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PQ 2349 .A4 E8 18 20 05

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    WWW. VALDEMAR.COM LA BELLA DESCONOCIDA Y OTROS CUENTOS LIBERTI NOS

    El Club Di6genes

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  • GUY DE MAUPASSANT

    LA BELLA DESCONOCIDA Y OTROS CUENTOS LIBERTINOS

    Traducci6n MAURO ARM! NO

    VALDEMAR 2005

    ~

  • 0IRECCI6N LITERARIA: Rafael Diaz Santander Juan Luis Gonzalez Caballero

    DISENO DE LA COLECCI6N: Cristina Belmome Paccini & Valdemar

    ]LUSTRACI ON DE CUBIERTA: Claude Monee, Terrasse a Sainte-Adresse

    UNAM BIBUOTECA CEMTRAL

    CLASIF.

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    In EDICI6N: NOVIEMBRE DE 2005MAT~IZ~. ~: .~-.:... -. .__...,

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    !JELATKAOUCCI6N: M AURO A~ AElQ. - '-2 ~? . ->~ .. A 'J DE ESTA EDICI6N: VALDEMAR (ENOKJA S.I..]

    C/ GRAN VIA 69 28013 MADI

  • EN OTRO TIEMP01

    El castillo, de estilo antiguo, esta sobre una colina arbolada; grandes arboles lo rodean con un verdor scm-brio, y el parque infinite extiende sus perspectivas tanto sobre unas profundidades de bosque como sobre las co-marcas circundantes. A unos metros de la fachada se ahonda un estanque de piedra donde se bafian unas da-mas de marmol; otros estanques escalonados se suceden hasta el pie del ribazo, y una fuente aprisionada forma cascadas de uno a otro. Desde la mansion, que hace gra-cias como una coqueta prcsumida, hasta las grutas con conchas incrustadas y dondc dormitan amorcillos de otro siglo, todo este dominio sefiorial y anti guo ha con-servado la fisionom{a de las viejas edades; todo parece seguir hablando de costumbres antiguas, de usos de

    (1) En otro tiem po I jadis. Publicado por primera vez el13 de septiembre de 1880 en Le

    Gaulois, periodico donde aparecio una segunda version (nuesrra traduccion) el30 de octubre de 1883, bajo el pseud6nimo habitual de Maufrigneuse; fue recogido en 1890 en el volumen p6smmo I.e Colporteur.

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  • Guy de Maupassant

    otro tiempo, de las galamerias pasadas y las elegancias ligeras que practicaban nuestros abuelos.

    En un saloncito Luis XV, cuyas paredes esta.n cu-biertas de pastores galanteando con pastoras, de bellas damas con miriiiaques y caballeros galantes y rizados, una senora viejisima, que parece muerta porque no se mueve, esd. reclinada en un gran sill6n y deja colgar a cada lado sus manos huesudas de momia. Su mirada ve-lada se pierde a lo lejos en Ia campiiia como para seguir a traves del parque visiones de su juventud. Un soplo de brisa llega a veces porIa ventana abierta, trayendo olores de hierba y perfumes de flo res; hace revolotear sus cabe-llos blancos sobre su frente arrugada y recuerdos viejos en su coraz6n.

    A su !ado, sobre un taburete de terciopelo, una joven de largos cabellos rubios trenzados a Ia espalda, borda un ornamento de altar.

    Tiene unos ojos sofiadores y, mientras sus dedos agi-les trabajan, seve que sueiia.

    Pero Ia abuela ha vue! to Ia cabeza. -Berthe, dice, leeme un poco las gacetas, para que siga

    entedndome alguna vez de lo que pasa en este mundo. La chica cogi6 un peri6dico y lo recorri6 con la mi-

    rada: -Hay mucho de polftica, abuela,

  • Guy de Maupassant

    -Pero entonces esd.is locos hoy dfa, estiis locos. Dios OS ha dado el amor, unica seduccion de la vida; el hombre pone la galanteria, unica distraccion de nues-tras horas, y resulta que mezclais a estas cosas el vitriolo y el revolver, como si se echase barro en una frasca de vino espafiol.

    Berthe no pareda comprender la indignacion de su abuela.

    -Pero, abuela, la mujer se vengo. Piensa, estaba ca-sada, y su marido la engafiaba.

    La abuela tuvo un sobresalto. -jVaya unas ideas que os inculcan hoy a vosotras, las

    jovenes de hoy! Berthe respondi6: -Pero el matrimonio es sagrado, abuela. La abuela se estremecio en su corazon de mujer na-

    cida en el gran siglo galante. -Es el amor lo que es sagrado, dijo. Escucha, hijita, a

    una vieja que ha vivido tres generaciones y sabe mucho, pero que mucho, sobre los hombres y las mujeres. El matrimonio y el amor no tienen nada que hacer juntos. Uno se casa para fundar una familia, y se forma una fa-milia para constituir la sociedad. La sociedad no puede prescindir del matrimonio. Si la sociedad es una ca-dena, cada familia es uno de sus anillos.

    Para soldar esos anillos siempre se buscan metales parecidos. Cuando uno se casa, hay que unir conve-

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    En otro tiempo

    niencias, combinar fortunas, unir razas semejantes, tra-bajar por el interes comun que es la riqueza y los hijos. Una solo se casa una vez, hijita, y porque la sociedad lo exige; pero se puede amar veinte veces en la vida, par-que la naturaleza nos ha hecho asi. jEl matrimonio! Es una ley, ya ves, y el am ores un instinto que nos empuja una:s veces ala derecha, otras ala izquierda. Se hacen le-yes que combaten nuestros instintos, era necesario; pero los instintos siempre son los mas fuertes, y hace mal quien los resiste, ya que vienen de Dios, mientras que las leyes solo vienen de los hombres.

    Si no se empolvase la vida con el amor, con lama-yor canridad posible de amor, hijita, lo mismo que se echa azucar en las medicinas de los nifios, nadie querr{a tomarla tal como es.

    Berrhe, asusrada, abria desmesuradamenre los ojos; murmuro:

    -jOh!, abuela, abuela, jSolo se puede amar una vez! La abuela levan to hacia el cielo sus manos tembloro-

    sas como si invocase todavia al dios difunto de las galan-terfas.

    Exdam6, indignada: -Os habeis convertido en una raza de villanos, en

    una raza vulgar. Desde la Revolucion, el mundo esra desconocido.

    Habeis puesto grandes frases por todas partes; creeis en la igualdad yen la pasi6n eterna. Hay poetas que han

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  • Guy de Maupassant

    escrito versos para deciros que se moria de amor. En mis tiempos se hacian versos para ensefiarnos a amar mu-cho. Cuando un gentilhombre nos gustaba, hijita, le enviabamos un paje. Y cuando nuestro coraz6n sentia un capricho nuevo, despediamos al ultimo amante, a menos que nos quedasemos con los dos.

    La muchacha, muy palida, balbuci6: -Entonces, ~las mujeres no tenian honor? La vieja dio un brinco. -jNO tener honor! ~Porque amaban, porque se atre-

    vfan a decirlo e induso se jactaban de ello? Pero, hijita, si una de nosotras, entre las mayores damas de Francia, hubiera vivido sin amante, toda Ia corte se habria reido.

    ~ Y vosotras imaginais que vuestros maridos solo os ama-dn a vosotras toda su vida? jComo si fuera posible!

    Yo te aseguro que e1 matrimonio es una cosa necesa-ria para que la sociedad viva, pero que no esta en la natu-raleza de nuestra raza, ~me oyes? En Ia vida s6lo hay una cosa buena, que es el amor, y quieren privarnos de el. Ahora OS dicen: "No hay que amar mas que a un hom-bre", como si quisieran forzarme a no comer en toda mi vida mas que pavo. jY ese hombre tendra tantas amantes como meses tiene el afio!

    Seguira sus instintos galantes, que lo empujan ha-cia todas las mujeres como las mariposas van a todas las flo res; y, entonces, iYO saldre a las calles con una botella de vitriolo y cegare a las pobres chicas que hayan obede-

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    En otro tiempo

    cido ala voluntad de su instinto! jNo me vengare en el, sino en ellas! Hare un monstruo. jHare un monstruo de una criatura que Dios hizo para agradar, para amar y para ser amada!

    Y vuestra sociedad de hoy, vuestra sociedad de pata-nes, de burgueses, de criados advenedizos, me aplaudira y me absolvera. Te digo que eso es infame, que no com-prendeis el amor; y me alegra morir antes que ver un mundo sin galanter{as y mujeres que ya no saben amar.

    Ahora os tomais todo en serio; la venganza de las desvergonzadas que matan a sus amantes hace derramar lagrimas de piedad a los doce burgueses reunidos para sondear el coraz6n de los criminates. ~ Y esa es vuestra sabiduria, vuestra raz6n? jLas mujeres disparan contra los hombres y se que jan de que ya no son galantes!

    La joven coge en sus rnanos temblorosas las rnanos arrugadas de la vieja:

    -Callate, abuela, te lo suplico. Y de rodillas, con lagrirnas en los ojos, pedia al cielo

    una gran pasi6n, una sola pasion eterna, de acuerdo al suefio nuevo de los poetas romanticos, mientras Ia abuela, bcsandola en Ia frente, totalmente impregnada todavia de esa encanradora y sana raz6n con que los fi-l6sofos galantes llenaron el siglo XVIII, murmur6:

    -Ten cuidado, hij ita mia, si crees en locuras scmc-jantes, secas muy desgraciada.

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  • LA MUJER DE PAUL1

    El restaurante Grillon 2, ese falansterio de los remeros, se vaciaba lentamente. Ante la puerta habia un tumulto de gritos, de llamadas; y los grandes mocetones con ca-miseta blanca gesticulaban con los remos al hombro.

    Las mujeres, con claras ropas de primavera, embar-caban con precauci6n en las yo las y, sentandose ala cafia del timon, disponian sus vestidos mientras el duefio del establecimiento, un energico joven de barba pelirroja, de un vigor celebre, daba la mano a las hermosas nifias manteniendo en equilibria las frigiles embarcaciones3.

    A su vez, tambien los remeros se sentaban, con los brazos desnudos y abombando el pecho, posando para la galeria, una galeria compuesta de burgueses endo-

    ( 1) La mujer de Paul I La ftmme de Paul. Publicado en mayo de 1881 en el volumen La Maison Tellier. (2) Bajo el nombre ficticio de Grillon, Maupassant apunta al

    celebre restaurante Fournaise, situado debajo del puente de Cha-tou, Iugar de cita de j6venes y artistas; en el se inspiraron Renoir y Monet.

    (3) Maupassant describe del natural al dueiio delrt:st:tliLtlllt', Alphonse Hercule Fournaise.

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  • Guy de Maupassant

    mingados, obreros y soldados acodados en la barandilla del puente y muy atentos al espect;kulo.

    Una a una las barcas iban apartindose del ponton. Los remeros se inclinaban hacia delante, luego se echa-ban hacia awis con movimientos regulares; y, al impulso de los largos remos corvos, las rapidas yo las se deslizaban por el rio, se alejaban, empequenedan, desparedan por fin bajo el otro puente, el del ferrocarril, descendiendo hacia la Grenouillere 4.

    Solo habia quedado una pareja. El joven, casi im-berbe todavia, delgado, de cara palida, tenia cenida por el talle a su querida, una morenita flaca con andares de sal-tamontes; y a veces se miraban hasta el fondo de los ojos.

    El patron grito: Vamos, senor Paul, dese prisa. Y ellos se acercaron.

    De todos los clientes de la casa, el senor Paul era el mas querido y el mas respetado. Pagaba bien y con regu-laridad, mientras que los otros se hadan mucho de rogar, si es que no desaparedan, insolventes. Ademas constitu{a una especie de reclamo vivo para el establecimiento, pot-que su padre era senador. Y cuando un forastero pregun-taba: ~Quien es esc tipo bajito que est:i tan colada por su mocita?, algun cliente respondfa a media voz, con aire

    ( 4) La Grenouillere fuc un balneario situado entre Ia isla de Chatou y Ia orilla derecha del Sena; los domingos abria un meren-dero muy frecuentado.

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    La mujer de Paul

    imponente y misterioso: Es Paul Baron, ~sabe?, el hijo del senador. Y el otro, invariablemente, no podia dejar de decir: jPobre diablo! Esta totalmente colado.

    La tia Grillon, una buena mujer, experta en el co-mercio, llamaba al joven y a su com pan era sus dos tor-tolitos, y pareda muy enternecida por aquel am or pro-vechoso para su casa.

    La pareja se acercaba a pasitos; la yolaMadeleine estaba preparada; pero en el momenta de embarcarse se besaron, lo cual hizo rdr al publico agolpado en el puente. Y el se-nor Paul, cogiendo los remos, partio tam bien hacia la Gre-nouillere.

    Cuando llegaron, iban a ser las tres, y el gran cafe flotante rebosaba de gente.

    La inmcnsa balsa, cubicrta con un techo alquitra-nado apoyado en columnas de madera, cst:i unida a Ia encantadora isla de Croissy por dos pasarclas, una de las cualcs pcnctra hasta cl centro de esc establecimicnto acu:itico, mientras Ia otra pone en comunicaci6n el ex-tremo con un minusculo islotc que ticnc plantado un :irbol y sc llama el Pot-a-fleurs "; desdc ahf llega a tierra junto a Ia oficina de banos.

    (5) l'ot-au-fleurs: Islote unido a tierra y al merendero de Ia Grenouillere por pasarelas. En el habia un solo arbol. Monet y Re-noir pintaron el I'ot-au-fleurs de manera simultanea (Metropoli-tan Museum de Nueva York y Musco Nacional de Estocolmo).

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  • Guy de Maupassant

    El sefior Paul amarr6 su embarcaci6n al costado del establecimiento, trep6 por la barandilla del cafe y luego, cogiendo las manos de su querida, la levan to, y ambos se sentaron en el extrema de una mesa, frente a frente.

    AI otro !ado del rio, en el camino de sirga, se ali-neaba una larga hilera de carruajes. Los simones alter-nahan con los finos coches de lechuguino; los unos, pe-sados, de panza enorme que aplastaba las ballestas, enganchados a un matal6n de cuello caido, de rodillas achacosas; los otros, esbelros, espigados sobre ruedas fi-nas, con caballos de paras delgadas y tensas, de cuello er-guido, con el bocado nevado de espuma, mientras que el cochero, estirado en su lib rea, con la cabeza tiesa den-tro de su gran cuello, permaneda con los rifiones infle-xibles y el hitigo sabre una rodilla.

    La ribera estaba cubierta de genre que llegaba por fa-milias, o en pandillas, ode dos en dos, o solitarios. Arran-caban briznas de hierba, bajaban hasta el agua, volvfan a subir por el camino, y todos, cuando llegaban al mismo paraje, se detenfan, esperando al barquero. La pesada barca iba sin fin de una a otra orilla, descargando en Ia isla sus viajeros.

    El brazo del rio (que se llama el brazo muerto), al que da ese pont6n de consumiciones, pareda dormir, de tan debil como era la corriente. Floras de yolas, de esquifes, de piraguas, de podoscafos, de canoas, de

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    La mujer de Paul

    .. -- -----.,

    I

    gigs6, de embarcaciones de todas las for mas y rodos los estilos, se deslizaban sobre la onda inm6vil, cruzan-dose, mezclandose, abordandose, deteniendose brus-camente con una sacudida de los brazos para lanzarse de nuevo al impulso de una brusca tension de los mus-culos, y deslizarse rapidamente como largos peces ama-rillos o rojos.

    Otras llegaban sin cesar: unas de Chatou, rio arriba; otras de Bougival, rio abajo; y de una barca a otra, sobre el agua, volaban risas, llamadas, interpelaciones o bron-cas. Los remeros exponian al ardor del dia Ia carne mo-rena y torneada de sus biceps; y, semejanres a flores ex-trafias, a flo res que nadaran, las sombrillas de seda roja, verde, azul o amarilla de las timoneras se abrian en Ia popa de las lanchas.

    Un sol de julio llameaba en medio del cielo; el aire pareda lleno de una alegrfa ardiente; ni un solo estreme-cimiento de brisa movia las hojas de sauces y alamos.

    Alia lejos, enfreme, el inevitable Mont-Valerien es-calonaba en Ia luz cnida sus escarpas fortificadas; mien-teas que, ala derecha, Ia adorable ladera de Louvecien-nes, girando con el rio, se redondeaba en semidrculo

    (6) Yola: embarcaci6n alargada, ligera y dpida, en Ia que em-barcaban de dos a seis remeros; el esquift, con techo de tela, estaba destinado a un solo remero; el podoscafo era una canoa de placer im-pulsada por unos remos cortos llamados zaguales o pagayas; cl f!/fl, era una especie de yola de cuatro, seis u ocho remos.

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  • Guy de Maupassant

    dejando pasar a trechos, a traves del verdor podcroso y sombdo de los grandes jardines, las blancas tapi:1s de las casas de campo.

    En las inmediaciones de Ia Grenouillere, una muche-dumbre de paseantes circulaba bajo los gigantescos

  • Guy de Maupassanr

    industria con pinta digna y un aire de matamoras que pa-rece decir: Al primero que mellamegranuja, lo rajo.

    Este Iugar rezuma estupidez, apesta a canallada y ga-lanteria de bazar. Machos y hembras son tal para cual. Alii flora un olor a amor, y se pelean por un si o por un no para sostener reputaciones carcomidas que las esto-cadas y las balas de pistola no hacen sino hundir mas8.

    Algunos habitantes de los alrededores pasan por ah!, curiosos, todos los domingos; algunos j6venes, muy j6-venes, aparecen por alii todos los afi.os, aprendiendo a vivir. Tambien se dejan ver paseantes, ganduleando; y algunos ingenuos despistados.

    La llaman, con raz6n, la Grenouiflere. La genre se bafi.a allado de la balsa cubierta donde se hebe, y muy cerca del Pot-a-fleurs. Aquellas mujeres cuyas redon-deces son suficientes van all! a mosrrar al desnudo su mercanda y a buscar cliente. Las arras, desdefi.osas, aun-que amplificadas por el algod6n, apuntaladas de mue-lles, enderezadas por aqui, modificadas por alia, con rem-plan con aire despectivo a sus hermanas que chapotean.

    En una pequefi.a plataforma, los nadadores se api-fi.an para tirarse de cabeza. Son larguiruchos como espa-

    (8) El duelo era en Ia epoca yen este ambieme un metodo bas-tame socorrido para resolver diferencias y peleas. El propio Mau-passan t, apasionado por el ejercicio fisico, practicaba con talento Ia esgrima y el tiro.

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    La mujer de Paul

    rragos, redondos como calabazas, nudosos como ramas de olivo, encorvados hacia delante o echados hacia arras por la amplitud del vientre, e, invariablemente feos, sal-t;m al agua que salpica incluso a los bebedores del cafe.

    A pesar de los inmensos arboles inclinados sobre la casa flotante, y a pesar de la proximidad del agua, un calor sofocante invadia aquel sitio. Las emanaciones de los lico-res derramados se mezclaban con el olor de los cuerpos y el de los violentos perfumes de que esra impregnada Ia piel de las vendedoras de amory que se evaporaban en aquel homo. Pero bajo todas aquellas fragancias diversas flotaba un aroma ligero de polvo de arroz que a veces desapareda, que siempre se encontraba, como si alguna mana oculra hubiera sacudido en el aire una invisible borla.

    El espectaculo estaba sobre el rio, donde el vaiven incesante de las barcas atraia las miradas. Las barqueras se exhibian en su asienro frcntc a sus machos de fuertes mufi.ecas, y miraban con desprccio a las buscadoras de cena que mcrodcaban en Ia isla.

    A veces, cuando una tripulaci6n lanzada pasaba a toda velocidad, los amigos que habian bajado a tierra lanzaban gritos, y todo el publico, subitamente enlo-quecido, se ponia a chillar.

    En el recodo del rio, hacia Chatou, aparedan since-sar barcas nuevas. Se acercaban, credan y, a medida que se reconodan las caras, surgian otras vociferaciones.

    Una canoa cubierta por un toldo yen la que ihan

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  • Guy de Maupassant

    cuatro mujeres bajaba lentamente la corriente. La que remaba era bajita, flaca, estaba ajada y llevabaun traje de grumete con el pelo recogido bajo un sombrero de hule. Frente a ella, una gorda rubianca vestida de hom-bre, con chaqueta de franela blanca, permaneda echada de espaldas en el fondo de la barca, con las piernas al aire sobre el banco, a ambos lados de la rem era, y fumaba un cigarrillo, mientras a cada esfuerzo de los remos su pe-cho y su vientre se estremedan, bamboleados por la sa-cudida. A popa, bajo el toldo, dos hermosas chicas altas y delgadas, morena una y rubia la otra, se cog1an de la cintura mirando sin cesar a sus compafieras.

    Un grito parti6 de la Grenouillere: jAh1 llega Les-bos!, y, de pronto, hubo un clamor furibundo; se pro-dujo un tumulto espantoso; los vasos ca1an; todos se su-b1an a las mesas, y vociferaban en medio de un ruido delirante: jLesbos! jLesbos! jLesbos! El grito circulaba, se volv1a indistinto, no formaba ya mas que una especie de aullido espantoso; luego, de pronto, pareda arrancar de nuevo, ascender por el espacio, cubrir la llanura, in-vadir el tupido follaje de los grandes arboles, extenderse a las lejanas laderas, llegar hasta el sol.

    Ante aquella ovaci6n, la remera se hab1a detenido tranquilamente. La gorda rubia tumbada en el fondo de la canoa volvi6 la cabeza con aire indolente, incorpo-randose sobre sus codos; y las dos hermosas j6venes, en popa, se echaron a re1r saludando a la muchedumbre.

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    La mujer de Paul

    Entonces la vociferaci6n aument6, hacienda tem-blar el establecimiento flotante. Los hombres alzaban sus sombreros, las mujeres agitaban sus paiiuelos, y to-das las voces, agudas o graves, gritaban al un1sono: jLesbos! Se hubiera dicho que aquella gente, aquel re-voltijo de corrompidos, saludaba a un jefe, como esas escuadras que disparan el caii6n cuando frente a elias pasa un almirante.

    Tambien la numerosa flota de barcas aclamaba a la canoa de las mujeres, que reanud6 su marcha soiiolienta para atracar un poco mas alla.

    El senor Paul, al contrario de los otros, hab1a sacado una Have de su bolsillo y silbaba con todas sus fuerzas. Su qu.erida, nerviosa, palida todav1a, lo agarraba del brazo para hacerle callar y lo miraba esa vez con rabia en los ojos. Pero el pareda irritado, como sublevado por unos celos de hombre, por un furor profundo, instin-tivo, desordenado. Balbuci6, con labios tremulos de in-dignaci6n:

    -jEs una vergiienza! Deberian ahogarlas como ape-rras con una piedra al cuello.

    Pero Madeleine, bruscamente, se enfad6; su voce-cita agria se volvi6 silbante, y hablaba con volubilidad, como si defendiera su pro pia causa:

    -~Y a ti que te importa? ~No son libres de hacer lo que quieran si no deben nada a nadie? Dejanos en paz con tus melindres y metete en tus asuntos ...

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  • Guy de Maupassan t

    Pero elle cowS la palabra. -jA Ia polida sf que le importa, y yo hare que las me-

    tan en Saint-Lazare! 9 Ella sc sobresalt6: - 2Tu.? -jSI, yo! Y, entretanto, te prohibo que les hables,

    2me oyes?, te lo prohibo. Enronces ella se encogi6 de hombros, y calmada de

    repente: -Querida, hare lo que me de Ia gana; sino escis con-

    ten to, te largas, y en el acto. No soy tu mujer, 2verdad? Entonces, a callar.

    El no respondi6, y permanecieron frente a frente, con Ia boca crispada y Ia respiraci6n acelerada.

    Las cuatro mujeres hadan su entrada en Ia otra punta del gran cafe de madera. Las dos vesridas de hombre iban delante; Ia una, flaca, parecida a un chiquillo avejentado, con un colorido amarillo en las sienes; Ia otra, relle-nando con su grasa sus ropas de franela blanca, abom-bando con su grupa el ancho pantal6n, se balanceaba como una oca gorda, con unos muslos enormes y las ro-dillas hundidas. Sus dos amigas las seguian y Ia muche-durnbre de remeros acudia a estrecharles las manos.

    (9) Circe! de mujcrcs que permaneci6 abierta hasta 1935; cinco afios mas tarde fue demnlida. Se hallaba situada en el numero 107 de Ia calledel Faubourg Saine-Denis.

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    La mujer de Paul

    Las cuatro habian alquilado un chalecito a orillas del agua, y vivian alii como habrian vivido dos matrimonios.

    Su vicio era publico, oficial, patente. Se hablaba de ello como de algo natural, que casi las volvia simpaticas, yen voz baja se cuchicheaban historias extrafias, dramas nacidos de violentos celos femeninos, y visitas secretas de mujeres famosas, de actrices, a Ia casita a Ia orilla del agua.

    Un vecino, indignado por aquellos rumores escan-dalosos, habia advertido a Ia gendarmeria, y el cabo, se-guido por un numero, habla ido para hacer una investi-gaci6n. La misi6n era delicada; en resumidas cuentas no se podia reprochar nada a aquellas mujeres, que en modo alguno se dedicaban a Ia prostituci6n. El cabo, muy perplejo, e ignorando incluso exactamente Ia natu-raleza de los hechos sospechados, habla interrogado al azar, y redactado un informe monumental que termi-naba concluyendo en Ia inocencia.

    Las carcajadas por este lance habian llegado hasra Saint-Germain.

    Ellas cruzaban con paso breve, como reinas, el esta-blecimiento de Ia Grenouillere; y paredan orgullosas de su celebridad, felices con las miradas clavadas en ellas, superiores a aquella multitud, a aquella turba, a aquella plebe.

    Madeleine y su amante contemplaban su llegada, y en los ojos de Ia joven se encendia una llama.

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  • Guy de Maupassant

    Cuando las dos primeras estuvieron en el extremo de Ia mesa, Madeleine grito: jPauline! La gorda se dio Ia vuelta, se detuvo, sin soltar el brazo de su grumetillo hembra:

    -jVaya! Madeleine ... Vena hablar conmigo, querida. Paul crisp de pronto y de un salto se planto a su !ado; le temblaba todo el cuerpo. Agarro a Madeleine par los hombros: Ven, lo exijo, dijo, te he prohibido hablar con estas golfas.

    Pero Pauline alzola voz y se puso a insultarlo con su repertorio de verdulera. A su alrededar se rdan; la genre se acercaba, se ponia de puntillas para ver mejor. Y ei se quedo desconcertado ante aquella lluvia de insultos ab-yectos; le pareda que las palabras que sallan de aquella boca y caian sobre ello ensuciaban como inmundicia, y, ante el escandalo que empezaba, retrocedio, volvio so-bre sus pasos y se acod6 en la barandilla de cara al rio, dan do Ia espalda a las tres mujeres victoriosas.

    Se qued6 alii, mirando el agua, y a veces, con un gesto

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    La mujer de Paul

    rapido, como si se Ia arrancara, se quitaba con declo ner-vioso una lagrima formada en la comisura del ojo.

    Y es que estaba locamente enamorado, sin saber por que, a pesar de sus instintos delicados, a pesar de su ra-z6n, a p~sar de su voluntad misma. Habfa caido en aquel amor como quien cae en un hoyo cenagoso. De natural tierno y delicado, habia soiiado con pasiones exquisitas, ideales y apasionadas; y resulta que aquel pequeiio me-quetrefe de mujer, tonta, como todas las chicas, de una tonterfa exasperante, ni siquiera bonita, flaca y colerica, lo habia atrapado, cautivado, poseido de pies a cabeza, en cuerpo y alma. Sufda aquel embrujamiento femenino, misterioso y omnipotente, aquella fuerza desconocida, aquella dominacion prodigiosa, venida de no se sabe donde, del demonio de Ia carne, y que Ianza al hombre mas sensato a los pies de una joven cualquiera sin que nada en ella explique su poder fatal y soberano.

    Y alia, a su espalda, scotia que algo infame se prepa-raba. Las risas le penetraban hasta el coraz6n. ~Que hacer? Lo sabia de so bra, pero no podia hacerlo.

    Mantenia clavados los ojos, en la arilla de enfrente, sobre un inm6vil pescador de cafia.

    De pronto el individuo sac6 bruscamente del rio un pececillo de plata que coleaba en el extremo del sedal. Luego intent6 retirar el anzuelo, lo torci6, le dio vueltas, pero en vano; entontes, dominado par la impaciencia, se puso a tirar, y todo el gaznate sangrante del animal

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    salio con un paquete de entrafias. Y Paul se estremecio, desgarrado tambien el hasta el corazon; le parecio que aquel anzuelo era su amor, y que, si era preciso arran-carlo, todo lo que tenia en el pecho saldria de la misma manera en la punta de un hierro curvado, enganchado en el fonda de si mismo, y cuyo sedal tenia Madeleine.

    Una mana se paso en su hombro; se sobresalto, se volvio; su querida estaba a su lado. Nose hablaron; y ella se acado como el en la barandilla, con los ojos clava-dos en el rio.

    El estaba buscando lo que debfa decir, y no encon-traba nada. Ni siquiera consegufa discernir lo que ocu-rrfa en su interior; todo lo que experimentaba era una alegrfa par sentirla alii, a su lado, de vuelta, y una cobar-dfa vergonzosa, una necesidad de perdonar todo, de permi tir cualquier cos a con tal de que nolo abandonase.

    Par fin, al cabo de unos minutos, le pregunto con una voz muy dulce: ~Quieres que nos vayamos? Had mas fresco en la barca>>.

    Ella respondio: Sf, carifio>>. y ella ayudo a bajar a la yola, sosteniendola, apre-

    tandole las manos, muy enternecido, todavia con algu-nas ligrimas en los ojos. Entonces ella lo miro son-riendo yvolvieron a besarse.

    Remontaron el rio muy despacio, bordeando la ori-lla plantada de sauces, cubierta de hierba, bafiada y tranquila en la tibieza de la tarde.

    [32]

    La mujer de Paul

    Cuando estuvieron de vuelta en el restaurante Griffon apenas eran las seis; entonces, dejando la yola, echaron a an dar par la isla, hacia Bezons, a traves de los prados, a lo largo de los altos alamos que bordean el rio.

    Los altos henos, maduros ya para la siega, estaban invadidos de flares. El sol que descendia desplegaba so-bre elias una capa de luz rojiza y, en el calor mitigado del dfa que acababa, las flotantes exhalaciones de la hierba se mezclaban con los humedos olores del rio, impregna-ban el aire de tierna languidez, de una felicidad ligera, como de un vapor de bienestar.

    lnvadfa los corazones un blando desfallecimiento y una especie de comunion con aquel esplendor sereno del atardecer, con aquel vago y misterioso temblor de vida diseminada, con aquella poesia penetrante, melan-colica, que pareda salir de las plantas, de las casas, ex-pandirse, revelada a los sentidos en aquella hora dulce y recoleta.

    El senda todo aquello; pero ella no, ella no lo com-prendfa. Caminaban uno allado del otro; y de repente, harta de estar callada, se puso a can tar. Canto con su voz agridulce yen falsete alga que confa por las calles, una tonada que sonaba en las memorias, que desgarr6 brus-camente la profunda y serena armonfa del atardecer.

    Entonces ella miro, y percibio entre ellos un abismo infranqueable. Ella golpeaba las hierbas con su sombri-lla, la cabeza alga gacha, contemplandose los pies y

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  • ( :11y de M:111passant

    cantando, soltando sonidos, cnsayando gorgoritos, atreviendosc con t ri nos.

    Su pequci1a frcntc, est rccha, que Cl amaba tanto, es-taba, pucs, vada, jvada! !\IIi dcntro no habia mas que aquella musica de organillo para jilgueros; y los pensa-mientos que por casual idad sc f(mnaban en ella eran pa-recidos a esa musica. Ella no comprendla nada de el; es-taban mas separados que si no vivieran juntos. Sus besos, ~iban alguna vez m

  • Guy de Maupassant

    El puso losdoscodossobrelamesa, aprct6lafrenteen-tre las manos, y se qued6 alll, pensando dolorosamente.

    Los remeros bajaron berreando como siempre. Se iban en sus yo las al baile de la Grenouillere.

    Madeleine le dijo a Paul: Sino vienes, deddete, pe-dire a uno de esos senores que me lleve.

    Paul se levant6. jVamos!, murmur6. Y sefueron. La noche estaba oscura, cuajada de estrellas, reco-

    rrida por un halito abrasado, por un soplo pesado, car-gada de ardores, de fermentaciones, de germenes vivos que, al diluirse en la brisa, la ralentizaban. Paseaba sobre los rostros una caricia calida y aceleraba la respiraci6n haciendola jadear un poco, de tan densa y pesada como parecia.

    Las yolas se ponian en camino, llevando a proa una linterna veneciana. No se distinguian las embarcacio-nes, sino solo aquellos farolillos de color, y danzarines, como luciernagas freneticas; y por todas partes corrian voces en la sombra.

    La yola de los dos j6venes se deslizaba suavemente. A veces, cuando junto a ellos pasaba una embarcaci6n a toda velocidad, vislumbraban de repente la espalda blanca del remero alumbrada por el farolillo.

    Cuando doblaron el recodo del rio, se les apareci6 a lo lejos la Grenouillere. El establecimiento en fiesta es-taba engalanado con girandulas, con guirnaldas de lam-

    [36]

    .La mujer de Paul

    parillas de color, con racimos de luces. Por el Sena circu-laban lentamente algunas pesadas balsas representando cupulas, piramides, monumentos complicados con lu-ces de todos los tonos. Hasta el agua llegaban festones encendidos, yen ocasiones un farolillo rojo o azul, en el extrema de una inmensa cafia de pescar invisible, pare-cia una estrella enorme balanceandose.

    Toda aquella iluminaci6n difundia alrededor del cafe un resplandor, iluminaba de abajo arriba los gran-des arboles de la orilla, cuyo tronco destacaba en gris pa-lido yen verde lechoso el ramaje, sobre Ia negrura pro-funda de los campos y del cielo.

    La orquesta, compuesta por cinco artistas de subur-bia, lanzaba a lo lejos su musica de charanga, ligera y saltarina, que despert6 de nuevo en Madeleine el deseo de can tar.

    Quiso entrar enseguida. Paul deseaba antes dar una vuelta por la isla, pero tuvo que ceder.

    La concurrencia se habia depurado. Ya solo queda-ban casi los remeros, con unos cuantos burgueses y al-gunos j6venes acompafiados de chicas. El directory or-ganizador de aquel cancan, majestuoso en su traje negro raido, paseaba en todas direcciones su cabeza gastada de viejo comerciante de placeres publicos baratos.

    Ni la gorda Pauline ni sus compafieras estaban alH; y Paul respir6.

    Bailaban: las parejas hadan freneticas cab rio las frente [37]

  • Guy de Maupassant

    a frente, lanzaban sus piernas al aire basta la nariz de sus acompafiantes.

    Las hembras, descoyuntando los muslos, saltaban en media de un revuelo de faldas que dejaba al descu-bierto su ropa interior. Sus pies se alzaban por encima de sus cabezas con facilidad sorprendente, y balancea-ban los vientres, agitaban Ia grupa, sacudran los senos, difundiendo a su alrededor un acre olor de mujeres su-dorosas.

    Los machos se agazapaban como sapos con gestos obscenos, se contorsionaban, hacienda muecas repug-nantes, daban volteretas sobre las manos o, esforzandose en hacerse los graciosos, esbozaban melindres con gracia ridrcula.

    Una criada gorda y dos camareros servian las consu-m1c1ones.

    Como el cafe-barco, solo cubierto por un techo, no tenia tabique alguno que lo separase del exterior, el baile desenfrenado se exhibia de cara a Ia noche pacifica y al (lrmamento salpicado de estrellas.

    De pronto, el Mom-Valerien, alia lejos, enfrente, pa-reci6 iluminarse como si hubieran prendido a su espalda un incendio. El resplandor fue extendiendose, acentuan-dose, invadiendo poco a poco el cielo, describiendo un gran drculo luminoso, de una luz palida y blanca. Luego surgio y crecio alga rojo, de un rojo ardiente como un metal sabre el yunque. Fue ampliandose lentamente en

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    La mujer de Paul

    redondo, pareda salir de la tierra; y la luna, que no tardo en destacarse del horiwnte, ascendiolentamente en el es-pacio. A medida que se alzaba, su tono purpura dismi-nura atenwindose, volviendose amarillo, de un amarillo clara, reluciente; y el astra pareda menguar a medida que se alejaba.

    Paulla miraba hada un rata, perdido en esa contem-placion, sin acordarse de su amante. Cuando se dio la vuelta, ella habra desaparecido.

    La busco, pero sin conseguir dar con ella. Recorda las mesas con mirada ansiosa, yen do y viniendo sin ce-sar, preguntando a unos y a otros. Nadie la habra vista.

    Vagabaasi, martirizado de inquietud, cuando uno de los camareros le dijo:

  • I

    Guy de Maupassant

    algunos sonidos que llegaban debilitados par Ia distan-cia. Sabre los amplios cespedes la luna derramaba una claridad blanca, una especie de polvo de guata; pene-traba en el follaje, hacia fluir su luz porIa corteza argen-tada de los alamos, acribillaba con su lluvia brillante las cimas tn~mulas de los grandes arboles. La embriagadora poesia de aquella noche de verano penetraba dentro de Paul a pesar suyo, atravesaba su enloquecida angustia, sacudia su coraz6n con una ironia feroz, desarrollando hasta el paroxismo en su alma dulce y contemplativa sus necesidades de ideal ternura, de apasionados desahogos en el sen a de una mujer adorada y fie!.

    Se via obligado a detenerse, ahogado par sollozos precipitados, desgarradores.

    Pasada Ia crisis, volvi6 a ponerse en marcha. De repente le pareci6 recibir como una cuchillada;

    alii, detras de aquel matorral, alguien estaba besandose. Acudi6 corriendo, era una pareja de emtmorados cuyas dos siluetas se alejaron a! oir que else acercaba, enlaza-das, unidas en un beso interminable.

    No se atrevia a Hamar, seguro como estaba de que Ella no responderia; y ademas tenia un miedo espan-toso a descubrirlas de repente.

    Los ritornelos de las contradanzas con los solos estri-dentes del cornetin, las risas en falsete de Ia flauta, los furores agudos del violin le retordan el coraz6n, exaspe-rando su sufrimiento. La musica rabiosa, renqueante,

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    La mujer de Paul

    cor ria bajo los arboles, apagada unas veces, crecida otras en una rafaga pasajera de brisa.

    De pronto pens6 que tal vez Ella habia regresado. iSi, habia regresado!, 2por que no? El habia perdido la cabeza sin motivo, estupidamente, arrastrado par sus terrores, par las desordenadas sospechas que lo invadian de un tiempo a esta parte.

    Y, presa de una de esas calmas sorprendentes que a veces atraviesan las mayores desesperaciones, volvi6 ha-cia el bail e.

    Recorri6la sala de un vistazo. Ella no estaba alli; dio una vuelta a las mesas, y bruscamente volvi6 a to parse de frente con las tres mujeres. Debia de mostrar un ros-tra lleno de desesperaci6n y ridiculo, porque las tres se echaron a reir alegremente a! mismo tiempo.

    Huy6 de alli, volvi6 a dirigirse ala isla, se precipit6 a traves del monte bajo, jadeando. Luego escucho de nuevo, escuch6 mucho ticmpo, porque le zumbaban los oidos; pero por fin crey6 ofr alga mas lejos una risita penetrantc que conoda bien; y avanzo muy despacio, arrastrandose, apartando las ramas, con el pecho tan agitado por su coraz6n que no podia respirar.

    Dos voces murmuraban palabras que seguia sinal-canzar a oir bien. Luego enmudecieron.

    Entonces sinti6 unas ganas inmensas de escapar, de no ver, de no saber, de huir par siempre fuera del alcance de aquella pasi6n furiosa que lo destrozaba. Regresaria a

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  • I ~ I il I' ,, II I ,,

    Guy de Maupassant

    Chatou, cogeria el tren, y no volveria mas, no volveria a veda nunca. Pero su imagen lo invadi6 de pronto, y Ia vio con el pensamiento al despertarse porIa mafiana en su cama tibia, cuando se apretaba mimosa contra el, echandole los brazos al cuello, con el pelo suelto, un poco enredado sobre Ia frente, con los ojos todavia ce-rrados y los labios abiertos para el primer beso; y el su-b ito recuerdo de aquella caricia matinallo llen6 de nos-talgia frenetica y de un deseo enloquecido.

    Hablaban de nuevo; y se aproxim6, doblado en dos. Luego, bajo las ramas, corri6 un !eve gemido muy cerca, a su !ado. jUn gemido! jUno de esos gemidos de amor que habia aprendido a conocer en las horas locas de su ternura! Seguia aproximandose, como a pesar suyo, atraido por una fuerza invencible, sin tener conciencia de nada ... y las vio.

    jOh! jSi Ia otra hubiera sido un hombre! jPero aque-llo, aquello! Se sentia encadenado por su infamia misma. Y segufa alii, anonadado, trastornado, como side pronto hubiera descubierto un cadaver querido y mutilado, un crimen contra natura, monstruoso, una inmunda profa-naci6n.

    Entonces, en un relampago de pensamiento invo-luntario, pens6 en el pececillo cuyas entrafias habia sen-tido arrancar ... Pero Madeleine murmur6: jPauline! con el mismo tono apasionado con que deda: jPaul!, y lo auaveso de parte a parte tal dolor que echo a correr con todas sus fuerzas.

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    La mujer de Paul

    Tropez6 condos arboles, cay6 sobre una raiz, volvio a echar a correr y de repente se encontro delante del rio, ante el brazo rapido iluminado por Ia luna. La torren-cial corriente formaba gran des torbellinos don de jugue-teaba Ia luz. La ribera alta dominaba el agua como un acantilado, dejando a su pie una ancha franja oscura donde los remolinos se oian en Ia sombra.

    En Ia otra or ilia, las casas de campo de Croissy sees- calonaban en plena claridad.

    Paul vio todo esto como en un suefio, como a traves de un recuerdo; no pensaba en nada, no comprendia nada, y codas las cosas, su existencia misma, se le apare-dan vagamente, lejanas, olvidadas, acabadas.

    El rio estaba alii.

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    Guy de Maupassant

    ponS: Es Pauh. Una sospecha surgio en su alma. Se ha ahogado, dijo. Y ech6 a correr hacia la orilla, don de la gorda Pauline la alcanzo.

    Una pesada barca tripulada por dos hombres daba vueltas por ellugar. Uno de los barqueros remaba, el otro sumergfa en el agua un gran palo y pareda buscar algo. Pauline grito:

  • Guy de Maupassant

    despues de no verseles ya desde el sitio donde las rnuje-res habian quedado, se oy6 caer en el agua los golpes re-gulares de los remos.

    Entonces Pauline cogi6 en sus brazos ala pobre Ma-deleine deshecha en llanto, la mimo, la bes6 un buen rato, la consolo: Que le vamos a hacer, noes culpa tuya, 2verdad? No hay modo de impedir que los hombres ha-gan tonterias. Ello ha querido, pues peor para el, despues de todo. Luego, levanrandola: Vamos, querida, vena dormir a casa; esta noche no puedes volver al Grill on. La beso de nuevo: Venga, nosotras te curaremos, dijo.

    Madeleine se levan to, y, sin dejar de llorar, pero con sollozos cada vez mas debiles, con la cabeza sobre el hombro de Pauline, como refugiada en una ternura mas intima y segura, mas familiar y confiada, empezo a ca-minar despacio.

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    UN DIADECAMP0 1

    Tenian proyectado hada cinco rneses ira almorzar a los alrededores de Paris el dia del santo de la senora Du-four, que se llamaba Petronille2 . Por eso, como habian esperado aquella excursion con impaciencia, se habian levantado muy temprano esa manana.

    EL senor Dufour habia pedido prestada Ia tartana del lechero, y guiaba el mismo. El carricoche, de dos ruedas, estaba muy limpio; tenia un techo soportado por cuatro montantes de hierro del que colgaban unas cortinas que habian alzado para ver el paisaje. Solo lade arras flotaba al viento, como una bandera. La mujer, allado de su es-poso, estaba radiante en un vestido de seda color ccreza extraordinario. Detds, en dos sillas, iban una vieja

    (I) Un dia de campo I Une partie de Ctlmpagne. Publicado los dias 2 y 9 de abril de 1881 en La Vie Modeme, fue

    recogido en mayo de 1881 en el volumen La Maison Tellier. El cuento esd. impregnado de los recuerdos de juventud de Maupas-sant, de las tardes en el Sena con su grupo de amigos, dedicado a! remo, el agua y las mujeres.

    (2) La festividad de santa Petronila se celebra el 31 de mayo.

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  • Guy de Maupassant

    abuela y una chica. Tambien sedistinguia la melena ama-rilla de un chico que, por falta de asienro, se habia echado en el fonda, y del que solo sobresalia la cabeza.

    Despues de haber seguido la avenida de los Campos Eliseos y franqueado las fortificaciones por la puerta Maillot, se habian dedicado a mirar la comarca.

    Alllegar al puente de Neuilly, el senor Dufour habia dicho: Ya estamos en el campo, jpor fin!>>, y su mujer, a esta senal, se habia enternecido con la naturaleza.

    En la rotonda de Courbevoie, se habian sentido invadidos de admiraci6n ante la lejanfa de los hori-zontes. A la derecha, alla lejos, se alzaba Argenteuil con su elevado campanario; por encima surgian las lomas de Sannois y el molino de Orgemont. Ala iz-quierda, el acueducto de Marly se dibujaba sabre el cielo clara de la manana, y se divisaba tam bien, de le-jos, la terraza de Saint-Germain; mientras que en frente, en el extrema de una cadena de colinas, unas tierras removidas indicaban el nuevo fuerte de Cor-meilles. Muy al fonda, en una lejan{a formidable, por encima de llanuras y pueblos, se divisaba un oscuro verdor de bosques.

    El sol empezaba a quemar los rostros; el polvo lle-naba continuamente los ojos, y, a ambos lados de la ca-rretera, se desplegaba una camp ina inrerminablemente desnuda, sucia y apestosa. Se hubiera dicho que una le-pra, que llegaba a. roer las casas, la habia asolado, porque

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    Un dia de campo

    esqueletqs de edificios hundidos y abandonados, o bien pequenas casuchas inacabadas por falta de pago a los conrratistas, mostraban sus cuatro paredes sin techo.

    De cuando en cuando credan en el suelo esterillar-gas chimeneas de fabrica, unica vegetaci6n de aquellos campos putridos por donde la brisa de la primavera pa-seaba un perfume de petr6leo y de esquisto mezclado con otro olor menos agradable todavia.

    Por fin habian pasado el Sena por segunda vez y, en el puente, habia sido encantador. El rio resplandecia de luz; de el se alzaba, absorbido por el sol, un vaho, y se sentia una dulce quietud, un frescor benefico al respirar por fin un aire mas puro que no habfa sido barrido por el humo negro de las fabricas o los miasmas de los estercoleros.

    Un hombre que pasaba habia dicho el nombre de la zona: Bezons.

    El carruaje se detuvo, y el senor Dufour se puso a leer el atractivo r6tulo de un fig6n: Restaurante Poulin 3, cal-deretas y pescados fritos, reservados particulares, bosqueci-llos y columpios4. Bueno, seiiora Dufour, ~te gusta esto?

    ~Te decidiris por fin?

    (3) El resraurante Poulin se hallaba en el puente de Bezons; en Ia epoca en que practicaba remo entre Bougival y Charou, Maupas-sant disponia en ese resrauranre de una habitacion comparrida con un amigo, a !a que iba en rodo momento libre que le dejaba su puesto de funcionario, antes de 1880.

    (4) En una cronica firmada por Maupassanr en Le Gaulois en

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  • Guy de Maupassant

    La mujer leyo a su vez: Restaurante Poulin, calderetas y pescados ftitos, reservados particulares, bosquecillos y co-lumpios. Luego mirola casa largo rato.

    Era una venta de campo, blanca, plantada al borde de la carretera. Por la puerta abierta mostraba el cine brillante del mostrador, ante el que habia dos obreros endomingados.

    Por fin, la senora Dufour se decidio: 5{, de acuerdo, dijo; y ademas tiene buenas vistas. El carruaje entro en un vasto terreno plantado de grandes arboles que se ex-tendian detras de la posada y que solo estaba separado del Sena por el camino de sirga.

    Entonces se apearon. El marido salto el primero, luego abriolos brazos para recibir a su mujer. El estribo, sujeto por dos barras de hierro, estaba muy bajo, de suerte que, para alcanzarlo, la senora Dufour hubo de mostrar la parte inferior de una pierna cuya finura pri-mitiva desapareda ahara bajo una invasion de grasa que procedia de los muslos.

    El senor Dufour, a quien el campo ya exaltaba, le pe-llizco vivamente la pantorrilla, y luego, cogiendola par

    las mismas fechas de redacci6n de este relato, se refiere a los colum-pios como

  • ]I~

    Guy de Maupassant

    nitidamente la plenitud firme de su carne que acen-tuaba todav{a mas los esfuerzos que hada con los rino-nes para levan tar el vuelo. Sus brazos tensos agarraban las cuerdas por encima de Ia cabeza, de modo que su pe-cho se alzaba, sin sacudida alguna, a cada impulso que daba. Su sombrero, arrasrrado por una rafaga de viento, hab{a ca{do a su espalda; y el columpio iba to man do im-pulso poco a poco, mostrando en cada vuelta sus pier-nas finas hasta Ia rodilla, y Ian zan do a Ia cara de los dos hombres, que la miraban riendo, el aire de sus faldas, mas embriagador que los vapores del vino.

    Sentada en ei otro balandn, Ia senora Dufour gem{a de forma mon6tona y continua: Cyprien, vena empu-jarme; jVen a empujarme de una vez, Cyprien! Al final, el fue y, tras haberse remangado la camisa, como antes de emprender un trabajo, puso a su mujer en movi-miento con un esfuerzo infinito.

    Aferrada a las cuerdas, manten{a las piernas estira-das, para no dar en el suelo, y disfrutaba de verse atur-dida con el vaiven del aparato. Sus formas, sacudidas, temblequeaban continuamente como la gelarina en un plato. Pero, a medida que los impulsos credan, fue sin-tiendo vertigo y miedo. A cada bajada, lanzaba un grito agudo que hada acudir a todos los chiquillos de las cer-can{as; y alii, delante de ella, por encima del seto del jar-din, vda vagamente una hilera de cabezas traviesas so-bee las que las risas pon{an muecas diferentes.

    Un dia de campo

    Cuando apareci6 una sirvienta, encargaron el al-muerzo.

    Pescados fritos del Sena, conejo salteado, ensalada y postre, articulo Ia senora Dufour, con aire importante. Traiganos dos litros de tinto y una botella de burdeos, dijo su marido. Comeremos en lahierba, afi.adi6lachica.

    La abuela, enternecida al ver a! gato de Ia casa, lo perseguia had a diez minutos prodigandole inutilmente los mas dulces apelativos. El animal, halagado interior-mente sin duda por aquella atenci6n, se manten{a siem-pre muy cerca de Ia mano de la buena mujer, pero sin dejarse alcanzar, y daba tranquilamente vueltas alrede-dor de los arboles, contra los que se frotaba, con Ia cola tiesa y un !eve ronroneo de placer.

    jMirad!, grit6 de pronto el chico de pelo amarillo que fisgoneaba por el terreno, jhay dos barcos estupen-dos! Fueron aver. Bajo un pequcno cobcrtizo de madera estaban col gad as dos soberbias yolas de rcmeros, finas y trabajadas como mucbles de lujo. Descansaban una al !ado de otra, semejantes ados altas chicas delgadas, en su longitud estrecha y reluciente, y daban ganas de navegar sobre el agua en las bellas noches tranquilas o en las claras mananas de verano, de pasar rozando los ri bazos floridos donde arboles enteros mojan sus ramas en el agua, donde temblequea el eterno estremecimiento de las canas y de donde alzan el vuelo, como relampagos azules, raudos martines pescadores.

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    Guy de Maupassant

    Toda Ia familia las contemplaba con respeto. jOh!, si que son magnificas, repiti6 gravemente el senor Du-four. Y las detallaba como experto. Tambien habian re-mado en sus anos j6venes, deda; e induso, con aquello en Ia mano -y hada el gesto de tirar de los remos-le im-portaba un bledo todo el mundo. Habia vapuleado en Carreras a mas de un ingles, en otro tiempo, en Joinville; y brome6 con la palabra damas, con que se designan los dos toletes que sujetan los remos, diciendo que los re-meros, con toda raz6n, nunca salian sin sus damas. Se acaloraba perorando y se empenaba en apostar que con una barca como aquella haria seis leguas a Ia hora sin cansarse.

    Esta listo, dijo Ia sirvienta que aparecio en Ia en-trada. Todos corrieron; pero resulta que en el mejor si-tio, que en su cabeza Ia senora Dufour habia elegido para instalarse, ya estaban comiendo dos jovenes. Eran los propietarios de las yolas, sin duda, porque llevaban vesrimenta de rem eros.

    Estaban echados sobre unas sillas, casi acostados. Tenian la cara tostada por el sol y el pecho cubierto uni-camenre por una delgada camiseta de algod6n blanco que dejaba pasar sus brazos desnudos, robustos como los de los herreros. Eran dos s6lidos mozos que presu-mian mucho de vigor, pero que en todos sus movimien-tos mostraban esa gracia elastica de miembros que se adquiere con el ejercicio, tan distinta de Ia deformaci6n

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    Un dia de campo

    que imprime en el obrero el esfuerzo penoso, siempre el m1sm0.

    Cambiaron rapidamente una sonrisa a! vera lama-dre, luego una mirada al reparar en la hija.

  • i' .,

    I

    Guy de Maupassant

    a uno de los remeros. Queda ser amable por el sitio que le habian cedido. Sf, senora, respondio el; ~vienen con fre-cuencia al campo?

    -jOh!, solo una o dos veces al ano, para tamar el aire; ~y us ted, caballero?

    - Vengo a dormir todas las naches. -jAh!, debe de ser muy agradable. -Lo es, desde luego, senora. Y canto su vida de rodos los dlas, poeticamente, para

    hacer vibrar en el corazon de aquellos burgueses priva-dos de hierba y hambrientos de paseos por el campo ese amor esnipido por la naturaleza que los obsesiona todo el ano detd.s del mostrador de su tienda.

    La joven, emocionada, alzolos ojos y miro al remero. El senor Dufour hablo por primera vez. Esto si que es vida, dijo. Afiadi6: ~ Un poco mis de conejo, querida?

    -No, gracias, carino. Ella se volvi6 de nuevo bacia los jovenes y, senalando

    sus brazos: -~No tienen nuncafrlo as!? -dijo. Los dos se echaron a reir, y asustaron a Ia familia con

    el relato de sus prodigiosas fatigas, de sus banos cuando estaban sudorosos, de sus carreras en medio de la bruma de las noches; y se golpearon violentamente el pecho para mostrar el sonido que devolvfa. jOh, parecen us-tedes muy fuertes, dijo el marido que ya no hablaba de los tiempos en que vapuleaba a los ingleses.

    [56]

    Un dia de campo

    La joven los examinaba ahora de reojo; y el chico del pelo amarillo, por haberse atragantado con Ia bebida, tosi6 de man era frenetica, rociando el vestido de seda de Ia patrona, que se enfad6 e hizo traer agua para lavar las manchas.

    Mientras, la temperatura se volvla terrible. El rfo deslumbrante pareda un foco de calor, y los vapores del vino turbaban las cabezas.

    El senor Dufour, sacudido por un violento hipo, se habla desabotonado el chaleco y la cintura del pantal6n; mientras que su mujer, presa de sofocos, iba desabro-chandose el vestido poco a poco. El aprendiz balan-ceaba con aire alegre sus grenas de lino y se servia de be-ber un trago tras otro. La abuela, sintiendose achispada, se mantcnfa muy rfgida y muy digna. En cuanto a Ia jo-ven, no dcjaba traslucir nada; solo sus ojos se encendfan vagamcntc, y su piel muy morena se coloreaba en las mejillas con un tono mas rosa.

    El cafe los remat6. Se habl6 de can tar y cad a cual solto su copla, que los demas aplaudieron con frenesf. Luego se levantaron con dificultad, y, mientras las dos mujeres, aturdidas, respiraban, los dos hombres, total-mente borrachos, hadan gimnasia. Pesados, fofos, y raja Ia cara, se colgaban torpemente de las anillas sin conseguir elevarse; y sus camisas amenazaban continua-mente con evacuar sus pantalones para batir al viento como estandartes.

    [57]

  • Guy de Maupassant

    Entre tanto, los remeros habian lanzado al agua sus yolas y volvian cortesmente a proponer a las damas un pasco por el rio.

    Sefior Dufour, ~me dejas? jPor favor!, grito su mu-jer. Ella miro con aire de borracho sin comprender. En-tonces se acerco un remero, con dos cafias de pescar en Ia mano. La esperanza de coger gobios, el ideal de los tenderos, encendiolos ojos sombrios del buen hombre, que accedio a cuanto le pedian y se instalo ala sombra, debajo del puente, con los pies colgando sobre el agua, junto al joven del pelo anurillo que se durmio a su lado.

    Uno de los remeros se sacrifico: cargo con Ia madre. jAl bosquecillo de la isla de los lngleses! 5, grito al alejarse.

    La otra yola se deslizo mas despacio. El remero mi-raba tanto a su compafiera que ya no pensaba en otra cosa, dominado como estaba por una emocion que pa-ralizaba sus fuerzas.

    La joven, sentada en el asiento del timonel, se dejaba llevar por la deli cia de estar sobre el agua. Se sentia prcsa de una renuncia a pensar, de una quietud de sus miem-bros, de un abandono de si misma, como invadida por una embriaguez multiple. Se habia puesto muy colo-rada, con la respiracion entrecortada. Los marcos del vino, incrementados por el calor torrencial que cho-rreaba a su alrededor, hada que todos los arboles de la

    (5) Una de las pumas de Ia isla de H erblay.

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    Un dia de campo

    orilla saludasen su paseo. Una vaga necesidad de placer, una fermentacion de la sangre recorrian su carne exci-tada por los ardores de aquel dia; y tam bien estaba tur-bada por ese encuentro sobre el agua, en medio de aque-lla region despoblada por el incendio del cielo, con aquel joven que la encontraba hermosa, cuyos ojos le besaban la pie! y cuyo deseo era penetrante como el sol.

    La impotencia de ambos para hablar aumentaba su emocion, y miraban los alrededores. Entonces, hacienda un esfuerzo, elle pregunto su nombre: Henriette, dijo ella. jVaya!, yo me llama Henri, contesto el.

    El sonido de sus voces los habia calmado; se interesa-ron por la orilla. La otra yola se habia parado y pareda es-perarlos. El que Ia monraba grito: Nos reuniremos con vosotros en el bosque; vamos hasta Robinson6 porque la sefiora tienc sed. Luego se inclino sobre los remos y se alejo a tal vclocidad que pronto dejaron de vcrlo.

    Mientras tanto, un zumbido continuo que se perci-bia vagamcntc dcsde hacia un tiempo se acercaba muy deprisa. El rio mismo pareda estremecerse como si el sordo ruido subiera de sus profundidades.

    ~Que es eso que se oye?, pregunt.

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  • Guy de Maupassant

    del estrepito de la cascada, les sorprendi6 un canto de pajaro que pareda muy lejano. iVaya!, dijo el, los ruise-fiores cantan de dia: eso es que las hembras estan incu-bando>>.

    jUn ruisefior! Ella nolo habia oido nunca, y la idea de escuchar uno despert6 en su coraz6n la vision de poeticas ternuras. iUn ruisefior!, es decir, el testigo invisible de los encuentros de amor que invocabaJulieta en su bal-c6n7; aquella musica del cielo armonizaba con los besos de los hombres; iel eterno inspirador de todas las ro-manzas languidas que abren un ideal azul en los pobres corazoncillos de las chiquillas sentimentales!

    Iba, pues, a oir a un ruisefior. No hagamos ruido, dijo su compafiero, podremos

    bajar en el bosque y sentarnos a sulado. La yola pareda deslizarse. Unos arboles aparecieron

    en la isla, cuya orilla era tan baja que los ojos se hun dian en la espesura de la vegetaci6n. Se detuvieron; amarra-ron la barca y, con Henriette apoyada en el brazo de Henri, avanzaron entre las ramas. Agachese, dijo el. Ella se agacho, y penetraron en un inextricable revoltijo de bejucos, hojas y cafias, en un asilo inencontrable que habia que conocer y que el joven llamaba riendo sure-servado particular.

    Justo encima de su cabeza, encaramado en uno de

    (7) Shakespeare, Romeo y Julieta, III, v.

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    Un dia de campo

    los arboles que los resguardaban, el pajaro seguia desga-fiitindose. Soltaba trinos y gorgoritos, luego lanzaba grandes sonidos vibrantes que llenaban el aire y pare-dan perderse en el horizonte, desplegandose a lo largo del rio y volando por encima de las llanuras, a traves del silencio de fuego que abrumaba la campifia.

    No hablaban por temor a espantarlo. Estaban senta-dos uno allado del otro, y, lentamente, el brazo de Henri rodeo el talle de Henriette y la estrecho dulcemente. Ella cogio, sin calera, aquella mana audaz, y la apartaba sin cesar cada vez que ella acercaba, sin sentir, por otra parte, el men or apuro ante aquella caricia, como si hubiera sido una cosa totalmente natural que rechazaba con la misma naturalidad.

    Escuchaba al pajaro, perdida en un extasis. Sentia infinitos deseos de felicidad, ternuras bruscas que la cruzaban, revelaciones de poesias sobrehumanas, y tal relajaci6n de los nervios y del coraz6n que lloraba sin sa-ber por que. Ahora el joven Ia estrechaba contra si; ya no lo rechazaba, sin pensar en ello.

    De pronto el ruisefior call6. Una voz grit6 a lo lejos: jHenriette!>>

    No conteste, dijo el en voz baja, espantaria al pa-pro.

    Tam poco ella pensaba casi en contestar. Permanecieron asi algtin tiempo. La senora Dufour

    estaba sentadaen alguna parte, porque se oian vagamente,

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  • Guy de Maupassant

    de vez en cuando, los grititos de la gruesa senora que bro-meaba sin duda con el otro remero.

    La joven segufa llorando, invadida por sensaciones duldsimas, la piel dlida y picoteada por todas partes por desconocidos cosquilleos. La cabeza de Henri se apoyaba en su hombro; y, bruscamente, la beso en los labios. Ella se revolvio furiosa y, para evitarlo, se echo hacia atr

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    Guy de Maupassant

    La seiiora Dufour se cogi6 de su brazo con aire en-ternecido, y volvieron a las barcas. Henri, que caminaba delanre, siempre mudo allado de la joven, crey6 perci-bir de pronto algo as{ como un gran beso que ahogaban.

    Por fin volvieron a Bezons. El sefior Dufour, ya sereno, se impacientaba. El jo-

    ven del pelo amarillo tomaba un bocado antes de aban-donar la vema. El carruaje estaba enganchado en el pa-tio, y la abuela, ya montada, se lamentaba porque tenia miedo a que la noche la cogiera en la llanura, dado que los alrededores de Paris no eran seguros.

    Se dieron apretones de manos, y la familia Dufour se march6. jHasta lavista!, gritaron los remeros. Les res-pondieron un suspiro y una ligrima.

    Dos meses despues, cuando pasaba por la calle de los Martyrs, Henri ley6 sabre una puerta: Dufour, quinca-llero.

    Emr6. La gruesa dama aumentaba de tamafio tras el mostra-

    dor. Se reconocieron al punta, y, despues de mil cumpli-dos, el pidi6 noticias. Yla senorita Henriette, ~como esti?

    -Muy bien, gracias; se ha casado. -jAh! Le ahog6 una emoci6n; aiiadi6: Y. .. ~con quien?

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    Un dia de campo

    -Pues con el joven que nos acompaiiaba, ya sabe; el sehace cargo de la tienda.

    -jOh, claro! Se march6 muy triste, sin saber demasiado bien por

    que. La seiiora Dufour lo llam6: -~Y su amigo?, pregunt6 dmidamente. -Pues esti bien. -Dele recuerdos nuestros, ~eh?, y si pasa par aquf,

    digale que venga a vernos ... Se puso muy colorada, luego aiiadi6: Me clara mu-

    cho gusto; dfgaselo. -No dejare de hacerlo. jAdi6s! -No ... jHasta pronto!

    AI aiio siguiente, un domingo que hada much a calor, todos los detalles de esta aventura, que Henri no habia olvidado nunca, le volvieron subitamente, tan nitidos y deseablcs, que se dirigi6 totalmcntc solo a su cuarto del bosque.

    Qued6 cstupefacto al entrar. Ella estaba alli, sentada en la hierba, con aire triste, mientras a su lado, siempre en mangas de camisa, su marido, el joven del pelo ama-rillo, dormia concienzudamente como un bruto.

    Se puso tan pilida al ver a Henri que el pens6 que iba a desmayarse. Luego empezaron a charlar con toda naturalidad, como si nada hubiera pasado entre ellos.

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    Guy de Maupassant

    Pero cuando el estaba contandole que le gustaba mucho aquel sitio y que iba a menudo alli a descansar los domingos, evocando muchos recuerdos, ella lo mir6 largamente a los ojos.

    -Yo pienso en ello todas las noches -dijo. -Vamos, querida, dijo bostezando su marido, creo

    que es hora de marcharnos.

    [66)

    MARRoCA1

    Me has pedido, amigo mio, que te env{e mis impre-siones, mis aventuras y, sobre todo, mis historias de amor en esta tierra de Africa, que me atraia desde hada tanto tiempo. Te reias mucho, de antem~no, de mis ter-nuras negras, como ded as, y ya me veias volver seguido de una mujerona de ebano, tocada con un pafiuelo amarillo y bamboleandose en ropas chillonas.

    Ya llegara el turno de las negrazas sin duda, porque he visto varias que me han dado ganas de empaparme en esa tinta; pero, para mi estreno, he caido sabre alga mejor y singularmente original.

    ( 1) Marroca I Marroca. Publicado el 2 de marzo de 1882 en Gil Blas con el t itulo de

    , fue recogido en su version definitiva en 1883, en lase-gunda edicion de Mademoiselle .Fifi, texto que sigue Ia trad uccion. El relato esta inspirado en el viaje que Maupassant hizo a! N orte de Africa desde el6 de julio a finales de agosto de 1881 como enviado especial deLe Gaulois; con las cronicas cnviadas escribid . en parte su relata del viaje con el titulo deAusoleil(l 884) .

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    Guy de Maupassant

    En tu ultima Carta me escribias: Cuando se como se ama en un pais, conozco ese pais para describirlo, aun-que nolo haya vista nunca. Has de saber que aqui se ama de una manera furiosa. Desde los prim eros dfas se nota una especie de ardor tremulo, una agitacion, una brusca tension de los deseos, un nerviosismo que corre por la punta de los dedos, que sobrexcitan hasta la irrita-cion nuestras potencias amorosas y todas nuestras facul-tades de sensaci6n flsica, desde el simple contacto de las manos hasta esa innombrable necesidad que nos hace co meter tantas tonterfas.

    Entendamonos. No se si lo que vosotros llamais amor del coraz6n, am or de las almas, si el idealismo sen-timental, en una palabra, el platonismo, puede existir bajo el cielo; hasta lo dudo. Pero el otro amor, el de los sentidos, que tiene sus cosas buenas, y hasta muy bue-nas, es realmente terrible en este clima. El calor, esa constante quemazon del aire que da calentura, esas bo-canadas asfixiantes del Sur, esas mareas de fuego proce-dentes del gran desierto tan cercano, ese pesado siroco, mas asolador, mas agostador que la llama, ese perpetuo incendio de un continence entero quemado hasta las piedras por un sol enorme y devorador, abrasan la san-gre, enloquecen lacarne, embrutecen.

    Pero llego a mi historia. No te digo nada de mis primeros tiempos de estancia en Argelia. Despues de haber visitado Bona, Constantina, Biskra y Serif, vine

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    Marroca

    a Bugia2 pasando por los desfiladeros del Chabet y por una ruta incomparable entre los bosques cabilas, que sigue el mar dominandolo desde doscientos metros y serpentea segun los festones de la alta montana, hasta este maravilloso golfo de Bugia tan hermosa como el deN apoles, como el de Ajaccio y como el de Douarne-nez, los mas admirables que conozco. En esta com para-cion deja a un lado esa inverosfmil bahfa de Porto, ce-fiida por granito rojo y habitada por los fantasticos y sangrientos gigantes de piedra conocidos como los Calanche de Piana, en las costas del oeste de Corcega.

    De lejos, de muy lejos, antes de bordear Ia gran cuenca donde duerme padficamente el agua, se descu-bre Bugfa. Esta construida en las rapidas laderas de un monte elevado y coronado por bosques. Es una mancha blanca en esa pendiente verde; se diria la espuma de una cascada que cae al mar.

    En cuanto puse el pie en esta pequefiita y arrebata-dora ciudad, comprendf que iba a quedarme en ella mucho tiempo. Los ojos abarcan por todas partes un vasto drculo de cimas ganchudas, dentadas, con picos y extrafias, tan cerrado que apenas se descubre el mar abierto y cl golfo parece un lago. El agua azul, de un azul

    (2) Antigua ciudad romana, Bugfa fue conquistada por los van-dalos en el ana 439, par los ;itabes en el 708, par los espanoles en 1509, par los turcos argelinos en 1555 y por los franceses en 1833.

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  • Guy de Maupassant

    lechoso, es de una transparencia admirable, y el cielo de azur, de un azur espeso, como si hubiera recibido dos manos de color, despliega sobre el su sorprendente be-lleza. Parecen mirarse el uno en el otro y enviarse sus re-flejos.

    Bugla es la ciudad de las ruinas. En el muelle, allle-gar, tropieza uno con unos restos tan magnificos que se didan de opera. Es la vieja puerta sarracena, invadida de hiedra. Yen los bosques montuosos alrededor de la ciu-dad, ruinas por todas partes, lienzos de murallas roma-nas, trozos de monumentos sarracenos, restos de cons-trucciones arabes.

    Habla alquilado en la ciudad alta una casita moruna. Ya conoces esas construcciones, descritas con tanta fre-cuencia. No cuentan con ventanas al exterior, pero un patio interior las ilumina de arriba abajo. En el primer piso tienen una gran sala fresca donde se pasan los dias, y encima de todo una terraza donde se pasan las noches.

    Me adapte enseguida a las costumbres de los palses calidos, es decir, a echarme lasiesta despues del almuerzo. Es la hora sofocante de Africa, la hora en que resulta im-posible respirar, la hora en que las calles, los llanos, las lar-gas carreteras cegadoras estan desiertas, en que todo el mundo duerme, o trata al menos de dormir, con la me-nor cantidad de ropa posible.

    Habla instalado en mi sala de columnitas de arqui-tectura arabe un divan grande y mullido, cubierto de

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    Marroca

    tapices del Djebel-Amour. Me echaba en el mas o me-nos en traje deAssan3, aunque, torturado por mi conti-nencia, apenas podia descansar.

    jOh!, amigo mlo, hay dos suplicios de esta tierra que te deseo que no conozcas nunca: la falta de agua y la falta de mujeres. ~Cual es mas horrible? Nose. En el de-sierto, uno cometeda todas las infamias por un vaso de agua clara y fda. ~Que no haria en ciertas ciudades del liroral por una hermosa joven fresca y sana? jPorque en Africa no faltan las chicas! Al contrario, abundan; pero, siguiendo con mi comparaci6n, son todas tan dafiinas y corrompidas como elllquido fangoso de los pozos saha-nanos.

    Resulta que, mas nervioso que de costumbre, un dia intente, aunque en vano, cerrar los ojos. Mis piernas vi-braban como si las pinchasen por dentro; una angustia inquieta me hada dar vueltas en todo momenta sobre mis alfombras. Por ultimo, sin poder seguir aguan-tando, me levante y sail de casa.

    Era julio, en una tarde t6rrida. Los adoquines de las calles estaban tan calientes que se habrfa podido cocer pan en ellos; la camisa, inmediatamente mojada, se

    (3) Parece aludir al canto I de Namouna>>, poema de Alfred de Musser (1810- 1857), que formaba parte de un conjunro de tres ti-tulado Un especraculo en un sill6n; en el se lee el verso: EI sofa sabre el que Hassan estaba echado ...

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  • Guy de Maupassant

    pegaba al cuerpo, y par todo el horizonte flotaba un li-gero vapor blanco, ese vaho ardiente del siroco, que pa-rece calor palpable.

    Baje hasta el mary, bordeando el puerto, empece a se-guir la ribera a lo largo de la preciosa bahia donde estan los banos. La escarpada montana, cubierta de matorra-les, de altas plantas aromaticas de poderosas fragancias, se redondea en drculo alrededor de esa cala donde seem-papan, a lo largo de toda la orilla, grandes rocas pardas.

    Fuera, nadie; nada se movia; ni un chillido de ani-mal, ni un vuelo de pajaro, ni un ruido, ni siquiera un chapoteo, por lo mucho que el mar inmovil pareda adormecido por el sol. Pero en el aire ardiente crei perci-bir una especie de zumbido de fuego.

    De repente, tras una de aquellas rocas semihundidas en la onda silenciosa, adivine un ligero movimiento y, tras volverme, distingui, to man do un bano, creyendose completamente sola en aquella hora abrasadora, una chica alta y desnuda, sumergida basta los senos. Tenia vuelta la cabeza bacia el mar abierto y daba saltitos me-nudos sin verme.

    Nada mas asombroso que aquel cuadro: aquella her-mosa mujer en aquella agua transparente como el crista!, bajo aquella luz cegadora. Porque era maravillosamente hermosa aquella mujer alta, modelada como estatua.

    Se volvio, lanzo un gritito y, nadando a medias y a me-dias andando, se escondio por completo detras de su roca.

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    Marroca

    Como tenia que acabar saliendo, me sente en la ri-bera y espere. Entonces asomo muy despacio su cabeza rematada por una abundante cabellera negra sujeta de cualquier manera. Su boca era ancha, de labios promi-nentes; sus ojos, enormes, descarados, y toda su carne un poco tostada por el clima pareda carne de marfil an-tiguo, dura y suave, de bella raza blanca tenida por el sol de los negros.

    Me grito: Vayase. Y su voz sonora, un poco fuerte como toda su persona, tenia un acento gutural. No se movia. Anadio: No esta bien quedarse ahi, senor. Las erres, en su boca, tenian un fuerte ruido de carreta. No por eso me movi. La cabeza desaparecio.

    Pasaron diez minutos, y Ia cabellera, luego la frente, luego los ojos, volvieron a asomarse con lentitud y pru-dencia, como hacen los ninos que juegan al escondite para observar a! que los busca.

    Esta vez pareda furiosa; grito: Por su culpa me pon-dre enferma. No saldre mientras usted siga ahi. Enton-ces me levante y me fui, no sin volverme a menudo. Cuando le parecio que estaba bastante lejos, salio del agua, medio agachada, dan dome Ia espalda, y desapare-cio en el hueco de una roca, dewis de una falda colgada en la entrada.

    Volvi al dia siguiente. Tambien estaba banandose, pero vestida con un traje de bano completo. Se echo a reir, ensenandome sus dientes brillantes.

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  • Guy de Maupassant

    Ocho elias mas tarde eramos amigos. Ocho dias des-pues lo eramos todavia mas.

    Se llamaba Marroca, un mote, sin duda, y pronun-ciaba esa palabra como si ruviera quince erres. Hija de co-lo nos espafioles, se habia casado con un frances llamado Pontabeze. Su marido era funcionario del Estado. N unca supe con exactitud que funciones eran las suyas. Com-probe que estaba muy ocupado, y no pregunte mas.

    Entonces, cambiando su hora de bafio, vino todos los dias despues de mi almuerzo a echarse la siesta en mi casa. jQue siesta! jSi es que a eso se le puede Hamar des-cansar!

    Era realmente una mujer admirable, de un tipo algo animal, pero magnifico. Sus ojos siempre paredan relu-cientes de pasion; su boca entreabierta, sus dientes pun-tiagudos, su sonrisa misma renian algo ferozmente sen-sual, y sus extrafios senos, alargados y tiesos, agudos como peras de carne, ehi.sticos como si encerrasen mue-lles de acero, daban a su cuerpo un no se que de animal, hadan de ella una especie de ser inferior y magnifico, de criarura destinada al amor desordenado, despertando en mi Ia idea de obscenas divinidades antiguas cuyas libres ternuras se exhibian en media de las hierbas y las hojas.

    Y nunca mujer alguna llevo en sus entrafias deseos mas insaciables. Sus encarnizados ardores y sus abrazos aulladores, con rechinar de dientes, convulsiones y mar-discos, eran seguidos casi inmediatamente por letargos

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    Marroca

    profundos como de muerta. Pero se desperraba brusca-mente en mis brazos, totalmente dispuesta a nuevas co-yundas, con la garganta henchida de besos.

    Su mente, por lo demas, era tan simple como dos y dos son cuatro, y suplia Ia falra de pensamiento con una nsasonora.

    Orgullosa de su belleza por instinto, sentia horror por los velos mas ligeros, y circulaba, corria, brincaba por mi casa con un impudor inconsciente y atrevido. Cuando por fin estaba ahita de amor, extenuada por los griros y el movimiento, se dormia ami lado, en el sofa, con un suefio profundo y tranquilo, mientras el ago-biante calor punteaba sabre su pie! morena minusculas gotas de sudor, desprendiendo de toda ella, de sus bra-zos unidos debajo de Ia nuca, de todos sus repliegues se-cretos, ese olor salvaje que agrada a los machos.

    Algunas veces volvfa por Ia noche, por estar su ma-rido de servicio no se donde. Entonces nos tumbaba-mos en Ia terraza, apenas envudtos en finas y flotantes telas de Oriente.

    Cuando Ia gran luna que ilumina los pafses d lidos se desplegaba de lleno en el cielo, alumbrando la ciudad y el golfo junto con su marco redondeado de montafias, dis-tinguiamos entonces, sobre todas las demas rerrazas, una especie de ejercito de silenciosos fantasmas tumbados que a veces se levantaban, cambiaban de sirio y volvian a acostarse bajo la tibieza languida del cielo aplacado.

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  • Guy de Maupassant

    A pesar de la claridad de esas noches de Africa, Ma-rroca se empefiaba en desnudarse tambien bajo los cla-ros rayos de la luna; apenas le preocupaban todos los que podfan vernos, y a menudo lanzaba por Ia noche, pese a mis temores y ruegos, largos gritos vibrantes, a los que respondfan los aullidos de los perros a lo lejos.

    Una noche en que yo dormitaba bajo el ancho fir-mamento todo tachonado de estrellas, vino a arrodi-llarse en mi alfombra y, acercando ami boca sus gran des labios respingones, me dijo:

    Tienes que venir a dormir ami casa. Yo no comprendia. ~Como que a tu casa?>> -Si, cuando mi marido se haya marchado, vendds a

    dormir en su sitio. No pude dejar de reirme.

    ~Por que, si ya vienes tu aquf? Prosigui6, hablandome en Ia boca, lanzandome su

    aliento dlido al fondo de la garganta, mojando mi bi-gote con su respiracion: Es para que me dejes un re-cuerdo . Y la erre de recuerdo se arrastrolargo rata con un estrepiro de torrente sabre rocas.

    Yo no captaba su idea. Paso sus brazos por mi cuello. Cuando no estes allf, dijo, pensare en ti. Y cuando bese ami marido, me parecera que eres tu.

    Y las erres adquirian en su voz estruendos de truenos familiares.

    Murmure enternecido y muy contento:

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    Marroca

    Estis loca. Prefiero quedarme en mi casa. En efecto, no siento el menor gusto por las citas bajo

    un techo conyugal; son ratoneras donde siempre han cafdo los imbeciles. Pero ella me rogo, me suplic6, llor6 incluso, afiadiendo: Ya veras como te querrre.

    Te querrre resonaba como un redoble de tambor to-cando a la carga.

    Su deseo me pareda tan singular que no me lo expli-caba en absoluto; luego, pensando en ello, crei adivinar algun rencor profunda hacia su marido, una de esas venganzas secretas de mujer que engafia con deleite al hombre aborrecido y ademas quiere engafiarlo en su casa, en medio de sus muebles, entre sus sabanas.

    Le dije: Tu marido, ~es muy malo contigo? Pareci6 enfadarse. Oh, no, muy buena. -Pero tu nolo arnas, ~verdad? Se me qued6 midndome con sus grandes OJOS

    asombrados. Si, al contrario, lo amo mucho, mucho, mucho,

    pero no tanto como a ti, corrrazon. Yo no entendia nada en absoluto y, cuando trataba

    de adivinar, ella oprimio mi boca con una de aquellas caricias cuyo poder conocfa; luego murmuro: Vendris,

    ~verdad que sf? Me resistf sin embargo. Entonces ella se vistio de-

    prisa y se march6. Estuvo ocho dfas sin dejarse ver. AI novena dfa

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  • Guy de Maupassant

    reaparecio, se detuvo muy seria en el umbral de mi cuarto y pregunto :

    ~ Vendras esta noche a dorrrmirrr a mi casa? Si no v1enes, me voy.

    Ocho dias, amigo mio, se hacen muy largos; y en Africa, esos ocho dias valfan de so bra por un mes. Grite: Si, y abri los brazos. Se arrojo en ellos.

    Me espero, por la noche, en una calle vecina y me guio.

    Vivian cerca del puerto en una casita baja. Cruce pri-mero una cocina donde el matrimonio hada sus comi-das, y entre en un dormitorio encalado, limpio, con foto-grafias de parientes en las paredes y flores de papel bajo globos de cristal. Marroca pareda loca de alegrfa; saltaba, repitiendo: Ya estas en nuestra casa, ya estas en tu casa.

    Actue, en efecto, como en mi casa. Estaba un poco cohibido, lo confieso, inquieto in-

    cluso. Como, en aquella casa desconocida, dudaba en separarme de cierta prenda sin la que un hombre sor-prendido se vuelve tan torpe como ridfculo e incapaz de toda accion, ella me la arranco ala fuerza y se llevo ala habitacion contigua, con todas mis demas ropas, esa funda de la virilidad.

    Recobre por fin mi confianza y se lo demostre con todo mi poder, hasta el punto de que al cabo de dos horas

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    Marroca

    todavfa no pensabamos en descansar; pero, de pronto, unos violentos golpes dados contra la puerta nos hicie-ron estremecernos; y una voz masculina grito: Ma-rroca, soy yo.

    Ella dio un salto. jMi marido! jDeprisa, escondete debajo de la cama! Yo buscaba freneticamente mi pan-talon; pero ella me empujo, jadeando: Venga, venga.

    Me tendi boca abajo y me deslice sin murmurar bajo aquella cama, sobre la cual me encontraba tan a gusto.

    Entonces ella paso a la cocina. Le of abrir un arma-rio, cerrarlo, luego volvio trayendo un objeto que no distinguf, pero que coloco vivamente en alguna parte, y, como su marido perdfa la paciencia, respondio con voz fuerte y tranquila: No encuentrrro las cerillas; luego, de repente: Aquf estan, te abrrro. Y abrio.

    Entro el hombre, yo solo vi sus pies, unos pies enor-mes. Si el resto tenia la misma proporcion, deb fa de ser un coloso.

    Oi bcsos, una palmada sobre lacarne desnuda, una risa; luego Cl dijo con acento marselles: Se me olvidola bolsa, he tenido que volver. Perotti parece que dormfas a pierna suelta. Se dirigio hacia la comoda, busco un buen rato lo que necesitaba; luego, como Marroca se habia echado en la cama como si estuviera abrumada de fatiga, volvio hacia ella, y sin duda trataba de acariciarla porque ella le Ianzo, en frases irritadas, una metralla de erres furiosas.

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  • Guy de Maupassant

    Los pies estaban tan cerca de mi que me asaltaron unas ganas locas, estupidas, inexplicables, de tocarlos muy despacio. Me contuve ..

    Como sus proyectos no tenian exito, se enfad6: Hoy estas muy antipatica, dijo. Pero se resign6. Adios, pe-queiia. Son6 un nuevo beso; luego, los pies se dieron Ia vuelta, me mostraron sus davos al alejarse, pasaron a Ia habitaci6n contigua y Ia puerta de Ia calle volvi6 a ce-rrarse.

    jEstaba salvado! Sali lentamente de mi escondrijo, humilde y com-

    pungido, y mientras Marroca, que seguia desnuda, bai-laba una giga a mi alrededor riendo a carcajadas y ba-tiendo palmas, me deje caer pesadamente en una silla. Pero me levante de un salto; debajo habia algo frio, y, como yo no estaba mas vestido que mi c6mplice, el con-tacto me habia sobrecogido. Me volvi. Acababa de sen-tarme sobre una pequeiia hacha de partir astillas, afilada como un cuchillo. 2C6mo habia ido a parar alii? No Ia habia visto al entrar.

    Viendo mi sobresalto, Marroca se ahogaba de ale-gria, lanzaba gritos, se atragantaba, sujetandose el vien-tre con las manos.

    Me pareci6 aquella alegria fuera de Iugar, inconve-niente. Nos habiamos jugado Ia vida de una forma estu-pida; yo aun sentia frio en Ia espalda, y aquellas risas lo-cas me ofendian un poco.

    [80]

    Marroca

    2 Y situ marido me hubiera visto?, le pregunte. Ella respondi6: No habia peligro. -jC6mo que no habia peligro! jEsto es el colmo! Le

    bastaba con agacharse para encontrarme. Habia dejado de reir, se limitaba a sonreirme mirin-

    dome con sus grandes ojos fijos, donde germinaban nuevos deseos.

    Nose habria agachado. Yo insist!. 2 Y c6mo lo sabes? Bastaba con que se le

    hubiera caido el sombrero, habria tenido que recogerlo y entonces ... jpues si que estaba yo bien con este traje!

    Ella apoy6 en mis hombros sus brazos redondos y vi-gorosos y, bajando el tono, como si me hubiera dicho: Te adorrro, murmur6: Entonces, nose habrrria le-vantado.

    Yo no comprendia: 2Por que no?>> Guiii6 cl ojo con malicia, alarg6la mano hacia Ia si-

    lla en Ia que yo acababa de sentarme, y su dedo exten-dido, el pliegue de su mejilla, sus labios entreabiertos, sus dedos puntiagudos, claros y feroces, rodo ello me mostiaba Ia pequeiia hacha de partir astillas, cuyo afi-lado corte reluda.

    Hizo ademan de cogerla; luego, atrayendome hacia si con el brazo izquierdo, apretando su cadera contra Ia mia, jCOn el brazo derecho esboz6 el movimiento que decapita a un hombre de rodillas! ...

    [81]

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  • Guy de Maupassant

    jAhi tienes, querido amigo, de que manera com-prenden aquf los deben;s conyugales, el amory la hos-pitalidad!

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    UNAPASI6N 1

    El mar estaba brillame y calmo, apenas movido por Ia marea, yen el malec6n toda Ia ciudad del Havre con-templaba la entrada de los navios.

    Se los vela a lo lejos, numerosos; unos, los gran des va-pores, empenachados de humo; otros, los veleros, arras-trados por remolcadores casi invisibles, irguiendo en el cielo sus mastiles desnudos como arboles despojados.

    Acudian de todos los pumas del horizome hacia Ia estrecha boca del malecon, que engullfa aquellos mons-truos; y ellos gemlan, gritaban, silbaban, cxpectorando chorros de vapor como un aliemo jadeantc.

    Dos jovenes oficiales paseaban por cl muellc ates-tado de gente, saludando, saludados, detenicndose ave-ces para hablar.

    De promo, uno de ellos, el mas alto, Paul d'Henri-cel, apret6 el brazo de su compafiero Jean Renoldi;

    (1) Una pasi6n I Une passion. Publicado el22 de agosto de 1882 en Gil Blm; fue recogido en

    1889 en el volumen p6stumo LePere Milan.

    [83] BIBLIOTECA CMRAf U.N.A.M.

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    Guy de Maupassant

    luego, en voz baja: Mira, ahi tienes a Ia senora Poin

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    ' I ! I

    Guy de Maupassant

    adorar, y se limito a ser galante, esperando no pasar del sentimiento.

    Pero ella le dio un dia una cita, para verse y hablar li-bremente, deda. Cayo desfallecida en sus brazos; y else vio obligado a ser su amante.

    Y aquello duro seis meses. Ella lo amo con un amor desenfrenado, anhelante. Encerrada en aquella pasion dramatica, ya no pensaba en nada; se habia entregado coda; su cuerpo, su alma, su reputacion, su posicion, su felicidad, todo lo habia arrojado en aquella llama de su corazon como se arrojan, para un sacrificio, todos los objetos preciosos en una hoguera.

    El estaba harto hada mucho y afioraba vivamente sus faciles conquistas de guapo oficial; pero se senda atado, retenido, prisionero. Ella le deda en todo mo-memo: Te he dado todo; 2que mas quieres? A elle en-traban ganas de responder:

  • II

    Guy de Maupassant

    soy feliz; me parece que me doy a tide nuevo. Es el ul-timo y mayor sacrificio; ;soy tuya para siempre!

    El sintio un sudor frio en la espalda, y fue presa de una rabia sorda y furiosa, de una colera de criatura de-bil. Pero se calmo, yen to no desinteresado, con dulzura en Ia voz, rehuso su sacrificio, trato de aplacada, de ha-cerle razonar, ;de hacede comprender su locura! Ella lo escuchaba mirandole ala cara con sus ojos negros, los labios desdenosos, sin responder nada. Cuando hubo terminado, ella se limito a decir: ~Serias acaso un co-barde? ~Serias de esos que seducen a una mujer y luego Ia abandonan a! primer capricho?

    El palidecio y volvio a sus razonamientos; le hizo ver, hasta su muerte, las inevitables consecuencias de se-mejante accion: su vida destrozada, Ia sociedad ce-rrada ... Ella respondia con obstinacion: ;Que importa cuando se amah>

    Entonces, de repente, eJ estallo:

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    Guy de Maupassant

    un minuto, solo un minuto, antes de cerrar los ojos para stem pre.

    La ausencia y el tiempo habfan aplacado la saciedad y la c6lera del joven; se enterneci6, llor6 y parti6 para el Havre.

    Ella pareda en la agonfa. Los dejaron solos; y el su-fri6, sobre la cama de aquella moribunda ala que habfa matado a su pesar, una crisis de espantosa pena. Solloz6, la bes6 con labios dukes y apasionados, como nunca los habfa tenido para ella. Balbuci6: No, no, no moriris, te curaris, nos amaremos ... nos amaremos ... siempre ... >>

    Ella murmur6: ~De verdad? ~Me quieres?>> Y, en su .de-solaci6n, el jur6, prometi6 esperarla cuando estuviera cu-rada, se apiad6largo rata besando aquellas manos tan flacas de la pobre mujer cuyo coraz6n latia desordenadamente.

    Al dia siguiente regresaba a su guarnici6n. Seis semanas despues ella se reunfa con el, muy en-

    vejecida, irreconocible, y mas enamorada todavfa. Enloquecido, ella acepr6. Luego, como vivian jun-

    tos ala manera de la gente unida por la ley, el mismo co-ronel que se habfa indignado por el abandon a se rebel6 contra aquella situaci6n ilegftima, incompatible con el buen ejemplo que los oficiales deben dar en un regi-miento. Previno a su subordinado, luego le aplic6 el ri-gor: y Renoldi present6 su dimisi6n.

    Se fueron a vivir a una villa, a orillas del Mediterra-neo, el mar clasico de los enamorados.

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    Una pasion

    Y pasaron todavfa tres aiios. Renoldi, doblegado bajo el yugo, estaba vencido, habituado a aquella ter-nura perseverante. Ella tenia ahora el pelo blanco. Else consideraba un hombre acabado, ahogado. Toda espe-ranza, toda carrera, toda sarisfacci6n, toda alegria le es-taban ahora vedadas.

    Pero una manana le pasaron una tarjeta: Joseph Poin>. jEl marido! El marido que no habfa dicho nada, por comprender que no se lucha contra esas obstinaciones desesperadas de las mujeres.

    ~Que queria? Esperaba en el jardin, tras haberse negado a entrar

    en Ia villa. Salud6 cortesmente, no quiso sentarse, nisi-quiera en un banco de Ia alameda, y empez6 a hablar con claridad y lentitud.

    Caballero, no he venido para dirigirle rep roches; se de so bra como han ocurrido las casas. Yo he sufrido ... hemos sufrido... un