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MÓDULO 2101- ANTECEDENTES DE LA PSICOLOGÍA 1 Para profundizar en este tipo de contenidos consulte la obra: Leahey, T.H.(1993) Historia de la Psicología. Madrid. Prentice-Hall. Lectura 1 Leahey, T.H.(1993) Historia de la Psicología. Madrid. Prentice-Hall. Pp 60-90 En la Unidad I Origen Filosófico y Científico de la Psicología del módulo Antecedentes de la Psicología revisarás en este artículo de Leahey (1993) los temas de los primeros tres incisos Antecedentes de la filosofía, Los clásicos de la filosofía occidental y La filosofía posterior a Aristóteles. U U N N I I D D A A D D I I . . O RÍGENES F ILOSÓFICOS Y C IENTÍFICOS DE LA P SICOLOGÍA A A N N T T E E S S D D E E L L A A F F I I L L O O S S O O F F Í Í A A Antes incluso de que los seres humanos comenzaran a consignar por escrito sus ideas, manifestaron un vivo interés por eI universo. Las inves- tigaciones arqueológicas sugieren que los pueblos primitivos efectuaron gra- bados en huesos que representaban importantes regularidades astronómicas, tales como las fases de la luna. Estas observaciones sistemáticas podían permitirles un cálculo preciso de los eclipses y cambios de estaciones. La prueba más dramática, aunque por supuesto no la única, del grado de complejidad astronómica alcanzado por el hombre primitivo la constituye Stonehenge, que sirvió a la vez como observatorio y máquina de cálculo. No obstante, los megalitos y los huesos grabados nada nos dicen sobre las primitivas concepciones del hombre respecto a la naturaleza humana, o la psicología. Por ello, debemos acudir a los mitos, o relatos conservados en la tradición oral durante décadas o siglos antes de ser escritos. Los mitos sirven a varias funciones. Con frecuencia justifican la estructura de una sociedad y su código moral; pero también satisfacen profundas necesidades humanas tanto de fe como de conocimiento. Los mitos describían y explicaban el universo antes de que la Ciencia fuera inventada. Los relatos sobre sucesos naturales son Física en embrión; los relatos sobre la naturaleza humana son Psicología en cierne. Un célebre par de mitos lo constituyen la Ilíada y la Odisea, que son una colección de relatos orales sintetizados no mucho antes de la Edad de Oro de Atenas y que fueron consignados entonces por escrito por el poeta Homero. La Ilíada y la Odisea se interesan propiamente por la acción humana y contienen la psicología de sentido común de la Grecia prefilosófica. Los griegos carecían de una palabra para «personalidad», aunque tenían nombres para lo que nosotros llamaríamos los diferentes componentes de la personalidad. En primer lugar estaba la psyche, el «soplo de la vida», de la que se deriva «Psicología», que abandona a la persona cuando muere; UNIDAD I ORIGEN FILOSÓFICO Y CIENTÍFICO DE LA PSICOLOGÍA

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Para profundizar en este tipo de contenidos consulte la obra: Leahey, T.H.(1993) Historia de la Psicología. Madrid. Prentice-Hall.

L e c t u r a 1 Leahey, T.H.(1993) Historia de la Psicología.

Madrid. Prentice-Hall. Pp 60-90

En la Unidad I Origen Filosófico y Científico de la Psicología del módulo Antecedentes de la Psicología revisarás en este artículo de Leahey (1993) los temas de los primeros tres incisos Antecedentes de la filosofía, Los clásicos de la filosofía occidental y La filosofía posterior a Aristóteles.

UU NN II DD AA DD II ..

O R Í G E N E S F I L O S Ó F I C O S Y C I E N T Í F I C O S D E L A P S I C O L O G Í A

AANNTTEESS DDEE LLAA FFIILLOOSSOOFFÍÍAA

Antes incluso de que los seres humanos comenzaran a consignar por escrito sus ideas, manifestaron un vivo interés por eI universo. Las inves-tigaciones arqueológicas sugieren que los pueblos primitivos efectuaron gra-bados en huesos que representaban importantes regularidades astronómicas, tales como las fases de la luna. Estas observaciones sistemáticas podían permitirles un cálculo preciso de los eclipses y cambios de estaciones. La prueba más dramática, aunque por supuesto no la única, del grado de complejidad astronómica alcanzado por el hombre primitivo la constituye Stonehenge, que sirvió a la vez como observatorio y máquina de cálculo.

No obstante, los megalitos y los huesos grabados nada nos dicen sobre las primitivas concepciones del hombre respecto a la naturaleza humana, o la psicología. Por ello, debemos acudir a los mitos, o relatos conservados en la tradición oral durante décadas o siglos antes de ser escritos. Los mitos sirven a varias funciones. Con frecuencia justifican la estructura de una sociedad y su código moral; pero también satisfacen profundas necesidades humanas tanto de fe como de conocimiento. Los mitos describían y explicaban el universo antes de que la Ciencia fuera inventada. Los relatos sobre sucesos naturales son Física en embrión; los relatos sobre la naturaleza humana son Psicología en cierne. Un célebre par de mitos lo constituyen la Ilíada y la Odisea, que son una colección de relatos orales sintetizados no mucho antes de la Edad de Oro de Atenas y que fueron consignados entonces por escrito por el poeta Homero. La Ilíada y la Odisea se interesan propiamente por la acción humana y contienen la psicología de sentido común de la Grecia prefilosófica.

Los griegos carecían de una palabra para «personalidad», aunque tenían nombres para lo que nosotros llamaríamos los diferentes componentes de la personalidad. En primer lugar estaba la psyche, el «soplo de la vida», de la que se deriva «Psicología», que abandona a la persona cuando muere;

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Las primeras concepciones del hombre
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podemos interpretar la psyche como el principio crucial de la vida que separa lo orgánico de lo inorgánico. Otra parte de la personalidad era el thymos, que al parecer significaba un principio motivacional subyacente en la acción y el sentimiento. Nuestra propia palabra emoción expresa asimismo la idea de que la conducta debe resultar de una excitación motivacional. Finalmente, estaba el nous, u órgano psicológico que percibía claramente la verdad.

Algo que merece destacarse de los héroes homéricos es el escaso control que a menudo tenían sobre las diversas partes de sus mentes. En la Ilíada los dioses con frecuencia nublan el nous del guerrero e instalan la locura en su thymos, haciendo que actúe irresponsablemente. De hecho, el hurto que Agamenón perpetra contra Aquiles, y con el que se inicia la Ilíada, es uno de tales actos controlados por los dioses. El concepto de responsabilidad personal y la atribución de la conducta humana a causas totalmente internas no aparecen hasta aproximadamente el 500 a. de C., en las obras de los dramaturgos griegos. En consecuencia, es lógico que nos parezca más fácil apreciar la tragedia griega que la Ilíada, ya que los caracteres trágicos actúan más llevados de lo que reconocemos como pasiones humanas profundas que de los caprichos de los dioses del Olimpo.

Una distinción filosófica importante aparece en la Ilíada cuando Homero apela al conocimiento divino de los dioses, que «conocen todas las cosas» para corregir los errores de su propia opinión humana basada en el «rumor».

La división entre verdad, o realidad (conocimiento divino), y apariencia (opinión) hunde profundas raíces, incluso hoy día, en el pensamiento occidental. Para los ojos y el tacto humanos .una mesa puede parecer sólida, pero la Física nos dice que en realidad está constituida por una miríada de partículas infinitamente pequeñas. Los filósofos se han debatido siempre con el problema de que las apariencias suelen ser engañosas y han buscado procedimientos para que la Humanidad pueda conocer la realidad. Veremos más adelante que la Psicología, también, se plantea el problema de cómo la información sensorial no fiable produce nuestra imagen estable de la «realidad». Se trata del problema más antiguo del pensamiento humano consciente de sí mismo.

La Ilíada y la Odisea nos conservan la psicología de sentido común y la filosofía de los griegos de la Antigüedad. El sentido común, empero, raras veces es autocrítico; no se propone su propio perfeccionamiento. Todo esto cambió en el siglo vr a. de C., en la época en que nacía el pensamiento filosófico.

LLAA FFIILLOOSSOOFFÍÍAA AANNTTEERRIIOORR AA PPLLAATTÓÓNN

Los filósofos presocráticos La tradición crítica

A todo el mundo le resulta difícil aceptar la crítica de sus ideas o reflexionar críticamente sobre ellas. Por ello, muchos sistemas de pensamiento son cerrados, es decir, no se critican a sí mismos, sino que más bien se defienden de la crítica. Con frecuencia se encuentran sistemas cerrados en la religión, ya que los creyentes se adhieren a alguna gran Verdad revelada que trasciende la crítica humana; los críticos son calificados de herejes y a menudo se les persigue. Los sistemas políticos, también, pueden ser cerrados. Las naciones comunistas suelen echarse en cara entre sí su «des-viacionismo» con respecto a la Verdad de Marx, y persiguen a sus disidentes como si de herejes religiosos se tratase.

Los sistemas cerrados son, por ello, profundamente conservadores, y aceptan el cambio muy lentamente, si es que lo aceptan de algún modo. A veces ello puede resultar beneficioso. La sociedad china estuvo dirigida en buena medida por los intelectuales mandarines, quienes hicieron suya una idea logia confuciana homogénea. Gracias a ello, China disfrutó de una esta-bilidad política desconocida en Europa. La misión de los mandarines consistió en preservar lo que, a su juicio, constituía una sociedad fundamentalmente justa. La estabilidad, sin embargo, puede también suponer estancamiento. La ciencia china, o lo que había de ella, apenas realizó progresos bajo los mandarines. Las proezas tecnológicas de inventar la pólvora y construir la Gran Muralla corrieron a cargo de los artesanos, no de los instruidos mandarines.

En Grecia, en cambio, la vida intelectual tomó un giro diferente. Los antiguos filósofos griegos fueron los primeros pensadores que progresaron gracias al empleo de la crítica. Allí, comenzando por Tales de Mileto (florecimiento 1* en el 585 a. de C.), vio la luz una tradición de crítica sistemática, cuyo objetivo era el perfeccionamiento de las ideas. Como señaló el filósofo Karl Popper (1965): «Tales fue el primer maestro que dijo a sus

1 • «Florecimientos se indicará en adelante por «fi». Una persona «florece» a los cuarenta años.

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discípulos: `Así es como yo veo las cosas —como yo creo que las cosas son—. Intentad mejorar lo que os enseño'.» Tales no enseñó sus ideas como una Verdad heredada que había que conservar, sino como un conjunto de hipótesis que debían perfeccionarse. Tales y quienes le siguieron deseaban el cambio. Eran conscientes de que las ideas rara vez son correctas, que únicamente cometiendo errores y corrigiéndolos podemos progresar. El dogma momifica el error en una mortaja pétrea y hace imposible el progreso. La actitud crítica es fundamental, tanto para la Filosofía como para la Ciencia, pero requiere superar la pereza intelectual y el lógico sentimiento de hostilidad hacia los críticos. El establecimiento de una tradición crítica constituyó la más importante realización de los griegos que inventaron la Filosofía.

Los físicos y el naturalismo

El problema específico al que se aplicó Tales fue el de la naturaleza de la realidad. Tales propuso que, aunque el mundo parezca estar constituido por muchas sustancias diferentes (madera, piedra, aire, humo, etc.), hay en realidad un único elemento —el agua— que adopta numerosas formas. El agua puede ser líquida, gaseosa o sólida, y era, según Tales, el componente esencial de todas las cosas. El nombre del único elemento del que estaban hechas todas las cosas era el de physis, y por eso todos aquellos que siguieron a Tales en la búsqueda de dicho elemento universal fueron llamados físicos. La Física moderna prosigue esta búsqueda cuando afirma que todas las sustancias de la experiencia común están en realidad com-puestas por unas pocas partículas elementales.

Además de inaugurar la tradición crítica, Tales inició también una línea de investigación' física. Al hacerlo, se distanció de las interpretaciones religiosas y espirituales del universo, en favor de explicaciones naturalistas acerca de cómo están constituidas las cosas y cómo operan. Así, según Tales, el mundo puede ser comprendido por los hombres, ya que se compone de materia ordinaria y no refleja las fantasías caprichosas de los dioses. Críticamente, reconoció que su hipótesis era una opinión humana falible, aunque confiaba en que el conocimiento divino podía llegar a convertirse en conocimiento humano.

La tradición de Tales prosiguió con su discípulo Anaximandro de Mileto (fl. en el 560 a. de C.), quien aceptó el concepto de physis, pero criticó la hipótesis de Tales de que fuera el agua. Anaximandro se planteó cómo un elemento ordinario podía transformarse en otros. En su lugar, propuso la existencia de un elemento que no era ningún elemento identificable, sino algo

menos definido y que podía asumir muchas formas. Denominó a la physis que proponía apeiron, cuya mejor traducción es «lo Indefinido». A su vez, Anaximandro fue puesto en tela de juicio por su discípulo Anaxímenes de Mileto (fl. en el 546 a. de C.), quien propuso como physis el aire.

Anaximandro también merece ser mencionado por sus perspicaces ob-servaciones sobre la evolución. Según él. dado que los bebés humanos son tan frágiles y requieren una crianza tan prolongada, la forma primitiva y original de los seres humanos debió haber sido diferente, más robusta y cabe presumir que más capaz de independizarse rápidamente, como ocurre con los cachorros animales. Anaximandro apeló a fósiles de criaturas desconocidas para apoyar su noción de evolución. Es éste uno de los raros ejemplos de filósofo griego que recurre a los datos empíricos para reforzar una opinión. Como veremos, la mayoría de los griegos prefirieron la argumentación abstracta a la investigación empírica.

Aunque fuera más un poeta que un filósofo, Jenófanes de Colofón (fi. en el 530 a. de C.) ensanchó las tradiciones crítica y naturalista con su abierto ataque a la religión griega. Jenófanes mantenía que los dioses del Olimpo eran meras construcciones antropomórficas, que se comportaban igual que los seres humanos, hasta el punto de mentir, robar, asesinar y enzarzarse en amoríos. Según Jenófanes, si los animales tuvieran dioses, también los crearían a su propia imagen, inventando dioses leones, dioses gatos, dioses perros, etc. La crítica de Jenófanes constituye el comienzo del viejo enfrentamiento entre el naturalismo científico y la religión, que llegó a su culminación cuando Darwin propuso la teoría de la evolución en el siglo xtx.

De influencia más directa en los filósofos posteriores, especialmente en Platón, fue Pitágoras de Samos (fl. en el 530 a. de C.). Pitágoras fue una figura enigmática, a la vez un gran matemático y un líder religioso. Debe su mayor fama al Teorema de Pitágoras, aunque también formuló la primera ley matemática de la Física, al expresar las proporciones armónicas entre cuerdas vibrantes de diferentes longitudes. Con todo, las matemáticas fueron algo más que un mero instrumento de la Ciencia para Pitágoras; eran también una clave mágica del cosmos. Pitágoras fundó una secta religiosa secreta consagrada a los números, que creía que: «Todo lo que puede ser conocido tiene un número; ya que es imposible aprehender algo con el pensamiento... sin este [número] » (Freeman, 1971). La secta pitagórica se completaba además con ritos secretos y leyes dietéticas, y sobrevivió largo tiempo a su fundador.

En psicología, Pitágoras trazó una línea divisoria tajante entre el alma y el cuerpo. No sólo podía el alma existir sin el cuerpo, sino que, yendo más allá, los pitagóricos consideraban que el cuerpo era una prisión corruptora en la que

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el alma se hallaba atrapada. Una parte importante de la religión pitagórica estaba orientada hacia la purificación de la carne, para que el alma pudiera alcanzar más fácilmente la verdad.

Platón experimentó una acusada influencia de los pitagóricos. También él creía que el alma era una pura entidad de conocimiento arrojada a un cuerpo corruptor. Su teoría del conocimiento sostenía que la percepción sensorial, dependiendo, como lo hace, del cuerpo corrupto, es intrínsecamente poco digna de confianza. En su lugar, la razón del alma debe buscar el conocimiento abstracto de la matemática pura.

Finalmente, debemos mencionar a Alcmeón de Crotona (fi. en el 500 antes de C.), debido a que prefiguró la fundación de la Psicología. Alcmeón era un médico que practicó las primeras disecciones. También se interesó por la Filosofía y orientó su atención a la comprensión de la percepción. Disecó el ojo y siguió el rastro del nervio óptico hasta el cerebro. Al contrario que posteriores pensadores, como Empédocles y Aristóteles, Alcmeón opinaba, acertadamente, que la sensación y el pensamiento se producen en el cerebro. El trabajo de Alcmeón apunta directamente a la fundación de la Psicología, que no es sino el intento de responder a las cuestiones filosóficas sobre la razón utilizando métodos científicos tomados en préstamo de la Fisiología. En la mayoría de los padres fundadores de la Psicología, como Wilhelm Wundt, Sigmund Freud y William James, reconoceremos la silueta de Alcmeón, el médico convertido en filósofo empírico. Ser como contrapuesto a devenir

Una importante polaridad intelectual del pensamiento occidental ha sido, y lo sigue siendo, la tensión entre las filosofías del ser y del devenir. Los defensores del ser mantienen que, más allá del flujo del mundo cambiante, hay verdades eternas y valores que existen con independencia de la Hu-manidad, verdades que debemos buscar y utilizar como guía de nuestras vidas. Estas verdades existen en el reino del Ser puro; llevan una existencia inmutable, inaccesibles a los cambios del mundo físico. Los paladines del devenir, por su lado, niegan que tales verdades, o el reino del ser puro, existan. Al contrario, lo (único constante en el universo es el cambio: las cosas nunca son simplemente, sino que están siempre deviniendo otra cosa. Para estos pensadores, incluso los valores morales pueden cambiar a medida que el mundo cambia. En el período presocrático, los grandes portavoces de las filosofías del devenir y del ser fueron, respectivamente, Heráclito de Efeso (fl. en el 500 a. de C.) y Parménides de Elea (fl. en el 475 antes de C.).

Heráclito fue un filósofo difícil, hasta el punto de que sus contemporáneos

le llamaron el «Oscuro». Afirmaba que la phvsis era el fuego, cuya característica más evidente es el cambio. Esta idea le llevó a la conclusión de que incluso hay menos permanencia en el mundo de la que parece haber. Lo que semeja una piedra es, en realidad, una bola condensada de fuego en perpetuo cambio, una realidad no muy diferente del enjambre de partículas de los físicos modernos. Su aforismo más conocido era que nadie se bañaba en el mismo río dos veces. Esta afirmación resume adecuadamente su filosofía, según la cual nada en el universo es lo mismo dos veces. No obstante, Heráclito también creía que, si bien el cambio es lo único constante, obedece a leyes y no es caprichoso. l a regulación del cambio consiste en una armonía universal y dinámica que mantiene las cosas en un equilibrio de fuerzas compensadas. Por ello, la verdad que le es dado alcanzar a la Filosofía y la Ciencia es una verdad acerca del cambio, más que un conocimiento sobre cosas estáticas.

Aunque la veneración de Pitágoras por los números eternos expresaba una filosofía del ser, lo secreto de su culto limitó su influencia. La filosofía del ser fue formulada por primera vez por Parménides, un autor oscuro al igual que Heráclito, que consignó su filosofía en un poema. Parménides distinguía tajantemente entre una Vía del Perecer (apariencias) y una Vía de la Verdad (realidad). Dado que para Parménides la Verdad era eterna e inmutable, concluyó que el cambio es una ilusión basada en la imperfección de nuestros sentidos. En la realidad no hay cambio. Esta realidad inmutable había de ser aprehendida por la razón y la lógica; y Parménides fue el primer filósofo que presentó sus razonamientos como deducciones lógicas a partir de premisas intuitivamente plausibles. Parménides es, pues, el fundador del racionalismo.

Desde la época de Parménides, la contienda entre el ser y el devenir ha venido siendo disputada por numerosos pensadores. A través de su admirador Platón, la filosofía del ser de Parménides dominó el pensamiento occidental, aunque no sin oposición, hasta los tiempos modernos. El neoplatonismo fue la piedra angular filosófica del pensamiento cristiano me-dieval. No fue sino hasta el otoño de la Edad Media cuando comenzó a as-cender la estrella del devenir. Con la teoría de Darwin sobre la evolución mediante la mutación aleatoria y la selección natural, el devenir triunfó en la Ciencia. Este triunfo salta a la vista, no sólo en las ciencias biológicas, sino incluso en la Física. La teoría de los quanta afirma que nunca podemos saber con certeza dónde se encuentra una partícula, sino únicamente dónde podría estar.

Hubo una primera reacción reveladora contra_ Parménides, con la Vía de la Opinión Verdadera propuesta por el médico filósofo Empédocles de

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Agrigento (fl. en el 450 a. de C.), quien puede ser considerado como el fun-dador del empirismo. Basándose en las ideas de Alcmeón, Empédocles intentó desarrollar una teoría de la percepción que justificase nuestra confianza de sentido común en nuestros sentidos. Según Empédocles, los objetos emiten efluvios, que son copias, propias y específicas de cada moda-lidad sensorial, de los citados objetos. En la actualidad sabemos que el olfato funciona de esta forma; nuestra nariz responde a ciertas moléculas emitidas por algunos objetos. Empédocles creía que esto se aplicaba a todos los tipos de percepción.

Frente a Alcmeón, Empédocles creía que los efluvios penetran en la circulación sanguínea, donde se encuentran, mezclándose en el corazón. La agitación de los efluvios en el latir del corazón constituía, según Empédocles, el pensamiento. Su teoría, aunque suene a absurda hoy día, supuso un paso importante hacia el naturalismo, dado que propone una base puramente física para la actividad mental, que habitualmente solía atribuirse al alma.

Las concepciones de Empédocles son típicamente empiristas, al postular que conocemos la realidad gracias a su observación, y más en concreto gracias a la internalización de las copias de los objetos. El pensamiento no puede crear nada nuevo, siendo tan sólo capaz de reordenar los átomos de la experiencia. E igualmente las conclusiones de Empédocles ponen de relieve por qué los empiristas han contribuido, en general, más a la Psicología que los racionalistas. El empirista debe mostrar cómo operan los sentidos para justificar el hecho de que los usemos en nuestra búsqueda de la verdad. Ello exige necesariamente elaborar teorías psicológicas del funcionamiento sensorial. El racionalista, por su parte, niega pura y simplemente la validez de la información sensorial y, en consecuencia, puede ignorar los problemas de la psicología empírica por ser filosóficamente irrelevantes.

Los contemporáneos de Sócrates

Los últimos físicos: el atomismo Los últimos filósofos clásicos que se interesaron primordialmente por

la naturaleza de la realidad física fueron Leucipo de Mileto (fl. en el 430 antes de C.) y su discípulo más conocido, Demócrito de Abdera (fi. en el 420 a. de C.). Después de ellos, los filósofos se volvieron hacia cuestiones relativas al conocimiento humano, la moralidad y la felicidad.

Como el nombre de su escuela implica, los atomistas propusieron una idea que se ha mostrado inmensamente fructífera en física: que todos los objetos están compuestos por átomos infinitesimalmente pequeños. Para la Física, esto ha significado que la complejidad de las sustancias que nos rodean puede analizarse desglosándola en conjuntos de unas cuantas partículas que interactúan de formas matemáticamente precisas.

Cabe ampliar metafóricamente el atomismo a la Psicología, donde se ha revelado como el más duradero de los presupuestos psicológicos. El atomismo psicológico afirma que las ideas complejas, como «catedral» o «Psicología», pueden analizarse como agrupaciones de ideas más simples, o incluso de sensaciones, que han sido asociadas conjuntamente. Semejante presupuesto ha formado parte integrante de las teorías empiristas de la mente, y todavía, en alguna forma, subyace en todos los sistemas psicológicos, salvo la psicología de la Gestalt.

Los atomistas llevaron sus hipótesis al límite. Defendieron el materialismo, el determinismo y el reduccionismo. El lema favorito de Demócrito era que sólo «los átomos y [el] vacío existen en realidad». No hay Dios ni alma, sólo átomos materiales en el espacio vacío. Si sólo existen los átomos, entonces el libre albedrío ha de ser una ilusión. Leucipo decía: «Nada ocurre por casualidad; todo sucede como resultado de la razón y por necesidad.» El alma y el libre albedrío son ilusiones que cabe reducir al funcionamiento mecánico de nuestros cuerpos físicos. Demócrito escribió que «nada sabemos con precisión de la realidad, salvo en la medida en que ésta cambia conforme a las condiciones corporales y la constitución de aquellas cosas que inciden en [el cuerpo] » (Freeman, 1971).

Como Empédocles, Demócrito propuso una explicación materialista de la percepción y el pensamiento. De hecho, la teoría de Demócrito es tan sólo una modificación de la de Empédocles. Según Demócrito, todo objeto emite tipos especiales de átomos, llamados eidola, que son copias de los objetos. Cuando llegan a nuestros sentidos, percibimos el objeto indirectamente a través de su copia. Por ello, nuestros procesos de pensamiento se limitan a reunir o separar las imágenes-eidola en nuestro cerebro. Demócrito se percataba del inevitable defecto de esta teoría: no tenemos forma de saber si los eidola son copias precisas y rigurosas de los objetos reales que las emiten. Si no son precisas, nuestro «conocimiento» de los objetos es erróneo. Más adelante veremos cómo este problema se convirtió en un atolladero para los empiristas del siglo xviii, Locke, Berkeley y Hume.

Demócrito también mantuvo una doctrina ética que desasosegó profun-

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damente a los filósofos moralistas del siglo xviii. Un materialismo conse-cuente, que niega, como suele hacerlo, a Dios y al alma, sólo puede ofrecer una guía de conducta para la vida: la persecución del placer y la evitación del dolor. Esta doctrina se denomina hedonismo. Vemos cómo Demócrito afirma que «lo mejor para el hombre es que pase su vida de forma que alcance tanto placer y tan pocas molestias como pueda» (Copleston, 1962). Es éste el resultado lógico del naturalismo, puesto que reduce los valores a nuestras experiencias corporales naturales de placer y dolor. Para muchos, sin embargo, esto es moralmente ofensivo, ya que si el placer individual es el único criterio del bien, ¿con qué derecho puede alguien condenar al criminal o al tirano felices y cargados de éxitos? Semejantes cuestiones estaban presentes en el corazón del pensamiento de Sócrates y Platón, y Platón llegó a sugerir en cierta ocasión que se quemaran los libros de Demócrito. La misma respuesta de Demócrito a este dilema moral parece poco convincente a la mayoría de las personas: el mayor placer es filosofar —más grande que los simples placeres físicos— y la (buena) vida feliz es una vida filosófica.

Los sofistas: actitudes del mundo moderno El cambio de interés de la Filosofía, desde la naturaleza de la realidad

física a la naturaleza del hombre, tuvo su expresión más vigorosa en los sofistas. Su divisa más conocida fue enunciada por Protágoras (aproxima-damente 490-420 a. de C.), el más importante de los sofistas: «El hombre es la medida de todas las cosas, tanto de las que son lo que son como de las que no son lo que no son» (Sprague, 1972). El centro de interés pasó a ser el hombre y sus necesidades, más que el mundo físico o los dioses.

Los sofistas no mantuvieron una doctrina filosófica rígida. Fueron sobre todo maestros de retórica, que se ofrecían —por un sueldo— a enseñar a los jóvenes ambiciosos de Atenas a razonar bien en la curia y la asamblea. Su objetivo era, pues, el proceso de los razonamientos eficaces, no de los razonamientos verdaderos. Se les ha comparado, en este sentido, a los mo-dernos agentes publicitarios, cuya primera preocupación es vender un pro-ducto o un político, con independencia de su mérito.

El lema de Protágoras refleja un cierto relativismo humanista: el hombre es la medida de todas las cosas. Este aforismo tiene una pluralidad de significados. Según la interpretación más estrecha, cualquiera es el mejor juez de su propia experiencia. De dos personas que entran en la misma habitación, una puede experimentar que la habitación está caliente, y la otra

que fría, si la primera ha estado fuera en una ventisca y la segunda ha estado antes atizando el horno. Ninguna de las dos percepciones es incorrecta: cada una es verdadera para el que la percibe. Si lo generalizamos, este relativismo perceptual nos lleva a un significado más amplio de la idea de Protágoras: el relativismo cultural. Los sofistas propendían al materialismo como Demócrito, puesto que consideran que el placer y el dolor son las únicas normas de conducta. El placer y el dolor son experiencias sensoriales del individuo, de donde se sigue que, en el aspecto ético, cada persona es el único juez de lo que es correcto para ella. Cualquier pretensión de establecer reglas de conducta generales por fuerza es arbitraria, ya que el legislador sólo conoce sus propios placeres y dolores. Pese a todo, los sofistas reconocían que la ley era necesaria para la supervivencia de las comunidades humanas y aceptaban un relativismo cultural, según el cual cualquier persona que viva en una cultura tiene que vivir de acuerdo con las normas de dicha cultura, aunque no debería intentar imponer tales normas a las personas de otras culturas.

Por último, en su nivel más alto de generalidad, «el hombre es la medida de todas las cosas» constituye una afirmación acerca del universo. No hay una Verdad permanente, duradera, ni una ley sancionada por la divinidad, ni un código de valores eterno y transhumano. La medida de las cosas no es Dios ni la verdad abstracta y científica, sino los seres humanos, sus necesidades y su búsqueda de la felicidad. Este punto de vista es consustancial al humanismo y ofrece una filosofía del devenir bastante diferente de la de Heráclito.

Como el hedonismo de Demócrito, el relativismo humanista de los sofistas resulta ofensivo para aquellos que ven en él una receta de anarquía moral y una negación de la Verdad permanente. En un Diálogo tras otro, el Sócrates de Platón confunde a los sofistas, quienes aparecen ridiculizados en muchos de tales Diálogos. Del intento platónico de refutación del relativismo surgió una poderosa filosofía del ser: el racionalismo clásico.

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Sócrates y Platón: la Filosofía del Racionalismo y del Ser

Sócrates (470-399 a. de C.) fue un maestro perplejo que se planteó el significado de términos generales, tales como Verdad, Belleza y Justicia. Su mejor discípulo fue Platón, quien proporcionó respuestas positivas a las

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provocativas preguntas que ni el propio Sócrates llegaba a contestar. Platón (428-348 a. de C.) escribió sus Diálogos, en los que Sócrates examina diversos problemas con los atenienses. Los primeros Diálogos nos muestran a un Sócrates joven e inquisitivo. En los últimos, Platón pone en boca de Sócrates su propio racionalismo.

Epistemología Los sofistas y Sócrates fueron contemporáneos y a la vez antagonistas.

Sócrates, que concentró su atención en la ética, creía que los sofistas mi-narían toda la moralidad con sus enseñanzas relativistas. En oposición a ellos, intentó descubrir el significado general de Dios, la justicia y la Belleza. Platón hizo extensible esta búsqueda a todo el conocimiento.

Sin embargo, Platón aceptó un aspecto del relativismo sofista: su ar-gumento de que todas las sensaciones dependen del estado del observador. Platón suministró un sólido argumento en apoyo de esta posición, con su ejemplo de los dos hombres que entran en una habitación desde diferentes contextos y por ello perciben la habitación en forma distinta (como en el ejemplo anterior). Se puede disponer otra demostración, propuesta siglos más tarde. Se cogen tres cubos de agua —uno caliente, otro frío y otro templado—. Se mete la mano izquierda en el agua caliente y la derecha en la fría. A continuación, se sumergen las dos manos en el agua templada. La mano izquierda sentirá frío y la derecha calor. El agua, por supuesto, está a la misma temperatura, pero se siente a dos temperaturas. La experiencia del agua es función del estado de las manos. Platón concluyó de esta relatividad que de hecho uno no sabe cuál es la temperatura del agua; únicamente cabe tener alguna creencia con respecto a ella.

Platón aceptó también la doctrina heracliteana del flujo, razonando que todos los objetos se hallan en continuo cambio. Para Platón esto significaba que no cabe conocer los objetos. No podemos tener un conocimiento eterno e inmutable —que para Platón son las características esenciales del conocimiento— de cosas que están cambiando continuamente. Platón llegó a la conclusión de que la percepción suministra una imagen sumamente imperfecta y relativa de un mundo de objetos en permanente cambio, una imagen que no puede llamarse conocimiento.

Con todo, Platón no puso en tela de juicio la existencia del conocimiento, sino que intentó mostrar cómo puede alcanzarse éste. Si no cabe conocer la realidad, ¿qué podemos conocer? No puede haber conocimiento de la nada, de lo que no existe, ya que entonces no sería conocimiento. El conocimiento es

eternamente verdadero e inmutable, por lo que los objetos del conocimiento han de ser eternos e inmutables. Platón llamó a tales objetos del conocimiento Formas (o Idas). Hay una Forma para cada clase de objeto a los que damos un nombre general, como «gato», «cama», «hombre», «justo» o «bueno». Platón creía que los objetos percibidos eran copias imperfectas de estas Formas, imperfectas porque se hallan en permanente cambio y son relativas al que las percibe.

Figura 2-2. La metáfora platónica de la linea. (Retomado de Historia de la Psicología.

Madrid. Prentice-Hall pp73.) La mejor expresión de esta idea aparece en la metáfora de la línea, que

figura en la República de Platón. Imaginémonos una línea (fig. 2-2) dividida en cuatro segmentos desiguales. La línea está dividida en dos grandes segmentos, que representan el mundo de las Apariencias percibidas y la opinión, y el mundo del Conocimiento abstracto, o mundo inteligible. El primer segmento es más corto, para denotar su imperfección. El mundo de las Apariencias está a su vez dividido, en proporciones iguales a las de toda la línea, en el mundo de la Imaginación y en el de la Creencia. La Imaginación es el nivel inferior de la cognición, puesto que se ocupa de simples imágenes de objetos concretos, análogas a los reflejos que fluctúan en el agua. Plafón relegó el Arte también a

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este reino, ya que cuando contemplamos el retrato de un hombre estamos viendo únicamente una imagen, la sombra de una apariencia. Platón desterró el Arte de su República utópica.

Nuestra aprehensión de las imágenes es la forma más imperfecta de conocimiento. Nos movemos en un terreno más seguro cuando miramos a los objetos propiamente dichos; Platón llamó a esto Creencia. Con el siguiente segmento de la línea, el Pensamiento, alcanzamos el conocimiento, que se inicia con el conocimiento matemático. El matemático puede demostrar teoremas sobre triángulos rectángulos o ecuaciones de segundo grado, sin tener que referirse a triángulos concretos o ecuaciones numéricas. El matemático posee un conocimiento de estas cosas. Platón estuvo muy influido por el pitagorismo, como se hace evidente en la importancia que atribuyó a las Matemáticas como forma de conocimiento.

El mundo ideal de la Geometría es muy parecido al de las Formas. En Geometría se puede demostrar, por ejemplo, que el cuadrado de la hipo-tenusa de un triángulo rectángulo es igual a la suma de los cuadrados de los catetos (teorema de Pitágoras).

Para establecer esto, se podría dibujar un triángulo rectángulo y, sin embargo, la prueba no se aplica sólo a dicho triángulo, sino a todos los triángulos rectángulos, o, de modo más platónico, al Triángulo Rectángulo. Cualquier triángulo que dibujáramos sería una copia inferior del Triángulo Rectángulo perfecto; pero nuestra prueba se refiere a la Forma de este Triángulo. Aceptamos esto como una trivialidad de la Matemática y la Geometría, porque éstas no se ocupan de conjuntos de números o de figuras dibujadas, sino de variables y figuras ideales. Sin embargo, Platón creía que la relación de la copia respecto a la forma era cierta en todos los casos; no sólo en el caso de la figura dibujada con respecto al Triángulo Ideal, sino también en el caso del Peñón de Gibraltar con respecto al Peñón Ideal. Por fuerza ha de ser así para que el conocimiento de las rocas (Geología) resulte posible, dado que las rocas percibidas están en constante cambio y se experimentan sólo de modo relativo.

En la actualidad, podríamos estar de acuerdo con Platón en que las Matemáticas son conocimiento. En cuanto tal, es riguroso y sus pruebas son necesariamente verdaderas. Los más importantes avances en la Física moderna han resultado de haber desarrollado intuiciones elementales hasta sus conclusiones necesarias a través de la lógica matemática formal. Con todo, Platón creía que la forma superior de conocimiento, el último segmento de 'la línea (Inteligencia o Conocimiento, en la figura), era algo más que esto. Las Matemáticas, o al menos la Geometría de la época de Platón, se apoyaban en

imágenes percibidas, tales como triángulos, círculos y cuadrados. Esta dependencia de las imágenes hacía que la Geometría fuera imperfecta. Y lo que todavía tiene más trascendencia, las Matemáticas razonan con rigor a partir de ciertos presupuestos que no son puestos en tela de juicio. La Geometría euclidiana, por ejemplo, parte de unos axiomas fundamentales y desarrolla sus consecuencias, pero dichos axiomas permanecen sin demostrar. En el siglo XtX se inventaron formas de Geometría radicalmente diferentes a las de Euclides con sólo alterar uno o dos de sus axiomas. Aunque Platón no tuvo, por supuesto, conocimiento de este desarrollo, le habría corroborado que tenía razón: las matemáticas producen conocimiento dentro de su sistema de premisas, pero no pueden saber qué premisas son las correctas. En consecuencia, las matemáticas no son verdadero conocimiento, ya que sus presupuestos pueden siempre ser puestos en cuarentena.

Para alcanzar el conocimiento, pues, debemos remontarnos aún más arriba, al reino de las Formas propiamente dichas, sin contentarnos con sus réplicas matemáticas, sus réplicas concretas, o las imágenes de sus réplicas. Debemos ascender de los meros presupuestos a los principios fundamentales, del mundo de las Apariencias sensibles al mundo de las Formas inteligibles. ¿Cómo ha de realizarse este tránsito? ¿Cómo alcanzar el conocimiento de las Formas? Sobre esta cuestión el punto de vista de Platón evolucionó al correr de los años. Siempre creyó que debemos, hasta cierto punto, apartarnos de la percepción sensorial y adentramos en la dialéctica filosófica, de cuyo toma y daca surgiría el verdadero conocimiento. La naturaleza exacta de su idea de la dialéctica cambió, sin embargo, a medida que fue envejeciendo.

En los primeros diálogos, Platón creía que la experiencia de los objetos concretos estimulaba la rememoración del conocimiento innato de las Formas adquirido entre las sucesivas reencarnaciones. Los objetos percibidos se asemejan a las Formas, si bien de manera imperfecta, y por ello constituyen un estímulo real para despertar nuestro conocimiento de éstas. En sus Diálogos intermedios, Platón negó cualquier papel válido a la percepción sensorial y descargó el peso total del aprendizaje sobre la dialéctica abstracta y filosófica. Finalmente, en sus últimos Diálogos y lecciones no publicadas (que conocemos a través de Aristóteles), retornó a su primitiva creencia en el valor potencial de la percepción sensorial. Al mismo tiempo, elaboró su noción de dialéctica, convirtiéndola en un instrumento para clasificar con precisión todas las cosas, instrumento que Aristóteles habría de perfeccionar, haciendo de él la base de toda su filosofía. Simultáneamente, la concepción platónica de las Formas se volvió cada vez más matemática y pitagórica.

El problema que Platón abordó con su teoría de las Formas ha preocupado

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a los pensadores desde la Edad Media hasta las modernas investigaciones sobre la formación de conceptos. Por ejemplo, si uno usa el término «gato», no se está refiriendo con él al gato propio, o a un gato en concreto, sino más bien a cierta noción general de. «gatidad». Cada gato físico es una mezcla de rasgos, algunos de los cuales son esenciales para que sea gato, como el de ser carnívoro, y otros que no lo son, como la longitud de su pelo o su color. La «gatidad» esencial viene definida por el primer tipo de rasgos. Semejante «gatidad» universal era para Platón la Forma del gato, y los gatos físicos no eran sino réplicas imperfectas de esta Forma, precisamente por sus rasgos accidentales y no esenciales. Este problema de los términos generales, como contrapuestos a los ejemplos específicos, llegó a ser conocido como el problema de los universales. Todavía constituye un problema candente en la Psicología del Aprendizaje y Evolutiva. ¿Cómo una persona, y en especial un niño, aprende a separar conceptos generales, tales como «triángulo», «gato» o «mentira», de sus experiencias de triángulos, gatos y mentiras concretos? Platón pensaba que la persona debía rememorar estos conceptos en tanto que recuerdos de las Formas conocidas entre las sucesivas reencarnaciones.

Psicología El interés absorbente de Platón por la Formas ultramundanas le llevó a

prestar poca importancia a una disciplina empírica como la Psicología. Sólo un Diálogo, el Timeo, se dedica a problemas científicos. Aquí espigaremos de diversos diálogos las opiniones de Platón sobre toda una serie de temas psicológicos.

Naturaleza del alma.—Platón dividía el alma, o la mente, en tres partes. En primer lugar, estaba el alma inmortal y racional, localizada en la cabeza. Las otras dos partes son mortales. El alma impulsiva o animosa, orientada a conquistar el honor y la gloria, se localiza en el tórax, y el alma pasional y apetitiva, interesada en el placer corporal, en el vientre. El alma racional tiene parentesco con las Formas y el conocimiento; las almas perecederas (mortales) se hallan atadas al cuerpo y, por ello, son sólo capaces de opinión. Es deber del alma racional controlar los deseos de las otras dos, lo mismo que el auriga controla a dos caballos. El alma pasional fue considerada por Platón como particularmente revoltosa y necesitada de sujeción por parte de la razón. Siglos más tarde, constatamos una idea análoga en Freud, quien destacó la «primacía de la razón» sobre los impulsos instintivos. Platón se manifestó, sin embargo, como un partidario del dualismo mente-cuerpo, al afirmar que una persona se define por su mente racional, siendo su cuerpo

una tumba perturbadora, en la que el alma so encuentra a sí misma encarnada, y que se comporta como un títere.

Motivación.—Como cabía esperar, Platón, especialmente en sus obras primerizas e intermedias, tiene una pobre opinión del placer. Buscar el placer y evitar el dolor —impulsos obvios del hombre— son cosas del cuerpo, que únicamente sirven para envilecer la mente racional y obstaculizar su contemplación del Bien. Todas las formas de sensación, incluido el placer, las consideraba males inevitables. Sin embargo, en sus últimos escritos Platón modificó este punto de vista radical. Algunos placeres, como el goce estético que se obtiene de la belleza, son considerados ahora saludables, rechazándose la vida puramente intelectual como demasiado limitada. Su concepción de la motivación llega a ser freudiana: poseemos en nuestro interior una corriente de deseos pasionales que pueden ser encauzados hacia cualesquiera de las tres partes del alma, hacia el logro del placer físico, el honor o el conocimiento filosófico y la virtud. Nuestros impulsos pueden motivar la búsqueda del placer transitorio o el ascenso filosófico al mundo de las Formas.

Fisiología y Percepción.—La fisiología de Platón resulta chocante para nosotros. Afirmaba, por ejemplo, que la función del hígado consistía en desplegar las imágenes enviadas por el alma racional al alma pasional; estas imágenes eran más tarde borradas por el páncreas. Dado que Platón desconfiaba de la percepción, apenas habló de la ciencia empírica de la Fisiología. Con frecuencia se limita a consignar los puntos de vista tradi-cionales entre los griegos. De la visión, por ejemplo, dijo que vemos porque nuestros ojos emiten rayos visuales que percuten en los objetos situados en nuestra trayectoria visual. Esta idea persiste en el lenguaje moderno en frases como «le echó una ojeada», mientras que la teoría correspondiente dominó el pensamiento óptico hasta muchos siglos después de Platón.

Aprendizaje.—Platón fue el primer gran innatista, ya que según él todo conocimiento humano es innato, es decir, existe desde el nacimiento. En sus momentos más radicales, Platón creía que este conocimiento sólo puede ser reavivado a través de la dialéctica y la contemplación, no atribuyendo papel alguno a la percepción sensorial. En otras ocasiones, sin embargo, Platón propone una explicación del aprendizaje —su teoría de la reminiscencia— que se parece a ciertas teorías modernas, por ejemplo, 1 la teoría innatista de Noam Chomsky sobre la adquisición del lenguaje. Los objetos percibidos, por supuesto, se parecen a las Formas de las que participan, y esta semejanza, en especial si se ve ayudada por la instrucción, puede estimular a nuestra alma racional para que recuerde cómo son las Formas. Dicho en términos

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modernos, el input perceptual excita y desarrolla mecanismos cognitivos innatos. Al mismo tiempo, Platón sienta las bases de la doctrina asociacionista, que más tarde se convertiría en parte fundamental de la filosofía empirista. Los objetos sensibles nos recuerdan a las Formas, o porque son similares a ellas, o porque ambos objetos o ideas han estado frecuentemente asociados en nuestra experiencia. Son éstas dos de las leyes fundamentales de la asociación —la semejanza y la contigüidad—, básicas para numerosos sistemas posteriores de psicología.

Desarrollo y Educación.—Platón creía en la reencarnación. Al morir, el alma racional se separa del cuerpo y alcanza la visión de las Formas. Entonces, según el grado de virtud conseguido en la vida anterior de uno, se reencarna en algún lugar de la escala filogenética. Cuando el alma es arrojada a un nuevo cuerpo lleno de sensaciones y deseos animales, cae en un estado de completa confusión y debe adaptarse. Semejante confusión explica por qué el conocimiento de las Formas no existe en los infantes. El propósito de la educación estriba en ayudar al alma racional a conseguir el control del cuerpo y de las otras partes del alma. La educación presenta tres fases. Primeramente, los infantes deben ser apaciguados y mecidos para dominar su caos interno. A continuación, la educación elemental en Gimnasia, Retórica y Geometría, proporciona al niño el dominio del mundo externo. Finalmente, para quienes se manifiestan capaces de ella, la educación superior en Filosofía les conduce al conocimiento de las Formas. Esta educación es especialmente rigurosa y exigente, y fue pensada para formar a los dirigentes de la sociedad.

La psicología de Platón es fragmentaria e incompleta. La primera psi-cología sistemática fue desarrollada por su discípulo Aristóteles, quien tenía en más alta estima a la percepción y a la ciencia empírica que su maestro. AArriissttóótteelleess:: LLaa FFiilloossooffííaa ddeell EEmmppiirriissmmoo yy ddeell DDeessaarrrroolllloo

Aristóteles fue el primer profesor. Platón escribió diálogos dramáticos en los que los relámpagos de intuición de Sócrates iluminaban los problemas filosóficos y morales. Aristóteles escribió tratados en prosa. Fue el primero que en forma sistemática «pasó revista a los escritos» de los primeros filósofos. En vez de dejarse llevar de penetraciones intuitivas, se guió por el orden, el método y la lógica silogística, que él mismo inventó. El racionalismo obligó a Platón a adoptar ideas fantásticas, como la de las Formas, que

violentan el sentido común. En cambio, la actitud minuciosa y empírica de Aristóteles nunca le desvió lejos del sentido común, y sus errores fueron, por lo general, simples y objetivos, como su creencia de que el corazón era el asiento del alma, la cual incluye a la mente. Platón creó un mundo mágico de Formas incorpóreas y de fuerzas misteriosas de participación. El mundo de Aristóteles se basaba en el sentido común, un mundo en que los objetos pesados caen a más velocidad que los ligeros.

A pesar de que Aristóteles fue durante veinte años discípulo de Platón, ambos representan perspectivas tan diferentes que resultan antitéticas. Platón era un filósofo puro, cuyo enfoque lindaba con el misticismo, y que desconfiaba hasta tal punto de la percepción sensorial que para él el mundo visible no era real. Aristóteles era, ante todo, un científico que creía en la realidad del mundo sensible y en la valía de la percepción sensorial y del goce que cabe extraer de ella. El cuerpo no era para Aristóteles una tumba. Su error fundamental fue el opuesto al de Platón. Creía que las matemáticas eran inútiles para la ciencia, ya que no tratan directamente de lo que se observa. Pese a los años que pasaron juntos, parece como si no hubiera existido comunicación entre ellos en muchos puntos. En sus escritos, Aristóteles critica con frecuencia a Platón, pero sus objeciones raras veces son eficaces. Únicamente convencen a quienes comparten la misma orientación empírica de Aristóteles, pero no conmueven a un verdadero platónico. Nos hallamos aquí, quizá, ante el primer choque de paradigmas en el sentido de Kuhn, donde los portavoces de diferentes concepciones argumentan sin convencerse mutuamente.

Epistemología Aristóteles, evidentemente, rechazó la doctrina de las Formas. Por regla

general suele reconocerse que sus críticas concretas son flojas, si bien su posición de conjunto era que las Formas no explican nada. Se trata sim-plemente de especímenes glorificados —especímenes perfectos y celestiales, es cierto—, pero especímenes pese a todo. Introducir un nuevo conjunto de particulares en el universo no añade nada. En términos actuales, para Aristóteles Platón sería como un niño en el estado de inteligencia preoperacional de Piaget, que no puede concebir clases de objetos, sino únicamente objetos particulares y concretos. Platón intentó resolver el pro-blema de los universales postulando objetos enaltecidos, perfectos, indi-viduales y concretos. Aristóteles dio el paso hacia el siguiente estadio del pensamiento —el operacional concreto—, caracterizado por la lógica de

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clases y ejemplificado por el silogismo, una forma de razonamiento que creó Aristóteles.

Para Aristóteles, lo que existía primero era el mundo sensible de las cosas. Da comienzo a su filosofía considerando «esta cosa concreta aquí». A partir de nuestra experiencia de los objetos abstraemos la esencia de las clases de cosas, o especies. Empezamos con sensaciones de objetos particulares y perecederos, ascendemos, mediante procesos mentales, al conocimiento de las especies inmutables.

En la concepción de Aristóteles, sin embargo, los universales no son productos de la mente, como algo más tarde sostendrían diversos pensa-dores. Conocemos los universales a través de la mente, pero no. los creamos. Aristóteles creía que los universales existen en la Naturaleza y que nosotros los descubrimos. Hay una esencia universal de lo que significa ser gato, con total independencia de lo que pensemos acerca de los gatos. Los universales no son Formas separadas, ni tampoco etiquetas útiles, ya que existen como esencias de especies reales y naturales de objetos concretos.

Psicología Filosofía de la Naturaleza.—Para Aristóteles, la Psicología era una ciencia

empírica, y más en concreto una parte de la Biología. De aquí que em-pecemos por examinar el enfoque aristotélico de la explicación natural.

Las Cuatro Causas. Según Aristóteles, hay cuatro tipos de causas na-turales —formal, final, eficiente y material—. La causa material se refiere a la materia de lo que algo está hecho. Así, por ejemplo, la causa material de la Venus de Milo es el mármol. La causa eficiente se refiere a la causa inmediata del cambio o movimiento. Si uno deja caer un vaso sobre un suelo duro, la causa eficiente de su rompimiento es el violento impacto del vaso sobre el suelo. La causa final hace referencia a la intencionalidad de un objeto o un cambio. Por ejemplo, en respuesta a la pregunta «¿Por qué fuiste a la tienda?», uno contesta: «A comprar este libro.» Esta respuesta remite a una causa final, dado que se refiere al propósito del viaje. La causa formal es la esencia de un objeto, lo que le hace ser lo que es, o lo define. Se refiere más destacadamente a la figura del objeto, a su forma. Lo que distingue a la Venus de Milo de otras estatuas de mármol es su forma concreta. Sin embargo, la causa formal no tiene por fuerza que referirse a la forma externa, sino que siempre remite a lo que define la esencia de una cosa, en cuanto entidad independiente de sus rasgos accidentales. Por último, debe señalarse que, si bien las causas pueden analizarse por separado, es posible que una misma

cosa desempeñe simultáneamente las funciones de más de una causa. Tal es el caso del alma, como veremos.

Potencialidad y Actualidad. Aunque existen varios tipos de cambios visibles reconocidos por Aristóteles, la forma de cambio que más le interesó fue el cambio cualitativo, interés que colorea su análisis de todos los cambios. ¿Cómo una bellota se convierte en roble, un niño en adulto o una madeja de lana en un jersey? Las respuestas de Aristóteles serían que la bellota es en potencia un roble, el niño un adulto potencial y la madeja de lana un jersey en potencia. Esta potencialidad debe actualizarse por sí misma o ser actualizada —el roble es en acto un roble, el adulto un adulto y el jersey un jersey—. De esta suerte, el cambio cualitativo queda explicado apelando a la teleología, al propósito que existe en la Naturaleza. El propósito de una bellota es convertirse en roble, actualizarse a sí misma como roble. El sistema de Aristóteles es abierta y enteramente teleológico. Aristóteles afirmaba a menudo que la Naturaleza no hace nada sin propósito, y el científico explica el cambio descubriendo y apelando a dichos propósitos. La Scala Naturae. Este esfuerzo por actualizarse crea una gran jerarquía entre todas las cosas, desde la materia completamente informe y neutral, en un estado de pura potencialidad, hasta Dios, que es actualidad pura y que mueve el universo gracias al deseo de éste por llegar a Dios, la actualidad perfecta (de aquí que el Dios de Aristóteles sea el Motor Inmóvil —Inmóvil porque la actualidad perfecta no puede cambiar o moverse—). De particular interés para la Psicología es la ubicación en una escala que realizó Aristóteles con las especies vivientes, desde las más simples (romo el alga) hasta las más cercanas a Dios (los hombres). De esta suerte, aunque Aristóteles negó la evolución, al ser un creyente convencido en la fijeza de las especies, inventó algo parecido a la escala filogenética, su scala naturae, resultando de ello que su Psicología es en parte una Psicología comparada. Definición y tipos de alma. El alma es la forma (o causa formal), la esencia y la actualidad de la persona. El alma es lo que define a un animal —un gato es un gato porque tiene un alma de gato y se comporta como un gato . Un ser humano es humano en virtud de que posee un alma humana y, en consecuencia, actúa humanamente. En suma, cada criatura se define por su alma y, aunque Aristóteles no es claro en este punto, cada individuo se define por su alma individual, lo que llamaríamos el yo. Por consiguiente, el alma es la causa formal de la persona, ya que define qué tipo de ser viviente es. El alma es, pues, la esencia del animal. Por último, es la actualidad de un cuerpo que potencialmente tiene vida. Sin alma, el cuerpo está muerto; con alma está vivo. Por ello, el potencial de vida de una criatura es actualizado por el alma.

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Además, el alma es la causa eficiente del movimiento corporal; porque es la causa de que ocurra el movimiento. Es también la causa final, ya que el cuerpo está subordinado al alma. Resumiendo, la causa material de cualquier animal es el cuerpo del que el animal está constituido, mientras que el alma es la causa eficiente del movimiento, la causa formal que define la esencia del animal y la causa final, el propósito del cuerpo.

¿Qué relación hay entre cuerpo y alma? Aristóteles, como biólogo, tenía una concepción naturalista del problema mente-cuerpo. El alma, con excepción de una parte, es inseparable del cuerpo. Su concepción se asemeja a lo que en la actualidad denominamos la posición del doble aspecto: hay sólo una realidad material, el cuerpo, pero éste tiene dos aspectos, el fisiológico y el mental. El alma es la' forma del cuerpo y tan imposible es separarla de su encarnación material como separar la Venus de Milo del mármol de que está hecha, aunque podamos analizar por separado ambas cosas, considerando en sí mismos, o bien el mármol, o bien la forma. Aristóteles lo expresó así en De Anima: «Esta es la razón de que podamos descartar como totalmente superflua la cuestión de si el alma y el cuerpo son una sola cosa: es tan inútil como plantearse si la cera y la forma que se le imprime con un sello son la misma cosa...» Aristóteles no fue un dualista. Rechazó el dualismo de Platón y hubiera rechazado el dualismo cartesiano. No obstante, tampoco es un reduccionista materialista. El alma no puede ser reducida al cuerpo, incluso si sólo existe una materia, pues podemos analizar por separado las operaciones fisiológicas y las psicológicas. En cuanto biólogo teleológico, Aristóteles se planteó con respecto al alma las mismas preguntas que respecto a cualquier otro órgano: ¿para qué sirve, cuál es su propósito? Creía que el alma tiene varias facultades, como la nutrición, el movimiento y la razón. La mayoría de los psicólogos califican a la Psicología de Aristóteles como una Psicología de las facultades, hablando, por ejemplo, de la facultad de razonar, pero sería mejor definirla como la primera Psicología funcional, enfoque más afín al de un biólogo. Cuando en el siglo xix los psicólogos norteamericanos, influidos por Darwin, adoptaron nuevamente una perspectiva biológica, formaron una escuela llamada el funcionalismo, que acentuaba, como lo hizo Aristóteles, el valor biológico del funcionamiento mental. Es evidente que no todas las cosas vivientes exhiben las mismas funciones, y Aristóteles distinguió tres niveles de alma, ajustados a los diferentes niveles de su scala naturae. En el nivel inferior está el alma nutritiva, que poseen las plantas y que sirve a dos funciones: el mantenimiento de la planta individual por medio de la nutrición y el mantenimiento de la especie por medio de la

reproducción. Los animales poseen un alma más compleja, el alma sensitiva, que subsume las funciones del alma nutritiva y además tiene otras. Los animales, a diferencia de las plantas, se percatan de lo que les rodea. Tienen sensaciones y, por tanto, un «alma sensitiva». Como consecuencia de la sensación, los animales experimentan placer y dolor, y por ello sienten deseos de procurarse placer o evitarse el dolor. Hay otras dos consecuencias más de la sensación: en primer lugar, la imaginación y la memoria (dado que la experiencia puede imaginarse o recordarse), y en segundo lugar, en algunos animales, el movimiento como consecuencia del deseo. El nivel superior de la escala de las almas lo ocupa el alma humana, que subsume a las otras, poseyendo además la mente, o facultad de pensar. Es el alma racional.

Estructura del alma racional y humana.—Según Aristóteles, la adqui-sición del conocimiento es un proceso psicológico que se inicia con la percepción de los particulares y finaliza con el conocimiento general de los universales. Aristóteles es, en cierto sentido, el primer psicólogo del procesamiento de la información: recibimos informaciones de los sentidos, procesamos y almacenamos esta información, y actuamos sobre ella para desarrollar el conocimiento, resolver problemas y tomar decisiones. El análisis del alma de Aristóteles puede representarse por un diagrama de flujos de procesamiento de información, que muestra las

facultades del alma y sus interrelaciones (fig. 2-3). Figura 2-3. Estructura del alma en el De Anima.(Tomado de Historia de la Psicología. Madrid. Prentice-Hall pp82)

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Los cinco sentidos primarios envían información al sentido común que unifica las sensaciones en una percepción consciente y transfiere esta información procesada a la inteligencia pasiva, la cual queda impresionada con los objetos de la percepción. Tales percepciones pueden persistir, creando imágenes.

Para Aristóteles, la memoria era una especie de imaginación, ya que nuestros recuerdos son siempre imágenes concretas. El material ingresa en la memoria conforme lo aprendemos, y puede ser evocado posteriormente y traído a la conciencia; de aquí que el flujo de información circule en ambos sentidos. Por último, la inteligencia activa actúa sobre los contenidos de la inteligencia pasiva para producir el conocimiento universal. Nos detendremos ahora en estas funciones con más detalle.

Percepción sensorial.—Los sentidos especiales reciben pasivamente sensaciones de los objetos externos. Sus facultades consisten en la potencialidad de absorber la forma de los objetos externos, actualizada 'por la recepción de una impresión sensorial. A cada sentido especial le corresponden ciertas cualidades que únicamente él puede percibir. Por ejemplo, sólo mediante la visión podemos sentir el color, sólo mediante el gusto lo dulce. Este aspecto de la percepción es infalible. Nadie puede equivocarse cuando dice que ve una mancha roja o que saborea un dulce. Lo que sí puede entrañar error es la percepción de «sensibles incidentales», que requieren un juicio. Lo que alguien siente como una mancha roja puede incidentalmente ser una mariquita. Pero si dice «Veo una mariquita», puede cometer un error, ya que ello requiere un juicio. Es posible que esté viendo una mancha de pintura. Existen también cualidades sensoriales que son perceptibles por más de un sentido. Cabe ver que un objeto se está moviendo, o cabe sentir la misma cosa. Se puede ver que hay dos libros sobre el escritorio, o se les puede descubrir por el tacto. Estas cualidades de movimiento (o reposo), número, forma y tamaño, se llaman sensibles comunes, porque son comunes a más de un sentido.

La percepción de sensibles incidentales y comunes es producto del sentido común, que unifica los datos de los sentidos especiales en una experiencia coherente y consciente. No vivimos en un mundo de retazos rojos, sonidos y gustos aislados, sino en un mundo en que se experimentan objetos (sensibles incidentales) con importantes propiedades comunes (sensibles comunes). Esta aparente contradicción

entre lo que nuestros órganos sensoriales detectan y la «experiencia vivida» y consciente de la que nos percatamos llegó a ser —y lo sigue siendo— un fastidioso problema para la Psicología del siglo xx cuando los psicólogos de la Gestalt se opusieron a la aparente reducción wundtiana de toda experiencia a haces de sensaciones. Aristóteles fue el primero que intentó resolver esta cuestión, postulando la existencia de este sentido común que unifica los retazos de color, tactos y demás sensaciones en una experiencia consciente. El sentido común es, asimismo, responsable de la conciencia de sí, y es precisamente la inactividad del sentido común lo que provoca la pérdida de la conciencia de sí en el sueño.

Inteligencia.—A la parte racional del alma la denominó Aristóteles in-teligencia. Pertenece en exclusiva a los seres humanos, y es capaz de ad-quirir el conocimiento de los universales abstractos, en cuanto opuesto al conocimiento de lo concreto dado en la percepción. Conforme experimenta-mos miembros diferentes del mismo tipo natural, advertimos similaridades y nos formamos así una impresión de un universal, que Aristóteles creía era siempre una imagen. Si alguien tiene la experiencia de una multitud de gatos, termina por formarse una idea de cuál es la esencia de un gato.

En la inteligencia debe darse —como según Aristóteles se daba en toda la Naturaleza— una diferencia ente potencialidad y actualidad. La inteligencia pasiva es potencialidad. Carece de carácter propio, ya que puede adoptar la forma de los objetos experimentados. El conocimiento de los universales es actualizado, o puesto de manifiesto, en la inteligencia pasiva por las operaciones de la inteligencia activa. La inteligencia activa es pensamiento puro, que actúa sobre los contenidos de la inteligencia pasiva para alcanzar el conocimiento racional de los universales. Esta inteligencia activa es por completo diferente a las demás partes del alma. En cuanto actualidad, nadie actúa sobre ella, sino que más bien actúa ella sobre los contenidos de la inteligencia pasiva. Para Aristóteles, esto quería decir que la inteligencia activa era inmutable y, por tanto, inmortal, ya que la muerte es una forma de cambio. La inteligencia activa es, en consecuencia, separable del cuerpo y sobrevive a su muerte, en oposición al resto del alma. Sin embargo, la inteligencia activa no es un alma personal en el sentido moderno, ya que es idéntica en todos los seres humanos. Es pensamiento puro y no se lleva nada consigo de su estancia en la tierra. El conocimiento se realiza únicamente en la inteligencia pasiva, que perece. Cabe asignar una interpretación moderna a esta tesis de Aristóteles. En la actualidad se piensa que

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muchas de nuestras capacidades de procesamiento de la información son innatas. Estos procesos son, en cierto sentido, pensamiento puro, pues carecen de contenido, aunque suministren conocimiento del mundo. Dado que estos procesos se heredan, puede decirse que son inmortales, ya que sobreviven a la muerte de cualquier persona y son comunes a todas. Tales procesos se parecen, pues, a la inteligencia activa de Aristóteles.

Imaginación y Memoria.—Según Aristóteles, el pensamiento sin imágenes era imposible, por lo que cabría esperar un análisis pormenorizado de la imaginación en sus obras. Sin embargo, apenas lo hay. Sus observaciones sobre la imaginación describen a ésta meramente como la persistencia de un precepto después de que el objeto que originalmente la causó ha desaparecido. No llega a examinar la utilización activa de la imaginación, aunque parece tener conciencia de su existencia. El único marco en el que la imaginación resulta importante para Aristóteles es en la memoria. Para Aristóteles, el acto de memoria consiste en tener una imagen y percatarse de que se trata de una imagen de algo pasado. La memoria, en cuanto depósito, parece consistir en un conjunto de imágenes que representan la experiencia pasada. Aristóteles distingue la memoria simple —el reconocimiento de una imagen como una representación de un momento pasado— de la rememoración que implica una búsqueda entre las imágenes de la memoria. La rememoración se basa en el hecho de que la memoria está organizada, y Aristóteles hace notar el hecho —redescubierto por psicólogos modernos— de que el material intrínsecamente organizado, como las matemáticas, es más fácil de recordar que el que está menos organizado.

Semejante organización se basa en la asociación, te? y como se describe ésta en numerosas teorías psicológicas modernas. Platón, como hemos visto, insinuó la existencia de leyes de asociación, pero fue Aristóteles el primero que sacó provecho sistemáticamente de ellas. Aristóteles examina tres leyes de la asociación —la semejanza, la contigüidad y el contraste—. Las imágenes similares, las imágenes de experiencias contiguas y las imágenes opuestas se hallan enlazadas asociativamente (es decir, «caliente» generalmente evoca la asociación «frío»). Asimismo, sugiere una cuarta ley, la ley de la causalidad —es decir, que dos experiencias ligadas causalmente nos recuerdan la una a la otra.

Motivación.—El movimiento es característico de los animales y por ello es una función del alma sensitiva, que puede experimentar el placer

y el dolor. Toda acción está motivada por alguna forma de deseo, el cual, según Aristóteles, implica imaginación. En los animales, la motivación está dirigida por una imagen de lo que es placentero y el animal únicamente pretende el placer inmediato. Aristóteles llama a este tipo de motivación apetito. El hombre, sin embargo, es capaz de razonar, por lo que puede distinguir lo correcto de lo equivocado. En consecuencia, el hombre puede estar motivado por el deseo de lo que es bueno o por beneficios futuros a largo plazo. Este tipo de motivación se llama anhelo. Los animales experimentan conflictos motivacionales sencillos entre apetitos opuestos, pero el hombre se enfrenta además al problema de la elección moral. La concepción aristotélica de la motivación se asemeja a la de Freud, cuando distingue entre el principio del placer innato y animal, preocupado únicamente por el placer inmediato, y el principio de realidad, adquirido y exclusiva mente humano, que calcula las ganancias a largo plazo. LLAA FFIILLOOSSOOFFÍÍAA PPOOSSTTEERRIIOORR AA AARRIISSTTÓÓTTEELLEESS

Filosofías de la Felicidad

Aristóteles fue el último gran filósofo de la Edad Clásica. Después de él, el pensamiento tomó nuevas direcciones. Los imperios, primero el de Alejandro y luego el Romano, vinieron a sustituir a las viejas ciudades-estado. La civilización se difundió alrededor del Mar Mediterráneo, en el interior de Europa y en Gran Bretaña, gracias a estos imperios. Esta cultura, sin embargo, no produjo demasiados filósofos ni científicos. Los imperios tienden a ser pragmáticos, y entre los romanos encontramos a grandes ingenieros y políticos pragmáticos más que a grandes pensadores. La ciencia floreció durante un tiempo en Alejandría, la capital del Egipto postalejandrino. En la época de los sucesores de Alejandro, los Tolomeos, se establecieron centros de investigación y se realizaron importantes avances en matemáticas, astronomía, física y medicina. Se creó una gran biblioteca en Alejandría, constituyendo. su destrucción, al comienzo de la era cristiana, una de las grandes tragedias de la historia. Nuestro conocimiento de los primeros filósofos es fragmentario a causa del incendio de esta biblioteca. Lo que de movimientos filosóficos hubo en los períodos helenístico y romano difirió en gran medida de lo que había tenido lugar antes. En vez de investigar cuestiones de ciencia o epistemología, los filósofos se dedicaron ahora a

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buscar recetas para la felicidad humana. Podemos caracterizar al período que va de Aristóteles y Alejandro (muertos ambos en el 323 antes de C.) a la Edad Media como el período de las filosofías de la felicidad. La mayoría de sus nombres nos resultan todavía perfectamente familiares. Epicuro (341-270 a. de C.) aceptó el atomismo, aunque no el determinismo, y, como Demócrito, preconizó el hedonismo. Pero la fórmula de Epicuro para alcanzar el placer no era lo que nosotros solemos asociar al nombre de su escuela, el epicureísmo. Dio más importancia a la evitación del dolor que a la búsqueda activa del placer y aconsejó a sus seguidores que llevaran vidas sosegadas y alejadas de las refriegas del mundo externo. Sus advertencias dan en el blanco en una época volcada hacia la energía: depender de los placeres de la vida supone arriesgarse al dolor cuando éstos nos son retirados. Los cínicos no sólo se apartaron del mundo civilizado, sino que también lo atacaron. Opinaban que las obras de la sociedad rebosaban hipocresía, con su inseparable cortejo de codicia, envidia y odio. Los cínicos se burlaban de las convenciones sociales. El cínico más célebre fue Diógenes (que murió en el 324 a. de C.); vivió pobremente, se llamó a sí mismo ciudadano del mundo y preconizó el amor libre y la comunidad de familias. Cuéntase que Alejandro visitó a Diógenes en la cueva donde vivía. Plantándose frente a la entrada, Alejandro le preguntó si podía hacer algo por el famoso filósofo. «No me quites la luz», fue la respuesta de Diógenes. Esta anécdota resume en un rasgo el cinismo.

El escepticismo fue un movimiento afín, pero de carácter más intelectual, fundado por Pirrón de Elis (360-270 a. de C.) y desarrollado posteriormente por diversos rectores de la academia de Platón. Como Platón, los escépticos desconfiaban de la percepción sensorial. Sin embargo, no creían en ningún mundo de las Formas. Por ello, sostenían que cualquier conclusión general que pudiera alcanzarse en base a la experiencia podría convertirse en errónea a la luz de una nueva experiencia. Dado que ser refutado constituye una experiencia dolorosa, los escépticos creían que no deberíamos aceptar conclusiones generales, para evitarnos el disgusto de estar equivocados. Mayor difusión que cualquiera de estas filosofías alcanzó el estoicismo, que contó entre sus adeptos a un esclavo (Epícteto, 50-138 d. de C.) y a un Emperador (Marco Aurelio, 121-180 d. de C.). Su fundador fue Zenón de Citio (333-262 a. de C.), quien enseñaba en la columnata pintada, o Stoa, de Atenas. En la actualidad un estoico es alguien que acepta la desgracia «filosóficamente» —tranquilamente y sin queja—. Los antiguos estoicos se comportaban así porque creían que el universo es racional y bueno; con

frecuencia lo comparaban a un ser vivo y semidivino presente en todas las cosas. Los estoicos fueron también deterministas, sosteniendo que cualquier cosa que le ocurra a una persona tiene que ocurrir así debido al orden causal del universo. La felicidad, pues, estriba en colocar la propia razón en armonía con la del universo, aceptando el hado propio como parte de una totalidad superior y divinamente racional. La filosofía de la felicidad más influyente fue el Neoplatonismo, cuyo portavoz principal fue Plotino (204-270 d. de C.), un griego de Egipto. Platino desarrolló hasta sus últimas consecuencias los aspectos místicos del platonismo, convirtiendo casi esta filosofía en una religión. Definió el universo como una jerarquía, en cuyo vértice se sitúa un Dios supremo e incognoscible llamado El Uno. El Uno «emana» un Dios cognoscible, denominado Inteligencia, que gobierna el reino platónico de las Formas. De la Inteligencia emanan en serie más criaturas divinas, hasta llegar a los hombres, cuyas almas divinas están aprisionadas en cuerpos degradantes y materiales. El mundo físico es una copia imperfecta e impura del reino divino. La preocupación de Plotino era apartar a sus seguidores de las tentaciones corruptoras de la carne, encaminándolos hacia el mundo espiritual de la verdad, el bien y la belleza, en el reino de las Formas. En sus Enéadas, Plotino señalaba: «Ascendamos al modelo... del que el mundo [físico] deriva... Lo preside la Inteligencia pura y la sabiduría increíble... Todo allí es eterno e inmutable... [y] en un estado de bienaventuranza.» La última frase marca el cambio desde la filosofía platónica hacia la visión extática de lo religioso, y apunta hacia la filosofía de la felicidad que tuvo más éxito, que no fue sino una religión. La primera filosofía cristiana

Las filosofías de la felicidad lograron la adhesión de varios intelectua-

les griegos y romanos, pero a medida que el Imperio Romano empezó a desintegrarse, la gente necesitó cada vez más algo estable en que creer. Los viejos dioses olímpicos ya no resultaban plausibles, y en las postrimerías del Imperio numerosas religiones originarias de Oriente captaron a conversos romanos. Estas religiones se centraban por lo general en torno a algún misterio religioso y se denominaron religiones mistéricas. Hubo varias con cierta fuerza. El mithraísmo, por ejemplo, basada en la muerte y resurrección de Mithra, era una religión compleja, que contaba al menos con un templo en un lugar tan apartado de su

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Filosofia cristiana

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cuna, Persia, como el Londres de la época romana. Estuvo a punto de convertirse en la religión oficial de Roma. Sin embargo, la gran triunfadora en última instancia entre tales religiones mistéricas fue la que se basó en la muerte y resurrección de un oscuro maestro judío llamado Jesús. Recibió el nombre de Cristianismo y consiguió numerosos conversos, inclusive emperadores. Se convirtió en la religión estatal romana en el siglo Iv d. de C.

Un problema importante para los creyentes cristianos fue qué postura adoptar respecto a la filosofía clásica. ¿Debía ser condenada como pagana y forzosamente herética, como lo pretendió San Jerónimo (345-420 d. de C.); o los cristianos debían aceptar aquellos elementos de la filosofía compatibles con la fe, como argumentó San Ambrosio (340-430)? La última posición se alzó con el triunfo, y su principal representante, uno de los dos maestros mayores de la filosofía católica, fue San Agustín (354-430). Agustín es el último filósofo clásico y el primer filósofo cristiano, compaginando el estoicismo, el neoplatonismo y la fe cristiana.

El estoicismo, con su énfasis en la divina sabiduría y la sumisión hu-mana, presenta elementos susceptibles de fácil asimilación por la creencia cristiana. Más compatible aún, con todo, resultaba el neoplatonismo, que era una filosofía en clara evolución hacia la religión. En el siglo iv, el Cristianismo se limitaba a una fe sencilla, carente de soporte filosófico. Agustín integró fe y filosofía en una sólida visión cristiana del mundo, que habría de dominar todas las facetas del pensamiento medieval hasta el siglo XIII. El siguiente pasaje ilustra el platonismo cristiano de Agustín:

Dios, por supuesto, pertenece al reino de las cosas inteligibles, al igual que tales

símbolos matemáticos, aunque hay una gran diferencia. En forma análoga, la tierra y la luz son visibles, pero la tierra no puede ser vista a menos que sea iluminada. Cualquiera que conozca los símbolos matemáticos admite que son verdad, sin sombra de duda. Pero debe también saber que no pueden ser conocidos a menos que sean iluminados por alguna otra cosa similar al sol. Acerca de esta luz material advirtamos tres cosas. Que existe. Que brilla. Que Hernie

Así, a la hora de conocer al Dios oculto, debéis reparar en tres cosas. Que existe. que se conoce. Que es la causa de que conozcamos las demás cosas.

SAN AGUSTÍN, Confesiones, I. Agustín asimiló una compleja, aunque mística, filosofía y creó la teología

cristiana básica. En el próximo capítulo examinaremos las ideas agusti-nianas de claro corte cristiano y medieval, pues con Agustín hemos llegado

a los umbrales de la Edad Media.

CONCLUSION Me estremezco cuando pienso en las catástrofes de nuestro tiempo. Durante veinte

años y más aún la sangre de los romanos ha sido vertida cotidianamente... las grandes ciudades han sido saqueadas, despojadas y arrasadas por los godos... los hunos y los vándalos... El mundo romano está derrumbándose; y sin embargo, mantenemos erguidas nuestras cabezas en vez de inclinarlas.

SAN JERÓNIMO, «El mundo romano está derrumbándose».

Oficialmente se fecha la caída de Roma en el 476 d. de C. Todas las formas de cultura, arte, filosofía y ciencia entraron en franca decadencia alrededor del 300 d. de C., decadencia que, no obstante, empezó hacia el 200 a. de C. Hubo un breve renacimiento en la época de Carlomagno, a mediados del siglo Ix, pero la civilización europea no volvió realmente a recuperar vitalidad hasta el siglo xII. Por ello, nos detendremos un momento en este punto para considerar las realizaciones del mundo clásico.

Resumen conceptual: Las tensiones esenciales del pensamiento occidental

Como el epicúreo romano Lucrecio decía, los griegos han sido antes de nosotros. En este capítulo hemos inventariado someramente algunas de las ideas que el mundo clásico creó y legó a sus sucesores intelectuales. Hay pocos conceptos modernos que no puedan remontarse a las raíces griegas. Las ideas de hombres como Platón, Aristóteles, Demócrito y Tales forman parte integrante de la urdimbre de la vida intelectual moderna.

Existen dos importantes tensiones intelectuales que surgen del período griego y que se entretejen a lo largo de los siglos posteriores. La primera tensión se da entre el racionalismo y el empirismo. El racionalista, desde Parménides en adelante niega que el verdadero conocimiento proceda de la percepción y, por ello, se vuelve hacia adentro, hacia la razón y las ideas innatas, en busca de la verdad. El empirista, a partir de Empédocles, mira al exterior, creyendo que cabe cimentar una vía de la apariencia verdadera sobre el material de la experiencia sensorial. El racionalista teme las ilusiones del sentido; el empirista, los engaños de la razón.

La otra tensión se instala entre el ser y el devenir. El partidario del ser, con

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frecuencia un racionalista, cree en las verdades y valores eternos y trascendentes, que existen con independencia de nosotros y que debemos buscar. El defensor del devenir, casi siempre un empirista, niega la existencia de verdades eternas y seres inmutables, encontrando en el flujo cambiante de la experiencia la única verdad —que todo está en permanente cambio—. La mutua interacción y la lucha entre estas dos tensiones intelectuales ha sido una constante fuente de motivación para la vida intelectual desde la Edad Clásica.

REFERENCIAS

Copleston, F.: A history o f philosophy, vol. 1, Greece and Rome. Garden City, N.Y., Doubleday, 1962. (Trad. cast.: Historia de la Filosofía. Barcelona,Ariel, 1969.) Cornford, F.: The Republic of

Plato. Oxford, Oxford University Press, 1945. Freeman, K.: Arc i l l a to the presocratic philosophers. Cambridge, Masa., Harvard

University Presa, 1971. Popper, K.: «Back to the presocratics», en Conjectures and Reíutations., Nueva York, Harper & Row Pub., 1965.

(Trad. cast El desarrollo del conocimiento (Conjeturas y refutaciones). Buenos Aires, Paidós, 1970.) Sprague, R.: The older Sophists. Columbia, S.C., University of South Carolina Presa, 1972.

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Para profundizar en este tipo de contenidos puede consultar la obra: Leahey, T.H.(1993) Historia de la Psicología. Madrid. Prentice-Hall.

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L e c t u r a 2 Leahey, T.H.(1993) Historia de la Psicología.

Madrid. Prentice-Hall. Pp 133-157

Con la lectura de este capítulo de Leahey (1993) puedes estudiar el tema de La revolución científica de la Unidad I titulada Origen Filosófico y Científico de la Psicología, con esta lectura explorarás las rupturas y tradiciones que surgieron en el conocimiento a partir del siglo XVI.

UU NN II DD AA DD II ..

O R Í G E N E S F I L O S Ó F I C O S Y C I E N T Í F I C O S D E L A P S I C O L O G Í A

Los dos siglos posteriores a 1600 fueron literalmente revolucionarios. El período se abre con la Revolución Científica del siglo xvii y se cierra con las revoluciones políticas en la América colonial y en la Francia monárquica. Las revoluciones científicas y filosóficas sentaron las bases de la revolución política. Desde una perspectiva histórica amplia, dichos siglos fueron testigos de la cristalización del mundo occidental tal como hoy día le conocemos. Las incipientes naciones-estado del Renacimiento empezaron a consolidarse gracias a tiranos de talante más o menos ilustrado, como Luis XIV (1638-1715) de Francia y Federico el Grande (1712-1786) de Prusia. Las ideologías de la libertad y la revolución, que forman parte tan principal de la política moderna, fueron formuladas por vez primera por los filósofos de la Época de la Ilustración. La moderna economía industrial y el capitalismo se gestaron en la Revolución Industrial de la Inglaterra de fines del XVI I I .

De todos estos cambios cabe abstraer una tendencia general, de enorme importancia para la Psicología. Para el pensador medieval o renacentista, el mundo era un lugar relativamente misterioso, organizado según una gran jerarquía, que iba de Dios al mundo material, pasando por el hombre, en donde cada acontecimiento tenía un significado especial. El mundo era profundamente espiritual. En el siglo XVll esta concepción se vio atacada y sustituida por otra: la científica, matemática y mecanicista. Los científicos de la Naturaleza demostraron la índole mecánica de los fenómenos celestes y terrestres y, en consecuencia, de los cuerpos de los animales. Por último, el enfoque mecanicista fue extrapolado al hombre mismo. De esta suerte, las disciplinas que se ocupaban del estudio de la Humanidad, desde la Política a la Psicología, podían quedar sujetas al método científico, Y resultaba legítimo buscar leyes naturales tanto en la mente humana como en los cielos. Hacia 1800 era general la creencia en que el universo, así como la humanidad, constituían máquinas sometidas a leyes naturales. En este proceso, la antigua concepción del mundo y de su relación con la humanidad como una trama de símbolos de significado místico se volatilizó.

Dividiremos el estudio de este período en dos partes. La primera abarca desde aproximadamente 1600 a 1700, y contempla la instauración de la

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ciencia moderna y la reconstrucción de la Filosofía sobre bases nuevas (aunque familiares). El segundo período, de 1700 a 1800, suele conocerse como la Ilustración. En esta época, los principios de la ciencia y la razón se aplicaron a los asuntos humanos, inclusive al estudio de la mente y la conducta humanas. LA REVOLUCION CIENTIFICA

La Revolución Científica eclipsa todo lo posterior al ascenso del cristianismo y reduce el Renacimiento y la Reforma al rango de meros episodios, de simples desplazamientos internos en el sistema de la cristiandad medieval.

BUTTERPIELD, 1965.

No cabe dudar de la importancia de la Ciencia en el mundo moderno, y ninguna Historia de Occidente —y en especial ninguna Historia de la Ciencia— puede pasar por alto la Revolución Científica, aunque la Psicología no formara parte de esta revolución. El resultado de tal revolución es incuestionable. Supuso desplazar la Tierra del centro del universo, e hizo de éste una gran máquina, totalmente independiente de los sentimientos y necesidades del hombre. Destronó las actitudes filosóficas de la escolástica y la esotérica mentalidad mágica de la alquimia, sustituyéndolas por una investigación pública de regularidades matemáticamente exactas y confirmables por experimentos. Asimismo, propuso que el hombre podía mejorar su suerte mediante la aplicación de la razón y del experimento, más que por la oración y la devoción (Rossi, 1975). Sin embargo, las raíces de la revolución científica y sus métodos de avance se debaten en un confusionis-mo lamentable, empeorando cada vez más esta situación con cada nueva aportación de la investigación histórica.

Resulta harto cómodo —y tal ha solido ser el camino tradicional— escribir la más temprana historia de la Ciencia como si se hubiera tratado de una progresión gradual y sin pausa hacia la ciencia moderna, en la que los grandes precursores científicos y materialistas habrían rechazado la superstición y la alquimia en favor de las matemáticas, el experimento y el mecanicismo. Empero, tan ejemplarizante historia no se mantiene ya en pie. Lejos de rechazar la alquimia, Newton le consagró más tiempo que a la Física (Westfall, 1975). Algunos de los Padres de la Iglesia Católica consideraron

que el mecanicismo vindicaba a Dios, en lugar de destruirle. Galileo estuvo fuertemente influido —al igual que Newton— por el neoplatonismo renacentista, y se inspiró en los filósofos medievales para muchas de sus ideas científicas.

Francis Bacon puede ser elegido como una figura adecuada para ilustrar los torbellinos de controversia en torno a la formación de la ciencia moderna. A Bacon se le considera, convencionalmente, como una de las grandes figuras de la ciencia primitiva, debido a su rechazo de la escolástica, de Aristóteles, del neoplatonismo místico y de todas las otras formas de autoridad heredada y preconcebida. En su lugar, Bacon encareció la autoridad de la observación frente a todo tipo de hipótesis, prefigurando el posterior menosprecio de Newton hacia la especulación. Bacon fue también importante por llamar la atención sobre el valor de la artesanía y la tecnología. El artesano opera directamente sobre el mundo y no tiene sitio para hipótesis superfluas, de suerte que su sabiduría puede servir como modelo para la ciencia y como instrumento para el perfeccionamiento de la Humanidad. Bacon es, en consecuencia, moderno por apelar a la observación y a la aplicación como ingredientes básicos de la ciencia.

Sin embargo, Bacon resultaba a ratos un conservador un tanto aristotélico. No aceptaba el sistema cosmológico heliocéntrico de Copérnico, porque era demasiado hipotético y matemático. Del mismo modo, rechazó la física de Galileo, porque Galileo estudiaba el movimiento ciñéndose a unas pocas variables tratadas matemáticamente. Como Aristóteles y los científicos me-dievales, Bacon sentía una gran desconfianza hacia las matemáticas y quería explicar todos los aspectos de cada fenómeno. Se ha alegado también que, a pesar de sus ataques a la magia y la alquimia, el deseo de Bacon de que la ciencia sea útil deriva de las metas prácticas de la alquimia, a saber, de la transmutación del plomo en oro (Rattansi, 1972). Por último, Thomas Kuhn (1976) ha argüido que Bacon queda totalmente fuera de la Revolución Científica. Las únicas ciencias que experimentaron una revolución durante el siglo xvli fueron las ciencias «clásicas» y ya matematizadas de la Astronomía y la Física, por las que Bacon no sintió el menor interés. Sitúase, en cambio, a la cabeza de las ciencias más puramente empíricas y «baconianas», como la Química, que no fueron matematizadas hasta el siglo.

La erudición histórica actual ha demostrado que no sólo Bacon, sino cada figura de la Revolución Científica, es susceptible de presentarse como moderna o medieval, y —con escasas excepciones— como crucial o trivial.

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Importancia de la historia

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Debemos concluir que la Revolución Científica exigió mucho tiempo y que ninguna figura aislada puede pretender el título de portavoz a carta cabal de la ciencia moderna. Cabe fechar el comienzo de la revolución en 1453, con la publicación de la Revolución de las órbitas celestes, de Copérnico, quien proponía que el sol, y no la Tierra, era el centro del sistema solar. Con todo, la física de Copérnico era aristotélica, y su sistema no contaba con más apoyo en los datos que el viejo sistema tolomeico, aunque algunos consideraran atractiva su simplicidad. Galileo Galilei (1564-1642) fue el portavoz más efectivo del nuevo sistema, apuntalándolo con su nueva física, que permitió dotar de sentido a la propuesta heliocéntrica, y aportando pruebas telescópicas de que la luna y otros cuerpos celestes no eran más «celestiales» que la Tierra. Sin embargo, Galileo, como Copérnico, no pudo abandonar el viejo presupuesto griego de que el movimiento de los planetas tenía que ser circular, a pesar de que su amigo Johann Kepler (1571-1630) demostró que las órbitas planetarias eran elípticas. La unidad definitiva de la física celeste y terrestre, y la victoria final de la nueva cosmovisión nacida de la ciencia, se produjo con los Principia Mathematica, de Newton, publicados en 1687.

Las leyes del movimiento de Newton colocaron la clave del arco en la idea de que el universo era una gran máquina. La analogía con la máquina había sido propuesta por Galileo y René Descartes, y rápidamente se convirtió en una concepción popular del universo. Originalmente, fue planteada como un apoyo a la religión contra la" magia y la alquimia: Dios, el maestro ingeniero, había fabricado una máquina perfecta y la había echado a funcionar. Los únicos principios operativos eran, por tanto, mecánicos, y no secretos: las maquinaciones mágicas no pueden afectar a las máquinas. Empero, implícita en la concepción mecanicista halla la posibilidad de que Dios esté muerto y que haya legado tras de sí un universo frío e impersonal. El propio Newton parece haber sospechado esto, ya que en su propia concepción mecanicista del mundo persisten varias imperfecciones, que requieren que Dios se mantenga presente, activo y vigilante para garantizar que las cosas funcionen sin tropiezos. Desgraciadamente para Dios, Su imagen de Mecánico Remendón del Cosmos, que se afana de un lado para otro con el fin de mantener a los planetas en el buen camino, resulta absurda. El mecanicismo, más consecuente, de Descartes y Galileo triunfó, respaldado por la física de Newton. Este punto de vista fue de consecuencias fatales para la vieja concepción medieval de Dios como ser siempre presente que se

manifiesta a sí mismo en signos y portentos. Dos importantes concepciones del conocimiento se disociaron en el siglo

XVII, con implicaciones que más tarde se revelarían decisivas para la Psicología. ¿Debía la ciencia ser pura y abstracta, o aplicada y útil? La vieja tradición platónica respaldaba la primera concepción: en palabras del platónico Henry More, el valor de la ciencia no debe medirse por «la ayuda que os puede procurar a vuestra espalda, cama y mesa» (Rattansi, 1972). Wundt y Titchener defendieron este punto de vista para la Psicología. En el siglo xvii, sin embargo, se desarrolló una tradición según la cual la ciencia tenía que ser útil, tradición que halló su más vigoroso exponente en Bacon, aunque no esté claro si su inspiración procedía de la magia, de la tradición artesanal o del celo puritano por las buenas obras. En el siglo xviii esta segunda tradición estaba ya firmemente afianzada en Inglaterra y Norte-américa, orientándose progresivamente hacia el antiintelectualismo. El em-presario inglés Richard Arkwright escribía: «Es bien sabido que los más útiles descubrimientos que se han hecho en todas las ramas del arte y de la manufactura no han sido obra de filósofos especulativos encerrados en sus gabinetes, sino de mecánicos de ingenio... familiarizados de forma práctica con el objeto de sus descubrimientos» (Bronowski y Mazlish, 1960). William James defendió esta orientación en Psicología.

Durante la Revolución Científica emergió una importante distinción epistemológica, que venía a reavivar una vieja idea atomista. Algunas cualida-des sensoriales de los objetos son fácilmente mensurables: su número, peso, tamaño, figura y movimiento. Otras, en cambio, no lo son: el color, la textura, el olor, el sabor o el sonido. Si la ciencia ha de ser una empresa cuantificable y matemática —como anhelaban Galileo y Newton—, entonces sólo puede tratar con el primer tipo de cualidades, llamadas cualidades primarias, que los atomistas habían atribuido a los átomos propiamente dichos. Estas cualidades objetivas deben contraponerse a las cualidades secundarias subjetivas, que existen sólo en la percepción humana y constituyen el resultado subjetivo del impacto de los átomos en los sentidos. Así, por ejemplo, el color es una propiedad secundaria, ya que las personas totalmente daltónicas ven todo como gris. El color es una propiedad de la respuesta de la visión a las ondas luminosas, y no una realidad intrínseca al objeto coloreado.

La Psicología se fundó como un estudio de la conciencia y, por tanto, incluyó en su objeto todas las propiedades sensoriales. Sin embargo, cuando los conductistas se rebelaron contra la psicología introspectiva, se adhirieron

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con pleno conocimiento de causa al modelo de la Física, considerando que el objeto de conocimiento de la Psicología era la conducta, es decir, el movimiento de un organismo en el espacio. La conducta, como el movimiento, es una cualidad objetiva y primaria. Tales cualidades primarias, así al menos lo creían los conductistas, siguiendo los pasos de Newton Y Galileo, eran los únicos datos adecuados para la ciencia. La subjetividad fue desterrada, primero de la Física en el siglo xvii, y más tarde de la Psicología, en el xx.

Es imposible subestimar el cambio en la concepción del mundo forjado por la Revolución Científica. La Ciencia proporciona las bases de casi todo el pensamiento del siglo xx, desde la ciencia política a la Filosofía o la Física. Ha puesto en manos del hombre una poderosa tecnología, que ha cambiado la faz de la tierra y llevado al hombre a la luna. La Psicología, en cuanto ciencia, llegó tarde al tren de la Revolución, pero ello no impidió que quedase afectada por los presupuestos del mecanicismo, progreso tecnológico y objetividad. Es debido a la Revolución Científica por lo que la cosmovisión medieval-renacentista nos resulta en la actualidad tan ajena. Un destacado filósofo, E. A. Burtt (1954), contrapone las dos concepciones del modo siguiente:

El científico escolástico se asomaba al mundo de la Naturaleza y éste le

parecía un mundo perfectamente sociable y humano. Era finito en extensión. Estaba hecho a la medida de sus necesidades. Era clara y completamente inteli-gible, inmediatamente presente a las facultades racionales de la mente; se componía fundamentalmente y era inteligible a través de aquellas cualidades que resultaban más vivas e intensas en su propia experiencia inmediata: el color, el sonido, la belleza, la alegría, el calor, el frío, la fragancia y su plasticidad a los proyectos e ideales. Ahora el mundo es una máquina matemática infinita y monótona. No sólo ha perdido su alto lugar en una teleología cósmica, sino que todas aquellas cosas que constituían la sustancia misma del mundo físico para los escolásticos —las cosas que lo hacían vivo, digno de ser amado y espiritual— se amontonan y apiñan en las reducidas posiciones de extensión fluctuantes y temporales, que llamamos... sistemas nerviosos humanos...

Se trató sencillamente de un cambio de incalculables consecuencias en el punto de vista sobre el mundo sostenido por la opinión inteligente de Europa.

LA RECONSTRUCCION DE LA FILOSOFIA

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El Renacimiento profesó veneración por los autores clásicos, llegando incluso al extremo de proclamar que el mundo moderno jamás alcanzaría la perfección del clásico, tan grandes parecían los antiguos. La ciencia moderna evidenció, sin embargo, que los clásicos no eran

perfectos. Además los viajes de exploración del siglo xvi habían descubierto realidades nuevas y maravillosas, desconocidas para los antiguos. En 1636, Tomás Campanella escribía: «Dado que la exploración del globo se ha traducido en descubrimientos que han destruido muchos de los datos sobre los que reposaba la filosofía antigua, una nueva concepción de la realidad vendrá exigida de modo inevitable» (Hazard, 1963). Aunque los temas de siempre se conservaron, dos concepciones filosóficas abiertamente nuevas surgieron en breve plazo como respuesta. La primera filosofía que prescindió de los clásicos fue el racionalismo de René Descartes; la segunda, el empirismo de John Locke. La tradición racionalista continental La verdad a partir de la duda: René Descartes (1596-165C)

Descartes fue un típico hombre renacentista: soldado, preceptor, científico, matemático, filósofo y psicólogo especulativo. En tres áreas su influencia se ha revelado profunda y duradera: en su reformulación del racionalismo, en su concepción mecanicista del mundo y en, su concepción dualista de los seres humanos. Examinemos por turno cada una de ellas.

Como lo fuera para el racionalismo de Platón, el telón de fondo filo-sófico inmediato del programa de Descartes fue el escepticismo. El Renacimiento tardío produjo toda una legión de escépticos, en la línea de Montaigne. Como los sofistas, no estaban seguros de que los hombres pudieran alcanzar la Verdad absoluta. A diferencia de los sofistas, sin embargo, los escépticos renacentistas no consideraban que la Humanidad fuera la medida de todas las cosas. Por el contrario, pensaban que los sentidos humanos eran tan débiles, la razón humana tan frágil, que las personas necesitaban de la fe en Dios para ser capaz de cualquier logro. Como Platón, Descartes no aceptó ni la creencia de los escépticos en la imposibilidad de alcanzar el conocimiento ni su escasa estima por la razón humana. Para Descartes la utilización adecuada de la luz de la razón, implantada por Dios, constituía el camino hacia la verdad.

Mientras servía en el ejército del Emperador de Alemania, Descartes consagró un día, en una habitación calentada por una estufa, a meditar sobre sus propios pensamientos y formuló los principios básicos de su

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filosofía. Dejando a un lado a los clásicos como un caso desesperado de confusión, y siguiendo el ejemplo de los escépticos, decidió dudar sistemáticamente de todo hasta encontrar algo que fuera tan diáfanamente verdadero que no pudiera dudarse de ello. Descartes descubrió que podía dudar de la existencia de Dios, de la validez de sus sensaciones, de la existencia de su cuerpo. Prosigió por esta vía, hasta que descubrió que de una cosa no podía dudar: de su propia existencia como ser autoconsciente y pensante. No se puede dudar de que se duda, porque, al hacerlo, uno se percata de la acción misma supuestamente dudosa. Dudar es un acto del pensar, y Descartes expresó su primera verdad indudable en el famoso Cogito, ergo sum. Pienso, luego existo. Descartes construyó entonces su filosofía sobre esta simple verdad. A partir de su propia existencia, Descartes estableció la existencia de Dios por medio de argumentos cuya validez, fuerza lógica e incluso sinceridad han sido puestas en duda desde el el momento mismo en que los formuló por primera vez. Dios fundamen-tado, el resto era coser y cantar. Descartes estableció la existencia del mundo y de su propio cuerpo, y la exactitud general de la percepción.

Esquivaremos las engorrosas cuestiones de la metafísica cartesiana para atender a los rasgos más destacados del enfoque de nuestro filósofo. En primer lugar, Descartes creía a pies juntillas que un método correcto de razonamiento puede descubrir y probar lo que es verdad. El primer trabajo filosófico publicado por Descartes fueron las Regías para la dirección del ingenio, sobre el método de conducir correctamente la Razón y de buscar la Verdad en las Ciencias (1637). Descartes sostenía que sólo hay una vía adecuada para buscar la verdad, a saber, el descubrimiento por la razón de verdades intuitivamente obvias y la deducción a partir de ellas de las demás verdades. Este método se sitúa en el extremo opuesto método de inducción de Bacon, ya que es un método racionalista. La fe de Descartes en la razón iba a tener consecuencias duraderas y revolucionarias. Numerosos pensadores posteriores opinaron que Descartes se equivocó en sus conclusiones concretas, pero conservaron un respeto total por su método de aceptar como verdadero sólo lo que es evidente para la razón, rompiendo de raíz con la sofística, la superstición, el prejuicio, la propaganda y el derecho divino de los reyes. Aunque Descartes hizo profesión de fe en Dios y la Iglesia, el florete de la razón que había forjado sirvió a la causa de los librepensadores de

todo el mundo. Conviene también señalar que, al enaltecer la razón, Descartes no condenó totalmente los sentidos, como hiciera Platón. Parte de su método incluía el acopio de todas las observaciones pertinentes para la cuestión debatida. Descartes se limitó a recalcar que los hechos resultaban de poco valor hasta no ser ordenados correctamente por la razón. Ciertamente, Descartes no apreciaba los hechos como fines en sí, sino como auxiliares para descubrir una verdad más general.

Descartes no fue el primero que justificó su propia existencia a partir de la actividad mental. Ya San Agustín había afirmado: «Si me engaño, existo»; y Parménides argüía: «Porque es lo mismo pensar y ser». De suerte que es lícito ubicar a Descartes en la tradición racionalista introspectiva: la verdad es evidente antes que nada en mí. en mi propia conciencia, en mi pensamiento. Después de Descartes, sin embargo, la introspección se convirtió en la principal herramienta filosófica tanto del racionalista como del empirista. Los filósofos disentían sobre lo que encontraban en la mente, pero todos ellos se volvían hacia ella en busca de la verdad. En consecuencia, a partir de Descartes la filosofía se fue haciendo cada vez más psicológica, buscando conocer la mente a través de la introspección, hasta que en el siglo xix se fundó la Psicología como el estudio científico, más que especulativofilosófico, de la conciencia conocida por medio de la introspección.

El método tuvo además implicaciones revolucionarias más amplias. La filosofía dejó de ser ejercitada rumiando interminablemente los textos antiguos, ya fueran éstos la República, el de Ánima o la Biblia. En vez de ello, los filósofos comienzan por analizar la mente, o la experiencia, o la voluntad, tal y como ellos las entienden. Se trata de una ruptura decisiva con la tradición escolástica y renacentista consistente en estudiar textos, y señala un retorno al filosofar de mayor libertad especulativa propio de los griegos. Esta ruptura queda subrayada por el hecho de que, en su inmensa mayoría, los filósofos modernos no fueron profesores académicos: Descartes, por ejemplo, se sustentó a sí mismo durante un tiempo con la vida de soldado. Además, estos filósofos abandonaron el latín en beneficio de sus lenguas nativas, como vehículo de sus escritos y publicaciones. Cada vez en mayor grado, los filósofos dejaron de preocuparse por convencer al mundo académico oficial; en su lugar, buscaron el público más amplio

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de las personas que sabían leer. La Filosofía y la Ciencia escaparon paulatinamente al control de la Iglesia y del Estado merced al cúmulo de publicaciones en lenguas vernáculas.

Por último, la filosofía cartesiana resulta racionalista en su innatismo. Platón había creído que el conocimiento de las Formas era innato en el alma humana. Descartes sustituyó las Formas por ideas claras y distintas, a las que de inmediato reconocemos como verdaderas; y además, estas ideas no proceden de los sentidos, sino de «ciertos indicios de verdad que existen de modo natural en nuestras almas». Así pues, las verdades de principio de las que no cabe dudar son innatas. Como para Platón, sólo se trata de ideas potenciales, que requieren ser actualizadas por medio de la experiencia. Descartes sostuvo que la idea de Dios es innata —ciertamente, nunca vemos a Dios—, pero es obvio que los niños no tienen todavía esta idea. Descartes ilustra esto por medio de una analogía con ciertas enfermedades hereditarias; éstas no están presentes en el nacimiento, pero la disposición a desarrollarlas sí lo está. Descartes también habla de ideas innatas en otro sentido: no en cuanto conceptos, tal el concepto de Picos, sino como ciertas formas innatas de pensar. Sabemos, por ejemplo, que si A = B y B= C, entonces A = C. No aprendemos esto a través de la experiencia; por tanto, debe ser innato. Se trata de una forma innata de pensar y, en consecuencia, nuestras mentes están dispuestas, de tal suerte, por naturaleza, que conciben cosas según ciertas pautas establecidas. Esta clase de innatismo cobrará un vigoroso desarrollo en Emmanuel Kant; el rechazo de la primera clase de innatismo constituyó el punto de partida del em-pirismo de Locke.

Los primeros trabajos de Descartes tuvieron lugar en el campo de la Ciencia, y no en el de la Filosofía, pero omitió publicar su relación de los mismos, a la que tituló El Mundo, tras enterarse de la condena de Galileo por la Iglesia en 1532. Algunas de sus ideas científicas se publicaron más tarde, en 1644, dentro de los Principios de Filosofía. En sus detalles, la física de Descartes recuerda a la de los presocráticos. Su descripción del mundo es en gran medida especulativa, sustentada a veces en una información obsoleta e ignorante de los avances de su época, tales como las leyes de Kepler sobre los movimientos de los planetas. Reposa más sobre la argumentación abstracta que sobre la prueba empírica, como cabía esperar de un racionalista. Sin embargo, aunque sus detalles

fueran erróneos, su concepción básica triunfó en toda la línea. Con la colaboración de Newton nos ha suministrado nuestra concepción moderna del mundo. Desde su más temprana educación, Descartes había quedado fuertemente impresionado por las matemáticas, así que su concepción del mundo se hizo matemática. Concebía el mundo, la totalidad del universo material, como una máquina compleja que obedecía a leyes deterministas y matemáticas cognoscibles a la mente. En el mundo material no hay nada más que materia extensa; no hay colores, ni gustos, n: ángeles, ni demonios. Dios ha creado la máquina perfecta y la ha puesto en funcionamiento. La razón humana puede comprender las leyes naturales y usarlas para su provecho, pero éstas son fijas e insensibles. La explicación cartesiana de la máquina del mundo era en sí poco satisfactoria, su naturaleza especulativa dejaba de lado los hechos. Le estaba reservado a Newton conseguir una verdadera comprensión del mecanismo de la física. Su éxito y la visión de Descartes han venido guiando a la Ciencia desde entonces. En buena medida, la historia posterior de todas las ciencias no ha consistido en otra cosa que en su formulación en términos mecánicos, a comenzar por la Física, siguiendo con la Química y terminando en nuestra propia época por la Biología. Ni tampoco ha escapado el hombre a la visión de Descartes, lo que nos lleva a la cuestión de su psicología.

Si el mundo material, tal como objetivamente existe, posee con exclu-sión de cualquier otra la propiedad primaria de la extensión, es evidente que el mundo tal como lo experimentamos subjetivamente posee otras muchas propiedades secundarias: color, olor, gusto, sonido, alegría, dolor, temor. En consecuencia, además del mundo material, que incluye al cuerpo, hay un mundo subjetivo de la conciencia y la mente. Quizás este segundo mundo sea también espiritual, pues Dios y el alma no son materiales. En cualquier caso, por lo que respecta al conocimiento humano, hay dos mundos: uno objetivo, cognoscible científicamente y material-mecánico —el mundo tal y como realmente es—; y el mundo subjetivo de la conciencia humana, conocido a través de la introspección —el mundo de una persona en cuanto ser pensante.

Así pues, Descartes planteó un dualismo de la mente y del cuerpo, percibidos como entidades diferentes, la una física —el cuerpo— y la otra no física —la mente—. Estas dos entidades interactúan entre sí: la mente adquiere información acerca del mundo material a través de los

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sentidos; los deseos del cuerpo se sienten en la conciencia, mientras que la mente puede dirigir las acciones del cuerpo. La naturaleza exacta del dualismo cartesiano ha sido muy discutida. A los ojos de muchos de sus contemporáneos pareció que Descartes había eliminado el alma cristiana, pues la única propiedad que de modo positivo le asignaba era la conciencia o el pensamiento, no la inmortalidad. Además, sus pruebas de la existencia de Dios se antojaban endebles. Descartes proclamó su ortodoxia, pero la supresión de sus trabajos científicos primerizos sugiere una cierta heterodoxia. La cuestión sigue abierta todavía. Algunos arguyen que Descartes era un cristiano sincero, cuyo sistema contenía los gérmenes del ateísmo materialista. Otros sostienen que Descartes fue en su fuero interno un mecanicista a ultranza, que creía que la conciencia subjetiva era únicamente un proceso cerebral, pero que procuró ocultar sus verdaderas ideas del celo inquisitorial de las autoridades de la Iglesia y el Estado.

En cualquier caso, la consecuencia más importante de su psicología fue su mecanicismo. En cuanto entidad material, Descartes concibió el cuerpo como una máquina, ofreciendo detalladas teorías mecánicas sobre cómo se producen la sensación y la acción cuando el cuerpo y la mente interactúan a través de la glándula pineal, el asiento de la mente. Al igual que su física, la fisiología de Descartes era especulativa e incompatible con la información existente ya en su época sobre el sistema nervioso. Lo que de veras importa es la concepción cartesiana del cuerpo humano en cuanto máquina que engloba muchas facultades anteriormente asignadas al alma. Como Aristóteles y los psicólogos de las facultades de la Edad Media, Descartes disertó sobre la memoria, la imaginación y el sentido común. Sin embargo, y al contrario que ellos, Descartes asignó tales facultades al cuerpo, dolido a entender que, aunque parezcan ser actividades mentales, pueden explicarse como actividades corporales. Por ello, Descartes procuró explicar lo más que pudo de la mente en términos materialistas y mecanicistas y dentro del ámbito científico, reservando como mucho la conciencia de sí mismo a la filosofía. De aquí que Descartes se propusiera, o no, ofrecer una teoría completamente materialista y mecanicista de la actividad mental humana, potenciara en sumo grado la incorporación de la mente a la ciencia mecánica. En el siglo xvtu nos encontraremos con psicologías totalmente mecanicistas.

Descartes sugirió también la posibilidad de comparar las mentes humana y animal. Consideraba a los animales como simples autómatas mecánicos, carentes de almas conscientes de sí mismas, y apeló a la singularidad del lenguaje humano para apoyar su punto de vista. Los seres humanos, por poco inteligentes que sean, poseen un lenguaje creativo, capaz de expresar el pensamiento racional y reflexivo. Los animales, por el contrario, poseen, en el mejor de los casos, señales vocales, que denotan simples estados físicos, tales como el miedo. En la década de 1950, el lenguaje se convirtió en un problema especial para la Psicología, y al menos un lingüista siguió los pasos de Descartes en el tratamiento del lenguaje como una capacidad innata y exclusivamente humana.

Descartes, en fin, se nos antoja una figura paradójica. Por su hincapié en la razón como contrapuesta a la percepción, en las ideas innatas como contrapuestas a la experiencia, en la verdad absoluta como contrapuesta al relativismo, resulta un racionalista. En cambio, por su concepción mecanicista del mundo y del cuerpo humano, su psicología vendría, en última instancia, a apuntalar el empirismo y el conductismo. El corazón tiene sus razones que la razón no conoce: Blas Pascal (1623-1662)

Si Descartes prefigura al racionalista seguro de sí mismo de la Ilus-tración, Pascal anuncia al existencialista angustiado de fechas recientes. Para Descartes, la duda desembocaba en la triunfante certeza de la razón; para Pascal, la duda llevaba a una duda peor. Decía Pascal: «...Me he sumergido en la infinita inmensidad de los espacios, de los que apenas conozco nada y que nada saben de mí, y he sentido pánico...» (Bronowski y Mazlish, 1960). Pascal detestaba el racionalismo excesivo de Descartes y obtenía consuelo y verdad de su fe en Dios. Para Pascal, lo que es esencial en los hombres no es la razón natural, sino la voluntad y la capacidad para la fe: es decir, el corazón. De esta suerte, Pascal se asemeja a los primeros escépticos cristianos, como, por ejemplo, Montaigne. Pero Pascal es cartesiano por el valor que atribuye a la conciencia de sí mismo, como queda de relieve en la siguiente afirmación de los Pensamientos: «El hombre sabe que es miserable. Así que es desdichado porque sabe que es miserable; pero es grande porque lo sabe... El hombre no es más que un junco, la cosa más frágil de la Naturaleza; pero un junco que piensa». Pascal dudaba de la capacidad

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del hombre para desentrañar la Naturaleza, o para comprenderse a sí mismo: el hombre es miserable. Y con todo, la singular conciencia que tiene de sí mismo lo eleva por encima de la Naturaleza y los animales, ofreciéndole la salvación a través de la fe en el Dios cristiano. La angustia de Pascal y su necesidad de fe resuenan en todos los existencialistas modernos, sin exceptuar a ateos como Sartre.

Al mismo tiempo, Pascal era un científico y matemático que investigó el vacío y contribuyó a establecer la teoría de la probabilidad. Como ma-temático, fue un niño prodigio. A los diecinueve años construyó las pri-meras calculadoras mecánicas, algunas de las cuales todavía se conservan. Aunque su propósito era modesto —ayudar a su padre, un funcionario de impuestos, a hacer cálculos— su implicación fue profunda. Pascal llegó a escribir: «La máquina aritmética produce efectos que se aproximan más al pensamiento que todas las acciones de los animales» (Bronowski y Mazlish, 1960). Pascal fue el primero en intuir que la mente humana podía concebirse como una máquina de procesamiento de la información, susceptible de ser remedada por las computadoras, concepto que resulta central en la psicología cognitiva contemporánea. En la época de Pascal, y para alguien con una sensibilidad como la suya, semejante implicación revestía caracteres sobrecogedores, ya que significaba que la razón —a la que Descartes dejaba al margen de su sistema mecánico— no podía ser exceptuada. Quizá los animales, criaturas totalmente mecánicas según Descartes, sí razonan. En consecuencia, Pascal proclamó que el libre albedrío, y no la razón, es lo que distingue al hombre de los animales. Es el corazón, no el cerebro, lo que hace al hombre humano. La generalización del determinismo: Baruch Spinoza (1652-1677)

Spinoza fine un pensador reñido con su propia época. Judío de nacimiento, pero excomulgado por no creer en Yavé, formuló una filosofía que identificaba a Dios con la naturaleza, y que veía en el Estado un simple pacto entre los hombres, susceptible de revocación. Sufrió el rechazo de su propio pueblo, fue denunciado por los cristianos y sus obras fueron censuradas, incluso en el Estado tolerante de Holanda, en que vivía. Durante la Ilustración, fue admirado por su independencia de espíritu, pero se le rechazó por su filosofía panteísta. Más tarde, los románticos veneraron su aparente misticismo, mientras que los científicos vieron en él a un naturalista.

La filosofía de Spinoza principia con la metafísica y termina con una reconstrucción radical de la naturaleza humana. Según Spinoza, Dios es esencialmente naturaleza, Si no existiera el mundo natural, no existiría nada, de forma que Dios (la Naturaleza) es el soporte y creador de todas las cosas. Pero Dios no es un ser separado y distinto de la Naturaleza; todas las cosas son parte de Dios, sin excepción, y Dios no es más que la totalidad del universo. De aquí que se considerara a Spinoza un ateo. Además, la Naturaleza es totalmente determinista. Según Spinoza, comprender algo significa desentrañar sus causas eficientes. Spinoza negó la existencia de causas finales, considerando que la teología era una proyección de los anhelos humanos de finalidad a la Naturaleza, que aplicamos únicamente a aquellos acontecimientos que nos es imposible explicar por causas eficientes, esto es, deterministas.

Spinoza generalizó su análisis determinista a la naturaleza humana. La mente no es algo separado del cuerpo, sino que es producida por procesos cerebrales. Mente y cuerpo son una sola cosa, aunque puedan ser contemplados bajo dos aspectos: como procesos cerebrales fisiológicos o como sucesos mentales —pensamientos—. Spinoza no negó que la mente exista, pero la consideró como un aspecto de una naturaleza fundamentalmente material. De suerte que, para Spinoza, la actividad mental es tan determinista como la actividad corporal. Spinoza rechazó el dualismo cartesiano, y esa es la razón de que para él no exista el problema de la interacción. Sentimos que somos libres, pero se trata tan sólo de una ilusión. Si com-prendiéramos de modo adecuado las causas de la conducta y el pensa-miento humanos comprobaríamos que no somos libres. Al igual que no cabe culpar en modo alguno al río que se desborda y arrasa una ciudad, así tampoco debe atribuírsele culpa a un asesino reincidente. La sociedad puede tomar medidas para controlar el río o al asesino, previniendo así una futura destrucción, pero se trata aquí de consideraciones pragmáticas más que morales. El concepto que de la responsabilidad se forma Spinoza exige, en consecuencia, una ciencia psicológica que desenmarañe las causas de la conducta humana, en la que presenta una sorprendente semejanza con la de B. F. Skinner. La teoría de la memoria de Spinoza, que afirma que las ideas experimentadas juntas quedan engarzadas mecánicamente, también recuerda a las teorías posteriores del aprendizaje, que asocian el estímulo y

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la respuesta. No obstante, Spinoza procedió a definir una ética del control de sí mismo

que trasciende del determinismo materialista y que, en cierto grado, entra en conflicto con el resto de su pensamiento. Según él, la acción y el pensamiento correctos dependen del control de las emociones corporales por la razón. La persona sabia es aquella que sigue los dictados de la razón con preferencia a los de las pasiones momentáneas y contrapuestas que proceden del cuerpo. La razón nos llevará a actuar guiados por un egoísmo inteligente: es decir, a ayudar a los demás como nos gustaría ser ayudados. La ética de Spinoza y su concepción de la humanidad son de pura raigambre estoica. El universo físico se halla más allá de nuestro control, pero nuestras pasiones no. De suerte que la sabiduría se identifica con el autocontrol racional, y no con el inútil esfuerzo por controlar la Naturaleza o a Dios. Spinoza también defendía que los Estados deben permitir la libertad de pensamiento, conciencia y palabra, ya que cada persona ha de ser libre para ordenar su mente como le parezca adecuado. Por todo esto, Spinoza fue cubierto de oprobio, incluso por los pensadores más avanzados de su época. Niveles de conciencia: Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716)

Leibniz fue a la vez matemático, lógico y metafísico. Inventó por sí solo el cálculo y soñó con un cálculo formal de conceptos que supusiera para el razonamiento verbal lo que las matemáticas han supuesto para las ciencias. Su metafísica es en extremo ardua. Podemos resumirla en que concebía el universo como compuesto de infinitas entidades geométricas de la dimensión de un punto, llamadas mónadas, cada una de las cuales está en cierta medida dotada de vida y posee algún grado de conciencia. Los animales y las personas están compuestos por mónadas, que coadyuvan

a la constitución de una mónada más consciente y, por ende, más dominante. Así que, contrariamente a Descartes, Leibniz atribuye alma a los animales.

La teoría de las mónadas de Leibniz condujo a una solución del problema mente-cuerpo que gozó de una aceptación cada vez más general en los dos siglos siguientes. Descartes había dicho que la mente y el cuerp3 interactúan. Sin embargo, no estaba claro cómo el espíritu podía actuar sobre la materia, y viceversa, lo que desembocaba en una concepción llamada ocasionalismo, según la cual Dios se encargaba de que al ocurrir un evento corporal, también ocurriera un evento mental, y viceversa. Esto también introducía dificultades, al atribuir a Dios el estar pendiente de que el cuerpo y el alma se mantuvieran

coordinados. Leibniz propuso una respuesta que desde entonces ha venido denominándose el paralelismo mente-cuerpo (o psicofísico). Su razonamiento era que Dios había creado el universo —la infinidad de mónadas— de tal forma que se daba una armonía preestablecida entre las mónadas. Leibniz se sirvió de la analogía de los dos relojes. Imaginémonos dos relojes idénticos y perfectos, con las manecillas marcando la misma hora y puestos en marcha al mismo tiempo. A partir de entonces habrá siempre acuerdo entre los relojes y se reflejarán el uno al otro, pero no estarán causalmente conectados. Ambos seguirán un curso idéntico, pero paralelo, y, por tanto, no interactuarán. Lo mismo ocurre con la mente y el cuerpo. La conciencia —la mente— refleja exactamente lo que ocurre en el cuerpo, pero sólo debido a la armonía preestablecida por Dios, y no por una conexión causal. De hecho, Leibniz extrapoló este esquema al conjunto del universo, sosteniendo que las mónadas nunca interactúan, pero muestran coordinación en sus imágenes del universo gracias a la perfecta armonía de Dios. Aunque la base metafísica del paralelismo psicofísico fue desechada posteriormente, la doctrina pro-piamente dicha prendió a medida que el conocimiento fisiológico del cuerpo y el desarrollo de la Física demostraron que el interaccionismo y el ocasionalismo no eran plausibles.

Leibniz también reintrodujo las causas finales en la filosofía. El mundo material está gobernado por causas eficientes, como argüía Spinoza, pero dado que Leibniz creía en sus mónadas inmateriales, se hacía preciso un segundo tipo de causación. Leibniz postuló que las mónadas muestran una tendencia a perfeccionarse a sí mismas, a actualizar su potencialidad, con-cepción que recuerda a Aristóteles. De hecho, cada vez que las mónadas no interactúan, el único modo en que pueden cambiar —y reflejar así los cambios del universo— es por medio del desarrollo interno. En conciencia, las mónadas son intencionales y evolucionan hacia un fin: su pro-a perfección. Este desarrollo es natural y espontáneo; no es causado por nada exterior a la mónada. También aquí, una vez desechado el aparato metafísico, la idea conservó su influencia, especialmente en la psicología del desarrollo. Algunos psicólogos del desarrollo, y sobre todo Jean Piaget, creen que el desarrollo infantil es una progresión espontánea y natural, relativamente inafectada por el entorno. Esto, desde luego, se halla en el extremo opuesto a las concepciones empiristas, que consideran al niño como un ser ampliamente modelado por el medio ambiente.

También en oposición a los empiristas, Leibniz defendió las ideas

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innatas. Al igual que Descartes, creía que muchas ideas, como la de Dios y las verdades matemáticas, no podían derivarse de la experiencia, porque eran demasiado abstractas. Dichas ideas tienen por fuerza que ser innatas. Leibniz expresó su concepción mediante su famosa metáfora de la estatua. La mente, cuando nace, es comparable a un bloque de mármol. El mármol tiene vetas, y puede ocurrir, por ejemplo, que las vetas tracen la figura de Hércules en el mármol. Se requieren determinadas actividades para producir la estatua, pero en cierto sentido Hércules está «innato» en el mármol. De modo análogo, las disposiciones innatas del niño para ciertos tipos de conocimiento han de ser activadas, bien sea por la experiencia, bien por la propia reflexión del niño sobre la vida mental.

Examinemos, por último, la teoría de la percepción de Leibniz, pues aquí Leibniz desbrozó el camino tanto a la psicofísica como a la psicología fundacional de Wundt (McRae, 1976). En primer lugar, Leibniz distinguió las petites perceptions de la perception. La petite perception es un estímulo —por utilizar un término actual— tan débil que no se percibe. Sirviéndonos de la metáfora más frecuente en Leibniz, nadie oye el sonido de una gota de agua que cae en la playa; he aquí una petite perception. Y sin embargo una ola que se estrella en la playa no es sino cientos de gotas que caen sobre ésta, lo que no impide que oigamos su fragor. De esta suerte, nuestra percepción del estallido de la ola está compuesta de muchas petites perceptions, cada una de ellas demasiado diminuta para ser oída, pero que en conjunto forman una experiencia consciente. Esta doctrina señala el camino hacia la psicofísica, o estudio sistemático de la relación cuantitativa entre la intensidad del estímulo y la experiencia, que examinaremos en el capítulo 6. La teoría de Leibniz también implica la existencia del inconsciente o, como escribe Leibniz, de «cambios en el alma misma de los que no somos conscientes». Modificado en el siglo xtx y prohijado por Freud, el concepto de inconsciente estaba llamado a tener un impacto formidable en la Psicología.

Leibniz también diferenció entre percepción y sensación. Una percepción es una idea tosca y confusa, en realidad no consciente, que los animales, como los humanos, pueden poseer. Sin embargo, a una persona le es posible depurar y aguzar sus percepciones hasta percatarse de ellas. Reflexivamente en su conciencia. Entonces se

convierten en sensaciones•. Este proceso de refinamiento se llama apercepción. La apercepción también parece que interviene en la unificación de las pequeñas percepciones para convertirlas en percepciones. Este proceso de unificación, destacado por Leibniz, no es un proceso de mera agregación. Más bien, las percepciones son propiedades emergentes, que proceden de masas de pequeñas percepciones. Si combinamos luces azules y amarillas, por ejemplo, no tenemos la experiencia separada del azul y el amarillo, sino en su lugar la del verde, una experiencia emergente que no está presente en las luces más simples que la constituyen.

La atención es el componente más importante de la apercepción para Leibniz, quien distinguió dos tipos, la pasiva y la activa. Si uno está ab-sorto en alguna actividad, puede no advertir otros estímulos, como que le esté hablando un amigo, hasta que el estímulo se vuelva tan intenso que automáticamente atraiga su atención. Aquí el cambio de atención es pasivo, porque el nuevo estímulo capta la atención. La atención puede también ser voluntaria, como cuando en una reunión uno se centra en una persona con exclusión de todas las demás. A veces Leibniz vinculó estrechamente la apercepción a la atención voluntaria, al considerar aquélla como un acto de la voluntad. Este es también el sentido en que Wundt usó el término apercepción.

La memoria también interviene en la atención, porque, cuando esta-mos pendientes de algo, debemos fijarlo en la mente mediante la memoria. Leibniz cita un ejemplo sencillo, utilizado en la investigación del siglo xx, sobre la memoria ecoica y la atención. Si un amigo nos habla mientras estamos absortos en otra cosa, ocurre a veces que nuestra primera respuesta es «¿Qué?», pero ello no impide que a renglón seguido podamos contestar la pregunta de nuestro amigo. Esto demuestra que la pregunta no fue atendida en un primer momento, pero que de algún modo se almacenó en la memoria, por lo que fue posible atenderla posteriormente; en forma análoga, una vez que nuestra atención ha quedado prendida, podemos, por lo común, recordar haber

• La acepción que da Leibniz a este concepto se sitúa, a grandes rasgos, en el extremo opuesto a la que le asigna la Psicología actual. Hoy día, una sensación hace referencia a un proceso sensorial receptor, mientras que una percepción es un evento cerebral central, o también mental.

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oído antes un ruido, aunque éste haya sido débil. . Más adelante veremos todas estas ideas matizadas y elaboradas en

la teoría de la apercepción de Wundt. La tradición empirista británica

Al otro lado del Canal de la Mancha se estaba fundando el empirismo moderno. En Inglaterra la atmósfera era muy diferente, menos agobiada por la metafísica y más interesada por las cosas tal y como son. Los em-piristas son más descriptivos en su forma de enfocar la mente. Descartes, Spinoza y Leibniz querían todos ellos perfeccionar el espíritu, proponiendo algún método que evitara el error. Los empiristas se interesaban más por cómo funciona de ordinario la mente, y no por cómo debería funcionar idealmente. Las leyes de la vida social: Thomas Hobbes (1588-1679)

La importancia de Hobbes deriva de haber sido el primero en com-prender y expresar la nueva concepción científica de los seres humanos y de su lugar en el universo. Hobbes escribió: «Puesto que en apariencia la vida no es sino un movimiento de miembros... ¿por qué no podemos decir que todos los autómatas... tienen una vida artificial? Pues, ¿qué es el corazón sino un muelle; y los nervios, sino muchas cuerdas; y las articu-laciones, sino otros tantos engranajes que llevan el movimiento a todo el cuerpo?» (Bronowski y Mazlish, 1960). Contemporáneo de Hobbes, Des-cartes creía que los animales, pero no los hombres, eran por entero má-quinas. Hobbes llegó mucho más lejos proclamando que la sustancia es-piritual es una idea carente de sentido. Sólo la materia existe, y las acciones de las personas, en no menor grado que las de los animales, están totalmente determinadas.

En un punto Hobbes y Descartes estaban de acuerdo: en que la Filo-sofía debía construirse según el modelo de la Geometría. De hecho, fue el encuentro accidental de Hobbes, a la edad de cuarenta años, con las elegantes pruebas de Euclides, lo que le impulsó a filosofar. Por lo demás, Hobbes es un auténtico empirista. Creía que todo conocimiento hunde en última instancia sus raíces en la percepción sensorial. Sostuvo un nominalismo radical, considerando a los universales como apenas otra cosa que nombres adecuados, que agrupan recuerdos de percepciones sensoriales. Descartó los argumentos de la metafísica,

considerándolos meras disputas escolásticas sobre conceptos carentes de sentido. Separó tajantemente la filosofía, que es racional y significativa, de la teología, que es irracional y sin sentido. Su doctrina psicológica más interesante es la que afirma que el lenguaje y el pensamiento se hallan íntimamente relacionados, y son quizás incluso idénticos. En su obra más importante, Leviathan (1651), Hobbes escribió: «El entendimiento no es otra cosa que la concepción causada por el habla». Además, afirma que «los niños en absoluto poseen razón, hasta que no han alcanzado el uso del lenguaje». Hobbes fue el primero del amplio, y todavía existente, linaje de filósofos británicos que identifican el pensamiento correcto con el uso correcto del lenguaje. Para la psicología, se trata de problema antiguo y todavía no resuelto: el de si el pensamiento es un habla manifiesta o encubierta, o si, en cambio, el habla se limita a revestir los conceptos abstractos. Hobbes estaba a todas luces a favor de lo primero.

Sin embargo, el verdadero interés de Hobbes se centraba en la ciencia política, que reivindicó haber inventado. Opinaba que si el hombre es una máquina determinista como las estrellas y los planetas, entonces la ciencia de los asuntos humanos resultaba tan hacedera como la astronomía y la física.

Como alguien que había tenido que pasar por la guerra civil inglesa, deseaba colocar el gobierno sobre una firme base racional, para evitar en el futuro errores análogos. En el Leviathan, Hobbes toma como punto de partida un lugar común del liberalismo moderno: que las personas son creadas a grandes rasgos en igualdad de capacidades físicas y mentales. Sin embargo, si no hubiera gobierno, cada persona buscaría su propio provecho a costa del de sus prójimos. Fuera de la sociedad organizada —escribía Hobbes: «hay siempre guerra de todos contra todos... y la vida del hombre es solitaria, sucia, brutal y breve». La solución para los hombres consiste en reconocer que su propio interés racional se sitúa en un estado regulado, que proporcionará la seguridad, los frutos del trabajo y otros beneficios. Ello significa reconocer la existencia de Leyes de la Naturaleza; por ejemplo, la de que cada persona debe renunciar a la total libertad y al derecho igual a todas las cosas que engendra la guerra, y «debe contentarse con tanta libertad contra los demás hombres, como la que él concedería a los demás contra él». El mejor estado para garantizar dichas libertades —seguía argumentando

Para profundizar en este tipo de contenidos puede consultar la obra: Leahey, T.H.(1993) Historia de la Psicología. Madrid. Prentice-Hall.

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Para profundizar en este tipo de contenidos puede consultar la obra: Leahey, T.H.(1993) Historia de la Psicología. Madrid. Prentice-Hall.

UNIDAD I ORIGEN FILOSÓFICO Y CIENTÍFICO DE LA PSICOLOGÍA

Hobbes— es un despotismo absoluto, donde todos los miembros de una sociedad someten sus derechos y poderes a un soberano, ya sea rey o parlamento, que los regirá y protegerá, unificando sus múltiples voluntades en una sola.

La idea de Hobbes de que la Ley Natural podía aplicarse a las perso-nas reviste considerable importancia para la Psicología. Según él, hay reglas inherentes a la naturaleza, que existen con independencia de que la humanidad las reconozca, y que gobiernan todo, desde el mecanismo planetario del sistema solar a los mecanismos biológicos de los animales, incluido el hombre. La actitud de Hobbes, sin embargo, no es totalmente científica, pues afirma que damos nuestro consentimiento racional a la observancia de las Leyes Naturales. Sólo en épocas de seguridad debemos observarlas; estamos autorizados a quebrantarlas si el gobierno u otras personas pretenden llevarnos a la ruina personal. Los planetas no pueden elegir entre obedecer o no las leyes del movimiento de Newton, y en este sentido las Leyes Naturales de Hobbes no son como las leyes de la física. Al correr de los años, otros pensadores se ocuparían de hacerlas cada vez más similares. El entendimiento humano: John Locke (1632-1704)

John Locke fue amigo de los científicos Isaac Newton y Robert Boyle —en cuyos laboratorios trabajó—, miembro de la Sociedad Real, conse-jero y preceptor de políticos nobles y, en ocasiones, médico practicante. Como cabía esperar de tales antecedentes, Locke dio un giro práctico y empirista a su filosofía. Su obra más importante fue el Ensayo sobre el entendimiento humano (1690), que comenzó a escribir en 1671. A dife-rencia del racionalista Descartes, que buscaba la Verdad Platónica última. Locke quería comprender cómo funciona realmente la mente humana: cuáles son las fuentes de sus ideas y las limitaciones del conocimiento humano. La epistemología de Locke resulta así, en realidad, una psicología, por su énfasis en el cómo conoce la mente más que en el qué conoce. Locke aportó, pues, el espíritu científico a la filosofía, extirpándole la metafísica, con el fin de asegurarse de lo que puede ser conocido empíricamente sobre la mente humana. En la historia de la psicología, por tanto, Locke representa un punto importante de inflexión. A partir de él, el examen de la mente humana misma se vuelve importante, reemplazando a la especulación metafísica sobre lo que no puede ser conocido.

¿Qué pueden entonces conocer los hombres? Locke declaró: «Dado que el Espíritu, en todos sus pensamientos y Razonamientos, no tiene más objeto inmediato que sus propias Ideas... es claro que nuestro Conocimiento sólo versa sobre ellas». El espíritu no sabe de Formas y Esencias, sino sólo de sus propias ideas. ¿De dónde proceden éstas? Locke escribió: «A esto respondo con una sola palabra: de la Experiencia, en ella se funda todo nuestro conocimiento y de ella deriva. Nuestra Observación, ocupada, ya sea en los Objetos externos y sensibles, o en las operaciones internas de nuestras Mentes..., es lo que provee a nuestros Entendimientos de todos los materiales del pensamiento. Estas dos son las Fuentes del Conocimiento, de donde emanan todas las Ideas que tenemos, o podemos tener por naturaleza».

Locke formula así el principio empirista de que el conocimiento deriva de la experiencia sola. En otros lugares, Locke se vale del conocido símil de la mente como una tabula rasa, o trozo de papel en blanco, sobre los que la experiencia escribe las ideas. Con todo, debemos añadir algunas importantes matizaciones a las tesis de Locke, pues no fue un empirista radical. Para empezar, la experiencia es de dos clases: la sensación de los objetos externos y la reflexión sobre las operaciones de nuestras mentes. Por consiguiente, podemos tener conocimiento tanto del mundo externo como de nuestro mundo interno y mental. El conocimiento directo de la mente resulta, por ello, posible a través de la introspección. Además, Locke no afirma que las operaciones mentales se adquieran merced a la experiencia. Las facultades del pensamiento, la memoria y la percepción son todas ellas innatas, como lo eran para Descartes. Los seguidores posteriores de Locke rechazaron ambas tesis.

Ahora bien, es cosa sabida que Locke atacó las ideas innatas, dedicando el primer libro de su Ensayo a argumentar contra ellas. Sin embargo, ello no suponía un ataque a Descartes, como generalmente suele creerse. A quienes se oponía Locke era al numeroso grupo de autores ingleses que creían en principios morales innatos, viendo en ellos el fundamento de la moralidad cristiana. En consonancia con esto, podían afirmar que era una ley divina, implantada en el alma, el que una persona creyese en Dios; todo incrédulo era un depravado y un monstruo moral con tanto motivo como lo sería físico un niño de tres piernas. De hecho, Locke mismo fue denunciado desde todos los ángulos como un ateo peligroso por negar las verdades morales innatas. Su ataque contra

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Resaltado

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ellas se debió a que creía que la idea de moral innata y las verdades metafísicas constituían los pilares del dogmatismo. Las escuelas de su época se valían de las máquinas como base de la enseñanza. Los estudiantes debían aceptarlas y sólo a continuación demostrarlas. Locke abogó por el principio del descubrimiento. Los estudiantes debían mantener abiertas sus mentes, descubriendo la verdad a través de la experiencia y siguiendo sus propios talentos, en vez de embutírseles a la fuerza en el corsé de las máximas escolásticas. Considerar a Locke, como muchos hacen, el padre de la educación reglada, es un craso error.

Los argumentos de Locke contra las ideas innatas no consiguieron abrir nuevos caminos frente al innatismo de Descartes o Leibniz, como aquél reconoció. Estos creían en las ideas innatas activadas por la experiencia, lo cual, según Locke, sólo se diferenciaba en aspectos triviales de su propia doctrina de las capacidades mentales innatas. De hecho, hay mucho de mecanismo mental innato y activo en la «mente vacía» de Locke. Como Descartes, Locke afirma que el lenguaje es un rasgo humano, característico de la especie. En su Ensayo escribió: «Habiendo concebido Dios al Hombre como una criatura sociable... le proveyó también del lenguaje... Los loros, y varios otros pájaros, pueden ser enseñados a articular sonidos lo suficientemente claros y distintos, y, sin embargo, de ninguna manera son capaces de Lenguaje.» Sólo los seres humanos saben usar sonidos articulados para representar ideas. En su obra sobre la educación, Locke sostiene que buena parte de la personalidad y de las habilidades del niño son innatas. Los motivos básicos del hombre —la búsqueda de la felicidad y la evitación de la desdicha— son de modo similar, «principios prácticos innatos», aunque no tengan, por supuesto, nada que ver con la verdad.

Para Locke, la mente no era simplemente un espacio vacío que debe ser amueblado por la experiencia, sino más bien un complejo dispositivo de procesamiento de la información, preparado para convertir los materiales de la experiencia en conocimiento humano organizado. La experiencia directa nos suministra ideas simples, que son después elaboradas y combinadas por la maquinaria mental en ideas complejas. El conocimiento se produce cuando inspeccionamos nuestras ideas y vemos cómo concuerdan o discrepan. La piedra fundamental del conocimiento era, para Locke, como para Descartes, las proposiciones evidentes intuitivamente por sí mismas, aunque para el primero se trataban de verdades experimentadas como auto evidentes en vez

de verdades descubiertas en el alma. Por ejemplo: sabemos directa e intuitivamente, sin posibilidad de error, que los colores negro y blanco no son lo mismo («discrepan»). Las formas más complejas de conocimiento surgen cuando deducimos consecuencias de las proposiciones evidentes. Como Descartes, Locke creía que, de esta forma, todo el conocimiento humano, incluso la ética y la estética, podía ser sistematizado geométricamente.

Podemos concluir que las diferencias entre el empirista Locke y el ra-cionalista Descartes eran sobre todo diferencias de énfasis. Ambos deseaban superar la estéril filosofía escolástica; ambos intentaron lograr esto analizando la mente humana. Descartes estuvo más atado al pasado, buscando todavía con la razón pura la verdad trascendente. Locke apunta más hacia el futuro empírico. Reconoció los límites del conocimiento y la razón humanos; de hecho, una de sus razones para escribir el Ensayo fue mostrar lo que la humanidad podía esperar conocer, de forma que únicamente se planteara el estudio de las cuestiones fructíferas. En cierta forma, Locke fue menos empirista que su predecesor Hobbes. Hobbes afirmaba que pensamos con nuestro lenguaje adquirido, que las palabras son sólo signos de las ideas. Locke insistió en que las palabras son sólo signos de las ideas. Para Locke, pues, la razón viene, en primer lugar, y sólo a continuación es encuadrada en palabras convencionales. Para Hobbes, más radical, no se puede pensar sin haber adquirido el lenguaje; la razón llega después.

Locke fue, de ordinario, un escritor muy claro y rebosante de sentido común. Sin embargo, en un punto crucial fue ambiguo, alimentando el empi-rismo radical de sus sucesores británicos y causando un sinfín de quebra-deros de cabeza a sus comentaristas modernos. Como hemos visto, Locke establece que el conocimiento humano sólo versa sobre ideas. Sin embargo, ¿qué es una idea? Dos interpretaciones son posibles. La primera fue adop-tada por el primer comentarista de Locke, el obispo Berkeley, con implicaciones radicales que abordaremos en el próximo capítulo. Según este punto de vista, las ideas son objetos mentales, el moblaje de la mente, y nuestro conocimiento queda limitado a ellas. De forma que cuando alguien dice «Una bola de nieve es blanca», se está refiriendo tan sólo a l a imagen mental de una bola de nieve. Aunque es claro que Locke creía que las ideas se corresponden con las cosas del mundo, Berkeley demostró que esto no puede ser probado, de forma que no tenemos garantía de que nuestro co-nocimiento sea un conocimiento «real». El resultado es el escepticismo. Por otro lado, la mayoría, aunque no la totalidad, de los comentaristas modernos

Para profundizar en este tipo de contenidos puede consultar la obra: Leahey, T.H.(1993) Historia de la Psicología. Madrid. Prentice-Hall.

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siguen al filósofo escocés Reid y rechazan la interpretación de Berkeley. Sostienen que Locke entendía por idea una especie de acto mental, y en concreto un acto de percepción, por el que la mente conecta con el mundo externo. Así, cuando alguien dice «Una bola de nieve es blanca», se está refiriendo, no a una cierta imagen mental, sino a las bolas de nieve reales.

La polémica incide sobre la ubicación que asignemos a Locke en la historia de la Psicología. En el siglo xix hubo en Europa dos grandes escue-las de Psicología académica, cada una de las cuales es congruente con una interpretación de la idea de Locke. Fue una la psicología del contenido, cuyo portavoz más autorizado fue E. B. Titchener. En esta psicología, las sensaciones eran consideradas como átomos irreductibles, constitutivos de la con-ciencia —el contenido elemental, o moblaje, de la mente—. Semejante teoría sigue los pasos de Berkeley. La otra psicología, que tuvo como portavoz a Franz Brentano, fue la psicología del acto, en la cual cualquier evento mental se interpretaba como un acto mental que se refería a alguna cosa del mundo externo. Esta teoría es una derivación de Reid. Titchener se percató de que aquí nos hallábamos ante dos formas rivales de concebir la mente. El ambiguo uso que hizo Locke del concepto de «idea» puede ser vinculado a cualquiera de los dos sistemas.

Comoquiera que sea, lo que de veras resulta importante en Locke es su actitud empírica con respecto a la mente. Locke deseaba saber cómo funciona, y esto es una cuestión estrictamente psicológica, desembarazada de toda excrecencia metafísica. Locke no practicó una psicología científica, recogiendo datos y diseñando programas de investigación; creía que la mente podía conocerse a sí misma mediante la reflexión. Pero desbrozó el camino para una ciencia de la mente. EL SIGLO XVII: LOS GERMENES DEL CAMBIO

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El siglo xvll estableció los cimientos de la Ilustración del xviii. El universo mecanicista de raigambre newtonianocartesiana racionalizaba a Dios, el mundo y a la humanidad. No tenía cabida para los milagros, oráculos, visiones o para el dogmatismo metafísico. Proponía teorías de la huma-nidad, la sociedad y la ética que descartaban la naturaleza celestial del hombre, pero que aun así mantenían la esperanza de la posibilidad de fe-licidad aquí en la tierra. En el siglo xvii, Locke abandonó la metafísica en favor de la psicología, y Leibniz aventuró ideas que resultaban básicas para la psicología científica posterior. En el siglo xvili, tales simientes llegarían a

fructificar, conforme la ciencia y la razón fueran sustituyendo a la religión, en tanto que instituciones intelectuales fundamentales de la sociedad moderna. Se proclamaría al hombre como una máquina carente de alma, y se cambiarían de arriba abajo las bases de las sociedades en nombre de la felicidad material.

Hacia 1700 el orden mundano medieval había tocado a su fin. Tres fechas resultan especialmente simbólicas. En 1686, un popular autor francés, Fontenelle, acercó la ciencia al público ilustrado de Francia, deslumbrando a sus lectores. Aunque se presentaba a los hombres como una simple partícula mecánica en un universo también mecánico, el hecho de conocer este secreto fue toda una revelación de gran efecto edificante. La ciencia y las matemáticas se pusieron de moda. En 1687, aparecieron los Principia Mathematica Philosophiae Naturalis de Newton, que suponía la consagración de la concepción matemática del mundo como máquina. Pronto, la Ley Natural sería extrapolada a los seres humanos y a los gobiernos, con consecuencias revolucionarias. En 1688 sobrevino la Gloriosa Revolución en Inglaterra, con la deposición pacífica de Jacobo II y la entronización de Guillermo de Orange. En dicha revolución nació el estado liberal moderno: los reyes no son agentes designados por la mano divina, cuya voluntad sea ley absoluta. Son instrumentos del pueblo, reemplazables según la voluntad de éste. La revolución fue justificada filosóficamente por John Locke, en términos similares a los de la Declaración Norteamericana de Independencia noventa años después. La razón había prevalecido sobre la tradición y la fe.

El triunfo de la razón en la Edad de la Razón estaba a la puerta. Y, sin embargo, una contracorriente de muy distinto espíritu se incubaba bajo la superficie. Los viajes de los descubridores habían hallado primitivas y ex-trañas culturas. Para Hobbes y Locke, aquellos salvajes representaban al hombre en un estado de naturaleza sin civilizar e infeliz. Locke escribió en su Segundo tratado sobre el Gobierno: «En el principio, todo el mundo era América.» Pero ¿eran infelices los indios? Vivían próximos a la Naturaleza, libres de artificios, obrando según el instinto natural. Quizá la felicidad estribaba en dejar de lado la razón, con sus modos de ser abstractos y artificiales, y en retornar al instinto del salvaje feliz. Comenzaba a perfilarse una reacción contra la razón. El poeta Chalieu escribía en 1708 que la razón es «una fuente inagotable de errores, veneno que corrompe los sentimientos naturales». J : J. Rousseau escribió que la razón <alimenta nuestro orgullo insensato... ocultándonos continuamente de nosotros mismos». Preguntábase

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Rousseau: «¿Quién es menos bárbaro... la razón que nos extravía, o el instinto que guía (al indio) sin falta?» Chalieu afirmó que su propósito era «destruir los altares que han erigido en tu honor (en el de la Razón)». He aquí sembrada la simiente de la Rebelión Romántica contra la razón y en favor de la venida del Buen Salvaje. La tensión entre individuo y sociedad, sentida de modo tan lancinante por Sigmund Freud, fue creciendo a medida que la razón exigía más y más de los hombres. REFERENCIAS Bronowski, J., y Mazlish, B.: The western intellectual tradition. Nueva York, Harper

& Row, Pub., 1960. Burtt, E. A.: The metaphysical foundations of modern science. Garden City, N.Y.,

Doubleday, 1954. (Trad. cast.: Fundamentos metafísicos de la ciencia moderna. Buenos Aires, Sudamericana, 1960.)

Butterfieid, H.: The origins of modern science 1300-1800. Nueva York, The Free Press, 1965. (Trad. cast.: Los orígenes de la ciencia moderna. Buenos Aires, Sudamericana, 1969.)

Hazard, P.: The European mirad 1680-1715. Nueva York, New American Library, 1963.

Hobbes, T.: Leviathan. Nueva York, Collier Books, 1962. (Trad. cast.: Leviatán. Madrid, Editora Nacional, 1979.)

Kuhn, T.: «Mathematical vs. experimental traditions in the development of physical science». The Journal of Interdisciplinary History, 1976, 7, 1-31.

Locke, J.: An essay concerning human urderstanding (Peter Nidditch, ed.). Oxford, Clarendon Press, 1975. (Trad. cast.: Ensayo sobre el entendimiento humano. Madrid, Editora Nacional, 1978.)

McRae, R.: Leibniz: Perception, apperception, and thought. Toronto, University of Toronto Press, 1976.

Rattansi, R.: «The social interpretation of science in the seventeenth century», en P. Mathias (ed.), Science and Society 1600-1900. Cambridge, Cambridge University Press, 1972.

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UNIDAD I LOS COMIENZOS DE LA PSICOFISIOLOGÍA EXPERIMENTAL

L e c t u r a 3 Leahey, T.H. (1993) Historia de la Psicología.

Madrid. Prentice-Hall. Pp 204-260

Para lograr el objetivo específico de presentarte el origen filosófico y científico de la psicología de la Unidad I de Origen filosófico y científico de la psicología referente a la unidad mínima de aprendizaje Los grandes filósofos y el umbral de la psicología: el siglo XIX revisa y analiza la siguiente lectura.

EL MUNDO DEL SIGLO XIX

UU NN II DD AA DD II ..

O R Í G E N E S F I L O S Ó F I C O S Y C I E N T Í F I C O S D E L A P S I C O L O G Í A

El consenso de la Ilustración finalizó con la Revolución Francesa, que fue acogida al

principio como el inicio de una Edad de la Razón aún más gloriosa, pero que después fue temida y odiada por su Reinado del Terror. Las implicaciones reales del espíritu geométrico se hicieron patentes y los pensadores del siglo xix se vieron ante la precisión de enzarzarse en un cuerpo a cuerpo con el naturalismo. Esta tarea se hizo más urgente con la teoría de la evolución de Darwin, que no sólo equiparó al hombre con el mono, sino que también desterró cualquier tipo de intencionalidad o progreso de la historia. A todo lo largo del período, el problema de la naturaleza humana fue, pues, planteado por numerosos filósofos, fisiólogos, literatos y revolucionarios. La segunda mitad del siglo presenció la fundación de la psicología científica y la formulación de sus tres variantes: el estudio de la conciencia, del inconsciente y de la adaptación.

Un especialista del siglo xix, Franklin Baumer (1977), ha sugerido una útil división conceptual de este período, por considerarlo demasiado complejo para ser tratado cronológicamente. Propone la existencia de cuatro mundos decimonónicos, tesis que, grosso modo, seguiremos aquí. El prime-ro es el mundo romántico, que reaccionó vigorosamente contra el naturalismo de les philosophes. El segundo mundo es la Nueva Ilustración, que llevó a término, en forma algo modificada, el programa de les philosophes. El tercero es el mundo del darwinismo y la evolución. Al cuarto mundo le llama Baumer el fin d e siécle (fin de siglo), un mundo de angustia surgido de la desesperación con respecto a la Naturaleza, la Humanidad y el futuro. La reafirmación de lo Trascendental: la rebelión romántica

Aunque de ordinario pensamos en el romanticismo como en un movimiento artístico que puso el acento en el sentimiento humano, fue mucho más que eso. Constituyó una rebelión general contra la concepción del mundo de cuño cartesiano-newtoniano. El primer poeta romántico, William Blake (1757-1827), confiando en que la humanidad pudiera escapar de la perspectiva científica,

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UNIDAD I LOS COMIENZOS DE LA PSICOFISIOLOGÍA EXPERIMENTAL

escribía, por ejemplo: «¡Ojalá nos guarde Dios / de la visión Única y del sueño de Newton»• s. Allí donde los escritores de la Ilustración habían valorado las «pasiones» moderadas y mora-les, los románticos tendieron a idolatrar todas las emociones fuertes —aun-que fuesen violentas o destructivas—. Sobre todo, los románticos querían ser algo más en el universo que átomos y vacío. En cierto sentido, el romanticismo reafirmó la creencia racionalista en algo que trasciende la apariencia material.

Es, pues, lógico que el movimiento romántico, al menos en filosofía, se iniciara con Kant. Ya hemos advertido cómo sus sucesores idealistas hicieron de la realidad material la expresión de algo espiritual, que se manifiesta a sí mismo en las apariencias. El poeta romántico Coleridge adaptó y elaboró la distinción kantiana entre la Verstand, el proceso limitado del entendimiento descrito por Locke, y la Vernuft, la facultad intuitiva ca-paz de trascender las apariencias y aprehender la verdad nouménica.

En el romanticismo se ponen de manifiesto varios conceptos importan-tes para la Psicología. Uno de ellos es el de inconsciente. El pensamiento consciente y discursivo fue la herramienta de la Ilustración, tanto en el terreno del arte como en el de la filosofía. Por el contrario, el romanticismo, en su búsqueda del infinito, sostuvo que el inconsciente era más importante. Los poetas, por ejemplo, confiaban en escribir automáticamente en un trance extático, de forma que el Infinito quedara registrado sobre el papel. En filosofía, Schopenhauer postuló que la Voluntad es la realidad nouménica oculta tras las apariencias. La Voluntad de Schopenhauer, y en concreto la voluntad de vivir, empuja al hombre a una búsqueda sin fin e inútil de algo mejor. Semejante descripción de la Voluntad se anticipa al id de Freud. Schopenhauer escribió en los Parerga: «En el corazón de todo hombre habita una bestia salvaje». La inteligencia intenta controlar la Voluntad, pero su furor inflige dolor al yo y a los demás. También prefiguraron a Freud aquellos escritores que vieron en los sueños el lenguaje del inconsciente, que sólo precisaba ser descifrado para revelar los secretos del Infinito.

• Blake se mofó de les philosóphes: «Refros, reíros, Voltaire, / Rousseau: reíros. reíros: ¡̀ todo es inútil'!» Como otros románticos, Blake detestaba la Revolución Industrial, cuyas «lóbregas, satánicas hilanderías» contaminaban «de Inglaterra las verdes montañas».

En la Voluntad de Schopenhauer —el núcleo de la vida mental— des-cubrimos otro importante y complejo concepto romántico: el de actividad mental y libertad. La Voluntad es una bestia salvaje, pero al paso que lo salvaje entraña dolor, también implica libertad de elección. La filosofía de Schopenhauer resultaba así una reacción voluntarista y romántica contra el determinismo materialista de la Ilustración. Por regla general, esto llevó a los románticos a idolatrar a los héroes, los genios y los artistas —a todos aquellos que afirmaban sus Voluntades y no se plegaban a los dictados del mundo—. Thomas Carlyle, por ejemplo, veneró a héroes que iban desde Odin hasta Shakespeare y Napoleón. Desde un punto de vista psicológico, esta nueva forma de voluntarismo dio al traste con la tabula rasa. Una mente tan voluntarista como la contemplada por los románticos, difícilmente podía ser un mero receptáculo pasivo de estímulos externos. Coleridge, por ejemplo, equiparaba la mente a una lámpara que irradia luz intelectual. El influjo de Schopenhauer se evidencia también en la psicología de la conciencia de Wundt, pues éste hace un gran hincapié en la capacidad de la mente para organizar su propio contenido, forma de voluntarismo que contrasta radicalmente con la pasividad del asociacionismo.

No sólo rechazaron los románticos la idea de que una persona fuese una máquina, sino que también repudiaron la misma idea en lo tocante al universo. Fueron vitalistas y teleologistas, para quienes la naturaleza no era materia muerta —meros átomos en el vacío—, sino algo orgánico, en desarrollo y que se perfecciona a sí mismo con el tiempo. La Biología, y no la Física, debe suministrar el modelo de reflexión sobre las cosas, afirmaban los románticos. Herder expresó este sentimiento en Alemania. En Inglaterra fue convincentemente formulada por el intelectual conservador Edmund Burke (1729-1797), quien declaró que la naturaleza humana y la sociedad se desarrollan lentamente al correr de los siglos. Puso en la picota el intento de la Revolución Francesa de erigir una sociedad basada tan sólo en la razón pura y geométrica, ignorando la sabiduría de la historia. Semejante concepción romántica de la Naturaleza era progresista y optimista, pero pronto quedaría reducida a añicos por la teoría de la selección natural de Darwin. Los románticos ya creían en la evolución, pero ésta no consistía en el proceso dirigido por el azar del darvinismo.

El vitalismo romántico significa que, si bien podemos ver en el roman-ticismo una reafirmación de la búsqueda racionalista de la Verdad tras-

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cendente, los románticos no fueron defensores del Ser. Carlyle, por ejemplo, insistía en que la Verdad está siempre deviniendo, y nunca se limita a ser. La Verdad no es un conjunto estático de Formas, sino algo vivo, algo que siempre se está perfeccionando. Esta idea, al menos, podría compaginarse a la perfección con el evolucionismo darvinista.

Hubo un concepto de la Ilustración que inspiró a los románticos y que ellos enriquecieron. El asociacionismo de Hartley constituyó un elemento importante de la teoría crítica romántica. La poesía clásica abundaba en abstracciones escritas con mayúsculas, tales como «Belleza», mientras que los románticos escribían sobre las bellezas concretas e individuales a partir de las cuales nos formamos la idea de Belleza. En el asociacionismo, los juicios estéticos y morales son sentimientos, reacciones subjetivas y emo-cionales, relativamente independientes de la razón discursiva. Los románti-cos realzaron lo subjetivo y pasional, e intentaron servirse del análisis aso-ciacionista de la mente como forma de evocar respuestas emocionales en sus lectores. Enriquecieron el asociacionismo al acentuar el concepto de coalescencia, es decir, al recalcar que la imaginación activa puede sintetizar los elementos atómicos en una creación que es más que la suma de las propias unidades atómicas, como cuando los colores elementales se mezclan para dar otro cualitativamente diferente. Wundt dio gran importancia al poder de la mente para sintetizar los elementos mentales, al paso que los psicólogos de la Gestalt adoptaron una postura todavía mucho más holística.

Podemos concluir diciendo que los románticos se opusieron al mecani-cismo en todos los terrenos y promovieron conceptos rivales, tales como libertad individual, voluntarismo, holismo, vitalismo y teleología. Aunque el romanticismo fue avasallado por los desarrollos posteriores de la ciencia, y en especial por el darvinismo, desempeñó un papel en la formación de la psicología —sobre todo en su lugar de nacimiento, Alemania— y, en una forma u otra, ha preservado siempre un fuerte atractivo para todos aquellos desazonados por el espíritu geométrico y sus productos. La nueva Ilustración

Por supuesto, no todo el mundo se desencantó del naturalismo. Hubo numerosos pensadores importantes que llevaron adelante el espíritu y las ambiciones de la Ilustración, sobre todo en Inglaterra y Francia. Varios mo-vimientos de la Nueva Ilustración tienen interés para la Psicología.

Utilitarismo y asociacionismo El utilitarismo y el asociacionismo son doctrinas inextricablemente en-

trelazadas. El utilitarismo describe los aspectos motivacionales y dinámicos de la mente; el asociacionismo describe la mecánica cognitiva de la mente. El primero estaba implícito en las enseñanzas de los asociacionistas del siglo xvm, desde Hume en adelante, para quienes las sensaciones son, o bien agradables —deseamos que se repitan—, o bien desagradables —de-seamos evitarlas—. El utilitarismo intentó simplemente aplicar este sistema motivacional al conjunto de la sociedad.

La doctrina motivacional del utilitarismo fue elaborada en su forma más acabada por el reformista inglés Jeremy Bentham (1748-1832). Este iniciaba su Introducción a los principios de la legislación moral (1789) con una ardorosa proclama de hedonismo utilitarista: «La Naturaleza ha colo-cado a la Humanidad bajo el gobierno de dos amos soberanos, el dolor y el placer. Sólo a ellos toca señalarnos lo que debemos hacer, así como determinar lo que haremos... Nos gobiernan en todo lo que hacemos, en todo lo que decimos, en todo lo que pensamos.» En consecuencia, el individuo debe orientar su vida eligiendo aquellas lineas de acción que maximicen su placer y minimicen su dolor: he aquí la única ética científica. Los legisladores —el blanco preferido de Bentham en cuanto reformista—deben seguir idéntico criterio, procurando promover la mayor felicidad de la mayoría en todos las actos de gobierno. Bentham creía que el gobierno es, por naturaleza, opresivo; daba por supuesto --como el primer economista, Adam Smith— que un gobierno mínimo permitiría a cada individuo procurar su propia felicidad.

Las leyes benthamianas del principio del placer se parecen a las leyes de asociación propuestas por Hume, Hartley y Brown. El valor del placer y del dolor viene determinado por la intensidad, duración, certeza y proximidad de la sensación correspondiente. Bentham pretendió cuantificar tanto el placer como el dolor, de suerte que las decisiones morales pudieran tomarse haciendo un balance del placer o dolor netos que cabía esperarse siguieran de la selección de actos posibles y posterior elección de aquél que satisficiera el principio de utilidad. Siguiendo también a los asociacionistas, Bentham distinguía entre placeres o dolores simples y placeres o do-lores combinados y complejos. Procede a continuación a suministrar una elaborada enumeración de los tipos de placer, resultando la lista mucho más larga de lo que un postfreudiano actual pudiera esperar. Hay, sin duda, placeres y dolores sensuales, pero

Para profundizar en este tipo de contenidos puede consultar la obra: Leahey, T.H. (1993) Historia de la Psicología. Madrid. Prentice-Hall.

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también están los placeres de riqueza, poder, piedad y benevolencia, por citar sólo unos pocos. Bentham analizó, asimismo, las características individuales y raciales que modifican la acción del principio de utilidad según la disposición personal. Consagró entonces sus mayores esfuerzos a desarrollar un programa de buen gobierno, basándose exclusivamente en el principio racional de utilidad, y desechando cualquier consideración emanada del contexto histórico o de los derechos humanos. Fue una demostración de espíritu geométrico y filosofía mecanicista que hubiese hecho estremecerse a Edmund Burke o a cualquier romántico.

Uno de los seguidores más entusiastas de Bentham fue James Mill (1773-1836), un político que derivó hacia la Filosofía. Expuso ardiente-mente el benthamismo, pero su fama en psicología se debe a su asociacionismo mecanicista. Mili no aportó en realidad nada nuevo al asociacionismo; más bien representó su manifestación más extrema. Sigue a Hume y a Hartley, al distinguir entre las sensaciones y sus copias i d e a s — , y a Condillac, cuando intenta reducir toda la actividad mental a la asociación. Mill adopta lo que podríamos llamar teoría-mecano de la mente. Según tal concepción, la mente es una pizarra pasiva y en blanco, receptiva a las sensaciones simples l o s nódulos del mecano—, a partir de las cuales se forman las sensaciones complejas o ideas por medio de eslabones asociativos —las varillas que unen los nódulos— entre las unidades atómicas. Los eslabones asociativos se construyen de dos formas. Algunas sensaciones siempre ocurren juntas, o sincrónicamente, y acaban engarzándose. Oler una rosa sugiere s'is restantes atributos, con los que el olor se halla regularmente asociado en nuestra experiencia. Otras sensaciones se producen regularmente en secuencia, o sucesivamente, y Mill sigue a Hume al reducir la causalidad a series asociativas regulares. Mill analiza el habla como un rosario de palabras atómicas asociadas, ignorando totalmente el control del significado de una frase por parte del discurso. Su asociacionismo mecanicista suele tomarse como una buena muestra de reductio ad absurdum de la psicología asociativa. En su Análisis de los fenómenos de la mente humana Mill presenta, por ejemplo, la idea de una casa como un compuesto de numerosas unidades más simples, tales como los clavos, las tablas y las hojas de cristal. A renglón seguido concluye: «¿Cuántas más (ideas componen) la idea que llamamos Todo?» Uno se imagina a la mente ocupada por una colosal e inmanejable construcción de mecano. El asociacionismo de Mill prescinde de las facultades mentales preservadas por

Hartley y otros asociacionistas. Hecho que, combinado con el hedonismo utilitarista, da como resultado una imagen de la mente completamente mecánica, en que una idea sucede a otra automáticamente sin que haya lugar para el control voluntario. El ejercicio de la voluntad es una ilusión, argüía Mill. El razona-miento no es más que la combinación asociativa de las ideas contenidas en los silogismos. La atención se reduce al hecho de que la mente está ocupada con cualesquiera ideas que le resultan particularmente agradables o dolorosas. La mente no dirige la atención; su atención viene dirigida mecánica-mente por el principio de utilidad. Como Bentham y otros muchos que escribieron sobre la mente, Mill expuso su psicología con propósitos de re-forma. No era un psicólogo. Influido por Helvetius, como también lo estuvo Bentham, Mill sentía un especial interés por la educación. Si la persona es completamente pasiva cuando nace, es deber de la educación moldear correctamente su mente. Mili puso sus ideas en práctica mediante la rigurosa educación que dio a su hijo, enseñándole griego clásico a los tres años y latín a los ocho; hijo que a la edad de diez años escribió una Historia del Derecho Romano.

Con todo, el mencionado hijo, John Stuart Mill (1806-1873), no se convirtió en el perfecto utilitarista que su padre esperaba. Aunque al principio se adhirió a Bentham, un colapso nervioso de que fue víctima le llevó a considerar el benthamismo estéril, estrecho y excesivamente calculador. Incluso llegó a calificar de «un mal» el programa de Bentham. Al fin ter-minó por atemperar los principios hedonistas de Bentham con la visión romántica de la naturaleza y el sentimiento humano propios de Wordsworth. Incluso suscribió la preferencia romántica por lo natural y crecido espontáneamente sobre lo manufacturado, y negó que el ser humano fuera una máquina. Consideraba que las personas eran cosas vivientes, cuyo desarrollo y crecimiento autónomos deben fomentarse.

La versión del asociacionismo propia de J. S. Mill quedó atenuada por la inclinación romántica a la síntesis. Esta combinación le llevó a su idea de la química mental. Los primeros asociacionistas, incluido su padre, habían reconocido que ciertos eslabones asociativos se hacían tan fuertes que las ideas engarzadas parecían inseparables. J. S. Mill llegó más lejos, man-teniendo que las ideas elementales pueden fusionarse en una idea global, no reducible a sus elementos. Los elementos generan la nueva idea, no se limitan a componerla. Propuso los colores como ejemplo de dicho proceso.

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Dése vueltas a una rueda dividida en sectores, cada uno de ellos pintado de un color primario, y a cierta velocidad se tendrá la experiencia de blancura, no de colores que giran. Los colores atómicos de la rueda están generando un nuevo color, un tipo diferente de experiencia.

Sin embargo, debemos destacar que, si bien Mill diluyó el benthamismo asociacionista de su padre con las concepciones más amplias del ro-manticismo, su objetivo seguía siendo mejorar el utilitarismo y el empirismo, no refutarlos. Siempre aborreció el intuicionismo místico de Coleridge, Carlyle y demás románticos. Recuperó el análisis de la materia de Berkeley, aunque privado de Dios, no admitiendo ninguna realidad noumémica más allá de las apariencias. Para J. S. Mill, la materia no es más que la permanente posibilidad de sensación. La pluma en nuestro despacho, por ejemplo, existe únicamente porque puede siempre ser percibida, se la perciba o no en un momento dado. Ni tampoco aceptó Mill el voluntarismo romántico. Su química mental, aunque reconocía la posible coalescencia de sensaciones e ideas, siguió siendo una descripción pasiva de la mente. No es la actividad autónoma de la mente lo que acarrea el cambio químico cualitativo, sino la forma en que las sensaciones son asociadas en la experiencia: no nos es dado elegir ver o no ver el disco blanco que gira, ya que la experiencia es impuesta a nuestra percepción por las condiciones del experimento.

John Stuart Mill fue el último gran filósofo asociacionista. Su asocia-cionismo surgió en un contexto de discusiones lógicas y metafísicas, y no nuevamente psicológicas. Mill creyó en la posibilidad de la ciencia de la naturaleza humana de Hume, y, de hecho, intentó contribuir a su metodología. Los asociacionistas posteriores adoptaron un sesgo más claramente psicológico; por ello los reservaremos para un apartado ulterior. Positivismo

Ya hemos tenido ocasión de encontrarnos con filósofos, como Berkeley, Hume y Newton, que, al menos parcialmente, son positivistas, puesto que patrocinan una epistemología que limita el conocimiento humano a lo que es inmediatamente observable. Sin embargo, a medida que la ciencia de la Naturaleza y la tecnología cosechaban éxito tras éxito, se extendió por Europa un talante generalizado, denominado cientismo, que encarnaba la fe en la capacidad de la Ciencia para contestar todas las preguntas, para resolver todos los problemas. Era natural, pues, que la ciencia, basada desde

Newton y Bacon en una epistemología positivista, fuera elevada a la ca-tegoría de nueva religión —de concepción del mundo que pretendía su-plantar al ya asediado cristianismo—. Tal fue la empresa de Augusta Comte (1798-1857). Comte la bautizó con el nombre de positivismo, el cual englo-baba una epistemología, sendas filosofías de la ciencia y de la historia y una religión.

En cuanto epistemología, el positivismo adoptó un empirismo radical. La especulación metafísica y las explicaciones de la Naturaleza en términos de entidades inobservables debían ser abandonadas. En su lugar, el cono-cimiento humano había de ceñirse a recopilar y correlacionar hechos con el fin de obtener una descripción fidedigna del mundo. Según Comte, no había otro método y filosofía apropiados para la Ciencia. Con la capacidad de predecir la Naturaleza viene la capacidad de controlarla. Por eso, en el momento en que surja una ciencia de la Humanidad, la sociedad y los individuos quedarán por igual sujetos a control.

Comte presentó un cuadro panorámico de la historia, en que ésta cons-tituía un proceso ascendente e ineluctable compuesto por tres amplios es-tadios. El primer estadio es el teológico, en que el hombre se explica los acontecimientos naturales postulando dioses invisibles o espíritus responsa-bles de aquéllos. El segundo estadio es el metafísico, en el que los dioses y espíritus se han trocado en abstracciones u otras causas inobservables, ideadas para explicar la Naturaleza. El tercer estadio es el científica, donde la explicación es abandonada en aras de la descripción, la predicción y el control, y donde la Religión de la Humanidad suplanta al Cristianismo. Comte proporciona elaboradas descripciones de su nueva religión. Se trata de una construcción acabada, con su élite de sacerdotes científicos, su manifiesto revolucionario en favor del control científico de la sociedad y su bandera. Algunas de las opiniones de Comte son curiosamente victorianas: por ejemplo, su creencia en que la adoración por la Mujer formaba parte prioritaria de la veneración por la Humanidad.

El interés de Comte no iba a la Ciencia como tal, sino a cómo la Ciencia podía ser usada para perfeccionar a la Humanidad. Su epistemología y sus filosofías de la ciencia y de la historia están todas ellas supeditadas a la construcción de una nueva sociedad científica. Su público real se compuso de mujeres y trabajadores, a quienes Comte consideraba oprimidos por los intereses creados que entonces regían la sociedad. Estaba convencido de que

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sólo mediante los esfuerzos de esos grupos llegaría la revolución positiva. Si bien sería una élite de científicos la que regiría la sociedad, Comte pretendía en primer lugar convencer a las masas.

Las opiniones de Comte sobre psicología son interesantes. Establece una lista jerárquica de las ciencias, desde las más básicas —y primeras que se desarrollaron— hasta las más comprehensivas— y últimas en desarrollar-se—. Dicha jerarquía es como sigue: Matemáticas, Astronomía, Física, Química, Fisiología y Biología, y Sociología. Habitualmente se le atribuye el mérito de ser uno de los fundadores de la Sociología, concebida por él como la ciencia que haría posible su nuevo mundo dirigido por la Ciencia. La Psicología, en cambio, no aparece en la lista. Comte desaprobaba la psicología introspectiva, a la que consideraba confusa y metafísica. Mantuvo cierta esperanza en la Frenología, que se esforzaba por ligar los rasgos de la personalidad a las distintas áreas del cerebro. De aquí que escindiese la Psicología en dos, arruinándola como disciplina coherente. Asignó el estudio del individuo a la Fisiología y la Biología, como en la Psicología frenológica. El estudio del hombre en cuanto animal social pertenecía a la Sociología. Por añadidura, parece que a Comte la psicología filosófica de su época se le antojaba demasiado intelectual. Recalcó una y otra vez que los seres humanos son, antes que nada, criaturas que sien-ten y, sólo después, criaturas inteligentes.

El positivismo de Comte y su Religión de la Humanidad inspiró a un sinfín de personas a todo lo largo y ancho de Europa. Algunas intentaron realizar su programa religioso-revolucionario, fundando sociedades positivistas e incluso abriendo iglesias positivistas. Sin embargo, los pensadores más serios miraron con desagrado la religión de Comte, prefiriendo en su lugar su epistemología. Tal fue, por ejemplo, la actitud de john Stuart Mill, quien mantuvo una voluminosa correspondencia con Comte. Como consecuencia, el positivismo se convirtió cada vez más en un movimiento puramente filosófico y, por último, en una filosofía de la ciencia. Dos figuras se han hecho acreedoras a una mención en este aspecto: Claude Bernard (1313-1878) y Ernst Mach (1838-1916).

Bernard fue un fisiólogo francés, autor de una influyente obra sobre filosofía de la ciencia: Introducción al estudio de la medicina experimental (1865). Aunque rechazó el sistema y la religión de Comte por acusar los mismos vicios que otros sistemas metafísicos y religiones, su concepción de la Ciencia es eminentemente positivista. Sólo la rigurosa comprobación de las hipótesis objetivas científicas con métodos objetivos puede producir conocimiento. Toda

cuestión no susceptible de tal tratamieiito carece de sentido. El mundo debe ser contemplado como un sistema perfectamente determinista, porque sólo desde tal punto de vista es posible la Ciencia. El primer objetivo de la ciencia son la predicción y el control.

Ernst Mach fue un gran físico alemán que propuso como filosofía de la ciencia una versión radical del positivismo, en un intento de explicar los fundamentos verdaderos de la Ciencia. Admiró a Berkeley, y, al igual que éste, consideró que la conciencia humana es un conjunto de sensaciones, más allá de las cuales no podemos penetrar sin incurrir en el crimen de lesa metafísica. El objetivo de la ciencia es el ordenamiento económico de las sensaciones, y nada más. Así, por ejemplo, Mach rehusó creer en la existencia de los átomos, porque nadie los había visto todavía. La teoría es algo que debe evitarse, salvo cuando establece correlaciones entre experiencias y resulta útil para formular predicciones. Para Mach, el conocimiento cumplía en última instancia una función pragmática y biológica. Organizar nuestra experiencia nos ayuda a adaptamos a nuestro ambiente; pero no significa que penetre la realidad más allá de las apariencias. Mach introdujo, asimismo, un método crítico e histórico en el estudio de la ciencia. Según él, muchos conceptos científicos habían incorporado excrecencias metafísicas en el curso de su desarrollo, y la mejor forma de desembarazarlos de tales excrecencias y reducirlos a su base sensorial era estudiar dicho desarrollo. Haciéndose eco de Comte, Mach señaló que la ciencia primitiva había crecido en la atmósfera teológica del siglo xvii y, en consecuencia, conceptos tales como fuerza habían adquirido atributos «di-vinos», en cuanto trascendían de la mera experiencia.

La influencia del positivismo, en una forma u otra, fue enorme, abarcando a físicos y a novelistas realistas por igual. En Psicología, afectó a las escuelas inglesas y norteamericanas, más que a las europeas. Wundt, por ejemplo, se mostró sumamente crítico con respecto a Comte. Aunque en ciertos aspectos su psicología individual se asemejaba a la ciencia de Mach, en el sentido de que ambas eran análisis de la experiencia inmediata, Wundt postuló la existencia de procesos mentales no percibidos para explicar los eventos mentales experimentados. La filosofía de Mach tuvo más influencia en el discípulo inglés de Wundt, Titchener, quien consideró la ciencia como una empresa descriptiva, y no explicativa, y en los psicólogos de la Gestalt, quienes estudiaron los objetos en cuanto dados inmediatamente a la experiencia. La explicación freudiana del inconsciente, que por definición es inobservable, es,

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sin lugar a dudas, no positivista, aportando otro ejemplo de la relativa inmunidad alemana a esta concepción de la ciencia.

En Norteamérica, sin embargo, la influencia del positivismo fue consi-derable. William James fue un gran admirador de Mach, cuyo concepto del conocimiento como una adaptación práctica a la vida, es plenamente com-patible con el pragmatismo de james. Mach constituyó una fuente de inspi-ración para Ios positivistas lógicos del siglo xx, quienes tuvieron considerable influencia sobre el conductismo. El ejemplo más claro de influencia positivista se encuentra en B. F. Skinner. Aunque la psicología de Mach fue introspectiva, es decir, una psicología del sujeto, una vez que los conductistas hubieron decidido a tratar los seres humanos como objetos de observación, la filosofía de Mach condujo en línea recta al conductismo radical. Skinner sostiene que la única meta de la Ciencia es descubrir relaciones legales entre variables independientes y dependientes que desemboquen en la predicción y el control. Toda referencia a procesos «mentales» inobservables es, para Skinner, pura metafísica, tan ilegítima como lo fuera para Mach. Y lo que es más, la aspiración de Skinner a una utopía dirigida por la Ciencia y no democrática es comtismo secularizado. Ambos creen en la perfectibilidad del hombre a través del control científico. Marxismo

Es imposible pasar por alto el pensamiento de Karl Marx (1818-1883) en cualquier interpretación del siglo xlx. El marxismo, en sus diversas ma-nifestaciones —muchas de las cuales hubiesen sido desautorizadas por el propio Marx—, ha constituido una de las filosofías más importantes de los tiempos modernos. Además, Marx erigió su sistema, no sólo en base a con-sideraciones de historia económica, sino también sobre una particular con-cepción de la Humanidad. Marx sostenía que, si bien la conciencia humana está determinada por la estructura económica de una época dada, hay subyacente una naturaleza humana real, cuyas necesidades son sofocadas por todas las formas de sociedad históricamente existentes. De aquí que las personas estén alienadas de sus verdaderos yoes, y esta alienación es la fuerza motivadora del perfeccionamiento humano y de la revolución política. Sólo una auténtica sociedad comunista —nunca alcanzada en época de Marx, ni en nuestra propia época— haría que los hombres dejaran para siempre de estar alienados de sus propios yoes.

Dada la fama e influjo universal de Marx, resulta sorprendente el escaso impacto que su pensamiento ha tenido en la Psicología fuera de la Unión Soviética, donde, por supuesto, constituye el dogma oficial. Cabe sospechar que la razón de esta falta de influencia es política. Después de 1848, el comunismo fue el fantasma que recorre Europa, fantasma que cobró cuerpo en forma aterradora en la Revolución Rusa de 1917, y en las sucesivas revoluciones.

En los primeros tiempos de la Psicología, el marxismo probablemente era una filosofía cuyo estudio —y no digamos ya la toma de partido en su favor— resultaba peligroso; amén de que siempre cabía racionalizar el hecho de ignorar tal filosofía aduciendo su aparente falta de relevancia para la Psicología. Pocos psicólogos occidentales sienten simpatía por Marx; del contado número de simpatizantes, los más destacados son el psicólogo humanista Erich Fromm y el psicólogo del desarrollo Klaus Riegel, quienes gozan en el mundo de la Psicología de una amplia reputación como excéntricos sin remedio. Y con todo, el pensamiento de Marx es perfecta-mente compatible con otras influencias aceptadas en Psicología. Su concepción de la historia por estadios y su exportación revolucionaria a las masas le emparentan con Comte; aceptó el naturalismo y el materialismo; estudió la influencia del ambiente sobre la personalidad humana, sin dejar por ello de sostener una concepción más bien humanista de la naturaleza humana. Pese a todo, el otro pensador revolucionario del siglo xix fue un burgués más apacible y feliz, pero también mucho más influyente. El triunfo de Heráclito: la revolución darvinista Antecedentes

El mundo mecanicista newtoniano-cartesiano era inmutable. Dios, o algún otro Creador, había construido una maravillosa máquina, perfecta en su concepción e infinita en su duración. Cada objeto, cada especie biológica, quedaba fijada para la eternidad, inmutablemente perfecta en su obediencia a las leyes naturales establecidas. Semejante cosmovisión resultaba compatible, al mismo tiempo, con las Formas de Platón, las esencias de Aristóteles y la teología cristiana. Desde esta óptica, el cambio era algo insólito en la naturaleza. Incluso la doctrina geológica del uniformismo, que ayudó a Darwin a inventar su teoría de la evolución, era antievolucionista, al remontar el continuo de las fuerzas naturales a millones de años atrás. En biología, la idea aristotélica de que las especies eran fijas e inmutables era un dogma suscrito por todas las más altas autoridades científicas anteriores a Darwin. Supuestos

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el concepto cartesiano-newtoniano de que la Materia es inerte, incapaz de actuar y exclusiva-mente pasiva, y de que eI cambio espontáneo es el origen de nuevas especies, la mutación de la vieja parecía imposible. Una vez que la Inteligencia suprema había actuado creativamente, la materia muerta no podía producir nada nuevo.

Sin embargo, en la atmósfera de progreso característica de la Ilustración, esta visión estática de la Naturaleza empezó a cambiar. Las ideas evolucionistas se remontan, por lo menos, hasta Anaximandro (véase el capítulo 2), pero sólo en el siglo xvui empezaron realmente a prender. Un viejo concepto, de cuño teológico-aristotélico, que ayudó al desarrollo del evolucionismo, fue el de la Gran Cadena del Ser, o la scala natura de Aristóteles. Los pensadores medievales contemplaban la Cadena como una medida de la proximidad de una criatura a Dios y, en consecuencia, de su grado de perfección espiritual. A ojos de los pensadores naturalistas, por su parte, se convirtió en el acta certificadora del ascenso de los seres vivientes hacia la cima más perfecta de la Naturaleza: la Humanidad.

Para que se verificase el paso desde un universo estable y perfecto a otro cambiante y que se afana por la perfección, era necesaria una concepción diferente de la materia; la materia inerte, estúpida, ni puede cambiar, ni tampoco perfeccionarse. Fue precisamente en el siglo xviii cuando surgió la concepción necesaria. La materia —para algunos pensadores, incluso la materia inorgánica— fue dotada ahora de vitalidad y de una ten-dencia al progreso. De tal suerte resultaba posible para muchos autores afirmar que el universo había evolucionado a partir de simples principios y que las especies habían cambiado y progresado desde el comienzo de los tiempos, y podían seguir cambiando y progresando por siempre jamás. Esta concepción se encarnó, de una u otra forma, en el transformismo francés y en la Filosofía de la Naturaleza alemana. Ciertamente no supone un abandono del naturalismo, ya que permite al mismo tiempo prescindir de Dios por completo y ofrecer una teoría perfectamente naturalista del origen de la tierra y sus habitantes. Semejante concepto de la evolución no es, empero, mecanicista, puesto que dota a la materia de atributos divinos. Para el newtoniano, la materia estúpida se ponía en movimiento mecánico por obra de un Creador inteligente y en posesión de un propósito. Para el vitalista, la propia materia es inteligente y dotada de propósito. El vitalismo supone, pues, una concepción romántica de la Naturaleza: ésta se autoperfecciona y autodirige, desplegándose a sí misma progresivamente a lo largo del tiempo.

La insigne contribución de Charles Darwin al concepto de evolución consistió en mecanizarlo, desrromantizar la Naturaleza y ganar la evolución para la concepción newtoniana del mundo. No obstante, antes de examinar

la teoría de Darwin, debemos considerar primero la alternativa romántica más importante a la misma, cuyo atractivo sigue siendo todavía fuerte en la actualidad —y a la que ni siquiera el mismo Darwin pudo resistirse del todo—: la teoría evolutiva de Jean Baptiste Lamarck (1744-1829). Lamarck, que era un naturalista muy conocido por sus trabajos sobre taxonomía, fue el exponente más científico de la concepción romanticoprogresista de la evolución. Había dos aspectos importantes en la teoría de Lamarck. De acuerdo con el primero, la materia orgánica es fundamentalmente diferente de la inorgánica, y cada especie viviente posee un impulso in-nato a perfeccionarse a sí misma. Cada organismo se esfuerza por adaptar-se a su entorno y se modifica a medida que lo hace, desarrollando diversos músculos y adquiriendo hábitos variados. La segunda parte de su tea ría pretendía que tales características adquiridas podían transmitirse a la descendencia. Así, cada esfuerzo del individuo por perfeccionarse era re-gistrado y transmitido, y al correr de las generaciones las especies vegetales y animales irían perfeccionándose a sí mismas, realizando sus impulsos de perfección. La genética moderna ha destruido la visión de Lamarck. Actualmente, se considera que la materia orgánica está compuesta de meras moléculas inorgánicas y dispuestas en forma compleja: un conjunto de aminoácidos. La cadena de ADN no se altera por las modificaciones que sufre el cuerpo de un individuo. (Determinadas influencias externas, como los fármacos o la radiación, pueden afectar a la información genética, pero esto no es lo que quería decir Lamarck.) Fuera de la genética, sin embargo, la transmisión hereditaria de los caracteres adquiridos resulta plausible, e incluso Darwin la admitió a ratos, aunque nunca aceptó la concepción vitalista de la materia. Posteriormente, tanto Wundt como Freud creyeron que los hábitos y las experiencias adquiridos podían ser transmitidos a través de la herencia.

De modo que por los días de Darwin la evolución era ya un concepto ampliamente difundido, con respecto al cual sólo se mostraban incrédulos Ios religionarios puros y la biología oficial, que seguían aceptando la fijeza de las especies. Una concepción naturalista, aunque romántica, de la evolución existía en el ambiente. La frase «supervivencia de los más aptos» había sido ya acuñada en 1852 por Herbert Spencer, un lamarckiano inglés. Y en 1849, una década antes de la publicación del Origen de las especies de Darwin, lord Alfred Tennyson escribió en su poema más importante, In Memoriam, versos

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que ancipaban la nueva concepción de la evolución, donde el individuo se sacrifica por la especie en la lucha por la su-pervivencia, concepción que Tennyson desaprobaba:

¿Están, pues, Dios y la Naturaleza tan a la greña, que la Naturaleza tales maldades sueña? Del tipo (la especie) se muestra cuidadosa, de la. vida individual, en cambio, generosa.

Más adelante en el mismo poema, y en un verso cien veces citado, Tennyson presenta a la Naturaleza «con los dientes y zarpas teñidos de rojo».

Un revolucionario victoriano: Charles Darwin (1809-1882)

El evolucionismo no podía permanecer por mucho tiempo reducido a la condición de simple efusión poética, aunque el propio abuelo de Darwin, Erasmo Darwin, anticipara la teoría de su nieto en un poema científico, Zoonomia. Ni tampoco podía perdurar como una fantasía romántica, su-gerente, pero a fin de cuentas no plausible. El mérito de Darwin consistió en convertir la evolución en una teoría científica, pertrechándola de un mecanismo: la selección natural. Entonces, se hizo necesario desencadenar una campaña para convencer a los científicos y al público en general del hecho de la evolución. Darwin nunca hizo campaña por sí mismo. En cierto modo era un hipocondríaco —su biógrafo (Irvine, 1959) le llamaba el «paciente ideal»— y después de su viaje en el Beagle se recluyó, saliendo raras veces de su casa de campo. La lucha por la supervivencia de la se-lección natural fue librada por otros, y de modo muy espectacular por Thomas Henry Huxley (1825-1895), «el bulldog de Darwin».

Darwin era un joven naturalista que tuvo la fortuna de ser incluido en un viaje científico alrededor del mundo a bordo del HMS Beagle, entre 1831 y 1836. Quedó impresionado, especialmente en América del Sur, por la enorme variación intra e interespecífica. Observó que hay innumerables formas naturales diferentes, cada una de las cuales está peculiarmente adaptada a su hábitat particular. No resultaba difícil deducir que cada subespecie había emanado de un antepasado común, y que había sido seleccionada para adaptarse a alguna región del entorno.

Entonces, algún tiempo después de su vuelta a Inglaterra, Darwin empezó a reunir datos sobre las especies, su variación y origen. En su Auto-biografía

afirmó que acopió datos «al por mayor», con arreglo a «principios auténticamente baconianos». Parte de su investigación se centró en la selección artificial, es decir, en cómo los criadores de plantas y animales mejoran sus razas. Conversó con aficionados a la cría de palomas y a la horticultura, y leyó sus folletos. Uno de éstos, «El arte de mejorar las razas de los animales domésticos», escrito en 1809 por John Sebright, señalaba que también la Naturaleza seleccionaba algunos rasgos y rechazaba otros, igual que hacían los criadores: «Un invierno severo, o una carestía, al aniquilar a los débiles y enfermizos, consiguen todos los buenos resultados de la selección más experta» (Ruse, 1975). Así, pues, en la década de 1830 Darwin se hallaba ya en posesión de una teoría rudimentaria de la selección natural: la Naturaleza produce innumerables variaciones entre los seres vivientes, y algunas de tales variaciones son seleccionadas para perpetuar-se. Con el paso del tiempo, las poblaciones aisladas llegan a adaptarse a sus entornos. Lo que no estaba en absoluto claro era qué mantenía el sistema de selección. ¿Por qué ha de haber un perfeccionamiento en las especies? En el caso de la selección artificial, la respuesta salta a la vista. La selección

es realizada por el criador para producir una clase deseable de planta o animal. Pero ¿qué fuerza de la Naturaleza corre pareja con el ideal del criador? Darwin no podía aceptar el impulso innato a la perfección propuesto por Lamarck. La causa de la selección, insistía, debe residir fuera del organismo; ¿pero dónde?

Darwin dio con la respuesta en 1838, mientras leía el Ensayo sobre el Principio de Población en cuanto afecta a la futura mejora de la sociedad (1798), de Thomas Malthus (1766-1834). Malthus atacaba las fantasías utópicas de ciertos escritores, al aducir que el aumento de la población necesariamente excede del crecimiento en la provisión de alimentos, con la consecuencia ineludible de que la vida es una lucha de demasiada gente por recursos en extremo escasos. Una gran parte de la humanidad queda reducida, por fuerza, a un nivel económico de subsistencia, en el mejor de los casos. En su Autobiografía, Darwin consignó que por fin «había dado con una teoría sobre la que era posible trabajar». Era la lucha por la su-pervivencia la que motivaba la selección natural. Demasiadas criaturas luchaban por demasiados pocos recursos, y quienes eran «débiles y enfermizos» no podían sustentarse a sí mismos y perecían sin descendencia. Los fuertes y sanos sobrevivían y procreaban. De esta forma, las variaciones favorables eran preservadas y las

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no favorables se eliminaban. La lucha por la existencia era el motor de la evolución.

Darwin no necesitaba haber acudido a Malthus en demanda del concepto de lucha individual por la supervivencia. Como William Irvine (1959) señala: «En sus aspectos evolutivos la Naturaleza responde casi trivial-mente al espíritu de la primera mitad de la época victoriana.» La teoría de Darwin, «encantó»... a los optimistas de mediados del siglo xix, que aprendían que «la Naturaleza camina hacia el futuro según los sólidos y comprobados principios empresariales del laissez-f aire». Es posible. que la selección ofendiese los sentimientos de los beatos, pero no los del empresario victoriano de la Revolución. Industrial, quien sabía que la vida era una lucha constante, donde el fracaso se veía sancionado con la pobreza y la desgracia. El perfeccionamiento de las especies por obra de la lucha de los individuos no era sino la «mano invisible» de Adam Smith actuando una vez más.

Lo esencial de la teoría de Darwin estaba formulado para 1842, época en que la consignó por escrito por primera vez sin intención de publicarla. Cabe sintetizar tal teoría como un argumento lógico (Vorzimmer, 1970). En primer lugar, de Malthus deduce Darwin que hay une lucha constante por la existencia, que resulta de la tendencia de los animales a crecer más que sus fuentes de alimentos. Segundo, la Naturaleza produce incesantemente formas variantes intra e interespecíficas. Algunas variantes se adaptan mejor a la lucha por la supervivencia que otras. En consecuencia, haciendo que sus rasgos desaparezcan. Por último, a medida que un pequeño cambio adaptativo siga a otro a lo largo de eones, las especies se diferenciarán del tronco común, de suerte que cada forma se adapte a su peculiar ambiente. Y lo que es más, los ambientes cambiarán, seleccionan-do nuevos rasgos para su perpetuación, y conforme un ambiente suceda a otro, las especies divergirán más y más de sus formas ancestrales. De este modo, la diversidad observada en la Naturaleza puede explicarse como resultado de unos pocos principios mecánicos operando a lo largo de millones de años, conforme unas especies evolucionan a partir de otras.

La teoría, tal y como se presenta, es deficiente. Sin nuestros conocimientos de genética, el origen de las variaciones y la naturaleza de su transmisión no podrían ser explicados. Darwin nunca fue capaz de superar estas dificultades, y de hecho, se vio empujado cada vez más hacia el lamarckismo ante la necesidad de defender sus teorías contra las críticas. Constituye una ironía

de la historia que, mientras Darwin se dedicaba a escribir y defender su Origen de las especies, un oscuro monje polaco, Gregor Mendel (1822-1884), llevara a cabo las investigaciones sobre la herencia que habían de suministrar al fin la respuesta a las dificultades de Darwin. No fue sino hasta el año 1900 cuando el trabajo de Mendel, publicado sin pena ni gloria en 1865, fue redescubierto y saludado como el fundamento de la genética moderna. Al morir, Darwin se había hecho ya acreedor a un nicho en la Abadía de Westminster, y su pensamiento había revolucionado la cosmovisión occidental; pero hasta el siglo xx la evolución no afectó seriamente a la Biología.

Darwin consignó por escrito sus ideas en 1842, pero no publicó su Origen de las especies hasta 1859. ¿Por qué? Parece que, incluso para su descubridor, la evolución era una idea demasiado peligrosa. En una carta Darwin afirmó que admitir que las especies no son fijas «es como confesar un asesinato» (Irvine, 1959). Se ha sugerido que la hipocondría de Darwin y sus variados síntomas físicos fueron resultado de una crisis nerviosa causada por la enormidad de la idea de la selección natural. Comoquiera que sea, Darwin se dedicó también a otros intereses, consagrando, por ejemplo, ocho años al estudio de los percebes. Entonces, el 18 de junio de 1858, Darwin se quedó sorprendido al descubrir que alguien iba a publicar su teoría. La evolución se respiraba realmente en el ambiente: Alfred Russell Wallace (1823-1913) había viajado también a América del Sur, había que-dado impresionado por la variación natural, y había leído a Malthus. Más joven que Darwin, tenía menos escrúpulos para publicar sus conclusiones. De hecho, en años posteriores Wallace permaneció leal a la selección natural, después de que Darwin se hubiera replegado al lamarckismo.

Se acordó que Darwin y Wallace escribirían cada uno un artículo sobre la selección natural. Ambos trabajos fueron leídos el 1 de julio de 1858, en ausencia de sus autores, ante la Linnean Society de Londres, quedando de esta forma establecidos Darwin y Wallace como los codescubridores de la selección natural. Darwin puso a punto rápidamente una versión breve de su proyectado trabajo sobre la evolución, que apareció en 1859 con el título de El origen de las especies por medio de la selección natural, o preservación de las razas favorecidas en lucha por la vida. Presentó su teoría, respaldándola con una gran cantidad de detalles corroborativos. Tuvo que revisarla continuamente hasta su sexta edición en 1872, dado que Darwin intentó responder a sus críticos científicos -infructuosamente, como se ha visto— sin conocimientos de genética. Darwin escribió otras muchas obras,

Para profundizar en este tipo de contenidos puede consultar la obra: Leahey, T.H. (1993) Historia de la Psicología. Madrid. Prentice-Hall.

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incluidas dos sobre la ascendencia del hombre y la expresión de la emoción en hombres y animales. Estos dos últimos trabajos forman parte de la fundación de la psicología de la adaptación, por lo que se considerarán en el capítulo 9. Acogida e influencia

El mundo estaba bien maduro para la teoría de Darwin. La idea de evolución gravitaba ya en el ambiente antes de 1859, y cuando se publicó el Origen fue tomado en serio por los eruditos de todo el mundo. Biólogos y naturalistas saludaron la obra con diferentes grados de crítica. Parte de las tesis de Darwin, como la de que todos los seres vivientes descienden de un antecesor común del remoto pasado, apenas entrañaban no-vedad y fueron ampliamente aceptadas. Sin embargo, surgieron grandes dificultades con la teoría de la selección natural, y no fue sino hasta 1930 cuando los nuevos conocimientos de la genética pusieron la selección natural sobre una firme base científica. Con anterioridad, seguía siendo fácil para los científicos aferrarse a alguna forma de lamarckismo, ver la mano de Dios en la evolución progresiva (como hizo Charles Lyell, un gran geólogo, a pesar de que fue un vigoroso defensor de las ideas de Darwin), o exceptuar al hombre de la selección, natural —como hizo casi todo el mundo.

Si la acogida del Origen fue tan tranquila, ¿cómo podemos hablar de una revolución darvinista? Para empezar, un semblante de revolución lo proporcionó la acogida denigrante que a la evolución reservaron los fun-damentalistas cristianos. Comenzando por el obispo Wilberforce y continuando con William Jennings Bryan, los paladines de la Biblia atacaron la evolución, sólo para ser, a su vez, aplastados por personalidades tan poderosas como T. H. Huxley y Clarence Darrow. Tales enfrentamientos son de la textura de que se construyen los dramas y dan visos de revolución a la situación. Los literalistas bíblicos, con todo, habían sido dejados ya muy atrás por la marcha de los tiempos. La Biblia había sido objeto de dos siglos de escrutinio histórico y se le había encontrado deficiente en cuanto documento histórico. Incluso la católica Dublin Review no se escandalizó por las ideas de Darwin.

Para considerar el darvinismo como una revolución intelectual, debemos distinguir entre el darvinismo en cuanto hipótesis científica y el darvinismo como nueva metafísica en la tradición de la Ilustración. Al propio Darwin le importaba tan sólo lo primero, su retoño intelectual, aunque era sensible a las posibilidades de lo segundo. El darvinismo en cuanto metafísica naturalista fue creación de otros. Herbert Spencer, que había creído en la supervivencia de los más aptos antes que Darwin y que la había aplicado sin escrúpulos al hombre y a la sociedad, fue un vigoroso exponente del darvinismo metafísico. También lo fue T. H. Huxley,

quien usó la evolución para batir en brecha la Biblia, los milagros y la iglesia en general. Huxley hizo mucho por popularizar el darvinismo en cuanto metafísica. La teoría de

Darwin no desencadenó la moderna crisis de conciencia. Las dudas profundas acerca de la existencia de Dios y el sentido de la vida se remontan al siglo xviii. El darvinismo no fue el comienzo de la alternativa científica a la vieja concepción del mundo de cuño medieval-renacentista. Fue la culminación de esta alternativa, dificultando al máximo la tentativa de excluir a los seres humanos de la ley natural, inmutable y de-terminada. En su obra El lugar del hombre en la Naturaleza, Huxley puso un gran empeño en relacionar la humanidad con los monos vivientes, los animales inferiores y los fósiles ancestrales, mostrando que ciertamente hemos evolucionado de las formas inferiores de vida, y que no es necesaria la Creación. En manos de personas como Huxley, la ciencia se convirtió entonces, no en el mero agente destructor de las ilusiones humanas, sino en una metafísica que ofrecía una nueva clase de salvación a través de la misma ciencia. Huxley escribió que:

Esta nueva naturaleza engendrada por la ciencia a partir del hecho... (constituye) la base de nuestra riqueza y la condición de nuestra salvación... es el vínculo que une en un todo sólido regiones más extensas que cualquier imperio de la antigüedad; nos asegura contra la reaparición de las pestilencias y hambrunas de épocas pretéritas; es la fuente de consuelos y comodidades sin fin, que no son meros lujos, sino que conducen al bienestar físico y moral.

En forma más efusiva, Winwood Reade escribía en El martirio del hombre:

«El Dios de la Luz, el Espíritu del Conocimiento, el Intelecto Divino se esparce gradualmente sobre el planeta... El hambre y la inanición dejarán entonces de conocerse... La enfermedad será extirpada... se inventará la inmortalidad... El hombre será perfecto... y, en consecuencia, será lo que el vulgo adora como Dios» (Houghton, 1957). Esta esperanza es similar al positivismo de Comte, al que Huxley caracterizó como «catolicismo menos cristianismo». Es claro que para algunos la nueva religión de la humanidad científica estaba a la vuelta de la esquina. Huxley hacía, asimismo, alarde de los frutos prácticos de las ciencias: «Toda sustancia químicamente pura empleada en la manufactura, toda especie de plantas anormalmente fértil, o toda casta de animales que crece y engorda rápidamente...» Es algo que de inmediato nos trae a la mente los productos químicos cancerígenos de la actualidad, los tomates insípidos y el ganado atiborrado de hormonas.

El darvinismo no espoleó la duda moderna, pero la intensificó. Darwin, llevó

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a cabo una revolución newtoniana en biología, despojando a la Naturaleza de su N mayúscula, reduciendo la evolución a la variación aleatoria y al triunfo fortuito en la lucha por la supervivencia. Inaugurábase el comienzo de la reducción de la naturaleza biológica a la naturaleza química, que había de completarse con el descubrimiento del ADN. En psicología, el darvinismo desemboca en la psicología de la adaptación. Una vez aceptada la evolución, cabe preguntarse cómo la mente y la conducta, en cuanto distintos a los órganos corporales, ayudan a cada criatura a adaptarse a su entorno. En psicología, el último heredero del darvinismo es el conductismo; Skinner modeló minuciosamente su teoría del aprendizaje animal sobre la variación, la selección y la retención darvinistas. El darvinismo contribuyó, asimismo, a la mecanización de la naturaleza humana. En uno de sus momentos de mayor efusión, Huxley proclamó que con gusto aceptaría ser un mecanismo de relojería, si a éste se le hubiese dado cuerda para pensar y actuar correctamente. Es precisamente una imagen del hombre de este tipo la que suministra una justificación a la proyección skinneriana de una Utopía científica.

Fueron muchos, sin embargo, los que no pudieron aceptar el naturalismo o se sintieron angustiados por él. El propio Huxley, en sus últimos escritos, decía que el hombre era único entre los animales, porque gracias a su inteligencia podía escapar del Proceso Cósmico natural y trascender la evolución orgánica. Sentimientos como éste no eran infrecuentes, tanto entre científicos como entre profanos, y ayudan a explicar la popularidad, antes y después de la época de Darwin, de diversas orientaciones semi o pseudocientíficas, basadas en la singularidad del hombre. En las afueras de la Ciencia, y el Fin de Siécle

Seguidamente abordaremos tres movimientos que, en un primer momento, parecen no estar relacionados: el mesmerismo, o creencia en que un fluido imponderable, que impregna el universo, puede manipularse para curar ciertas enfermedades; la frenología, o creencia en que las protuberancias de la cabeza corresponden a facultades mentales bien desarrolladas y que no son sino la expresión de las partes más pronunciadas del cerebro; y el espiritualismo, o creencia en que existe un nivel de existencia independiente de las apariencias materiales y que puede conocerse por medio de ciertas experiencias y prácticas ocultas. De hecho, tales creencias están, sin embargo, históricamente interrelacionadas; los partidarios de cualquiera de ellas casi

siempre lo eran de las demás. Afloran combinadas de forma di-versa en la psicología popular de andar por casa del siglo XIX. Dos de estos movimientos, el mesmerismo y la frenología, contribuyeron, en última instancia, de modo apreciable a la Psicología; y el tercero, el espiritualismo, fui tomado muy en serio por numerosos científicos, y de forma muy des-tacada por William james. Los tres guardan una estrecha relación con la forma en que la ciencia colmó gradualmente el vacío dejado en el pueblo por el debilitamiento de la religión. La fe en la ciencia comenzaba a reemplazar a la fe en la Iglesia. Al mismo tiempo, los tres por igual, pero más en concreto el espiritualismo, sirvieron en muchas ocasiones de consuelo para los que se sentían angustiados por el materialismo naturalista. Tal angustia se intensificó después de 1859, en la etapa finisecular, y hubo personalidades del pensamiento, entre ellas filósofos y científicos, que se volvieron hacia lo oculto en busca de consuelo espiritual. El mesmerismo: un embrión de ciencia popular

El término mesmerismo procede del nombre del fundador del movimiento, Franz Anton Mesmer (1734-1815), médico vienés que atribuyó numerosas enfermedades del cuerpo a un fluido impalpable que impregnaba todo el universo. Mesmer creía que este fluido era vital para la actividad nerviosa del cuerpo, y que los médicos podían curar diversas enfermedades manipulando el fluido en el cuerpo del paciente. Mesmer empezó por usar imanes para extraer el fluido fuera de las áreas afectadas, pero pronto llegó al convencimiento de que el fluido se mostraba, en realidad, más susceptible al magnetismo animal que al magnetismo mineral. Elaboró una complicada y extravagante terapia para sus pacientes, que incluía, entre otras cosas, golpear las partes enfermas del cuerpo con las manos o con una varita mágica, aplicar tinas de agua con barras de hierro a los síntomas del paciente, y una «habitación de crisis» dispuesta con colchones don-de se verificaban las curas de Mesmer, transcurso de algo que se parecía a un acceso. Se especializó en lo que hoy día llamamos enfermedades «funcionales», emanadas de causas puramente psicológicas. Aunque ya entonces se sugirió que al menos algunas de las curaciones eran resultado de la sugestibilidad del paciente, Mesmer se resistió firmemente a esta suerte de hipótesis,. haciendo hincapié en su teoría de los fluidos animales.

Ni .asno solo de los ingredientes del mesmerismo entrañaba novedad. La curación de enfermedades, en apariencia físicas, por individuos ilu-minados se remonta por lo menos a los tiempos de jesús. Fue también

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practicada por contemporáneos de Mesmer, tales como Valentine Greatraks en Inglaterra y johann Gassner en Alemania. La especialidad de Greatraks era la escrófula, o Mal del Rey, llamada así porque se decía que un toque del monarca la curaba. Si la práctica de Mesmer no era nueva, tampoco' lo era la hipótesis de un inefable fluido universal. El éter, fluido sutil, portador de ondas electromagnéticas y que definía el espacio absoluto, ocupaba un puesto central en el universo de Newton. Toda una estirpe de doctores de la alquimia habían creído en un fluido universal, esencial para la salud, e incluso un químico tan moderno como Robert Boyle atribuyó las curas de Greatraks a partículas invisibles que pasaban del doctor al paciente.

La novedad del enfoque de Mesmer radicaba en intentar colocar tales curaciones y su teorización sobre una base científica. Trató de convencer a la medicina oficial, primero en Viena y después en París, de que sus curas eran genuinas y que el magnetismo animal era real. Una y otra vez, los médicos admitieron que Mesmer había realizado, al parecer, grandes curaciones,' pero consideraron sus métodos demasiado estrafalarios y su teoría de cabo a rabo acientífica. Algunos incluso llegaron a sugerir que era un charlatán. El mesmerismo estaba demasiado cerca de lo oculto —al servirse de trances, pases de manos mágicos y colgaduras en la sesión—para satisfacer a ningún doctor newtoniano. Mesmer acabó por cansarse de estos constantes desaires y de lo que consideró traiciones de algunos de sus seguidores, y en 1784 abandonó París, para vivir el resto de su vida apartado del movimiento qué había iniciado.

Dicho movimiento fue enormemente popular. En los años anteriores a la Revolución Francesa se convirtió en una manía absorbente, acaparan-do mucho más la atención del público francés que las vicisitudes de la Revolución. Por toda Francia brotaron logias mesmerianas a lo largo de la década de 1780. Mesmer reclutó al marqués de Lafayette como mecenas, y mantuvo una corta correspondencia con George Washington. Mesmer y el mesmerismo parecían llenar a entera satisfacción el vacío dejado por la influencia menguante de la religión. La Ciencia era la cuestión de moda a finalesudel: siglo xviii y su influencia aumentó en el xlx. La gente estaba ávida de un nuevo sistema de certezas que sustituyeran a las antiguas. Mesmer brindaba, por lo menos, la fachada de la ciencia —una teoría razonada sobre por qué se producían sus curas, explicación que también abarcaba a los taumaturgos de la Antigüedad—

. Y, sin embargo, al mismo tiempo la práctica de Mesmer se adornaba de un disfraz místico y mágico, que resultaba más atractivo que el austero racionalismo de la ciencia de Newton. En suma, Mesmer ofreció precisamente la pseudociencia adecuada para captar la atención de su época. Era lo bastante científica para ganarse al nuevo racionalismo, aunque también lo bastante espiritul para satisfacer igualmente las necesidades religiosas latentes. Si Mesmer fue o no asimismo un charlatán es cuestión muy difícil de elucidar. Cierto es que exigió una obediencia absoluta de sus seguidores, a fin de que no traicionaran su invento. Pero algo parecido hizo Freud. Sus sesiones, dé trata-miento eran espectáculos espeluznantes, con Mesmer ataviado de ropas de mago y esgrimiendo una varita de hierro. Al final de su vida, . Mesmer derivó hacia el ocultismo puro, utilizando el magnetismo animal' para explicar la clarividencia, la telepatía y la precognición. Con todo, Mesmer se esforzó siempre por convencer a la medicina oficial, inclúso si ello no le deparaba más que ridículo. Mesmer fue a la vez un charlatán :y.un adelantado de la psicología anormal.

En el centro del mesmerismo yacía un instrumento útil para el trata-miento de las neurosis. Mesmer curó a mucha gente de un amplio espectro de síntomas histéricos, desde la ceguera histérica a dolores misteriosos. Borró las pistas de las causas de sus curaciones con las galas de la sesión y la teoría del fluido universal. Sin embargo, lo que resultaba básico en las curas de Mesmer era el trance que era capaz de inducir en sus pacientes. En dicho trance podía dirigir sus acciones y realizar una curación. Aunque Mesmer atribuyó el trance al magnetismo animal. resultó claro, incluso para algunos de sus seguidores, que sucedía algo más simple. El trance se debía al control psicológico de una persona sobre otra, más que al paso de un fluido invisible de un cuerpo a otro.

Una vez obtenida esta visión clara del problema, fue posible extraer el trance del contexto místico de que le había revestido Mesmer, y cunver-tirlo en un instrumento para el médico ordinario. El mesmerismo se había convertido en hipnotismo.

Semejante transformación se produjo en Francia, escenario de los ma-yores éxitos de Mesmer y de las denuncias más graves contra él; y en In-glaterra, apenas influida por la manía mesmerista. En 1825 la Real Aca-demia Francesa de Ciencias decidió examinar nuevamente el

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magnetismo animal, y su informe, hecho público en 1831, demostró mucha más comprensión de la que Mesmer había recibido a lo largo de toda su vida. En ausencia de la atrabiliaria personalidad de Mesmer y de su teoría esotérica, el trance magnético podía ser contemplado, de forma más objetiva, como un estado mental insólito, pero real, aprovechable por los doctores y merecedor de investigaciones más profundas.

A finales de la década de 1830 el magnetismo animal fue importado a

Inglaterra por el barón Dupotet de Sennevoy, quien presidió una serie de exhibiciones magnéticas. Estas captaron la atención de un médico joven, radical e innovador, llamado John Elliotson (1791-1868). Este empezó a utilizar el magnetismo a la vez como cura para diversas enfermedades y como anestésico en las operaciones quirúrgicas. Como Mesmer, Elliotson fue expulsado finalmente de la medicina oficial por sus convicciones. Fundó una revista dedicada al magnetismo animal y a la frenología y alentó a otros médicos a utilizar el magnetismo en su práctica profesional. James Esdaile (1808-1859) fue otro médico inglés perseguido, que intentó aplicar el mesmerismo, especialmente como anestésico. A despecho de su popularidad entre los nativos de la India, donde trabajó, el gobierno le negó apoyo para su hospital mesmérico. En un aspecto, Esdaile permaneció demasiado próximo a Mesmer, sosteniendo en Clarividencia natural y mesmérica que la «condición esencial del estado mesmérico es la transmisión de materia nerviosa extraña [según Esdaile, un fluido] al cerebro del paciente desde el cerebro del agente». Sin embargo, la vieja teoría del fluido de Mesmer resultaba cada vez menos plausible en el siglo xix, a medida que se iba conociendo la naturaleza eléctrica de la conducción nerviosa.

La transformación del mesmerismo fue consumada por James Braid (1795-1860), quien lo llamó neurohipnotismo, o más brevemente hipnotismo, del griego hypnos, que significa sueño. Braid consideraba que el estado hipnótico era un «sueño nervioso». En un principio, se mostró escéptico con respecto al mesmerismo, pero sus propias investigaciones le convencieron de que los fenómenos tenían una base ciertamente real, aunque la teoría del magnetismo animal fuese incorrecta. En Neurohipnología, Braid escribió: «Los fenómenos del mesmerismo se explican en base al principio de un trastorno del estado del centro cerebroespinal... inducidos por una mirada fija, el absoluto reposo del cuerpo [y] la atención fija...» El estado hipnótico, según Braid, depende «de la

condición (mental) física y psíquica del paciente... y en absoluto de la voluntad o los pases del hipnotizador, que emitiría no se sabe bien qué fluido magnético, o pondría en actividad algún fluido místico o médium universales». Braid rescató el ,hipnotismo del ambiente ocultista del mesmerismo y lo incorporó a la medicina científica. Pero el propio Braid encontró oposición en la medicina oficial. El desarrollo de los anestésicos químicos hizo que el uso de la hipnosis en la cirugía resultara innecesario, e incluso en la actualidad todavía no ha con-seguido desprenderse por completo de sus connotaciones ocultistas.

En Francia, el hipnotismo logró abrirse paso como método de trata-miento de la histeria. En este contexto, surgieron dos teorías acerca de la naturaleza del trance hipnótico. A. A. Liebeault (1823-1904) inauguró una escuela de pensamiento en Nancy, Francia, que fue continuada por su discípulo Hippolyte Bernheim (1837-1919). La Escuela de Nancy sostenía que el estado hipnótico era una intensificación de ciertas tendencias presentes en el sueño o en la vigilia ordinaria. Algunas acciones, incluso de índole compleja, son automáticas: todos respondemos impulsivamente a ciertas sugestiones; todos producimos alucinaciones en sueños. Según la Escuela de Nancy, durante la hipnosis la voluntad consciente pierde su estrecho control habitual sobre la percepción y la acción, y las órdenes del hipnotizador se transmiten inmediata e inconscientemente a la acción o la percepción alucinatoria. La escuela rival del hospital de la Salpatriére, en París, sostenía que, dado que la sugestión hipnótica podía utilizarse para eliminar síntomas histéricos, el estado hipnótico tiene que ser por fuerza un estado completamente anormal, que sólo se da en pacientes histéricos. Tanto la hipnosis como la histeria se consideraban como una prueba de la existencia de un sistema nervioso patológico. El principal portavoz de la Escuela de la Salpétriére fue Jean Martin Charcot (1825-1893), bajo cuya dirección estudió Freud durante varios meses. Con la llegada de Freud, el estudio del hipnotismo se convirtió en parte integrante de la psicología del inconsciente, pues aquél utilizó la hipnosis en sus primeras actividades como psicoterapeuta. Debe señalarse que el desarrollo posterior ha venido a apoyar el concepto de hipnosis de la Escuela de Nancy, pero que actual-mente todavía permanece sin elucidar la naturaleza exacta del estado hipnótico, e incluso su existencia misma como estado mental distinto.

Volviendo a Braid, comprobamos que en II el hipnotismo aparece vinculado a otra de nuestras tres ciencias marginales: la Frenología. Braid practicó lo que él llamaba frenohipnosis, convencido de que en un trance

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hipnótico se podían manipular diferencialmente las diversas facultades men-tales, localizadas, segun la frenología, en las diferentes partes del cerebro.

Primera Psicología Fisiológica: la Frenología

Hasta ahora, al ocuparnos de la historia de la Psicología, hemos visto que ésta formaba parte de la Filosofía. Incluso los médicos-psicólogos ocasionales basaban generalmente su psicología sobre principios filosóficos, y no fisiológicos. Hartley es buen ejemplo de ello. Erigió su psicología sobre los principios de la filosofía asociacionista y únicamente se limitó a apuntalarla con la teoría especulativa de Newton sobre la función nerviosa.

La separación entre los aspectos fisiológico y filosófico de la psicología de Hartley fue tan tajante que su seguidor, Priestley, llegó a publicar una edición de las Observaciones sobre el hombre, de Hartley, que omitía toda la fisiología. Hartley deseaba crear una psicología que combinara la filoso-fía y la fisiología, pero la filosofía era a todas luces dominante. Constituyó el logro de Franz Joseph Gall (1758-1828) invertir tal relación.l Gall fue una personalidad poco común, ya que se tomó en serio la idea dé que el cerebro es el asiento del alma. No puede decirse que la idea fuese nueva: Platón creía en ella; los científicos helenísticos de Alejandría la demostraron; los psicólogos medievales de las facultados localizaron cada facultad en un sitio diferente del cerebro. Sin embargo, fuera de alentar el materialismo, el concepto apenas influyó en el pensamiento psicológico. Las localizaciones asignadas a las facultades en la Edad Media se basaban en un análisis previo de la mente, y no del cerebro, y la psicología filosófica nada había hecho por cambiar esta situación. Gall, en cambio, afirmó que el cerebro era el órgano específico de la actividad mental, en idéntica forma que el estómago es el órgano de la digestión y los pulmones el órgano de la respiración. En consecuencia, el estudio de la naturaleza humana debía empezar por aquellas funciones del cerebro que dan pie al pensamiento y la acción, y no por averiguaciones abstractas e introspectivas sobre la mente.

El trasfondo filosófico de los trabajos de Gall lo constituía el empirismo francés, y en particular el sensacionismo de Condillac. Gall formuló varios reproches contra el enfoque filosófico de la psicología (Young, 1970). En primer lugar, los empiristas proclamaban que la experiencia era la base adecuada de la ciencia; sin embargo, su propia psicología, la ciencia de la naturaleza humana de Hume, era de cabo a rabo especulativa, sin la menor

referencia a la conducta objetiva o al cerebro que la controla. Además, las categorías de análisis usadas por los philosophes eran «meras abstracciones». Ninguna de las facultades enumeradas por los filósofos —como la memoria, la atención y la imaginación— eran lo bastante específicas para explicar la conducta humana real y las diferencias individuales concretas. En Sobre las funciones del cerebro, Gall escribió: «¿Cómo vamos a explicar, por la sensación en general, por la atención (etc.)... el origen y ejercicio del principio de propagación; el del amor a la prole, el del instinto de apego? ¿Cómo explicar por todas estas generalidades los talentos para la música, la mecánica, el sentido de las relaciones espaciales, la pintura, la poesía, etc...?» Las facultades de los filósofos existen, pero «no son aplicables al estudio detallado de una especie o de un individuo. Todo hombre, excepto un idiota, disfruta de todas estas facultades. Pero todos los hombres no tienen el mismo carácter intelectual o moral. Tenemos necesidad de facultades cuya diferente distribución determine las diferentes especies de animales, y cuyas diferentes proporciones expliquen las diferencias entre individuos» (Young, 1970). Resumiendo, los conceptos de los filósofos son inútiles para las concretas investigaciones empíricas que la ciencia requiere.

Las ideas de Gall le llevaron a entrar en conflicto con los filósofos empiristas de una manera definitiva. Condillac había intentado derivar cada facultad de la mente a partir de la sensación. Gall, en cambio, consideran-do que el cerebro es el órgano de la mente, procedió a concluir que cada una de sus facultades era innata, asentada en una región particular del cerebro. El enfoque de Gall implica también una psicología comparativa. Dado que los cerebros de las especies difieren a lo largo de la Gran Cadena del Ser (Gall escribía antes de Darwin), lógicamente las facultades correspondientes deben ser distintas. De hecho, Gall y sus seguidores llevaron a cabo estudios comparativos para apoyar esta argumentación.

'El problema para Gall consistía, pues, en establecer la correlación entre funciones conductuales específicas y regiones concretas del cerebro. Aunque llevó a cabo estudios anatómicos detallados del cerebro y el sistema nervioso, consideró que las técnicas de su época eran demasiado toscas para responder a las cuestiones que él planteaba y, al mismo tiempo, sintió escrúpulos morales a la hora de experimentar con animales vivos, pero «martirizados». El método de Gall, por ello, fue diferente. Pensó que las facultades de vigoroso desarrollo se corresponderían con las partes del ce-

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