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El aliado del pueblo Las horas de lucha de Javier Diez Canseco Diego López

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Diego López

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El aliado del pueblo.Las horas de lucha de Javier Diez Canseco.

© Diego López, 2014.© Imagen de la portada: Diego López© Imagen de la contraportada: Herman SchwarzImpresión: Clock Publicidades

Este libro es un trabajo de la asignatura Periodismo Literario 2, correspondiente a la Carrera de Comunicación y Periodismo de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC). Los testimonios recogidos en el presente trabajo son responsabilidad exclusiva del autor del texto.Profesor: Raúl Riebenbauer.Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso del autor.

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«Te acusarán de ser quien habla en el país de los mudos, de andar en el país de los cansados,

de ser sabio en el país de los necios, de estar vivo en el país de los enanos».

Joaquín Sabina, «Gulliver».

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Índice

Prólogo................................................................................................ 13 15

Capítulo 1La voz del alumno rebelde................................................................

Capítulo 2En el corazón del pueblo...................................................................

Capítulo 3Arte, lucha y resistencia....................................................................

Apéndice fotográfico......................................................................... Línea de tiempo................................................................................. Fuentes utilizadas.............................................................................. 87

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Prólogo

Por el primer aniversario de la desaparición física de Javier Diez Canseco (JDC), se exhibió en el Parque de la Exposición una mues-tra fotográfica sobre él que me toco inaugurar. Esas fotografías nos devolvieron al JDC que muchos conocimos. Le dieron concreción a muchos momentos en los que él, o la flama del compromiso generoso que llevaba dentro, decidió vivir. Lo mostraron tal como se propone este libro: mediante imágenes que recorrieron, en distintas direcciones y tiempos, siempre el mismo afán: lograr, como dice la Internacional Socialista que él tantas veces cantó, “que los odios que envenenan al mundo se extingan, y que la tierra se vuelva un paraíso… la patria de la humanidad”.

En 1889, José Martí publicó una revista para niños en la que afirmó que “la Libertad es el derecho que todo hombre tiene a ser honrado, y a pensar y a hablar sin hipocresía. Un hombre que oculta lo que piensa, o no se atreve a decir lo que piensa no es un hombre honrado. Un hombre que obedece a un mal gobierno, sin trabajar para que el go-bierno sea bueno, no es un hombre honrado. Un hombre que se con-forma con obedecer a leyes injustas, y permite que pisen el país en que nació, los hombres que se lo maltratan, no es un hombre honrado (…).

Hay hombres, decía Martí, “que viven contentos aunque vivan sin dec-oro. Pero hay otros que padecen como en agonía cuando ven que los hombres viven sin decoro a su alrededor. En el mundo ha de haber

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cierta cantidad de decoro, como ha de haber cierta cantidad de luz. Cuando hay muchos hombres sin decoro, hay siempre otros que tienen en sí el decoro de muchos hombres. Esos son los que se rebelan con fuerza terrible contra los que les roban a los pueblos su libertad, que es robarles a los hombres su decoro. En esos hombres van miles de hombres, va un pueblo entero, va la dignidad humana. Esos hombres son sagrados”. Javier era uno de esos. Los pasajes que Diego López ha recuperado para dar materia a esta crónica, lo confirman. Razón sufi-ciente para que JDC viva siempre entre nosotros, reivindicando todas las esferas de nuestra dignidad e iluminando lo que todavía nos resta por hacer.

Javier MujicaAmigo de Javier Diez Canseco

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1La voz del alumno rebelde

Los que llegaban a la Casona de San Marcos se ubicaban uno de-trás del otro a esperar que la larga fila de personas avanzara. Era un domingo de mayo y apenas habían transcurrido algunos minutos después de las cinco de la tarde. Muchos aún estaban por llegar. La fila avanzaba poco a poco. Nadie se desesperaba. Solo querían in-gresar para despedirse. En el pasadizo que lleva al patio de la Casona se empezaba a sentir un aroma a flores y rosas. El patio estaba rodeado de coronas fúnebres de todos los colores y tamaños. En el centro, una multi-tud esperaba en silencio. En el segundo piso, amarrado a la baranda, había un cartel blanco con la foto de un hombre vestido con camisa negra, mirada seria y barba recortada a la perfección. Al lado de la imagen se leía: «Con tu ejemplo venceremos». Aquel hombre ya no estaba. Él era Javier Diez Canseco Cisneros. Había muerto la noche anterior. Los que allí estaban querían ver su cuerpo y darle el adiós. Faltaba poco para que pudieran hacerlo. La fila de personas que se había formado en el patio al fin pudo ingresar al Salón de Grados tras unos minutos de espera. Es un lugar imponente de paredes rojas y el

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techo decorado con pinturas religiosas. Bajo la cúpula se encontraba el féretro, un cajón marrón con rosas rojas encima. Como si fuera parte de un ritual, algunas de las personas realizaban una oración con el puño en alto mientras veían el cuerpo de Diez Canseco y dejaban rosas rojas sobre el ataúd: el símbolo de la organización que fundó, el Partido Socialista, es una mano que sujeta una rosa. Varios militantes del Partido Socialista no vestían prendas oscuras, como es costumbre en los velorios. Javier seguía vivo para ellos y lo demostraban con el color rojo. Un grupo de mujeres ves-tidas de este color había rodeado el féretro para hacer la guardia de honor. Los independientes habían acudido de marrón, negro o gris, colores oscuros que contrastaban con la vestimenta de los militantes. A Rocío Silva Santisteban, secretaria ejecutiva de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos y amiga cercana de Javier, le habían prestado una chalina roja antes de unirse a la guardia de honor. La alcaldesa de Lima, Susana Villarán, había llegado acom-pañada de Manuel Piqueras, un gran amigo de Javier cuando era estudiante en la Universidad Católica. Villarán, delante de la ban-dera del Perú, le rindió homenaje a Javier Diez Canseco: le entregó la medalla de la ciudad de Lima a su esposa, Liliana Panizo, y un diploma a nombre de la ciudad a sus hijos. Los que presenciaron esta escena aplaudieron la actitud de la alcaldesa. —¡Cuando un socialista muere, nunca muere! —aclamaron los presentes. Tras este gesto de cariño popular, Susana Villarán pidió el micrófono: —Javier era un hombre radical. «Radical» en el sentido maravilloso de la palabra, que es ir a la raíz de las cosas —decía mientras la voz se le quebraba—. Porque solo aquel que va a la raíz de las cosas puede arrancar el mal o puede sembrar el bien. Solo la alcaldesa y algunos políticos más habían sido autor-

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izados para acudir al velorio. Por decisión de la familia y por volun-tad del propio Javier, a más de cincuenta parlamentarios les habían prohibido el ingreso: habían votado a favor de su suspensión en el Congreso en noviembre de 2012. Le acusaban de que había presen-tado un proyecto de ley que, según un sector de congresistas, iba a beneficiar económicamente a sus familiares. A pesar de que la justicia demostrara lo contrario meses después, Diez Canseco fue suspendido por noventa días. Aquellos que lo habían sancionado ni siquiera se retractaron cuando Javi-er se enfermó. Por eso la familia decidió que esos congresistas no merecían asistir al funeral. En la recepción de la Casona había una lista con los nombres de quienes tenían prohibido ingresar. Los que se encargaron de supervisar la entrada fueron seis miembros del Partido Socialista. Rechazaban toda corona fúnebre que fuese de alguno de los que estaba en ese grupo de nombres. Esta decisión del partido por respeto a la familia y a la dignidad de Javier, por más que fue criticada por algunos medios de prensa, se mantuvo firme durante los días que había durado el velatorio. En el exterior de la Casona, apartado a un lado de la puer-ta, junto a un auto azul, un solitario arreglo floral permanecía en la pista. Un hombre de polo blanco lo vigilaba. Él era el trabajador de la compañía funeraria encargado de trasladar esa prominente corona fúnebre para que acompañara al ataúd. Un reportero de Canal N, que informaba acerca del velorio, se percató de aquel detalle y se acercó a conversar con el empleado de la funeraria. —Usted había traído este arreglo floral. —Sí, para el señor Diez Canseco —respondió el trabajador. —¿Por qué no ha podido ingresar? —No sé qué será. Me dijeron que no va a entrar para nada. —¿Y qué van a hacer con el arreglo? —preguntó el report-ero—. Lo va a tener que dejar afuera. —Estamos esperando al representante del presidente del

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Congreso. «Víctor Isla Rojas. Presidente del Congreso de la Repúbli-ca», se leía en la dedicatoria de aquella corona fúnebre. El presente del parlamentario fue rechazado por los familiares de Diez Canse-co, quienes no le perdonaron su apoyo a la sanción del excongre-sista fallecido. El daño que le habían ocasionado los que votaron por su suspensión no podía ser reparado con un arreglo floral. Isla pertenecía a su misma bancada de gobierno, Gana Perú, y aún así no dudó en sancionarlo. La gente no dejaba de llegar. Fuera de la Casona la fila para ingresar iba creciendo cada vez más. Cerca de las nueve y media de la noche, tras haber permanecido una hora de pie para esperar su ingreso, una señora quiso convencer a su esposo para irse. —¿Por qué estamos parados aquí? Llevamos más de una hora. Estoy cansada. Vámonos ya. —Tenemos que seguir parados hasta despedirnos de Javier —le contestó su esposo. —Pero si ni siquiera lo has conocido mucho. —Por eso mismo. No lo he conocido directamente. Cuánto me hubiese gustado estrechar su mano antes de que falleciera. Mucha gente no era militante ni simpatizaba con la izquier-da y mucho menos tenía un compromiso político con el partido que Javier fundó. No hacía falta ser cercano a él para conocer lo luchador que había sido. Por eso la mayoría esperó varias horas para ingresar a ver el féretro. Estaban las organizaciones populares, los amigos a los que Javier había ayudado, los políticos de otros partidos y los familiares de las víctimas de la violencia política. Muchos se ofrecieron para formar parte de la guardia de honor. También llegaron artistas para despedirse. Javier era un amante del teatro, la danza y el cine. Rómulo Huamaní es un danzante de tijeras que había cono-cido a Javier Diez Canseco hacía más de veinte años por su labor en

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las instituciones regionales. Su nombre artístico es Qori Sisicha, que en quechua significa «hormiguita de oro». Había acudido al velorio junto a otro danzante, un arpista y un violinista que tocaban una melodía andina mientras cruzaban la puerta principal de la Casona, para dirigirse al Salón de Grados. Ya dentro, Qori Sisicha demostró su arte en la danza de tijeras frente a la familia de Javier y los demás asistentes. Se ubicó delante del féretro. Los aceros delgados y filudos que sostenía en la mano derecha y que, juntos, parecían una tijera no paraban de sonar. En la otra mano tenía un pañuelo rojo que agitaba sin cansarse como si dibujara formas en el aire. El movimiento de sus pies era frenético, saltaba y volvía a caer con precisión. Bailaba con el dolor de haber perdido a un amigo. Solo se dejaba llevar por la música del arpista y del violinista. La historia de los danzantes de tijeras cuenta que son hombres poseídos por el diablo que se refugian en las alturas de la sierra. Qori Sisicha estaba poseído por la pena. Al compañero que había acompañado en nu-merosas ocasiones ya no lo volvería a ver. Javier se había rebelado en muchas etapas de su vida. Los danzantes de tijeras formaban parte del Taki Unquy, un movimiento indígena de resistencia ante la inva-sión española. La resistencia de Javier, desde su posición de congre-sista, fue contra la corrupción, la desigualdad y la injusticia. El día posterior al velorio, el lunes 6 de mayo, a las diez y me-dia de la mañana, el féretro fue trasladado a la plaza Bolívar, frente al Congreso de la República. No se permitió que los cargadores se ocupasen del ataúd. Javier tenía una posición bastante crítica contra la discriminación. Le parecía injusto que en los velorios siempre los cargadores del cajón fuesen afrodescendientes. Los militantes de su partido compartían su punto de vista y fueron ellos mismos quienes elevaron en hombros el ataúd de su compañero. Un ejército de hombres y mujeres abandonaba la Casona y, mientras caminaba, agitaba unas banderas blancas de un lado hacia otro con

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la imagen del Partido Socialista. Mientras el coche fúnebre avanzaba lentamente, a los costados, un grupo de personas lanzaba pétalos de rosas rojas y blancas. Era como la concentración de una gran movi-lización que aún comandaba Javier. Apenas se enteraron de que Javier había fallecido, los miem-bros de su partido ya estaban pensando en que el funeral fuese histórico. Habían llamado al administrador de la Casona de San Marcos para separar el local durante un par de días, a los que iban a hacer las guardias de honor y a los demás militantes se les habían asignado funciones distintas. Vigilaban que la gente no se aglomerase en la cola y con-trolaban que no se detuviese por muchos minutos frente al cajón. A pesar de haber acudido unas veinte mil personas, el orden fue lo que más destacó y en ningún momento se dejó de lado el valor político, como le gustaba a Javier. —¡Javier no ha muerto! ¡Vive con su pueblo! —gritaban sus seguidores. Una orquesta tocaba folklore durante la marcha hacia la plaza Bolívar. Había unas mujeres con trajes típicos de la sierra que bailaban al ritmo de la música. El tránsito en la avenida Abancay se había detenido para abrir paso a la muchedumbre que despedía a Javier. Era la mejor forma de homenajearlo: salir a las calles, hacer sentir el calor popular y permanecer unidos ante todo. Primero era el respeto de su gente antes que el respaldo político. Por eso nadie iba a entrar al Congreso. Cuando llegaron a la plaza Bolívar, el ataúd fue ubicado de espaldas al Parlamento. La idea era estar lo más apartado posible del lugar que tanto daño le hizo en sus últimos meses de vida. Por eso su colega Rosa Mavila, una mujer de anteojos y estatura mediana, rodeada de la prensa, arremetió contra los que habían suspendido a Javier Diez Canseco con un discurso severo. —¡Nosotros somos, como lo decía Javier, gente con prin-

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cipios y con dignidad! ¡Y esa derecha, la más cavernaria de América Latina, no pasará! —gritó exaltada—. Porque querido compañero, tú no estás muerto. ¡Vives en la fortaleza que nos has legado! La gente empezó a aplaudir a Mavila. También estaban los congresistas que no habían votado por la sanción. Algunas personas molestas habían gritado frases contra el Congreso y pifiaron a los parlamentarios que habían apoyado la sanción. El pueblo estaba allí para defender a Javier. El recorrido continuó. La sede de la Confederación General de Tra-bajadores del Perú, en la plaza Dos de Mayo, iba a ser siguiente lugar adonde el ataúd tenía que llegar. Aquel sitio significaba mucho para Javier. Cuando era universitario, trabajó junto con los gremios de ob-reros o mineros en múltiples labores. Los acompañaba a las marchas, los hacía luchar por sus derechos, atendía sus reclamos y trataba de solucionarlos. Su batalla por lograr mejores condiciones laborales para los trabajadores tenía que ser recompensada. Javier se identificó con las masas explotadas y dedicó muchos años de su vida a darle voz a aquellos que no la tenían. Era más de la una y media de la tarde. El sol iluminaba la plaza Dos de Mayo, que estaba completamente repleta de gente. Su féretro fue ubicado en el frontis del local de la Confederación Gener-al de Trabajadores del Perú. Unos hombres de terno y camisa blanca eran la guardia de honor. Algunos de los compañeros de Javier que se encontraban en el estrado pidieron la palabra. El viento movía las banderas, los reporteros captaban imágenes, la gente escuchaba los discursos. En lo alto de la sede, una gigantografía de Javier Diez Canseco permanecía inmóvil. Sonó «La Internacional», la canción que identifica a los ob-reros del mundo. Los principales dirigentes de las agrupaciones so-ciales la entonaron con energía. Conocían la letra a la perfección. Era el himno de la revolución, una composición infaltable cuando se celebraban las victorias del pueblo. Con el puño en alto y una pos-

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tura solemne, el público la cantó al unísono. Así culminaba el acto de conmemoración a Javier por parte de los trabajadores. Un grupo aproximado de diez hombres había cargado sobre sus hombros el ataúd, que encima tenía gran cantidad de pétalos blancos y rosas ro-jas. La multitud iba abandonando la plaza Dos de Mayo. Aún faltaba una parada más. Por la avenida Alfonso Ugarte la marcha de mujeres y hom-bres se había dirigido hacia la sede del Partido Socialista, en la plaza Bolognesi. Iba a ser la estación final del largo recorrido por la me-moria de Javier. Allí los líderes de los partidos políticos hablaron so-bre su trayectoria, con semblanzas y recuerdos bastante emotivos. Su esposa Liliana Panizo se mantuvo fuerte en todo momento. No dio señales de quebrarse a pesar del dolor. Vestía una blusa roja, llevaba gafas oscuras y sujetaba un ramo de rosas. Con valentía tenía que afrontar esa situación difícil. Con esperanza tenía que continuar las luchas que su esposo dejó pendientes. El coche fúnebre, cubierto por completo de pétalos blancos y rojos, esperaba estacionado muy cerca de la plaza. Desde la sede del Partido Socialista habían cargado el ataúd hasta llevarlo al coche. En el camino, la muchedumbre rodeó el cajón para darle la despedida fi-nal. Cuando lo introdujeron al vehículo y cerraron la puerta trasera, el chofer arrancó sin velocidad. Los hombres y las mujeres que se habían amontonado alrededor tocaban con la palma de sus manos las lunas. Dos días de funeral parecían insuficientes para despedirse. El adiós a Javier fue más allá que una ceremonia formal. Fue un hito, un ritual, un acontecimiento histórico. Pocos velorios han sido tan multitudinarios. Se habían unido los militantes de genera-ciones pasadas con los jóvenes que ahora pertenecen a los partidos políticos. Solo quedaba llevar a la práctica su legado: Javier Diez Canseco Cisneros estaría feliz si el pueblo asumiera el compromiso de ejercer sus derechos sin obstáculos.

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—¿Qué hace un «pituco» defendiendo a los trabajadores? ¿Cómo puede un Diez Canseco hablar de sus derechos? —preguntó con ar-rogancia Julio Cruzado—. Yo vengo de una familia campesina y sí puedo hablar de los derechos de los trabajadores. El auditorio enmudeció. Todos los asistentes esperaban la respuesta a esa incómoda pregunta. —Seré de la burguesía, pero tú y yo tenemos algo en común: somos traidores a nuestra clase. Javier Diez Canseco: hijo del gerente general del Banco Pop-ular y exalumno del colegio particular Santa María. Julio Cruzado: dirigente sindical y secretario general de la Confederación de Traba-jadores del Perú. El debate sobre derechos laborales en el que ambos partici-paban se desvió del tema central tras las alusiones a la clase social. Cruzado había utilizado el apellido de su adversario, que considera-ba elitista, para sacar a la luz su estatus ante el público presente. Pero no contaba con la calidad de Javier como polemista. La respuesta de Javier resumió su verdad personal: era un «traidor» a su clase. Desde niño, tuvo todas las oportunidades para no carecer de nada, su entorno familiar le iba a garantizar una vida llena de privilegios, y todo hacía indicar que en su juventud no iba a pasar por necesidades. Pero se rebeló contra su propia historia, con-tra aquel estatus y contra el rumbo que seguiría su vida. Ahí estaba ese «traidor», en pleno debate, ante las miradas de los asistentes que ocupaban los asientos del auditorio, para defender los derechos de los obreros, los campesinos y los mineros. Frente a él tenía a otro traidor. Javier creía que su rival de-fendía los intereses de las empresas explotadoras de los trabajadores y por eso no tuvo reparos en llamarlo de esa forma. Cruzado había recibido un dardo de parte de un dirigente estudiantil: su condición

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de hijo de campesinos y la idea que todos tenían de su acercamiento a los sectores populares se deshizo con aquella frase de cinco pal-abras. Con las palabras siempre precisas, Javier se había convertido en un excelente orador desde que se trasladó a estudiar Sociología en la Pontificia Universidad Católica del Perú, en 1967. Su paso antes por la facultad de Derecho en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos había llegado a su fin cuando, en el Estudio Cisneros, donde trabajaba con sus tíos, le habían exigido la defensa de un caso que consideró injusto. Habían atropellado a una persona y él tenía que defender al culpable, no a la víctima. Javier se desencantó del Derecho, se alejó de las leyes, renun-ció a su sueldo y pensó qué carrera estudiar. «Traicionó» a su familia: su madre y sus tíos se molestaron por su decisión tan radical. Aquel estudio lo podría haber formado profesionalmente para que fuera un abogado competitivo el día que terminase la universidad. Pero él no estaba preparado para encajar en ese sistema. Eligió Sociología y, pese al fastidio de su madre, a sus 18 años ya tenía la convicción del camino que quería para su vida.

El cardenal de Lima durante la década de los sesenta, Juan Landázuri Rickets, solía organizar todos los años, en el mes de diciembre, una cena de caridad en la que su invitados pagaban un precio alto por la comida. La cantidad que Landázuri recaudaba era destinada a obras de caridad. Año tras año la cena se desarrollaba sin inconvenien-tes: sus invitados colaboraban con el cardenal por lo que creían una causa justa. Pero un grupo de estudiantes de la Universidad Católica, entre ellos Javier, estaban hartos de esta actividad. Creían que todo el dinero iba a los bolsillos del cardenal. —¡No vamos a permitir esa cena! Todos los años es lo mis-mo, Landázuri está con los poderosos —les dijo a sus camaradas un Javier Diez Canseco decidido.

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—Sus invitados pagan demasiado por un plato de sopa. Así financia sus obras de caridad —reclamó Francisco Verdera, compa-ñero de aula de Javier. —Pararemos esa farsa. Organicemos una marcha ese día —le propuso Javier al grupo—. Será en el mismo colegio, en San Isidro.Todos en el patio de la Facultad de Sociales estaban motivados. Se habían dado cuenta de que había llegado el momento oportuno para darle una lección a Landázuri. —Juntémonos antes ese día para preparar las frases y los car-teles —dijo uno de los estudiantes. —Puede ser «Justicia sí, caridad no» —agregó Javier—. Con-voquemos a los trabajadores y a gente de las otras carreras. —¡Abajo los poderosos! —gritaron los presentes. De un estudio de abogados, a estar metido en marchas. La protesta contra la cena del cardenal Landázuri fue una de las prim-eras acciones de Javier como estudiante de Sociología. El grupo que lideraba, el Frente Revolucionario de Estudiantes Socialistas, era un contingente universitario combativo, sin miedo a la Policía y conse-cuente en sus acciones. Las autoridades de la Universidad Católica tenían a sus miembros en la mira por «agitadores» y «ultras». La promesa estudiantil se cumplió el día de la cena. Landá-zuri esperaba paciente a sus invitados, oligarcas e integrantes de la élite económica del país, según los protestantes. Todo apuntaba a que sería igual que todos los años. Pero la de 1968 iba a ser la última de estas cenas. A partir de ese año, el cardenal jamás volvería a organi-zar una. Poco a poco, desde la tarde, alumnos de distintas carreras iban llegando al punto de encuentro. Todo iba quedando listo para partir hacia el colegio donde se iba a celebrar la cena. La tranquilidad de un distrito tan exclusivo como el de San Isidro se había interrum-pido aquella noche. La muchedumbre estudiantil ocupó el ancho de la pista y parte de la vereda, y se atrincheró con sus pancartas frente

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al colegio. Mientras Landázuri y sus comensales se disponían a dis-frutar el banquete, un grito unísono se escuchó en la calle. —¡Contra la iglesia! ¡Por la liberación del pueblo! Era la voz de los estudiantes rebeldes y cansados de su falsa caridad. En el manifiesto que habían preparado para la marcha y que entregaron a todos los demás protestantes se leía: «Los revoluciona-rios no tememos a las fuerzas represivas del Estado burgués perua-no». Así que cuando la Policía llegó, los manifestantes la enfrentaron con rabia. La marcha había pasado de ser pacífica a ser violenta. Los policías dispararon balas al aire sin clemencia para dispersar al tu-multo, porque no estaban preparados para frenar una marcha de tal magnitud. El corazón de San Isidro había ardido aquella noche. Los es-tudiantes que habían golpeado a los policías terminaron detenidos. La lucha no terminó ahí. Los que habían quedado libres tenían la misión de defender a sus compañeros. Juntos llegaron y juntos se tenían que ir. Ya era un poco tarde como para continuar la protesta, pero aún así muchos habían ido a la comisaría de San Isidro para exigir la liberación de sus compañeros. —¡Viva el derecho a la protesta! —arengaron los estudiantes frente a la comisaría. Habían liberado a los detenidos a la mañana siguiente. Últi-ma Hora, un diario sensacionalista de aquella época, publicó en su portada la foto de Octavio Chirinos, un alumno al que todos identi-ficaban por su gordura. «El pueblo tiene hambre», era la frase de la leyenda. El titular fue: «Pitucos de la Católica tienen hambre». Nadie imaginó que un grupo de alumnos de la Universidad Católica se re-belaría contra una cena en nombre de la justicia social. Javier Diez Canseco, católico de formación por el carácter religioso de los colegios donde estudió primaria y secundaria, y por las enseñanzas de su madre que lo llevaba de niño a la procesión del Señor de los Milagros, se sublevó contra un cardenal que usaba

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el nombre de Dios para generar riqueza. Primero a su clase social, después a su familia y ahora algo más: Javier también «traicionó» a su religión. El marxismo, como ideología, la iba a reemplazar.

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Los estudiantes de las diversas universidades públicas que se habían opuesto al gobierno del general Velasco Alvarado tenían la misión de conseguir más compañeros para rebelarse. El trabajo político uni-versitario consistía en vivir con los trabajadores para identificar sus necesidades y prepararlos para la lucha. Vanguardia Revolucionaria, partido político fundado en la Universidad Agraria, había elaborado un plan de captación de alumnos de otras universidades. Solo así se formaría un frente estudiantil en la ciudad de Lima. Esta estrate-gia consistía en enviar comisiones a las principales universidades privadas para analizar qué alumnos contaban con las aptitudes para sumarse al partido. Vanguardia Revolucionaria mandó al militante Andrés Solari a realizar esta labor en la Universidad Católica, pero no obtuvo el resultado que se esperaba. —¿Cómo te fue con la captación? —Lo siento compañeros —se lamentó Andrés Solari—. No pude captar a nadie. Me quedé escuchando todo el debate. —¿Sobre qué discutían? —preguntó Torres. —Acerca de los impactos de la revolución de Mayo en París. A Andrés Solari, integrante de Vanguardia Revolucionaria, solo le quedó oír las burlas de sus compañeros. —No sirves para nada. Torres, encárgate del plan —le or-denó Edmundo Murrugara, uno de los líderes del grupo. Con una misión por cumplir y para remediar el error de su compañero, el estudiante y militante del partido, Víctor Torres, elaboró un plan de captación para conseguir militantes en la mis-ma universidad. Sabía lo que le esperaba: estudiantes «pitucos», con

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carácter combativo, organizadores de asambleas y con un nivel in-creíble para debatir. El encargado del plan de captación llegó a la Católica decidido y sin rodeos habló claro. —Soy Víctor Torres, dirigente de la Federación de Estudi-antes de la Universidad Agraria —se presentó—. Tenemos que orga-nizarnos políticamente para lograr un frente estudiantil. Su propuesta despertó la curiosidad del grupo allí reunido, que en ese momento estaba debatiendo. Torres quedó sorprendido con la capacidad de un estudiante distinto al resto. Él reunía las capa-cidades para militar en Vanguardia Revolucionaria. Entre el asom-bro y la satisfacción de haber descubierto a un orador de calidad, días después regresó a la reunión de base con sus compañeros de la Universidad Agraria. —Me impresionó un cojito de la puta madre. ¡Qué tal nivel de análisis de los problemas del Perú! —dijo Torres. —Ya sabes cómo rodearlo —le respondieron sus compañe-ros. Acostumbrado a las polémicas sobre asuntos nacionales e internacionales, Javier había desarrollado un talento único para dis-cutir propuestas. Los vientos de libertad ya soplaban en la Católica y los medios informaban sobre distintas revoluciones a nivel mundial. Atento a esto, Javier asistía a clases inspirado en la resistencia de los pueblos ante Estados Unidos en la Guerra de Vietnam o motivado por el espíritu estudiantil de Mayo del 68. El debate fue la prioridad en esos años, de los salones de la Facultad de Sociales se salía gana-dor o perdedor. Solo el más hábil se salvaba.

—«Revolución» no funciona mucho. Ya está demasiado usada y es muy típica —reflexionó Javier.—Para mí sigue siendo una palabra que convence mucho —le re-spondió Piqueras—. ¿Por qué no usarla? —«Rebelión» tiene un sentido más amplio. Significa liber-

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tad y espíritu, y me parece mejor usarla si queremos acercarnos a la gente —le refutó Javier. En la casa de su amigo Manuel Piqueras, Javier analizaba el significado ideal de las palabras como argumento para la lucha estudiantil. Libros de filosofía y marxismo ocupaban una parte de la sala. A un lado, otro de sus compañeros de salón, Francisco Verdera, escuchaba el debate y solo callaba. No se sentía preparado para re-futar las ideas de sus compañeros. No porque era menor que ellos o porque esos temas lo aburrían, sino que él estudiaba Economía y solo leía textos de su carrera. Javier había conocido a Francisco en el ciclo básico, primer semestre universitario donde los estudiantes de todas las facultades llevaban cursos juntos. La variedad y diferencia de las posiciones ideológicas de este grupo, formado por noventa estudiantes, era difícil de manejar. Convivían socialistas, humanistas, independien-tes, marxistas y progresistas sentados frente a un pizarrón, prepara-dos para tomar los apuntes del profesor y refutar su posición si era necesario. —¡Saquen a ese mal delegado! —exigieron un día los social-cristianos. Los demás alumnos giraron la cabeza y pusieron la mirada firme sobre Francisco Verdera. Su cargo como delegado y represent-ante de los estudiantes del ciclo básico corría peligro de ser depuesto. Se paró de su asiento y expuso las razones por las que no debería abandonar el cargo. Se aferró a su puesto de delegado delante de todos los presentes. En la parte trasera del salón, los considerados «ultras» por la mayoría de alumnos, Javier y Manuel, observaban en silencio y escuchaban cómo se defendía Verdera. Ellos no apoyaban su salida. Esa tarde, a la salida de clases, se acercaron a él para invi-tarlo a sus reuniones. Javier Diez Canseco con sus compañeros Mirko Lauer, Man-uel Piqueras y Agustín Haya solían reunirse en la cochera de la casa

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de Lauer, en Santa Beatriz. Una tarde, discutieron la importancia de fundar un frente estudiantil con presencia en varias facultades. Habían redactado un manifiesto para distribuirlo en la Católica. Se decidió usar tinta roja en la impresión y así iniciaron la lucha dentro de su propia universidad. Mientras caminaban por la universidad y entregaban aquellos volantes, quienes lo recibían, miraban ese documento con asombro. De mano en mano, de patio en patio, de pabellón en pa-bellón y de aula en aula era difundido como si se tratase de algún evento académico o un acontecimiento histórico. Muchos guarda-ron consigo ese pedazo de papel; otros simplemente lo botaron en el tacho de basura más cercano. Los que lo repartían parecían formar parte de algún partido político en fase de propaganda. Contenía una frase impresa con letras rojas, un color profundo, de la sangre, de la revolución: «Frente Revolucionario de Estudiantes Socialistas». La misión de aquel grupo recién conformado era crear ini-ciativas para garantizar una vida universitaria digna y denunciar lo que no funcionaba bien dentro de la Católica para plantear un cam-bio. Pero el Frente Revolucionario de Estudiantes Socialistas también tenía una postura crítica sobre la forma de ingreso a la universidad privada. —Es injusto que, por las pensiones, muchos no puedan in-gresar a esta universidad —criticaba Javier. —No es sencillo. La exigencia también cuenta mucho —agregó Verdera. —La universidad no hace nada. Falta preparación —co-mentó Javier—. ¿Y si ponemos en marcha una academia gratuita? —¿Y dónde conseguimos todo? ¿Cómo la mantenemos? —preguntó con curiosidad Verdera.—Que nuestros compañeros enseñen. Podemos pedir una cuota vol-untaria —finalizó Javier. El programa gratuito de ingreso a la Católica se realizó en

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el verano de 1970. Javier fue su principal promotor y su proyecto les cambió la vida a los jóvenes que querían ingresar a una universi-dad privada tan cara como la Católica y no contaban con los medios necesarios. Convocó a sus propios compañeros para que participa-ran en las tareas de preparación y nada los detuvo. Consiguieron dos locales, ellos mismos dictaban las clases y así crearon una academia independiente. Javier asumió la presidencia de la Federación de Estudiantes de la Católica (Fepuc) con problemas serios que resolver: mallas cur-riculares obsoletas, pensiones escalonadas, precaria condición de los salones de la Facultad de Sociales. Estudiaban en casetas de madera del fundo Pando. En los años setenta, la universidad puso en marcha una política de clausura de escuelas sin consultar a los estudiantes. El Instituto Femenino, la Escuela Pedagógica y la Escuela de Peri-odismo habían dejado de existir. Indignado con estos hechos, Javier convocó a sus compañeros para evitar clausuras futuras. El nivel de organización fue tan efectivo que se trabajó para ubicar en otras fac-ultades a los estudiantes que quedaron fuera de las suyas. A través de la movilización, un grupo evitó el cierre de la Escuela de Bellas Artes. Cumplidos los trabajos en su universidad, Javier motivó a sus compañeros para darles una mano a los alumnos de otras casas de estudios. Así formaría una red universitaria donde cada frente estudiantil pudiese exponer las distintas problemáticas de sus uni-versidades. —Francisco, los compañeros de La Molina nos esperan —le comunicó Javier. —¿Qué ha pasado por allá? —preguntó Francisco Verdera. —Han tomado el local en protesta contra sus autoridades —contestó Javier. La lucha que se desarrollaba en la universidad Agraria se había difundido de forma rápida. Los que estudiaban allí necesita-ban refuerzos de otras universidades y el Frente Revolucionario de

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Estudiantes Socialistas, con Javier a la cabeza, se hizo presente. Pro-testaban por la «ley Gorila», norma universitaria de naturaleza auto-ritaria promulgada por Velasco Alvarado. Los alumnos se opusieron a esta ley y Javier tenía que acudir a su llamado. Todo marchaba bien hasta que llegó la Policía. Empezó a capturar a los estudiantes y solo los más astutos lograron escapar. Defender una universidad que no era la suya le costó caro a Javier. Mientras veía cómo sus compañeros corrían de la policía, unos agentes lo detuvieron. Sin oportunidad de moverse ni poder zafarse de ellos, no le quedó más opción que dejarse detener. Era el costo de la lucha estudiantil. Cuando lo liberaron, siguió defendi-endo otras universidades. En la Universidad Nacional de Ingeniería se rebelaron con-tra el rector Santiago Agurto. La distancia no importaba para los miembros de la organización estudiantil que Javier lideraba, quienes fueron hasta esa casa de estudios, ubicada en el Rímac, en la zona norte de la ciudad. El ambiente estaba tenso. Era un paro estudiantil donde los empleados y las autoridades no podían ir a trabajar. Los alumnos se adueñaron de su universidad y necesitaban que cada uno se dividiera las funciones para atenderse a sí mismos. En el comedor faltaba apoyo, ningún grupo asumió su control. Javier, Francisco y otros miembros del Frente Revolucionario de Estudiantes Socialistas (FRES) se encargaron de la cocina y le dieron de comer a los estudi-antes. El grado de involucramiento con esa universidad se produ-jo a partir de la asistencia del alumno José Mejía a las asambleas y polémicas organizadas por la facultad de Sociales de la Católica. Su carácter radical le llamó la atención a Javier, quien se sorprendió por su capacidad de activismo. Mejía iba con un grupo que compartía los mismos intereses del FRES y su posición revolucionaria lo enfrentó con la gente del partido Democracia Cristiana porque apoyaban la dictadura velasquista. Se formó así una coalición estudiantil entre la

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Universidad Católica y la Universidad Nacional de Ingeniería, por lo que Javier no dudó en dar la cara por esa universidad.

El Congreso Nacional de la Federación de Estudiantes del Perú se realizó en la Universidad Nacional San Agustín de Arequipa en 1970. Fueron invitados los delegados de facultad de todas las universi-dades a nivel nacional. Por la Católica fueron Alberto Flores Galindo en representación de la facultad de Letras, Francisco Verdera por Económicas y Javier Diez Canseco por Sociales. El clima que se vivía en esa universidad arequipeña era de confrontación entre grupos es-tudiantiles y radicales.—¿Ya sabes cuál va a ser la delegación? —preguntó Verdera. —Un representante por cada carrera —dijo Javier—. Han tomado la universidad y la Policía la ha rodeado. —Todo estará muy agitado —comentó Verdera—. Los dis-tintos grupos de izquierda estarán presentes. En uno de sus primeros viajes como estudiante, Javier jamás imaginó que en una universidad al sur del Perú la organización es-tudiantil estaría tan ligada a los partidos políticos. Con la delegación elegida de su universidad, emprendió el viaje hacia una experiencia nueva. Sabía que el recibimiento no iba a ser el mejor. Se llevó una sorpresa cuando vio el enfrentamiento entre los sectores de izqui-erda moderados y radicales. Aquel viaje le permitió descubrir que la educación en el Perú estaba muy politizada. La mayoría de estudiantes universitarios se inscribía en los partidos para desempeñar labores sociales fuera de las aulas. Javier no fue la excepción. Y justo en la década de los seten-ta había mucho por hacer no solo en el Perú. También había que sensibilizarse por lo que sucedía a nivel internacional.

—¡Contra el imperialismo! ¡No a los grupos de derecha! Subido al balcón de un edificio de la calle Baquíjano, frente

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al diario La Prensa, en el Centro de Lima, Javier gritaba y expre-saba su repudio a los bombardeos del ejército norteamericano sobre los pueblos de Vietnam. Era una noche de fines de marzo de 1972. Mientras Perú vivía una dictadura, el impacto de la Guerra de Viet-nam movilizó a miles de jóvenes de distintas ciudades en todo el mundo. Lima no sería la excepción. Los estudiantes de la Católica, quienes recién llevaban dos o tres semanas de iniciadas las clases, organizaron una marcha desde la facultad de Letras, ubicada en la Plaza Francia, hasta el diario La Prensa. Para ellos era derechista y tenía una posición a favor de Es-tados Unidos. Estaban liderados por Javier, quien había coordinado todo para realizar un «mitin relámpago» cuando terminara la mar-cha. Esta especie de plantón improvisado consistía en armar protes-tas en las calles con pequeños grupos de personas. Fue el preámbulo de un movimiento más grande que sucedería semanas después. «La Gran Marcha Antiimperialista», organizada por la Fed-eración de Estudiantes del Perú, fue el debut y la primera partici-pación política de los cachimbos de la Católica. Javier ya sabía cómo eran las movilizaciones. Su labor era preparar a los estudiantes que por primera vez se sumaban a una protesta. Ya sabían que no solo habían ingresado a la universidad para estudiar, sino también para cumplir un rol social contra lo injusto. En los setenta, en los cines limeños pasaban la película Boinas verdes, cuyas imágenes mostraban al mundo entero la pre-paración y las acciones de los militares estadounidenses durante su ocupación en Vietnam. Javier, como parte de Vanguardia Revolu-cionaria, fue encargado junto a los demás militantes de ir a las salas donde se pasaba la función para interrumpir la película y denunciar la violencia norteamericana. Si no lo lograba, igual esperaba a los asistentes en las puertas de los cines para concientizarlos sobre el daño a los vietnamitas. Su célula se llamaba «Vietnam» y se encar-gaba de explicar las consecuencias de la guerra en el país del mismo

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nombre. Tras trabajar en la denuncia de una guerra que se desarrol-laba en otro continente, las células de Vanguardia Revolucionaria debían iniciar labores en apoyo de los centros de trabajadores más importantes del Perú. Edmundo Murrugara, uno de los dirigentes del partido, estaba listo para asignarle nuevas tareas al compañero Javier. Sin dejar de prestarle la misma atención a sus clases de la universidad, Javier trabajaba a tiempo completo en el activismo so-cial. El Perú estaba convulsionado por la dictadura y se requerían jóvenes que dedicasen su tiempo a mejorar las cosas. Él llevaba en la sangre la vocación por el servicio. Asumía cada reto con convicción y no vacilaba dos veces al momento de tomar sus decisiones. Mientras que Javier desempeñaba sus labores un día cu-alquiera, en Cerro de Pasco y en La Oroya el movimiento minero preparaba una gran marcha unitaria hacia la ciudad de Lima. El ob-jetivo era llegar a la capital para que sus demandas laborales fue-sen escuchadas por el Gobierno autoritario. Desafiaron el clima, caminaron miles de kilómetros por rutas pedregosas y vencieron la represión policial para llegar al fin a la ciudad. Conscientes del viaje agotador de la sierra a la costa, en la capital una muchedumbre de estudiantes los iba a recibir. —Encárguense de los mineros —ordenó Murrugara—. Es-tán en la plaza Dos de Mayo. —¿Vamos al mitin? —preguntó un integrante de la célula. —Sí. Pero cuidado con los enfrentamientos con la Policía y el Partido Comunista. —Iremos todos los estudiantes. Los demás ya lo saben —fi-nalizó Javier. El contingente estudiantil de Vanguardia Revolucionaria acudió en apoyo de los compañeros de las minas. Esta vez la tarea no iba a ser sencilla: otra fuerza presente en el movimiento obrero,

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la Confederación General de Trabajadores del Perú amenazaba con actuar violentamente contra los manifestantes que llegaron desde Los Andes. Los jóvenes estuvieron entre ambos grupos en apoyo del sector minero porque había que reforzar la resistencia. La plaza Dos de Mayo lucía repleta de manifestantes y muchos aseguraban con exactitud que eran cerca de diez mil. La Policía evitaba por todos los medios que los jóvenes y mineros unidos se ocuparan completamente de la plaza. La travesía de cruzar los Andes para llegar a Lima en busca de un triunfo parecía cada vez más un esfuerzo inútil de los mineros. Los movimientos sindicales limeños también estaban protestando y por eso rechaz-aron la participación de los trabajadores de la sierra con violencia. La Guardia Obrera, la facción más radical del Partido Comunista, boicoteó el gran mitin que se iba a organizar. Todo parecía perdido hasta que los estudiantes combativos, quienes elaboraron desde sus aulas planes de apoyo hacia los compañeros mineros, acudieron para acompañarlos en la lucha. Así como existía un vínculo universitario con Vanguardia Revolucionaria a través del apoyo de los alumnos en charlas a los sindicatos y en asesorías para defender los pliegos de reclamos de los trabajadores, la relación también era a la inversa. Es decir, los distin-tos partidos apoyaban acciones en las universidades donde tenían células. Javier, durante su período como dirigente estudiantil, fue el impulsor de esta conexión. Su organización política podía acudir a los grupos de estudio y polémicas que se desarrollaban en las aulas de la Católica. Javier Diez Canseco, Francisco Verdera y José Mejía eran niños cuando Javier Heraud murió asesinado. Guerrillero y poeta, Heraud se desprendió de todo para ir a la selva a luchar contra el Gobierno militar del general Lindley. Era militante del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) y con sus camaradas organizó la resistencia al régimen desde Madre de Dios. Su sueño de alcanzar

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la revolución terminó con su vida la madrugada del 15 de mayo de 1963: mientras huía de la Guardia Republicana en una canoa, le dis-pararon diecinueve veces. Murió a los 21 años. Atraídos por su historia y apenados por su triste final, pero con la convicción de rescatar su legado, los miembros del Frente Revolucionario de Estudiantes Socialistas, junto con los compañe-ros de Vanguardia Revolucionaria, organizaron el Primer Círculo Javier Heraud. El poeta y guerrillero había estudiado en la facultad de Letras de la Católica, por lo que era imposible no rendirle hom-enaje a un exalumno de esa universidad. Con lecturas de sus poesías y exhibiciones de pintura, José, Francisco y Javier realizaron un acto conmemorativo donde invitaron a la familia del guerrillero. A su vez, aprovecharon el espacio para realizar una crítica a la Federación de Estudiantes, que jamás se había preocupado por homenajes de este tipo. La asistencia a clases y las actividades rutinarias de Javier como di-rigente estudiantil se cancelaron en abril de 1970. Al norte de Lima, en el departamento de Áncash, el domingo 31 de mayo un terre-moto destruyó la ciudad de Yungay. La facultad de Sociales de su universidad envió a un equipo de voluntarios al lugar del desastre para apoyar a las víctimas. Javier Diez Canseco y Francisco Soberón fueron los coordinadores de este grupo de alumnos. La camioneta pick up International en la que viajaban Javier y Francisco por uno de los caminos del Callejón de Huaylas dejó de avanzar cuando se le rompieron los resortes. Fue una sorpresa para los dos estudiantes de la Católica: no sabían de mecánica y no tenían las herramientas necesarias para soldar. —¿Ahora, qué hacemos? Estamos muy lejos de la carretera —dijo Francisco. —Arreglemos esos muelles. No queda de otra —respondió Javier.

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—Entonces desarmemos cada uno y luego vamos a buscar dónde los podemos soldar —sugirió Francisco. Javier le preguntó a un poblador de la zona que pasaba por el lugar si había un taller.—Tienen que subir hasta Tumpa. Allí hay una máquina soldadora —le respondió. —¿Y cuál es la distancia desde aquí? —intervino Francisco. —Es el primer pueblo que encuentren en el camino —le contestó el poblador. Seguros a donde llegar, Javier y Francisco emprendieron la caminata rumbo a esa comunidad. Lo que más querían en ese mo-mento era encontrar ese taller de soldadura de repuestos.—A trepar nomás —dijo Javier—. El camino no va a estar nada fácil.—Ya está desarmado cada muelle. La única solución va a ser car-garlos al hombro —dijo Francisco, quien se preparaba para el largo trayecto. El peso que llevaban sobre sus hombros no detuvo a nin-guno. Francisco quedó sorprendido por la fortaleza de Javier, quien a pesar del problema en su pierna inició sin vacilar la larga caminata. Cuando había cumplido un año de edad, le habían diagnosticado poliomielitis, enfermedad del sistema nervioso que le había perjudi-cado ambas piernas, pero solo le había dejado secuela en la izquier-da. Había estado inmóvil durante nueve meses con las extremidades atadas a los extremos de una cama. En Estados Unidos, los médicos les dijeron a sus padres que Javier jamás podrá caminar sin muletas. Pero su fuerza de voluntad se sobrepuso y caminó como cualqui-era gracias a un aparato ortopédico que le colocaron en la pierna afectada. La enfermedad agudizó su sentido de observación. Prestaba el doble de atención a las actividades que los demás hacían para luego repetirlas. Su padre le reiteraba que le iba a costar bastante aprender lo mismo que sus amigos, pero que no era imposible. Cuando apre-

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ndía a montar caballo, sufrió varias caídas. Cuando aprendía a nadar, tuvo que tragar más agua que cualquiera. Javier no la pasó bien en sus primeros años de vida. Quizás porque de niño permaneció atado nueve meses a una cama, cuando creció quiso recuperar el tiempo perdido al hacer la mayor cantidad de cosas posibles. La comunidad se encontraba cuesta arriba y los caminos se volvían cada vez más empinados. Tuvieron que descansar cada cierto tramo. Quejarse no tenía sentido: después de llegar al pueblo y sol-dar, tenían que volver a bajar para recomponer la camioneta. Tras horas de recorrido, observaron un pueblo en medio de la ruta. No había tiempo para quedarse pensando si era Tumpa o no; el peso de los muelles ya hacía sus efectos sobre sus tan sacrificados hombros. El poblador al que le habían preguntado antes de partir les dijo que era la primera comunidad que se apareciera en el camino. Ninguno dudó: habían llegado al lugar correcto. El siguiente paso era buscar a la persona indicada que pud-iese reparar los muelles rotos. En el taller de mecánica del pueblo, un técnico los ayudó a soldar cada muelle. Después de esperar algunos minutos, la reparación terminó y de nuevo tenían que emprender el viaje, pero iba a ser más sencillo porque ahora no había caminos que trepar y todo era en bajada. La fuerza de voluntad de Javier y Francisco fue el motor que los desplazó ida y vuelta hasta encontrar su objetivo. Javier venció la poliomielitis de su pierna izquierda y sintió en el hombro todo el peso de una lucha más. Esta vez no por un ideal, sino por uno de esos desperfectos que a veces las máquinas tienen en los momentos y lugares menos indicados. Cuando llegaron donde habían dejado la camioneta, co-locaron los muelles arreglados y continuaron con su trabajo. Aquel vehículo había sido donado por la Cooperación Holandesa para el Desarrollo, organización que tenía convenio con la Católica para re-alizar labores de trabajo social.

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El panorama que encontraron los alumnos que llegaron de Lima fue devastador: el terremoto destruyó el Callejón de Huaylas, muchos pueblos estaban inundados por los aluviones y miles de personas perdieron sus casas. Los estudiantes se instalaron en cam-pamentos a lo largo de las distintas zonas afectadas para dedicarse a tiempo completo a los damnificados. El trabajo más común era realizar censos para evaluar la magnitud de los daños e identificar las necesidades que demandaban las familias. Javier y Francisco debían estar pendientes de cada brigada universitaria y su papel era supervisar que no les faltase nada y que cumplieran su deber con la población afectada. Los estudiantes se acomodaban en espacios complicados de las distintas ciudades dev-astadas y por las noches se abrigaban dentro de sus bolsas de dormir. Abandonaron todas las comodidades que tenían en sus hogares de Lima para ir a servir a compatriotas que lo habían perdido todo. La temporada de lluvias se acercaba y el pueblo damnificado desesperaba. Exigían que las calaminas llegasen rápido, pero el Go-bierno demoraba en trasladarlas. En uno de los censos en los que Javier y Francisco fueron a las comunidades para calcular el número requerido de este material tan importante, notaron la impotencia de los pobladores de no poder hacer nada. Ya habían transcurrido se-manas del terremoto y la gente empezaba a indignarse y a enfurecer. —¡Ya han pasado semanas y aún no nos escuchan! ¡Necesita-mos calaminas para protegernos de las lluvias! —gritaban los afecta-dos. —Solo les queda exigir. Y para eso hay que movilizarse. Y para movilizarse deben organizar una marcha —expresaron los estu-diantes. Los responsables de las brigadas de voluntarios, Javier y Francisco, se pusieron en contacto con los líderes de las comuni-dades damnificadas por el terremoto. Unidos los estudiantes con los pobladores, estaban en la posibilidad de convocar a las demás vícti-

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mas de los pueblos más perjudicados. El trabajo de acompañamiento no acabó ahí. Los alumnos sabían que la entrega de donaciones iba a tardar y no tenían por qué mentirles a todos los que exigían eso. En-tonces, creyeron conveniente ayudarlos a luchar por la exigencia al Gobierno de que acelerara la llegada de ese material tan importante que los protegería de las lluvias. Los habitantes de Áncash salían de una tragedia como para tener que soportar otro problema más. Llegaron desde Musho, Tumpa, Carhuaz y Caraz; desde el norte, sur, este y oeste de Áncash. El destino de la movilización era el local de la Cooperación Holandesa, ubicado en la ciudad de Huaraz. Los sobrevivientes al terremoto, cansados de reclamar tanto, sabían que esa marcha podía ser su último grito de insistencia. Los estudi-antes caminaban con ellos, acompañándolos en el dolor, conscientes de que esa revuelta era la única solución para que el Estado agilizara el traslado de calaminas. Se quedaron sin casa, pero no sin voz. Javier y Francisco, como responsables de todos los grupos de voluntarios en las zonas, estaban dispuestos a desafiar a cualquier autoridad. El desenlace de esa marcha dependía directamente de ellos. El Gobierno declaró a Huaraz como zona en estado de emer-gencia. Los militares se hicieron cargo de la seguridad del pueblo y también colaboraban en acciones de acompañamiento a las víctimas. Las brigadas estudiantiles con los comuneros solo pudieron avanzar hasta cierto punto. El Ejército puso fin a la movilización con la cap-tura de algunos alumnos. A Francisco y a Javier los detuvieron en el puesto policial encargado de la vigilancia del lugar. Sabían que en cualquier momento podían caer, pero no de esa forma. —Así que ustedes son los alumnos de la Católica que marcharon junto al pueblo —les increpó el jefe militar de la zona. —Las comunidades están exigiendo desde hace muchas se-manas que el Estado no demore en el envío de calaminas —contestó Soberón—. Hemos realizado un censo y eso es lo que más necesitan en este momento.

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—¿Sabían que este tipo de actividades están prohibidas en una zona de emergencia? —preguntó el jefe militar. —Nosotros solo respondemos a las demandas del pueblo. Han prometido algo que ahora no cumplen —Javier lo encaró. —Van a salir de aquí. Su presencia en Áncash ha llegado a su fin —decidió la autoridad a cargo de la zona. La estadía de los voluntarios de la universidad Católica había durado solo un mes. La marcha que organizaron fue el detonante para que el jefe militar responsable de Huaraz decidiera que ya no podían estar más tiempo en el lugar. El precio de librar a Diez Can-seco y a Soberón era que abandonaran definitivamente sus labores de trabajo social con las comunidades afectadas. Los profesores de campo encargados de las acciones de los alumnos se sorprendieron con la noticia. No pudieron controlar la inquietud de los estudiantes frente a un problema que estaba en sus narices. En los siguientes días, las brigadas alistaron sus bolsas de dormir y demás pertenencias. Tenían que llegar a Lima para retomar clases. En el tiempo que estuvieron en Áncash lograron darle voz a un pueblo castigado por el olvido de sus gobernantes.

*

En los años setenta, los alumnos de la Universidad Católica debían atravesar el Fundo Pando para llegar a clase. Era una porción de ter-reno ubicada al costado de esta casa de estudios donde vivían los trabajadores. Las condiciones de sus casas eran precarias: la mayoría no contaba con agua potable ni luz. Aún así los trabajadores atendían los servicios de la universidad para brindarles comodidades a los es-tudiantes. Muchos, concentrados solo en los cursos que llevaban, caminaban junto a estas casas con indiferencia. Las autoridades de la Católica tampoco les prestaban atención a los trabajadores y por eso decidieron, por cuenta propia, crear un sindicato que los repre-

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sentara. El rector jesuita Felipe Mac Gregor se opuso al sindicato. Los trabajadores se mantuvieron firmes en su posición. La decisión del rector provocó que un sector estudiantil no simpatizara con las au-toridades de la universidad. Javier Diez Canseco, como presidente de la Federación de Estudiantes de la Católica, mantuvo una visión crítica del carácter autoritario de Mac Gregor. La facultad de Socia-les, donde estudiaba, quedaba en el Fundo Pando. Los salones eran casetas de madera con vista a la calle. Esas circunstancias provocaron un acercamiento entre los alumnos de Sociología y los trabajadores. —Si contamos con el apoyo del Centro Federado de Artes Plásticas, podremos intervenir ese día —le dijo Francisco Verdera a Diez Canseco. «Pancho», como lo llamaban sus amigos, era el brazo derecho de Javier y primer vicepresidente de la Federación de Estudiantes. Iban juntos a todas las movilizaciones que podían, los unía el mismo espíritu rebelde. Ahora planeaban una protesta contra Mac Gregor; se aliaron al sindicato de trabajadores para lograrlo. Por primera vez, dos fuerzas harían sucumbir de sus cargos a las autoridades de la Católica. El día elegido fue la exposición final de la obra de los estu-diantes de Artes Plásticas. En diciembre de todos los años, el rec-tor acostumbraba a celebrar la ceremonia de clausura del ciclo aca-démico, e invitaba a personalidades de todo tipo. Pero las creaciones de los estudiantes ocultaban los problemas más serios que tenía la universidad. La facultad de Artes Plásticas iba a ser cerrada en un ini-cio y había sido por la resistencia de los propios estudiantes que ese proyecto se canceló. Por otro lado, los alumnos reclamaban una renovación académica coherente con los años que se vivían. Descu-brieron que el plan de estudios de muchos profesores tenía treinta años. Toda la ira estudiantil iba a ser liberada a fin de año.

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El día de la protesta, los alumnos ingresaron por los caminos de tierra, entre las casetas prefabricadas del Fundo Pando. Los tra-bajadores y los estudiantes unidos formaron un tumulto que inter-rumpió la tranquilidad de la ceremonia. Los invitados no esperaban encontrar tanta agitación en el interior de la Católica. Poco a poco, los protestantes se iban acercando más a los salones. La comitiva que estaba junto al rector empezó a darse cuenta de qué se trataba. —Paciencia, compañeros —pidió Javier desde afuera—. Ad-elante solo estaremos algunos, somos demasiados como para entrar a los salones. Como presidente de la Federación de Estudiantes, era la voz más autorizada para encararse al rector y presentarle las declaracio-nes de trabajadores y alumnos. —Hay que esperar que salga del salón central —le dijo José Pinto, compañero de Javier en la facultad de Letras—. Mejor avanc-emos hacia la puerta. Pinto conocía a Javier porque compartía sus mismas posi-ciones políticas. Además, como miembro del Frente Revolucionario de Estudiantes Socialistas, también estaba en contra del rector y de las autoridades. Hubo un vínculo que lo unía aún más al presidente de la Fepuc: también sufría poliomielitis en la pierna derecha. En los momentos de lucha, los dos se olvidaban de su discapacidad. Se ubicaron delante del grupo para demostrar que su condición era igual a la de cualquiera. —¡Por una educación de calidad! ¡No al cierre de las es-cuelas! —se escuchaba el rugido de los alumnos. Uno de los primeros en salir de la sala fue Luis Jaime Cisner-os, profesor bastante conocido por los alumnos. Se sorprendió al ver que Diez Canseco y Pinto comandaban la movilización. Los recono-ció porque les había dictado clases en alguna oportunidad, así como también identificó a los demás alumnos que estaban detrás. Cuando se acercó al tumulto, una muchacha de jean apretado que también

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participaba en la marcha aprovechó para intentar desprestigiarlo. —Señor Cisneros, ¡no me meta la mano! —le gritó. —Señorita, ¿qué le pasa? —le contestó sorprendido. La muchacha sabía que fingía, pero por fastidiarlo trató de dañar la imagen de caballero que los alumnos y profesores tenían de él. Tras este incidente, los cerca de ciento cincuenta manifestantes, entre trabajadores y estudiantes, empezaron a empujar hacia adel-ante, en dirección al salón donde estaba Mac Gregor. La broma al profesor Cisneros inició la acción. Se comenzó a sentir mayor pre-sión por parte de los trabajadores y los estudiantes. Todos estaban nerviosos porque querían encarar a Mac Gregor. Pero esto no iba a suceder. Javier asumió la responsabilidad y fue a buscarlo en la sala. —Estamos aquí en representación de los trabajadores del Fundo Pando. La forma en la que viven es inaceptable —al fin Javier estaba cara a cara frente al rector. —Ya se está trabajando en mejorar su situación —Mac Gregor quiso excusarse. —Es justo lo que reclamamos. —Han arruinado la ceremonia. No era necesario que orga-nizaran una protesta. —Esperamos que las soluciones no demoren. Javier salió del salón para unirse de nuevo al grupo. Había cumplido su misión de dejar las cosas claras. Al día siguiente, se en-teró que el Consejo directivo de la universidad les había suspendido a él y a José Pinto. Los dos alumnos que estaban al frente habían sido identificados por las autoridades. La protesta fue el pretexto para suspenderlos, a pesar de que no habían ocasionado daños. La reclamación ante Felipe Mac Gregor le costó a Javier los años de estudio que llevaba. Le faltaban pocos ciclos para gradu-arse y su carrera fue interrumpida de improviso. La sanción que les impusieron duró seis meses y los privó del derecho de rendir sus exámenes finales del ciclo que ya estaba por acabarse. Esto provocó

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que tampoco pudieran matricularse en el siguiente. Javier Diez Canseco y José Pinto, quienes luchaban en nombre de la justicia, recibieron el golpe más injusto por parte de la propia universidad a la que defendían tanto.

Una escena similar se repetiría más de cuarenta años después en la vida de Javier. En el 2011 era congresista y había sido invitado a un plantón convocado por los estudiantes de la universidad donde estudió. La au-tonomía universitaria estaba en peligro, el arzobispado de Lima amen-azaba con tomar el control de los estatutos de la universidad Católica. Diez Canseco compartía la posición del alumnado y decidió participar en la protesta. Figuraba en el rol de oradores designados para aquella actividad y llegó antes de que le tocase su turno. Conversaba con los estudiantes, algunos le preguntaban por su opinión al respecto. Sobre el estrado que se armó afuera de la universidad Católica, en la avenida Universitaria, se dirigió al grupo estudiantil, armado de pancartas y banderas. —En esta batalla no están solos. Los acompañarán hombres y mujeres que se han formado en esta universidad. Su potente voz retumbó en los parlantes. Javier también había sido dirigente estudiantil y su participación en un paro de trabajadores le costó la suspensión de su universidad. Ahora, por un motivo dife-rente, volvía a revivir aquel espíritu universitario. —Muchas gracias por esta invitación a participar con ustedes en esta acción —se despedía Javier, parado en el estrado —. Ojalá se multiplique el número de profesores y de alumnos que asuma esta causa de principios. Estas fueron las últimas palabras de su discurso. Era un mensa-je claro para el cardenal Cipriani. Los alumnos de la Católica no estaban solos en la lucha.

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2En el corazón del pueblo

Semanas después de ser suspendido, Javier no se quedó con los bra-zos cruzados. Ya que no seguía en la universidad, podía aprender de otra forma: haciendo trabajo de base en el partido. Si en la Univer-sidad Católica reclamaba que los profesores cambiasen su plan de estudio para llevar cursos de realidad nacional, su período lejos de las clases iba a ser la oportunidad que esperaba para conocerla. A los militantes de Vanguardia Revolucionaria, agrupación de izquierda a la que pertenecía Javier Diez Canseco, no les interesaba su suspen-sión ni que aún fuese alumno universitario. Eran épocas en las que tener estudios o no era lo de menos. Nadie estaba pendiente de la profesión del otro. El requisito para la militancia solo era estar comprometido con el país. Javier, aún un estudiante que estaba en receso, se fue a la sierra del Perú con los más experimentados del partido. —Cuidado con las zanjas. Subir va a ser complicado —le ad-virtió Víctor Torres, que pensaba en la pierna de su camarada.Javier le escuchó. No dijo nada y siguió el camino. De pronto, se tro-pezó al saltar una zanja. No fue una caída grave. —Dame la mano para levantarte.

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—Así no me ayudas —le contestó Javier. Autosuficiente y con la convicción de poder pararse solo, re-chazó el apoyo de su compañero. Siempre le advertían de lo difícil que era el terreno, pero nunca necesitó de nadie cuando se caía. La poliomielitis no era un límite, aunque habría afectado a su pierna izquierda. Estaba en La Oroya, ciudad minera en el departamento de Junín, con varios militantes de su partido Vanguardia Revolu-cionaria. Cada vez que se desplazaba a cualquier lugar por las rutas pedregosas y abruptas de la sierra central tenía que hacerlo con cui-dado. Javier había dejado Lima en 1970 y, durante tres años, vivió con los trabajadores de las minas de Cerro de Pasco y La Oroya. Sus camaradas Edmundo Murrugara y Víctor Torres viajaron con él, decididos a hacer la revolución lejos de sus casas. Diez Canseco ya había renunciado a su estatus social, a su familia y a su religión. El siguiente paso era renunciar a la ciudad, para irse a vivir con los tra-bajadores de las minas en asentamientos mineros. Las condiciones de vida no eran confortables. Donde vivían, solo entraban cuatro personas por habitación y no tenían luz ni agua. Javier, Edmundo y Víctor arrendaron un cuarto en una zona marginal de La Oroya. Sus vecinos eran muy humildes. Entre los tres tenían que turnarse el uso del baño porque había un caño común que usaban todas las familias. Para lavarse tenían que controlar el tiempo: valoraban el agua como si fuera oro. Tal vez, si se hubiera quedado en Lima, Javier no habría pasado por estos aprietos. Pero su decisión de acercarse al pueblo fue clave para comprender las necesi-dades de los mineros y así pensar en soluciones para brindarles una vida mejor. Un día cualquiera, bien temprano, un camión esperaba a las familias campesinas para trasladarlas a las bases mineras. Como si fuera la movilización de una tropa, poco a poco la tolva trasera se iba llenando de trabajadores y de mujeres que abrazaban a sus hijos. El

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frío andino bajaba su intensidad con el calor que generaban todos los que estaban metidos en ese rectángulo metálico. Murrugara y Tor-res también treparon a la tolva; desde que habían llegado se sentían parte de la gran familia minera. Ninguno tuvo dificultad para subir. Javier sí. Lo hacía con cuidado y procuraba no hacer tanto esfuerzo con la pierna izquierda. Cuando todos estaban arriba, el chofer ar-rancó y condujo a los obreros a otra jornada laboral más. Los más veteranos de Vanguardia Revolucionaria, Murru-gara y Torres, discutieron la posibilidad de asignarle una función al compañero «Falcón», el seudónimo con el que llamaban a Javier. Su temperamento y el coraje físico que lo caracterizaban, esa actitud de no dejarse vencer por el relieve de la sierra y desplazarse hacia cual-quier lado sin impedimento, habían provocado el interés de ambos. Querían darle un cargo relevante. Los mineros carecían de repre-sentación legal, les hacía falta un vocero con la autoridad necesaria que los guiase por el camino de la lucha por sus derechos. Tras la deliberación de los veteranos del partido, concluyeron que solo uno podía ocuparse de eso. Así, Javier se desempeñó como director de la Escuela del sindicato Metalúrgico de La Oroya. Tuvo que preparar una estrategia efectiva de instrucción para los mineros. No era una responsabilidad sencilla. El aire tóxico incrustado en los pulmones, el trabajo agota-dor y la falta de reconocimiento de sus derechos hacían de la vida en la mina un calvario. Javier se convirtió en su mentor. A través de boletines como El metalúrgico antimperialista, se buscaba movilizar a los trabajadores. La información jugaba un papel importante en la revolución de los distintos sindicatos. En cierta ocasión, Javier había viajado a Lima y había re-gresado con su amigo Alberto Adrianzén. Se habían conocido en la Universidad Católica. A bordo del auto Fiat que condujo Javier du-rante horas por la Carretera Central, llegaron a La Oroya con una misión especial: proyectar en el local del sindicato de mineros la

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película rusa Octubre, que muestra el éxito de la revolución bolchev-ique. Eran tiempos complicados para todo aquel que se declarase militante de izquierda. Películas como Octubre estaban prohibidas en la época, su carácter revolucionario era atacado por los secto-res más conservadores de la sociedad. La proyección fue clandes-tina y tuvo buena acogida por parte de los trabajadores. La pantalla mostraba cómo un pueblo unido vencía al opresor. Adrianzén no lo tuvo fácil para volver a Lima: lo hizo a escondidas, porque habían militarizado aquella zona de la sierra. En 1971 gobernaba el general Juan Velasco Alvarado, quien había ordenado una política de represión en la sierra central para acabar con los izquierdistas más radicales. Creía que eran agitadores que se infiltraban en el pueblo para hacerlos protestar. Así lo veía el Gobierno. Ningún miembro de Vanguardia Revolucionaria podía transitar libremente. Patrullas y camiones del Ejército habían ocu-pado las principales avenidas y calles de Cerro de Pasco y La Oroya.Retroceder ante las fuerzas del Estado no era una opción válida para los militantes de este grupo. Por eso pensaron en realizar encuentros clandestinos lejos de las ciudades militarizadas para seguir con las coordinaciones del partido. Cuando aún estaba en La Oroya, Javier le dijo a su compañero Torres que en esa ciudad ya no se continu-arían reuniendo. —Aquí no. Es imposible. Te veo en San Mateo —le propuso Javier, que escogió este pueblo de la provincia de Huarochirí. —Si nos descubren estamos muertos —dijo con miedo Víc-tor Torres. El rostro nervioso de Torres al pensar que si los encontraban no vivirían para contarlo mostraba la incertidumbre de los revolu-cionarios por aquellos años tan difíciles. Si cometían un error, por mínimo que fuera, el Ejército se daría cuenta. A pesar de la amenaza, Torres viajaba a San Mateo cada vez que creía conveniente hablar

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con Javier. Mientras él y Víctor escogieron San Mateo, otros compañe-ros eligieron Tarma o Huancayo. Sentían que no podían abandonar a las familias campesinas. Los pobladores tenían miedo, en sus mentes aún estaba viva la imagen de Pablo Inza, el dirigente del sindicato de trabajadores de Cobriza asesinado sin clemencia por los militares. No querían correr su misma suerte. La matanza de Cobriza se había producido en Cerro Pasco en noviembre de 1971. Pablo Inza trabajaba en la compañía minera Cerro de Pasco Corporation. Había sido elegido dirigente por los demás trabajadores. Siempre mantuvo una posición crítica frente a los dueños de la mina y fue por eso que lo enviaron a Cobriza, un asentamiento minero alejado de Pasco. Con la presencia de Inza allí, creían que ya no iba a agitar a sus compañeros para alzarse con-tra la compañía. Pero se equivocaron: Inza siguió luchando por sus derechos. Años atrás, hubo una toma de la compañía y los trabajadores furiosos secuestraron a dos administradores extranjeros que habían llegado al Perú para supervisar la planta minera. Los militares y policías le habían atribuido esa acción a Inza y por eso decidieron ir a buscarlo. No querían llevarlo preso ni interrogarlo: de frente querían liquidarlo. Los «sinchis» fueron los encargados de la operación. Cuando llegaron a la base de Cobriza donde vivía Inza, él estaba hablando por teléfono. Se sorprendió al ver a los agentes en la puerta. Esa fue su última llamada telefónica. Los sinchis descargaron todas las balas de sus cacerinas en el cuerpo de Inza. Los otros mine-ros que se encontraban en la base también fueron asesinados. Nadie tuvo tiempo para escapar. Llevaron sus cadáveres a sus camiones y los arrojaron al río. El Ejército era una maquinaria de devastación. Arrasaba los campos sin piedad y liquidaba a los sospechosos sin prueba alguna. Y al que no mataba, lo enviaba al Sepa, una cárcel ubicada en me-

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dio de la espesura de la selva. Algunos militantes de izquierda, para evitar las persecuciones, llegaban a aislarse tanto que no salían de sus cuartos o asientos mineros durante semanas. Otros se camufla-ban entre la maleza para no ser descubiertos por los soldados. Javier siempre tuvo dificultad para hacer lo mismo. No caminaba al ritmo de los demás y, por su cojera, era fácil de identificar. Era presa fácil para el Ejército. A pesar del peligro, Javier se las ingeniaba para regresar a Lima en ciertas ocasiones. Iba y venía, no se quedaba en la capital durante mucho tiempo. Debido a su suspensión en la universidad, la relación con su padre se había complicado. Quien sí seguía más preocupada por él era su madre. No perdió comunicación con Javier y él le avisaba cuando iba a desplazarse a Lima. Su madre lo esperaba con lo necesario para que Javier no pasara por apuros en La Oroya. —He traído un poco de comida y dinero —dijo Javier. —¿Cómo conseguiste eso? —le preguntó Torres. —Vengo de Lima de encontrarme con mi madre. Me en-tregó estas cosas. —¿Seguro que no las quieres? —Son para los trabajadores. La atención que les daban los mineros a los universitarios que llegaban desde Lima para luchar por ellos era muy bondadosa. Ellos recibían uno o dos salarios mensuales e invertían sus ingresos para mantener a los compañeros. Para Javier era imposible que esta actitud tan sacrificada del pueblo no fuera agradecida como corre-spondía. Hizo todo lo que estaba a su alcance para lograr la reci-procidad, así se tuviera que desprender de lo que su propia madre le daba.

*

La carrera política de Javier Diez Canseco empezó cuando en el Perú

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se desató uno de los mayores conflictos sociales de la historia. Salió elegido diputado de la República en julio de 1980 con el partido Uni-dad Democrático Popular. Consiguió más de veinticuatro mil votos. En el departamento de Ayacucho, surgió el grupo terrorista llamado Sendero Luminoso. Su líder, Abimael Guzmán, decidió de-clararle la guerra al Estado. Para él era una especie de guerra popular, pero en la práctica casi todas sus acciones fueron contra el pueblo. Los guerrilleros del grupo armado que lideraba saqueaban escuelas, incendiaban granjas, secuestraban niños o asesinaban campesinos si no se unían a su causa. La respuesta del Gobierno fue similar. No había duda de que se trataba de una guerra clandesti-na, sin leyes, sin anuncios, sin ningún tipo de respeto al adversario. Gobernaba el presidente Fernando Belaúnde Terry, un arquitecto de tez blanca que iba por su segundo mandato. Sendero Luminoso mostraba su superioridad en el campo. El presidente era un inex-perto en el tema de guerras clandestinas contra grupos armados. No le quedó más opción que responder de la misma forma violenta. Se militarizaron aldeas, los soldados secuestraban arbitrariamente a campesinos y se establecieron bases policiales por distintos pueb-los ayacuchanos. Las armas pasaron a ser objetos tan cotidianos que disparar contra otra persona no provocaba tanto arrepentimiento. Cayeron culpables e inocentes, la vida perdió su valor. Sendero Lu-minoso y el Ejército amenazaban a los pobladores. Los derechos hu-manos ni siquiera se discutían. La muerte era la salida más efectiva. Combatir el terror con el terror no era la solución más eficaz para lograr la paz social. A Javier Diez Canseco le irritaba la muerte de miles de inocentes. Como diputado podía usar su poder político para frenar la barbarie. Asumió la responsabilidad ante una situación tan espinosa. El derecho a la vida para él era inviolable y en el Perú eso no se estaba respetando. Recién eran los primeros años de ter-rorismo y Javier ya percibía que, si se seguían cometiendo crímenes contra los derechos humanos, el país iba a entrar en un estado de

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descontrol absoluto. El Congreso empezó a tratar el tema de las investigaciones sobre las matanzas que ocurrían en los departamentos de la sierra. Se nombró diversas comisiones para hacerse cargo de los numerosos casos. Javier perteneció a algunas de ellas. Su trabajo consistía en viajar a las zonas afectadas a indagar, preguntar, observar, seguir y analizar las causas de las masacres. Según esas investigaciones daría con los culpables. Como si fuera el trabajo de un detective, tenía que reconstruir al detalle cómo sucedieron los hechos. En mayo de 1988, unos senderistas atacaron un destacamen-to militar conformado por tres vehículos que retornaban de haber realizado las funciones de abastecimiento, en la zona de Erusco, Aya-cucho. Los terroristas habían colocado en la mitad de la carretera una carga de dinamita. En el primer vehículo viajaban soldados. En el segundo vehículo iba el oficial José Arbulú Sime. El tercer vehículo era la escolta. Al frente del camino por el que se trasladaban se encon-traba el pueblo de Cayara. El primer vehículo pasó sin problemas. El explosivo de los senderistas detonó mientras pasaba el segundo. Producido el estallido, falleció Arbulú y un grupo de soldados. El que manejaba el tercer vehículo vio cómo sus compañeros murieron dinamitados y no avanzó más. De inmediato, por radio se informó del atentado a la base Cabitos, ubicada en Huamanga. Uno de los jefes militares ordenó que movilizasen a todas las unidades de solda-dos a Cayara. Dolidos por la pérdida del oficial Arbulú y de los soldados, los jefes militares, sin ninguna justificación, creían que en Cayara se escondían los terroristas. Al día siguiente, a las siete de la mañana, llegaron once columnas militares. Primero fueron a la plaza y había unas mujeres tejiendo. Los miembros del Ejército querían encontrar a los autores del atentado en ese poblado. Así que le preguntaron a las mujeres por el paradero de los hombres. Se encontraban en el

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templo, la noche anterior, el mismo día del atentado, el pueblo había estado de fiesta. Por eso en el momento en que los agentes llegaron a Cayara, seis campesinos estaban dentro de la iglesia desarmando y guardando el anda de una virgen que habían usado para la cel-ebración. La columna militar se dirigió rápidamente hacia la iglesia. Cuando entraron los soldados, cerraron el templo y empe-zaron a interrogar a cada uno de los campesinos. Fue un interrogato-rio violento, los del Ejército golpearon a los hombres para obligarlos a revelar sobre el ataque. Sin obtener una respuesta precisa de los seis campesinos, los soldados los mataron. Sacaron sus cuerpos del templo y los aventaron a la plaza, donde aún seguían las mujeres. Volvieron a preguntarles por los demás hombres de Cayara. Atemo-rizadas, les contestaron que se habían ido a cultivar a la pampa. Cerca de treinta y dos campesinos se habían ido a la cha-cra temprano. Quedaba en un lugar apartado del pueblo, para lle-gar se tenía que bajar por una ladera. Los soldados fueron hasta allí, rodearon a los hombres, les exigieron que se quitaran las camisas, los tiraron al suelo boca abajo, les colocaron sobre la espalda pencas de tunas y empezaron a golpearlos hasta que revelaran quién había puesto el explosivo que detonó el vehículo donde viajaba el oficial Arbulú. Los campesinos no habían oído nada, no estaban involucra-dos en ese ataque y los agentes no les creían. Estaban convencidos de que esos hombres habían sido cómplices de los senderistas. Final-mente, los mataron. Se ensañaron con ellos, asesinaron a los treinta y dos campesinos. Desfogaron toda la ira que les causó la baja de sus compañeros. Una mujer que se encontraba en la chacra logró escaparse y se escondió en la casa de un campesino que la protegió para que no sea una víctima más del Ejército. Desde allí vio todo el asesinato. «La masacre de Cayara» se conoció a través de su testimonio. Le informó al alcalde de Huamanga, Fermín Azparrent, de todo lo que había

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ocurrido.

La tarde del martes 17 de junio de 1988 se desarrollaba en el Con-greso la sesión habitual de diputados. Germán Medina, represent-ante de Ayacucho, había recibido la llamada telefónica del alcalde de Huamanga. —Han matado campesinos en Cayara —le avisó Azpar-rent—. Tenemos que estar alerta. Todavía no se conoce mucho. In-fórmales a los diputados de Ayacucho. Medina les contó el hecho a los integrantes de la Comis-ión de Derechos Humanos, formada por apristas y miembros de la oposición. Javier Diez Canseco integraba este segundo grupo. Los parlamentarios ayacuchanos habían recibido la noticia. Consider-aron necesario no esperar más e iniciar las investigaciones rápidam-ente. No se tenía información precisa ni datos exactos, por eso no se podía divulgar la matanza de campesinos. Todo cambió al día siguiente, cuando los diputados volvi-eron a recibir más noticias desde Ayacucho. Recién expusieron el caso a la prensa y lo denunciaron públicamente. El jueves un grupo de parlamentarios partió a Huamanga en el primer vuelo, para luego viajar hacia Cayara. Diez Canseco lo hizo por cuenta propia, viajó a Ayacucho el mismo día y allá se encontró con la comisión inves-tigadora. Cuando todos estaban completos, iniciaron su trabajo. Su misión era esclarecer una matanza más a las que ya habían ocurrido en esos años en los lugares más alejados de la capital. El primer paso era ir a la base militar encargada de la cus-todia de Ayacucho: Los Cabitos. Conversaron con las autoridades y escucharon su versión. —No tenemos ninguna información. Sabemos que ha ha-bido un atentado de Sendero Luminoso hacia una patrulla nuestra. Hemos tenido choques armados contra ellos —contaban las autori-dades—. Por eso no pueden ir, es zona de emergencia y no hay ac-

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ceso. Es mejor que no vayan. —Pero nos pueden dar ayuda para llegar a Cayara en he-licóptero —dijeron los diputados. —No. Es imposible. —¿Y vehículos militares? —los diputados seguían insistien-do por ayuda. —Tampoco. Es una zona de combate, no hay forma de in-gresar. Tras el rechazo al apoyo para movilizarse, la comisión in-vestigadora salió de Los Cabitos. Habían notado en las palabras de los soldados indicios de que pretendieran ocultar algo. Sus miradas confusas y la negación de la ayuda delataban una actitud extraña. Los diputados empezaron a sospechar más sobre el crimen. Solo un motivo los había traído desde Lima y no podían dar marcha atrás en esa lucha. Tenían que encontrar la manera de viajar a Cayara sin apoyo del Ejército. Por una calle de Huamanga, encontraron un camión viejo que iba a partir hacia Cangallo, un distrito cercano a Cayara. Los acompañaba el fiscal de Ayacucho, Carlos Escobar. Conversaron con el chofer para ver si había la posibilidad de que pudiera transportar-los. Él les dijo que sí, pero que se acomodaran en la tolva junto con el ganado y los campesinos. Los comisionados tenían que decidir de una vez si viajaban en esas condiciones o no. —¿Subimos y nos vamos? —preguntó el diputado Gustavo Espinoza. —Sí. Pero que el fiscal y Javier vayan en la cabina —le re-spondió uno de sus compañeros—. Nosotros vamos arriba en la tolva. Yehude Simon, Jorge Tincopa, Arístides Valer y Gustavo Espinoza viajaron en la tolva. Javier Diez Canseco se acomodó con Carlos Escobar y con el chofer en la cabina del camión. Los seis en-cargados de encontrar a los culpables del crimen de Cayara viajaron

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con desconocidos rumbo a Cangallo. El camino se complicó. No era una carretera asfaltada, sino una trocha que provocaba la inestabili-dad del camión. Tenían que soportar esto durante las seis horas que demoraba el recorrido. La lluvia incrementaba su intensidad. Los que viajaban en la tolva no tenían cómo cubrirse. Encontraron una especie de capa de plástico dentro del camión y la usaron para evitar mojarse más. La carretera se volvía cada vez más intransitable, se crearon charcos de lodo por la lluvia. Había el peligro de que una carga de dinamita fuera colocada por Sendero Luminoso en el camino. La zona estaba en guerra. A treinta minutos de llegar a Cangallo, los diputados oy-eron disparos. No sabían de qué dirección llegaba el sonido de las balas, ya iban a ser las diez de la noche y todo estaba oscuro. Les preocupaba si iban a poder llegar a su destino. —Hay que seguir nomás. No falta nada para llegar —los tranquilizó el chofer, como si estuviese acostumbrado a las balaceras.Los disparos no cesaban. Se habían dado cuenta de que cerca a Can-gallo se había producido un enfrentamiento. Después de las dificul-tades del camino, llegaron al pueblo. En la entrada, una patrulla mili-tar les impidió el paso. —¿Adónde van? No pueden entrar. Cangallo está tomada por los senderistas. Ahora hay un enfrentamiento armado. ¿No es-cuchan las balas? —les dijo un soldado. —Sí, pero nosotros vamos a pasar. —¡No pueden pasar! —gritó otro soldado. —Somos parlamentarios. Vamos a pasar. —Los dejaremos ingresar, pero bajo su responsabilidad. Si algo les pasa, es culpa de ustedes —intervino el jefe de la patrulla—. Yo levanto un acta que no me hace responsable. Si ustedes se han querido arriesgar, ¡friéguense! Jamás imaginaron el tratamiento han hostil que iban a reci-bir del Ejército. Esto impedía su trabajo y no les quedaba otra opción

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más que luchar por cumplir con su objetivo de esclarecer las cosas. Para los militares podía parecer un capricho: ellos conocían real-mente el peligro de la zona y que un grupo de parlamentarios llegara desde Lima a arriesgar su vida no tenía sentido. Para los políticos, era un deber con el país indagar sobre las vidas que se perdieron de manera injusta y sancionar a los culpables. Ni bien entraron a Cangallo, buscaron hospedaje para que-darse solo esa noche. No era su destino final. Habían llegado hasta allí solo para acercarse más a Cayara. La parada final del camión que los trasladó sí era Cangallo. Pero el chofer quiso hacerles el servicio de llevarlos hasta Cayara. El día siguiente era sábado y se levantaron a las cuatro de la madrugada a alistarse para continuar su ruta. Cu-ando aún no abandonaban el hotel, agentes del Ejército habían ido a buscarlos a las cinco de la mañana para advertirles de que no podían partir por los ataques de los terroristas. —No pueden irse. Hay un choque armado en la carretera. Sendero ha tomado la vía. Los van a matar —les avisaban los solda-dos. —Nosotros no podemos tener el riesgo de tener congresistas muertos —les dijo el oficial a cargo de la patrulla. —De todas maneras vamos a ir. Para eso hemos llegado has-ta aquí —concluyeron los comisionados. Después de casi una hora de discusiones, más o menos a las seis de la mañana, el oficial de la patrulla estalló en ira. —¡Váyanse a la mierda! —les perdió el respeto a los comisionados. Nuevamente, los congresistas lograron superar las trabas de los militares. En el debate de ir o no ir, Javier Diez Canseco discutía con ellos de igual a igual, les decía que era parlamentario solo para que le dieran facilidades de acceso a él y a sus compañeros. Fuera de eso, su posición era la de un peruano más preocupado por los derechos humanos de muchos campesinos. Quería que la justicia castigase a las autoridades que habían optado por el terrorismo de

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Estado para frenar un problema social. Los seis encargados de la investigación partieron hacia Cayara en el mismo camión. Cuarenta minutos después de su salida de Cangallo, en plena carretera, un escuadrón militar los detuvo. —No hay pase. Está prohibido avanzar —les ordenaron. —No señor. ¡Vamos a pasar! El chofer aceleró y los diputados ignoraron la orden. Esta-ban demasiado convencidos de llegar. A esas alturas, ya nada podía contra ellos. Los agentes del Ejército habían informado por radio que un camión estaba rumbo a Cayara y que lo detuviesen. En el otro lado del camino, recibieron la orden. Los soldados se organizaron tan bien para impedirles el paso que daban a entender que la perse-cución era hacia ellos y no hacia los senderistas. Los comisionados llegaron a una pampa en mitad de la car-retera. Si la cruzaban, estarían prácticamente a solo unos minutos de Cayara. Un contingente militar los esperaba. —Ahora sí no van a pasar. Es mi última palabra —les dijo convencido el jefe militar—. ¡Aquí no pasa nadie! —¡Nosotros tenemos inmunidad señor! Nadie nos puede detener. Ni la Policía, ni el Ejército. ¡Nosotros vamos a donde nos da la gana! —fue la respuesta de los congresistas—. Si hay un riesgo de nuestra vida, nos jugamos ese riesgo. Y si quiere le firmamos un documento señalando que asumimos nuestra responsabilidad. El oficial, derrotado por los argumentos, sin saber cómo re-futarles, al final cambió de posición. Toda la discusión duró como hora y media. Se rompieron las conversaciones, los diputados subi-eron de nuevo al camión y el chofer arrancó. Su destino ya estaba cerca, aunque habían perdido demasiado tiempo para un problema que resolverían con un argumento legal como la inmunidad parla-mentaria. El paso final para llegar a Cayara era cruzar un camino de un kilómetro que separa al pueblo de la carretera. La entrada de ese

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camino estaba militarizada totalmente por hombres armados y ve-hículos del Ejército. Si antes habían pasado por cuatro encuentros con los soldados, parecía que la dificultad había llegado a su punto máximo justo cuando ya les faltaba poco por cumplir su objetivo. Cayara escondía aquello que los motivó a venir desde Lima y no se intimidaron ante el resguardo militar. —No pueden entrar, señores. No se lo vamos a permitir —les advirtieron los soldados. —Nosotros vamos a entrar —contestaron los parlamenta-rios. —No se pueden meter. —¡Somos congresistas y nos vamos a meter! —¡No se pueden meter! —repitió por segunda vez el oficial. —¡Sí nos vamos a meter! A pesar de las fuertes medidas de seguridad, los congresistas lograron ingresar. Sin saber cómo actuar, a los soldados no les quedó más opción que abrirles paso. A las cuatro y media de la tarde, los seis comisionados llega-ron a Cayara. La plaza estaba desierta. Mientras seguían avanzando por los demás rincones del pueblo, sintieron miedo: veían solo a mu-jeres con sus hijos, ya casi no quedaban hombres vivos. Tras notar esa situación, iniciaron los trabajos de investigación. Les preguntaron a las campesinas sobre los hechos de la matanza. Ellas, que aún seguían aterradas, contestaron en quechua. Solo el fiscal Escobar y el diputado Jorge Tincopa hablaban y en-tendían ese idioma. Ellos se encargaron de traducir lo que les decía la gente a sus demás compañeros. Escobar estuvo desde las cinco de la tarde del día que llegaron hasta las cinco de la madrugada del día siguiente preguntando, tomando apuntes y dialogando con las mu-jeres de Cayara. A esa hora ya empezaba a notarse el brillo solar y los con-gresistas salieron del hotel donde se habían alojado a dar una vuelta.

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Fueron por los lugares que eran clave para tener más detalles: la pla-za, el templo y la pampa de cultivo. Allí habían ocurrido exactamente los hechos y tenían que recoger la mayor información posible para que su trabajo no se les complicara tanto. A las ocho de la mañana, un helicóptero de la Guardia Civil llegó a Cayara. Javier Diez Canseco y el fiscal Escobar dialogaron con el piloto. Escobar le pidió que llevase a Javier a Huamanga, la capi-tal de Ayacucho, pues ya había realizado suficiente esfuerzo físico a pesar de su limitación en la pierna izquierda. Siempre fue con los demás y no se acobardó en los momentos en los que tenía que ir a la pampa o caminar por la trocha. El piloto obedeció el pedido y subió con Javier al helicóptero. Su estadía en Cayara duró solo un día. Ya no tenía nada que hacer en ese pueblo: lo había registrado todo y solo le quedaba usar el material para denunciar los atropellos de los militares. Cuando lo traslada-ron a Huamanga, de inmediato pidió un vuelo para Lima. Había que llegar a trabajar. Los demás parlamentarios regresaron a la capital ayacuchana en el mismo camión viejo con el que habían empezado todo. Mientras Javier había llegado en la mañana, ellos llegaron ese mismo día a las cinco de la tarde. Su vuelo a Lima salió al día siguien-te a las siete de la mañana. En el Congreso, cuando empezaron a coordinar la redacción de los informes acerca de los hechos investigados, hubo divisiones al respecto. El otro grupo, conformado por apristas y dirigido por Carlos Enrique Melgar, presentó uno en mayoría. Según esa versión, en Cayara no ocurrieron violaciones a los derechos humanos. Los efectivos militares habían realizado labores de persecución y captura de senderistas planeadas con tanta cautela que no hizo falta acabar con ninguna vida. El otro informe, presentado por Javier Diez Canseco, dem-ostraba lo contrario. En el documento sostenía que sí hubo un opera-tivo del Ejército cuyo fin fue castigar a la población por haber apoy-

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ado a Sendero Luminoso en el atentado de la carretera que acabó con la vida de los soldados y del oficial Arbulú. Para los apristas, el Estado no era responsable. Para Javier, quien redactó su informe solo y era probable que no se tomara en cuenta por ser minoría, los mili-tares abusaron del poder y asesinaron a los pobladores de Cayara. Su sensibilidad por los desaparecidos y su compromiso en la investigación de crímenes de lesa humanidad llevaron a Javier Diez Canseco a ser uno de los primeros congresistas a quienes acudir para denunciar un delito. Jamás le cerraba la puerta a nadie y asumía cada caso así sus conclusiones no fuesen tomadas en cuenta por la mayor-ía parlamentaria. Sus primeros años como congresista los pasó entre carpetas llenas de documentos y realizando entrevistas por todo el Perú.

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El 22 de junio de 1986, miembros del Ejército Peruano ingresaron a la vivienda de Teófilo Rímac Capcha, secretario general del Fr-ente Obrero Campesino Estudiantil y Popular (Focep), en Cerro de Pasco. Eran aproximadamente las doce de la noche y, tras sacarlo a la fuerza de su dormitorio, los agentes lo detuvieron sin ninguna orden y sin darle explicaciones. Junto con él, esa misma noche, tam-bién fueron detenidos los estudiantes y los dirigentes que integraban su organización. Todos habían sido encerrados en la base militar de Carmen Chico. Durante el allanamiento a la casa de Teófilo Rímac, su es-posa Doris Caqui y sus tres hijos presenciaron el trato violento de los miembros del Ejército. Como fue testigo dentro de su propio hogar, la señora Caqui solicitó apoyo para denunciar el arresto injusto de su esposo. Primero acudió al diputado David de la Sota Atahuamán, con quien llegó hasta la base militar de Carmen Chico pero no los dejaron ingresar. Los soldados de guardia tenían órdenes de disparar

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si ambos avanzaban más. Luego, en compañía del senador Genaro Ledesma, la señora Caqui logró conversar con el comandante del Ejército encargado de la base militar de Carmen Chico, Javier Robles Leo. Tras exigirle la verdad al comandante Robles, se decepcionó por completo. La acti-tud del jefe militar de Carmen Chico indignó a Doris Caqui, quien quería volver a ver a su esposo con vida. —Su esposo no ha muerto. Dentro de quince días volverá a su casa con sus propios pies —le dijo Robles. Pero Caqui sospechaba que las palabras del comandante no eran ciertas. Por su cuenta, también les había preguntado a los estudiantes que fueron secuestrados junto con su esposo Teófilo y que permanecieron con él en Carmen Chico. Así es que observaron cómo los miembros del Ejército golpearon brutalmente al secretario general del Focep dentro de los calabozos de la base. La señora Ca-qui había oído el testimonio de cada uno y sabía que las condiciones físicas de su esposo no le permitirían volver a casa. Tras dos intentos fallidos por hallar el cuerpo con vida de Teófilo, Caqui tuvo la oportunidad de conocer a Javier Diez Canseco en una asamblea que se había realizado en el sindicato de mineros metalúrgicos de la Empresa Minera del Centro del Perú. Javier con-ocía a su esposo, pero ella solo lo había visto en algunas de sus apari-ciones públicas en la prensa. Javier había llegado desde Lima para plantearles a los trabajadores de la compañía que formasen un grupo político. —Izquierda Unida debe unirse en Cerro de Pasco para con-tar con una lista donde los candidatos sean sus compañeros más im-portantes —dijo Javier—. Los que más los representen pueden pos-tular a la alcaldía de Pasco. En medio de la ovación de los mineros que ya conocían a Javier desde hace algunos años atrás y de aquellos que recién lo con-ocían personalmente, la única mujer de la asamblea, Doris Caqui,

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acompañada de sus tres hijos y que llevaba tres meses y medio de embarazo, pidió la palabra. —Que hable la compañera —dijo Javier tras verla alzar la mano. —Compañeros mineros, compañero Javier Diez Canseco: soy la esposa de Teófilo Rímac Capcha, militante de izquierda y sec-retario general del Focep. Él ha sido desaparecido por los militares y conducido a Carmen Chico. Hasta ahora no sabemos nada. Si ten-emos que elegir al candidato a la alcaldía por Izquierda Unida, el que tiene que encabezar la lista debe ser mi esposo. Eso nos da oportuni-dad para exigir que aparezca vivo o muerto. —¿Por qué no? Hay que tomar el planteamiento de la com-pañera Doris y hay que saludar su valentía —se pronunció Javier ante los mineros. Con tan solo 24 años, la participación de Doris Caqui con-movió a Javier y a los trabajadores reunidos en aquella asamblea. La estrategia de postular a su esposo a la alcaldía de Pasco permitiría que el pueblo la acompañase en la búsqueda de justicia y a exigir a los militares su pronta aparición. No importaba que Javier perteneciese a Izquierda Unida y Teófilo Rímac al Focep, el desaparecido era una víctima más de la violencia política de aquellos años en el Perú y el compromiso de hallar su cuerpo tenía que ser tomado por todas las izquierdas. Fue así que en 1987 se armaron las listas y empezó la convo-catoria de los militantes de Izquierda Unida en todo Cerro de Pasco. Rímac encabezó la lista, pero el partido aprista ganó por una dife-rencia de 56 votos. A pesar de su embarazo, Doris Caqui recorrió varios pueblos de Cerro de Pasco para realizar la campaña electoral. De igual manera, la diferencia de 56 votos no fue tan abismal y ella siguió la búsqueda de su esposo al margen de los resultados. Javier Diez Canseco, quien ya estaba en Lima, le escribió una carta a Doris y se la envió a través de un compañero izquierdista a

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Pasco. En ella, el senador de la República le pedía que viajase a Lima para exigir que de una vez por todas se constituyera la comisión in-vestigadora de la cámara de senadores. En la cámara de diputados, de mayoría aprista, se había concluido que Teófilo Rímac se había fugado de la base militar de Carmen Chico. Doris Caqui, decepcio-nada y con pocas esperanzas de que pudiesen investigar el caso hasta llegar a la verdad, empezó a notar que Javier se estaba preocupando bastante por el tema. Una vez más, él abandonó Lima para investigar un caso re-lacionado a los derechos humanos en el interior del Perú. Cuando llegó a Pasco, buscó a los testigos y había grabado los testimonios de los dirigentes y estudiantes que estuvieron presos junto a Teófilo en la base militar. Todos ellos le contaban la manera cruel en la que el secretario del Focep era torturado. Javier había entrevistado a aprox-imadamente cuarenta y cinco personas y presentó en la comisión investigadora de la cámara de senadores una carpeta que contenía todos los testimonios. Pero con eso su trabajo no bastó. Los testigos le habían con-firmado que Rímac fue asesinado por los militares y luego desapa-recido. Por eso acompañó a Doris Caqui a Carmen Chico y juntos empezaron a escarbar los lugares empozados de tierra movible que rodeaban la base militar. Con la esperanza de poder hallar el cuerpo o alguna pertenencia del desaparecido, buscaron las partes donde encontraban hoyadas en la tierra, pues pensaron que eran fosas clan-destinas como en Ayacucho. Pero no encontraron ningún indicio que revelase que Teófilo haya estado cerca de ahí. Desmoralizados, se alejaron de Carmen Chico y se fueron caminando hasta Chicrín, un asiento minero al noreste de Pasco. Durante el recorrido, los pobladores reconocieron y saludaron a Ja-vier. Le decían que se cuidara mucho porque era el único senador que había llegado hasta ese lugar tan apartado. «Han desaparecido a nuestro Tiucho», le decían los mineros de la zona. Así es como

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llamaban de cariño a Teófilo Rímac. Para Javier no fue sencilla emprender la búsqueda del cu-erpo desaparecido. En los alrededores de la base de Carmen Chico no había carretera ni pampa, se ubicaba en las profundidades de la quebrada, un sitio donde es difícil caminar y su acceso es muy arries-gado. Javier pasaba por la tierra, la esquivaba y, si se caía, se negaba a que su compañera Doris lo ayudara. Él se incomodaba cuando no-taba que la gente se apiadaba de él. «Si me tengo que caer, tengo que caerme. Tengo que aprender a levantarme solo», dijo en más de una ocasión. Tras su estadía en Pasco para realizar toda la investigación necesaria, Javier retornó a Lima con el fin de presentar el informe final y defenderlo ante los demás senadores. Quienes se sumaron al compromiso de seguir indagando por el paradero de Teófilo Rímac fueron Genaro Ledesma y David de la Sota, diputado por Cerro de Pasco. Por su parte, Doris Caqui renunció al Focep porque había no-tado que la dirigencia solo se preocupaba por las candidaturas y no por buscar a su esposo. La militancia tuvo que dejarla de lado para seguir en la lucha por encontrar el cuerpo. Desde ese momento, el caso de Teófilo Rímac Capcha unió más a Doris Caqui y a Javier Diez Canseco. Ella era familiar de una víctima de la guerra clandestina entre el Ejército y los terroristas y él un senador que trabajó con seriedad en el caso del militante izqui-erdista desaparecido. La justicia por la que habían luchado los llevó organizarse de forma más articulada por ayudar a hombres, mujeres, hermanos, padres, esposas e hijos que llegaban desde los departa-mentos más afectados por la violencia a pedir auxilio por sus famili-ares detenidos. Javier nunca les negó el apoyo y participaba con ellos en vigilias y campañas para encontrar a los peruanos desaparecidos por militares y terroristas.

La gran mayoría de las víctimas no era de Lima. Sendero Luminoso

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había penetrado lugares como el valle del Huallaga, Andahuaylas, Ayacucho y parte del Cuzco. El Ejército había llegado a estas zonas a instalar bases y a combatir al grupo armado. Pero la ofensiva ter-rorista iba por más, Sendero Luminoso buscaba más departamentos del centro y sur del país para presionar sobre ellos. Casi al límite con Bolivia, junto al lago Titicaca, Puno despertó el interés de los ter-roristas para invadirlo y devastar a las comunidades, estrategia san-guinaria que había aplicado en departamentos anteriores. ¿Por qué un lugar como este, tan frío y alejado de la zona centro? Hacia 1985, Puno se convirtió en una zona clave de poder político. Las bases agrarias adquirieron protagonismo gracias a una reforma del presidente Alan García, quien les otorgó mayor poder empresarial. Javier Diez Canseco al margen de su función de diputado, era secretario general del Partido Unificado Mariateguista (PUM). El panorama del país no era el que él quería: los derechos humanos violados por el Estado y por los terroristas, no se podía vivir con tranquilidad y la gente de la sierra, con la que había convivido en su juventud, vivía con el temor a ser aniquilada en cualquier momento. Antes de que Puno fuera despedazado y sus comunidades se con-virtieran en víctimas, tomó la decisión. —Si triunfa Sendero, estamos muertos —le dijo a su colega Víctor Torres. —Y si triunfan las Fuerzas Armadas, entramos a una dicta-dura —le contestó Torres. —Estamos entre dos fuerzas. Tiene que aparecer una tercera —dijo Javier. —Si no es la izquierda, ¿entonces quién? —preguntó Tor-res—. Esa tercera fuerza tiene que ser el PUM. —Tenemos que dar la batalla frente a frente —señaló Javier, con la convicción de intervenir—. Sendero y el Ejército desaparecen al pueblo y no los vamos a dejar.

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—Si ganamos por este tercer camino, tenemos la posibilidad de ser gobierno en 1990 —concluyó Torres. Ni los muertos, ni los heridos, ni las ciudades casi desapa-recidas, ni las autoridades asesinadas. Nada intimidó a Javier. Iba a estar cara a cara con la muerte. Iba a desafiar al terror. Iba a librar de las amenazas de los terroristas y militares a todas las comunidades puneñas que pudiese. No era una lucha política, tenía que enfrentar-los en el mismo terreno. Partió rumbo a Puno con una comitiva del PUM a iniciar la batalla. Sendero Luminoso ya sabía cómo ingresar a este departa-mento. Su plan era tomar las provincias del norte, como Azángaro y Melgar. Pero estas comunidades estaban bastante organizadas. Vanguardia Revolucionaria había trabajado con ellas durante veinte años y la presencia de la iglesia progresista provocó que la población no sucumbiera de forma rápida ante el discurso senderista. Los in-tegrantes del PUM que llegaron desde Lima encontraron este esce-nario y tenían que acostumbrarse a vivir con inseguridad. A las siete y media de la noche, en la puerta del coliseo donde se realizaba el congreso de la Federación Departamental de Campesinos de Puno, la explosión de una bomba alarmó a todos los asistentes, delegados y dirigentes políticos. —¿Escucharon? —preguntó un asistente. —Ha sido por la puerta —respondió uno de los militantes del PUM. —¡Fueron los apristas! —acusó un grupo. —¡Sendero Luminoso está detrás de esto! —gritaron los asistentes. Empezaron las sospechas. El escuadrón Rodrigo Franco, un comando paramilitar formado por apristas, había empezado la persecución a nivel nacional de presuntos terroristas y militantes de izquierda. Por eso muchos atribuyeron el atentado a esta agrupación. Sendero Luminoso también podía ser, aún no se podía descartar su

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presencia en Puno y quizás esa explosión era una de sus primeras acciones. Los militantes del PUM habían acondicionado los espacios del coliseo para que los asistentes durmieran esa noche. Javier y sus compañeros del partido dormían en la ciudad, en casas de amigos o en la parroquia. Pero tras la explosión todo cambió. Se descubrió que los autores del atentado fueron los miembros del comando Rodrigo Franco; días anteriores un compañero del PUM detectó la llegada de los apristas a Puno. Se especulaba de todo: una emboscada para an-iquilar a los izquierdistas, que habían rodeado el coliseo o que habían colocado más bombas en el camino de regreso hacia la ciudad. Por eso esa noche nadie salió del coliseo y los asistentes al congreso tuvi-eron que dormir allí mismo. Fue un momento duro para los compañeros que habían lle-gado de Lima. Javier y sus camaradas no estaban acostumbrados al frío tan inclemente de los Andes. Tampoco llevaron nada para pasar la noche y se abrigaron con lo que tenían en la mano. Era soportar el frío de Puno o salir a dormir a la ciudad con la amenaza de que pudi-eran ser aniquilados en el trayecto. Los del PUM jamás olvidarán la noche en que el frío casi acaba con ellos por culpa del escuadrón Rodrigo Franco.

Sendero Luminoso y las fuerzas militares avanzaban cada vez más. Sus ofensivas y ataques eran mayores. Javier Diez Canseco estaba al centro del conflicto, comprometido en la defensa de las comunidades indígenas y sus tierras. Convocaba huelgas y paros para movilizar a los campesinos y demostrarle a los terroristas que no iban a poder en Puno. Desconfiaba de los militares. Si ellos se hacían cargo de la zona, iban a cometer violaciones a los derechos humanos de los so-spechosos sin prueba alguna. No había que darle espacio a ninguno de los dos grupos. Cien mil comuneros de numerosos distritos de Puno fueron

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capacitados para cuando llegara el día en que tuviesen que afrontar el peligro. La historia no los había tratado bien. Una reforma agraria que fracasó, la incompetencia de los presidentes en afrontar el prob-lema rural y el interés personal de ciertas autoridades que contro-laban las tierras a su antojo provocaron la crisis del campesinado puneño. Años antes, cuando Javier era estudiante, viajó a este depar-tamento como voluntario y le causó impacto ver el entierro de un muchacho cuyo cuerpo estaba en una caja de madera. Fue una ex-periencia brutal para él: conoció a fondo la situación de desigualdad que se vivía en el Perú. Su principal círculo eran sus amigos del co-legio o los que vivían por su casa, en el distrito limeño de San Isidro. Por eso de esa imagen nunca se pudo olvidar. Le indignó que tras muchos años las cosas siguieran igual en Puno y por eso volvió. Javier tuvo de aliado a la iglesia, compuesta por curas pro-gresistas que creían en la teología de la liberación. Ellos admiraban la labor del PUM en Puno y por eso le ofrecían a sus militantes todas las comodidades. La religión quedó en segundo plano. —¿Han comido? ¿Dónde van a guardar el carro? ¿Tienen gasolina? —preguntaba con impaciencia un cura. —Tranquilo. Tenemos todo —respondió Javier. —La parroquia los espera con las puertas abiertas —le ofre-ció el cura. En las reuniones entre «pumistas» y curas, que solían ser al final de las jornadas agotadoras de trabajo en el campo, se discutía y se bromeaba acerca de la existencia de Dios. Los miembros de la iglesia tomaban trago como los demás, tenían una visión más abierta de la religión. Muchos de los militantes no creían y se lo decían a los curas para reírse un rato. Los dos grupos estaban juntos en la lucha y tenían que fraternizar todo lo que pudiesen. Hallaron una fórmula eficaz para que la religión quedara de lado: respetar la creencia de cada uno y evitar hablar de ese tema.

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—Dios no existe —bromeaba el compañero Torres. —¡Cómo dice eso hermano! —contestó un cura indigna-do—. Existe en cada uno de nosotros. —Para nada. Yo no creo —seguía Torres. —Dios vive. Por él estamos aquí. Por él triunfaremos —in-sistía el cura. —Bueno, ya está bien. Tanto que insiste voy a aceptar —Tor-res cedió en su posición—. De repente existe. Los terroristas ya se habían enterado de la alianza de la igle-sia con el Partido Unificado Mariateguista. Sus principales locales fueron su objetivo. —¡Han incendiado la granja! ¡Se acercan por el norte! —in-formó preocupado un «pumista». —¿Cuál de todas? ¿Seguro que fue Sendero? —respondió Ja-vier, sereno, sin dar señales de temor. —La del Instituto —contestó el militante—. La tomaron y la quemaron por completo. El Instituto de Estudios Rurales era una organización for-mada por la Iglesia que funcionaba como escuela para los niños de la zona. La columna armada senderista, que ya había iniciado sus acciones en Puno, seguía los pasos a toda fuerza opositora que se encontrase en su camino. Los «pumistas» estaban divididos en lugares estratégicos para informar de la presencia del Ejército o de los terroristas a los dirigentes principales. Cuando observaban acciones de peligro, las comunicaban de inmediato a Javier Diez Canseco y a Alberto Quin-tanilla, diputado por Puno. Sendero ya les soplaba en la nuca. Aparte del Ejército, en-contraron en el PUM a un enemigo más. Muchos compañeros fallecieron en la lucha: dirigentes, delegados, alcaldes o curas. Los que sobrevivían tuvieron que armarse para evitar tener más bajas. Nadie podía retroceder.

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—No vamos a ganar esta tercera vía sin el aporte de todos —dijo Javier—. Miren la lista. Cuatro senadores y trece diputados. —Diecisiete pumistas en el Congreso. Somos una de las fuerzas más importantes —comentó Torres. —¡Pero de nada sirve si no se movilizan! —Javier estaba al-terado. A Javier, como secretario general del PUM, no le servía tener tanta cantidad de congresistas si no actuaban en cada huelga, paro o manifestación. —¡Diles a todos que luchen con nosotros! —le alzó la voz Torres—. ¡Y al que no vaya lo colgamos, carajo!Javier no podía arriesgar su vida solo. Poco a poco los militares y senderistas lo acorralaban. Haberse ubicado entre dos fuegos em-pezaba a tener sus consecuencias. Dejó Lima para evitar que Puno fuese el «segundo Ayacucho» en manos de terroristas y para des-plazar a los militares que se habían apoderado de las tierras de los campesinos. Los hechos le demostraban que fue una alternativa casi mortal: en años anteriores Sendero Luminoso exterminó a sesenta y nueve campesinos en Lucanamarca, Ayacucho. Dejó de lado el recuerdo de las masacres y el miedo a ser asesinado por la bala de un fusil. Como diputado, le hubiese sido más sencillo quedarse en Lima a trabajar proyectos de ley que casti-gasen a los autores se las masacres. Pero decidió caminar por pam-pas, villas y pueblos enteros para defender los derechos humanos de los peruanos afectados por el terrorismo. Para Sendero Luminoso las humildes comunidades campesi-nas estaban de lado del Estado burgués y se merecían un castigo. Cuando iniciaron las acciones en distintos distritos, los paisajes y pueblos de Puno parecían retratos de posguerra: chozas destrozadas, caminos bloqueados y locales pintados con la hoz y el martillo. La «tercera vía», esa alternativa propuesta por Javier y sus compañeros, parecía complicarse frente a los ataques de los terroristas.

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—Las comunidades necesitan apoderarse de las tierras —dijo Javier—. Si lo logramos, cuando Sendero o los militares lleguen, las encontrarán ocupadas y no tendrán opción. —Puno es una bomba de tiempo. No podemos esperar más —contestaron algunos dirigentes, dispuestos a tomar medidas lo más pronto posible—. No vamos a darles ningún espacio. —Los títulos del Estado no nos sirven —Javier fue directo. —La Federación Campesina puede preparar otros —sugirió uno de los dirigentes. —Entonces convoquemos a los gremios principales en la plaza de Armas y les entregamos sus nuevos títulos de propiedad a nombre de la Federación —ordenó Javier—. Yo los firmo. La recuperación de las tierras que se logró con el sacrificio de los pobladores debió tener sustento legal para evitar que las Fuerzas Armadas y Sendero Luminoso las conquistaran. Javier con Alberto Quintanilla se encargaron de otorgarles los títulos de propiedad a más de diez mil campesinos en la plaza de Armas de Puno.La Federación Departamental Campesina de Puno fue la orga-nización que respaldó esos documentos, y Javier, en su papel de se-nador y secretario general del PUM, firmó miles de estos. La tierra, cuyo valor es sagrado para las comunidades, pasó a manos de sus dueños reales para que iniciaran sus tareas agrícolas. Los «pumistas», cual guerreros en las alturas, retaron al peli-gro y salieron airosos de la batalla. Recuperaron cerca de un millón de hectáreas de tierra y estuvieron presentes con los puneños en cada toma. Acompañaron sus rituales de inauguración con los respectivos pagos a la tierra. Comprendieron su cosmovisión, tan espiritual y comprometida con la naturaleza. Por eso acabaron con la amenaza senderista y militar. La ce-guera de estos grupos les impidió ponerse al lado de los campesinos sin más opción que aniquilarlos. Muchos puneños jamás olvidarán el día en que Javier Diez Canseco arriesgó su vida y lideró un mov-

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imiento para expulsar a los asesinos de un territorio que estaba des-tinado a convertirse en un infierno. Su relación con este departamento fue más allá de la activi-dad política. En 1998, mientras estaba suspendido en el Congreso, Javier pasó algunos días en la isla de Suasi para darse un descanso. Hasta allí llegó con sus amigos y con su equipo. En años anteriores, Javier había conversado con Martha Giraldo sobre la posibilidad de empezar un proyecto de preservación ambiental en esa isla. Ella le entregó una carta de presentación del proyecto para que él la presen-tara a algunos empresarios con el fin de solicitarles el crédito finan-ciero. Martha Giraldo creía que Javier, por su influencia y prestigio de congresista, tendría más posibilidades que ella de establecer con-tactos. A los dos días de realizar esta labor, Javier se comunicó con Martha. —Martha, necesito el proyecto. Varios me han respondido y están interesados. Entonces Giraldo sacó varias copias del proyecto para en-tregárselas a su amigo. Por darle la mano y contribuir a que el proyec-to se concretara, el congresista terminó involucrado. Se había conta-giado del esmero con el que Giraldo trabajaba en aquel proyecto de conservación y se convirtió en su socio. El paisaje y la riqueza natural de la isla Suasi fue para Javier una oportunidad de ofrecerle al viajero nacional y extranjero un espacio de calma en un departamento que conocía tan bien como Puno. El proyecto en sí consistía en la construcción de un pequeño hotel en medio de la isla Suasi. Los viajeros podían hospedarse du-rante las vacaciones y tenían la oportunidad de bañarse en sus aguas. Había mucho trabajo por hacer. Javier iba muchas veces para super-visar la labor de su compañera Giraldo y, como si fuera un viajero más, para hospedarse. Su trabajo como congresista era agotador y, a pesar de que su vida era entregada al compromiso social, también necesitaba algunas temporadas en el campo. Aunque le era casi im-

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posible desligarse de su función pública. —¡Ojalá que se te caiga el celular al agua para que tengas tiempo para nosotros! —le decía en broma Martha Giraldo. A pesar de su desconexión de Lima, siempre recibía llama-das de cualquier tipo. Las veces que iba con su familia, se relajaba más y se bañaba en la isla con sus hijos. Se desplazaba muy bien a pesar de la poliomielitis, miraba bien la ubicación del suelo para saber dónde poner los pies y eso no fue ningún problema. Con su pierna sana daba pasos muy largos para no retrasarse. Javier desarrolló un vínculo muy afectivo con los Giraldo. Como toda familia que vive en la sierra, ellos eran muy cariñosos con sus coterráneos y también con los citadinos. La mamá de Martha siempre tuvo la puerta de la casa abierta para él y, cada vez que llega-ba, le preparaba platos especiales. Juntos participaban en carnavales, Javier se disfrazaba de zorro o de payaso y bailaba alegremente. Una noche, por una actividad política que debía realizar en otra zona de Puno, Javier llegó más tarde de lo previsto a una fi-esta familiar. Sorprendió a los asistentes porque entró disfrazado de zorro justiciero. Él se sentía parte de la familia y así desarrolló una faceta alegre e infantil que nadie creería. Su imagen de congresista polémico y luchador fue dejada de lado en Puno. Durante el carnaval, se pintaba con harina y con colorete como es costumbre en las festividades puneñas. El lado cómico del congresista Javier Diez Canseco lo llevó a asumir con gracia la en-fermedad que tuvo en la pierna. Antes de dormir, se quitaba el za-pato ortopédico y dejaba notar su prótesis de fierro. No tenía ningún conveniente en alzarse el pantalón y mostrarle a los Giraldo y a sus vecinos su pierna afectada por la poliomielitis. Todos quedaban sor-prendidos y a la vez festejaban la broma de Javier. Aquellas reuniones le bastaban para demostrar que era igual que los demás y para que, con gracia, se ganase el afecto de las familias puneñas.

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Mar Pérez y Miguel Jugo son activistas de derechos humanos y se encargan de ayudar a las personas que no tenían condiciones acept-ables de vida. —A Elmer Campos primero lo mandaron a un hospital de Chiclayo y de allí lo acaban de trasladar a Lima —Mar Pérez le conta-ba a Miguel Jugo—. Es cuadripléjico, nunca más va a poder caminar y lo están botando del hospital. Era 22 de diciembre de 2011. Faltaban dos días para la Navi-dad. Las oficinas iban a cerrar. El personal médico de algunos hos-pitales iba a dejar de trabajar hasta después del día 25. Si bien era la víspera de una fecha en la que todo es solidaridad, parecía que nadie iba a hacer nada por el señor Campos. —La verdad, Mar, es que el único que puede hacer algo es Javier Diez Canseco. Miguel Jugo su amigo desde los años ochenta. La amistad y el trabajo que les unía se comprobaba en los momentos más difíciles. Sin pensarlo dos veces, cogió su celular y marcó su número. —Aló, Javier, ¿estás ocupado? —Hola. Ahora no te puedo atender. Llámame en dos horas —le contestó Javier. Ambos compartían eventos en común en las organizaciones donde trabajaban juntos. Pasadas las dos horas, Miguel prefirió no llamarle. Ese día había un almuerzo en Sedal, una institución relacio-nada con el tema de los derechos humanos. Se enteró de que Javier iba a ir y decidió buscarlo allí mismo. —Disculpa que interrumpa tu almuerzo, Javier —le dijo Miguel cuando lo encontró—. Pero tenemos un problema. Le contó el caso de Elmer Campos. Le explicó que había sido víctima de la represión policial durante una manifestación contra el proyecto minero Conga, en Cajamarca. Se dedicaba a la agricultura

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en el pueblo de Bambamarca y, como muchos coterráneos suyos, se unió a la resistencia contra la compañía minera Newmont. Por alzar su voz de protesta, en noviembre de 2011, mientras vigilaba las lagu-nas con sus compañeros, agentes de la Policía dispararon contra él. Le impactaron dos balas: una cerca del pulmón, la otra le destrozó la médula. Sus compañeros se alarmaron con el ataque. Cuando hiri-eron a Elmer, lo cargaron entre varios para llevarle a una zona más segura. Aquella era una batalla que se libraba lejos de Lima, entre el Estado y los comuneros que querían proteger la naturaleza. En Javier todo cambió tras escuchar las palabras de su ami-go. Se sintió mal, su buen humor terminó y empezó a hacer llama-das. Se sensibilizó tanto que salió apurado del almuerzo a buscar a sus contactos para que lo ayudasen a solucionar el problema de El-mer Campos. El tiempo jugaba en contra: si no era ese mismo día, no sería nunca. Por Navidad iba a encontrar todo cerrado. Miguel recibió la llamada de Javier a las seis de la tarde. —Elmer ya tiene un sitio especial. Lo ha ido a ver el vice-ministro de Salud. Se va a quedar en el hospital todo el tiempo que quiera —le contó Javier. A Miguel solo le quedaba escuchar cómo su amigo le decía que todo ya estaba bajo control. Javier solucionó el problema en unas pocas horas. Estaba indignado. Le parecía inaceptable que los hos-pitales jugaran con un ciudadano enfermo que requería atención de emergencia. Nadie quería hacerse cargo de él, los médicos no le querían comunicar su estado real y Javier fue el único congresista que se acercó a apoyar a la familia. Javier también estaba en contra del proyecto Conga. No podía tolerar cómo los policías violaban los derechos humanos de las personas que defendían el agua y la tierra. Por eso se solidarizó con Elmer. Los dos compartían la mis-ma lucha, pero uno fue castigado con la represión de la Policía, que

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lo dejó en silla de ruedas por el resto de su vida. Javier siempre estuvo con él. Lo visitaba en el hospital Dos de Mayo en Lima y no se cansaba de publicar tuits que informaban acerca de su estado de salud. —Cojeo hace 62 años y pude hacer una vida normal —le contaba Javier—. Tienes que ser fuerte. En estas situaciones siempre se aprende algo nuevo. Elmer se quedó pensativo, solo escuchaba al congresista. —Somos tres millones de peruanos discapacitados —Javier buscaba identificarse con él. Estaban en el pabellón Santo Toribio del hospital Dos de Mayo. En la cama número 14 Elmer permanecía tendido, rodeado de sus familiares, que escuchaban la conversación sin intervenir. —Solo estudié secundaria completa. Aunque no pude hac-erlo, siempre quise estudiar alguna carrera en la universidad —El-mer dijo sus primeras palabras, pero quiso hablar de otra cosa—. No hicimos nada. Mire el video que han subido. Solo defendíamos la laguna. ¡Defendíamos nuestra vida! —Lo sé. El Estado es el responsable. Tienes todo el derecho a iniciar una demanda —le sugirió Javier—. Necesitamos los informes médicos sobre tu caso, Elmer. «La gente está muy resentida con el Gobierno. Las políticas mineras se han manejado de la manera más torpe», pensaba Javier al ver el estado de Elmer. —¿Volverá? —No lo dudes. El lunes estoy aquí para empezar a hacer los trámites con tu familia —le prometió Javier—.Tienes que ser fuerte por tu mujer y por tus hijos. Se despidieron. Javier abandonó el pabellón Santo Toribio, mientras que Elmer se quedó en su cama, esperanzado en seguir la batalla por su salud. Ese tipo de problemas enfermaba a Javier. Pobladores aban-

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donados, castigados cruelmente por reclamar lo que es justo, sin oportunidades tan básicas como salud o educación. Ni qué decir de los delitos de corrupción o de violación de los derechos humanos. «A mí me llegan al estómago. Yo tengo ocho úlceras que me las ha causado el país», les comentaba alguna vez a sus amigos. No era un político cuyas funciones acababan en el Parlamento. El pueblo estaba afuera, en las calles, en las provincias, lejos de la capital.

Mientras era senador en 1981, una noche de verano acudió a la plaza de Armas porque más de seiscientos mineros habían llegado desde Huancavelica a Lima en una marcha de sacrificio. Se habían insta-lado en el centro de la plaza. Las mujeres estaban sentadas con sus hijos en el pasto. No tenían dónde pasar la noche. La Policía había rodeado la plaza, aun así Javier logró llegar hasta el centro. Se lo per-mitieron porque era funcionario público. —Senador Diez Canseco, tenemos la orden de desalojar a estas personas —le dijo el encargado de la seguridad de Palacio de Gobierno. —¿Quién ha dado la orden? —lo interrogó Javier.—El ministro del Interior. Más bien, ¿puede conversar con ellos para que se retiren tranquilos?—Claro, yo les digo. No tengo ningún problema. ¿Puedo hablar con el jefe de la casa de Gobierno? —preguntó Javier. El encargado de la seguridad entró a Palacio de Gobierno a buscar a su jefe. En un instante, salió a la plaza. —Hola Javier. Te pido que hables con ellos pero, por favor, sin agitaciones —el jefe de la casa de Gobierno fue claro. —Tú estás hablando de agitación política. Yo te aseguro que esta gente, hace un mes, no conocía Lima y no sabía absolutamente nada de política. Ahora están aquí y han tomado esta plaza con un criterio político admirable —Javier le dio una respuesta certera. Él sabía que los mineros querían quedarse a dormir en la

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plaza de Armas. Los defendió hasta el final. Tras conversar con el jefe de la casa de Gobierno, a quien convenció con su discurso, se dirigió a la multitud. —Pueden pasar la noche aquí y mañana se retiran. Para Javier era inhumano desalojar a los pobladores que habían venido desde Huancavelica. Dejó sin palabras a los que pre-tendían retirarlos. Sus conflictos con los poderes de turno no eran pocos. Reiteradas veces tuvo que enfrentarse a ministros, presiden-tes o congresistas que abusaban de la población y la privaban de sus derechos. «Agitador» lo llamaban sus opositores, aquellos colegas que jamás compartieron posiciones con él. Tenían un prejuicio sobre Javier que se mantuvo hasta años posteriores. Su energía en cada polémica, el cálculo del rival y el temperamento que mostraba cu-ando combatía en el campo de las ideas fueron las cualidades que provocaron una imagen poco amigable sobre su persona.

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3Arte, lucha y resistencia

Dos personas estaban realizando una intervención artística a pocas cuadras del Palacio de Gobierno. Los acompañaba un fotógrafo que registraba con toda la precisión posible los movimientos de ambos artistas. Estaban pegando en las paredes autoadhesivos de forma rectangular y con el rostro color amarillo de un hombre cuyos ojos están tapados por una barra blanca. Debajo de esta imagen, la pal-abra «Kerosene» estaba escrita con letras negras. Encima de la ima-gen, el número de DNI del personaje anónimo. Parecía un afiche de recompensa si encontraban al hombre de la foto y cualquier tran-seúnte que lo viera lo asociaría fácilmente con la frase «Se busca». Era el año 1995. El presidente Alberto Fujimori había pro-mulgado la Ley de Amnistía que libraba de responsabilidad a los militares enjuiciados por delitos contra los derechos humanos. Ja-vier Diez Canseco, quien había sido miembro de la Comisión de Derechos Humanos del Congreso en los ochenta, se opuso a esta medida y no dudó en participar de las acciones que la sociedad civil organizaba contra esta ley. Investigó cada caso y viajó por distintos departamentos del Perú para hallar la verdad acerca de los respon-sables. No podía permitir que los culpables salieran libres.

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Si bien tenía apoyo popular de un sector que creía que Al-berto Fujimori había acabado con el terrorismo tras la captura de Abimael Guzmán, existía un grupo combativo de la población que estaba dispuesto a demostrarle que la justicia no era juego. Los ar-tistas, siempre críticos y sensibles con la situación que se vivía en el Perú, encabezaron un movimiento de oposición al Gobierno basado en la exhibición de sus obras. El artista plástico Víctor Delfín fue la imagen y una de las voces principales de esta organización que en algunos momentos estuvo no solo compuesta por pintores o escul-tores, sino también por aquellos que no aprobaban al presidente. Desde 1993, este colectivo de ciudadanos solía reunirse en la casa de Delfín, en Barranco. Acudían periodistas, políticos, estudi-antes y artistas. Todos realizaban distintas actividades, pero los unía algo en común: la defensa de la democracia. Para asistir no había necesidad de sacar cita previa, bastaba con llamar treinta minutos antes para avisar. Delfín sabía que, si abría las puertas de su casa a gente comprometida, el movimiento crecería. Javier Diez Canseco conversaba con los demás acerca de distintos asuntos políticos. Había que realizar acciones para dem-ostrarle al Gobierno el descontento de ese grupo de ciudadanos. El arte era un tema bastante recurrente en las conversaciones. Podía ser usado como instrumento de lucha. —¿Por qué no hacemos una exhibición sobre derechos hu-manos? —preguntó Eduardo Villanes, un joven estudiante de Arte. Hace algunos años, Víctor Delfín ya trabajaba en obras artísticas sobre derechos humanos, pero no lo exhibía. Tenía sus creaciones en su casa y la gente que iba podía apreciarlas. Cuando escuchó a Villanes, decidió ponerse en contacto con personas que lo pudieran ayudar. Logró que el padre Gutiérrez le diera permiso para mostrar las obras de diferentes artistas en el convento San Francisco, en el Centro de Lima. Así inició la convocatoria. —No estamos para ponernos exquisitos —dijo Víctor con

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seriedad—. El que quiera exhibir que lo haga, no somos nadie para decidir quién es buen o mal pintor. La calidad de la obra la decidirán en el futuro, lo que vale ahora es el coraje. Fue así que en noviembre de 1994 se exhibió «Desapareci-dos» en el Convento de San Francisco. Fue una muestra atrevida no solo en lo político, sino también desde el punto de vista artístico: había obras de artistas reconocidos junto a otras de aficionados, algo que fue tildado por muchos como «de mal gusto». La mañana del 17 de junio de 1995, tres días después de la promulgación de la Ley de Amnistía, la palabra «Evaporados», con letras gigantes, apareció por primera vez en la Vía Expresa, frente al Estadio Nacional. Provisto de sus materiales y decidido a desafiar el frío de la madrugada limeña, Eduardo Villanes realizó este trabajo mientras la ciudad dormía. Con pegamento en spray trazó las diez letras para luego pegar pedazos de cajas de leche de la marca Glo-ria encima de cada una. El objetivo de este collage era denunciar las desapariciones de miles de personas a cargo de los militares y hacer referencia a la práctica empleada por la cual las víctimas eran «va-porizadas»: quemadas con kerosene para evitar su identificación. El caso más conocido fue el de La Cantuta, donde los restos quemados fueron luego guardados en cajas de leche evaporada de esa misma marca. Fueron semanas muy agitadas las que siguieron después de la promulgación de la ley. Javier Diez Canseco, Víctor Delfín, e intelectuales y representantes de los gremios organizaron la «Gran Marcha contra la Impunidad». Las reuniones previas fueron en la casa de Delfín y la misión era clara: exigirle a Fujimori que los cul-pables pagaran por los abusos cometidos. Javier y Víctor eran los coordinadores de la movilización. Hubo ocasiones en que la casa estuvo repleta. Todos discutían, aportaban o descartaban ideas. Las calles estaban próximas a ser invadidas por un movimiento artístico y comprometido.

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—¿Y si marchamos con cajas de leche Gloria en la cabeza? —sugirió Villanes—. Llevamos bastantes y se las entregamos a la gente. —Javier está coordinando todo —le contestó Delfín—. Lo tengo que consultar con él. El objetivo era que la marcha fuera lo más efectiva posible para que el Gobierno supiera que un sector de la población estaba en contra de la libertad de los militares culpables de delitos que ya habían quedado en libertad apenas se promulgó la ley. Javier asumió esta responsabilidad, ya tenía experiencia en movilizaciones pasadas y sabía que organizarse de la mejor forma garantizaba el impacto de cualquier marcha. Siempre dispuesto a escuchar a la gente, le dijo a Víctor que Villanes expusiera su idea frente a todos. —Eduardo va a decirles algo —se dirigió a los asistentes Delfín. —La idea es ponerse las cajas en la cabeza y lograr que la gente haga lo mismo durante la marcha —explicó Eduardo. Al inicio se sintió perdido, sin saber qué decir ante la pres-encia de sindicalistas, políticos e intelectuales. Luego se desenvolvió normal y mientras exponía notó que Diez Canseco lo miraba atenta-mente y le transmitía su apoyo cómplice. Pensó que nadie confiaría en él porque no era conocido en el medio. Los veteranos escucharon cómo un joven estudiante defendía su idea de usar el arte como pro-testa. Comprendieron su intención, muchos lo asociaron con una campaña psicosocial y Villanes pasó la prueba. El día de la marcha, la concentración fue en la plaza Francia. Hasta allí llegaron activistas de los derechos humanos, familiares de víctimas de los crímenes de Estado, otros colectivos, estudiantes y políticos. Se repartieron volantes con la frase «Contra la industria estatal de evaporar gente». En las cajas que se entregaba a los protes-tantes antes de empezar la movilización se leía: «Gloria. Gente evap-orada». Muchos se las colocaron encima de sus cabezas. Entendieron

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que era una manifestación artística contra los autores de las matan-zas de Barrios Altos y La Cantuta. Javier se había convencido de que el arte resultaba una for-ma útil de denuncia y de sensibilización. Siguió acudiendo a la casa de Víctor Delfín y, desde su función como congresista, colaboraba en todo lo que hacía falta. Además, apoyó la constitución de la Aso-ciación Pro Derechos Humanos (Aprodeh). Este grupo, fundado por su esposa Liliana Panizo y por algunos de sus amigos de la universi-dad, promovía toda propuesta de arte político. En el transcurso de los siguientes meses, cuando las iden-tidades de los miembros del Grupo Colina fueron saliendo a la luz, Villanes diseñó otra campaña que mostraba sus rostros.La campaña «Kerosene» consistió en la distribución y circulación de diez mil adhesivos con la cara de Santiago Martin Rivas, militar miembro del Grupo Colina, acusado de graves crímenes contra los derechos humanos. Se entregaron fajos de cien a los activistas políti-cos, a los familiares de las víctimas y a la población en general. Se pegaron en los buses, postes, avenidas y calles de la capital. «Kero-sene» también llegó hasta el Congreso de la República. —Pegué algunos stickers en el ascensor y en los pasadizos del Congreso —contó Javier en una de las reuniones. Acostumbrado siempre a ir por más, su participación en la campaña contra Fujimori no terminaba en las calles. Como cual-quier persona que quería difundir, se llevó una parte de adhesivos. Villanes y Delfín quedaron sorprendidos con lo que dijo Javier. Los lugares más recurrentes eran las plazas y vías principales; no imagin-aron que el retrato de Martin Rivas estuviese pegado en las distintas instalaciones del Parlamento. Mientras Eduardo Villanes y Manuel Boluarte, de Aprodeh, pegaban los adhesivos en el jirón Lampa, en el Centro de Lima, fuer-on detenidos por la Policía. Eran las ocho de la noche. El suboficial a cargo del arresto les exigió que subieran al carro para llevarlos a la

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comisaría de Alfonso Ugarte. Ninguno entendía lo que estaba pas-ando. De pronto fueron tratados como delincuentes. Lo más prob-able es que hubieran estado siguiendo sus pasos. —Somos del Servicio de Inteligencia —se presentó un sujeto que llegó a la comisaría—. Los vamos a llevar a otro lugar.El hombre, con el rostro demacrado, como si no hubiese dormido en varios días, miraba de forma amenazante a los detenidos. —Por favor, firma aquí —le dijo el comisario a Villanes—. Si algo te pasa no va a ser mi responsabilidad.«Estoy abandonando la comisaría de Alfonso Ugarte en perfecto es-tado de salud. No he sido maltratado. Estoy siendo derivado a otra dependencia», decía el papel que se negó a firmar Villanes. El comis-ario estaba muy nervioso, sospechaba de los miembros del Servicio de Inteligencia Nacional (SIN) y no quería ser culpable del destino del artista. La noche del arresto, antes de iniciar la intervención, Bolu-arte y Villanes habían pasado por la sede de la revista Caretas para informar lo que iban a hacer y repartir algunos adhesivos. La idea les pareció interesante a los de la redacción. Enviaron a un fotógrafo que los siguiera durante la acción artística. Cuando el suboficial los arrestó y los detenidos subieron al patrullero, el reportero fotografió ese momento decisivo. El vehículo partió del jirón Lampa rumbo a la comisaría y el periodista retornó a la redacción con las instantáneas. Nadie se hubiese enterado de su detención si no hubiesen querido informar de su intervención artística en la revista Caretas. El fotógrafo se co-municó con los demás periodistas de la redacción para avisarles de que estaban en la comisaría. Las llamadas telefónicas no tardaron. El contacto con los organizadores de la campaña se realizó esa misma noche. Algunos miembros de Aprodeh llamaron a la dependencia policial para pedir explicaciones. Pero allí dentro hacía falta que alguien autorizado acudiera para evitar el traslado de Boluarte y

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Villanes al SIN. Ni bien Javier se enteró de la situación de sus compañeros, llegó en su auto, un Volskswagen casi descompuesto, acompañado de su esposa Liliana Panizo. Su voz de enojo se escuchó en toda la comisaría ante la sorpresa de los miembros del SIN. —Era una campaña de Aprodeh. ¡Yo me hago responsable de todo esto! —les advirtió Javier Diez Canseco al comisario y a los agentes del SIN—. He venido a exigir su libertad inmediata. El comisario, quien quería salir libre de culpa frente al ar-resto, sintió la indignación del congresista y ya sabía lo que tenía que hacer. Boluarte y Villanes en ningún momento imaginaron que Javi-er viniera por ellos a salvarles la vida. Mudos, sin saber qué decir, los recién liberados salieron de la jefatura. Por un momento pensaron que jamás volverían a ver la calle. Tampoco imaginaron la cortesía de la esposa de Javier. —Disculpen que no les hayamos traído pollo a la brasa —les dijo Liliana Panizo—. Teníamos que llegar rápido.

*

Era 1991 y el tiempo de Javier Diez Canseco estaba limitado a la revisión de decretos legislativos, temas de economía, corrupción y derechos humanos. Los que trabajaban con él en su equipo sabían que su agenda tan ocupada como parlamentario le impediría prestar atención a otras áreas. Viajaba constantemente y solo lo veían algu-nas veces al mes. Su interés por resolver los problemas urgentes del país hizo que pasara más tiempo fuera de su oficina que dentro de ella. Un día, su asesor de prensa Christian Wiener le propuso a Javier un tema muy diferente. Pensó que lo ignoraría en un inicio, pero la respuesta había sido otra. —Hola Javier. Discúlpame que te lo diga en estos momentos, pero tengo una propuesta que me han planteado los cineastas —le

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dijo en su oficina Christian Wiener, su asesor de comunicaciones. —¿De qué se trata? —le preguntó Javier. —Es sobre los impuestos y porcentajes de los cortometrajes —dijo Christian, sorprendido por la reacción de Javier—. Los cineas-tas han ido a las oficinas de otros congresistas para conversarlo, pero hasta ahora no han hecho nada. —Prepárame un texto y luego lo leo —Javier se mostró inte-resado. En los días tan recargados de trabajo, Javier supo cómo darle espacio a un tema que salía del libreto. Era una propuesta dirigida a un sector cuyo público recién se empezaba a incrementar. En com-paración con las víctimas de violaciones a los derechos humanos o procesados por corrupción, los cineastas y los directores de teatro eran pocos. Javier nunca distinguió entre los intereses de las mayor-ías y las minorías. Trabajó igual para todos, sin excluir de su agenda esos temas que para otros congresistas podían parecer insignifican-tes. Tras conocer la reacción de Javier, Christian trabajó a tiem-po completo en la elaboración de un informe que explicase todos los alcances de la propuesta. Márgenes de ganancia, costos, presu-puestos, impuestos y porcentajes: se tenía que incluir todo esto bien detallado en la redacción del texto. Así lo hizo y, con el apoyo de un abogado, sustentó los motivos de su idea y le presentó el informe a Javier, quien hizo apuntes, evaluó cada punto y se lo devolvió. Todo fue rápido, sin palabras de más. El proyecto se discutió en el Con-greso en las semanas posteriores. Christian no se imaginó que Javier había presentado esa propuesta que podía parecer secundaria en rel-ación a otras. Pero como si fuera una ley más, se había debatido y se había concluido modificar los artículos respectivos a los porcentajes en cortometrajes. La Ley de Financiamiento para el cine nacional había sido aprobada. Semanas después de haber revisado el proyecto, Javier llegó

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a su oficina con la noticia. Christian parecía no acordarse o de re-pente no había seguido el caso. Supuso que su trabajo terminaría con la redacción del informe y dejarlo todo en manos de Javier. Por eso recibió con sorpresa la aprobación de la ley. —Dile a tus amigos que ya está. —¿Qué cosa? —preguntó Christian, sin saber a lo que se refería. —La ley de cine que me dijiste —contestó Javier. —¡Gracias Javier!—No tienes nada que agradecerme —Javier estaba sereno—. Para eso estamos los congresistas. —Les avisaré a los cineastas —Christian Wiener estaba emocionado. —Pero diles que hagan mejores películas —bromeó Javier. La comisión de la Asociación de Cineastas del Perú que había visitado la oficina de Javier para solicitar apoyo legal no se había equivocado. Él era el congresista ideal que podía llevar sus de-mandas al debate político. Cuando los cineastas se enteraron de la aprobación de la ley por la que habían luchado tanto, le enviaron a Javier flores para agradecerle. Su interés por el cine nacional demostró que era un aficio-nado a las películas. No era ese tipo de político intelectual sumergido en la lectura de numerosos libros. Javier tenía una sensibilidad por el cine internacional y por el teatro. Cultivaba esta pasión cada vez que podía e iba a ver películas que sus amigos le recomendaban u obras de teatro como un amante más del arte. Así era Javier, siempre atento a la cartelera y pendiente de que las iniciativas relacionadas a la cinematografía pudiesen surgir con el apoyo estatal. Siempre que podía dialogaba con su asesor sobre películas. —He estudiado Comunicaciones —le contó Christian en una charla cotidiana durante un almuerzo—. Soy crítico de películas y me atrae mucho el cine.

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—Si yo no hubiese sido político, hubiese sido cineasta —rev-eló Javier. —¿Qué cine te atrae más? —le preguntó Christian. —El italiano. La mejor es Nos habíamos amado tanto —dijo Javier, mientras comía hígado frito—. Novecento, de Bertolucci, también es buena. —El cine italiano popular de las décadas de los sesenta y setenta era muy humanista —agregó Christian—. Influyó en más de una generación. —Las películas japonesas y rusas también me gustan. El cine latino. Memorias del subdesarrollo, por ejemplo. Sin necesidad de ser eruditos culturales, Javier y Christian dejaron de ser congresista y asesor para conversar como dos amigos aficionados al mundo del cine. En el restaurante del Centro de Lima donde almorzaban solían intercambiar experiencias de películas que habían visto. Javier se identificaba con cada una: su contenido políti-co y social era lo que más lo conmovía. Sus favoritas retrataban las luchas de la izquierda y el comunismo por transformar el mundo. En diciembre de 1992, el presidente Fujimori y su ministro de Economía, Carlos Boloña, acabaron con el sueño de los cineastas peruanos. Derogaron los artículos más importantes de la ley que Ja-vier Diez Canseco había propuesto. La producción cinematográfica aumentó en el período de tiempo que duró, que fue solo un año. Ya se sospechaba que la ley no iba a tener vigencia a largo plazo. Con Fujimori en el poder todo era incertidumbre. El país podía amanecer un día con leyes nuevas y por la noche eran derogadas de la manera más inexplicable. Pero Javier tuvo una revancha años más tarde. En el 2012, su exasesor Christian Wiener trabajaba como di-rector de Industrias de Arte del Ministerio de Cultura. Llegó al Con-greso la mañana del 23 de agosto porque se discutía la Ley de Cine

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y le urgía que fuera aprobada para poder ejecutar medidas propias de su trabajo. Interesado profundamente en el tema, intercambió palabras con algunos congresistas con el propósito de convencerlos para que aprobasen la ley. Tras unos diálogos breves, vio a Javier y se le acercó. —¿Cómo es esto? ¿Qué es lo que hay que hacer? —Javier ni siquiera lo saludó. En pocos minutos le tocaba su exposición delante de los demás parlamentarios. —Lo principal de esta ley es el tema del presupuesto —le contestó rápidamente Christian. —¿Cuánto es la cantidad? —le preguntó Javier. —Dos mil ocho. Javier, con el dato exacto y un conjunto de papeles en la mano, desde su ubicación en el hemiciclo, inició su participación después de unos minutos. —Yo pido que la comisión establezca como mínimo dos mil ocho UIT —Javier se dirigió al presidente del Congreso—. Propongo que esto no sea retirado porque podría conducir a una reducción de los premios en este terreno. A pesar de que Christian le había explicado el problema solo unos minutos antes, Javier habló claro como si se hubiese preparado con días de anticipación. En otra parte del Congreso, Christian es-cuchaba cómo las palabras de su exjefe tenían toda la calidad para poder convencer a los demás congresistas. Ambos, quienes conver-saban acerca de cine en la década de los noventa como dos aficiona-dos, tuvieron en ese debate la oportunidad para desquitarse de la Ley de Financiamiento que Fujimori derogó. La propuesta planteada por Javier Diez Canseco se aprobó gracias al apoyo de algunos parlamen-tarios.

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El 17 de diciembre de 1996 se realizó un evento de Aprodeh para celebrar el éxito de su campaña de liberación de presos inocentes. Los miembros de esta asociación estaban muy contentos porque habían logrado la libertad de personas que habían sido encerradas por acusaciones de terrorismo a través de sospechas y sin pruebas. Cumplieron su objetivo y en la sede de la organización Manuela Ra-mos homenajearon a los inocentes que acababan de salir libres. Ja-vier Diez Canseco estaba invitado. —¿Qué pasa con Javier? Hasta ahora no llega —decían algu-nos asistentes. —Ya estará en camino. Vamos a tomar unas cervezas —les dijo Miguel Jugo, de Aprodeh, a sus amigos. También asistió el chofer de Javier, Miguel Vega, quien re-cibió una llamada de la seguridad del congresista. —Han tomado la casa del embajador. Javier está dentro. La noticia estremeció a los organizadores e invitados a la cena. Olvidaron el trago, las conversaciones y la comida para partir hacia la casa del embajador de Japón. La noche recién estaba por comenzar. Cuando llegaron, un operativo de seguridad había ro-deado la residencia. Distintas personalidades políticas peruanas e internacionales estaban adentro. El secuestro fue planeado por el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA), el grupo ter-rorista liderado por Néstor Cerpa Cartolini. Las mujeres fueron las primeras en ser liberadas. Todos tenían la incertidumbre de no saber hasta cuándo permanecerían secuestrados los políticos. Esa misma noche su esposa Liliana Panizo empezó a recibir llamadas de amenazas de muerte contra Javier. Le decían que en-trarían y lo matarían. No sabía quién podría ser, si el Ejército o los terroristas. Su esposo había realizado tantas investigaciones sobre derechos humanos que los ataques podrían venir de cualquier lado. Los demás miembros de Aprodeh la acompañaban durante esos días difíciles hasta las dos o tres de la madrugada.

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Liliana no sabía si contestar o no. La preocupación le quitó el sueño. Las llamadas podían ser sobre noticias de Javier, así que era imposible no aceptarlas. Su rutina cotidiana cambió inespera-damente: permanecía afuera de la casa del embajador en las noches, luego iba a comer algo y llegaba de madrugada a su casa solo para dormir. Dentro de la residencia secuestrada se vivía otro ambiente. El temor de los rehenes a los terroristas era cada vez mayor. Si bien se liberaba una pequeña cantidad de secuestrados cada día, Néstor Cerpa exigía algo más. Quería que el Gobierno liberara a presos del MRTA a cambio de la vida de los rehenes. Nunca imaginó que entre los secuestrados había un parlamentario al que había conocido hacía unos años: Javier Diez Canseco. Ambos dialogaron acerca de la posibilidad de establecer condiciones para lograr una solución eficaz a esa incierta situación. Javier era el más indicado, no solo porque ya lo conocía, sino porque siempre tuvo esa capacidad de saber negociar con el otro. El destino los había vuelto a juntar. Ya no compartían ciertas posturas ideológi-cas, ahora los unía la relación de secuestrador y prisionero. La única vía para salvar del peligro a los demás rehenes y devolverles los ánimos de resistir la privación de su libertad era el diálogo. Durante el tiempo que Javier permaneció encerrado, trató de persuadir a sus captores, quienes en su mayoría eran jóvenes. Los observaba y logró darse cuenta de que eran personas normales con ganas de vivir. Se acercó a ellos para servir de intermediario, a pesar de que muchos asistentes comenzaron a señalarle como amigo de los terroristas o cómplice de Cerpa. Al cuarto día, Javier Diez Canseco y Alejandro Toledo fuer-on liberados. La estrategia del líder terrorista fue sencilla: usarles como voceros de las demandas que exigía al presidente Fujimori. —Ustedes tienen que salir y leer este documento —les or-denó Cerpa—. Si no lo leen, vamos a vengarnos de los que están

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aquí. La familia y los amigos de Javier estaban afuera. Lo espera-ban felices para abrazarlo. Pero Javier no podía corresponderles. No había tiempo para recibimientos ni sorpresas. La vida de los rehenes era su prioridad en esos momentos. Cerca de las ocho de la noche, tras cuatro días de cautiverio y haber logrado un acuerdo concreto con Cerpa, salió de la residencia del embajador muy acelerado. —¡Qué están haciendo! —les increpó Javier a sus amigos, como si los hubiese visto todos los días. —Estábamos esperando que salgas —le respondieron. —Yo no soy importante. ¡Preocúpense por el diálogo! —Ja-vier seguía renegando. —Javier, lee la banderola —le dijo Miguel Jugo. Sus compañeros habían preparado una banderola y ahora se la mostraban. «Diálogo para salvar vidas humanas», se leía. Javier se tranquilizó. De inmediato, se ubicó en el frontis. Acordó con Toledo em-pezar a leer el documento que preparó Cerpa. Javier tomó la inicia-tiva. Sabía que era un riesgo: mucho se había hablado de su relación con los terroristas. Aún así lo leyó frente a la prensa. Sus opositores señalaron en más de una ocasión que fue liberado por su amistad con Cerpa. Lo cierto es que a Javier nada le importó. Su único interés era garantizar la vida de los rehenes. Cumplido su objetivo, ahora le tocaba saludar a su familia. Cargó y besó a su hija Lucía. Abrazó a su esposa. Les agradeció la presencia a sus amigos. Afloró en él el lado humano que escondía detrás del político. Cuatro días sin ver a sus seres queridos parecían una eternidad. Nadie sabía si podía salir vivo de allí. Liliana Panizo vivió ese corto tiempo atormentada por las amenazas que recibía por teléfono. Si las llamadas que había recibido eran del Ejército, no eran motivo de asombro. Javier fue el blanco de eliminación de Fujimori por de-

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stapar sus escándalos de corrupción y crímenes contra los derechos humanos. Su nombre siempre estaba en las listas de aniquilación a opositores. Los planes de amedrentamiento o los planes ilegales de interceptación telefónica fueron dirigidos contra él, así como tam-bién hacia periodistas y empresarios. El presidente Fujimori dispuso de toda la maquinaria estatal para amenazarlo: el Grupo Colina y el Servicio de Inteligencia Nacional, al mando de su asesor Vladimiro Montesinos. Uno de los casos que Javier investigó y que puso en jaque al Gobierno y al Ejército fue la matanza de Barrios Altos. El 3 de noviembre de 1991, a las once y media de la noche, miembros del Grupo Colina llegaron armados a la casa ubicada en el número 840 del jirón Huanta, en el Centro de Lima, donde se había organizado una pollada. Armados con fusiles con silenciadores y cubiertos con pasamontañas, los miembros de este escuadrón paramilitar les or-denaron a los vecinos que festejaban la actividad que se arrojasen al suelo. Cuando todos los asistentes cumplieron la orden, los hom-bres armados les dispararon. Asesinaron a quince personas e hirieron a cuatro. El aniquilamiento se produjo con discreción, los disparos no fueron estridentes por el uso de silenciadores. Tras cometer el cri-men, los agentes del grupo Colina abandonaron la quinta a bordo de sus camionetas Cherokee y Mitsubishi, e hicieron sonar sus sirenas por las calles oscuras de Barrios Altos. Quien hizo el primer intento por esclarecer la matanza fue Javier Diez Canseco. Ocho días después, presentó en la sesión del Senado el «plan Ambulante», un documento que detallaba que la operación fue organizada por el Servicio de Inteligencia Nacional. Se había llamado así porque, en junio de 1989, terroristas de Send-ero Luminoso habían cometido un atentado a doscientos cincuenta metros del jirón Huanta 840. Se disfrazaron de heladeros y, como al costado del lugar donde ocurrió el asesinato había un depósito

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donde los heladores guardaban sus triciclos, el grupo Colina asumió que en aquel domicilio se reunían los subversivos. En los días siguientes al crimen, la prensa especulaba que se trataba de un atentado de Sendero Luminoso, ya que había realizado explosiones por otras calles del Centro de Lima. Javier descartó esa versión. Mientras realizaba sus labores parlamentarias como un día cualquiera, una persona fue a buscarlo a su oficina. Él la atendió sin saber que sería clave para iniciar la investigación. Era un testigo que le brindó todos los detalles de cómo se había ejecutado la operación del grupo Colina. Los asesinos llevaban el pelo corto, tenían un cu-erpo atlético, postura castrense. Así demostró que el objetivo de Sen-dero Luminoso no era una pollada y menos en un barrio popular. Cuando Javier hizo público el «plan Ambulante», no faltaron quienes quisieron desmentir su afirmación. Juan Briones, el ministro del Interior, dudó de la autenticidad del documento con argumentos como «no tienen sello» o «ese texto no es característico del Servi-cio de Inteligencia». A pesar de la duda, fueron solo algunos diarios que se basaron en la investigación del congresista Diez Canseco para elaborar reportajes o algunos artículos referentes al crimen. Todos habían cambiado sus versiones. Ahora la teoría era que los autores del asesinato de las quince personas eran agentes del Servicio de In-teligencia. Mientras tanto, en el núcleo del grupo Colina, se estaba estudiando otro plan: acabar con Diez Canseco. El jefe de este escuadrón paramilitar, Santiago Martin Rivas, ordenó seguirlo todos los días durante el mes de enero de 1992. Los agentes encargados de su exterminio analizaron con precisión to-dos sus movimientos. Confundidos entre transeúntes que paseaban por la plaza Bolívar, esperaban a Javier todos los días a su llegada al Congreso. Apuntaban las horas de sus ingresos y salidas y las rutas que tomaba su chofer para tenerlas en cuenta al momento exacto de acabar con él. Cuando terminaba su rutina de trabajo, Javier siempre

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prefería el mismo camino: iba de frente por el jirón Junín, entraba por la plaza de Armas, avanzaba por el frontis del Palacio de Gobier-no, tomaba la calle Conde de Superunda y luego cruzaba la avenida Tacna. Dos cuadras más allá, la calle culmina en una pared. La única ruta posible es seguir hacia la izquierda, por el jirón Cañete. El grupo Colina tenía este mapa de sus movimientos. Era en el último tramo, en Cañete, donde tenían la única dificultad. La primera cuadra comenzaba en una esquina y allí siempre se les es-capaba. Cuando llegaba a este lugar, Javier se dirigía a la plaza Dos de Mayo o a la plaza Unión. Martin Rivas dispuso que los agentes que estudiaban sus pasos se comunicasen por radio para no perderlo. No le quería dar tregua a «Angelito», que era como llamaban a Javier. Después de días, tras estar seguro de todos los datos del objetivo, auto modelo Lada color blanco con placa TG 4428, de la identidad de su guardaespaldas, un exmiembro de la Policía, y de la ruta que no cambiaba, Martin le preguntó a su compañero Jesús Sosa, quien ya tenía experiencia en el terrorismo de Estado desde el Gobierno de Alan García, cuál sería el destino final de Javier Diez Canseco. Para acabar con el congresista, había dos opciones. La primera era montando una farsa de obra pública en me-dio la pista en la última cuadra del jirón Conde de Superunda. Esta calle era de paso obligado para Javier todas las noches. Los agentes del grupo Colina se disfrazarían de empleados municipales para que el Lada se detuviese. Aprovecharían que el congresista y su chofer se asomasen por la ventana y ver qué sucede para liquidarlo con una ráfaga de balas. Pero Sosa prefería la segunda opción, que no impli-caba tanto esmero, y sí un aniquilamiento veloz. La otra alternativa era esperar su llegada a la primera cuadra del jirón Cañete y asesinarlo antes de que doblara por la esquina iz-quierda. Un hombre, trepado en la tolva de una camioneta, usaría un lanzagranadas para dispararle al auto en que viajaba Javier. Después de la destrucción, el asesino huiría por el jirón Cañete hasta desa-

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parecer en la plaza Unión. Martin escuchó este plan, más efectivo y brutal que el primero, y lo aprobó. Solo había que fijar el día y que el agente encargado no fallase. Por la mañana del día indicado, Martin llamó a Sosa para darle la orden final. Este último empezó a memorizarse cada punto clave del jirón Conde de Superunda. Decidió asesinar a Javier por la noche o por la tarde, ni bien saliera del Congreso. Pero ese día Javier llegó tarde, casi a la hora del almuerzo. Los sujetos del grupo Colina que vigilaban su ingreso se lo informaron a Sosa. A la una de la tarde, Martin volvió a llamar a Sosa. Todo estaba listo. El asesino ya estaba ubicado. Solo quedaba esperar que Javier saliera y subiera a su auto para irse, como los demás días. Pero esa llamada cambió todo: Mar-tin le ordenó que suspendiese el atentado. Alberto Fujimori traicionó al Perú desde su llegada al poder. En las elecciones en las que participó como candidato, prometió que no aplicaría el shock económico, medida que Mario Vargas Llosa, su principal adversario, sí creía conveniente para el país. La población, engañada por un personaje nuevo en la política peruana, votó por él y se dio con la sorpresa de que Fujimori no fue consecuente con su palabra. Uno de los políticos que no le pudo perdonar este engaño al país fue Javier Diez Canseco. Aparte de no cumplir con su pal-abra, Fujimori implementó un sistema de demolición de derechos laborales. Insertó al Perú en un modelo neoliberal que, lejos de so-lucionar los verdaderos problemas sociales, provocó más desigual-dad. La medida más radical que todos los peruanos recordarán fue el cierre del Congreso el 5 de abril de 1992. Javier era parlamentario y se lamentó no haber estado en el Perú en esos momentos. Junto con Ricardo Letts y Eduardo Cáceres, compañeros antiguos de militancia, había viajado a China para lograr acuerdos de cooperación. La esposa de Letts, desde Lima, fue quien informó

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acerca del autogolpe. —¿Qué hacemos acá? ¡Cómo hacemos para regresar! —Ja-vier empezaba a perder la paciencia. —Esto es como un terremoto. Estamos lejos de nuestras fa-milias —le dijo Eduardo Cáceres—. ¿Qué estará pasando allá?La sensación de estar lejos del Perú sin poder hacer nada desesperó a Javier. El viaje a China pasó a ser un tema secundario. Empezó a ver la forma de cómo volver. —Es el inicio de una dictadura. Preparémonos para la repre-sión. ¡Cómo estará la gente! —dijo Javier. Con el autogolpe, dejó de ser congresista. No participó de la Asamblea Constituyente que organizó Fujimori. Se negaba a formar parte de un proyecto político que pretendía acabar con la democ-racia. Sacar con tanques a todos los parlamentarios de la noche a la mañana fue una decisión autoritaria que se convirtió en noticia a nivel internacional. Para Javier nació un monstruo político al que había que combatir a pesar de su gran poder. Cuando volvió al Par-lamento, en 1995, trató de hacer todo lo que estaba en sus facultades para denunciar lo que no estaba bien en el régimen fujimorista.

La noche del martes 22 de julio de 1997 las fuerzas castrenses in-gresaron al Congreso de la República. Ocuparon los estacionamien-tos con sus autos, los pasillos largos y el hemiciclo. Afuera, hubo un gran despliegue de soldados que custodiaban el Congreso. Esta espe-cie de invasión militar fue ilegal. Como Fujimori tenía de su lado a las fuerzas militares, el oficialismo permitió aquel ingreso. Uno de los parlamentarios opositores que aún permanecían dentro del Congreso era Javier Diez Canseco. Esa incursión militar merecía ser difundida para que la opinión pública se enterase de la toma ilegal del Parlamento por parte de las Fuerzas Armadas. En 1997, el periodista de investigación César Hildebrandt conducía el programa «En Persona» por el canal de televisión ATV. Diez Can-

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seco sacó su teléfono y marcó su número. —¿Qué está pasando en el Congreso? —le preguntó por teléfono Hildebrandt. —Lo han militarizado por completo —le contestó Javier. Se iba a investigar sobre los vínculos de Vladimiro Montesi-nos con los militares, pero la mesa directiva hizo una maniobra para que fuese en sesión secreta. Ese día desalojaron a los parlamentarios y llegó al Congreso un grupo de oficiales de alto rango. Mientras Ja-vier mantenía la conversación telefónica con César Hildebrandt, un militar se dio cuenta. —¡Está violando el secreto de la sesión! —les avisó a sus compañeros un oficial. A Javier no le quedó otra opción que retirarse del Congreso. Le abrieron un proceso disciplinario y lo suspendieron. Los coro-neles y generales que estaban allí se habían apoderado de las decisio-nes políticas para evitar que las investigaciones sobre ellos salieran a la luz. Trataban de ocultar la información que los comprometía con Vladimiro Montesinos. Mientras Fujimori estaba en el poder, esa no fue la única sanción que Javier Diez Canseco recibió. Un año más tarde, el 27 de agosto de 1998, se realizó una sesión parlamentaria que duró aproximadamente diez horas. Lo que se discutió fue la reelección de Fujimori, pues el Foro Democrático, organización civil opositora el régimen, recolectó la cantidad de firmas necesarias para realizar un referendo. Para que se aprobara, se necesitaban cuarenta y ocho votos de los congresistas. El objetivo no se cumplió. Solo se contabilizaron cuarenta y cinco y la oposición fracasó en su intento de impedir otro período más de Fujimori. Los congresistas opositores defendieron su posición en el Parlamento y los estudiantes universitarios en las calles. Un tumulto de jóvenes, aquella noche, había rodeado el Con-greso para expresar su malestar por la reelección.

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Las congresistas que salieron a recibirlos, Lourdes Flores Nano y Anel Townsend, se dieron con la sorpresa de que ya no podían ingresar. El Gobierno ordenó que las Fuerzas Armadas cus-todiaran el Congreso para evitar que los estudiantes ingresasen y, cuando las congresistas salieron, les cerraron la puerta principal. Eso enfureció a Javier y, en el acto, fue donde el presidente del Congreso, Víctor Joy Way, a reclamarle por sus colegas que se habían quedado afuera. En ese momento, los demás congresistas bajaron hasta el lugar de Joy Way. Se armó una trifulca detrás del sillón del presi-dente del Congreso. Tras los reclamos de Javier, el oficialista Dan-iel Espichán lo insultó. Javier no le respondió con ninguna palabra. Simplemente le dio un puñete al mentón que noqueó al congresista. Por este agravio físico fue suspendido. Javier decidió pasar el tiempo que no iba a estar en el Con-greso fuera de Lima. Había viajado hacia el departamento de Puno para coordinar actividades políticas. Tuvo un recibimiento bastante grato por el pueblo que estaba en contra de su suspensión. Martha Giraldo, izquierdista que había militado con él a finales de la década de los ochenta en el Partido Unificado Mariateguista, cuando se en-teró de la visita de Javier, organizó junto a sus familiares y campesi-nos un mitin en desagravio por su suspensión. La manifestación se produjo en la plaza de Armas de Puno. Javier había llegado el mismo día e inmediatamente después de ba-jar del avión y salir del aeropuerto se dirigió al encuentro con sus seguidores. En el vuelo desde Lima, se encontró con la periodista de Caretas Diana Zileri, quien no esperaba ver al congresista suspen-dido rumbo a Puno. Javier la convenció para que fuera junto a él y a su equipo al centro de Puno. A la salida del aeropuerto, abordaron un taxi para que los trasladaran a la plaza de Armas. Javier estaba entusiasmado y lleno de energía. Sabía que sus partidarios en ese departamento le guarda-

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ban mucho cariño. Un tumulto de personas había llenado la plaza de Armas de Puno y parte de la catedral cuando llegaron. Javier era de la casa. Ya había estado ahí como voluntario cuando fue estudiante, cuando militaba en Vanguardia Revolucionaria, su compañero Víctor Torres lo llevó a conocer la celebración de la Virgen de la Candelaria y en la década pasada había luchado con el Partido Unificado Mariateguista en varias zonas de Puno. Javier Diez Canseco volvió a estar en la pla-za de Armas de ese departamento, lugar donde en su período como senador había entregado títulos de propiedad a los comuneros. El cariño de la gente se vio reflejado en su recibimiento. —¡Al chino dale duro! —le gritaban algunos pobladores. En medio de la aglomeración, a Javier le alcanzaron un látigo que alzó con la mano izquierda. Al mismo tiempo, cargó a Nicolás, el sobrino nieto de año y medio de Martha Giraldo. Ese momento decisivo, con el látigo y el niño en brazos, lo aprovechó Diana Zileri, que había llegado a la plaza solo con su mochila y su cámara. La fotógrafa de Caretas, con el fondo de la catedral, sacó su Olympus de rollo y capturó esa imagen. Javier con un látigo, con un niño y con sus seguidores. El puñete que Javier le dio al congresista fujimorista Daniel Espichán, si para el Congreso fue motivo de sanción, para el pueblo puneño fue una demostración de coraje. Los pobladores lo tomaron como si el golpe que le había dado a un parlamentario oficialista del gobierno de Fujimori lo hubiese convertido en héroe. Y como todo héroe o luchador, necesitaba estar un período alejado de todo, refu-giado en la sierra y cuya compañía solo fuese la naturaleza. Javier logró formar parte de la vida de muchas personas al interior del país. Pero también ocupó un lugar en el ojo de la tor-menta de los políticos que lo detestaban por su papel fiscalizador. Numerosas veces, durante varios gobiernos, estuvo en el punto de mira de los partidos del oficialismo. Era su vocación ejercer el con-

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trol político sobre las irregularidades que percibía en cada período presidencial. La aversión contra él se fue acumulando y trascendió años. A pesar de haber participado en las elecciones de 2011 con Ollanta Humala, durante el gobierno del presidente nacionalista se impidió por todos los medios que Javier Diez Canseco presidiese la comis-ión investigadora del gobierno anterior de Alan García. La bancada oficialista jamás le perdonó su abandono del partido junto con las congresistas Verónika Mendoza y Rosa Mávila. En noviembre de 2012, Javier Diez Canseco recibió una ter-cera suspensión en el Congreso. Las dos primeras fueron durante el gobierno de Fujimori y esta última la apoyaron los parlamentarios de Gana Perú, Solidaridad Nacional, Fuerza Popular, Perú Posible y Alianza por el Gran Cambio. Aquellos congresistas que votaron a favor de la suspensión habían argumentado que Javier había presen-tado un proyecto de ley que beneficiaría a su esposa y a su hija.El mencionado proyecto de ley, que ni siquiera se debatió en el Con-greso, fue declarado nulo en diciembre de 2013 por el Poder Judicial. Pasó poco más de un año para que se demostrase la inocencia de Javier. A la Comisión de Ética del Congreso no le quedó otra opción que retirar la suspensión. Aunque el daño ya estaba hecho, Javier se supo levantar y le dio vuelta a la página. A finales de 2012, viajó con su esposa Liliana Panizo a la isla de Pascua, en medio del Pacífico. En enero de 2013, volvieron a viajar a las islas Galápagos. Javier Diez Canseco había asistido en representación del Partido Socialista del Perú al Foro de Sao Paulo, en Ecuador, y aprovechó la ocasión para darle una sorpre-sa a su esposa. La alegría de Javier mientras nadaba con el esnórquel solo era comparable a la de un niño. Tras visitar las islas Galápagos, se fueron de paseo por el centro de Quito, donde se tomaron algunas fotos. De forma abrupta, la felicidad que había vivido juntos en

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ambos viajes se desvaneció a su retorno a Lima. Era como volver al lugar de la enfermedad, donde las cosas suceden rápidamente, sin avisar, escondiéndose detrás de aquellos que muestran vitalidad en todo momento. A finales de enero, una junta médica le reveló lo in-esperado a Javier: le quedaban cuatro semanas de vida a causa de un cáncer al peritoneo y al páncreas. A la trayectoria luchadora de Javier Diez Canseco se sumaba una resistencia más: combatir la enfermedad y esperanzarse en se-guir viviendo. Debía hacerlo con la misma intensidad de cada mo-vilización o mitin en el que participaba. Con la misma fuerza con la que defendió a los mineros y campesinos explotados. Con la misma brillantez con la que se lucía en cada polémica. Con el mismo coraje con el que defendió la libertad y se enfrentó a los gobiernos autori-tarios que tuvo el Perú. Javier fue internado en la clínica Angloamericana de San Isidro el lunes 28 de enero de 2013. Durante los primeros días la visi-ta fue abierta, el ingreso estaba permitido a cualquiera de sus amigos. Un par de días después, tras la primera biopsia, uno de los médicos había recomendado restringir las visitas debido a que Javier podía tener desgaste físico al conversar. La prioridad era su hermana que había llegado de Estados Unidos, su esposa, sus hijos y sus hijas. El viernes de esa misma semana, los compañeros de Javi-er del Partido Socialista habían redactado una nota de prensa que comunicaba sobre el estado del congresista. Se difundió a través de Radio Programas del Perú y así las visitas se incrementaron. Pero su doctor de cabecera ordenó que se parase su frecuencia y que se restringieran. Solo el círculo más cercano de Javier tenía acceso a su dormitorio. Para que cada compañero pudiese visitarlo, con el pasar de los días se coordinaron turnos rotativos. Uno de los que tenía pase libre era Javier Mujica, su abogado y mejor amigo. Asesoraba a Javier en temas legales y aprovechaba las visitas para también trabajar en proyectos de ley. La gente continuó

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llegando a la clínica Angloamericana las siguientes semanas. Los amigos de Javier que tenían pase libre salían a la recepción para indi-carle a las visitas que no podían ingresar, pero que dejen su encargo. De lunes a viernes, en un cálculo aproximado, llegaban de treinta a cuarenta personas. Y los sábados o domingos, la cifra se duplicaba: eran cerca de ochenta los que querían visitar, dialogar y darle ánimo a Javier Diez Canseco. Liliana Panizo era quien recibía los abrazos y los saludos de la gente. Desde el 28 de enero, ella no había regresado a su casa. Dormía en la clínica todas las noches. Javier convocó a sus compañeros más cercanos y en su dor-mitorio organizó una reunión. Fue la última vez que vio a muchos de los presentes. Estaban Francisco Soberón, Julio Castro, Antonio Za-pata, Javier Mujica, Vladimir León, Claudia Rondinel, Maruja Bar-rig, Fernando Tuesta y Abraham Valencia. Aquel día se despidió de los que habían ido y les agradeció su lealtad. —Por favor, cuando pase lo que tenga que pasar, sigan apoy-ando a mi familia —les dijo Javier. Después de la reunión, las visitas se restringieron aún más. De los nueve que acudieron, solo Javier Mujica y Claudia Rondinel lo volvieron a ver. Ahora solo se permitía el ingreso a la familia y a ellos. Los militantes del Partido Socialista, tras esa reunión de despedida, empezaron los trabajos de planificación del velorio. A pesar de que ya había sospechas de que Javier Diez Can-seco iba a fallecer, la dirigencia del partido acordó no decir nada. Por el contrario, con mucha pena empezaron a coordinar en silencio todo con lo que iba contar el velorio. Se encargaban de elegir quiénes iban a formar parte de la guardia de honor y dónde sería el funeral. Escogieron la casona de San Marcos y llamaron al administrador de ese sitio para avisarle de una vez. El sábado 4 de mayo a mediodía, a Javier Mujica y a Abra-ham Valencia les encargaron hacer la nota de prensa con la infor-mación del deceso de Javier Diez Canseco. Curiosamente, ese día a

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la clínica habían llegado cerca de ciento cuarenta personas. A pesar de que el estado de salud de Javier se había manejado con estricta discreción, y la familia y la dirigencia del Partido Socialista eran los únicos que lo sabían, los militantes habían sospechado que la infor-mación se había filtrado desde un día antes. Cerca de las nueve de la noche, los alrededores de la clínica se iban despejando y solo quedaron 25 personas, las más allegadas a Javier. Entre ellas estaban Josefina Huamán, Susana Castro, Julio Castro y Jaime Joseph, quienes eran de la cúpula del partido. Minu-tos después, uno de los hijos de Javier salió del cuarto donde estaba su padre. —Abraham, ubica a Claudia —le encargó a Abraham Valen-cia. Claudia Rondinel era la mejor amiga de Liliana Panizo y, durante los días que Javier estuvo internado, tenía pase libre para entrar a visitarlo. La familia confiaba mucho en ella y por eso el hijo de Javier la estaba buscando. En ese momento, Claudia se encontraba en la cafetería de la clínica. Abraham Valencia la llamó y de inmedi-ato ella se dirigió a ver a Javier. Eran las nueve y veinte de la noche. Sábado 4 de mayo de 2013. Diez y veintidós de la noche. Desde el lunes 28 de enero, fueron noventa y siete días los que Javier Diez Canseco permaneció internado. Noventa y siete días donde no paró, continuó con sus reuniones, motivó a sus compañeros a seguir impulsando la unidad de las izquierdas, examinó proyectos de ley. Su dormitorio de la clínica Angloamericana se había convertido en su nueva oficina. Él ya presentía lo que estaba por suceder y por eso se despidió de sus amigos en los días anteriores. Falleció aquella noche debido al violento avance del cáncer peritoneal y pancreático que le detectaron en enero. Su lucha había durado más de tres meses. Su mejor arma fue el deseo por aferrarse a

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la vida. Sus familiares y amigos esperaban en silencio por los pasillos de la clínica. A las diez y veinticinco de la noche, Claudia Rondinel abrió la puerta de la habitación de Javier y salió al pasadizo. Empezó a apoyarse en las paredes, como si hubiese perdido la estabilidad aba-tida por el dolor. —¿Qué pasa Claudia? —se acercó a preguntarle Abraham Valencia. —Ha muerto —Claudia empezó a llorar. —No digas nada a nadie —le dijo Valencia. Rondinel casi se desmaya del impacto. Javier Mujica había salido a comer. Valencia fue a darle la noticia a Julio Castro. —Avisémosle a Luis Ramírez y a Javier Mujica —le dijo Abraham. Justo en ese momento, Ramírez entró a la clínica. Luego lla-maron a Javier Mujica y llegó de inmediato. A pesar de la lástima de sus seres queridos, lo que jamás se extinguió fue la dignidad. Había que estar más fuertes, llenarse de valor y afrontar con compromiso el legado que Javier dejó. Entonces pusieron en acción el plan que habían coordinado las semanas anteriores. Querían preparar un ve-lorio donde aquellos que no habían podido ver a Javier en la clínica pudiesen acudir a darle la despedida final. Por otro lado, tenían que mantenerse vigilantes para que la noticia no se filtrase en los medios. —Abraham, abre el Facebook. Revisa que no se filtre la noti-cia —le ordenó Mujica. Valencia abrió su computadora para fijarse si en las redes so-ciales el fallecimiento de Javier Diez Canseco ya había sido difundi-do. Se asombró cuando comprobó que sí. Gustavo Mohme, el direc-tor del diario La República, había publicado en su cuenta de Twitter: «Aparentemente, Javier Diez Canseco falleció hace unos minutos». La información la habría recibido de alguien que lo llamó desde la clínica. —Mira lo que ha puesto Gustavo Mohme —Valencia le

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mostró el tuit a Mujica. En ese instante, el abogado y mejor amigo de Javier llamó al director del diario La República para pedirle explicaciones sobre su publicación. Cuando terminaron de dialogar, Mujica esperó treinta segundos para lanzar la noticia de una vez por todas. —Ya, Abraham. Lanza la nota de prensa —le ordenó Mujica. Valencia ya había coordinado con diez o quince periodistas para mantener informada a la opinión pública. Aparte de avisarles, compartió la nota de prensa en sus cuentas de Facebook y Twitter, que son bien visitadas por sus seguidores. Los demás medios de co-municación captaron la noticia de las redes sociales que usaba Abra-ham Valencia. La difusión fue oficial. Los amigos de Javier empezaron a avisarse entre ellos para que la mayor cantidad de gente fuese informada de su muerte. Miguel Jugo, que estaba bastante adolorido por la partida de su compañero, llamó a Rocío Silva Santisteban para darle la noticia. Ella hizo lo mis-mo y comenzó a llamar por teléfono a muchos de sus compañeros, lo que le demoró hasta la madrugada del domingo. A la 1 de la mañana del 5 de mayo, Rocío había buscado por internet imágenes de Javier. Halló una que consideró adecuada, la abrió con Photoshop, la pasó a blanco y negro y le agregó la frase: «Cuando un revolucionario muere, nunca muere». Cuando terminó de editar la imagen, la publicó en su Facebook. Horas más tarde se había compartido dos mil veces. Rocío se aseguró de que el mensaje llegara lo más rápido posible. No había problema en que la difusión por los medios de co-municación y a través de las redes sociales llegara a la mayor canti-dad de gente. El cálculo que hicieron Javier Mujica, Abraham Valen-cia y los demás miembros del Partido Socialista para la organización del velorio hizo efecto. Todo había quedado listo para que el pueblo acudiera a la Casona de San Marcos el domingo 5 de mayo de 2013 a despedirse de Javier.

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Apéndice fotográfico

Velorio de Javier Diez Canseco en la casona de San Marcos. FOTO: Ar-chivo La República.

Cola en el patio de la casona de San Marcos esperando su ingreso al Salón de Grados para despedirse del cuerpo de Javier. FOTO: Archivo RPP.

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Javier durante una polémica en la década los setenta. FOTO: Archivo de la revista Quehacer.

Javier en el paro nacional de 1984. FOTO: Herman Schwarz.

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Muestra de disconformidad de Javier ante la elección de Martha Chávez como presidenta del Congreso, en 1995. FOTO: Inés Menacho.

En Puno tras su sus-pensión en el Con-greso en 1998. Foto: Diana Zileri.

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En una conferencia manifestando su apoyo a Gana Perú, partido político con el que postuló por última vez al Congreso. FOTO: Facebook del equipo de campaña de Javier.

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Línea de tiempo

24 de marzo de 1948. Nace en Lima Javier Diez Canseco Cis-neros.

Diciembre de 1968. Organiza, junto con el Frente Revolucio-nario de Estudiantes Socialistas, la marcha contra el cardenal Landá-zuri Rickets.

Diciembre de 1970. Es suspendido de la Universidad Católi-ca por organizar un paro de trabajadores y estudiantes contra el rector Mac Gregor.

Marzo de 1972. Participa en una marcha contra la guerra en Vietnam en el Centro de Lima.

28 de julio de 1980. Sale elegido como diputado del partido Unidad Democrático Popular.

13 de mayo de 1988. Se produce la masacre de Cayara.

Junio de 1988. Le informan de la masacre y decide viajar a la localidad para iniciar las investigaciones.

Noviembre de 1991. Investiga la matanza de Barrios Altos.

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Enero de 1992. El grupo Colina elabora un plan para asesinarle.

5 de abril de 1992. El presidente Fujimori cierra el Congreso. Javier Diez Canseco se encuentra en China.

17 de diciembre de 1996. Es uno de los cientos de secuestra-dos por el MRTA en la residencia del embajador japonés Morihisa Aoki.

22 de julio de 1997. El Congreso le suspende por denunciar una sesión secreta de militares.

Agosto de 1998. El Congreso vuelve a suspenderle por darle un puñete al congresista fujimorista Daniel Espichán, tras recibir sus insultos.

28 de julio de 2011. Sale elegido como congresista electo con el Partido Gana Perú.

Diciembre de 2011. Ayuda al comunero herido Elmer Cam-pos en su hospitalización.

16 de noviembre de 2012. La Comisión de Ética del Con-greso le suspende por haber presentado un proyecto de ley que, según la mayoría de congresistas, iba a beneficiar a su esposa y a su hija.

Enero de 2013. Médicos le diagnostican a Javier cáncer al páncreas y al peritoneo. Es internado en la clínica Angloamericana.

4 de mayo de 2013. Fallece en la clínica Angloamericana tras haber permanecido poco más de tres meses internado.

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17 de diciembre de 2013. El Poder Judicial declara nula la suspensión a Javier Diez Canseco y exige a la Comisión de Ética del Congreso que se rectifique.

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Fuentes

Fuentes Testimoniales

ADRIANZÉN, Alberto. Compañero universitario de Javier Diez Canseco. Entrevistado el 2 de octubre de 2013.

ADRIANZÉN, Cineasta y productor del documental Desde el lado del corazón, que recoge un testimonio de Javier Diez Canseco sobre su estadía en La Oroya. Entrevistado el 10 de septiembre de 2013.

BAZÁN, Sigrid. Militante del Partido Socialista junto con Ja-vier. Entrevistada el 5 de octubre de 2013.

CÁCERES, Eduardo. Militante del Partido Unificado Mariat-eguista junto con Javier. Entrevistado el 11 de octubre de 2013.

CAQUI, Doris (esposa de Teófilo Rímac Capcha). Trabajó con Javier en organizaciones de derechos humanos. Entrevistada el 10 de diciembre de 2013.

ESPINOZA, Gustavo. Investigó con Javier la masacre de Cayara. Entrevistado el 31 de octubre de 2013.

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GIRALDO, Martha. Organizó la bienvenida del pueblo puneño a Javier tras su suspensión en el Congreso. Entrevistada el 17 de diciembre de 2013.

HAYA DE LA TORRE, Agustín. Compañero universitario de Javier. Entrevistado el 29 de octubre de 2013.

JUGO, Miguel. Trabajó con Javier en organizaciones de derechos humanos. Entrevistado el 15 de octubre de 2013.

MUJICA, Javier. Abogado de Javier y compañero universita-rio. Entrevistado el 11 de septiembre de 2013.

MURRUGARA, Edmundo. Militante junto con Javier en Vanguardia Revolucionaria. Entrevistado el 10 de septiembre de 2013.

PANIZO, Liliana. Esposa de Javier. Entrevistada el 27 de marzo de 2013.

PINTO, José. Compañero universitario de Javier. Entrevis-tado el 30 de septiembre de 2013.

SILVA, Rocío. Amiga de Javier. Formó parte de la guardia de honor durante su velorio. Entrevistada el 1 de octubre de 2013.

SOBERÓN, Francisco. Compañero universitario de Javier. Entrevistado el 4 de octubre de 2013.

TORRES, Víctor. Compañero de Javier en Vanguardia Revo-lucionaria. Entrevistado el 20 de septiembre de 2013.

UCEDA, Ricardo. Autor del libro Muerte en el Pentagonito,

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en el que relata el plan de aniquilamiento de Javier a cargo del grupo Colina. Entrevistado el 1 de abril de 2014.

VALENCIA, Abraham. Militante del Partido Socialista junto

con Javier. Entrevistado el 4 de febrero de 2014. VERDERA, Francisco. Compañero de Javier en el Frente Rev-

olucionario de Estudiantes Socialistas. Entrevistado el 7 de septiem-bre de 2013.

VILLANES, Eduardo. Artista que participó con Javier en ac-

tividades contra el gobierno de Fujimori. Entrevistado el 2 de octu-bre de 2013.

WIENER, Christian. Asesor de prensa de Javier durante la

década de los noventa. Entrevistado el 12 de octubre de 2013. WIENER, Raúl. Amigo de Javier y militante del Partido Uni-

ficado Mariateguista junto con él. Entrevistado el 1 de septiembre de 2013.

ZAPATA, Antonio. Compañero universitario de Javier. Ent-

revistado el 6 de septiembre de 2013. ZILERI, Diana. Periodista y fotógrafa de Caretas que capturó

la imagen de Javier en la Plaza de Armas de Punto. Entrevistada el 9 de diciembre de 2013.

Fuentes Biliográficas

UCEDA, Ricardo (2004). Muerte en el Pentagonito. Lima: Planeta.

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Agradecimientos

A todas las personas que dedicaron su tiempo en la conversación acer-ca de Javier Diez Canseco. Sin su aporte, el camino en la escritura de este libro hubiese sido más complicado. A los que creyeron, a los que confiaron, a los que notaron errores y me los dijeron sin dudar. Por último, le agradezco a ella.

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No era casualidad ver a Javier Diez Canseco en algunas marchas o actividades de conciencia social por las calles de Lima. Era de los pocos congresistas que, junto a estudiantes y trabajadores, alzaba su voz de lucha contra aquellas amenazas a la democracia disfrazadas de proyectos políticos. Como defensor de las liberta-des y derechos humanos, Javier fue un apasionado por el Perú.El aliado del pueblo revive aquellas luchas de un hombre que se deslindó de sus comodidades para dedicar parte de su vida al servicio de los más necesitados. A lo largo de esta historia, Javier es el universitario rebelde que participaba en polémicas y acudía a todas las marchas que pudiese; el político detective que no duda en viajar por encontrar la verdad y defender ciertas causas; y también el opositor número uno del gobierno de Alberto