del destierro paraalgunos perseguidos, pero no cerráronsede nuevo, sino que continuaron de paren par hasta que de acá salieron otros aocupar los puestos que aquéllos dejaban.

Diz que son, entre otros menos nota-

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98 LA VOZ DE LA CONSEJA

bles de los que han venido por la amnistíade la coronación, el almirante de Aragón,el marqués de Velada, don Pedro de To-ledo y el famoso don Juan de Tassis.

Parece que el duque Cardenal, ansícomo supo que estaba la puerta franca co-rría hacia aquí con el ansia de entrarse derondón, y si pudiese a tornar a coger la

sartén por el mango; pero a lo que se ve noestá el de Olivares para Cardenales destaespecie, que pudieran gangrenársele, yapenas se enteró del viaje, ganó la volun-tad del Rey y envióle a Su Ilustrísima, queya estaba a más de mitad de camino, al

oidor del Consejo Real don Alonso de Ca-brera, con órdenes de que se retirase a Va-lladolid hasta que S. M. fuese servido demandarle otra cosa.

Con lo que el olvidado favorito pareceque ya perdió toda esperanza de volver aser quien fué, como procuraba.Todos los demás han entrado con los

mismos honores que disfrutaban cuandose partieron.

Villamediana, que diz que ha parecidomuy bien a madama Isabela, ha sido nom-brado su gentilhombre y repuesto en suantiguo cargo de Correo mayor.Su ingenio ático, parece que es muy bien

recibido de las augustas personas, y entreel monarca y él han cruzádose muy dono-sas composiciones, que es fama que tam-

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ASI MURIÓ EL CONDE 99

bien al nuevo Rey entiéndesele muy loza-

namente de achaque de rimas. Y antes le

parece mejor una academia de poetas queun Consejo de Estado.Ahora que el tal usía vese en alto y tan

por los suelos a los que tres años atrás es-

taban por las nubes, dijérase que manejala enconada sátira con más crueldad yacierto de la que había por costumbre.Como no ve ya en lontananza el destierro,

no hay freno que valga a contenerle.

Cada infelice que sale de los límites de la

Corte por la desgracia del Re}^, lleva comocédula o pasaporte la consiguiente diatriba

del señor don Juan.Es de leer la que dicen que asestó al

derrumbado duque de Uceda cuando sa-

lía para el lugar de su patrimonio con or-

den de no salir de él:

«El Anti-Pablo, a mi ver,

fundó, si bien no sé cómo,en humo lo mayordomoy el viento lo sumiller.

Hoy polvo, Nabuco ayer;¡ved lo que en el mundo pasa!pero a ninguno traspasaver en tan mísero paso,al que de nadie hizo caso

y de todos hizo casa.

En esto paréceme que hace harto malS. E., por delincuentes que fueren los za-

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100 LA VOZ DE LA CONSEJA

heridos; al fin y al cabo bastante pena tie-

nen con haber caído en desgracia, y arras-trar su humillación ante las mismas gen-tes que antes fueron testigos o víctimasde su despotismo.

Diz que han sido famosas las fiestas dela proclamación del nuevo soberano, yque en su panegírico y encumbramientoha empleado don Juan tan diestramentela péñola, cual sabe hacer uso della en los

vejámenes.¿Por qué no le tocará Dios en el cora-

zón y se arrepentirá de tan terribles bur-las? Demás que entiendo yo (aunque bien

se me alcanza que es cosa de todo puntoimposible, por ser muy humana) que na-

die había de señalar las faltas y defectos

de los otros, sin reconocer y corregir anteslos suyos.A la postre, a los 21 de Octubre, inau-

guróse el capítulo de justicia de este rei-

nado con la muerte en patíbulo de donRodrigo Calderón. (Lamentable suceso,

que tampoco presencié y dello me huelgo.)

Diz que ha muerto muy distinto decomo vivió, y en todo arrepentido de su

pasado.No sé por qué me parece que este pro-

ceso, más que la primera justicia del cuarto

Austria, ha sido la primera infamia, puesque a este hombre, para hacelle caer den-tro de las leyes, hásele achacado la muerte

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ASI MURIÓ EL CONDE 101

de aquel alguacil Francisco Xuara, quea buen seguro que no cometió, pues si sólo

ahorrárasele el vivir, por abusos de malgobierno y filtraciones de los fondos del

Estado, díganme si no había de estar la

mayor parte de los ministros del mundo,los que no ahorcados, puestos en prisión

perpetua.No, sino pongan los ratones donde haya

tocino, y esperen a ver si se dedican a la

vida contemplativa.¡Cómo acordaríase el infelice marqués de

Siete Iglesias, yendo para el cadalso, deque ya le profetizó Villamediana tan malfin aquella tarde que tuvo en la Plaza Ma-yor unas pesadumbres con el teniente dela Guardia española, don Fernando Ver-dugo!

¿Pendencia con verdugo, y en la plaza?Mala señal, por cierto, te amenaza.

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102 LA VOZ DE LA CONSEJA

CAPITULO III

DONDE SE DA CUENTA DEL SECRETO DIÁ-LOGO QUE CIERTA MAÑANA TUVIERON DOSALTOS PALACIEGOS, Y EN EL QUE SE VEQUE VILLAMEDIANA CAMINA RÁPIDAMENTE

HACIA SU LAMENTABLE FIN

No habrá dos días que hube necesidadde avistarme con un secretario del nuevoprivado, del que por medio de una cartaque ine facilitaron del marqués del Carpió,

pude conseguir tanta merced, con lo queparece que má pretensión, ya a punto deacabar en el otro reinado, daba en aquesteun regular avance.

Para ello hube de aguardarle en unasala de la Secretaría de cámara, y a fe queno hube ocasión para aburrirme, pues, sin

procurarlo ni apartarme del asiento quetomé al entrar, vine a tener conocimientode muy transcendentales sucesos.

La sala es sombría y espaciosa; da a unpatio, y como toda ella está profusamentecolgada de aquellos ricos tapices que el

señor duque de Alba trajo de Flandes, nopuede entrar allí la luz con todo esplendor.

No dij érase sino que las tinieblas quellevamos a aquellas alegres campiñas nohabían querido tener reflejo en sus lagos

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ASI MURIÓ EL CONDE 103

y habíanse vuelto a España escondidasentre el cordoncillo y nudos de los dichostapices.

De hacia un ángulo del aposento oíase

este coloquio, sostenido por dos hombres:—Ello es cosa que por la parte del Con-

de no deja lugar a duda de ningún género.Y créame vuesamerced, que aunque en lo

que atañe a la Reina no haya peligro al-

guno, si no aprovechamos esta ocasiónpara acabar con Tassis, jamás lo podremosconseguir. Ahora está muy metido en Pa-lacio...

—Naturalmente, para el logro de susbastardas pretensiones.—Y bien quisto del Rey...

—Será por aquello que dicen que el ma-rido es el postrero en enterarse.—Y del mesmo Olivares, a quien otras

veces asaetó con tanta saña como en el

otro reinado hízolo con el duque Cardenal,con Uceda y Osuna.—Pues, conforme en que hay que ali-

mentar mucho esta especie.

—Llegado a oídos del Rey, aunquesólo sea por cortar la murmuración, notardará en borrar del mundo de los vivosa don Juan de Tassis, conde de Villame-diana, y Correo mayor destos reinos y los

de Ñapóles.—Y Dios haga que ello sea pronto, que

a fe que con él no hay vida tranquila.

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104 LA VOZ DE LA CONSEJA

—Ni honra segura.—Quien esto cuenta, muy donosamen-

te salpimentado a todos los que quierenescuchárselo...

—Ya sé, es doña Francisca de Tabora.—Dama de la Reina.

—Justamente.—Pero no sé yo hasta qué punto, y en

lo que a S. M. atañe, puedan tomarse esas

afirmaciones.—¿Por qué?—¿Vuesamerced no sabe, por acaso, que

antes de partir el Conde para su últim.o des-tierro era la Tabora su amante?—¿Esas tenemos?—Y cuando ahora llegó a la corte nues-

tro hombre, sin duda que parecióle quelos años transcurridos habían rescado en-cantos a la espléndida doña Francisca, ydesembarazóse un tanto bellacamente deaquel querer, que, durante la ausencia,había sostenido la dama con tanto fuerocomo antes de separarse.

* * *

He aquí pues, que desprendidos de las

explícitas y secretas declaraciones de aque-llos dos enemigos de Villamediana, pue-den desprenderse ios siguientes sucedidos,contados y llorados por la mencionadadoña Francisca de Tabora.

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ASI MURIÓ EL CONDE 105

Y a lo que parece, la ofendida dama notenía en contarlo el paño de lágrimas yconsuelo de su grande dolor y venganzade su agravio.

CAPITULO IV

EN QUE PROSIGUE EL ANTERIOR EN FORMAHISTORIAL Y COMO ES DE PRESUMIR QUE

HAYA ACONTECIDO

En achaques del corazón ya es sabido,

porque es como ley fatal de la vida, queno intervienen para nada rangos ni eda-des, y por ello úrdense y amañan los másextraños idilios y amancebamientos quees dado imaginar.Y así parece que aconteció en este caso,

la gentilísima hermosura de la hija de En-rique IV y la notable arrogancia e ingeniode don Juan de Tassis se han compenetra-do, y a pesar de la distancia de clases.

Amor, padre de la humanidad, los ha lla-

mado a su reino.

Sin embargo, parece que la soberana,más pru:'ente o más calculadora, dándoseexacta cuenta de su importante papel enla comedia humana, no arriesga su hono-rabilidad, y sólo parece que comprometesu corazón.

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106 LA VOZ DE LA CONSEJA

Pero don Juan no quiere aquel amor deotra manera que engarzado en todas las

dulces consecuencias que suele traer tanatrevido infante, y cuando los celos del

marido le acucian o el despecho le hiere,

no muestra reparo alguno en ser impruden-te y publicarlo mal rebozado en ingenio.

Muchos días ha que doña Isabel andarecelosa, temiendo que las osadías del Con-de caigan, sino en el Rey (porque éste, muybien entretenido fuera de palacio, perma-nece ciego, sordo y mudo a todo, y másque a nada a los asuntos de Estado) en la

maledicencia palaciega, y ha^^a muy gra-

ves sucesos que lamentar.Si ella tuviese suficiente entereza para

cortar aquel idilio...

Y hubo un día en que, al tornar de unafiesta religiosa, viniendo ella sola en el co-

che, don Juan, que servíala de caballeri-

zo, estuvo tan imprudente, que desde lue-

go pensó en poner término a situación tandifícil y comprometida.—Apenas lleguemos a palacio—le dijo

-—habemos de hablar; id haciendo cuentade que he determinado, que quiero, queordeno que sea la última vez. En la gale-

ría de la antecámara que da a la Vega, os

estaré esperando. Haced un poco de tiem-

po, pero no tardéis mucho...Asintió el Conde con una hgera inclina'

ción, y parando el caballo en firme, al mis*

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ASI MURIÓ EL CONDE 107

mo tiempo que hacía lo mismo la carroza,

pues habían entrado en el zaguán del Al-

cázar, saltó a tierra y acudió a rendir los

honores debidos a sus dos veces reina...

Apenas entró la soberana en su cámara,pidió quedarse sola.

Las damas retiráronse extrañadas, puesaquella hora solía S. M. emplearla en agra-dable y casero esparcimiento con todasellas.

Gustaba de que la contasen las hablillas

y murmuraciones cogidas en los mentide-ros de la corte, las galantes historietas delas damas que andaban por los platónicoscampos de Cupido, y, aún más allá, por los

verdesy aun escabrosos de su madreVenus.No era cosa que le asustara ni diérale

motivos para ruborizarse como una novi-cia, el saber que tal doña fulana, que pa-saba por la virtud más incorruptible, an-daba en hocicamientos con tal cual paje-cillo imberbe, o estotro grave consejero.En la corte del Rey su padre, esta clase

de historietas, no ya sólo acostumbrabana referirse sin rebozo ni escrúpulo alguno,sino que luego de sabidas procurábase pre-

senciarlas, para comparar la distancia quehabía de lo vivo a lo pintado.Demás que ya el Rey, su esposo, era muy

buen introductor en Palacio destas cosas.

Y como digo, aquella tarde no quiso se-

sión de picardía.

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108 LA VOZ DE LA CONSEJA

Licenció a todas.Miguelico Soplillo y Agustinica Velasco,

sus enanos predilectos, llegáronsela ha-ciendo mil bogigangas y zalemas, y a en-trambos los despachó arrojándoles a los

pies no sé que golosinas, con que habíanleregalado las señoras monjas.Y arrimando un taburete junto a una

ampha ventana dispúsose a esperar.

Y mientras esperaba contempló la so-

lemne puesta del sol, allá por las cumbresdel Guadarrama.

Así, mansamente, con aquel plácido so-

siego, ansiaba ella que pusiérase el sol desu querer, sin pena ni gloria, con muchapaz, con la paz geórgica de los valles tran-

quilos que ven pasar la vida ante ellos sin

sufrir otra mudanza que la rápida 'visión

de las cosas que se reflejan en la manse-dumbre de sus fuentes escondidas...

Y don Juan, muy a pesar suyo, hubode retener el momento de subir a escucharla voz adorada de la dulce enemiga de sualma.

Primeramente hubo de atajarle un se-

cretario de la estafeta para firmar la en-trega de unos pliegos, que en la posta deaquella mesma noche habían de salir parael virrey de Ñapóles.

Ello era cosa que, por ser urgencia im-prescindible de su alto cargo, no habíamedio de retener un solo instante.

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ASI MURIÓ EL CONDE 109

Dejaba ya cumplida esta misión y po-

nía el pie en el primer peldaño de la esca-

lera de Damas, cuando topóse con doña

Francisca de Tabora, que venía hecha una

fiera encelada.

Paróle en firme, y le llenó de insultos e

improperios.Remitieron su puesto los rencores a los

llantos y a las súphcas.

Hubo evocaciones del venturoso pasa-

do, cuando el que supHcaba era él, y ella

mostrábase esquiva y zahareña; pero al

fin cayó, y todo fué ventura y alegría yeróticos poemas del Amor.—Sé que vais donde ella está—plañía,

entre lágrimas y amenazas la infehce dama;

—sé que ella os espera, sé que los dos sois

infames, que los dos sois perjuros. A míno puedes engañarme, porque os he sor-

prendido, más de una vez, por las frondo-

sidades del Retiro y por los laberintos des-

tas galerías, y no tuve valor para acusaros;

pero si ahora das un paso más hacia don-

de te aguarda, juro a Dios que al son de

trompetas y tambores harélo publicar

como un edicto.

Disculpábase Villamediana, y esforzá-

base por convencerla con la mentira, yhasta llegó a amenazar y a insultar y aun

a escarnecer...

Al fin, con un empellón violento, pudoapartarla; pero la triste sufrió tan cruel

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no LA voz DE LA CONSEJA

paroxismo, que hubo don Juan de acudira sostenerla, que si este auxilio no prestasea fe que cayera redonda al suelo.

Doña Isabel continuaba mirando cómoel sol se dormía.

Detrás della sintió el leve rumor de unospasos que apenas querían tocar el suelo.

Doña Isabel sentía sobre su divina nucael hálito del que llegaba.

No quiso volver la cabeza.Unas manos juguetonas posáronse amo-

rosamente sobre los ojos.

Doña Isabel exclamó, entre enojosa yadormía:—No es la ocasión a propósito para bur-

las. Estaos quieto, Conde.Las manos cedieron.

La reina miró al galán.

Y el galán era el rey.

—¿Qué Conde esperabais?—preguntócon una calma terrible, en la que agaza-

pábanse todas las violencias.

Y doña Isabel respondió, maestramen-te, envolviendo su faz en una plácida son-

risa:

—Al de Barcelona. ¿No sois vos. Condede Barcelona?

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ASI MURIÓ EL CONDE 111

CAPITULO V

LA JORNADA DE ARANJUEZ. «LA GLORIADE NIQUEA», COMEDIA QUE DON JUAN DETASSIS COMPUSO «ALEVOSAMENTE» PARAFESTEJAR EL CUMPLEAÑOS DEL REY.UNA PIEDRA MÁS PARA EL MONUMENTOFUNERARIO QUE ÉL MISMO IBA CONSTRU-

YÉNDOSE

Apenas Febo ha visto llegado el tiemponatural de su regencia, y ya quiere gober-nar con todo el rigor que tiene por cos-

tumbre desde su estrado del Agosto.Madrid arde, y aún no entró del todo el

mes de Mayo.¡Vive Cristo!, qué bien supo darnos el

pego el mes de Abril, que no parecía sinohermano gemelo del helado Diciembre.Tanto que, queriendo doña Isabel feste-

jar el santo de su augusto esposo (que porla gracia de Dios es el 8 de Abril) conuna comedia de circunstancias, compuestapara el caso por el Conde, húbose de de-sistir por la crudeza del tiempo, pues la

tal pieza alegórica había de representarseen el Retiro.

Pero ahora parece que Mayo dio licen-

cia para todo, y echada para allá la Corte,comenzaron los preparativos para tannotable festejo.

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112 LA VOZ DE LA CONSEJA

La comedia es de grande apariencia yespectáculo, y parece que ha de ser la me-jor presentada de cuantas van hasta el

día, pues ha de hacerse con un artificio

nuevo, construido exprofeso por el inge-

nioso capitán Julio Fontana, superinten-dente de las fortificaciones de Ñapóles du-rante el tiempo que por aquellas tierras

hubo de estar el Conde.La reina está muy consentida en que

este festival llegue a celebrarse con todala grandeza y ceremonia acostumbradaen las cosas de Palacio, y ella misma lo dis-

pone y dirige como el más experto y exa-minado autor de comedias.No han de representarla comediantes

de oficio, sino todas personas de la másalta nobleza, y no entrará en ella más hom-bre que el bufón Miguelico Soplillo.

La misma doña Isabel tomará parte(aunque su papel no tiene palabra ni re-

citado alguno), representando la diosa dela hermosura.

Las damas están tan gozosas 3^ bien em-paquetadas en su nuevo oficio, que pare-

cen comediantes formales, según lo malque hablan las unas de las otras y lo des-

dichadamente que se aprenden los pa-peles.

Don Juan, que ha encontrado esta oca-

sión para estar cerca de su imposible que-

rer, no sale de Palacio, y todo se vuelve

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ASI MURIÓ EL CONDE 113

pasar el día ensayando la aparición de la

hermosa deidad.Por cierto que con ello da ocasión a mil

impertinencias, y todo ha de venir a de-

clarar el fuego que, como hombre presun-tuoso y pagado de su estampa, no sabe ha-cer si no dice, que es de lo que afirman quelas aventuras no se disfrutan bien sin la

salsa picante del escándalo.

Desta comedia. La gloria de Niquea,suele decir:

—Es la primera y la única que ha salido

de mi pluma; pero acaso ella sea la queme dé la inmortalidad.Y una tarde, durante el ensayo, al

tiempo de tomar la mano bella de doñaIsabel para ayudarla a bajar de la ca-

rroza en que ha de presentarse, alguienha oído decir a S. M., en tono de amorosoreproche:—¡Que me lastimáis! Por Dios, tened

juicio. Estas locuras vuestras han de dar-nos que sentir.

Y el tal dicho ha corrido por todo Aran-juez, pero en secreto. Las damas sonríen.Los caballeros tosen. La Tabora rompeabanicos y escribe billetes, que rasga smenviarles a su destino. El Rey juega y co-rrige escenas de unas comedias suyas, quele están escribiendo Villaizán y Hurtadode Mendoza. El Conde Duque atúsase e\

boscaje que luce por bigotes, y se ríe.

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114 LA VOZ DE LA CONSEJA

Vélez de Guevara y el Diablo Cojueloplanean una comedia histórica, en que hande moverse todos estos personajes.

Llegó, al fin, la ansiada tarde de la co-

media.Toda la Corte y todo Aranjuez andaban

perdidos de emoción, que para otra cosano teníase vida, si no era para conllevarel júbilo.

Aun los negocios de Estado suspén-dense hasta que pase la fiebre escénica, yno es cosa rara el ver a un amanuense co-

rriendo tras un secretario, diciéndole:

—Mire, señor, que ponga la firma enesta minuta que ha de substanciarse ma-ñana, y es asunto de muy grande urgen-cia.

Y responder el secretario, como si le

pincharan en lo más sensible del honor:—Bellaco, dad gracias a que estoy de

priesas, que si no ya vos diría quién es

Calleja. ¿Pensáis que se está un hombrepara niñerías de firmas con este desaso-

siego?

Poco más eran de las cuatro de la tarde,

cuando en el jardín que dicen de la Isla

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ASI MURIÓ EL CONDE 115

comenzóse, con toda solemnidad, la co-

media del Conde.Bien iba, y con sus primeros pasajes,

aunque mal entendíanse por la incivilidad

del verso culterano; solazábase muy bien

el nutrido ateneo.

Las complicadas apariencias y enreve-sados artificios (casi tanto como el len-

guaje), eran cosa que tanto despertabala admiración, como nunca vista, que a

todos tenía con el alma en los ojos.

Ya había pisado las tablas doña Fran-cisca Tabora, quien para mayor tormentode sus celos tomaba parte simbolizando el

mes de Abril, y 3^a doña María de Guzmán,lindísima hija de los condes de Olivares,

en faz de Diana cazadora, había recitadomuy donosamente su parte, y la hermosay etiópica azafata de la Reina había can-tado con su prodigiosa voz aquel romance,que es el mejor fragm.ento lírico de todala obra:

«Yo soy, en opaco bulto

y en obscura confusión,con manto de estrellas, nochenegra, imagen del temor.

Soy cómpHce tenebrosode cuantos hurtos Amorno fía de las auroras

y esconde a la luz del sol.

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116 LA VOZ DE LA CONSEJA

Amadis, duerme seguro;duerme, que en sueño nopuedes temer los peligros

desta encantada ilusión.^

cuando al aparecer la soberana sobre sucarro triunfal comenzó a arder toda la es-

cena, y no quedó cosa en pie.

La confusión fué grandísima, y nadiemiraba a más que ponerse en salvo, sin

cuidarse, grandes ni pequeños, de auxiliar

a sus reyes.

Del Rey, no parece que se ocupara al-

guien; de la Reina... apenas iniciado el

fuego viósela desaparecer en brazos del

amonado Conde, que acudió a ponerla ensitio seguro, tanto que no la hallaron hastamucho después, cuando no faltaba quientemiese que hubiese perecido abrasada.Y puede que al receloso no dej árale deasistir razón.

Momentos antes de comenzar la fiesta,

en un lincón apartado del jardín. Villa-

mediana y un paje sostenían este diálogo:

—¿Olvidaste la lección?

—No, señor.

—Bien; ya sé que eres hombre para uncaso delicado. Ni un momento antes ni

otro después, en el preciso instante de

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ASI MUPwIO EL CONDE 117

aparecer S. M., prendes la tela. Ya sabes

cómo pago y ya sabes cómo castigo.

Oyéronse hacia aquella parte risas y vo-ces femeniles, y el breve diálogo quedó allí.

Y cuando la confusión era más grande,que nadie se veía ni se entendía, por los

más espesos senderos del jardín corría uncaballero con una dama en los brazos.

—El fuego de mi corazón, que no otro

alguno, es quien incendió el teatro—decía

el galán;—y como pavesa divina vos trajo

a mí; dos veces reina: de mi vida y de mipatria.

—¡Ay, Conde! Que nos habemos per-

dido—decía ella.—Pobres de nosotros.

—Pobres, no; felices, porque nos ama-mos.

Cerca sonaron voces de—jAquí está la ReinalY más chillonas que todas, las del bu

fon Miguelillo, que decía:

—¡La salvó Villamediana!

CAPITULO VI

DESPUÉS DE LA QUEMA

Desde el punto y hora en que la Cortetornara a Madrid, comenzó a correr portoda la villa el olor de la chamusquina de

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118 LA VOZ DE LA CONSEJA

Aranjuez. Y más iatensidad dii érase quehabía a raíz de acontecer la desdicha.La Reina, apenas hallaba hora en que

mostrar, diáfana, su belleza espléndida,sin sombra alguna de preocupación; y enlo que al Rey hace, más taciturno y som-brío solía estar que acostumbraba su de-voto abuelo.No así el de Olivares, a quien la satis-

facción parecía salírsele por los poros,pues con estas intrigas que su hada la For-tuna preparábale 3^ otras que él sabía mu-ñirse muy bien, iba alcanzando el doradologro de sus egoístas aspiraciones,

Dij érase que a don Juan de Tassis ha-bíale embestido el amarillento mal de la

ictericia, que diz que es la flor de la me-lancolía.

No se le veían más de los ojos, y a aque-lla pulidez conque denantes solíase peinarbigotes y melenas, ahora ha sustituido el

desmayo y lacitud del sauce.

No dejaba día sin acudir a su despacho,pero sin detenerse ni bromear con los cor-

tesanos, y únicamente acompañábale, al-

guna que otra mañana, el beneficiado dela mezquita cordobesa, don Luis de Gón-gora.

Viéndoles a entrambos graves y silen-

ciosos, convidaba a pensar que era el

Conde ánima en pena que hubiere sacadoel insigne clérigo, y como cosa maravillosa

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AC: MÜRIO EL CONDE 119

traíala a presentar ante Sus Majestades.Con mucho calor comentábase en todo

el Alcázar, desde los aposentos de los mo-zos hasta las regias antecámaras, que vol-

viera el de Tassis a la regia mansión, y nofaltó quien recordara que, por harto me-nos que lo de Aranjuez, hase dado otrasveces muerte a mucha gente de campa-nillas.

En fin, que todo Palacio era como re-

voltillo de personajes, que en el meollode un grande ingenio comenzaban a pla-near una gran tragedia, a la manera deaquellas que inmortalizaron el teatro he-lénico.

Bajaba una mañana el Rey a tomar el

coche que había de conducirle al Pardo,donde tenía determinado distraer el malhumor con el noble ejercicio de la caza,cuando al cruzar por el salón de reinossalióle al paso doña Francisca de Tabora,quien, arrodillándose delante y con vozmu}' alterada, ya por la emoción, ya porel despecho, dicen que le dijo:

—Señor, déme Vuestra Majestad las

manos para besárselas, y mire que quieroque me dé su licencia para apartarme delservicio de la señora Reina. Nuestro Se-ñor me niega la salud, y más que para ser-

vir, quieren mis achaques que esté paraque me sir\'an.

No hizo aprecio el monarca, y díjola

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120 LA VOZ DE LA CONSEJA

que dejara aquello para tratarlo en otraocasión, porque en aquella no habíalugar.

Luego encontráronse frente a frente las

dos rivales, y es fama que la escena quetuvieron más tiró hacia la calle que hacialos estrados cortesanos.Miguel SopHllo, el bufoncejo, que en

todo nacía honor a su apeUido, no tardóen irle con el cuento al señor don Juan; yel tal, que en este asunto, ya de puro in-

sensato raya en loco, anduvo lo más del

día buscando a doña Francisca para cas-

tigarla por el desacato, como a moza derompe y rasga.

Al fin parece que acalláronle los conse-jos de don Luis de Góngora, y los peligros

que columbraba, de llegar al escándalo,

y sólo con la promesa de unas sátiras, quelevantaran ronchas, vino a conformarse.

CAPITULO VII

AQUELLA FIESTA DE TOROS...

Ya parece que van apoltronándose fi-

jamente en sus empleos los nuevos seño-

res que han de aconsejar y despachar los

destinos del nuevo reinado.

Algo adelanté en mi pretensión, que

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ASI MURIÓ EL CONDE 121

hoy estuve en la secretaría de la maes-tranza de Zaragoza, y parece que entre

las primeras pretensiones que firme SuMajestad, luego de pasadas estas fiestas,

será una la de mi arcedianato. Si ello es

como dánmelo por servido (que achacanel no estarme ya disfrutando del a incu-

ria de los anteriores gobernantes), a fe

que como dicen de Zamora, no le he ga-

nado en una hora.

Bien va de fiestas este año de 1622, yseguramente que quien más han de hol-

garse con él son los bienaventurados, quepor la ejemplaridad de sus vidas y alteza

de sus virtudes asiéntanse a la diestra deDios Padre.

Ignacio de Loyola, Francisco Javier,Felipe Neri, Teresa de Jesús, y pareceque más que todos, por ser nacido y criadoen Madrid, aquel Santo Isidro, mozo delabor en tierras de vino de Vargas, andanestos días de servilleta prendida, pues vaa dárseles ya, en definitiva, la cédula deSantidad.

Las fiestas de toros celebradas en la

Plaza Mayor han sido famosas.Paréceme que esta clase de diverti-

miento ha de encontrar de día en día másarraigos en España, pues básela tomadotanto el gusto, que ya más de una vezhan acaecido lamentables desgracias al

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Í22 LA VOZ DE LA CONSEJA

procurarse puesto la plebe para presen-ciarlas.

Yo de mí sé decir que es cosa que meagrada sobremanera.Aquel donosísimo juego de ímpetu y

destreza entre el bruto y el hombre, ¡vive

Dios que enciende los ánimos y acucia la

sangre adormúda!Es de los más bravos caballeros que yo

he visto, don Cristóbal de Gavina; no le

va en zaga aquel Pedro Verger, alguacil

de Corte, a quien en una destas fiestas

agravió tan cínicamente el dicho Conde,al verle entrar todo galán y enjoyecido:

«Qué galano entra Vergercon cintillo de diamantes,diamantes que fueron antesde amantes de su mujer.»

¡Digan si puede insultarse m^ás bellaca-

mente a un cristiano! c;,^

Notable, ciertamente, fué la fiesta; ymucho regocijó, tanto a hidalgos como aplebeyos, el arrojo y empaque de los ca-

balleros.

Desde muy temprano hubieron de acu-dir Sus Majestades, que desde los ampliosbalcones de la Panadería presenciaban el

lucido festejo.

Comenzaron a desfilar les caballeros enplaza, y cada uno levantaba un murmullo

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ASI MURIÓ EL C0ND2 123

de simpatía entre los millas de especta-dores.

TodoS; al llegar bajo el balcón real, ha-cían la pleitesía de rigor, e iban luego aocupar su puesto en la liza.

Llegó, en fin, Villamediana, tan galano

y gentil, que resumió en sí todas las sim-patías de la gente.

Hubo una grande curiosidad por des-

cifrar el jeroglífico de su emblema.Nadie le comprendía.Traía bordados sobre el pecho, hacia la

parte del corazón, unos reales de plata.

Sobre ellos, escrita iba esta divisa:

Son mis amores.

Entre la gente palaciega había muy em-peñado interés en descifrar qué quiera de-

cir ello.

;^; En el mismo balcón que ocupaban los

monarcas abrióse polémica entre doñaAntonia de Acuña, doña María de Guz-mán y el bufón don Miguehco.Doña Isabel escuchábalos mal de su

agrado, y la vida diera porque se queda-ran mudos.¡;, El Rey no atendía sino el bulHcio defuera

.

El Conde Duque le llamó la atenciónpara que atendiera el coloquio, que era

muy pintoresco.

A la postre, acabóle Soplillo diciendo:

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124 LA VOZ DE LA CONSEJA

—¡Vive Roque, que somos menteca^tosí Pues si ello es tan claro y transparentecomo el sol que nos alumbra. ¿No son rea-

les los timbres de su emblema?—Sí—respondieron las damas.—^Y encima, como abrazándolos—re-

plicó el histrioncillo,—¿no lleva escrito

«Son mis amores?)*Y las damas tornaron a afirmar.—Pues más cristalino, ni el agua desti-

lada. «Mis amores son reales».—Y el muybellaco lo decía silabeando las palabras;como muchacho que comienza a andar porlas páginas de la cartilla.

La Reina quedó como m.uerta.

El Rey atarazó al enano, que todos te-

mieron que fuera aquel su postrero día,

y rugió más que dijo:

—Pues yo se los haré cuartos...

Tan bravamente parece que se portó enla lidia e] alcurniado y maldiciente poeta,que para él fueron los lauros y vítores dela plebe y la nobleza.

El Rey no hizo demostración alguna,ni en favor ni en contra.

Diz que uno de los rejonazos que asestóel Conde fué tan bizarro, que el toro cayóredondo sin rastro alguno de vida.

Doña Isabel no fué dueña de sí misma,y advirtiendo que se desarrugara el ceñode su augusto esposo, exclamó:

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ASI MURIÓ EL CONDE 125

—iBravo por el Conde! Pica bien Villa-

mediana.A que respondió Don Felipe, apartán-

dose del balcón (con lo que dióse la co-

rrida por terminada):—Pica bien, pero muy alto.

CAPITULO VIII

DE CÓMO HAY GENTE PARA TODO

Dejemos aquí nuevamente que la. musade la novela historial hurte unos cuantospárrafos en los diarios avisos del clérigo

pretendiente (aunque más justo fuera de-

cir que pretendió, pues ya su paciencia ynecesidad tuvieron premio, y logró el ar-

cedianato que tan justamente pedía).

Bien es, por otra parte, que la dichamusa tomara estas breves líneas a sucargo, porque como ya su reverencia tiene

en qué emplear el tiempo, no anota y co-

menta con el celo que hasta aquí tuvo pornorma.

Ha dos o tres días que no viene por las

Losas, y por ende ni pide ni importuna,un individuo astroso, que blasona de ha-

ber militado en Flandes y en Italia.

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126 LA VOZ DE LA CONSEJA

A decir verdad, tenía más trazas de ru-

fián que de soldado.De toda su estampa veíase que era hom-

bre capaz de cualquier hazaña, como ésta

no tuviere la nobleza por norma.Traía no sé qué cartas para el almirante

don Fadrique Enríquez, y siempre que ha-blaba era su boca un manantial de porvidas y denuestos. No logró ser recibido

por el dicho magnate, y al fin una m^a-

ñana (que a todo se atreven los ignorantes

y desvergonzados), consiguió ver al CondeDuque, y de entonces acá no ha vueltopor las Losas en guisa de pedigüeño, sino

que derecho iba al despacho de S. E. el

señor don Gaspar.Ignacio Méndez le decían.

La última vez que se le vio salía a la

par de Olivares, y alguien dice que al

punto de despedir a éste junto al estribo

del coche, oyóle estas palabras:

—Descuide Vuecelencia, que destos días

no pasa, y si hasta aquí no pudo ser, fué

porque no hubo lugar. Ahora yo fío que sí,

y todos quedaremos algo más que satis-

fechos. No habrá medio de que hable.

Pero miren que yo voy bien confiado yhago cuenta de que no hay alcaldes ni al-

guaciles en la Corte...

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ASI MURIÓ EL CONDE 127

CAPITULO ULTIMO

Y ASÍ MURIÓ EL CONDE

Y al fin plúgole al trágico poder queestas cosas ordena y dispuesto tan justa-

mente tiene el principio y cabo de todo lo

nacido, que llegara el aciago día del eterno

crepúsculo del señor don Juan de Tassis

Peralta, Conde de Villamediana.Aunque grande era la enemiga que S. E.

tenía en la Corte, no dejó un solo día deasistir a despachar como Correo y Caba-llerizo Mayor; pero ya su caída era inevi-

table, aunque a la verdad, nadie pensabaque fuera caída de muerte criminal.

Muchos auguraban su desgracia, perocasi todos pensaban que fuese destierro,

como otras veces aconteciera.

El de Olivares no daba opinión algunasobre tal asunto si algún indiscreto le pre-

guntaba, y lo más que parece que llegó a

decir (y no era poco), fué que destas tor-

mentas había frecuentemente en los pa-lacios, y en algunas caían exhalacionesque llevaban la muerte, pero que eran ac-

cidentes que nadie podía evitar.

Aquella mañana del 21 de Agostode 1622 entró el Conde a la hora que te-

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128 LA VOZ DE LA CONSEJA

nía marcada de costumbre, más agudo ydecidor que nunca.Aún era comidilla de grandes y chicos

la desdichada muerte de don FernandoPimentel, hijo del conde de Benavente, aquien por cuestión de amores sacó destevalle de lágrimas su deudo don Diego En-ríquez la noche del 7, junto a la iglesia deSan Pedro el Viejo.—-De amores dicen que murió—habló

Villamediana en el primer corro que halló

a mano;—buena enfermedad es, y Diosme acabe della.

Prosiguió luego la charla.

Los alfilerazos personales y políticos en-

tretenían notablemente a un grupo de ca-

balleros que esperaban audiencia de S. M.,

y aunque harto sangrientas las semiblan-

zas y demasiado atrevidas las reprensio-nes, cautivaban los chispazos de su malempleado ingenio.

De todo habló; de los negocios de Flan-des e Itaha, del resello y contraste de la

moneda, de la flota de Indias recién lle-

gada a Cádiz, de la soberbia y favor del

Conde-Duque, de la necedad 3^ presuncióndel de Osuna, y de todo hizo tiras.

Pasó don Baltasar de Zúñiga, confesordel Rey y tío del Privado, y llamándole auna parte díjolj en voz tan queda que de-

jara de oírse:

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..SI MURIÓ EL CONDE 129

—Téngase y mire lo que habla y cómohabla, que tiene peligro de la vida.

Juiciosa advertencia que fué acogidapor don Juan con una nueva y más afi-

lada burla, que hirió muy gravemente la

suspicacia del procer religioso.

SaUó a poco un gentilhombre y dio ra-

zón de que Su Majestad hacía punto enlas audiencias por aquella mañana, conlo que todos abandonamos la regia ante-cámara .

A última hora de la tarde volvió el

Conde a Palacio.

Traía inusitada cohorte de criados, apa-rato que en él no era costumbre, pues la

más compañía con quien solía vérsele eraalgún allegado o deudo o con el racionerode la catedral de Córdoba don Luis deGóngora.

Sin duda que venía a algún asunto de sualto cargo, pues que estuvo un breve ratoen la secretaría del Consejo de Castilla yallí dejó unos pliegos que portaba.Cuando saHó, era a tiempo de que tor-

naban los Reyes.Llegábase para cumplimentarles, pero

el Rey cruzó ante él como si no le hubiesereparado.La Reina inchnó ligeramente la cabeza

y también pasó sin mirarle.No fué a^eno el real desvío a los ojos de

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130 LA VOZ DE LA CONSEJA

los demás cortesanos, pero a la arroganciadel Conde supo contenerles el gozo quepugnaba por saltarles al rostro.

Llegóse a donde estaba su íntimo cama-rada don Luis de Haro, camarero de la

Reina, el cual, en manos de un palafrenero,dejaba su brioso alazán, y hablaron conesta brevedad:

—Don Luis, ¿finasteis por hoy vuestromenester?—Hasta mañana a las once, disponed

de mí.

—Me place.

—¿Me necesitáis?

—Habemos de hablar; ello, si es quecosa más urgente no os lo veda.—Si la hubiere, necesitándome vos de-

járala para después. Pasemos, si gustáis,

a mi aposento.

—Tengo el coche en la puerta, subamosa él. Y mientras nos lleva hacia el Prado,pues la serenidad de la noche que comien-za invita al paseo, charlaremos.

—¿Melancolías?... ¡Ay, señor don Juan!¿Por qué no olvidáis este asunto y atena-záis el corazón? Mirad que porque comoa hermano os quiero, os lo aconsejo.

—Mas desto y de otras cosas que enesto tienen su daño hablaremos en el co-

che. Este caserón se me cae encima, ypluguiera a Dios...

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ASI MURIÓ EL CONDE 131

—Andad, andad, don Juan, que nosmiran.Y saliendo a buen paso, en el zaguán

hallaron el coche del Conde.Subieron a él y muy despaciosamente

echó el cochero hacia la calle Mayor.Sin duda que la conferencia era ur-

gente y grave, como el Conde prometiera,porque para no ser interrumpida con el

horrible estrépito de piedras y herrajes,

caminaba el coche a todo el sosiego de las

orondas muías que le arrastraban.Pasada la Platería, un hombre salió de

los soportales y haciendo una seña al co-

chero para que detuviera la marcha, acer-

cóse hacia la parte en que iba el de Tassis

y rogóle que se apeara, pues que tenía quedarle un recado importante que no con-sentía testigos.

Sin recelo alguno alzóse don Juan desu asiento, pero no bien había puesto el

pie en el estribo, cuando aquel bellaco, sin

darle tiempo para defenderse, sacó unaballestilla y asestóle tal golpe en el pecho,que ahí mesmo vació la vida del noble yaventurero poeta.

Diz que tan bestial fué la embestida,que «arrebatándole el arma la manga ycarne del brazo hasta los huesos, penetróel pecho y el corazón y fué a salir a las es-

paldas.

*A la voz triste que dio el Conde, atro-

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132 LA VOZ DE LA CONSEJA

pellado del dolor, axudió don Luis, y co-

nociendo el mal recaudo sucedidO; quisoechar tras el asesino», entendiendo queprimero era éste cuidado que el del mori-bundo; pero con tal prisa y azoramientoiba, que trabucándosele las piernas con el

cuerpo de don Juan, cayó sobre él.

Consiguió levantarse y dio tras el cri-

minal, pero todo fué inútil; las sombras dela noche, que ya había cerrado del todo,

y dos embozados que resguardábanle, hi-

cieron inútil este cuidado.Entretanto la vida de Tassis quedaba

hecha regueros de sangre.Lleváronle al zaguán de su casa, que

estaba casi frontera de donde vino a en-contrar fin tan desdichado.

Del asesino nada se supo; por fórmulasolamente abrióse una indagatoria, peroya con el premeditado fin de no hallar al

traidor...

La historia íntima de aquel reinado con-serva el nombre de un guarda mayor dela Casa de Campo.De él decían malas lenguas (y puede

que hubieran razón, que pocas veces nacenlas habhllas sin algún fundamento), queera el brazo siniestro del Rey Don Fe-

i

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ASI MURIÓ EL CONDE 133

lipe IV de Austria, porque vengábale lo*

agravios secretos...

Nadie sabe si fueron o no ciertas las cau-sas a que se atribuyen la mala muerte del

Conde en lo que atiende al enamoramientocon la reina Isabel, pero tanto empeñotuvo él en insinuarlo, que bien pudiera.

Creen los más que la venenosa pluma yel desaprensivo y franco decir, fueronquienes trajéronle a este término desas-troso.

Yo pienso que unos y otros se juntaron;pero muy a pesar del interés que mostró la

villa toda y de los epigramas y elegías delos más notables ingenios, ninguno pre-

valeció; sólo quedó como artículo de fe,

que el matador fué Bellido

y el impulso soberano...

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EL RABIÓN(CONCHA ESPINA)

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EL RABIÓN

—¡Martínl

—iÑoraal...

—¿Habrá crecida?

—Habrála, que desnevó en la sierra ybajan las calceras triscando de agua, re-

ventonas y desmelenadas como qué...

—¿Pasarán las vacas al bosque?—Pasan tan ^tperenes».

—Pero ten cuidado a la vuelta, hijo,

que el río es muy traidor.

—A mí no me la da el río, madre.El muchacho acabó de soltar las reses

y las arreó, bizarro, por una cambera pe-

dregosa que bajaba la ribera.

Había madrugado el sol a encender suhoguera rutilante encima de la nieve densade los montes y deslumhraba la blancuradel paisaje, lueñe y fantástico, a la luz ce-

gadora de la mañana. Ya la víspera quedóel valle limpio de nieve, que, sólo guare-cida en oquedades del quebrado terreno,

ponía algunas blancas pinceladas en los

caminos.El ganado, preso en la corie durante mu-

chos días de recio temporal, andaba dili-

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138 LA VOZ DE LA CONSEJA

gente hacia el vado conocido, instigadopor la querencia del pasto tierno y fra-

gante, mantillo lozano del «ánsar» ribe-

reño.

Martín iba gozoso, ufanándose al ladode sus vacas, resnadas y lucias, las másaparentes de la aldea; una, moteada deblanco, con marchamo de raza extran-jera, se retrasaba lenta, rezagada de las

otras. Llegando al pedriscal del río, unospescadores comentaron ponderativos la

arrogancia del anima), mientras el mucha-cho, palmeteándola cariñoso, repitió conorgullo:

—{Arre, Pinta!—¿Cuándo «geda», tú?— preguntaron

ellos.

—Pronto; en llenando esta luna, porqueya está cumplida...

Las vacas se metieron en el vado, cre-

cido y bullicioso, turbio por el deshielo,

y los pescadores le dijeron a Martín lo

mismo que su madre le había dicho:

—Cuidado al retorno, que la nieve^deallá arriba va por la posta.

El niño sonrió jactancioso:

—Ya lo sé; ya.Y trepó a un ribazo desde cuya punta

se tendía un tablón sobre el río, comuni-cando con el «ánsar» a guisa de puente. Ala mitad del tablón oscilante, el muchachose detuve a dominar con una mirada avara

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EL RABIÓN (CONCHA ESPINA) 139

de belleza la majestad del cuadro monta-ñés; la corriente, hinchada y soberbia, ru-

gía una trágica canción devastadora, yel bosque, verdegueante con los brotes glo-

riosos de la primavera, daba al paisaje

una nota serena de confianza y de dulzura,tendiendo su césped suave hacia las es-

pumas bravas y meciendo sobre el rabiónfurioso los árboles floridos. Lejano, enla opuesta orilla del bosque, el río hacíabrillar al sol otro de sus brazos que apri-

sionaba el vergel.

Quiso Martín ocultarse a sí mismo el

desvanecimiento que le causaba aquellavisión maravillosa y terrible de la riada,

y burlón, sonriente, murmuró cerrandolos ojos ante las aguas mareantes:

—lUfl... jcómo «rutien»!...

Luego, de un salto, ganó la otra ribera,

en uno de cuyos alisos estribaba el col-

gante puentecillo, conocido por «el puentedel alisal>>. Entonces el niño, un poco tré-

mulo, volvió la cara hacia el río, le escu-pió, retador, con aire de mofa, y aun le

mcrepó:—«Rutie», «rutie», ¡fachendoso!...

Después, internóse en el bosque, al en-cuentro de sus vacas.

Era Martín un lindo zagal, ágil y firme,hacendoso y resuelto; pastoreaba con fre-

cuencia los ganados que su padre llevabaen aparcería, que eran el ejemplo y la ad-

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140 LA VOZ DE LA CONSEJA

miración de los ganaderos del contomo.Del monte y del llano, Martín conocíacomo nadie los fáciles caminos; los ricos

pastos y las fuentes limpias para regalo desus vacas. El pastor sabía que sobre la

existencia próspera de aquellos animalesconstituía la familia su bienestar, y vi-

viendo ya el niño con el desasosiego de la

pobreza encima del tierno corazón, guar-daba para sus bestias una vigilante soli-

citud, un interés profundo, en cuyo fondoapuntaban, acaso, el orgullo del ganaderoen ciernes y la codicia del campesino. Peroinseguros estos sentimientos en los onceaños de Martín, aparecíanse en aquellaalmita sana cubiertos de simpática afi-

ción hacia los animales, muy propia deuna buena índole y de una generosa vo-

luntad.

Aplicadas habían pastado las muy go-losas, y en cada cabeceo codicioso me-cieron las esquilas en la serenidad del

bosque una nota musical, mientras Martínsonreía, halagado por aquel manso tinti-

neo que era la marcha real de su realeza

pastoril; sentado en un tronco muerto, iba

entreteniendo la tarde en la menuda fabri-

cación de unos pitos, que obtenía ahuecan-do, paciente, tallos nuevos de sauce, corta-

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dos sin nudos. Para conseguir el desprendi-miento de la corteza jugosa, era necesario;

—según código de infantiles juegos mon-tañeses— acompañar el metódico golpe-

teo encima del pito, con la cantinela: Suda,suda, cascara ruda; tira coces una muía; si

más sudara, más chiflara...

Martín había repetido infinitas veceseste conjuro milagrero, y tenía ya en la

alforjita que fué portadora de su frugal

pitanza una buena colección de silbatos

sonoros. Miró al sol y calculó que serían

las cinco. Las vacas estaban llenas y refo-

ciladas; rumiaban tendidas en gustosoabandono, babeando soñolientas sobre las

margaritas, gentiles heraldos de la prima-vera en los campos de la montaña.

Al mediar el día, había saltado el Sur, yainiciado desde el amanecer en háUtos ti-

bios, que sólo el ábrego puede levantaren los días primerizos de Marzo; iba cre-

ciendo el temeroso vocear del río y llegabaal fondo del «ánsar», apagado en un run-runeo solemne. Martín pensó volverse a la

aldea; al paso perezoso del ganado tar-

daría una hora lo menos; el tiempo justopara no llegar de noche.

Se levantó el muchacho y su vocecilla

aguda rompió el sosiego de la tarde, arru-llada por el río.

-—¡Vamos... Princesa, Galana, arre...;

arriba, Pinta...) Lora, vamos.,,!

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Hubo un rápido jadear de carne, consendas sacudidas de collaradas ysonoro re-

pique de campanillas; y los seis animalesse pusieron en marcha delante del zagal.

Al cuarto de hora de camino, Martínempezó a inquietarse; el río bramaba comouna fiera, mucho más que por la mañana.Y cuando el muchacho se fué libertandode la espesura intrincada del «ánsar», viocon terror que no quedaba en las altas

cimas de la cordillera ni un solo cendalblanco de la reciente nevisca; la hogueradel sol y los revuelos del ábrego realiza-

ron el prodigio.

—Irá el río echando pestes—decíaseMartín;—habrá llegado punto menos queal puentecillo, y tal vez el ganado temavadear...

Impaciente, arreó vivo y apretó el paso;

y a poco, alcanzó a ver el desbordamientode las aguas en los hnderos del bosque. Diouna corrida para asegurarse de si estabafirme su puente salvador... ¡estaba! Res-piró tranquilo... Ahora todo consistía enque las reses vadearan tan campantescomo de costumbre. Las incitó: estabanun poco indecisas; volvían hacia el mu-chacho sus cabezas nobles, en cuyos oja-

zos mortecinos parecía brillar una chispa

de incertidumbre... Hubo unos mugidosinterrogantes.

Ansioso el niño, las excitó más y más, y

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EL RABIÓN (CONCHA ESPINA) 143

de pronto, una entró resuelta, río adelante;las otras la siguieron, mansas y seguras,menos la Pinta que, rezagada siempre, nohabía dado un paso.

Martín la arreó, acariciándola:

—¡Anda, tonta, tontona!...

La vaca no se movía.El zagal, imperioso, la empujó; pero

ella mugía, obstinada y resistente, hastaque, sacudiendo su corpazo macizo, conbrusco soniqueo de campanillas, dio me-dia vuelta alrededor del muchacho y se

lanzó a correr hacia el bosque.Quedóse Martín consternado y atónito.

Pero no tuvo ni un momento de vacila-ción: su deber era salvar a la Pinta de la

riada formidable que, sin tardar mucho,inundaría por completo el «ánsar» mecidoentre los dos brazos del coloso.

Las otras cinco vacas, dóciles a la cos-tumbre de aquella ruta, acababan de va-dear el río con denuedo, y Martín, hosti-gándolas desde la orilla con gritos y ade-manes, las vio andar lentamente caminode la aldea. Entonces corrió en busca dela compañera descarriada, la mejor de surebaño, aquella en que la familia toda semiraba como en un espejo.

Sonaba el tintineo melódico de la es-

quila, con placidez de égloga, en la espe-sura del bosque soñero; y, guiado por aquelson, el niño halló a la bestia jadeante y

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asombrada delante del segundo torrenteque el río derramaba en el «ánsar*. Leamarró el pastor al collar una cuerda quedesciñó de la cintura y, riñéndola, muy in-

comodado, la obligó a tornar a la sendaconveniente.La Pinta no opuso resistencia: tal vez

estaba arrepentida de su insubordina-ción, a juzgar por las miradas de manse-dumbre con que respondía a las amones-taciones severas de Martín.—¿No ves, bruta—decíale, afligido y

razonable,—que estamos, como quien dice,

en una ínsula?... ¿No ves que todo esto se

va a volver un mar, mismamente, y quesi te ahogas pierde mi padre lo menos cua-renta duros?... ¡Pues tendría que ver queno quisieras pasar!... ¡Sería esa más gordaque otro tanto!...

La charla afanosa del rapaz y el blandosoniquete del esquilón daban una notaargentina a la orquesta grave de la riada.

Habíase encalmado el viento; dormía, sin

duda, en algún enorme repliegue de las

montañas azules, sobre las cuales tem-blaba puro el lucero vespertino, arrebo-lado de nubes rojas.

El bravo corazoncillo de Martín gol-

peaba fuerte cada vez que el niño pensabaen el puente liviano del alisal.

Había ensanchado el río atrozmentesus márgenes en el tiempo que el zagal

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perdiera con la fuga de la Pinta; ahora, el

vado espumoso y borbollante no reman-saba.

Angustiado el niño, viendo crecer la

noche en aquel asedio terrible del agua,amarró la vaca a un árbol y trepó a cer-

ciorarse del estado del puente.Pero el puente... ¡había desaparecido!Martín, anonadado, estuvo unos minu-

tos abriendo la boca, en el colmo del es-

tupor, delante de aquella catástrofe irre-

mediable y espantosa. Un velo de lágri-

mas cayó sobre sus ojos candidos: ¿Quéhacer?... Sintió una necesidad espantosade pedir socorro a voces; de llorar a gri-

tos; pero la soledad medrosa del paraje yel estruendo de las aguas, le dominaron enun pánico mudo, aniquilador. Alzó ma-quinalmente la mirada al cielo, y la súbitaesperanza de un milagro acarició su almacon un roce suave, como de beso; ¡si vi-

niera un ángel a colocar otra vez el puenteen su sitio!... Y ensayó el pastor unas vagasoraciones, repartidas, confusamente, en-tre la Virgen del Carmen y San Antonio.

Pero ¡el ángel no venía; el río seguía cre-

ciendo, y la noche cayó, impávida y se-

rena, encima de aquella desventura!Asiéndose entonces a la única posibili-

dad de salvación, Martín se llegó hasta la

Pinta, la desamarró y, acariciándola mu-cho, mucho, con las manitas temblorosas,

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la echó un delirante discurso, rogándolaque vadease el río y que le salvara. Des-pacio, con grandes precauciones, según le

'

hablaba, se subió a sus lomos, asiendosiempre la soga con que la había apresado.

Martín empezó a creer en la realización

del prodigio, porque la bestia, sumisa ycomplaciente, entró sin vacilar en el agua,llevándole encima. Y llegó a su apogeoel tremiendo lance lleno de temeridad y dehorror.

Hundíase el animal en el río espumosoy rugiente, y resbalaba y mugía, en el pa-roxismo del espanto, mñentras que el niño,

abrazándose a la recia carnaza vacilante,

la besaba sollozando, gimiendo unas tré-

mulas palabras, que tan pronto iban diri-

gidas a Dios como a la Pinta.

La tonante voz de) río empapaba aque-lla humilde vocecilia de cristal, cuando el

alma candorosa del pastor sintió otra vezel beso del milagro. Dominando el estré-

pito de la riada, unas voces le llamaban coninsistencia: había gente, sin duda, en la

otra orilla; le buscaban sus padres, sus ve-

cinos..

Martín se creyó salvado. Alzó la frente

en las tinieblas con un movimiento de ale-

gría loca, y al soltarse del brazo que daba a

la Pinta, un golpe de agua le echó a ro-

dar en las espumas del rabión.

Todavía, por un instante, tuvo Martín

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asida una tenue esperanza de vivir: con-servaba en su mano la cuerda que la vacatenía atada al collar. La corriente, de unabárbara fuerza, tiraba del niño hacia aba-jo; hacia el abismo; hacia la muerte. Lavacona, con la elocuencia brutal de esfuer-

zos y berridos, tiraba de él hacia la orilla...

Pero, ipodía más el rabión, que ya ibaarrastrando al animal detrás del niño!

Entonces él, bravo y generoso en aquelinstante supremo, soltó la cuerda, y dijocon una voz ronca y extraña:

— IArre, Pinta!Aún gritó: ¡madre! Abrió los brazos,

abrió los ojos, abrió la boca, creyó que todoel río se le entraba por ella, turbio y amar-go; sintió cómo el vocerío de la corriente,que todo el día le estuvo persiguiendo, le

metía ahora por los oídos una estridentecarcajada, fría y burlona, como una amena-za que se cumple; y vio, por fin, cómo tem-blaba en el cielo, entre nubes rojas, el luce-ro apacible de la tarde... El rabión se le

tragó en seguida, inerme y vencido, pobreflor de sacrificio y humildad...La Pinta, dueña de la codiciada mar-

gen, miraba con ojos atónitos y mansos aun grupo de gente que la rodeaba, y a unatriste mujer que, habiendo recibido en mi-tad del corazón la postrera palabra de Mar-tín, en trágica respuesta, contestaba a gri-to herido:

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—¡Allá voy, allá voy!...

Y corría la infeliz, ribera abajo, a la pardel río, hundiéndose en los yerbazales inun-

dados, perdida en las negruras de la no-

che, y en la sima de su dolor...

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LA fría mano del MISTERIOFERNÁNDEZ-FLÓREZ

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LA FRÍA MANO DEL MISTERIO

(historia de pesadilla)

Después del casamiento, mi mujer mearrastró rápidamente hasta el coche. A la

puerta de la iglesia, de pie sobre las losas

que cubrían las tumbas de los feligreses,

los padres de Osvina lloraban. ]\Ii suegroera alto, delgadísimo, de corva nariz; te-

nía los ojos redondos; su mujer era enjutatambién, enlutada, triste. No hablaron;sacudían sus manos como manojos de raí-

ces. Apenas había amanecido y la lám-para del altar se veía en la obscuridad dela iglesia como un ojo de fuego parpa-deante. Llovía. Cuando arrancaron los ca-

ballos, mi mujer alzó las ventanillas y se

acercó a mí, temblando, con una inquietamirada de temor.Puedo jurar que soy un buen creyente;

el cura de San Eleuterio puede decir cómotodas las tardes, al toque de Ángelus, en-traba yo a rezar largamente en la iglesia.

Pero yo tengo el espíritu enfermo, muyenfermo... Yo he querido alejarme de su-

persticiones y de brujerías, 3^ ellas me han

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cercado y perseguido siempre: algunapuertecjlla estaba abierta en mi alma, porla que ellas venían. Creo estar en pecadomortal. Rezaba y rezaba y el EspírituMalo reía tras de mí. Una vez, en la igle-

sia de San Eleuterio, he visto alzarse la

losa del sepulcro del conde de Ginzio y,por la abertura, curiosear unas cuencasvacías. Otra vez, también después del Án-gelus, cuando todo el templo estaba soli-

tario y tranquilo, vi con mis tristes ojos

al difunto abad de Racemil atravesar la

nave y entrar en el confesonario donde- envida se sentaba para oír los pecados de las

devotas. Cuando me casé, Osvina me quisoexplicar estos misterios. Ella sabía hablarcon los espíritus; la había enseñado su pa-dre. En la sala grande y pobre de su case-

rón, alguna noche había visto yo a mi sue-

gro alzarse de pronto, con los ojos re-

dondos brillantes y agrandados, y exten-der sus manos sarmentosas hacia las ti-

nieblas. Entonces pasaban unas tenuessombras por el círculo de luz que el quin-qué proyectaba en el techo, y yo huía,amedrentado.

Yí Osvina me lo había dicho todo. Ha-bían evocado una vez el espíritu de su pri-

mer novio, aquel que murió una noche detempestad,^en^las'aguas^ alborotadas de la

ría, cuando se obstinó en cruzar él solo demargen a margen para ver a la amada.

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LA fría mano del MISTERIO 153

Los marineros no quisieron partir y mar-chó él en la dorna, jurando por Dios quehabría de llegar junto a Osvina. Murió.Dos días después la corriente arrastró

a flor de agua su cadáver. Sobre el vien-

tre hinchado y deforme se había posadoun cuervo, triste y quieto, con el corvopico oculto entre las negras plumas.

Desde la evocación, Osvina temblabaal recuerdo del novio muerto. A veces, ennuestra charla de enamorados, se inte-

rrumpía ella bruscamente y miraba haciaatrás con sus ojos también redondos ygrandes, como si hubiese oído pasos a suespalda. En más de una ocasión intentóreferirme el trance extraño de aquella en-trevista de ultratumba, y siempre calló,

angustiada por im temor agudo... Yo biensé que no debí casarme con ella, pero aque-llos ojos verdes y enormes me atraían comouna tentación. En sueños los veía, solos,

separados del rostro, brillando sobre unfondo negro... Acaso fuesen, sin embargo,los ojos del padre.

Era de noche ya cuando llegamos al

pueblo. El coche se detuvo en una calle es-

trecha, de antiguas casas cuyos muros ha-bía ennegrecido la lluvia. La dueña de la

fonda nos recibió alzando sus cortos bra-

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zos. Era anciana ya, diminuta, de lento

y sordo hablar. Cuando joven, había sidocriada en casa de Osvina. Nos precedióhasta una habitación; hizo acomodar nues-tras maletas. Luego, inmóvil en el umbral,con las manos cruzadas sobre el vientre,

observó

:

—¡Qué guapa está mi joven señora!...

¡Tantos años pasados sin verla!

Después se dolió de su vejez, se dolió desu suerte:

—No hay en la casa más que don Ama-ro el médico, y su esposa. ¡Son malos tiem-pos, son muy malos tiempos, mi joven se-

ñora!...

Avanzó para ayudarla a cambiar susropas; nos guió después al comedor. DonAmaro y su mujer aguardaban ya, antela mesa. El tenía abundante pelo gris yuna frente enorme y unos ojos pequeños,de agudo mirar, amparados por unas ga-fas gigantescas. Su mujer era joven, casi

una niña aún, hermosa como un bien deDios; en todo su rostro había una enormeserenidad inconmovible, una quietud to-

tal, la absoluta ausencia de gestos; sus ojos

eran como los ojos de una muñeca, quemiran sin ver. No la he visto jamás reir,

ni llorar, ni emocionarse. El velón de tres

brazos que alumbraba la mesa hacía lucir

sus rubios cabellos con el mism.o tonosuave de la miel. Comía con movimientos

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LA fría mano del MISTERIO 155

reposados e iguales, como obedeciendo aun oculto aparato de relojería que la ri-

giese. Sentada frente a mí, sentí durantela cena el peso constante de su mirada, taninsistente, tan tenaz, que pudo turbarm^e.

El médico parecía no advertirlo. Al termi-nar, se alzó, cogió del brazo a su mujer ysalieron. La vi marchar erguida, muda,solemne, con cierta rigidez en sus movi-mientos... el doctor hablaba a su oído al-

gunas palabras confusas.Aun le oímos charlar después, ya en

nuestra habitación, contigua a la de ellos.

Al través del tabique, la voz del doctor lle-

gaba sordamente; parecía al principio ca-

riñosa, después, semejaba rogar. Se 03^0

sólo la voz de don Amaro. Se hizo el silen-

cio al fin. Entonces, de todos los rinconesde la casa vetusta pareció brotar la melan-colía. Nuestra lámpara alumbraba débil-

mente; el pabellón del lecho arrojaba a la

pared su sombra como la sombra de unanegra Estadea. Callábamos, presa de unavaga inquietud. Se sentía un leve zumbar:quizás el de la sangre en los oídos; quizásel de los espíritus que vuelan en la noche;quizás era, tan sólo, la vida misteriosa dela casa. Las casas tienen también su vida.Algo de la substancia espiritual de los queen ellas moran, va quedando en los rinco-

nes obscuros, en las paredes, entre las vi-

gas del techo, hasta en los ocultos aguje-

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ros que abre la polilla. Es una vida for-

mada de muchas partículas de vida. Enlas casas antiguas, por las que han desfi-

lado las venturas y las tristezas de muchasgeneraciones, esa vida es tan fuerte queinfluye en la nuestra. Nosotros no la po-demos ver, en la aparente quietud de las

cosas, pero existe: los espíritus de los ni-

ños, sensibles a todo influjo, cercanos a lo

sobrenatural, de donde vienen, la advier-

ten con mayor claridad: así sienten en las

habitaciones obscuras un vago terror. Ya veces, nosotros, al quedar solos en unacasa en silencio, hemos sentido como la

presencia de otro ser misterioso que nosacechase; y entonces hemos sufrido unimpulso vehemente de huir. ¡Oh, sí: po-déis creer en el espíritu de las casas, quea veces es trágico, que a veces es sonrien-

te y protector!... El que supiese leer enesos ligeros rumores de que se llenan los

edificios durante la noche, conocería mu-chos secretos tenebrosos.Y nosotros sentimos despertar la vida

del caserón: pasos imperceptibles, cjue se

advierten porque cruje la madera del

suelo; un suave rumor, como de charlascontenidas; una risa ahogada que se con-funde con el trotecillo de un ratón... Desdeel fondo de un espejo nos atisbaba algo in-

visible. Osvina, páhda, fría, miraba hacialos rincones obscuros; ¿qué adivinaba su

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LA fría mano del MISTERIO 157

alma, hecha al horror?... Yo miré sus gran-

des ojos redondos, dilatados de espanto.

Y en los verdes iris vi claramente el ros-

tro enjuto y el puntiagudo mentón y la

corva nariz de su padre, inchnada hacia

el pecho, como el pico del cuervo que se

posó una vez sobre el cadáver del noviomuerto en la ría lejana.

Si las palabras llegasen a expresar todala fuerza de lo sobrenatural, yo podríaenloqueceros con el relato de aquellos días

angustiosos pasados en el caserón, mien-tras fuera caía implacablemente la lluvia.

El cielo era obscuro como la alcoba de unenfermo; frente a nuestras ventanas se al-

zaban los muros de la catedral, y los mons-truos de las gárgolas vomitaban incesan-

temente el agua turbia de los tejados,

como en una náusea continua. Mi mujer,enovillada en el diván, más pálida quenunca, más transparente su piel, callaba

y callaba, en un silencio desesperante y te-

naz. Había sentido vagar por la estancia

el espíritu del novio muerto, hosco y ven-gativo, y se advertía sobrecogida por unpasmo de horror. Una noche, al saltar al

lecho, asombrado por el pabellón carmesí,

gimieron las tablas con un largo lamento.Entonces Osvina huyó, acongojada:

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158 LA VOZ DE LA CONSEJA

—En esta cama alguien murió sin con-fesión—me dijo.

Y no quiso volver a ella. Todas las horasde la noche las pasó en el diván. ¿Dormía?Entre las cortinas de la cama yo la vi consus manos extendidas hacia el espejo,

suelto el cabello, entreabierta la boca, hip-

nóticos los verdes ojos enloquecidos. Enel cristal azogado brillaban otros ojostambién; cuando me incorporé para abar-car la escena, volvió a oírse el gemido del

lecho. Entonces ella dejó caer sus manos,y una sombra huyó de prisa por el espejo,

con las mismas largas piernas del padre...

A veces, la oía hablar confusamente, comosi soñase. En una ocasión me despertóuna hora sonando en el reloj de la cate-

dral; abrí los ojos. Volaba una mariposasobre la llama del velón, y las alas fingían

en el techo una sombra de garra. Bien vi

acercarse la sombra hasta mi mujer, comounos dedos dispuestos a apresar fuerte-

mente. Gimió ella en el diván, como bajoel influjo de una pesadilla. Entonces la

mariposa ardió en la llama. Hubo una sú-

bita claridad, y todo quedó nuevamenteencalmado.

¿Quién reía así en el caserón?... ¡Oh! Esseguro que jamás entre aquellas paredeshubiese sonado otra vez la risa. Era una

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LA fría mano del MISTERIO 159

carcajada aguda que atravesaba los mu-ros como un estilete de acero, fría, sutil,

inquietante. Una vocecita atiplada gritó:

—¡Eh, buena ama, vieja ama, eh!...

¿Aún no os ha pedido posada el diablo?

Y la hostelera replicaba con su tono ha-bitual, doliente y mustio.

Aquella tarde conocimos al nuevo hués-ped. Era un hombre chiquito y gordo,ágil como una pelota que fuese de boteen bote, inquieto, charlatán. Tenía milla-

res de arrugas junto a los ojos minúscu-los y su boca se abría, para reir, en toda la

extensión de las mejillas. Saltaba, másque andar. Habíamos comenzado la cenacuando él salió con estrépito de su cuarto

y llegó a ocupar su asiento, al otro lado deElena, la mujer del doctor. Pero botó enla silla, apenas sentado, para gritar:

—¡Eh, vieja, vieja!... ¿Por qué habéispuesto hoy el velón de tres brazos?...

Y se precipitó a incendiar su servilleta,

arrollada como para form^ar una antorcha.La posadera acudió con otra luz más. En-tonces él suspiró satisfecho y arrojó la

quemada servilleta.

—Es—dijo mirándonos—que los velo-

nes de tres brazos atraen los espíritus.

Osvina lo miró a su vez, calladamente.El hombrecillo gordo gritó:

—A mi vecina no le molestan los espí-

ritus.

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160 LA VOZ DE LA CONSEJA

Y rompió a reir escandalosamente,echándose hacia atrás en su asiento, mi-rando a Elena con sus ojillos llenos demalicia.

Elena no contestó. Como siempre, te-

nía fijos en mí sus ojos serenos. Ni aun se

movió un solo músculo en su rostro. DonAmaro, lívido, más encrespados los grises

cabellos, arrojó el tenedor sobre la mesa,gruñendo:—¡Cada cual vive la vida que tiene!...

No puedo tolerarlo a usted...

Cogió a su mujer del brazo y se fueron.El hombrecillo se desmayaba de risa. Lue-go continuó devorando, como si repenti-

namente se hubiese olvidado de todo.Cuando calmó su apetito, me miró fija-

mente:—jOh!—hizo, con un gesto de alegre

sorpresa.—¡Samuel, mi admirable Sa-muel! ¿No conoce usted a los amigos?—Señor—protesté—no soy Samuel. Me

llamo Héctor; no le he visto a usted entoda mi vida.

El rió:

—¡Eh! ¿No me ha visto?... ¿Dice queno me ha visto?... El viejo judío Samuel,que tenía su tienda en Stettin, no me havisto nunca. ¡Ji, ji!...

Tuvo otro largo acceso de risa, y tosió.

Entonces asió la copa de agua y la acercó

a sus labios; pero el agua se desparramó

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LA fría mano del MISTERIO 161

por el mantel, totalmente, como si un ém-bolo la impeliese. El hombrecillo tornó aposar la copa vacía, con un gesto melan-cólico:

—¡Siempre me ocurre así!...

Y apuró el vino, con un ademán resig-

nado.Después de cenar, nos siguió a nuestra

alcoba y se sentó en el diván, a mi lado.

—Y bien— dijo.— ¿Para qué fingir?

Cada cual vive la vida que tiene, comodijo el doctor. Yo estoy muy contentopor haber hallado a un viejo amigo.

Encendió su pipa.

—Ya hace cien años, ¿eh?...

Fumó unos largos minutos.—Yo hice un buen negocio con Juliano

Swart. ¿Recuerda usted a Swart?... ¡Québien bebía la cerveza negra de Stettin!...

Decidimos que el espíritu del que murieseprimero avisase al otro los medios de la

inmortalidad. Firmamos el pacto con aguabendita, en una hoja de pergamino. Desdeentonces no puedo probar el agua; el aguahuye de mí. El pobre Juliano murió undía en que había bebido más cerveza quenunca y durmió sobre la nieve. Despuésvino, obediente al pacto, a traerme el se-

creto. Pero los espíritus se han indignadocontra él. Ahora quieren matarme.

Volvió a envolverse en humo y volvióa reir.

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152 LA VOZ DE LA CONSEJA

—Pero yo les he burlado bien. Mientrasduermo, corren furiosamente por la estan-cia 3' derriban los muebles. Al principio, el

estrépito me producía insommios. Ahora,me he acostumbrado y puedo dormir.

Bajó la voz para contanne:—Pongo una calavera en la puerta de

mi alcoba, 3' los espíritus se precipitan enella. ¿No conoce usted ese amor a su ^áejacárcel, que los lleva a entrar en los crá-

neos muertos y vacíos?... En el fondo deuna calavera ha3' siempre algunos espí-

ritus detenidos. Por eso infunden a las

gentes ese temor que ellas no saben expli-

carse. Con la calavera en la puerta, duermoconfiado.

—¡Es una ratonera!—agregó. — jUnabuena ratonera!...

Y, feliz por habérsele ocurrido la com.-

paración, volvió a reir con su rba agudaque atravesaba todos los muros.

Luego dio dos brincos sobre los muellesdel diván y marchó a acostarse, sin decir

adiós.

Yo no le detuve. En aquel instante,

como un relámpago vivísimo, advertí la

\ñsión de una vida anterior. !Me vi alto v'

flaco 3' amarillento, tras un mostrador, enuna covacha sombría, en una calleja deStettin... Recordé haber conocido a aquelhombre pequeño 3' grueso como un barril

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LA fría mano del MISTERIO 163

de cen.-eza. Quise precisar, sujetar mi me*mona; pero mi memoria huyó a saltito5>

como el compañero de Juliano Swart.

Mi mujer languidecía. Aquella tarde ha-bía hablado de que era precisa una sepa-

ración. En las sombras de los rincones

veía siempre el espectro del no\'io difunto.

Cuando m^e acercaba a consolarla, me re-

chazaba, poseída de un agudo terror. Yola miraba tristem.ente, suspiraba y volvíaa callar.

Llovía; llovía siempre. Junté mi frente

a los cristales y \-i cómo los monstruos delas gárgolas vomitaban el agua sucia delos tejados. Al fmal de la galería advertíde pronto la blanca figura de Elena, queme miiraba. Entonces tuve como un en-temecimúento súbito, como un ansia deamparo cerca de aquella mujer reposaday sana, que no tenía en su espíritu ansiasatormentadoras ni turbas de fantasmasagitadores. Saludé tristemente. Ella si-

guió mirando, sin contestar. ¡Qué serenapaz la de sus ojos!... Me acerqué a ella conlentitud. Comencé a hablar:—¡Usted es feliz, señora: usted es feliz!...

No respondió. Yo abrí mi corazón an-gustiado y narré todas mis cuitas:

—Osvina no me quiere.

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1(54 LA VOZ DB LA CONSEJA

Me invadía la paz de su mirada; depronto me asaltó un pensamiento, quefué la última llamada de la felicidad enlas puertas de mi alma. ¿Me amaría Elena?jAquellas sus largas miradas, aquella suquietud!... Yo sentí el suave e isócrono su-

surro de su aliento. Era hermosa comouna visión de cuento de hadas. Mi ternu-

ra creció. Arrójeme a sus plantas y rompíen sollozos sobre sus manos blancas y ti-

bias:

—¡Oh, Elena, Elena!... ¡Yo soy muy in-

feliz!...

Ella se dejaba acariciar, inmóvil, qui-

zás petrificada en compasión. vSobre micabeza abatida, sus ojos estaban clavadosen un punto lejano, con aquella su fijeza

constante. Besé sus dedos afilados. En-tonces sonó la risa del hombrecillo. Elhombrecillo estaba detrás de mí, jubiloso:

—¡Ah, ah... el viejo Samuel, que ena-mora a la mujer de don Amaro! ¡Ah, ah!...

Me erguí, entre azorado y colérico. Elenano se alteró. Murmuré con saña:

—¿Quién le autoriza a usted para insul-

tar a una dama?...Siguió riendo aun. Uní mis manos en

torno a su cuello, en un impulso de ira.

—¡Eh!—gruñó, desasiéndose—¡eh, vie-

jo Samuel!... Un poco de calma. Yo no heinsultado a la dama de tus amores. Estaseñora no se ofende jamás.

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LA fría mano del MISTERIO 166

Después se empinó para decirme al oído:

—Elena no tiene alma.Vio mi gesto y rió otra vez. Elena, quie-

ta, con su eterna expresión, parecía ajenaal momento, como sumida en su distrac-

ción habitual.

—Elena no tiene alma, viejo Samuel.Era pupila del doctor e iba a morirse. Eldoctor logró salvar la materia, restaurarvisceras, ligar tendones, poner en marchaotra vez toda la maquinaria del organis-mo. Pero concluyó tarde su faena, y el

alma se había escapado ya. ¡Je, je!... ¡Tie-

ne un gran talento don Amaro, pero nopodrá encontrar el alma de su Elena!...

Oyéronse unos golpes secos sobre la ma-dera del piso.

—Es la calavera, que salta—explicó.

Está llena de espíritus.

Y continuó:—El doctor se casó con su pupila, pero

no pudo conseguir que le amase. Elena nosiente más que el hambre, la sed, el sueño,la fatiga... ¡Es una hermosa muñeca me-cánica!...

Los golpes volvieron a oírse en la estan-cia vecina. El hombrecillo suspiró:—Está demasiado llena la calavera.Tendré que vaciarla. ¡Eh! ¿Por qué no dausted un abrazo a la bella Elena?.,. Nohabrá de contarlo nunca; nadie se habráde enterar, ni aun ella misma.

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166 LA VOZ DE LA CONSEJA

Y le hizo gracia la idea y tornó a susexplosiones de alegría. Sonó entonces ungolpe mayor y pasó un instante de si-

lencio.

De mi alcoba vino el grito de espantode Osvina. Nos miramos; el hombrecillohabía palidecido también. Hizo girar sus

pequeños ojos metálicos y se puso lívido:

—jHan escapado, voto a...l

Salió. Yo le seguí. vSobre el diván, Os-vina, pendiente la negra cabellera, ester-

toraba; todas las sombras del crepúsculo

se habían reunido en una sola sombra in-

clinada hacia ella, como apresándola. Viasomar un instante al espejo el rostro desu padre, invadido de desolación... Huí...

En el pasillo tropecé con los trozos de la

rota calavera; salí a la calle... Corría, co-

rría... El hombrecillo gordo brincaba tras

de mí, moviendo ágilmente sus cortas

piernas.

Corría... soplaba... A veces cía su vozangustiosa que suplicaba:

—¡Eh, viejo Samuel: espera por mí!...

¡No me abandones, viejo!...

Pero yo sabía que algo invisible avan-zaba tras nosotros. Y corría sin contes-

tar, seca la boca; erizado el cabello...

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TREMIELGA(ORTEGA MUNILLA)

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TREMIELGA

A cincuenta metros sobre el nivel del

suelo, en lo más alto del cimborrio, juntoa una lucerna, sobre un andamio, estába-mos el maestro Lucio y yo gravementeocupados en ponerle nimbo de oro a unSan Marcos Evangelista que el día ante-rior habían hecho surgir de la pared nues-tros pinceles. ¡Qué artistas éramos nos-otros! El maestro Lucio comparaba mipincel con un rayo de sol, porque, comoéste, hacía brotar flores dondequiera; y yo,no por corresponder a estos elogios ga-lantemente, sino por sentirlo, decía de la

paleta de aquel venerable viejo que erauna sonrisa del arco iris.

—Echa más oro ahí—me dijo, mojandosu pincel en la cazoleta del amarillo rey.

—¿Cuándo acabamos nuestra obra?

le pregunté a tiempo que cumplía sus ór-

denes.—Mañana... ¡Cuarenta años encerrado

en esta catedral! ¡Qué larga fecha! ¡Aquíentré de aprendiz con el buen Ansualdo, aquien mataron los franceses... Aquí meenamoré de mi Pepilla Alderete... Aquíconocí a aquel desventurado Tremielga!...

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170 LA VOZ DE LA CONSEJA

—-Aquí me conoció usted a mí, señormíojque yo soy alguien—exclamé festi-

vamente.Pero esta vez no produjo el ordinario

efecto de otras mi humorística salida.

No se rió el maestro Lucio con aquellacarcajada de honradez y franqueza quehacía temblar sus barbas de plata; no memiró afable como solía con aquellos ojoscastaños pálidos. Quedóse pensativo ymudo, con el pincel alzado, la frente con-traída por las mil arrugas de su vejez ylas piernas quietas, colgando del andamio.Entraba el sol por la lucerna, y al dar enla noble faz del decrépito artista, tiñendosu blusa azul de los colores naranjadosrosa de los vidrios, prestábale mucha se-

mejanza con uno de aquellos personajesbíblicos que, evocados por nosotros, ha-bían venido a habitar las crujías del tem-plo, los dorados camarines, el trascoro yla sacristía.

—Tú eres un niño y no te fijas aún enlas cosas graves; pero aun siendo así,

como es, he de contarte una historia quepuede serte útil—me dijo, después de unrato de silencio, sólo interrumpido por el

metálico chocar de los candeleros que unmonacillo, vestido de vieja sotana, poníaen un altar.—¿Te acuerdas tú, mucha-cho, de mi amigo Tremielga?—¡Y cómo si me acuerdo!

contesté,

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TREMIELGA (ORTEGA MUNILLA) 171

sin dejar de esgrimir el pincel sobre la

cabeza de San Marcos.Aun me parece que lo veo con su cara

amarillenta como un pergamino, con sus

ojos de color de la tinta, con sus manosflacas y su desgarbada persona, que pa-recía un aguilucho desplumado...—Pues bien; ese aguilucho desplumado

fué grande amigo mío; pero no amigo deesos que se unen hoy y se separan mañana,como bolas de billar cuando el taco las

pone en movimiento, sino amigo de la in-

fancia, compañero de escuela, discípulo

de Ansualdo, voluntario del mismo regi-

miento cuando lo del año 9, prisionero dela misma jornada... pariente del alma,porque también tiene el alma sus primaz-gos y relaciones de afinidad.—Por ejemplo—dije yo—, aquí me tiene

usted a mí que soy, por el alma, hijo deusted, aun cuando el padre que me haengendrado es otro.

—Dices bien, Leoncillo... Tremielgaera un ángel, pero un ángel rebelde, conun amor propio más grande que el mundo,con un talento enorme y dislocado... Por-que un día le reprendió el maestro An-sualdo delante de Pepilla, rompió el ca-

ballete y tiró los pedazos a la calle... Peroya he mentado dos veces a mi Pepilla, ydebo decirte por qué... Tenía yo diez ynueve años, y no sé qué tristeza román-

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172 LA VOZ DE LA CONSEJA

tica se apoderó de mí. Era el mes de Mayo.¡Qué noches más hermosas las de aquelmes de Mayo! jQué reja la de Pepilla! ¡Quémacetas de rosas las que había en ella! ¡Yqué ojos los que fulguraban detrás del fo-

llaje de las macetas, atisbando mi paso yjugando al gracioso escondite del amor!,..

Prendóme la graciosa cara de mi Pepilla

prendóme su cinturita de palma valen-ciana; prendóme la dulce canturía de suvoz; prendóme el enano pie que asomabapor entre los lamidos pliegues de la falda

de cúbica, como diciendo: «¡Y que nos-otros, que somos tan menuditos, sosten-

gamos todo este alcázar de hermosura!... «>

Y me enamoré locamente de Pepilla...

Más de cinco veces pinté su retrato, entre

rosales una, otra con el traje italiano queteníamos en el taller para vestir a la Vir-

gen de la Silla; pero jamás acertaba a po-ner en su palmito retrechero aquella suavesombra que había debajo de los ojos, aque-lla lumbre de la pupila y aquellos hoyue-los, fugaces como mariposas, que espar-cía la risa en su rostro.

Pasaron dos meses, y el amor era un in-

cendio en que los dos nos abrasábamos.Una atmósfera de luz y calor nos envol-vía. Un aroma que aún no han podido ex-

traer los químicos de ninguna materiaolorosa, embalsamaba nuestras almas!...

Un día en que pintaba el décimo retrato

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TREMIELGA (ORTEGA MUNILLA) 173

de mi novia, sentí qcie me descargabanen la espalda un golpe, y, al volverme, vi

a Tremielga, a mi amigo querido, que conel tiento en la mano y agitándole a guisa

de espada, lleno de ira que en oleadas desiniestro fuego escapábase por sus ojos,

me dijo:

—¡Qué miserable eres! ¿Qué sortilegio

empleas para arrebatarme los asuntos detodos mis cuadros? Apenas los concibo, te

pones a pintar lo mismo que yo ideé. Di-

ríase que yo pienso por ti y que tú pintaspor mí. ¡Ah, ladrón del arte! ¡Así crece tunombre!—¿Estás loco, Tremielga?—Motivo había... ¿De dónde sacaste la

invención de ese lienzo que pintas ahora?¿Dónde has visto ese rostro?... Mira, nosigas moviendo el pincel; tírale o yo seré

quien le arranque de tu traidora mano.Esa Venus la he sentido yo nacer en micerebro. Ese pecho, blanco como ala decisne, ha palpitado al soplo de mi inspira-

ción, y esa mano que adelanta hacia nos-otros para ocultar misteriosas bellezas,

se ha agitado bajo los creadores esfuerzosde mi mente. ¡Esa Venus es mía!No le hice caso. Pensé que, según cos-

tumbre adquirida últimamxcnte por él, se

habría embriagado con cerveza, cosa enaquella edad tan rara en España como la

afición a la lectura. Déjele, pues, disputar

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174 LA VOZ DE LA CONSEJA

y me marché del esftudio. Pero desde en-tonces pude observar un cambio profundoen su conducta, y que a su amistad efu-

siva y franca sucedían una reserva y unaindiferencia glaciales. Cuando me hablaba,apenas podía encubrir con fórmulas urba-nas reticencias de odio que me herían pro-fundamente, clavándoseme en el almacomo púas de zarza.

—¡Tremiielga te tiene envidia!—me de-cían las gentes.

Pero yo me negaba a creerlo. ¡EnvidiaTremielga, cuando su talento es tan gran-de! ¡Envidia a mí, que me honraría siendoel autor del m^ás malo de sus bocetos! ¡En-vidia quien posee aquel lápiz con el que se

apodera de las líneas de las cosas, hurtán-doles las proporciones mismas de la rea-

lidad! ¡Era imposible!Otra vez me dijeron:

—¡Tremielga trata de soplarte la dama!Pepilla Alderete le gusta, pero mucho.Aquello era otra cosa. Yo no podía du-

dar del talento de Tremielga, pero podíadudar de su lealtad por dura que me fuese

esta suposición. Traté de convencerme, yadquirí el convencimiento que vino a ras-

gar mi alma con sus uñas horribles. Imagí-nate, Leoncillo querido, que al ir a acari-

ciar el perro que te sirvió de compañía du-rante tu vida toda, hallas que tu manooprime, en vez de aquella hirsuta cabeza,

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TREMIELGA (ORTEGA MUNILLA) 175

símbolo de la inteligencia y la felicidad, la

cabeza escamosa y fría de una víbora. Pueseso me sucedió a mí al ver que mi amigo,mi hermano, me engañaba.Una noche salía yo de la catedral y me

encaminaba a la reja de Pepilla. Nunca lu-

cieron más aquellas ascuas de oro, que di-

cen que son mundos arrojados por Diosen la inmensidad azul; nunca tuvo murmu-rio más dulce y armonioso aquella fuenteque en el patio de la casa habitada por Pe-pilla corría, corría cantándome con su vozmonótona mil himnos de amor. |0h, nochedivina! Fué la primera que en mis labios

besaron aquellos párpados que parecíanhojas de rosa puestas por un hada allí paraocultar dos tesoros de diamantes. Aún se

estremece dulcemente mi alma con tal re-

cuerdo y tiembla mi corazón en su cárcelde huesos como pájaro loco que quiere vo-lar... El reloj de la catedral parecía burlar-se de nosotros adelantando el ir y venirde su batuta con que medía el tiempo; las

ventanas góticas de este viejo edificio con-templábannos cual ojos envidiosos, y aveces yo creía ver dibujarse y palpitar ensu órbita el espacio negro que cortaba la

blancura de las piedras, señalando el huecode las ojivas; e imaginaba—¡necio de mí!

ver en aquella pupila el mirar vidrioso deTremielga... Al fin me despedí de Pepilla

y era tan tarde, que por llegar a mi casa

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176 LA VOZ DE LA CONSEJA

antes del alba eché a correr. ¡Cuál no sería

mi asombro al hallarme detrás de la pri-

mera esquina la desgarbada persona deaquel desgraciado!—¡Anda, miserable!—me dijo apretando

ambos puños y acercando su cara a la míacon aire de reto.—Me has arrancado el al-

ma. Aquella Venus que yo soñé ha pasadoa ser tuya ilegítimamente... Oye, Lucio,yo pensaba matarte, pero esto no resuelvenada. Pepilla vestiría luto y estaría másbonita, más interesante con el traje negro,con la palidez del dolor, con la honda fie-

reza que había de despertar en su espiriti-

11o voluntarioso y rebelde tu asesinato...

Lo que hago es marcharme, porque aquíla envidia de tu bien me consume. Es unfuego que arde dentro de mis pulmones,reduciéndolos a pavesas... ¿Crees tú que es

sangre lo que bulle por estas venas?—y se-

ñalaba con su tembloroso dedo índice los

gruesos cordones azules que resaltabansobre la amarilla piel, como las vetas deóxido, en el jaspe.— Pues no es sangre,

sino pólvora líquida... Tú pintas mejor queyo, eres más amado que yo; me quitaste

los laureles de la frente y el anillo nupcialdel dedo. ¡Maldigo Dios, tu pincel y tu

alma!Y se alejó.

¡Qué cosa más atroz es causar daño al

prójimo! ¡Cuando se hace sin voluntad ex-

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TREMIELGA (ORTEGA MUNILLA) 177

periméntase un dolor semejante al quetodo hombre compasivo sentiría pisandouna hormiga que no se ha visto antes deaplastarla, y de cuya hormiga se supieraque tenía razón, esperanza, porvenir! ¡Yohabía aplastado, sin quererlo, sin quererlo,

a aquella pobre hormiga, y en su postrer

pataleo me daba compasión el mirarlacómo iba echando fuera los últimos alien-

tos y las últimas ilusiones!...

Se fué a Alemania. En su cabeza llevabaun mundo muerto como el de la luna; ensu corazón unas cuantas fibras secas, al

modo de pedacillos de paja atados en hazde dolor. Allá vivió doce años, y cuandovino de nuevo, éramos Pepita y Lucio pa-dres de esos tres mancebos, que son tusamigos y casi tus parientes. Venía como túle conociste. Era, según has dicho, un agui-lucho desplumado, un conjunto de huesosen fea desproporción distribuidos; pero al

encontrarme un día en la calle, se irguió

súbitamente, y durante un minuto volví

a ver en Tremielga a aquel muchacho ani-moso y decidido, lleno de fe en lo porvenir,gozoso del presente, satisfecho del pasado.—jAh, Lucio, Lucio!—exclamó.— Des-pídete de tu fama, pintorcillo. Esta ideano me la quitarás. La tengo encerrada enmi cerebro y es una cosa magnífica. ¿Quie-res saber dónde la concebí? Pues fué enPirmansen, junto a un río negro como mi

12

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178 LA VOZ DE LA CONSEJA

humor, de cuyas embetunadas ondas mirésalir una musa inspiradora. Eres un desdi-chado emborronador de Uenzos. ¡Te com-padezco!Aquel mismo día me contaron que Tre-

mielga había ido a ver al obispo, Mecenasinteligente y pródigo de los pintores, parapedirle que le concediera un salón de supalacio, donde pensaba exhibir cierto cua-dro famoso que estaba terminando. Supetambién que había dicho Tremielga en la

plaza:

—Ese pillo que me ha robado todas misideas, va a perder de una sola vez su pri-

macía. ¡Qué asunto el de mi cuadro!... Esun combate. Ha}^ allí luces que ese torpeno ha visto nunca; humos que salen de la

tierra y se pasean sobre el campo como ga-

sas fúnebres del ángel de las batallas; fieros

rostros de soldados en los que brilla el jú-

bilo de la victoria y humildes caras de ven-cidos que piden protección. Se hablará enel mundo de mi obra, y dirán al pasar jun-to a la tumba de Tremielga: «¡Aquí duer-me el genio!»

El obispo le otorgó lo que pedía. Ins-

talóse el cuadro en un aposento espacioso,

y cubierto con una cortina aguardaba al

concurso. Allí estaba el autor, consumidopor la fiebre del trabajo, y el interno res-

coldo de su envidia. Todos llegamos, ycuando el obispo tomó asiento en su esta-

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TREMIELGA (ORTEGA MUNILLA) 179

dal y nos bendijo, tiró Tremielga del pe-

dazo de sarga que ocultaba su obra. Cayóal suelo el telón y miramos todos. Pero,

no bien puso sus ojos en el lienzo aquelconcurso de pintores, un grito de sorpresa

saltó de todas las bocas que, a un tiempo,como coro de cantares, dijeron:—¡El cuadro de las lanzas, de Velázquez!

Sí, Leoncillo. El pobre Tremielga habíacompuesto como original lo que Velázquezhizo tantos años antes, y confundiendoen su alma la memoria y la fantasía, lo queaquélla le pintó como recuerdo, reputólaél creación de ésta.

Había cegado la envidia a aquel grangenio, como ciega al sol la parda nube, yen tal confusión psicológica creeríase hallar

una alegoría cruel de la negra pasión quelevantaba en su alma trombas de fuego ypolvo.

¿Has visto nunca, Leoncillo, cosa se-

mejante?... ¿Por qué abres tanto los ojos?¿No me has entendido? Pues este es deaquellos sucesos que no se pueden expli-

car... Han dado las cinco; es ya hora debajar desde este andamio al mundo... Enel mundo hallarás espíritus fundidos en el

tropel de Tremielga, 3^ ellos te enseñaránla moraleja de mi historia. Añadiré, paradarle punto, que al oir Tremielga aquellaexclamación soltó una feroz carcajada, y

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180 LA VOZ DE LA CONSEJA

agitando sus brazos como aspas de moli-

no, dijo:—jOtro ladrón de mi pensamiento!¡Lucio me robó aquella Venus\ jEse... Ve-íázquez. me ha robado la Rendición de

Bredal'

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NOCHE servía(BLASCO IBASEZ)

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NOCHE SERVIA

Las once de la noche. Es la hora en quecierran sus puertas los teatros de París.

Media hcra antes cafés y restaurantes hanechado igualmente su público a la calle.

Nuestro grupo queda indeciso en unaacera del bulevar, mientras se desliza enla penumbra la muchedumbre que sale delos espectáculos. Los faroles, escasos yencapuchados, derraman una luz fúnebre,

rápidamente absorbida por la sombra. Elcielo, negro, con parpadeos de fulgor si-

deral, atrae las miradas inquietas. Antes,la noche sólo tenía estrellas; ahora, puedeofrecer de pronto teatrales mangas de luz

en cuyo extremo amarillea el zepelino

como un cigarro de ámbar.Sentimos el deseo de prolongar nues-

tra velada. Somos cuatro: un escritor

francés, dos capitanes servios y yo. ¿Adon-de ir en este París obscuro, que tiene cerra-

das todas sus puertas?... Uno de los ser-

vios nos habla del bar de cierto hotel ele-

gante, que continúa abierto para los hués-pedes del establecimiento. Todos los ofi-

ciales que quieren trasnochar se deslizan

en él como si fuesen de la casa. Es un se-

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184 LA VOZ DE LA CONSEJA

creto que se comunican los hermanos dearmas de diversas naciones cuando pasanunos días en París.

Entramos cautelosamente en el salónprofusamente iluminado. El tránsito es

brusco de la calle obscura a este hall queparece el interior de un enorme fanal, consus innumerables espejos reflejando raci-

mos de ampollas eléctricas. Creemos ha-ber saltado en el tiempo, cayendo dosaños atrás. Mujeres elegantes y pintadas,champán, violines que gimen las notasde una danza de negros con el temblorsentimental de las romanzas desgarrado-ras. Es un espectáculo de antes de la

guerra. Pero en la concurrencia mascu-lina no se ve un solo frac. Todos los hom-bres llevan uniformes—oficiales france-

ses, belgas, ingleses, rusos, servios—y es-

tos uniformes son polvorientos y som-bríos. Los violines los tocan unos milita-

res británicos que contestan con sonrisa

de brillante marfil a los aplausos y aclama-ciones del público. Sustituyen a los anti-

guos zíngaros de casaca roja. Las muje-res señalan a uno de ellos, repitiéndose el

nombre del padre, lord célebre por su no-bleza y sus millones. «Gocemos locamente,hermanos, que mañana hemos de morir.»Y todos estos hombres, que han colgadosu vida como ofrenda en el altar de la

diosa Pálida, beben la existencia a gran-

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NOCEE SERVIA (BLASCO IBAÑEZ) 185

des tragos, ríen, copean, cantan y besancon el entusiasmo exasperado de los ma-rinos que pasan una noche en tierra y al

romper el alba deben volver al encuentro

de la tempestad.

Los dos servios son jóvenes y parecen

satisfechos de que las aventuras de su pa-

tria los hayan arrastrado hasta París, ciu-

dad de ensueño que tantas veces ocupósu pensamiento en la bárbara monotoníade una guarnición del interior.

Ambos «saben contar», habilidad noordinaria en un país donde casi todos sonpoetas. Lamartine, al recorrer hace tres

cuartos de siglo la Servia feudataria delos turcos, quedó asombrado de la impor-tancia de la poesía en este pueblo de pas-

tores y guerreros. Como muy pocos cono-

cían el abecedario, emplearon el verso

para guardar más estrechamente las ideas

en su memoria. Los guzleros fueron los

historiadores nacionales y todos prolon-

garon la Iliada servia, improvisando nue-vos cantos.

Mientras beben champán los dos capi-

tanes, evocan las miserias de su retirada

hace unos meses; la lucha con el hambrey el frío; las batallas en la nieve, uno con-

tra diez; el éxodo de las multitudes, per-

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186 LA VOZ DE LA CONSEJA

sonas y animales en pavorosa confusión,al mismo tiempo que a la cola de la co-lumna crepitan incesantemente fusiles yametralladoras; los pueblos que arden,los heridos y rezagados, aullando entrellamas; las mujeres con el vientre abiertoviendo en su agonía una espiral de cuer-vos que ávidos descienden; la marcha del

octogenario rey Pedro, sin más apoyo queuna rama nudosa, agarrotado por el reu-matismo, y continuando su calvario através de los blancos desfiladeros, encor-vado, silencioso, desafiando al destino,como un monarca shakespiriano.Examino a mis dos servios mientras

hablan. Son mocetes carnosos, esbeltos,

duros, con la nariz extremadamente agui-

leña; un verdadero pico de ave de com-bate. Llevan erguidos bigotes. Por debajode la gorra, que tiene la forma de una ca-

sita con tejado de doble vertiente, se es-

capa una media melena de peluquero he-

roico. Son el hombre ideal, el «artista», tal

como lo veían las señoritas sentimentalesde hace cuarenta años, pero con uniformecolor de mostaza y el aire tranquilo y au-daz de los que viven en continuo roce conla muerte.

Siguen hablando. Relatan cosas ocu-rridas hace unos meses y parece que reci-

tan las remotas hazañas de Marko Kralio-

vitch, el Cid servio, que peleabaj^con las

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NOCHE SERVIA (BLASCO IBAÑEZ) 187

Wilas, vampiros de los bosques, armadosde una serpiente a guisa de lanza. Estoshombres que evocan sus recuerdos en unbar de París han vivido hace unas sema-nas la existencia bárbara e implacable dela humanidad en su más cruel infancia.

El amigo francés se ha marchado. Unode los capitanes interrumpe su relato paralanzar ojeadas a una mesa próxima. Le in-

teresan, sin duda, dos pupilas circunda-das de negro que se fijan en él, entre el ala

de un gran sombrero empenachado y la

pluma sedosa de una boa blanca. Al fin,

con irresistible atracción, se traslada denuestra mesa a la otra. Poco después des-aparece, y con él se borran el sombrero yla boa.Me veo a solas con el capitán más joven,

que es el que menos ha hablado. Bebe;mira el reloj que está sobre el mostrador.Vuelve a beber. Me examina un momentocon esa mirada que precede siempre a unaconfidencia grave. Adivino su necesidadde comunicar algo penoso que le atormen-ta la memoria con gravitación de suplicio.

Mira otra vez el reloj. La una.—Fué a esta misma hora—dice sin

preámbulo, saltando del pensamiento ala palabra para continuar un monólogomudo.—Hoy hace cuatro meses.Y mientras sigue hablando, 3^0 veo la

noche obscura, el valle cubierto de nieve,

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188 LA VOZ DE LA CONSEJA

las montañas blancas de las que emergenhayas y pinos, sacudiendo al viento las

vedijas algodonadas de su ramaje. Veotam.bién las ruinas de un caserío, y en estas

ruinas el extremo de la retaguardia deuna división sereña que se retira hacia la

costa del Adriático.Mi amigo manda el extremo de esta re-

taguardia, una masa de hombres que fuéuna compañía y ahora es una muchedum-bre. A la unidad militar se han adheridocampesinos embrutecidos por la persecu-ción y la desgracia, que se mueven comoautómatas y a los que hay que impelir agolpes; mujeres que aullan arrastrandorosarios de pequeñuelos; otras mujeres,morenas, altas y huesudas, que callan contrágico silencio, e inclinándose sobre los

muertos les tom.an el fusil y la cartuchera.La sombra se colora con la pincelada roja

y fugaz del disparo, surgiendo de las rui-

nas. De las profundidades de la noche con-testan otros fulgores mortales. En el am-biente negro zumban los proyectiles, in-

visibles insectos de la noche.Al amanecer será el ataque arrollador,

irresistible. Ignoran quién es el enemigoque se va amasando en la som.ora. ¿Ale-

manes, austríacos, búlgaros, turcos?... Sontantos contra ellos!

—Debíamos retroceder— continúa el

servio,—abandonando lo que nos estor-

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NOCHE SERVIA (BLASCO IBAÑEZ) 189

base. Necesitábamos ganar la montañaantes de que viniese el día.

Los largos cordones de mujeres, niños

y viejos, se habían sumido ya en la no-che, revueltos con las bestias portadorasde fardos. Sólo quedaban en la aldea los

hombres útiles que hacían fuego al am-paro de los escombros. Una parte de ellos

emprendió a su vez la retirada. De prontoel capitán sufrió la angustia de un mal re-

cuerdo: «jLos heridos! ¿Qué hacer deellos?...» En un granero de techo aguje-reado, tendidos en la paja, había más decincuenta cuerpos humanos, sumidos endoloroso sopor o revolviéndose entre la-

mentos. Eran heridos de los días anterio-

res que habían logrado arrastrarse hastaallí; heridos de la misma noche que resta-

ñaban la sangre fresca con vendajes im-provisados; mujeres alcanzadas por las

salpicaduras del combate. El capitán en-tró en este refugio que olía a carne descom-puesta, sangre seca, ropas sucias y alien-

tos agrios. A sus primeras palabras, todoslos que conservaban alguna energía se agi-

taron bajo la luz humosa del único farol.

Cesaron los quejidos. Se hizo un silencio

de sorpresa, de pavor, como si estos m*ori-

bundos pudiesen temer algo más graveque la muerte.

Al oír que iban a quedar abandonadosa la clemencia del enemigo, todos inten-

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190 LA VOZ DE LA CONSEJA

taron un movimiento para incorporarse;

pero los más volvieron a caer.

Un coro de súplicas desesperadas, deruegos dolorosos, fué hasta el capitán ylos soldados que le seguían...

—¡Hermanos, no nos dejéis!... ¡Herma-nos, por Jesús!

Luego reconocieron lentamente la ne-

cesidad del abandono, aceptando su suer-

te con resignación. ¿Pero caer en manosde los adversarios? ¿Quedar a merced del

búlgaro o el turco, enemigos de largos

siglos?... Los ojos completaron lo quelas bocas no se atrevían a proferir. Serservio equivale a una maldición cuandose cae prisionero. Muchos que estabanpróximos a morir temblaban ante la idea

de perder su libertad.

La venganza balkánica es algo más te-

mible que la muerte.

«¡Hermano! ¡Hermano!» El capitán, adi-

vinando los deseos ocultos en estas súpli-

cas, evitaba el mirarles. «¿Lo queréis?»,

preguntó varias veces. Y todos movían la

cabeza afirmativamente. Ya que era pre-

ciso su abandono, no debía alejarse de-

jando a sus espaldas un servio con vida.

¿No habría suplicado él lo mismo al

verse en igual situación?...

La retirada, con sus dificultades deaprovisionamientos, hacía escasear las

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NOCHE SiERVÍA (BLASCO ÍBAÑEZ) 191

municiones. Los combatientes guardabanavaramente sus cartuchos.

El capitán desenvainó el sable. Algu-nos soldados habían empezado ya el tra-

bajo empleando las bayonetas, pero sulabor era torpe, desmañada, ruidosa; cu-chilladas a ciegas, agonías interminables,arroyos de sangre. Todos los heridos se

arrastraban hacia el capitán, atraídos porsu categoría, que representaba un honor,admirados de su hábil prontitud.—jA mí, hermano!... ¡A mí!Teniendo hacia fuera el filo del sable,

los hería con la punta en el cuello, bus-cando partir la yugular del primer golpe.—¡Tac!... ¡Tac!...—marcaba el capi-tán, evocando ante mí esta escena de ho-rror.

Acudían arrastrándose sobre manos ypies; surgían como larvas de las sombrasde los rincones; se apelotonaban contrasus piernas. El había intentado volver la

cara para no presenciar su obra; los ojosse le llenaban de lágrimas; pero este desfa-llecimiento sólo servía para herir torpe-mente, repitiendo los golpes y prolon-gando el dolor. ¡Serenidad! ¡Mano fuerte

y corazón duro!... Tac..., tac...

—¡Herm.ano, a mí!... ¡A mí!Se disputaban el sitio como si temieran

la llegada del enemigo antes de que el fra-

ternal sacrificador finalizase su tarea. Ha-

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192 LA VOZ DE LA CONSEJA

bían aprendido instintivamente la pos-tura favorable. Ladeaban la cabeza paraque el cuello en tensión ofreciese la arteriarígida y visible a la picadura mortal, «jHer-mano, a mí!» Y expeliendo un caño de san-gre se recostaban sobre los otros cuerposque iban vaciándose lo mismo que odresrojos.

El bar empieza a despoblarse. Salenmujeres apoyadas en brazos con galones,dejando detrás de ellas una estela de per-fumes y polvos de arroz. Los violines delos ingleses lanzan sus últimos lamentosentre risas de alegría infantil.

El servio tiene en la mano un pequeñocuchillo sucio de cremia, y con el gesto deun hombre que no puede olvidar, que noolvidará nunca, sigue golpeando maqui-nalmente la mesa... ¡Tac!... ¡Tac!...

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PRUEBAS DE AMOR(FELIPE TRIGO)

18

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PRUEBAS DE AMOR

Mi amigo César es un analista insopor-

table. Pudiera ser feliz, porque tiene talen-

to y buena fortuna, y es el más desdicha-

do de los hombres.Todo lo mide, lo pesa y lo descompone;

el placer y el dolor, el llanto y la alegría,

el amor y la amistad. Su corazón sensible,

hasta lo infinito, se deja tocar por las máspequeñas cosas; pero el eco levantado enel corazón, plácido o triste, grande o fu-

gaz, es entregado inmediatamente al pen-samiento, que, al profundizarlo por todaspartes, lo deja destrozado.

Llorando ante el cadáver de su padre,pensaba si en su aflicción extrema nohabría algo de hipocresía consigo mismo.Y cesó de llorar. Pero en seguida le pareciófanfarronada de fortaleza su dolor sin

llanto. Y lloró, llamándose miserable.Estrenó una comedia. Y cuando el pú-

blico lo aclamaba, se encontró a sí propiodesmedidamente fácil de halagar por los

aplausos. Para evitarlos, se negó a salir

a escena por segunda vez, se largó a sucasa, se metió en la cama y no pudo dor-mir, reflexionando que la brusquedad de

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196 LA VOZ DE LA CONSEJA

tal determinación tuvo mucho más de va-nidosa que el haber seguido recibiendo los

aplausos.

Cuando saluda a un personaje aléjase

meditando si en el saludo no puso algúnservilismo. Y, por si acaso, cuando le

halla otro día, lo esquiva.Vive solo, huraño, perpetuamente dedi-

cado a vacilar, a destruirse las ilusiones.

Es un loco, sin duda.

Recuerdo que hará tres años lo encontréuna tarde en el Retiro, sentado de espal-

das a la gente, con la silla recostada en unárbol y entretenido en mirar el desfile delos coches. Me senté con él y no hablamos.De pronto, al paso lento de los carruajes

enfilados, porque estaba en el paseo de la

Reina, cruzó junto a nosotros una vic-

toria, en cuyo interior iban dos mujeres,

saludando a César.

Una, lindísima, elegante, joven.

—¿Ves aquélla?—me dijo señalándola,

cuando ya no pudo vernos.—La adoro.

Estoy desesperado. La vi en la Comedia,en un palco. ¿Verdad que es divina?...

Tiene alma de artista. Después de la pre-

sentación, no he vuelto más que dos días

a su casa. ¡Oh, si yo pudiera llevarla a la

mía, hacerla mi mujer!... Créeme. El

ideal es esa Aurora Rubí; pero es hija de

un hombre muy rico.

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PRUEBAS DE AMOR (FELIPE TRIGO) 197

'^:^ En seguida me contó que Aurora habíaestado con él atentísima, quizás más quecon nadie; pero que, sin embargo, y a pe-

sar de que la quería cada vez más, te-

niendo en cuenta la alta posición de aque-lla familia, no se atrevería a intentar nada.Yo hícele notar a mi amigo que teniendoél una carrera brillante y un nombre li-

terario conocidísimo en Madrid, debíantenerle sin cuidado los miles de duros del

suegro. Mucho menos cuando, a juzgarpor el modo de saludar de Aurora, cuyosojos se habían fijado en César con mimo-sería singular, la niña estaba de su parte.

Continuamos hablando del asunto muchorato a la vuelta del paseo, y, ya de noche,en la Puerta del Sol, dejé a César con susvacilaciones eternas y eternas dudas ydesconfianzas.

En Marzo volví a verle en una plateadel Español, con Aurora y su famiha. Entoda la noche cesaron de hablar, cubiertaella la cara con el abanico de seda, sin im-portarles un pito la representación. Ydespués, durante todo el verano siguiente,le encontré siempre acompañándola en los

teatros, en los paseos, enamoradísimosambos, según las muestras.

Tenía ganas de hablar con César para

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1&3 LA VOZ DE LA CONSEJA

darle mi enhorabuena, y una tarde que yoestaba en la Moncloa, adonde fui de puroaburrimiento, le hallé sentado en unbanco, la cara seria, entretenido en gol-

pear las piedrecillas del suelo con la con-tera del bastón.—^Te felicito—le dije.

—¿Por qué? ¿Por quién?... ¿Por Auro-ra? No, no; todo lo contrario.

—¿No es tu novia?—Sí.—¿No la quieres?—Como un insensato, y su famiUa me

acepta, y ella es adorable, sin par; y porlo tanto, me tiene vuelto el juicio. Puedocasarme cuando se me antoje; pero...

—Pero, ¿qué?—Pero... ¡no me da la ganalDijo esto con dureza extraña, como im-

posición hecha por su voluntad a su in-

vencible deseo.

—No quiero. No me da la gana de ca-

sarme—repitió, enfadado.Yo me reí. El se calmó luego.

—Mira, tú—me dijo,—la quiero tanto,que yo necesito a toda costa saber que ella

me quiere con delirio; necesito saber queme adora, y que me adora como una loca,

que me adora por mí mismo, no por la

vanidad de mi nombre, ni siquiera por la

gratitud de mi amor. En una palabra: ne-

cesito que me sacrifique cuanto es y cuan-

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PRUEBAS DE AMOR (FELIPE TRIGO) 199

to vale: su tranquilidad, su orgullo, suporvenir y su honra.—Estás chiflado.

—Chiflado o no. eso la he dicho: quequiero todos esos sacrificios, que si yo soysu dios, como ella repite a cada instante,

su dios le pide el honor y la vida para ha-cer de ellos lo que guste: probablemente,devolverlos; pero ¡quién sabe si entregar-los hechos jirones a la pubhcidad, para versi la adoración resiste a todo, hasta al

martirio y a la deshonra!—Pero, ¿hablas formal?—no pude me-

nos de preguntarle a mi amigo.—Tan formal, que hace cuatro días que

no la veo. La he jurado que la amaré siem-pre, aunque probablemente nunca noscasaremos.—¿Y ella?

—Lucha la infeliz. Mira, al fin estatarde me llama. Sí, sí, empiezo a creerque me idolatra; que podremos casarnos...después.

*

Al cabo de medio año, he vuelto ayer atropezarme con César. Estaba en un café

y leía, completamente absorto, una cartade renglones cruzados.

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200 LA VOZ DE LA CONSEJA

Aurora está en Santander.—Oye—me dijo César, tras de contar-

me muchas cosas.—Es horrible mi situa-

ción. Yo, que tanto la adoro, no puedoacabar de convencerme de su amor, y yamenos que nunca. Yo leo esas cartas lle-

nas de ternura, de confianzas dulcísimas,

y pienso, a pesar mío, que aunque así de-

ben de ser las que dicta el corazón de unamujer enamorada, así pueden ser tam-bién las que dirige el miedo de una pobreniña a quien le guarda el tesoro de su

honra

.

—Que entregó por amor.—¡Y que puede obligarla a mentir en

el olvido! jOh, si así fuera, si ella me hu-

biese olvidado, cuánto me estaría ofen-

diendo al creer que yo no sería capaz dedevolverle estas cartas, estos recuerdos denuestra escondida felicidad, que no tienen

valor para mí de prendas de venganza con-

tra la ingratitud, sino de reliquias santas

de la única mujer que he querido y querré

con toda mi alma, aun ante la confesión

de su olvido... Y si me ama—continuó Cé-

sar, exaltado— ,yo quiero saberlo. Pero

cómo, Dios mío, si me ha dado todas, to-

das las pruebas de amor que puede dar

una mujer... \y no son bastantes!

Yo dejé a César por no decirle que es

cruel; brutal, con la infeliz y enamorada

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PRUEBAS DE AMOR (FELIPE TRIGO) 201

niña que así se ha hecho la esclava de unloco.

Porque no me cabe duda que Césartiene una locura no estudiada en los li-

bros todavía.

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LOS ANTEOJOS DE COLOR(J. ECHEGARAY)

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LOS ANTEOJOS DE COLOR

I

Don Trinidad de Aguirre ha muerto.Esta noticia acaso no sorprenda a mis

lectores, porque los lectores ya no se sor-

prenden de nada; pero debía sorprender-

les.

Debía sorprenderles por varias razones.

En primer lugar, porque ninguno de ellos

habrá conocido al difunto, cuando toda-

vía no era difunto. En segundo lugar, por-

que el suceso ha venido sobre todos nos-

otros con la rapidez del rayo, sin prepara-ción de ningún género, sin un mal aviso

de los periódicos, sin una papeleta de de-

función siquiera: se nos dice que don Tri-

nidad ha muerto, y no sabíamos que este

don Trinidad existiese. Y en tercer lugar,

porque la muerte de este señor ha sido detodo punto injustificada.

Con las entradas en y salidas de este

mundo de lágrimas, sucede como con las

entradas y salidas de los dramas: las hayque están más o menos justificadas, y las

hay que no están justificadas de ningunamanera.

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206 LA VOZ DE LA CONSEJA

El mutis, digámoslo así, de don Trini-dad, ha sido, pues, inesperado e injusti-

ficado.

Don Trinidad era joven, era rico, teníafigura simpática, talento natural, muchailustración, estaba para casarse con unachica preciosa y, sobre todo, gozó de unasalud perfecta, hasta el momento de mo-rirse, que esto no le sucede a todo el m^undo.¿Hay alguien que en estas condiciones

se muera? Yo creo que no.Pues, sin embargo, don Trinidad de

Aguirre ha muerto.Hace dos años viajó por Alemania; allá

se estuvo unos meses y volvió del viajecomo se fué: tan joven, tan rico, tan sim-pático, tan alegre y tan sano.

Pero en el mes de Noviembre del 96tuvo un pequeño ataque a la vista.

Poca cosa, casi nada, enfermedad queno lo era, y que no tenía de serio más queel nombre, que no sé cuál fuese.

Se puso unos anteojos de color para qui-

tar fuerza a la luz, y se curó en ocho días,

quedándole los ojos tan hermiosos, tan bri-

llantes y tan malagueños como siempre.Pero cambió de carácter; cambió por

completo.Era alegre y hasta bromista; resultó

triste.

Hablaba, no con exceso, pero sí conamplia medida: resultó silencioso.

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LOS ANTEOJOS DE COLOR 207

Su sonrisa era franca y espontánea: susonrisa resultó amarga: las dos comisurasde la boca se le cayeron con caída trágica,

como si huyesen de todo regocijo.

En suma, que don Trinidad se trans-

formó.Para los amigos no tuvo más que frases

de desdén o réplicas punzantes, y, natu-ralmente, se fué quedando sin amigos:desde entonces siempre fué solo.

Antes se le veía en teatros, paseos y re-

uniones; después no se le vio ni era fácil

que se le viese, porque se quedaba en casa.

Pero en su casa, también solo; porquedon Trinidad nunca tuvo parientes, cir-

cunstancia que hace más inexpHcable sumuerte repentina.

Durante un mes no vio más que a sunovia, y como los anteojos de color dan ala fisonomía cierto carácter ridículo, con-vierten la cara humana en cara de lechuza,

y él tenía interés en que su amada le viese

los ojos siempre al natural, nunca se pusopara mirarla los anteojos de color.

Pero un día, no se sabe por qué razón,se los puso: la chica le encontró muy raro

y se echó a reir. Pues se ofendió tanto donTrinidad, que, después de mirarla fija-

mente, dio media vuelta, se fué a su casa

y rompió para siempre con Rosario.Por cierto que a poco más se muere del

disgusto la pobre Rosario.

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208 LA VOZ DE LA CONvSEJA

Algunos días después se encontraron adon Trinidad muerto.

Estaba junto a la mesa de su despacho;había escrito unas cuartillas, los anteojosde color estaban rotos, hechos añicos; se

sospechó que los había roto de un puñe-tazo, porque tenía ensangrentado el puño.Una particularidad llamó miucho la

atención: todos los espejos de su casa, ylos había magníficos, se encontraron ro-

tos tam.bién.

De estos antecedentes se dedujo quedon Trinidad se había vuelto loco.

Y las cuartillas que dejó escritas así lo

confirmaron.No se han encontrado todas; pero algu-

nas que pudieron recogerse decían así:

II

Le encontré en un coche de primera; yoiba solo, cuando entró el maldito viejo.

¡Qué chiquitín, qué arrugado, qué color

de tierra el de su cara!

Era como una esponja humana, que se

apretó, se apretó, se le sacó todo el jugo,

y no quedó más que una masa árida a modode estropajo.

Llevaba puestos unos anteojos de color.

No eran verde^ ni azules, ni amarillos, ni

ahumados. Eran de un color extraño, mez-

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LOS ANTEOJOS DE COLOR 209

cía turbia de todos los colores: como la

vida humana.El viejecillo me miraba mucho y son-

reía con sonrisa diabólica. Si no hubieraconsiderado que era un pobre carcamal,le abofeteo.

Como el viaje era largo y siempre fui-

mos solos, hubo tiempo para que hablá-

semos largamente.¡No! ¡El viejo antipático era todo un

sabio!

Y estaba al tanto de la ciencia modernay de los últimos descubrimientos.

Sobre todo, los rayos X le entusiasma-ban. Pero sus entusiasmos concluían porunas sonrisas que hacían daño. No sé porqué, pero hacían daño.

Si el viaje dura más, yo le estrangulo.Mejor hubiera sido.

Aquí faltaban algunas cuartillas.

III

Para algo han servido el choque y el des-carrilamiento.

Ya voy solo. Pobre homxbre, murióaplastado. jLo inverosímil!

Ahora que pienso en él, me da lástima;quizás fuese una buena persona.

Al morir me miró con cierta ternura:me alargó los anteojos y me dijo: «Tome

14

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210 LA VOZ DE LA CONSEJA

usted, tome usted; le declaro mi heredero.»¡Sus anteojos! ¡Sus anteojos de color!

¡Herencia infernal!

¡Bien muerto está el viejo!

Y aquí seguían imprecaciones, gritos

de dolor, gritos de desesperación.

Decididamente don Trinidad estaba loco.

Venían después unas cuantas cuartillas

escritas en una letra ininteligible.

Sólo en las últimas se entendía algo: fra-

ses sueltas; párrafos descosidos; las rui-

nas de un cerebro anegadas en un líquido

amargo como escollera dispersa por los

embates del mar salobre.

A continuación copiamos algunos frag-

mentos.Decía uno de ellos:

Volví a Madrid: me olvidé por completode los infernales anteojos.

Hice mi vida de siempre: el arte, la

ciencia, mis amigos, mi Rosario.

Días felices los de hoy, como eran feli-

ces los de ayer. Estaba convencido de quela Naturaleza me había traído al mundopara gozar.

Y yo procuraba complacer a la Natu-raleza.

¡Ah! ¡Si no hubiera sido por los endia-

blados anteojos de color!

Un día ¡día aciago!, me sentí mal de la

vista: me acordé de las antiparras, me las

puse y me fui a la calle.

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LOS ANTEOJOS DE COLOR 211

¡Horrible! ¡Horrible! ¡Invención ad-mirable, prodigiosa, estupenda, pero ho-rrible!

Y decía otro párrafo:

Los cerebros se hacen transparentes,

como si fuesen de cristal de roca.

Se ve la substancia gris, sus celdillas,

sus misteriosos protoplasmas, la red ner-

viosa que por todas partes se extiende.

Se ven las ideas escritas en maravillosaescritura: jeroglíficos de aquellas micros-cópicas pirámides, que los ahumados cris-

tales de mis anteojos traducen al lenguajevulgar.

Se ven los sentimientos: cómo se agitan,

cómo se estremecen, cómo circulan a modode oleaje sutilísimo, hundiéndose unasveces, flotando otras, sin encontrar nuncaorilla en aquel mar tan pequeño y tangrande.

Se ve a la voluntad ir tropezando comoborracha en una y otra celdilla, cayendoaquí, mal levantándose allá, enredándosemás lejos en no sé qué red de conexionesy volviendo a caer otra vez: casi siempreva a rastras.

¡Todo, todo se ve! ¡Qué admárable! ¡Quéinvención tan prodigiosa!

¡Cuánta miseria, cuánta vanidad, cuán-ta estupidez humana en ese libro blanco

y gris con red sanguinolenta!No: realmente es un espectáculo muy

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212 LA VOZ DE LA CONSEJA

divertido ver un cráneo por dentro. Yalguna vez ya suelen verse relámpagos deluz; alguna idea hermosa, algún senti-

miento noble... ¡pero ay qué pocos!¡Divertido, muy divertido! ¡Para mí no

hay secretos!

Y siguen varias cuartillas, todas ta-

chadas; sólo se leen palabras sueltas.

¡Desengaño!... ¡dolor!... ¡buen amigo!...¿Quién lo pensara?... lY yo que creí queese hombre era un imbécil y un tunante!...

¡Mal día!... ¡Ni uno!... ¡Doloroso!... ¡Muydoloroso!... ¡Ay, Dios mxío!... ¡Dios mío!...

Al fin el pobre loco coordinaba algo mássus ideas y había párrafos seguidos.

Esta observación profunda de la huma-nidad por dentro, cuando se trata de per-

sonas indiferentes, es muy interesante, ymuy curiosa, y muy divertida.

Pero cuando se trata de seres a los cua-les algún afecto nos liga, es cruel, muycruel; es desconsoladora; es infernal. ¡Ah!¡El maldito viejo! ¿Por qué el descarrila-

miento y el choque no lo aplastaron del

todo y de una vez, sin darle tiempo paraeste horrible legado!... ¡Ay! ¡Los anteojos,los anteojos de color!

Y lo que más me extraña es que nuncaveo un cráneo solo: siempre veo dos, y sondistintos.

Pero uno de ellos es el mismo siempre:vago, confuso, indeciso, incompleto.

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LOS ANTEOJOS DE COLOR 213

¿Por qué será esto? ¿Por qué serán dos?Es un fenómeno que me confunde y que

no puedo penetrar; jpero siento no sé quéangustia intolerable!

Y aunque este segundo cráneo no lo veobien, veo que es muy ruin.

El egoísmo es su nota dominante: jyo!...

jyo!... eternamente ¡3^0!

No hay una celdilla en todo el campocerebral que descubro, que no esté im-pregnada del 3^0 satánico! ¡Ya me repugna!¡Ya me da náuseas!

¡No parece sino que ese cerebro es unaesponja, que se hundió en un líquido encuyas gotas todas había escrito el egoísmola palabra yo, y que la masa blanducha se

empapó del miserable y monótono fluido!

¿Pero qué imagen es esa?¿De dónde viene? ¿A quién pertenece?Aquí se encuentran muchas líneas ta-

chadas.Luego algunos borrones; luego algunas

manchas como de lágrimas.Y un párrafo final: claro, distinto, casi

solemne, y frío, muy frío.

Ya lo sé; ya sé a quién pertenecía aquelcerebro.

A3^er lo vi por duplicado.Paseaba por mi sala, llevaba puestos

los anteojos de color y me asomé a un es-

pejo.

Y me vi en él, Me vi dos veces.

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214 LA VOZ DE LA CONSEJA

Una; en el espejo directamente: era ima-gen viva y distinta: el espejo era bueno.

Otra, en la imagen indecisa. Es natu-ral; mi cerebro se reflejaba en la parte in-

terior de mis anteojos, y del otro lado,proyectada en el espacio, aparecía enimagen borrosa e incompleta.Ya me conozco: no tengo derecho ni cu-

riosidad para ver a los otros hombres; yyo no quiero verme ya nunca más.Y en la última cuartilla había unas go-

tas de sangre.Fué la sangre que se hizo en la mano al

romper de un puñetazo los anteojos decolor.

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VIDA NUEVA(ALVAREZ QUINTERO)

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VIDA NUEVA

La señora Manolita, vecina insigne deun pueblo andaluz, había muerto deochenta y siete años, única enfermedadaceptable para morirse. Fué muy llorada,

no sólo porque desaparecía de entre los

vivos, sino porque a su paso por este bajomundo supo dejar quien llorase su muerte:esposo— el señor Rafael, carpintero deoficio, por mal nombre Cuña;—hijos,

presentes unos y ausentes otros; nietos,

biznietos.., y una caterva innumerable desobrinos, primos, nueras, yernos y demásplaga de la familia.

Tal se la quería en todo el pueblo, dondetambién dejó huella imborrable de su exis-

tencia, merced a dos famosas recetas desu invención, una para curar los sabaño-nes y otra para amasar pestiños; tal se la

quería, que aun después del novenariodel fallecimiento, el señor Rafael, el afh-

gido Cuña y sus hijos, continuaban reci-

biendo pruebas inequívocas del afecto desus amigos y parientes, muchos de los cua-les iban casi todas las noches a su casa adarles compañía. Aseguraba la malicia

que a lo que iban era a catar un soberbio

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218 LA VOZ DE LA CONSEJA

aguardiente de guindas que tiraba de es-

paldas; pero ¿de qué no se ha de sacarpartido y se ha de hablar mal en esta tie-

rra de pecadores? Y cuenta que cuandose acabó el aguardiente, Cuña se quedósolo con el casco. Lo cual, sin embargo, noautoriza a creer a los murmuradores, sino

a señalar, lamentándola, la picara casua-lidad.

Ya se sabe lo que son estas veladas: detodo se habla en ellas menos del difunto,

porque si el objeto es aliviar la pena delos que le lloran, es absolutamente indis-

creto ponerse a recordar sus virtudes ybuenas prendas. Así, pues, en casa del

gran Cuña se hablaba de todos los veci-

nos del pueblo que no estaban allí—a ex-

cepción de la muerta, que tampoco es-

taba y nadie se acordaba de ella;—se ju-

gaba a la brisca y al tute, se empinaba el

codo un poquillo 3^ a última hora, se con-

taban cuentos y chascarrillos verdes, paralo que el propio señor Rafael tenía la me-jor gracia del mundo.

Sólo en una habitación de la casa ren-

díase a la señora Manolita callado y silen-

cioso culto. En torno a un braserillo cuasi

apagado, y a la media luz de un quinquéde petróleo, hacían calceta cuatro viejas.

Hablar, no hablaban jota. De cuando encuando, alguna tosecilla, algún carraspeo,

algún suspiro... Pero bien sabe Dios que

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VIDA NUEVA (A. QUINTERO) 219

la señora Manolita no se les caía del pen-samiento.¿Y no había nadie más en aquel sose-

gado cuartito? Sí, por cierto: en un rin-

cón, borrados por la sombra, había unhombre y una mujer charlando sin tregua;

pero con charla tan apagada y misteriosa,

tan quedita y suave, que no podía ser sino

charla de enamorados. El estaba mal em-bozado en su capa; ella, bien envuelta enun mantón de estambre. En los ojos delos dos brillaba la alegría, el contento devivir... Sobre la falda de la mocita dor-

mía un gato negro, pequeñín, del que sa-

lía un rumor continuado y monótono, quepor allí se llama «hacer la ollita». Otrogato, tal vez habría buscado la falda deuna de las viejas por hallarse más cercadel brasero; pero éste era un gato de buengusto, y prefirió el calor natural de la ju-

ventud. No hay motivo para censurarle.

Oigamos a los enamorados:—¿Pensó usté en aqueyo?—No.—¿Por qué?—Porque eso no se piensa: o sale de

adentro o no sale.

—Me es iguá. ¿Sale?—Miste: lo que tengo de responderle a

usté, lo sé desde er día que estrenó usté

la capa.—¿Le gusté?

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220 LA VOZ DE LA CONSEJA

—Me gustaron los embosos.—Estos son. Coloraos. Juegan con sus

labios de usté.

—Con mis labios no juega nadie, amigo.—Pos a vé si me contestan formales:

¿cuándo me saca usté der purgatorio?—Así que pase er frío. Ya vé usté si lo

apresio.

—Es que disen que año nuevo, vidanueva, y Disiembre se va, y yo quieroprincipia el año que viene en la gloria

bendita. Es desí, que de su reja de usté

no me van a despega ni con agua caliente.

—¡Está usté aviao! En Enero no pelo

yo la pava .

—¿Por qué?—Por mó der relente.

—Yo ensenderé un puro, y usté se arri-

ma a la candela.

—Me via a quema.—Güeno; pos lo dejaremos pa Febrero.

¿Le paese a usté bien?—No, señó; ¿en un mes loco vamos a

empesá una cosa tan seria?

—Según eso... la vamos a empesá. Yaestá usté cogía.

—Aya veremos.—Quié desí que si no es en Febrero, será

en Marso.—¿En Marso, con er viento que hase,

y la guasa que trae la Cuaresma, y espi-

nacas los viernes?... No pué sé.

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VIDA NUEVA (A. QUINTERO) 221

—¡Caramba, niña, que va un trimes-

tre de dificurtaes!

—¿Y qué le basemos?—Pero ya está entendió: usté a lo que

tira es a di con las flores, pa que to seanflores entre nosotros. ¿Verdá? ¡Y quetengo yo unos claveles disiplinaos, queaya por Abrí eyos solitos van a escaparse

de la maseta pa írsele a usté ar moño!—Si viera usté que he leído en er Sa-

ragosano—porque 3^0 sé lee—que en er

mes de Abrí va a diluvia... ¡Y yo no quiero

que usté se moje en la ventana!—Pasiencia. ¿Ha leído usté si en Mayo

habrá só?

—En Mayo, sí.

—¡Ole!—No, no; pare usté er cohete. En cuar-

quier mes entro en relaciones menos enMayo.—Explique usté eso.

—Porque en Mayo se arregló mi her-

mana Esperansa con su novio, y le salió

vano.—¿Y vi yo a paga eso?

—¿No lo pago yo?—Ea, pos vamos a Junio; pero ya de

Junio no me pase usté.

—En Junio andaré yo mu ocupa conlos esámenes de mi hermaniyo.—¿Ah, sí?

—¡Claro!

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222 LA VOZ DE LA CONSEJA

—¡Está bien, hombre, está bien! ¿Esdecí que medio año tirao a la caye? ¿Yqué me cuenta usté de Julio? ¡Un mestan bonito!—Me horrorisa la copla:

Los amores de Julioson chaparrones.

No hagas ca">o, niiichacha.

de esos amores.

—¡Por vía e la coplita e Dios!

—Pos Agosto también tiene la suya.Oiga usté y quéese usté helao:

Los amores de Agostoyo no los quiero

porque pasa er verano,viene el invierno.

—¡Así no vamos a acaba, niña! ¡Antesque el invierno, yega el otoño! ¿Le gustaa usté Setiembre pa pela la pava conmigo?—Sabe usté, que como a mi hermanÍ3^o

le van a dá calabasas en Junio, en Se-tiembre se me va a podé ahoga a mí conun pelo, hasta vé si sale o no sale.

—¡Cámara! ¿Y Ortubre?—En Ortubre prinsipian a caerse las

hojas, y no hay humó pa ná.

—¡Morena, que se nos va el año! ¿Tienepa usté argún pero Noviembre?—Muchos peros, no uno. Lo dise er re-

frán: «Noviembre, mes de peros, castañas

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VIDA NUEVA (A. QUINTERO) 223

y nueses.» Y los peros, malo; pero las cas-

tañas, peo.—¿Entonses, qué?... ¡Disiembre y no

hay más!—¡Disiembre! ¡Fin de año! ¿Quién

planta una maseta cuando se está po-niendo er só? Se aguarda a que amanescaotro día. Espere usté un poquito... y añonuevo, vida nueva. Usté lo ha dicho antes.

—¿Ahora estamos ahí? ¡Pos hágase usté

cuenta de que esta conversasión la hemostenío el año pasao, y listos! Dentro decuatro días le digo yo a usté en su ventanaesta copla, ya que sé que le gustan:

A la luna de Enerote he comparado,

que es la luna más clara

de todo el año.

Siguió el pahque... Al sonar las once enel reloj de la iglesia cercana, se levantóuna de las viejas, dio las buenas noches a

las otras, llamó por señas a la muchacha,y juntas salieron de la habitación. Pro-testó el mozo, acomodándose la capa so-

bre los hombros, y calándose el sombrerode ala ancha, y protestó el gato abriendodos palmos de boca. El gato se arrimó al

brasero, y el hombre salió tras la mujer.Ya en la calle, vieja y moza apretaron

el paso, porque la nocb^ estaba fría. Ellas seguía de lejos. Tras mucho andar por

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224 LA VOZ DE LA CONSEJA

las calles desiertas, en las que sólo halla-

ron un perro olfateando un montón deescombros, y un borracho que las obligó

a cambiar de acera, detuviéronse anteuna casa bajita y pobre. Allí estaba la

reja que debía ser testigo, durante un año,al menos, de la ventura de dos enamora-dos. Al llegar frente a ella la mocita vol-

vió la cara... Parecía un lucero.

Aquella noche soñaron los amantes. ¿Eluno con el otro? No. Soñaron con la pobreseñora Manolita, la difunta compañeradel veterano Cuña, que desde el otromundo les decía:

— ¡Ah, tunantes! ¿Con que se aprove-chan ustedes de que yo me he muerto paraarreglar sus cosas? ¡Bien está, bien está!...

No me enfado. Casi me alegro de haberlesproporcionado la coyuntura. Porque

jqué demonio!—3^0, a m.is ochenta y tan-

tos, no tenía más que hacer que morirme,

y ustedes, a sus veinte y pico, no teníanmás remedio que quererse.

Y el cuento de aquel sueño en que dan-zaban la muerte y la vida, fué el primertema de la primera pava.

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EL DISFRAZ(ALVARO RETANA)

Í5

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EL DISFRAZ

I

Realmente es lamentable esta obsesión,

amigos míos—dijo el famoso novelista Lu-ciano Avril; siguiendo con la vista las es-

pirales grises que salían de su cigarro tur-

co— ;pero no puedo sustraerme a ella. Des-

de hace dos semanas vivo en perpetuo so-

bresalto, oprimido por la horrible angustiade ese peligro contra el cual todas las pre-

cauciones son inútiles, y que cada horasiento más cercano. Reconozco la insen-satez de mi conducta; trato de ridiculizar-

me ante mis propios ojos y procuro ahu-yentar de mi cerebro este absurdo temor;mas lucho en vano. Desde la noche en quela vi, hoy hace quince días, he perdido el

reposo,iParece que fué ayer! Estaba yo

solo en mi despacho, corrigiendo las prue-bas de mi hbro próximo a pubhcarse, cuan-do un leve rumor como el de alguien des-corriendo cortinajes y removiendo telas

me obligó a volver la cabeza. En la estan-cia no había nadie; pero en la enorme lunaque ocupa casi todo el testero que yo te-

nía a mis espaldas, distinguí claramente,pálida entre los pHegues de su túnica ne-

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228 LA VOZ DE LA CONSEJA

gra, dejando asomar únicamente su cala-

vera de marfil, donde los ojos fosforecíancomo dos luciérnagas, la imagen de la

MUERTE, rebuscando con sus manos des-

carnadas y amarillas, ávida y sonriente en-tre los atavíos de un miserable alquiladorde trajes, un disfraz con que desfigurarsetotalmente. ¡Pesadilla arbitraria! ¿No es

cierto? ¡LA MUERTE—una muerte decuento de Grim o de dibujo de Beardsley,con su cabeza pelada como un huevo, susonrisa escalofriante y el esqueleto ocultobajo la clásica envoltura negra y mate

buscando un nuevo traje entre las perca-linas de colores de un establecimiento vul-

garísimo, donde sólo van horteras y cria-

das a procurarse los disfraces con que bai-

lar frenéticos en ios días de Carnaval! ¡Casi

me avergüenza confesar que he sido víc-

tima de tan ridicula alucinación! Sin em-bargo, aquella visión grotesca e infantil hasacudido mi alma entera como en venda-val siniestro yme ha colmado de inquietud;

porque yo estoy seguro, segurísimo, de quesi la Muerte en aquella ocasión recurría aun disfraz, era para venir en mi busca di-

simulada y alevosa, a fin de que yo, des-

prevenido y confiado, no pudiese evitarla

ni burlarla.

Y el novelista dejó de hablar, marcán-dose en su frente la arruga de un invenci-

ble horror.

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EL DISFRAZ (ALVARO RETANA) 229

Su amigo inseparable, Enrique Fonta-nar, que le escuchaba atentamente, nopudo contener un estremecimiento que le

recorrió de pies a cabeza, y el famoso doc-

tor americano James Gre}^, que tambiénle escuchaba interesado, puso al alcance

de su mano un cenicero de plata para queél depositase la ceniza del cigarrillo turco,

cambiando unas miradas furtivas con la

mujer del escritor entre las sombras deaquel crepúsculo de Octubre, dem.asiadosombrío, que iba convirtiendo la estanciaen una mancha neG:ra.

—Toda mi habilidad de artista descrip-^

tivo se estrellaría si intentase dar idea demi espantosa situación—prosií^uió el jo-

ven novelista, contemplando dichoso a sumujer, que causaba la impresión de unaserpiente roja modelada por una funda deterciopelo grana, con los ojos redondos,verdes y brillantes como esmeraldas en-garzadas en aquel rostro inquietador, quesonreía ambiguo, mostrando una denta-dura aguda y reluciente como la de un lo-

bo.—Dominado por la convicción de queELLA me acecha disfrazada y traidora,no me atrevo a sahr solo a la calle. A cadainstante me parece que ELLA va a apa-recer de improviso dispuesta a hacerme suvíctima, y tiemblo como un chiquillo a la

sola suposición de que pueda llevar a cabosu terrible designio. Yo he creado en mis

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230 LA VOZ DE LA CONSEJA

libros situaciones macabras, pero ningunatan angustiosa como la mía. El ruido deuna hoja desprendiéndose de un árbol, mehace volverme rápidamente como un rep-

til hostigado, temiendo que sea el roce desu insospechable vestido; el rumor del vien-

to me aturde y me enloquece, porque nosé si es SU voz llamándome atrevida; y si

al cruzar de un lado a otro de la calle, untranseúnte me roza casualmente, tengoque contener un grito de terror, creyendoque son los cinco huesos de su mano los

que intentaron cogerme. Más de una vez,

de madrugada, he despertado a Cecilia lle-

no de pánico, porque me ha parecido es-

cuchar que ALGUIEN avanzaba sigilosa-

mente por los pasillos arrastrando unaguadaña. ¡Esto es insoportable, amigosmíos I ¡La gloria y la fortuna me sonríen;

amo a Cecilia con locura y soy amado porella; nada me faltaba para ser feliz, y esta

obsesión maldita se ha empeñado en mar-tirizarme. Por culpa de ella mis nervios dehombre joven que aún no ha mucho reba-

só los treinta, se hallan aniquilados, mi ce-

rebro se resiste encarnizadamente a pro-

ducir, y mi temperamento, de ordinario

apacible y cariñoso, se torna en agrio ydesabrido...

Enrique Fontanar le dirigió una miradallena de compasión dolorosa; Cecilia le-

vantóse para encender la luz y arreglarse

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EL DISFRAZ (ALVARO RETANA) 231

ante el espejo la encendida cabellera roji-

za que aureolaba su rostro de esfinge im-penetrable, y el médico, con voz un tanto

hueca y funeraria, voz de muñeco o de fan-

tasma, que quería ser afectuosa e insinuan-

te, pero hacía escalofriarse instintivamen-

te a Fontanar, contestó:

—Creo sinceramente, amigo Avril, queel exceso de trabajo que usted se ha im-puesto es el causante de este desequilibrio

que le agobia. Desde que le conozco, hereprochado a usted ese modo incesante yentusiasta que tiene de laborar. Demasia-do comprendo que usted disfruta extraor-

dinariamente tejiendo sus novelas y gozalo indecible viviendo la vida de sus per-

sonajes, por lo cual procura estar con ellos

en relación continua; pero este esfuerzo deimaginación tenía que resentir su cerebroen algún momento, y este momento ha lle-

gado. Es preciso que por una larga tempo-rada abandone sus papeles y renuncie us-

ted a escribir ni leer. Depure su alimenta-ción, que no ha de ser copiosa, y si no le es

posible, cambie usted de aires. Un viajeci-

to con Cecilia a su casa de Avila le sería

muy conveniente.—Allí debe hacer un frío atroz en esta

época—interrumpió Enrique.—Eso no le hace—replicó Cecilia con

naturahdad, mirando fijamente al doc-tor.—Todo se reduce a encender una bue-

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232 LA VOZ DE LA CONSEJA

na chimenea y como, además, no íbamosa salir de casa... Sitio más reposado queaquel, no encontraríamos...—El caso es que tengo tanto trabajo por

entregar—afirmó el novelista—que no qui-

siera ausentarme todavía de Madrid.—Mira—dijo Cecilia, decidida—opino,

con el doctor, que por encima de tus com-promisos editoriales está la salud. En la

semana próxima nos marchamos a Avilapara que descanses hasta primero de año,

y verás como esa neurastenia desaparece.—¡Qué buena eres y cuánto me quieres!

—exclamó el joven escritor, abandonandosu butaca para estrechar las manos de Ce-

cilia, que le recibió tiernamente. Y al fi-

jarse en las miradas febriles del americano,añadió con aire triunfal:—Vamos, amigomío, que ya haría usted algo por tener unamujercita tan cariñosa como la mía.

James Grey no respondió; pero contem-plando aquella escena de bienestar y di-

cha conyugal, aquella envidiable identifi-

cación de marido y mujer, sus pupilas me-tálicas relampaguearon con extraño fulgor,

que no pasó inadvertido para Enrique Fon-tanar.

¡Cuan desagradablemente impresionabaal amigo inseparable de Luciano Avril la

mirada implacable de aquel doctor ve-

nido de Norteamérica hacía un año y ai

cual rodeaba una aureola de misterio que

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EL DISFRAZ (ALVARO RETANA) 233

él mismo parecía acentuar con la palidez

de su rostro frío y duro, que apenas se con-

traía al hablar, y más que un rostro hu-mano, parecía el de una estatua por su hie-

rática inmovilidad!

James Grey era el verdadero tipo de hé-

roe de Conán-Doyle. ¡Aquella silueta delebrel afinada por un traje negro que al

ceñirse, remarcaba la dureza de sus líneas!

¡Aquel perfil de ave de rapiña, agravadopor la mirada insultadora de una pupilas

negras con reflejos de acero! ¡Aquella bocasin labios, que semejaba una cortadurabajo la afilada nariz entre dos grandes arru-

gas en forma de paréntesis! ¡Y luego, aque-llas manos rígidas, pero que al ser estre-

chadas resbalaban como la cola de un rep-til!

De James Grey se sabía que era hijo depadre inglés y madre española, que habíahecho la carrera de Medicina en NuevaYork y que su especialidad era el trata-miento de las enfermedades nerviosas. Ha-bía llegado a España envuelto en el pres-tigio de curas maravillosas realizadas enFrancia, y se le atribuían facultades so-

brenaturales. En sus viajes por la India,había adquirido conocimientos extraor-dinarios que le pennitían aparecer comoun verdadero taumaturgo, y se decía queen su clínica podían encontrarse los reme-dios a los casos más desesperados.

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234 LA VOZ DE LA CONSEJA

A los seis meses de su entrada en la cor-te, James Grey era temido y admirado portoda la alta sociedad madrileña. Le ha-cían admirables sus curas prodigiosas; perocausaba malestar su silueta enigmática.Detrás de aquellos ojos crueles, la gentecreía adivinar el secreto de algún drama te-

nebroso, e instintivamente el mundo reco-nocía en él un ser temible. Se admitía suciencia; pero se sospechaba que alguna vez

podría emplearla mal. Se admiraba al mé-dico; pero se rechazaba al hombre.

Hizo más alarmante la silueta de JamesGrey, la indiscreción de un criado despedi-do, que, en su furor, hizo correr toda clase

de fantasías y variadas calumnias que, na-turalmente, favorecían poco al do'ctor. Seaseguró que James Gre\^ era un profesionaldel opio y que en su clínica guardaba plan-

tas desconocidas y extravagantes que pro-vocaban ojeras profundas y palideces ma-cabras, como la que él exhibía, y flores nomenos peligrosas, que tenían la rara pro-piedad de nacarar con su perfume la piel

de las mujeres. Pero estas últimas despe-dían aromas de muerte y, por aspirarlos,

varias doncellas del doctor habían pere-cido, envenenadas de languidez.Todo esto se decía en voz muy baja del

médico famoso, sin que nadie se atreviera

a desmentirlo ni a afirmarlo. Sin embargo,no por eso disminuía su chentela. El hom-

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EL DISFRAZ (ALVARO RETANA) 235

bre no acababa de anular al sabio, y anteuna curación casi milagrosa, la opinión se

rendía, concluyendo por comprender queJames Grey era una víctima de la maledi-

cencia y de la envidia.

— ¡Le calumnian sus enemigos!—excla-

maban algunos partidarios su3'os.—¡Ja-

mes Grey es un hombre de ciencia mara-villoso, y el despecho de sus rivales es

quien intenta perjudicarle I ¡James Greyes incapaz de hacer daño a una moscal...

Uno de sus más grandes defensores era

Luciano Avril. Fiaba en su talento ciega-

mente y una irresistible simpatía le acer-

caba al hombre muy temido y admirado.Yaquella mirada que a otras personas cau-

saba malestar, diríase que magnetizabaal escritor, esclavizándole con irrompibleyugo. La amistad entre el médico y el no-

velista aumentaba de día en día, y aquella

prevención de su mujer en el primer mo-mento contra James Grey, desaparecía,

siendo substituida por un afecto que nodesagradaba a su marido.

Quizás gran parte de la admiración ysimpatía que el matrimonio profesaba al

doctor fuera debido a que no le creyesendel todo inocente. Pero una atmósfera deespanto y de interés envuelve a las perso-

nas culpables y hasta sus ojos parecen cen-tellear con resplandores fascinantes quesirven de aureola a su figura. Luciano y

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236 LA VOZ DE LA CONSEJA

SU mujer estimaban al médico; pero en suestimación influía grandemente la equí-A'oca reputación de James Gre}'. El enig-

ma de su encanto emanaba tal vez de sumismo crimen.A Enrique Fontanar impresionaba bien

opuestamente el misterioso americano. Supresencia le producía un ligero escalofrío,

y nunca se dejaba cautivar por aquelladiabólica sonrisa. Pero como la única vezque manifestó a Luciano Avril el senti-

miento de antipatía y repulsión que JamesGrey le inspiraba, el novelista se enojó muyseriamente y su mujer le defendió con te-

naz bizarría, no volvió a insistir, para evi-

tar una escena desagradable.Cuando sonaron ocho campanadas en

el reloj Renacimiento que elevaba su es-

fera sobre la biblioteca, Enrique Fontanar

y James Grey se despidieron del matrimo-nio.

El novelista y su mujer los acompañaronhasta la puerta, y mientras Fontanar reco-

mendaba a Avril un viaje a su finca de Avi-la, James Grey, complacido, murmurabaal oído de CeciUa:— Afortunadamente, la cosa marchabien.

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EL DISFRAZ (ALVARO RETANA) 237

II

Ocho días después, Luciano Avril y su

mujer se encontraron en su finca de las

afueras de Avila, acompañados de JamesGrey, que hacía un sacrificio para atendera la curación del novelista, cuya neuras-

tenia amenazaba destruirle seriamente.Y, solo en su despacho, el joven escritor

descargaba su melancolía tomando la plu-

ma para decir a Enrique, su inseparable

camarada:«Hace una hora, mi querido Fontanar,

que mi alma piensa en ti exclusivamente

y que me recrimina por no haberte escrito

antes, estando tan necesitado de con-suelo.

»No acierto a comprender cómo he po-dido estar una semana sin escribirte, paranarrarte mi inmensa desventura.

»Tú recordarás que siempre he sido muydébil; desde la infancia se advertía en míesta escasez de bríos físicos que me carac-

teriza, y aún no habrás olvidado aquellos

días de colegio en que yo me acercaba ati deslumhrado por tu fuerza y tu bene-volencia, para que tu amistad me prote-giese contra las violencias de mis compa-ñeros. Pues bien: continúo siendo el nniopálido y medroso, de exaltada imaginación

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233 LA VOZ DK LA CONSEJA

do entonces; soiainonu' que después de nuboda con Cecilia, y no sé si a consecuenciade un excesivo desgaste medular. n\e lie

hecho infinitamente más nervioso e uu-

presionable.y; Luego, este amor desordenado >• ve-

hemente que siento por Ceciha me ajuqui-

la! Adoro a nu mujer con frenesí tan m-sensato, que quizás esto contribuya tam-bién a debilitar mi naturaleza, enfermizade por SI. Tero no me es posible dommar-me. Sus caricias exaltan mi sensibilidad

tan hondamente y me producen un vérti-

go tan embriagador, que quisien^ tenerla

todo el día enti-e mis brazos. Únicamentepor ella me impongo este trabajo abruma-dor, a im de que no carezca de nada. Ceci-

lia ama el lujo y la moncie, es volu|>tuosa ycomodona como una gata, y si no satisficie-

i*a sus caprichos^ nuestra vida conyugalsena un infierno.

*Afori uñadamente, hasta ahora no pue-

do quejarme de mi suerte. Ll publico haceuna demanda tan importante de mis li-

bros y mi colabonicion en las grandes re-

vistas se paga tan espléndidamente, queme permiten sostener a mi mujer con rela-

tiva fastuosidad, y aun he ahorrado dine-

ro para adquirir esta finca, que ella llamapomposamente ^u castillo» y tener un fon-

do de reserva, que me evita el recurrir a io«

treinta n\il duros que heredó de mi tío y

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EL DISFRAZ (AI.VAHO RKTANA) 2:^9

con los cuales cuento para luiidar una grancasa editorial dentro de un par de aíu)s.

)>Fodría considerarme íelí/ en medio demi debilidad. Sin emhaiKo... sosjjt:elio queinuy pronto hobreveiidrá nn ruma corpo-ral y espiritual si no logro curarm»- de esta

dolencia (|ne me hiere: el miedo.»Ks mil ( iilermedad vergonzosa y te-

rril)le que se ndiltra en las venas y se pro-

paga Como lepra, que se instala en mi es-

píritu creando absurdas desconfianzas, es-

])antüsas alucinaciones y bruscos estrenie-( íjuientos, ipie destrozan la voluntad, la

inteligencia y <•! organismo como nn dardoenvenenado.

)>¿Uc qué tengo miecU>V De muchas cosas

y de nada. Del cielo gris y abrumador, queparece va a caer aplastando mi cabeza, dela nieve que nos rodea como im sudario as-

fixiante, del eco de las risas de C'ecilia, queresuenan en estas dilatadas (estancias comodetonaciones formidables. V sobre todode ELLA, de la MULKTL entrevista en el

espejo d(! mi desj)a(^ho de Madrid, que cadavez está más próxima e iinj>la(^able, pueslia heclio acto de [)resencia en el castillo.

»l'"sta mañana ha muerto misteriosamen-te la doncella de mi mujer, y yo me des-espero pensando qu<: esto es una adver-tencia que KLLA me hace para (ju» no in-

tente resistirme. lOLLA que h.a cnliadoen el castillo disimulada y audazmente,

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240 LA VOZ DE LA CONSEJA

alevosa bajo un disfraz que 3^0 no acierto apresentir ni conocer y que ha probado la

eficacia de su guadaña segando la existen-

cia de esta pobre muchacha que yace enuna de las habitaciones del piso de arriba,

vestida con una falda negra y una blusa

blanca, toda verduzca, rostro y manos,como si se hubiera convertido en broncerepentinamente.

»Desde que he empezado a escribirte,

me siento un poco más tranquilo, porqueme parece ver tus bondadosos y protec-

tores ojos, arrojando airados al Miedo, este

monstruo negro que me atormenta. Aun-que me falta el valor para levantar la vis-

ta del papel, por miedo a contemplarme,tan solo en el silencio macabro de esta

enorme estancia.

»No tengo más esperanza que tú, Enri-

que. ¡Sálvame! ¡Es preciso que vengas in-

mediatamente a Avila para que yo tengaun amigo fiel a quien contar mis penas yun compañero leal que en mis ratos de so-

ledad me ahuyente el miedo!»Son las ocho de la noche y mi mujer ha

salido con James Grey, llevándose al cria-

do y al guarda para ir a prestar declara-

ción ante la Policía. Hace dos semanasno me hubiera importado verlos salir re-

unidos para cualquier asunto; pero hace

un rato, al verlos marchar juntos, he su-

frido lo indecible. El Miedo, siempre el

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EL DISFRAZ (ALVARO RETANA) 241

Miedo me ha hecho pensar que tal vez ellos

se entienden, habiéndose puesto de acuer-

do para desarrollar en mí esta sobreexci-

tación nerviosa que puede conducirme a la

locura o al suicidio. Me acuerdo de que enun momento de buen humor hice un testa-

mento por el cual dejo a Cecilia en pose-

sión de mi pequeña fortuna, y pienso si

ellos no estarán urdiendo algún plan sinies-

tro para anticiparme a los designios de la

MUERTE.»¿No es verdad que esto es horrible?

¿Desconfiar hasta de mi mujer, que a todashoras me manifiesta un cariño sincero, y deJames Grey, cu3'a solicitud cordial y cuyonoble interés aparecen visibles en cualquierinstante? Me subleva verme convertido enmi propio verdugo; pero, ¿qué voy a ha-cer? Juraría que estoy sumido en un sueñosin fin, y que mi vida es una eterna pesa-dilla de la que sólo saldré para entrar en la

tumba.»jOh, qué alegría cuando salga el sol de

mañana disipando estos terrores y alejedefinitivamente mi temor de ver aparecera la muerte, verde de pies y manos, conla falda tan negra y la blusa tan blanca...—¿Qué haces, Luciano?—preguntó deimproviso la voz argentina de Ceciha.—

Y luego, abrazándole efusivamente, conla dulce mirada de una mujer que adora asu marido, añadió:

16

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242 LA VOZ DE LA CONSEJA

—Ya sabes que el doctor te ha prohibi-

do que trabajes...

—Escribía a Enrique Fontanar—ex-

phcó el novelista abrazando con ternura

a su mujer.—No quisiera que me llamaseingrato—agregó, cerrando la carta, des-

pués de haberla firmado.

James Grey entró para contar al escri-

tor la entrevista con el juez, y Ceciha co-

gió la carta de su marido para hacerla lle-

var al correo al día siguiente. Durante la

cena, el doctor volvió a recomendar a Ce-

cilia:

—jNo conviene que Luciano escriba unsolo renglón!...

III

Cuatro días pasados del entierro de la

doncella de Ceciha, que falleció, según dic-

tamen del forense, por haber ingerido

equivocada una de las medicinas que para

uso externo le recetó James Grey, LucianoAvril, después de la comida, mientras su

esposa y el doctor jugaban a las damas en

el comedor, escribía en su gabinete nueva-

mente a Fontanar:«Tu silencio me agobia, queridísimo En-

rique. Yo te esperaba aquí en seguida, yveo que ni siquiera me haces el honor de

una respuesta a mi carta. ¿O es que temes

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EL DISFRAZ (ALVARO RETANA) 243

encontrarte en Avila con un infeliz loco?

»|Ah, ese sí que es el más intenso de misterrores! El miedo a enloquecer me exas-

pera y tiemblo por mi juicio; porque a ve-

ces me parece que mi razón es una llamavacilante condenada a apagarse al menorsoplo, dejando todo negro en mi cabeza.

»No creas que estoy loco todavía. Buenaprueba de que aún permanezco cuerdo es

que me apercibo de cuanto pasa a mi alre-

dedor, y no he dejado de amar a Cecilia,

que sería prueba evidente de mi falta derazón.

»La sigo queriendo con amor absor-bente y frenético, que me hace delirar

en sus brazos. Su vista me causa extrañosdesfallecimientos y junto a ella no puedorespirar. Cada beso de sus labios me enfu-rece más y cada caricia de sus manos metorna más febril. Mi vida ahora es un éxta-sis sexual, como si me hubieran dado abeber el filtro del deseo insaciable.

»Ayer deploré ante el doctor nuestradesgracia por carecer de hijos, y él contestó que el fuego destruye, pero no crea,

recomendándome un poco de cordura con-yugal, con ese tono de voz suyo tan acari-

ciante y que obra sobre mis nervios exal-tados el efecto de una lluvia benéfica...»Me horrorizo acordándome de que te

he escrito renglones poco favorables paraél. ¡Cuan injustos eran! ¡Imposible hallar

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244 LA VOZ DE LA CONSEJA

un amigo más sincero y cariñoso, másatento a devolverme la dulce paz perdida

y a velar por que conserve la poca que meresta! Nadie con más dulzura que él meharía reflexionar sobre la sinrazón de esta

obsesión maldita. El toma la MUERTEa broma y me cuenta en tono humorísticohistorias macabras para familiarizarmecon la FRÍA; pero su regocijo, lejos dedistraerme, agudiza mi sufrimiento.

»Porque, triste es reconocerlo: mi malno retrocede, sino aumenta. Ya no es sólo

el viento, que parece quejarse con sus ayeslastimeros o las sombras nocturnas, lo queme inquietan. Ahora es también el vuelo

de los pájaros, el maullido de un gato, los

cortinajes de una puerta, los esqueletos

de los árboles, las veletas de la torre deuna iglesia lejana lo que me sobrecoge y mellena de pavor.

»Si yo me atreviese, ahora mismo aban-donaría este castillo tan fúnebre, en queaún parece vagar el perfume de la criada

muerta, y marcharía por el campo sin te-

mor a hundirme en la nieve, huyendo del

reloj, que marca las doce en punto y está

dejando escapar sus sones, que repercuten

en mi corazón como los de una campanafuneral.

»Tengo miedo, Enrique, mucho miedo,

y en este instante carezco hasta de fuer-

zas para mirar más allá de la mesa donde

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EL DISFRAZ (ALVARO RETANA) 245

se confunden las sombras movibles. Siento

alrededor de mi frente algo semejante al

roce finísimo de unas alas, y el corazónme late furiosamente, como si una manoinvisible pretendiera atenazarlo con sus

dedos. Un sudor frío me invade todo el

cuerpo y te dará una idea de lo mucho quetiemblo la indecisión con que mi manotraza estos' renglones.

»Todo está en silencio; pero se me antojaque este silencio está lleno de murmullos,

y que fuera, en el pasillo, resuenan unospasos cautelosos . Pasos de alguien queavanza con sigilo como si temiera alar-

marme, ¿sabes, Enrique? Y no me atrevoa volver la cabeza, porque sé que me hedejado la puerta entreabierta y temo verun rostro desconocido y horroroso atis-

bándome implacable.»jOh, Dios mío: me parece que eso se

acerca, se acerca! Un penetrante olor amuerte ha corrompido la estancia y heoído chirriar la puerta...

»¡Piedad, Dios mío, ELLA está aquí!. .>>

Luciano Avril dejó escapar la pluma dela mano, y lívido, espantado, se levantó,haciendo esfuerzos sobrehumanos, conánimo de cerrar la puerta.

Dotados sus sentidos de una extraordi-naria delicadeza, debido a su enferme-dad nerviosa, el desdichado novelista per-

cibía los más ligeros ruidos y sufrió una

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246 LA VOZ DE LA CONSEJA

convulsiva contracción al oír el tenue rocede unos pies desnudos que se deslizabanpor el pasillo con dirección a su alcoba.Luciano Avril sintió un gran frío en el ce-

rebro, donde sus ideas se arremolinaroncomo las hojas muertas de una tempestad,al oír claramente aquellos pasos vacilan-tes que hacían crujir la madera del piso y,evidentemente, se encaminaban hacia la

puerta.¿Se engañaban sus sentidos? ¿Sería una

alucinación más de las innumerables pa-decidas? Inmóvil y sin respirar apenas,el joven escritor, apo3^ado en la mesa,aguardaba la horrible aparición como uncondenado espera la cuchilla de la gui-

llotina; pero cuando los pasos se aproxi-

maron más y él comprendió que alguien

inexorable, iba a penetrar en la estancia,

se lanzó hacia la puerta tratando de ce-

rrarla con llave. Pero le detuvo con enér-

gico ademán un brazo verde y frío, quele hizo retirarse con horror.

El cadáver de la doncella muerta se

Eresentaba, con la cabeza inclinada y los

razos caídos como un fantoche a quienhubieran aflojado los hilos. Sólo teníanmovimiento sus pies—verdes como los

brazos y la cara—que asomaban desnu-dos bajo la negra falda y que se deteníanfrente a él para que contemplase la mi-rada insultadora de unas pupilas negras

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EL DISFRAZ (ALVARO RETANA) 247

con reflejos de acero y sonrisa diabólica;

la de una boca sin labios que semejabauna cortadura bajo la afilada nariz^ entre

dos grandes arrugas en forma de parén-tesis.

Anonadado por la impresión de un su-

premo espanto, Luciano Avril experimen-tó una violenta conmoción cerebral, ca-

yendo al suelo como una masa, con las

pupilas dilatadas y la boca abierta, paraagitarse en convulsivos espasmos. Al fin

llegaba la MUERTE, disfrazada con las

ropas de la criada difunta, y toda verdecomo ella de manos y de rostro.

Durante un cuarto de hora, la extrañaaparición permaneció inmóvil frente al

joven escritor, observando su agonía: livi-

dez cadavérica, sudor viscoso en todo el

cuerpo, pulso apenas sensible y latidos in-

termitentes, cada vez más pausados, en el

corazón, alternando irregularmente conuna respiración anhelante. El acto reflejo

había sido tan violento, que había provo-cado una paralización casi total de la cir-

culación; el corazón y las arterias se ha-bían vaciado por completo, y las venas se

resistían a contener la sangre en ellas agol-

pada; de aquí el enfriamiento muscular yla postración mental. Nada de convul-siones; nada de estertor. La vida de Lu-ciano se escapaba dulce e irremediable-mente ante el mudo fantasma, que parecía

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248 LA VOZ DE LA CONSEJA

recrearse en la contemplación de su obramonstruosa.

Diez minutos transcurrieron todavía,durante los cuales la extraña aparicióncontinuó inmóvil, espiando con ávida mi-rada los últimos esfuerzos de un alma quese resistía a abandonar el cuerpo. Pasadoun cuarto de hora, el cadáver verduzcohabló para decir a la mujer del novelista,

que penetró en la alcoba, pálida y nerviosa:—¡Luciano Avril ha muerto! Y todo ha

sucedido como yo esperaba.Luego, mientras se despintaba el ros-

tro y las manos con un paño mojado enagua, James Grey añadió:—Cuando por una serie de excitacio-

nes diversas se ha\^a provocado el aniqui-

lamiento del sistema nervioso de un indi-

viduo, podrá matársele con más seguridadque con un puñal, proporcionándole unaemoción violenta...

IV

Aquella misma noche, Cecilia ponía untelegrama a Enrique Fontanar:

«Ruegue usted a Dios por el alma del

pobre Luciano. Acaba de fallecer repenti-

namente.»Y al año siguiente, la viuda del famoso

y joven novelista se casaba con JamesGrey y partía para Norteamérica.

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EL RASGO DE PAÑIZOSA(GUTIÉRREZ CAMERO)

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EL RASGO DE PAÑIZOSA

Oiga usted, contada al menorete, se-

ñor don Teótimo, la historia de mis des-

dichas, y por ellas vendrá en conocimientode la causa de mi mal—dijo Pañizosa, yprosiguió de esta suerte:— Vine a la cor-

te con más esperanzas que dineros, y pen-sé que en ella encontraría fácil acomodo,pues traía pocos años, grande voluntad ymucho apego al trabajo, con la añadidurade una apremiante carta del Alcalde de mipueblo para un señorón de estos que tie-

nen manejo en todas las oficinas del Esta-do, Meses y meses corrieron antes de quepudiera pasear mis ojos por la figura deaquel personaje cuya protección me era

tan necesaria, porque mi hombre no se dabaa partido ni mostraba su faz luciente al pri-

mer hijo de vecino, como a la solicitud deaudiencia no fuese aparejada una reco-mendación de empuje. Enviéle la del Al-calde; me recibió entre dos luces; díjele miempeño; me pidió muestra de mi letra;

escribí cuatro garambainas que me dictó;

le cayó en gracia el carácter de mis ras-

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252 LA VOZ DE LA CONSEJA

gos y salíme de su casa, en Dios y en horabuena, tocando palmas y creyendo que ala vuelta de un dado estaba mi fortuna.

De allí a poco recibí una credencial de las

de cinco mil reales, y héteme funcionariopúblico en la Dirección de la Deuda, dondeme aprendí al dedillo todas las leyes, or-

denanzas, pragmáticas y decretos que se

han promulgado en España desde que Es-paña debe dinero. Con esto fui ganando la

voluntad de mis jefes, que en cuanto cono-cieron lo bien arreglada que tenía mi me-moria para colocar en ella, como en unaanaquelería se coloca el botamen, las in-

finitas disposiciones gubernativas que acada paso inventa nuestra providente Ad-ministración, echaron mano de mis conoci-

mientos técnicos, y desde aquel punto yhora yo fui el encargado de las cosas difíci-

les. Mis compañeros, viéndome siempre al

yunque del trabajo, me echaron encima los

suyos, y en adelante no hubo canje de va-lores, proyecto de emisión o pujos de arre-

glo en que yo no interviniese.

—¡A ver! que venga Pañizosa y nos digaqué fecha lleva la ley de...—exclamaba el

segundo jefe de la Dirección.

—Oiga usted, Pañizosa: esta noche, a las

nueve en punto, aquí. El diputado Hacheha pedido unos datos, y es preciso que us-

ted los reúna para que mañana los lleve

el Sr. Ministro a las Cortes. El material le

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EL RASGO DE PAÑIZOSA 253

pagará a usted un café y media tostada;

enciende usted la chimenea, y con todacalma hace usted la notita—me mandabael oficial del negociado.—¡Señor de Pañizosa! ¿Sería usted tan

amable que se sirviera resolverm^e este

endiablado expediente que no sé por quécoyuntura meterle la pluma? —me supli-

caba muy humilde el de la clase de terce-

ros, recién salido del aula.

Y¿así, entre unos y otros, me traían y mellevaban como si fuera un zarandillo.

Algo me mortificaban estas interesadaspreferencias; pero hube de consolarme antela firme persuasión de que 3^0 era el hom-bre indispensable de la oficina, sin cuyasluces y conocimientos nada podía hacerseque saliese a derechas.

¡Cuántas sabias medidas, que luego die-

ron fama de conspicuos a sus autores depega, se fabricaron en este caletre mío!¡Cuántas mejoras en nuestra maravillosaAdministración se vendrían a mi casa, si

las tirara la sangre, y no a las de los pa-dres putativos que con ellas se ufanaron!Todo lo di por bien empleado, con tal deque me sirviera para echar fuertes raíces enla Dirección y me procurase algún adelan-to Gil mi carrera; y si este segundo extremode mi legítimo deseo no se realizaba nunca,pues ascensos y prebendas caían siempredel lado de los más ignaros, consolábame

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254 LA VOZ DE LA CONSEJA

con la creencia de que ningún Ministro se

atrevería a dejarme en la calle, porque al

menor intento se habrían de levantar milvoces en mi defensa, siendo la primera la

del Director general, que me honraba pormodo extraordinario y consideraba tanútiles mis aptitudes intelectuales como si

fueran sus pies y sus manos.De esta suerte se deslizaron diecisiete

años de mi existencia, sin otro accidenteque aquel tremendo batacazo que peguépor causa de unos saeteros ojos que meatravesaron la autonomía. Y fué que en unbaile de verbena callejera conocí a cierta

joven, modista de oficio, que con el mirarsólo partía las piedras, y que me llevó blan-

damente al santo nudo, regalándome lue-

go los ocho actuales herederos de mis tim-

bres y blasones.

Referir las penas y amarguras que hepasado y paso para tirar del carro que con-tiene mi prole, con más la señora de Pañi-

zosa, fuera tanto como contar las gotasque un invierno llueve. Pensé que con los

cinco mil reales del empleo y los ágiles de-

dos de mi cara cónyuge, que se despedaza-ban haciendo vainica y pespunte, no nosmoriríamos de hambre tan aína; y por ye-

rro de cuenta perdí el sosiego, porque plo-

ra, que tal es el nombre de mi mujer, dio

en la flor de echar gente al mundo, conque se aumentaron nuestras angustias,

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EL RASGO DE PAÑIZOSA 255

dado que, a pesar de mis méritos y tecni-

cismo, el inspirado ascenso no llegaba, ni

por asomo tenía trazas de llegar.

En cambio llegó la terrible catástrofe

fraguada por un desalmado Ministro, el

cual, desconociendo el importante papelque yo desempeñaba en la mecánica de la

Deuda pública, y para satisfacer aspira-

ciones de no sé qué elector suyo, que Diosconfunda y mal poso haya, decretó mi ce-

santía, y con ella la ruina de una familia

honrada.Que al momento me dediqué a buscar

recomendaciones capaces de ablandar las

berroqueñas entrañas del autor de mi due-lo, se cae de su peso. En semejante tareaocupé mis forzados ocios, cuando una no-che, al entrar en mi casa, donde me aguar-daban hambrientos y desesperados mi mu-jer y mis pobres hijos, para quienes bus-qué en vano, pordioseando aquí y pidien-do allá, algo con qué comprarles el mássencillo alimento, se enredaron mis piesen un bulto que se hallaba medio escondi-do en el ángulo de la pared y las losas. En-tre bajarme y cogerlo no medió espacio, yme hallé con una cartera de buen tamaño,de esas que usan los cobradores de la Bol-sa. Tendí entonces la vista por la calle,

pues quizás no estuviese lejos el que hu-biese perdido aquella prenda; y como na-die por allí se parecía, pásemela debajo del

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256 LA VOZ DE LA CONSEJA

brazo, subí los ciento quince escalones queconducen a mi vivienda, me metí en la al-

coba, cerré la puerta, abrí el cartapacio,

y por poco pierdo el sentido al sacar de sus

senos y rincones un montón de billetes deBanco que, muy juntitos unos contra otros

y por paquetes de mil duros, sumaban la

enorme cifra de cien mil pesetas. ¡Una ri-

queza!

Lo primero que me vino a las mientesfué dar gracias a la divina Providencia, queasí premia al justo y limpio de corazón

cuando en ella confía, y lo segundo llamar

a Flora, que en aquel instante libraba unabatalla con los desconsolados muchachospara persuadirles de cuan sano es irse a la

cama sin probar bocado, y comunicarle la

inesperada aventura, término de nuestros

quebrantos y principio de la felicidad. Pero

al ir a poner por obra tan alegre decisión,

paralizóse mi cuerpo, una llamarada devergüenza me subió al rostro, el recuerdo

de mi intachable fama me llamó a la reali-

dad del deber, y la idea de que el dueño de

la cartera quizás fuese un pobre, encargadode llevar y traer valores, fué creciendo, cre-

ciendo en mi espíritu, y ya vi en la cárcel

al descuidado dependiente convicto de la-

drón y condenado a presidio, y deshonra-

do su nombre y en la miseria a su familia,

porque seguramente tendría, como yo, pe-

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EL RASGO DE PAÑIZOSA 257

dazos del alma por quienes gustoso daríala existencia.

Júrele a usted, señor D. Teótimo, por la

hora de mis postrimerías, que aquella be-

llaca tentación de quedarme con las ajenaspesetas duró muy poco, no más que unoscuantos minutos, pero fueron horribles yme parecieron siglos, porque mientras co-

gía el sombrero y me preparaba a salir, oí

llorar con desgarradora pena al más peque-ño de los muchachos, a mi pobre Esteban,un serafín del cielo, que protestaba a vo-ces contra el forzado ayuno. Lo que enton-ces sintió esta flaca naturaleza mía no se

puede expresar con palabras. Figúrese us-

ted que dentro del pecho se le meten todoslos cariños de la humanidad y luego se le

rompen en mil pedazos y de golpe quierenescaparse por la garganta, y apenas sedará usted ligerísima idea de mi sufri-

miento.Y, sin embargo, tuve el valor de mar-

charme abito de honradez, y, con tanto di-

nero en el bolsillo no quise distraer unasola peseta para que mi gente comiese aqueldía. Verdad es, que ya en la calle, se fun-dieron mis energías yéndose juntas por la

canal de mis ojos, de los cuales caían la-

grimones como puños.¿Que dónde fui? Al gobierno civil, a ver

al Gobernador, al vSecretario, al Jefe de vi-

gilancia, a cualquiera que me quitase pron-

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258 LA VOZ DE LA CONSEJA

to aquel peso. Cumplí con mi deber y salí-

me del despacho de vSu Excelencia tran-quilo como un santo, cargado de elogios

y lleno de plácemes, pues los repórters delos periódicos que van a última hora al Go-bierno a husmear noticias enteráronse del

suceso y lo pusieron en los cuernos de la

luna.

Hizo la casualidad que, por la época aque me voy refiriendo, hallábase la prensamuy exhausta de acontecimientos sensa-

cionales, y en razón, sin duda, a tal inopiade emociones, los periódicos de mayor cir-

culación relataron el hecho, adornándolocon todo linaje de galas imaginativas, gas-

tando en mi pro la mar de tinta, sacando a

plaza mi penuria para que más resaltase

mi hombrada, y hubo aquello de: «Rasgoscomo el de Pañizosa no necesitan comenta-rios>>, o bien: ^<En medio de esta sociedadescéptica y egoísta, un acto semejante re-

fresca el alma»; etcétera, etcétera.

|A qué cansarle, querido amigo! Un dia-

rio me propuso para la cruz de Beneficen-

cia, y otro pidió al Gobierno que, en ade-

lante, se llamase calle de Pañizosa la del

Tribulete, donde vivo.

De poco me sirvieron los encomios, puescomo mi rasgo fué obra que hice en pecadode duda, no me aprovechó, y ni siquiera

me holgué con el premio del hallazgo, re-

ducido a cincuenta miserables pesetas que

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EL RASGO DE PAÑIZOSA 259

me remitió, con una tarjeta, el dueño de los

cuartos, y que devolví dignamente. ¡Puesno faltaba más sino que las tomaselNo obstante, abrigaba, que ya es abri-

gar, la dulce ilusión de que los aplausos dela prensa conmovieran al Ministro de Ha-cienda, y me volviese a mi puesto. ¿No te-

nía sobrados motivos para tal esperanza?Pues he aquí que a un diario de los de cam.»-

panillas se le ocurre escribir lo siguiente:«No sabemos por qué razón se ha hecho

tanto ruido para ensalzar un acto que noes más que el cumplimiento de un deber.¿Tan bajo se halla el nivel moral de estepueblo, que ya se considera como cosa ex-traordinaria y por fuera de los límites delo humano aquello que debe estar en la

conciencia de toda persona decente? ¿Aca-so no castiga el Código penal a los que sequedan con lo ajeno sin la voluntad de sudueño? El desprendimiento (¡y lo subraya-ba, Sr. D. Teótimo, lo subrayaba!) dePañizosa no constitu3^e, por fortuna, unaexcepción de la regla, y como éste podría-mos citar millones de ejemplos. ¡Quién sa-be^ si la cartera contenía, además de losveinte mil duros declarados, algunas pese-tas no confesadas todavía! Porque ello esque, hasta ahora, conocemos al que las en-contró, pero no al que las extravió, el cualhabrá dado por bien hallados los veinte si

se había despedido de los treinta..,»)

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260 LA VOZ DE LA CONSEJA

¿Concibe usted infamia mayor? ¿Havisto usted en su vida nada que se parezcaa tan ruin villanía? No la devoré en silen-

cio, sino que acudí a los mismos periódi-

cos mis panegiristas; éstos replicaron, el dela embozada calumnia duplicó la sospechacon frasecitas reticentes, y, por si fueronmás o menos los infaustos billetes tenta-

dores de mi conciencia, se armó la granpolémica, a que puso fin aquel famoso cri-

men cuyos detalles soliviantaron la opi-

nión, distrayéndola del rasgo de Pañizosa.Quedóse otra vez mi humilde nombre en

la inmensidad del olvido, y 3^0 a dos jemesde levantarme la tapa de los sesos, cuandose presentó una mañana en mi casa Peri-

co Fuenteguinaldo, amigo de la infancia,

que, sabedor de mis cuitas, acudía piadosoa compadecerlas. Así que se enteró de ellas

dióme un fuerte abrazo y me prometió re-

medio inmediato. Justamente acababa derecibir su acta de diputado a Cortes; per-

tenecía al grupo del Ministerio de Hacien-da, y en cuanto pidiera mi reposición ten-

dría la credencial. jComo que era coser ycantar!—¡Dios lo haga y que su voluntadpoderosa me otorgue tal merced!—pen-

sé yo.¿Creerá usted que la adversa suerte se

había cansado de perseguirme? Pues oiga,

amado don Teótimo, lo más gordo, lo mástremendo, lo que puso fin y punto a mi

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EL RASGO DE PAÑIZOSA 261

probada paciencia, lo que colmó la medidade mi desgracia. Oiga usted, o mejor di-

cho, lea usted esta carta de Su Excelenciaque Perico Fuenteguinaldo me remitió conotra suya, llena de excusas y perdones.Y Pañizosa entregó a don Teótimo un pa-

pel muy arrugado y mohoso, que, al pie dela letra, decía así:

«El Ministro de Hacienda.—Particular.

Señor D. Pedro Fuenteguinaldo. Mi queri-

do amigo. En el alma siento no poderlecomplacer en punto a la reposición de surecomendado, el Sr. Pañizosa. Realmentelos informes que en la Dirección me handado de este antiguo funcionario son ex-celentes; pero parece que anduvo compli-cado en un asunto donde mediaron cienmil pesetas, y aquello no quedó claro.

»Y usted comprenderá que, siendo estasituación tan escrupulosa en lo que a la

moralidad administrativa atañe, no debe-mos echar mano de gente cuya fama tengael menor tilde.

»Repitiéndole mi sentimiento, queda su-yo afectísimo amigo q. s. m. b.,— JoséSánchez Pantalla.»

Nota importante.—Si entre los lecto-res de estas Hneas se halla alguno que ten-ga metimiento con el Ministro de Hacien-

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262 LA VOZ DE LA CONSEJA

da, sírvase recomendarle eficazmente a

don Leandro Pañizosa, que vive en la calle

del Tribulete, número 192, piso quinto,

donde espera un alma piadosa que le saque

de su misérrimo estado.

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eucaristía(HOYOS Y VINENT)

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eucaristía

Genuflexos ante el altar del Santo Gonzaga, oraban en la gloria de la mañana deMayo, bañados en policroma fanfarria deluz con que el sol, filtrándose al través delas historiadas vidrieras, inundaba la ca-

pilla. En la iglesia, de ese risueño góticotodo blanco y oro, típico de la modernadevoción francesa, la Santa Virgen Maríafulguraba envuelta en un nimbo de llamas;la cabeza de la Imagen se inclinaba am-bigua, sin que pudiese saberse si era fa-

tigada por el peso de la corona empedradade diamantes y zafiros, los heráldicos gu-les, símbolo del amor y de la alegría ce-

lestiales, o en un gesto amable de gran da-ma, recibiendo un homenaje, y mientrassostenía con una mano a un Jesús mofle-tudo, recogía con la otra su manto de raramagnificencia zodiacal; a sus pies, la ima-gen andrógina del franco príncipe Luis el

Santo alzaba hacia la bóveda tachonada deluceros los ojos pintados de azul. En búca-ros de irisado vidrio, azucenas litúrgicaserguían sus tallos y abrían el virginal enig-ma de sus flores, mientras a entrambos la-

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266 LA VOZ DE LA CONSEJA

dos del altar descendía como por la esca-

la de Jacob, angélica procesión de concer-tantes.

Arrodillados en sus reclinatorios Juany Jesús, oraban en espera de la reconcilia-

ción con que sus almas puras hallaríanse

dignas de recibir la visita de Dios hechoHombre. Cruzados los bracitos lazados deblanco sobre el pecho, levantadas hacia la

Imagen las cabezas donde aún no anidarael ave siniestra de un mal pensamiento,eran las preces que aleteaban en sus labios

como candidas palomeas que, dejando el

nido, volaban hacia el trono de Dios.

Rubio, pálido, de doradas crenchas ypupilas de cielo, Jesús; moreno, de rasga-

dos ojos de sombra 3^ ensortijados bucles,

Juan—Murillo y Rafael— ; a la endebleelegancia de fin de raza del primero opo-nía el segundo la viril petulancia ingenuade sus doce años. Y sus figuras eran tra-

sunto fiel de sus almas, toda ternura, te-

mor y melancolía la de Jesús; toda resolu-

ción, apasionamiento y valor, la de Juan.Huérfano, rico, noble, enfermizo, con-

finado por egoísmo de sus tutores en aquel

colegio, Jesús había hallado su defensor

en las luchas de educandos en la adoles-

cente energía de Juan, secundón de noble

familia provinciana. Eran inseparables los

dos amigos; fraternal afecto les unía, y la

vida deslizábase para ellos feliz, igual, mo-

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eucaristía (HOYOS VINENT) 267

nótona, llena por su cariño que les ayu-daba a sobrellevar las contrariedades del

encierro, compartiendo estudios, recreos,

devociones, venciendo Jesús la hostilidad

de sus compañeros, gracias a la victoriosa

y audaz simpatía de Juan, benévolos a las

travesuras de éste los maestros ante la in-

tercesión del primero. iVsí, al volar del

tiempo, llegó insensiblemente el día de-

seado con fervor de acercarse a la SagradaMesa.Un débil llamamiento del Padre sacó

a Jesús de su devoto rezar y llevóle a los

pies dei confesonario; el negro manteoabrióse como dos alas inmensas, aprisio-

nando al Inocente. La mano enjuta, descar-

nada, dorada de tabaco, posóse en la áureaguedeja, y la voz pastosa, tras breve mu-sitar de oraciones, comenzó las preguntasde rúbrica:

—¿A ver, hijo, si recuerdas algún otro

pecadillo?... Piensa que Dios Nuestro Se-ñor, que murió por nosotros, te hace hoyla gran merced de venir a ti.

Tras un instante, la voz pura negó:—No, Padre.—A ver—insistió el cura—; piensa bien...

Alguna mentirilla... Alguna falta de res-

peto.

—No recuerdo. Padre—tornó a repHcar.El confesor se detuvo y miró al niño. La

divina claridad que emanaba de sus ojos,

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268 LA VOZ DE LA CONSEJA

ojos color de cielo, irradiaba sobre el rostro

candido, prestándole un aura de luz.

—¿Papas no tienes, verdad, hijo mío?—No, Padre.— ¿ Hermanitos ? — interrogó nueva-

mente.—Tampoco.Calló el presbítero de nuevo. Vacilaba;

aquel candor que lucía en el rostro le im-ponía respeto. vSin embargo, siguió:

—¿Amigos?... ¿Algún amigo a quienquieres mucho?Con espontaneidad entusiasta, y repH-

có vivaz:

—Sí, Padre, uno a quien quiero mucho,John. Es como un hermano.

Los ojos, sagaces, grises, fríos, cortan-

tes como -navajas, escudriñaron en la carne

del penitente como si quisiesen leer hastael fondo de su alma. Reflejaba inocencia

tal, que el sacerdote vaciló. ¿Seríale permi-tido sondear abismos que tal vez no exis-

tían? La pregunta infame detúvose en sus

labios un instante, y, al fin, la formuló ve-

lada.

El niño, con los ojos muy abiertos, lle-

nos de temor y asombro, denegó enérgico

con la cabecita de querube, apretando los

labios para no sollozar e inclinando la fren-

te para recibir el exorcismo de aquella

cruz que borraría el pecado^ pero no retor-

naría el candor perdido.

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eucaristía (HOYOS VINENT) 269

Nuevamente arrodillado ante el altar,

esperaba el supremo instante. De lo alto

de la bóveda, el órgano dejaba caer susnotas graves, armoniosas: un coro de vo-ces entonaban un hosanna a la gloria del

Hacedor, y el sol rutilaba en los doradosy espolvoreaba con el iris de sus rayos el

recinto santo. Ante el eucarístico misterio,

hasta una docena de niños arrodillados,

hacían ofrenda de sus vidas. Eran los unos,frescos y rosados como plebeyos frutos;

eran los otros, pálidos y elegantes como in-

fantes de legendario país de ensueño. Eloficiante, revestido con fastuosa magnifi-cencia, avanzó hacia ellos, sosteniendo enuna mano el cáliz de oro incrustado depiedras preciosas, y en la otra la Hostia,Cuerpo de un Dios, mientras sus labios

murmuraban las preces litúrgicas.

Juan y Jesús habían dejado caer su ca-

beza entre las manos, y, arrobados, dabangracias por la alta merced. Pero tal vez la

paz había huido de sus almas, y algo queno era santo conturbaba su espíritu, por-que hay revelaciones que, a semejanza deciertos trágicos males, con su contactomancillan una vida entera.Acabó la misa y fueron a reunirse todos,

alegres, locuaces, risueños, con los suyos,que les aguardaban en las grandes salasdel colegio.

Había explosiones de maternal cariño

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270 LA VOZ DE LA CONSEJA

que estallaban en besos, mimos y caricias.

Los niños brincaban alegres en un florecer

magnífico de ensueños y sonreían confia-

dos en el umbral de la vida. Sólo Juan yJesús yacían abandonados sin los brazosde una madre que les brindasen su refugio.

Jesús, doliente, contemplaba el espectácu-lo de la alegría ajena. Juan, más resuelto,

le brindó, en un gesto afectuosamente fra-

ternal, sus brazos.

Pero Jesús, por primera vez, le rechazó,

e incapaz de resistir más, refugióse a llorar

en un rincón.

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