Las aventuras de Valentina Salazar Sanders
-
Upload
javier-velasco -
Category
Documents
-
view
221 -
download
0
description
Transcript of Las aventuras de Valentina Salazar Sanders
Las Aventuras de Valentina Salazar
Sanders
Javier Velasco
I. Despertó en el baño de una estación de servicios de los yacimientos petrolíferos
fiscales, mirando el techo húmedo en que se reflejaba el palpitar de una luz
fluorescente. Caminó por la carretera en medio de la nada con dirección al Río de la
Plata, que estaba demasiado lejos como para que ella se lo imaginase; terminó encima
de las cajas en la pick up de una familia modelo que avanzaba a gran velocidad con
igual destino. Se encontró recorriendo las calles de Buenos Aires durante trece días,
usando aquel viejo truco de dormir en lugares públicos, para parecer más una persona
que se durmió esperando, que alguien que no tiene donde dormir; en realidad era
invisible en la magnitud de esta metrópolis de inmigrantes, pero para sí misma jamás
lo era. Tomó un bus destartalado con dirección a Montevideo, donde alojó en una
pensión repleta de gringos que permanentemente estaban borrachos. Una tarde salió
a buscar algo para entretenerse, y encontró una tiendita de ropa usada en un barrio
poco populoso; entró y llegando al fondo se fijó en las chaquetas militares que le
recordaban algo lejano en el tiempo y el espacio. El vendedor se le acercó
preguntándole si necesitaba ayuda con algo, probablemente temeroso de que usara
algún ardid para robarle los pañuelos baratos del cajón que tenía al lado. Ella lo miró y
se enamoró para siempre; asustada e incómoda por su aspecto sucio y descuidado, se
metió a un probador, del que salió en segundos, más peinada y preguntando por el
precio de una de las chaquetas verdes. No volvió a verlo sino hasta tres días más tarde,
en un barcito de oficinistas en que la cachaça estaba a mitad de precio. Para él, no era
sino otra de tantas chilenas con los cabellos castaños que se embriagaba bebiendo
pisco. Ella despertó mirando el techo blanco y alto del departamento antiguo que por
la ventana miraba al centro de la ciudad. Se levantó abrazando un cojín duro y miró las
calles que desde esa altura no podía reconocer. Él se paseó desnudo y en silencio por
la habitación buscando ropa y se metió al baño, mientras Valentina trataba de no
pensar en nada y observaba el rectángulo en el muro, oscurecido por una ausente
televisión; se puso frente al pequeño espejo que descansaba en un rincón, sonriendo y
mirándose los labios y los dientes, los ojos o las cejas, alternativamente. Dejó caer la
mirada en sus caderas, las estrías le devolvían la mirada malévolas, y recordó a Cassals,
que le dijera “Con esa cara y ese cuerpo, quizás podrían confundirte con una niña
chica, pero esas estrías son lo que te dan el carácter” Sin el tono sarcástico y ampuloso
de Andrés, no sonaban como malas palabras. Saliendo de la ducha y vistiéndose con
velocidad, él le informó que tenían que partir rápidamente, porque “el local no se
abría solo”; ella se vistió como pudo, terminó de ponerse la zapatilla izquierda en el
ascensor, y se miró al espejo de pared, que le permitía tener una perspectiva más
amplia de si misma; estaba despeinada y ojerosa. Esa misma tarde salió de
Montevideo y se fue de camino a Ipanema, lugar apuntando en su bitácora desde
siempre y sin mayor razón que la voz de su padre tarareando la canción de una niña
como ella, mientras enfundada en un traje de baño de un pieza chapoteaba en una
tinaja azul, en medio del patio y en un Santiago de Chile que hace mucho dejó de
existir. Por alguna razón, luego de dos días dentro de buses y paseando acalorada por
las playas, se sintió asqueada de Brasil y terminó tomando otros tantos vehículos,
pasando por Ecuador, Bolivia, Colombia, Venezuela y Paraguay, en un orden que olvidó
instantáneamente; para terminar, no supo cómo, siendo revisada en la aduana chilena
por pacos de verde, y olida por pastores alemanes que la miraban con una expresión
que a ella le pareció compasiva. Divagó aun dos semanas más, entre Copiapó, Caldera
y Mejillones, para terminar perdida entre los recovecos cambiantes de Valparaíso. No
sabía cuántas veces había horadado ya esas calles y subido esas cuestas, pero
ciertamente, cada visita se presentaba como un lugar distinto, que se escapaba al
control de la memoria o que simplemente cambiaba para burlar a los hombres y
mujeres que seguían tozudamente aventurando sus pasos hacia un espacio
irremediablemente desconocido. Allí se encontró con la amiga de un amigo, no
recordaba bien de cuál, y a ella, una casi perfecta desconocida, le contó de su amor y
de su viaje, y de cómo el corazón se le apretó al darse cuenta que no le quedaba sino
volver a Santiago de Chile. A Paulina, que así se llamaba la amiga del amigo,
prácticamente no le importó el relato, más allá de disfrutar de la vergüenza y de la
creatividad de Valentina, que relatando, hizo a momentos que la aventura pareciese
tan maravillosa como terrible. En el rodoviario, vio a la distancia un rostro conocido;
otra de las suspicacias con que Santiago de Chile le informaba que se estaba acercando
nuevamente a su sino, manifestándose con la beatitud de una casualidad. Pero
Valentina lo sentía ya, y quizás por eso, por eso y otras miles de cosas, es que terminó
subiendo apuradamente al bus que diez minuto más tarde la llevaría de vuelta a la
Alameda, al metro y las congestiones vehiculares y humanas de la madre
metropolitana y su descalabrado grito subterráneo del que no hay escape posible.
II. Quizás por ser un valle rodeado de cerros, Valentina se perdía sin mayor
inconveniente conociendo involuntariamente todos los caminos que pueden llevarnos
a las zonas fronterizas, donde bien sabemos, Santiago deja paso a las comunas de la
periferia de donde provenimos todos los soñadores. En un encuentro casual en medio
de una plaza cualquiera discutió sobre los elencos de telenovelas, mientras su
interlocutor le respondía desde la lejanía, con un relato incoherente acerca de cómo se
perdió en las montañas argentinas de la Patagonia, como escapando del microcentro y
sus fábulas de ilusionista. Sin un solo ángulo en común, supieron ambos que estaban
desnudos ante el destino manifiesto, como si fuera cierto que hay cosas escritas antes
incluso del tiempo; entonces, ella se fue a depilar al local de unas señoras que
cacareaban inflamadas del orgullo maternal que las hacía resistir el paso de los años
imprudentes. Una novelita corta de algún conocido y repudiado voyerista, le generó
ásperas conclusiones acerca de si misma, de las que renegó en fiestas de azoteas
sofisticadamente alumbradas por bombillas, mientras amanecía en Santiago de Chile
una y mil veces, idénticamente, como un reloj interminable girando sobre su eje. “Tus
palabras” le dijo a una amiga que como todos nosotros, creía que podía ser poetiza;
“Son bonitas pero no me dicen nada”.
Su padre imbuido en su trabajo odiado y desgastado de tanto hacerlo, hacía
cómo que la escuchaba divagar entre sus sueños y alucinaciones que se confundían
con la realidad de su paseo pedregoso y maquillado. Los senderos de la capital de
nuestra patria se desarticulaban en las calles coloridas de la Boca, remataban en el
Tigre o en las tiendas de mimbre de la república deshabitada más allá del Rió. “Son
canciones solamente” le dijo aburrido un músico con el que se fue a la cama, mientras
ella proseguía hablándole de canciones de cantautores latinoamericanos; “Y no son
uruguayos, ni argentinos” remató mientras ella lo miraba en cuclillas junto al teclado
del pc, “Son hijos de exiliados, nacidos en países donde sí se puede vivir de esto”. Él se
puso a tocar la guitarra y ella se fue silenciosamente, una mañana de abril o de agosto;
cómo saberlo a estas alturas, por Cienfuegos o simplemente por Riquelme, de camino
hacia Alameda, como siempre.
Una tarde de piscina y una noche llegando algo borracha a saludar a su madre,
terminaron igualmente con ella contando los billetes su trabajo mal pagado. En algún
momento, nos hicimos todos viejos y comenzamos a vivir de lo que estudiamos, y nos
olvidamos de todo lo anterior para seguir sobreviviendo. En la oficina nadie hacía caso
de sus caminatas descalza hacia la fotocopiadora; mal que mal, la rutina hace de toda
musa un aburrimiento, y como informa aquel remake de un filme viejo, toda mujer
inaccesible duerme con un hombre que ya está aburrido de tenerla. “La lógica de los
seres humanos es obtusa” dijo otro profesor con vestón a cuadros, enfermo de falsa
sabiduría, paseando entre sus estudiantes tras la ventana de una sala universitaria que
a Valentina le quedaba de camino al trabajo. Se detuvo a mirarlos copiando palabras
en sus cuadernos (un instante apenas, para no llegar tarde a su escritorio) y un
microbús pasó silbando a su lado, llevando dentro al último que le leyó poemas en el
techo de un edificio, junto a plaza Italia y sobre los barristas que celebraban algún
triunfo hace ya tiempo. Para él, la luz de la luna esa noche era perplejamente
inolvidable, lo cual no le impedía decirle hoy “te amo” a una estudiante de ingeniería
que ya estaba agotada de tanto berrinche y tanta pena.
Los que esa primavera se quitaron la vida, lo hicieron en su mayoría de tanto
escuchar de boca los profesionales que en esa estación aumentaba el número de
suicidios; lo cual corrobora la eficiencia de la técnica y la geometría. El discurso de la
ciencia, antes de acabar el otoño de nueva Inglaterra, apuntaba a un nuevo gen que
hacía a sus portadores más violentos, y dentro de unos años se aplicarían test para
dejarlos afuera de colegios y tiendas de armamento. Colgando poemas de árboles
innumerables, dos amigos se pillaron sin saberlo con su añoso maestro, que incógnito,
salió de su escondite a comprar un par de nuevos cuadernos. Se trataba de un poeta
viejo que decidía estar encerrado en su casa, pero sin decirle a nadie, y sus poemas
serían publicados póstumos, años más tarde, para bien de su numerosa descendencia.
Uno de los nietos del poeta se apellidaba Carrasco, y vivía junto a sus tíos en Llolleo,
donde escarchándose en la bodega de atrás descansaba el mantel sobre el que una tal
Isabel perdió su virginidad en el 2003; De esa Isabel, fue de la única persona que
Valentina tuvo noticias funerales por el obituario. No ese año, sino en su vida entera.
Decidió dejar de leerlos luego del impacto de ese día, cuando Carlos, uno de aquellos
dos amigos poetas que les mencionaba, le tiró sobre el mesón del café un periódico
sacado de una tienda, sin conocer su contenido. Valentina supo que era mala idea
descuidar la vida, o al menos encontró una excusa para creerse aquel cuento, y la
contabilidad de billetes de esa noche le permitió hacerse del valor para volver a verlo.
A verlo a él.
III. Durante el desgarbado final del verano de ese año, nuestro pueblo sollozaba su
mala fortuna, pero Valentina no sabía nada de eso, mientras completaba el viaje
prometido hace ya mucho en conjunto con un amante de apellido pintoresco, algo así
como Cristópulus o Costaropulus; se encontraba, el día de los sucesos telúricos, en la
pirámide de Tenochtitlán, contando las horas para llegar a su destino. En el terminal se
encontró con un compañero de universidad del mismísimo griego con el que planificó
conocer completamente Latinoamérica, e intercambiaron protocolares palabras
alusivas a la belleza natural del ecuador. “¿Qué crees que vino antes –le dijo él- el país
o la línea?” Valentina abordó el vehículo que la llevó por todas partes; zozobró como
todo fanático en las calles de la Habana, se quedó unas horas más de la cuenta
contemplando el destino implícito de Venezuela y finalmente arribó a Brasil, donde
nuevamente no se sintió del todo cómoda. Fue acosada por un grupo de patriotas
altamente identificados con el ánimo carnavalesco, y se bebió sola una botella de
champaña mirando por el balcón viejo el cielo que probablemente cubría con iguales
tonos Montevideo.
Un canal de farándula internacional daba la noticia del fallecimiento de una estrella de
cine. Valentina se lamentó del deceso, mientras serpenteaba usando únicamente unos
rosados calzones, yendo de la cama al baño y mirándose las ojeras al espejo. Alguien
se las alabó aluna vez, pero al menos a esas horas, prefería fingir que no traía a la
espalda el fardo viejo de los acontecimientos, y que estaba nueva, como sus ojeras y su
cuerpo entero. Nuevecita de paquete. El día la pilló tendida entre las sábanas, con una
mucama aspirando el cuarto contiguo con un bossa nova entre los labios. La ventana
abierta dejaba bailar las cortinas en dirección a la calle; se incorporó sabiendo que la
dirección del viento era la dirección de sus presentimientos, lo cual se explica
fácilmente tomando en cuenta que las direcciones geográficas, para un observador
desinteresado, no son físicas, sino meramente referencias amarradas a deseos. Cogió
el bus que la dejó en el terminal de Montevideo. Una vez, unos argentinos que
viajaban con sus hijos le dijeron al dueño de un hostal donde ella se quedó un verano
hace ya mucho, que en Montevideo se notaba cómo a los uruguayos les sobraba el
espacio. Decían las buenas lenguas que aparte de Chile, era el único lugar donde con
tanta afectación se seguían las normas preventivas del tránsito motorizado. Cuando
vio las calles efectivamente vacías que circundaban el camino al centro de la capital
(no se fue derecho, porque quería disfrutar del paisaje y del sabor prometedor del
futuro encuentro), lo que verdaderamente le colmó los pensamientos no fue el hecho
de que faltara la gente, menos aun, el que los argentinos tuvieran razón; sino que a su
corta edad, ya le fuera posible identificar etapas en su vida. Lo que ocurrió hace
“mucho tiempo” o lo que “pasó esa vez, allá tan lejos”, eran medidas incorporadas a su
relato personal. Se sintió un poco vieja, y para subsanarlo se miró las delgadísimas
arrugas que cruzaban su orgullosa frente, en el vidrio de una tienda de snacks y
cigarrillos. “No es la edad la que hace esos surcos; es la intensa expresión de tu rostro
y de tu historia, Valentina Salazar Sanders”.