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Conociendo a Jesús a travésdel Antiguo Testamento

REDESCUBRIENDO LAS RAÍCES DE NUESTRA FE

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ÍNDICE

CAPÍTULO 1:

Jesús y la historia del Antiguo Testamento

Jesús: Un hombre con una historia

Jesús era un judío real

Jesús era un hombre real

Jesús era el Hijo de David

Jesús es el final del tiempo de la preparación

Jesús es también un nuevo comienzo

La historia hasta entonces

De Abraham a David

De David hasta el exilio

Del exilio hasta el Mesías

Luz sobre la historia

Luz sobre el Antiguo

Luz sobre el Nuevo

Una historia única

Una meta universal

Una experiencia única

Israel y otras historias

Dios tiene el control sobre toda la historia

Las naciones comparten la historia de Israel

Las naciones comparten el futuro de Israel

CAPÍTULO 2:

Jesús y la promesa del Antiguo Testamento.

« Y así se cumplió»

Cinco escenas de la infancia de Jesús

Geografía e historia

La promesa declarada

La promesa implica la entrega a una relación

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La promesa requiere una respuesta de aceptación

La promesa implica constantes niveles de cumplimiento

La promesa garantizada

Las características de los pactos bíblicos

El pacto con Noé

El pacto con Abraham

El pacto del Sinaí

El pacto con David

El nuevo pacto

Conclusión

CAPÍTULO 3:

Jesús y su identidad en el Antiguo Testamento

«Este es mi Hijo»

Escenas y patrones del Antiguo Testamento

«Eso es típico»

Jesús como Hijo de Dios

Dios como Padre: Israel como hijo

Los padres y los hijos en la sociedad israelita

La filiación de Israel y el pacto

La filiación como base para la esperanza

La filiación israelita y el propósito universal de Dios

CAPÍTULO 4:

Jesús y su misión en el Antiguo Testamento

Expectativas judías en época de Jesús

Juan el Bautista

El Mesías

El Hijo del Hombre

El Siervo del Señor

La misión del Siervo en el Antiguo Testamento

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El Siervo y la misión para con los gentiles

Nuestra misión a la luz de la de Cristo

La unidad y continuidad de la misión

«Al judío primeramente»

La misión en el servicio

La misión en su totalidad

CAPÍTULO 5:

Jesús y sus valores del Antiguo Testamento

Jesús probado en el desierto

La orientación básica de la vida delante de Dios

La obediencia sencilla

Jesús y la ley

La ley como respuesta a la redención

Motivaciones para la obediencia

La escala de valores de la ley

La autoridad de Jesús

Jesús y los profetas

Lealtad espiritual hacia Dios

Los temas económicos

El conflicto político

Jesús, los Salmos y el reino de Dios

La dimensión universal

La dimensión redentora, teocrática

La dimensión escatológica

BIBLIOGRAFÍA

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PREFACIO

Mi amor por las escrituras hebreas del Antiguo Testamento llegó a mi vida algo más tarde que mi amor hacia Jesucristo. Pero cada uno de los dos ha reforzado al otro desde que entré en el mundo del estudio bíblico. Entre las muchas razones, intrínsecamente fascinantes, por las que el estudio del Antiguo Testamento resulta tan gratificante, para mí la más excitante es el modo en que siempre consigue añadir una nueva profundidad a mi forma de entender a Jesús. Me doy cuenta de que, al leer las Escrituras hebreas, estoy haciendo algo que me proporciona una unión más estrecha con Jesús que la que pueda darme cualquier objeto arqueológico.

Porque estas eran las palabras que él leyó. Estas eran las historias que él conocía. Eran los himnos que cantó. Eran las profundidades de la sabiduría y profecía que conformaron toda su perspectiva de la vida, el universo y todo lo demás. Aquí es donde encontró su forma de penetrar en la mente de su Padre Dios. Por encima de todo, aquí es donde encontró la forma de su propia identidad y la meta de su propia misión. En resumen, cuanto más profundizamos en la comprensión del Antiguo Testamento, más nos acercamos al corazón de Jesús. (¡Después de todo, la verdad es que Jesús nunca leyó el Nuevo Testamento!) Esta ha sido mi convicción durante mucho tiempo, y es la convicción que subyace en este libro.

Porque me entristece pensar que hay tantos cristianos hoy en día que aman a Jesús pero que saben muy poco sobre quién pensaba él que era, y sobre qué había venido a hacer. Jesús se convierte en una especie de montaje fotográfico compuesto de una azarosa mezcla de historias sacadas del evangelio, rematadas con cualquiera de las imágenes de él que esté de moda, incluyendo, recientemente, las caricaturas que hace de Jesús la Nueva Era. Es arrancado del contexto histórico judío de su propio tiempo, y de sus profundas raíces en las escrituras hebreas.

Resulta irónico que esta extendida carestía de un conocimiento acerca de Jesús respaldado por la Biblia esté creciendo justo cuando se produce un nuevo ímpetu y entusiasmo en los círculos académicos, tanto cristianos como judíos, hacia la investigación histórica acerca de Jesús. Es la así llamada Tercera Búsqueda, porque el Jesús histórico ya ha generado un buen número de emocionantes y fascinantes obras de erudición, ¡que a veces casi me persuadieron a ser un estudiante del Nuevo Testamento en lugar del Antiguo!

Ese sentimiento por lo general desaparecía con bastante rapidez a medida que sentía mi propia condición de aficionado en ese campo, que hemos de dejar claro en este punto. He sido muy consciente de que escribir algo sobre el Nuevo Testamento en general, o sobre Jesús en particular, es como arrastrarse por un campo minado bajo fuego cruzado. No obstante, con la ayuda de unos cuantos amigos indudablemente eruditos en el Nuevo Testamento, he sido lo bastante osado como para seguir arrastrándome, intentando tener en cuenta toda la erudición que fuera imprescindible. Mi consuelo constante ha sido recordarme que no estoy escribiendo para mis colegas académicos, sino para personas que desean profundizar su conocimiento de Jesús y de las Escrituras que significaron tanto para él. En este sentido, me resultó difícil decidir si este sería un libro sobre Jesús a la luz del Antiguo Testamento, o un libro acerca del Antiguo Testamento a la luz de Jesús. Quizás sea ambas cosas.

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También me las he arreglado para satisfacer, con este libro, una pequeña ambición de mi vida, que era la de escribir por lo menos un libro sin notas de pie de página. Esto, una vez más, me fue dictado por el tipo de lector que tengo en mente. Los expertos bíblicos detectarán en cada párrafo las fuentes de muchas de mis ideas, pero resulta tedioso incluirlas al final de cada página. Mi reconocimiento hacia aquellos de cuyos libros he aprendido tanto lo reflejo en la lista bibliográfica al final del libro.

Existe una gratitud más personal dirigida hacia los muchos que me han ayudado en el campo minado, de diversas formas. Primero, a mis estudiantes en el Seminario de la Unión Bíblica, en Pune, India, que soportaron mis primeras tentativas en este área, bajo el título «Hermenéutica del Antiguo Testamento». Fue mientras dictaba ese curso que entré en contacto con los artículos de John Goldingay sobre «El Antiguo Testamento y la fe cristiana: Jesús y el Antiguo Testamento en Mateo 1-5», en Themelios 8. 1-2, (1982-83). Me proporcionaron una excelente estructura, primero para aquel curso y luego, con su amable permiso, para la estructura general de este libro, que está relacionado de forma bastante libre a los temas de los primeros capítulos del Evangelio de Mateo. En segundo lugar, doy gracias a Dick France, que me ayudó a fomentar mis investigaciones de aficionado sobre el Nuevo Testamento con algunas sugerencias bibliográficas muy útiles, que generaron un aluvión de descubrimientos. Sobra decir que ninguno de estos dos amigos tiene responsabilidad alguna con respecto al contenido final de este libro.

También debo dar gracias a Kiruba Easteraj y a la familia Selvarajah por su hospitalidad y amabilidad en la Casa de Invitados Montauban, en Ootacamund, India, donde escribí los primeros capítulos durante las vacaciones de verano.

Mi esposa, Elizabeth, y nuestros cuatro hijos, saben demasiado bien cuánto dependo de su amor y su apoyo, y a través de los años han aprendido a compartir, o soportar, mi entusiasmo por el Antiguo Testamento. No necesito de palabras para expresarles mi aprecio, pero al menos así expreso mi profunda gratitud sobre el papel.

Finalmente, una explicación sobre la dedicatoria. Jim Punton, un hombre que siempre me hizo pensar, simultáneamente, en Amós y su pasión profética por la justicia, y en Jesús y su calidez y amistad, fue el primero en sembrar la semilla de este libro. «Chris», me dijo una vez, rodeándome los hombros como si fuera mi tío, «tienes que escribir un libro sobre cómo el Antiguo Testamento influyó en Jesús». Eso fue hace casi diez años. Desgraciadamente, la muerte prematura de Jim impide que pueda juzgar si lo que he conseguido es lo que él tenía en mente.

Chris WrightAll Nations Christian College

Ware, Inglaterra

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CAPÍTULO 1

Jesús y la historia del Antiguo Testamento

Jesús: un hombre con una historia

A juzgar de la selección de lecturas que se escogen regularmente para los cultos navideños donde se cantan villancicos, el Nuevo Testamento comienza, en la conciencia del cristiano promedio, en Mateo 1:18: «El nacimiento de Jesucristo fue así... ». Puede que estemos de acuerdo en que esta es una idea bastante natural, ya que el cristianismo comenzó con el nacimiento de Jesús, y con este versículo el autor anuncia su intención de contarnos cómo sucedió. ¿Qué más se necesita en Navidad?

Si el cristiano promedio se detiene entre uno y otro villancico para preguntarse de qué tratan los diecisiete versículos anteriores, su curiosidad se verá muy aliviada al ver que, por lo menos, ¡no fueron incluidos en las lecturas! Y sin embargo ahí están, presumiblemente porque así es como Mateo quiso comenzar su Evangelio, y también como las mentes que conformaron el orden de los libros canónicos quisieron dar comienzo a lo que llamamos el Nuevo Testamento. De modo que hemos de respetar esas intenciones, y preguntar por qué Mateo no nos permite unirnos a la adoración de los magos hasta que nos hayamos arrastrado por su aburrida lista genealógica. ¿Por qué no puede empezar la historia sin más?

«Porque», nos dice Mateo, «no entenderéis la historia -la que estoy a punto de relataros- a menos que la contempléis bajo la luz de una historia mucho más amplia, que empezó hace muchos siglos pero que conduce hasta el Jesús del que queréis oír hablar». Y esa historia más amplia es la de la Biblia hebrea, o lo que los cristianos llegaron a llamar el Antiguo Testamento. Es la historia que Mateo «relata» en forma de genealogía esquematizada, la de los ancestros del Mesías.

Su versículo introductor resume toda la historia: Jesús, que es el Mesías, era hijo de David e hijo de Abraham. Estos dos nombres se convierten entonces en los puntos claves de las tres secciones principales de la historia:

-- desde Abraham hasta David -- desde David hasta el exilio babilónico -- desde el exilio hasta el mismo Jesús

Porque cualquier judío que conociese las escrituras (y se suele admitir que Mateo escribió de forma primaria para cristianos judíos), cada nombre recordaba historias, sucesos, períodos de la historia, recuerdos de su pasado nacional. Era una larga historia, pero Mateo la comprime en diecisiete versículos, del mismo modo que Jesús pudo luego resumirla en una única parábola, acerca de una viña y unos arrendatarios.

Lo que Mateo nos está diciendo al comenzar de esta forma es que sólo entenderemos bien a Jesús si lo consideramos a la luz de esta historia, que él completa y lleva hasta su clímax. Así que

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cuando volvemos la página pasando del Antiguo al Nuevo Testamento, encontramos un nexo entre los dos que merece más importancia y atención de la que solemos darle. Es un punto de encuentro central e histórico que une los dos grandes actos de la obra de salvación divina. El Antiguo Testamento cuenta la historia que Jesús completa.

Esto no sólo quiere decir que necesitamos contemplar a Jesús a la luz de la historia del Antiguo Testamento, sino también que él proyecta su luz sobre ella. Nosotros comprendemos y apreciamos un viaje a la luz de su lugar de destino. Y ciertamente, cuando viajamos a través de la historia del Antiguo Testamento, supone una diferencia saber que nos conduce a Jesús y que es él quien la dota de significado. Analizaremos esto con mayor profundidad tras haber repasado este viaje en la siguiente sección. Primero notemos algunas cosas respecto a Jesús que Mateo quiere que comprendamos a partir de su elección del modo de comenzar su historia.

JESÚS ERA UN JUDÍO REAL

En la sociedad judía las genealogías era una forma importante de establecer el derecho de pertenencia a la comunidad del pueblo elegido por Dios. Ejemplos de esto son 1ª Crónicas 1- 9 y Esdras 2 y 8. Los ancestros de uno constituían su identidad y su status. Jesús, por tanto, no era sólo «un hombre». Era un individuo particular nacido dentro de una cultura viva. Su trasfondo, ancestros y raíces, estaban conformados e influenciados, como los de todos sus contemporáneos, por la historia y fortuna de su pueblo. Hemos de tener esto en mente, porque a menudo sucede que podemos hablar y pensar (y cantar) acerca de Jesús con unos términos tan generales y universales que se vuelve alguien virtualmente abstracto, una especie de carnet de identidad de lo que supone ser humano. Los Evangelios nos acercan a las particularidades de Jesús, y Mateo lo encaja dentro de la historia de la nación judía.

Hay aquellos (como siempre los ha habido) a quienes no les gusta este carácter judío de Jesús, por una amplia variedad de motivos. Sin embargo, es el primer dato acerca de Jesús que nos ofrece el Nuevo Testamento, y Mateo lo subraya de incontables maneras durante el resto de su Evangelio. Y, como veremos en este libro, es precisamente la condición judía de Jesús, y sus profundas raíces en las escrituras hebreas, las que nos ofrecen la clave más esencial para comprender quién fue, por qué vino y qué enseñó.

JESÚS ERA UN HOMBRE REAL

Era el «hijo de Abraham». Ahora bien, cuando Abram hace su primera aparición en la historia del Antiguo Testamento, en Génesis 12, el escenario ya estaba bien dispuesto y poblado. Génesis 10 refleja un mundo poblado por naciones, una porción de una realidad geográfica y política. Es un mundo de seres humanos reales, a los que hubiésemos reconocido de haber estado allí, no una utopía mitológica llena de héroes y monstruos. Este es el mundo humano cuya pecaminosa arrogancia nos describe la historia de la torre de Babel, en Génesis 11. Y este es el mundo dentro del cual, y por el cual, Dios llamó a Abram como primera fase en su vasto proyecto de redención de la humanidad.

Ahora bien, el punto principal de la promesa divina a Abram no fue simplemente que tendría un hijo, y por tanto descendientes que serían bendecidos especialmente por Dios, sino que a través

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de aquel pueblo de Abram Dios traería bendición sobre todas las naciones de la tierra. Así que aunque Abraham (a quien se modificó su nombre a la luz de esta promesa concerniente a las naciones) está a la cabeza de la nación particular de Israel y de su historia única, existen una visión y una perspectiva universales para él y para ellos: una nación para favorecer a todas las naciones.

Por tanto, cuando Mateo anuncia que Jesús es el Mesías, el hijo de Abraham, no quiere decir sólo que pertenece a ese pueblo específico (un judío real, como hemos visto), sino que pertenece a un pueblo cuya mismísima razón para existir fue la de traer bendición al resto de la humanidad. El compartía aquella misión, y de hecho, como Mesías, había venido para convertirla al fin en una posibilidad y en una realidad. Un hombre particular, pero con una significancia universal.

En diversos puntos de su Evangelio -el más judío de los cuatro- Mateo muestra su interés por la significancia universal de Jesús para aquellos fuera de las fronteras de Israel. Esto aparece por primera vez aquí, en la genealogía introductoria, como una de sus características sorprendentes y tan fácilmente ignoradas. En su larga lista de progenitores, Mateo sólo incluye a cuatro madres, todas en el espacio comprendido entre los versículos 3 y 6: Tamar, Rahab, Rut y Betsabé. Pudiera ser que uno de los motivos de Mateo para incluirlas es que existieran interrogantes e irregularidades concernientes a sus matrimonios, que pudiera ser la forma que tiene Mateo de mostrar que existe un precedente escritural relativo a la «irregularidad» del nacimiento de Jesús de una madre soltera. Pero aún resulta más significativo, probablemente, el otro punto que todas tienen en común. Todas eran, desde un punto de vista judío, extranjeras. Tamar y Rahab eran cananeas (Gn. 38, Jos. 2); Rut era moabita (Rut 1); Betsabé era la esposa de Urías, un hitita, así que probablemente ella también lo era (2 S. 1). Queda así subrayada la implicación de que Jesús era el heredero de Abraham, así como de su promesa universal: Jesús el judío -y el Mesías judío- ¡tenía sangre gentil!

JESÚS ERA EL HIJO DE DAVID

Mateo manifiesta aquí, al principio, lo que luego desarrollará y demostrará a través de su Evangelio, que Jesús era el Mesías esperado, con derecho a exigir el título «Rey de los judíos». Respalda esto trazando la ascendencia de Jesús a través de la línea real de los monarcas que descendían de David y que gobernaron sobre Judá (vv. 6-11). Es probable que esto represente una genealogía «oficial», mientras que Lucas (3:23-38) registró la parentela biológica de Jesús (o, más bien, la de José, su padre legal pero no biológico). Las dos listas no se contradicen, sino que trazan dos líneas a través del mismo «árbol familiar» desde David hasta Jesús.

Afirmar que Jesús era el Mesías descendiente de David implicaba más cosas que la mera descendencia física. En los capítulos tres y cuatro analizaremos estas implicaciones. Incluían la expectativa de que la llegada del verdadero hijo de David coincidiría con la intervención del propio Dios para establecer su reino. Significaría el reinado de la justicia de Dios, la liberación de los oprimidos, la restauración de la paz en la humanidad y en la propia naturaleza. Lo que es más, la misión del Mesías estaba relacionada con la unificación de las naciones. La visión universal de ser hijo de Abraham no quedaba cancelada por la identidad particular de ser hijo de David. De hecho, en las esperanzas veterotestamentarias existía una relación entre ambas cosas.

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Sería a través del hijo de David, del heredero de la promesa divina hecha a David, que se cumpliría la promesa hecha al propio Abraham.

El salmo 72 es una buena ilustración de esto. Es una oración a favor del rey davídico, con el encabezado «de Salomón». Mientras espera la prosperidad y la justicia, también incluye esta esperanza y expectativa:

«Será su nombre para siempre, se perpetuará su nombre mientras dure el sol. Benditas serán en él todas las naciones; lo llamarán bienaventurado». (v. 17)

Esto es un eco bien claro de la promesa personal y universal hecha por Dios a Abraham, en Génesis 12:2-3. (cf. también Sal. 2:7-8; Is. 55:3-5).

JESÚS ES EL FINAL DEL TIEMPO DE LA PREPARACIÓN

Al final de su genealogía, en el versículo 17, Mateo hace una observación sobre ella antes de pasar al nacimiento de Jesús:

«De manera que todas las generaciones desde Abraham hasta David son catorce; desde David hasta la deportación a Babilonia, catorce; y desde la deportación a Babilonia hasta Cristo, catorce».

A Mateo le gusta mucho usar el tres y el siete en la exposición del material en su Evangelio. Ambos eran números que simbolizaban la plenitud o la perfección. ¡Y tres sietes dobles son perfectos! Su propósito no era meramente estadístico, o una simple curiosidad histórica. Desde ese punto de vista, su observación no es totalmente precisa, ya que en diversos puntos de la genealogía se ignoran generaciones biológicas (como era bastante normal en las genealogías del Antiguo Testamento). Más bien, es deliberadamente esquemático y tiene una intención teológica. Lo que indica es que la historia del Antiguo Testamento cae dentro de tres períodos aproximadamente similares, entre sucesos críticos:

- desde el pacto fundacional con Abraham hasta el establecimiento de la monarquía bajo David; - desde David hasta la destrucción y pérdida de la monarquía durante el exilio babilónico; - y desde el exilio hasta la venida del propio Mesías, que era el único capaz de ocupar el trono de David.

Así que Jesús es «el final de la línea», por lo que respecta a la historia del Antiguo Testamento. Ésta ha seguido todo su curso en preparación para él, y ahora se han alcanzado su meta y su clímax.

El Antiguo Testamento está plagado de esperanzas futuras. Mira más allá de sí mismo, hacia un fin esperado. Este movimiento hacia adelante, o empuje escatológico (del griego eschaton, «suceso último» o «conclusión final»), es una parte fundamental de la fe de Israel. Estaba basado

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en su experiencia y concepto del propio Dios como un Dios que estaba constantemente activo dentro de la historia, con un propósito definido, obrando en dirección a su meta deseada para la tierra y la humanidad. Del mismo modo que Mateo ha resumido esa historia en forma de genealogía, su observación concluyente en el versículo 17 indica que es una historia cuyo propósito ya se ha alcanzado. La preparación está completa. El Mesías ha venido. En este sentido, Jesús es el final. Encontramos ecos de esta misma idea por todo el evangelio, en la urgencia de la predicación de Jesús acerca del reino de Dios. «El tiempo se ha cumplido, el reino de Dios se ha acercado».

JESÚS ES TAMBIÉN UN NUEVO COMIENZO

El evangelio de Mateo (y el Nuevo Testamento en sí mismo) comienza con estas palabras literales: «Libro de la genealogía de Jesucristo, el Mesías...». Un lector judío se acordaría de inmediato de Génesis 2:4 y 5:1, donde se usa exactamente la misma expresión en la traducción griega de las Escrituras hebreas. La misma palabra en plural (geneseis, orígenes, generaciones) se usa unas cuantas veces más en el libro de Génesis para introducir genealogías y narraciones, o para concluirlas y señalar divisiones importantes dentro del libro.

De modo que el que un autor tan cuidadoso como Mateo use la aquí palabra «génesis» es algo claramente deliberado. Mediante ese eco del libro de Génesis se pretende que nos demos cuenta de que la llegada de Jesús, el Mesías, marca un nuevo comienzo. Dios está haciendo «las cosas nuevas». Son buenas noticias, ciertamente. Por tanto, Jesús no es sólo el final del principio (mirando hacia atrás); también es el principio del fin (mirando hacia adelante).

Así pues, encontramos todo este significado dentro de los diecisiete versículos introductorios de Mateo. En su propio estilo, si bien de forma más indirecta, es como el prólogo del Evangelio de Juan, que indica las dimensiones de la importancia de Jesús antes de introducir al personaje en carne y hueso. Vemos a Jesús en la particularidad de su contexto histórico judío, y sin embargo con la significancia universal que se confirió a esa historia a partir de la promesa a Abraham. Le vemos como el heredero mesiánico de la línea de David. Le vemos como el final y también el principio. Sólo con una comprensión semejante del significado de la historia hasta entonces, podemos continuar en busca de una apreciación completa de la historia del Evangelio en sí misma.

No obstante, regresando a nuestro cristiano promedio cantor de villancicos, es improbable que la sucesión de nombres en la genealogía de Mateo le resulte tan efectiva, a la hora de recordar la estructura de la historia veterotestamentaria, como lo hubiera sido para los lectores originales de Mateo. De forma que, en este punto, puede resultarnos útil detenernos y revisar brevemente la historia del Antiguo Testamento, siguiendo las tres amplias divisiones que observa Mateo.

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La historia hasta entonces

DE ABRAHAM HASTA DAVID

i) El problemaMateo comienza con Abraham, en el momento de aquella promesa de Dios de la que Israel derivaba su existencia. Lucas comienza más atrás, con Adán. Y ciertamente sólo podemos comprender al propio Abraham a la luz de lo que sucedió antes. Porque es en Génesis 1-11 donde se formula la pregunta a la que responde el resto de la Biblia, de Génesis 12 en adelante.

Habiendo creado la Tierra y a los seres humanos para que habitaran con él sobre ella, Dios presenció la rebelión de la raza humana contra su amor y autoridad. Las historias tempranas retratan la situación al nivel de la vida individual y familiar. Las posteriores demuestran cómo toda la sociedad está atrapada en una telaraña creciente de corrupción y violencia, que ni siquiera el juicio del Diluvio erradicó de la vida humana. Se alcanza el punto culminante de esta «prehistoria» con la historia de la torre de Babel, en Génesis 11. Al final de esta historia vemos que los efectos del pecado han alcanzado una escala «global», y la humanidad es dispersada por medio de la división y la confusión por toda la faz de la tierra, estando ésta bajo la maldición de Dios. ¿Hay alguna esperanza para la raza humana en semejante situación? ¿Pueden las naciones de la Tierra recuperar la bendición y el favor de Dios?

ii) La elección La respuesta de Dios fue un hombre de setenta y cinco años. Dios prometió un hijo a ese hombre y a su esposa, anciana y sin hijos. Y a través de ese hijo, prometió una nación que, como contraste a todas las naciones después de Babel, sería bendecida por Dios. Y a través de esa nación, prometió bendecir a todas las naciones.

No es extraño que Abraham y Sara se rieran en distinta ocasión, en especial mientras se acercaban a los cien años de edad y Dios seguía renovando la promesa a pesar de que ésta se hacía cada vez más remota. Pero mantuvo la promesa. La risa se convirtió en Isaac («él ríe»), y la familia que se convertiría en una gran nación empezó a tomar forma y a crecer. Esta elección fue tan importante que pasó a formar parte de la identidad del Dios de la Biblia a partir de entonces. Se le conoce, y de hecho quiere que se le conozca, como «el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob». Esto bastaba para caracterizarle como el Dios de la promesa y el cumplimiento, y el Dios cuyo propósito abarca, de forma última, a todas las naciones.

También definía la identidad del pueblo de Israel. ¿Quién era Israel? El pueblo escogido, sí, pero elegido, como les recordó Moisés severamente y a menudo, no por su grandeza numérica o su superioridad moral, sino sólo porque Dios había amado y elegido a Abraham, para su propio propósito redentor (Dt. 7:7-8, 9:4-6).

iii) La redención Habiendo emigrado a Egipto como huéspedes en época de hambre, los descendientes de Abraham acabaron siendo esclavos, una minoría étnica oprimida en una tierra hostil. El libro de Éxodo describe vívidamente la explotación a que fueron sometidos, y luego nos introduce a una descripción aún más vívida de su liberación, por parte de Dios. En el proceso de esta gran

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historia de liberación, Dios adquiere un nuevo nombre, junto con una nueva dimensión de su carácter: «Jehová», el Dios que actúa a causa de la fidelidad hacia su promesa, por medio de la justicia liberadora a favor del oprimido. Así, el Éxodo se convierte en el modelo primario de lo que quiere decir la redención en la Biblia, y dota de contenido a lo que hubiese querido decir un israelita al llamar a Dios «Redentor».

iv) El pacto Tres meses después del Éxodo, Dios tenía al fin a Israel para sí mismo, al pie del Monte Sinaí. Allí, a través de Moisés, les dio su ley, incluyendo los Diez Mandamientos, y entró en pacto con ellos como nación. El sería su Dios y ellos serían su pueblo, en una relación de soberanía y bendición por una parte, y de lealtad y obediencia por la otra.

Es importante ver que este pacto estaba basado en lo que Dios ya había hecho por ellos (como acababan de ver, en Ex. 19:4-6). Su gracia y su acción redentora fueron lo primero. La obediencia de ellos a la ley y al pacto debían ser su respuesta agradecida, y serviría para capacitarles para ser lo que Dios quería que fueran como pueblo suyo, en medio de las naciones. Analizaremos el significado de esto en el capítulo 5.

v) La herencia La generación del Éxodo, debido a su propio fracaso, su incredulidad y rebelión, perecieron en el desierto. A la siguiente generación le fue dado el tomar posesión de lo que había constituido el propósito de la liberación del Éxodo: la propia tierra prometida. Bajo el liderazgo de Josué, los israelitas se hicieron con el control estratégico de la tierra. Pero luego vino un largo proceso de asentamiento en el cual las tribus lucharon, unas veces cooperando y otras compitiendo, para poseer por completo la tierra que les era dada.

Durante los siglos del período de los jueces, existió mucha desunión, causada por las luchas internas y las presiones del exterior. Junto con esto se dio la deslealtad crónica a la fe de Jehová, aunque nunca se perdió del todo, y fue sustentada, como el mismo pueblo lo fue, por medio de los diversos ministerios y victorias de las figuras llamadas «jueces», culminando en el gran Samuel.

Las presiones condujeron al final a la exigencia de un rey (1 S. 8-12). Samuel interpretó esto como un rechazo del gobierno de Dios sobre su pueblo, en especial porque estaba motivado por un deseo de ser como las otras naciones, cuando precisamente la vocación de Israel era la de ser diferente. Dios, sin embargo, modificó los deseos pecaminosos del pueblo, convirtiéndolos en un vehículo para sus propios propósitos, y tras el fracaso de Saúl, David estableció la monarquía firmemente, y se convirtió en su glorioso ejemplo.

Es posible que el logro más importante de David fuera que al final le dio a Israel un control completo y unificado sobre toda la tierra que le había sido prometida a Abraham. Hasta entonces sus tribus -poco federadas- la habían ocupado de forma fragmentada, bajo el ataque y la invasión constantes de sus enemigos. David derrotó a esos enemigos sistemáticamente, «dándole descanso a Israel de sus enemigos de alrededor», y estableció fronteras seguras para la nación.

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Existe, por tanto, cierto tipo de puente histórico natural que va desde Abraham hasta David, en el sentido de que con David se había cumplido en cierta medida el pacto con Abraham. La descendencia de Abraham se había convertido en una gran nación; habían tomado posesión de la tierra prometida a Abraham; estaban viviendo en una relación especial de bendición y protección bajo Jehová.

Pero entonces, como tan a menudo en el Antiguo Testamento, tan pronto como una promesa «ya descansa», por así decirlo, sigue adelante bajo una forma renovada, a medida que la Historia sigue su camino (estudiaremos esta característica del Antiguo Testamento en el capítulo siguiente). Y así, en un pacto personal con David, Dios unió su propósito para Israel con su promesa hecha a la casa del propio David. Como en el pacto con Abraham, la promesa a David incluía un hijo y heredero, un gran nombre y una relación especial (2 S. 7). Así que, con esta nueva dimensión real, la historia del pueblo de Dios pasa a su siguiente fase.

DESDE DAVID HASTA EL EXILIO

i) La división Salomón glorificó y consolidó el imperio que David había levantado, y edificó el templo que su padre había deseado y planeado. Ese templo se convirtió entonces en el punto central de la presencia divina entre su pueblo durante el medio milenio siguiente, hasta que fue destruido, junto con Jerusalén, en la época del exilio.

Salomón introdujo también en Israel el comercio extranjero, la riqueza e influencia extranjeras. No obstante, la época dorada de la riqueza y sabiduría de Salomón tuvo su cara oscura en la creciente carga del precio del imperio, que recaía sobre el pueblo llano. A través del aumento del trabajo forzado, los tributos, el reclutamiento y la confiscación, se demostraron dolorosamente las advertencias de 1ª Samuel 8:10-18. Todo esto era totalmente contrario a la tradición auténticamente israelita de la igualdad dentro del pacto, de la libertad, y produjo un descontento creciente entre el pueblo, en especial entre las tribus del norte, que parecían sufrir más que la tribu real, la de Judá.

Cuando Roboam, el hijo de Salomón, rechazó la petición del pueblo y el consejo de los ancianos de aliviar las cargas, y en su lugar optó deliberadamente por el camino de la opresión y la explotación como política estatal, el descontento se convirtió en rebelión. Conducidas por Jeroboam, las diez tribus del norte se escindieron de la casa de David y formaron un reino rival, tomando para ellos el nombre de Israel, dejando a Roboam y a sus descendientes davídicos con los restos: el reino de Judá. La fecha fue en torno al 931 a. C. Desde entonces, la historia de Israel es la de los reinos divididos, de los cuales el primero en ser destruido fue el del norte.

ii) El siglo noveno a. C. El reino del norte de Israel, como fue el caso de muchos estados basados en la revolución, por justa que fuese la causa, atravesó un período de inestabilidad, con coups d'état sucesivos tras la muerte de Jeroboam, y con cuatro reyes en veinticinco años.

Al final, en el siglo nueve antes de Cristo, Omri estableció una dinastía y afirmó el poder político y militar del país. Esto fue sustentado por su hijo Acab, cuya esposa, Jezabel, fue elegida para él,

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como matrimonio de alianza con la poderosa Fenicia, la nación comerciante y marinera al norte de Israel. La influencia de Jezabel, sin embargo, fue más que política y económica. Se dispuso a convertir su país adoptivo a la religión de su Tiro natal. Impuso el culto a Baal, e intentó sistemáticamente extinguir la fe de Jehová.

La crisis que esto produjo condujo al llamamiento y al reto de Elías a mediados del siglo nueve. Este no sólo produjo, con gran coraje, un (temporal) avivamiento y una reconversión del pueblo a su fe ancestral, a través del juicio de la sequía a la que siguió el ardiente clímax del monte Carmelo (1 R. 18), sino que también dirigió la ira de Dios contra los males económicos y sociales que amenazaban la estructura material de la fe de Israel, tipificada en el trato que dieron a Nabot Acab y Jezabel (1 R. 21). A Elías le siguió Eliseo, cuyo largo ministerio continuó durante el resto del siglo noveno e influenció la política tanto nacional como internacional.

En Judá, el siglo noveno fue algo más tranquilo. Con una capital, una corte, una burocracia y una dinastía establecidas, Judá resultó ser mucho más estable que el estado del norte. Los primeros cincuenta años vieron el reinado de sólo dos reyes: Asa y Josafat. Ambos fueron fuertes y comparativamente puros, y preservaron la fe de Jehová. Josafat introdujo también una importante reforma judicial.

La segunda mitad del siglo noveno vio un intento de Atalía, de la casa de Omri, que había estado casada con el hijo de Josafat, Jehoram (como otra de las alianzas matrimoniales de Omri), de apoderarse del trono de David para la casa de Israel, tras la muerte de su esposo. Sin embargo, su reinado sólo duró cinco años, antes de que fuera eliminada en una contrarrevolución, y quedara restaurada la dinastía davídica en la persona de Joás, de siete años de edad.

iii) El siglo octavo a. C. Mientras tanto, en la Israel del norte, la dinastía de Omri había sido derrocada en una sangrienta revolución dirigida por Jehú, un yahvista fanático que consideraba que su misión era la de erradicar todo rastro de Baal, sus profetas y sus adoradores, por las buenas o por las malas; en general, por las malas. Su sangrienta criba debilitó al reino, y le hizo perder aliados. Pero durante el segundo cuarto del siglo octavo su biznieto, Jeroboán II, devolvió a Israel un grado de prosperidad política, militar y material que no se había visto desde los días de Salomón.

Pero, como en el tiempo de Salomón, no todos disfrutaban esta prosperidad. Bajo la extravagancia externa y propia de la clase alta, y a pesar del culto religioso popular y creciente, se encontraba un abismo de pobreza que iba aumentando, y un mundo de explotación y opresión. Los problemas económicos de las deudas y la esclavitud, la corrupción en los mercados y los tribunales, dividieron la nación y provocaron otra manifestación de la voz profética de la ira de Jehová.

Amós y Oseas profetizaron en el reino del norte de Israel, durante la mitad y el final del siglo noveno. Amós denunció con fiereza las injusticias sociales que veía por todas partes, defendiendo a los pobres y explotados llamándoles «los justos» (es decir, los que tenían la razón en esa situación), y atacando a la clase rica y amante del lujo, en especial en Samaria, llamándoles «los malos»; fue una inversión total y revolucionaria del pensamiento religioso popular del momento. Al mismo tiempo afirmaba que las prósperas prácticas religiosas en Betel

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y Gilgal, aunque no eran necesariamente idólatras en el sentido de adorar a otros dioses que a Jehová, no sólo no eran agradables a los ojos de Dios como el pueblo creía, sino que de hecho eran hediondez a su olfato. La injusticia y la opresión flagrantes de la nación no sólo suponían una completa traición a toda su historia como pueblo del pacto con Dios (una historia que Amós relata, acusador), sino que también convertía su supuesta adoración en una burla y una abominación.

Oseas, por medio de la amarga experiencia de su propio matrimonio con una mujer infiel y adúltera, veía más acerca de la realidad espiritual interna de la condición del pueblo. Veía la adoración sincretista a Baal, con las perversiones sexuales que conllevaba, incluyendo la prostitución ritual y, por analogía, acusaba al pueblo de estar infestado con un «espíritu de prostitución». Amós había predicho que el reino sería destruido, y el rey y el pueblo exiliados. Puede haber parecido tema de risa en los prósperos días de Jeroboán II, pero al cabo de 25 años de su muerte sucedió, y es probable que Oseas fuera testigo de ello.

Hacia mediados del siglo VIII a. C., Asiria se había convertido en el poder mundial dominante, y se estaba expandiendo rápidamente hacia el oeste, hacia los estados palestinos. Tras diversas rebeliones, Israel fue atacado por Asiria el 725. Samaria fue sitiada y al final sucumbió, el 721. La mayor parte del pueblo israelita (las diez tribus del norte) fue deportada y repartida por diversas partes del imperio asirio, mientras que poblaciones de extranjeros de otras zonas fueron llevados al territorio israelita. En este acto de Asiria -un ejemplo de su política de subyugación imperial- está el origen de la raza mestiza de los «samaritanos». De forma que el reino de Israel del norte dejó de existir, y su territorio pasó a ser nada más que una provincia bajo la zarpa del león asirio, una zarpa que ahora estaba ominosamente cercana a Judá.

En Judá el siglo VIII comenzó, como en Israel, con medio siglo de prosperidad y estabilidad, principalmente bajo el fuerte rey Uzías. Su sucesor, Jotam, también fue un buen rey, pero no todo iba bien en medio del pueblo que, según el cronista, «continuaba corrompiéndose» (2 Cr. 27:2). Aparentemente, los mismos males sociales y económicos que eran flagrantes en Israel habían penetrado en Judá. Esto presenta el telón de fondo para el ministerio de dos grandes profetas del siglo VIII en Judá, Isaías y Miqueas, que se inició durante el reinado de Jotam.

La amenaza asiria se cernía sobre Judá también durante el último tercio del siglo VIII. El rey Acaz, en el 735, en un intento de protegerse de las invasiones amenazadas desde Israel y Siria, sin embargo, apeló a Asiria para que le ayudara contra esos enemigos, más locales. Los asirios pronto aceptaron, aplastando Siria, Israel y Filistea, y luego exigieron a Judá un fuerte tributo por el favor. La acción de Acaz, a la que Isaías se había opuesto directamente, resultó ser un desastre político y religioso, ya que Judá se convirtió virtualmente en estado vasallo de Asiria, y fue obligada también a absorber muchas de sus prácticas religiosas.

El sucesor de Acaz, Ezequías, invirtió esa política. Unió las principales reformas religiosas a una renovada petición de libertad frente a la dominación asiria. Su rebelión provocó invasiones asirias de fuerza devastadora, y de hecho él se rindió y pagó por ello. Pero la misma Jerusalén quedó notablemente liberada, en cumplimiento de una exhortación profética de Isaías. Pero en lugar de provocar el arrepentimiento nacional y el regreso a Jehová y a las exigencias del pacto,

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como predicaba Isaías, esta liberación milagrosa sólo sirvió para que el pueblo se volviera más complaciente en la creencia de que Jerusalén y su templo eran indestructibles para siempre.

iv) El siglo siete a. C. En Judá el siglo VII fue como un columpio. Manasés invirtió completamente las políticas reformadoras y anti-asirias de Ezequías. Su reinado largo, de medio siglo, se convirtió en una época de apostasía sin precedentes, de decadencia religiosa, de corrupción e incluso de un retorno a las antiguas prácticas cananeas, durante mucho tiempo aborrecidas y prohibidas en Israel, como el sacrificio de niños. Su reinado fue violento, opresivo y pagano (cf. 2 R. 21 y 2 Cr. 33) y, por lo que podemos ver, no hubo ninguna voz profética que penetrara en la oscuridad.

Sin embargo, su nieto Josías (Amón, el hijo, sólo reinó dos años), produjo otro cambio en la política estatal: tanto en la resistencia contra Asiria, como en la reforma religiosa. De hecho, la reforma de Josías, que duró unos diez años, desde el 629, y que incluyó el descubrimiento de un libro de la ley (probablemente Deuteronomio) durante las reparaciones del templo, fue la que tuvo efectos más profundos y severos en toda la historia de Judá. Y aun así, como observa Jeremías, sólo un poco más joven que el propio Josías, y llamado a ser profeta en el primer estallido de la reforma, sus efectos fueron en gran parte externos, y no erradicaron la idolatría de los corazones de las personas, o la corrupción de sus manos.

En la pasión de su juventud, Jeremías denunció los males religiosos, morales y sociales de la sociedad de Jerusalén, de arriba a abajo, pero apeló de forma conmovedora al arrepentimiento, creyendo que el juicio amenazado por Dios podría evitarse así. A medida que su ministerio avanzaba en su edad madura, Jeremías, a quien Dios prohibió incluso orar por el pueblo, por lo avanzada que estaba la dureza de sus corazones, no predijo más que calamidades para su propia generación a manos de enemigos. La incredulidad de ellos se convirtió en ira cuando él predijo incluso la destrucción del propio templo, en contra de la mitología popular que, desde tiempos de Isaías, creía que éste estaría siempre a salvo bajo la protección de Jehová, como la misma Jerusalén. Sufrió el arresto, los azotes y el encarcelamiento por un mensaje tan impopular. Impopular pero preciso.

A finales del siglo VII el debilitado imperio asirio se desmoronó con rapidez, y fue sustituido por el renovado poder de Babilonia bajo el mando de un comandante enérgico, Nabuconodosor. Irritado por las repetidas rebeliones en Judá, que tras la muerte de Josías en el 609 fue gobernada por una sucesión de reyes débiles y vacilantes, al final Nabuconodosor sitió Jerusalén en el 588, capturándola en el 587: La destrucción fue total: la ciudad, el templo, y todo lo que en ellos había se convirtió en humo. La gran mayoría del pueblo, exceptuando a los más pobres en la tierra, fueron llevados cautivos a Babilonia. Había sucedido lo impensable. El pueblo de Dios era expulsado de la tierra de Dios. El exilio había comenzado y se tragó a una generación entera. La monarquía se acabó. El exilio de Joaquín («Jeconías») y su hermano Sedequías, los dos últimos reyes de Judá, cierra la segunda sección de la genealogía de Mateo.

v) Algunas lecciones de la historiaYa vimos algunas de las características importantes del primer período de la historia de Israel (desde Abraham hasta David): la naturaleza de Jehová como un Dios de fidelidad respecto a la promesa del pacto, y de justicia liberadora para con los oprimidos; y la naturaleza de su pueblo,

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llamados a existir con el propósito redentor de Dios hacia todas las naciones, estando en la gracia de la redención divina y bajo las exigencias de su pacto, viviendo en la herencia de la tierra que él les había entregado. Esta sección central (desde David hasta el exilio) tuvo también sus lecciones importantes, como clarifican los libros históricos y los libros de los profetas.

Una de las afirmaciones era que Jehová, el Dios de Israel, tenía el control soberano de la historia mundial, y no simplemente de los asuntos de Israel. Los profetas habían afirmado esto con increíble osadía; arrogancia, podríamos decir, si no hubiera sido cierto. Ellos contemplaban los vastos imperios que se interferían en la vida de Israel y que a veces parecían amenazar su existencia, y los consideraban como meros maderos e instrumentos en las manos de Jehová, el Dios de la pequeña y dividida Israel. Los que editaron los libros históricos de Israel, desde Josué hasta Reyes, lo hicieron probablemente durante el mismo exilio, cuando Israel estaba cautivo de uno de esos imperios. Sin embargo, siguieron formulando la misma afirmación de fe: Jehová había hecho aquello. Dios seguía teniendo el control, como siempre lo había tenido.

Una segunda verdad vital que subyace en este período es el carácter y la exigencia morales de Jehová. El Dios que actuó por justicia en el Éxodo siguió dedicado a mantenerla en medio de su pueblo. La ley había expresado esta dedicación de forma institucional. Los profetas le dieron voz directamente, cada uno en su generación contemporánea y en su contexto. La preocupación moral de Dios no es sólo individual (aunque la cantidad de historias individuales muestra que su exigencia es para con cada individuo), sino social. Evalúa la salud moral de la sociedad como un todo, desde los tratados internacionales hasta las economías de mercado, desde la estrategia militar hasta los procedimientos judiciales, desde la política nacional hasta la cosecha local. Esta dimensión del mensaje del Antiguo Testamento vibraría a través de la lista de reyes de Mateo, ya que muchos de ellos estaban asociados con (por no decir que eran víctimas de) la inolvidable retórica de los grandes profetas del período monárquico.

Una tercera dimensión inconfundible de esta época fue el darse cuenta de que a Jehová le importaban bien poco, por no decir nada, los rituales externos de la fe de su pueblo en ausencia de una obediencia a sus exigencias morales, práctica y social. Esto resultaba aún más sorprendente a la luz de la fuerte tradición del Pentateuco, que derivaba la religión de Israel -sus festivales, sacrificios y sacerdocio- al don y mandato del propio Jehová. Por supuesto que, incluso en la misma ley, la lealtad y la obediencia -requisitos esenciales del pacto- iban antes que las regulaciones sacrificiales detalladas. Y, desde los días de Samuel, existía la conciencia de que «el obedecer es mejor que los sacrificios» (1 S. 15:22). No obstante, aún fue algo radicalmente chocante cuando Amós e Isaías le dijeron al pueblo que Jehová odiaba y despreciaba su adoración, y estaba harto y cansado de los mismos sacrificios que ellos pensaban que quería, mientras que Jeremías les dijo que, por lo que a Dios respectaba, ya podían realizar todos sus rituales de forma equivocada (Amós 5:21 y ss., Is. 1:11 y ss., Jer. 7:21 y ss.). A Dios no se le puede adorar ni conocer lejos de la entrega a esa rectitud y esa justicia, fidelidad y amor, que componen su propio carácter y en las que se complace (Jer. 9. 23 y ss., 22:15 y ss.).

Encontramos estas tres características importantes del mensaje del Antiguo Testamento, durante el período monárquico, en las enseñanzas de Jesús, hijo de David: la soberanía (reinado) de Dios, percibido y afirmado sólo por la fe, incluso en contra de las apariencias; la cualidad esencialmente moral del gobierno de Dios y la exigencia hecha a aquellos que se someten a éste;

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y la prioridad de la obediencia moral y práctica respecto a toda observancia religiosa. En estos puntos, y de tantas maneras como las que veremos, en especial en el capítulo quinto, Jesús recogió y amplió la voz auténtica de su Biblia hebrea.

DESDE EL EXILIO HASTA EL MESÍAS

i) El exilio El exilio duró cincuenta años (es decir, desde el 587 a. C. hasta el primer regreso de algunos judíos a Jerusalén, en el 538 a. C.). El período desde la destrucción del templo hasta el final de su reedificación fue de aproximadamente setenta años.

Resulta notable que Israel y su fe sobrevivieran. Que lo hicieran se debe principalmente al mensaje de los profetas, en especial de Jeremías, hasta la caída de Jerusalén, y de Ezequiel, tras ésta. Ellos interpretaron consistentemente aquellos terribles acontecimientos como el juicio de Jehová, como el castigo por las constantes malas acciones de su pueblo. Desde este punto de vista, podríamos considerar el exilio como un castigo lógico (demostraba la consistencia divina en términos de sus amenazas dentro del pacto, y no sólo de sus promesas), pero también limitado (de modo que quedara esperanza para el futuro). Tanto Jeremías como Ezequiel predijeron un retorno a la tierra y una restauración de la relación entre Dios y su pueblo. Jeremías lo definió en términos de un nuevo pacto (Jer. 31:31 y ss.). Ezequiel tuvo visiones nada menos que de una resurrección nacional (Ez. 37), con las tribus reunificadas de Israel viviendo de nuevo en la tierra de Dios, en torno al templo de Dios, y disfrutando de su presencia (Ez. 40-48).

Sin embargo, parece ser que hacia los últimos años del exilio muchos habían abandonado las esperanzas. Los israelitas acusaban a Jehová de haberles olvidado y rechazado (por ejemplo, Is. 40:27, 49:14), una fuerte ironía a la vista del hecho de que, durante siglos, ¡habían sido ellos los que le habían tratado así! En medio de este letárgico desespero llegó el mensaje de Isaías 40-55, ya fueran las palabras conservadas del mismo Isaías, del siglo octavo, que ahora eran relevantes o, como creen algunos eruditos, las palabras de un profeta anónimo del calibre de Isaías (y muy influido por él), que vivió durante la propia época del exilio y dirigió este inspirador mensaje a los exiliados. En un momento en el que todo lo que podían ver era el ascenso amenazador de otro imperio (los persas), este profeta les exhorta a alzar los ojos y los corazones otra vez para ver a su Dios en acción, volviendo a traer la liberación.

La enérgica afirmación de Isaías 40-55 es que Jehová no sólo sigue siendo el Señor soberano de toda la creación y de la historia (y es el único), sino que está a punto de volver a actuar a favor de su pueblo oprimido, con una liberación que recordará a la del Éxodo original, y lo dejará pequeño a nivel de importancia. Las nubes que ellos temían tanto -el ascenso meteórico de Ciro, el gobernante del nuevo imperio persa en expansión- lloverían bendiciones sobre sus cabezas. Babilonia sería destruida, y ellos serían libertados, libres para regresar a Jerusalén que, como cantaba el profeta, ya estaba exultando de gozo frente a la visión de Dios conduciendo a sus cautivos al hogar.

En mitad de esta predicción directamente histórica, el profeta entiende también el verdadero ministerio y misión de Israel como siervo de Dios, destinado a traer su bendición sobre todas las naciones, un destino en el que están fracasando manifiestamente. No obstante, esta misión se

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cumplirá, a través de un verdadero Siervo de Jehová, cuya misión de justicia, enseñanza, sufrimiento, muerte y justificación llevarán al fin la salvación de Dios hasta los confines de la tierra. Vuelven a quedar unidos, de un modo tentador, la historia particular del pequeño Israel y los propósitos universales de Dios.

ii) La restauración Se cumplieron las predicciones históricas. Ciro derrotó a Babilonia en el 539, y concedió la libertad a los pueblos cautivos del imperio babilonio, para que tomasen a sus dioses y se fueran a casa, bajo su «supervisión», claro está. En el 538 comenzó el primer regreso de algunos de los judíos (ni mucho menos de todos). Eran una pequeña comunidad enfrentada a enormes problemas. Jerusalén y Judá estaban en ruinas, después de medio siglo de olvido. Experimentaron una intensa oposición y una campaña de obstrucción política y física, por parte de los samaritanos. Sus primeras cosechas fueron decepcionantes, creando problemas aleatorios. No sorprende que, después de empezar la obra y echar los cimientos, pronto se olvidaran de la reconstrucción del templo. No obstante, como resultado del ánimo de dos de los profetas post-exílicos, Hageo y Zacarías, al final se completó en el 515.

A través de todo este período, por supuesto, Judá no tuvo independencia. Formaba meramente una pequeña subprovincia del vasto imperio persa, que se extendía desde la costa del mar Egeo hasta las fronteras de la India, y que duró dos siglos. Durante el siglo quinto parece ser que volvieron a aparecer el desánimo y la depresión, en parte como resultado del aparente fracaso de las esperanzas alentadas por Hageo y Zacarías. Y esto condujo a un creciente relajamiento de la vida religiosa y moral. El último de los profetas del Antiguo Testamento, Malaquías, atacó esta situación, probablemente hacia mediados del siglo V. Se preocupó por la dejadez en los sacrificios, el incremento del divorcio y la palpable incapacidad del pueblo de honrar a Dios en su vida práctica.

Un poco más adelante fueron Esdras y Nehemías los que atacaron esta situación, y los términos de su ministerio se superpusieron un tanto en Jerusalén. El logro de Esdras fue la enseñanza de la ley y la reorganización de la comunidad en tomo a ella, consolidada por una ceremonia de renovación del pacto. Los logros de Nehemías incluyeron la reconstrucción de los muros de Jerusalén, dando así a sus habitantes no sólo seguridad física, sino también un sentimiento de unidad y dignidad. Siendo el gobernador persa oficialmente elegido, tenía la capacidad de ofrecer la protección política y la autoridad necesarias a las reformas de Esdras, así como la de involucrarse en algunas reformas sociales y económicas de su propia cosecha.

iii) El período intertestamentario La historia canónica del Antiguo Testamento llega a su fin a mediados del siglo V, con Malaquías, Esdras y Nehemías. Pero, por supuesto, la comunidad judía siguió adelante, como lo hace la genealogía de Mateo. Los judíos experimentaron dos nuevos cambios de poder antes de Cristo.

Durante los comienzos del siglo V, Persia intentó dos veces, sin éxito, conquistar la península griega y extender su poder hasta Europa. Fueron heroicamente rechazados por los espartanos y los atenienses, que luego pasaron a combatirse entre ellos. No sería hasta mediados del siglo IV cuando los estados griegos fueron forzados a unificarse por el poder de Macedón, que luego

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volvió su atención hacia el este, hacia la riqueza del imperio persa justo al otro lado del mar Egeo. Bajo Alejandro Magno, los ejércitos griegos escindieron el imperio persa como un cuchillo cortando mantequilla, con una sorprendente velocidad. Entonces, toda la vasta área que había sido gobernada por Persia, incluyendo Judea, pasó a estar bajo dominio griego. Este fue el comienzo de la era «helenística» (griega), cuando la lengua y la cultura griegas se extendieron por todo el mundo del Oriente Próximo y Medio.

Tras la muerte prematura de Alejandro, en el 323, su imperio quedó dividido entre sus generales. Ptolomeo estableció una dinastía en Egipto, y durante más o menos la totalidad del siglo III, Palestina y los judíos estuvieron bajo el control político de los Ptolomeos. Sin embargo, desde el año 200 en adelante, el control de Palestina pasó a manos de los reyes seléucidas de Siria, que gobernaban la parte norte del antiguo imperio alejandrino, desde Antioquía. Su gobierno fue mucho más agresivamente griego, y los judíos se enfrentaron a la creciente presión de conformarse religiosa y culturalmente al helenismo. Los que se oponían se enfrentaban a la persecución. El insulto supremo se produjo cuando Antíoco Epífanes IV, en el 167, levantó una estatua a Zeus, el supremo dios de la mitología griega, en el mismísimo templo.

Este sacrilegio provocó una enorme revuelta cuando los judíos, bajo las órdenes de Judas Macabeo, tomaron las armas. Terminó con un combate por la independencia que tuvo éxito, y que culminó con la limpieza del templo en el 164. Durante el siglo siguiente, los judíos se gobernaron a sí mismos, más o menos, bajo el liderazgo de la dinastía sacerdotal Hasmonea. Esto duró hasta que el poder de Grecia fue sustituido por el de Roma, que había estado extendiendo su campo de influencia gradualmente por toda la cuenca del Mediterráneo durante los siglos II y I a. C. En el año 63, las legiones romanas bajo Pompeyo (conocido también como «Magno» o «el Grande», pero mereciéndolo menos que Alejandro) entraron en Palestina. Así comenzó el largo período de la supremacía romana sobre los judíos, dentro de la cual, a causa de la necesidad imperial de estadísticas coloniales, una virgen de Nazaret dio a luz a su primogénito en Belén de Judea, la ciudad de David, y concluyó así la genealogía de Mateo. Hay dos características de este período intertestamentario que merece la pena resaltar, a la vista de su influencia sobre el mundo al que llegó Jesús. La primera fue la creciente devoción hacia la ley, la Torah. Esta se convirtió en la señal suprema del judío fiel. Al final se convirtió en una causa más bien fanática, respaldada por la construcción de toda una estructura teológica, de explicaciones y exposiciones en torno a la propia ley. En esta misión estaban involucrados expertos profesionales, los escribas, y aparecieron también movimientos dedicados a la obediencia total a la ley, como el de los fariseos. Podemos sentirnos tentados a rechazar esto como un legalismo. No hay duda de que había una tendencia en esa dirección, y oiremos a Jesús, con su percepción y autoridad únicas, exponiendo algunos de los errores y malinterpretaciones de sus contemporáneos devotos a la ley y a la tradición. Pero también hemos de tener en cuenta los motivos positivos y dignos que había tras esta tendencia. ¿Acaso es que el exilio, la catástrofe más grande de su historia, no había sido el juicio directo de Dios sobre su pueblo precisamente porque no guardaban la ley? ¿No fue ése el mensaje de los grandes profetas? Por tanto, tenían que aprender la lección de la historia y hacer todos los esfuerzos posibles para vivir como Dios exigía, no sólo evitando así una repetición de semejante juicio, sino también apresurando el día de la liberación final de sus enemigos actuales. El seguimiento de la santidad era serio y decidido. Era un programa social completo, no sólo una capa de piedad híper-religiosa.

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La segunda característica fue la aparición de la esperanza apocalíptica, mesiánica. A medida que continuaba la persecución, y la nación experimentaba martirios y grandes sufrimientos, se desarrollaron esperanzas de una intervención final y culminante por parte de Dios mismo, como habían predicho los profetas. Establecería su reino para siempre, destruyendo a sus enemigos (y a los de Israel), justificando y restaurando a los justos oprimidos, y poniendo fin a su sufrimiento. Estas esperanzas incluían, de diversas maneras, la expectativa de una figura que vendría, que reconocería esta intervención de Dios, y que guiaría al pueblo. Estas expectativas no estaban todas unidas, ni se aplicaban a una única figura. Incluían términos como «mesías» (el ungido), «el hijo del hombre», «el nuevo David», «Elías», «el Profeta», «la rama», etc. Examinaremos algunos de estos en los capítulos tres y cuatro. El advenimiento de semejante figura anunciaría el final de la era presente, la llegada del reino de Dios, la restauración de Israel y el juicio sobre los impíos.

Uno puede imaginar la emoción en los corazones, y los pulsos acelerados en las casas y comunidades judías cuando, en mitad de esta mezcla de aspiraciones y esperanzas, llegó el mensaje de Juan el Bautista, y luego el del propio Jesús:

«¡El tiempo se ha cumplido! (lo que habéis estado esperando como algo futuro ya está aquí, en el presente); ¡el reino de Dios se ha acercado! (Dios está actuando ya para establecer su reino entre vosotros); así que arrepentíos y creed en las buenas noticias (ahora se os exige una acción urgente)».

La luz en la historia

Esta es, pues, la historia que Mateo condensa en 17 versículos de su genealogía, la historia que conduce hasta Jesús el Mesías, la historia que él completa. Es la historia de la cual él adquirió su identidad y misión. Es también la historia a la que él dotó de significado y autoridad. La misma forma de la genealogía muestra la continuidad directa entre el Antiguo Testamento y el mismo Jesús. Esta continuidad se basa en la acción de Dios. El Dios que está manifiestamente involucrado en los acontecimientos descritos en la segunda parte de Mateo 1 estuvo también activo en los sucesos implícitos en la primera parte. En Jesús completó lo que él mismo había preparado. Esto quiere decir que es Jesús el que dota de sentido y validez a los sucesos en la historia israelita del Antiguo Testamento. De forma que la persona que, por tanto, acepta las afirmaciones acerca de Jesús en este capítulo (que es realmente el Mesías prometido, que fue concebido por el Espíritu Santo y que es por tanto el único Hijo de Dios, que a través de él se manifiesta la presencia salvadora de Dios [Jesús, Emmanuel] entre la Humanidad), acepta también la exigencia implícita de la historia que condujo hasta él.

Es importante recordar que aquí seguimos hablando de historia, y no de promesas que se cumplieron (lo cual constituye el tema del capítulo siguiente). Nos resulta más familiar la idea de que, como lo dice Pablo, «todas las promesas de Dios son en él Sí» (2 Co. 1:20). Pero, en cierto sentido, todos los actos de Dios también son «sí» en Cristo. Porque el Antiguo Testamento es mucho más que una caja de promesas, llena de benditas predicciones acerca de Jesús. Es principalmente una historia, la historia de las actuaciones de Dios en la historia humana de la que nacieron esas promesas, y únicamente en relación a la cual tienen sentido.

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Si pensamos en el Antiguo Testamento sólo en términos de promesas que se cumplen, podemos caer en la trampa de considerar el contenido del Antiguo Testamento como algo de poco valor intrínseco. Si están todas «cumplidas», ¿de qué nos sirven ahora? Mediante una interpretación pervertida del significado del libro de Hebreos, podemos preguntarnos si, teniendo la «realidad» de Cristo, hemos de prestar alguna atención a las «sombras». Pero los acontecimientos de la historia veterotestamentaria eran realidades en sí mismos, a veces de vida o muerte, para aquellos que los vivieron. Y a través de ellos existía una relación real entre Dios y su pueblo, y una revelación real de Dios y éste, y a través de ellos a nosotros, porque se trata del mismo Dios. Ese Dios, para interpretar Hebreos en su sentido correcto, que en estos últimos días nos ha hablado por su Hijo, también habló con sinceridad a través de los profetas. Y aquellos profetas no eran nada si no estaban enraizados en las especificidades terrenales de sus propios contextos históricos: «muchas veces y de muchas maneras» (He. 1:1).

LUZ SOBRE EL ANTIGUO

Por tanto, cuando contemplamos los sucesos en la historia del Antiguo Testamento teniendo en mente estas ideas, se producen diversos efectos. Primero, quiere decir que, fuera cual fuese la importancia que tuviera un suceso, en términos de la propia experiencia que Israel tenía de Dios y en la manifestación de su fe, quedaba afirmado y valorizado. «Lo que implicaba para Israel» no se evapora en una nube de espiritualidad cuando llegamos al Nuevo Testamento. Al mismo tiempo, y en segundo lugar, podemos ver en ese acontecimiento, de forma legítima, o en el registro que se hizo de él, niveles adicionales de importancia, a la luz del final de la historia, es decir, a la luz de Cristo. Y, en tercer lugar, y como contrapartida, los acontecimientos del Antiguo Testamento pueden ofrecernos otros niveles de importancia para nuestra completa comprensión de todo lo que Cristo fue, dijo e hizo.

Tomemos por ejemplo ese acontecimiento base de la historia de Israel, el Éxodo. El suceso en sí mismo, y el modo en que se prepara y describe en el registro hebreo, no deja dudas de que Dios se caracteriza por su interés por los oprimidos, y es movido a actuar por la justicia a favor de éstos. Este aspecto de la importancia de la historia es tan prominente en la Biblia hebrea, que se convirtió en una definición permanente de la naturaleza de Jehová, el Dios de Israel, y de lo que querían decir con las palabras «redención» y «salvación». Ahora bien, esta dimensión del acontecimiento del Éxodo sigue siendo cierta, como parte permanentemente válida de la revelación de Dios, después de la venida de Cristo. Su venida no altera o destruye en modo alguno la verdad de la historia del Antiguo Testamento, en sí misma o en su significado para Israel, a saber: que Dios se preocupa por los pobres y los que sufren, y desea justicia para los explotados. Por el contrario, la reafirma y corrobora.

No obstante, mirando atrás hacia aquel suceso, a la luz de la plenitud del éxito redentor divino en Jesucristo, podemos ver que incluso aquel Éxodo original no tenía que ver tan sólo con los aspectos políticos, económicos y sociales de la difícil situación de Israel. Existía también un nivel de opresión espiritual, en la sujeción israelita a los dioses egipcios. «Deja marchar a mi pueblo para que puedan adorarme/servirme», fue la demanda que le hizo Dios a Faraón. Y el propósito explícito de la liberación fue el de que pudieran conocer a Jehová por medio de la gracia de la redención y de la relación pactual. De forma que el Éxodo, gracias a la globalidad de

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aquello que consiguió para Israel, apunta más allá de sí mismo, hacia una mayor necesidad de liberación de la totalidad del mal, y a esa restauración de la relación con Dios que esa misma obra consiguió. Semejante liberación tuvo lugar por medio de Jesucristo, de su muerte y su resurrección. Lo que Moisés y Elías hablaban con él en el Monte de la Transfiguración era la realidad de semejante logro, mientras, en palabras de Lucas, hablaban «de su partida, que iba Jesús a cumplir en Jerusalén» (Lc. 9:31). Y de hecho, cuando los propios profetas hebreos miraban con esperanza hacia el futuro, imaginaban la salvación final y completa de Dios en términos de un Éxodo nuevo y mayor, como resultado del cual esa salvación llegaría hasta los confines de la tierra. Así que, cuando volvemos la vista atrás, hacia el Éxodo histórico original, a la luz del final de la historia en Cristo, está lleno de una rica significancia, a la vista de aquello hacia lo que apunta.

LUZ SOBRE EL NUEVO

Pero resulta igualmente importante contemplar el otro extremo de la historia, el logro de Cristo, a la luz de todo lo que fue el Éxodo, como un acto de redención divina, tal y como se entiende en el Antiguo Testamento. El Nuevo Testamento afirma que el evangelio de la cruz y la resurrección de Cristo es la respuesta completa de Dios a la universalidad del mal, y a todos sus efectos dentro de la creación. Pero es el Antiguo Testamento el que nos muestra la naturaleza y el alcance del pecado y el mal, primariamente en la narración de Génesis 4-11, pero también más tarde en la historia de Israel y las naciones, como la opresión que aparece en los primeros capítulos del Éxodo. Nos demuestra que, mientras que el mal tiene sus orígenes fuera de la raza humana, los seres humanos somos moralmente responsables ante Dios por nuestro pecado. Nos demuestra que el pecado y el mal tienen una dimensión colectiva, tanto como una individual, es decir, que afectan y conforman las estructuras de la vida social en la que nos movemos, así como las vidas personales que llevamos. Nos muestra que el pecado y el mal afectan a la propia historia, a través de una ineludible causa y efecto, y de un tipo de proceso acumulativo a través de las generaciones humanas. Nos muestra que no existe un área de la vida sobre la tierra en la que estemos libres de la influencia de nuestro propio pecado y del de otros. En resumen, el Antiguo Testamento expone ante nosotros un enorme problema que exige una enorme respuesta, si es que existe alguna.

Ahora bien, en el Nuevo Testamento, claro está, como creemos los cristianos, vemos la respuesta enorme y definitiva de Dios a este problema. Pero en el Antiguo Testamento Dios ya había comenzado a esbozar las dimensiones de su respuesta, a través de los actos sucesivos de liberación en la historia, con el Éxodo como modelo principal. Aquí volvemos a la importancia de considerar el Antiguo Testamento como una historia real. Existe una tendencia entre los cristianos a decir cosas como: «el Antiguo Testamento es un preludio de Jesucristo». Si se explica con cuidado, esto es cierto. Pero puede llevarnos al prejuicio que descarta el Antiguo Testamento como poco más que sombras, o como un tipo de libro infantil, que no tiene una importancia intrínseca, más que la de preludiar algo. Esto puede entonces llevarnos a espiritualizar e individualizar tanto nuestra interpretación de la obra de Cristo, que perdamos todo contacto con las dimensiones de las obras primarias y preparatorias de redención divina, en la historia de Israel.

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Pero el Éxodo fue una liberación real. Fue un acto real del Dios vivo, para personas reales, que estaban en una esclavitud real, y les liberó de verdad. Fueron liberados de la opresión política que padecían como comunidad de inmigrantes, pasando a tener un status de nación independiente. Fueron liberados de la explotación económica como grupo de esclavos, pasando a la libertad y suficiencia de una tierra propia. Fueron liberados de la violación de los derechos humanos básicos como minoría étnica explotada, adquiriendo la oportunidad sin precedentes de crear un nuevo tipo de comunidad, basada en la igualdad y en la justicia social. Fueron liberados de la esclavitud espiritual a Faraón y a los otros dioses de Egipto, adquiriendo un innegable conocimiento del Dios vivo y de la relación pactual con él.

Este era el significado y el alcance de la redención en la Biblia hebrea. La propia palabra «redención» sacaba su significado sustancial de este acontecimiento. Si le hubiéramos preguntado a cualquier israelita qué significaba el que dijera que Jehová era el Redentor, o que él mismo estaba redimido, él (o ella, si le hubiéramos preguntado a personas como Débora o Ana) nos hubiera contado esta historia, y al final hubiera añadido «quod erat demonstrandum» 1. Esto es exactamente lo que hacen algunos de los Salmos. Celebran la redención contando esta historia. Conocían la escala del problema, y habían experimentado la escala de la respuesta divina. No, no era la última palabra o acción redentora de Dios. Sí, en el futuro llegarían un mayor «Éxodo» y una completa redención. Pero dentro de los límites de la historia y la revelación en aquel punto, el Éxodo fue un acto real de Dios como Redentor, y demostraba sin lugar a dudas la escala y el alcance globales de su propósito redentor. El Éxodo fue la idea que tenía Dios de la redención. ¿Qué tamaño tiene, por tanto, nuestro «evangelio del Nuevo Testamento»? No debería quedarse corto ante su base veterotestamentaria, o ser más estrecho que ella, porque Dios es el mismo Dios, y su propósito último es el mismo.

Esto quiere decir que también resulta inadecuado expresarlo así, como oímos a menudo: «Con el Éxodo, Dios rescató a Israel de la esclavitud de Faraón, y a través de la Cruz me rescata a mí de la esclavitud del pecado». El hecho poderoso del Éxodo fue más que una parábola para ilustrar la salvación personal. Lo que es más, la naturaleza de la esclavitud no es algo tan paralelo. Es gloriosamente cierto que la Cruz destruye la esclavitud de mi pecado personal y me libera de sus efectos. Pero el Éxodo fue la liberación de una esclavitud del pecado de otros. Los israelitas estaban en Egipto, y sometidos a esclavitud, no por sus propios pecados o el juicio de Dios (como fue cierto, sin duda, en el caso de su posterior cautividad en Babilonia, durante el exilio). Sus sufrimientos eran el resultado directo de la opresión, la crueldad, la explotación y el trato malvado de los egipcios. Por tanto, su liberación fue de la esclavitud a la maldad de aquellos que los habían esclavizado.

Esto no implica, ni por un momento, que los mismos israelitas no fueran pecadores, ni tuvieran tanta necesidad de la misericordia y gracia divinas como el resto de la raza humana. La historia subsiguiente de su comportamiento en el desierto probó esto más allá de toda duda. Del mismo modo, también demostró la infinita paciencia y gracia perdonadora de Dios frente a sus actitudes pecaminosas y rebeldes. El sistema de sacrificios, de hecho, fue diseñado precisamente para enfrentarse a la realidad del pecado por parte del pueblo de Dios, y de ofrecer un medio para expiarlo. Aquí la idea es que la redención del Éxodo no trataba de la expiación y el perdón por

1 Q. E. D. en el original. Traducido del latín, «lo que tiene que ser probado o demostrado». (Nota del traductor)

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los pecados de uno mismo. Antes bien, fue una liberación de un mal externo, y del sufrimiento y la injusticia que éste causaba, por medio de la flagrante derrota del poder del mal, y de una destrucción irrevocable de su poder sobre Israel, en todas las dimensiones antes mencionadas: política, económica, social y espiritual.

Si, por tanto, la obra cumbre redentora de Dios a través de la Cruz trasciende, pero también encarna e incluye, el alcance de toda esta actividad redentora como queda manifiesta en la historia del Antiguo Testamento, nuestro evangelio debe incluir el Éxodo como ejemplo de liberación tanto como el modelo sacrificial de la expiación, o la gracia perdonadora de Dios como modelo de restauración (como después del exilio). De hecho, el Nuevo Testamento concibe la muerte y la resurrección de Jesús como una victoria cósmica sobre todas las autoridades y poderes «en los cielos y en la tierra»; en otras palabras, sobre la totalidad de cosas malignas que atan y esclavizan a los seres humanos, las fuerzas corrompen y distorsionan la vida humana, y tuercen, contaminan y frustran la propia creación. Esta victoria es una parte esencial de las Buenas Nuevas bíblicas. Y la tarea de la misión cristiana es la de aplicar esa victoria a todas las dimensiones de la vida humana.

Así que entonces podemos ver que, cuando nos tomamos en serio la historia del Antiguo Testamento, en relación con su consecución en Jesucristo, se pone en marcha un doble proceso, que produce un beneficio también doble en nuestra comprensión global de la Biblia. Por una parte, nos capacita para ver el significado total de la historia veterotestamentaria a la luz de adónde nos conduce, al éxito cumbre de Cristo; y, por otra parte, somos capaces de apreciar las verdaderas dimensiones de lo que hizo Dios por medio de Cristo, a la luz de sus manifestaciones históricas y las demostraciones de su intención en el Antiguo Testamento. Hasta ahora nos hemos concentrado en el Éxodo. Pero podríamos aplicar los mismos principios a otras dimensiones principales de la historia de Israel, tales como la propia tierra: la historia de su promesa, su don y herencia, y toda la teología, las leyes, las instituciones y los imperativos éticos que la rodeaban.

La historia de la monarquía, con su consiguiente ministerio y el mensaje de los profetas, resultaría igualmente iluminadora, considerada en ambas direcciones, como hemos intentado hacer.

Por tanto, la genealogía introductoria de Mateo nos señala uno de los caminos principales para que, como cristianos, tomemos en cuenta la Biblia hebrea en relación a Jesús y al Nuevo Testamento, y como historia --la historia-- con su importancia multidimensional que culmina en la historia del propio Jesús. Tomados juntos, los dos testamentos registran la historia de la obra salvadora de Dios a favor de la humanidad. Muchos eruditos han usado la expresión «historia salvífica» para hablar de esto, y algunos lo considerarían como el punto principal de continuidad o relación entre los dos testamentos de la Biblia cristiana. Como sucede con muchas posiciones escolásticas, ésta se ha discutido, pero parece incuestionable que la historia es un aspecto importante del nexo entre el Antiguo y el Nuevo, y que la genealogía de Mateo, con todos sus niveles de significado implícito y explícito, nos indica esto de forma muy clara.

Una historia única

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Hemos empleado la expresión «historia salvífica» al hablar del Antiguo Testamento. Esto afirma que en la historia de Israel Dios estaba actuando para salvación de una forma que no era habitual. Ahora bien, algunos se avergüenzan de esta afirmación. No a todos les gusta la idea de un único pueblo escogido por Dios, disfrutando una historia de la salvación única, teniendo como contrapunto la historia del resto de las naciones, que parecen sacar poco del asunto. Ciertamente, arguyen algunos teólogos, si creemos en un Dios que es, y siempre ha sido, el único Dios universal para toda la humanidad, tendremos entonces que considerar que todas las diversas historias de las diferentes naciones y culturas son también parte de su obra en la tierra. Y, ¿es que acaso esas historias extra-bíblicas no pueden funcionar como preparativos válidos para la plenitud de su obra salvadora en Jesucristo? Obviamente, la historia del Antiguo Testamento representa un camino a Jesús, la historia de su propio pueblo. Pero, se dice, no hemos de enfatizar esa historia en particular en relación a otros pueblos a quienes afecta pero que no están dentro de la herencia histórica judeo-cristiana. Antes bien, deberíamos buscar dentro de la historia universal otras rutas preparatorias para el conocimiento del evangelio de Cristo. Cuando llevamos hasta su conclusión lógica este tren de pensamiento, nos lleva al punto de vista de que, de hecho, podemos prescindir del Antiguo Testamento (al menos en lo que respecta a la autoridad canónica) en relación a los pueblos que tienen su propia historia religiosa y cultural, y sus tradiciones escriturales.

Entonces está claro que, si creemos que la Iglesia cristiana ha tenido la razón, a través de las edades, al aferrarse a la Biblia hebrea como una parte vital e integrante del canon de la Escritura cristiana, hemos de decir algo acerca de este problema de la relación entre la historia de Israel -o historia salvífica-y el resto de la historia humana. De otra forma, podríamos seguir fingiendo que el Nuevo Testamento en realidad comienza en Mateo 1:18, y olvidar todo lo que él trataba de decirnos con su prólogo único. Pero, como veremos, si rechazáramos el Antiguo Testamento, el propio Jesús perdería la mayor parte de su significado. Porque su unicidad estaba y está fundada sobre la base de la unicidad de la historia que condujo hasta él.

Desgraciadamente, este es un eslabón que no suele conservarse en el debate actual sobre la relación entre el cristianismo y otros tipos de fe. Existen muchas discusiones acerca de la importancia de Jesucristo, dentro del contexto de las religiones mundiales, que virtualmente lo separan de sus raíces históricas y escriturales, y hablan de él como el fundador de una nueva religión. Ahora bien, está claro que si esto quiere decir tan sólo que el cristianismo se ha convertido históricamente en una religión propia, salida del judaísmo, esto puede ser cierto, de una forma superficial. Pero ciertamente Jesús no tenía intención alguna de comenzar otra «religión» propiamente dicha. Quién fue Jesús, y qué había venido a hacer fueron cosas que ya hacía mucho que estaban dispuestas a través de la relación entre Dios y el pueblo al cual Jesús pertenecía, y a través de sus Escrituras. Si queremos entender bien la unicidad de Cristo, debemos reconocer la realidad del argumento de ese libro al completo, junto con las afirmaciones distintivas de la Biblia hebrea.

UNA META UNIVERSAL

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El punto adecuado para comenzar nuestro debate sobre este tema es repitiendo una idea que ya vimos, a saber, que el propio Antiguo Testamento pretende bastante claramente que veamos la historia de Israel, no como un fin en sí misma o sólo para beneficio de Israel, sino más bien para beneficio del resto de las naciones dentro de la humanidad. El orden de la misma historia bíblica nos deja esto claro. Del mismo modo que el Nuevo Testamento detiene nuestra introducción a Jesús hasta que nos ha recordado lo que sucedió antes, también el Antiguo Testamento saca a Israel al escenario (aún en los riñones de Abraham) en Génesis 12, sólo después de una extensa introducción al dilema de toda la raza humana. Génesis 1-11 se ocupa por completo de la humanidad como un todo, el mundo de todas las naciones, y del problema -en apariencia insoluble- de su pecado colectivo. De forma que la historia de Israel que empieza en el capítulo 12, en realidad es la respuesta divina al problema de la humanidad. Debemos ver todos los tratos de Dios con Israel, en particular, como el proceso de sus tratos inacabados con las naciones.

Como hemos visto, éste es el propósito explícito de la promesa pactual divina hecha a Abraham, expresada por vez primera en Génesis 12:3 y reiterada varias veces durante el libro: «Y serán benditas en ti todas las naciones de la tierra».

Esto encuentra un eco, de muchas maneras, en otras partes del Antiguo Testamento. Por ejemplo, en el Monte Sinaí, justo en el momento en que Dios está revelando a Israel su identidad única y su misión entre las naciones, no deja ninguna duda de que él no es en absoluto una deidad local menor, ni siquiera un dios nacional y general. El alcance de su interés y su soberanía es universal: «Porque mía es toda la tierra» (Ex. 19:5). Ya había intentado, con menos éxito, manifestar la misma idea a Faraón, cuya resistencia proporcionó la posibilidad de la manifestación del poder divino y de la proclamación de su nombre «en toda la tierra». El propósito de las plagas y de la posterior liberación fue el siguiente:

«… para que entiendas que no hay otro como yo en toda la tierra…» «… para que mi nombre sea anunciado en toda la tierra...» «… para que sepas que de Jehová es la tierra...» (Ex. 9:14, 16, 29)

Los profetas a veces también aludieron a esa misma dimensión universal del papel de Israel. Jeremías, por ejemplo, mirando hacia atrás con nostalgia, hacia la relativa fidelidad de Israel para con Dios en el desierto (comparada, claro está, con la apostasía de su propia época), dice:

«Santo era Israel a Jehová, primicias de sus nuevos frutos» (Jer. 2:3).

¿Qué frutos? Probablemente los de su cosecha entre las naciones. Israel no constituía la frontera y remate del interés de Dios, por precioso que fuera para él, tal y como enfatiza el contexto. Antes bien, eran las primicias que garantizaban una cosecha mucho más grande. Más tarde, este mismo profeta imagina qué pasaría si Israel pudiera ser conducido al verdadero arrepentimiento:

«... y jurares: Vive Jehová, en verdad, en juicio y en justicia, entonces las naciones serán benditas en él, y en él se gloriarán» (Jer. 4:2).

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Esto no es sólo el eco de la promesa universal hecha a Abraham en Génesis 12:3, sino también de su ampliación en Génesis 18:18-19, donde Dios dice:

«¿...habiendo de ser Abraham una nación grande y fuerte, y habiendo de ser benditas en él todas las naciones de la tierra? Porque yo sé que mandará a sus hijos y a su casa después de sí, que guarden el camino de Jehová, haciendo justicia y juicio, para que haga venir Jehová sobre Abraham lo que ha hablado acerca de él».

La promesa de Dios -la bendición sobre todas las naciones- va unida aquí a la exigencia ética sobre los descendientes de Abraham. Tenían que ser una comunidad entregada al camino de Jehová, es decir, a la rectitud y la justicia. Sólo así podrían cumplir su misión. Jeremías recoge esta condición para la promesa y la introduce en su súplica de un verdadero arrepentimiento. Si Israel volviera a vivir como fueron creados para hacerlo, con una vida social y una adoración pública basadas en la «verdad, la justicia y la rectitud», entonces Dios podría continuar con su propósito más amplio y superior, el de bendecir al resto de la humanidad. Jeremías, llamado a ser un «profeta para las naciones» (no sólo para Israel), era consciente de la dimensión universal de su misión. Estaba mucho más en juego, si Israel cambiaba o no su actitud, que el propio destino de este pueblo.

En los Salmos también escuchamos a menudo esa nota universal. Ya hemos hablado del Salmo 72:17, con la unión que establece entre este heredero davídico y esta misma bendición para las naciones. La participación de las naciones de la tierra en las bendiciones de Israel es también un tema frecuente en esos salmos que celebran el señorío de Jehová, como veremos enseguida.

De forma que necesitamos tener en mente esta perspectiva constantemente, mientras leemos el Antiguo Testamento y su historia tan particular. Es como tener un punto de vista con una lente de gran angular, junto con la imagen más cercana. La particularidad de la historia de Israel es un medio particular para un fin universal. Así que no hemos de sentirnos tentados a ceder a la acusación de que, al aferrarnos a la Biblia hebrea y a su historia como a algo vital e indispensablemente unido al Nuevo Testamento (como nos exige la genealogía de Mateo), estamos siendo, de alguna manera, estrechos y exclusivistas en nuestra teología y nuestras actitudes. El caso es más bien el contrario. El resto del mundo no estaba ausente de la mente y del propósito divinos, en todos sus tratos con Israel. De hecho, para tomar prestada una frase bien familiar del Evangelio de Juan: de tal manera amó Dios al mundo que escogió a Israel.

UNA EXPERIENCIA ÚNICA

Habiendo establecido esta idea, hemos de mantener todavía que, según al propio Antiguo Testamento, ninguna otra nación experimentó como Israel la gracia y el poder de Dios. La obra de Dios en y a través de Israel fue algo único. La historia de la elección, la redención, el pacto y la herencia, delineada en el repaso histórico anterior, fue una historia que ningún otro pueblo compartió. Ahora bien, esto no quiere decir que Dios no estuviera activo en absoluto en las historias de otros pueblos. El Antiguo Testamento afirma de forma explícita que sí lo estaba, y luego lo veremos. Quiere decir que sólo en Israel operaba Dios bajo los términos de un pacto de

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redención, iniciado y sostenido por su gracia salvadora. Deuteronomio presenta los acontecimientos de la historia previa de Israel como algo sin paralelo en el tiempo y el espacio.

«Porque pregunta ahora si en los tiempos pasados que han sido antes de ti, desde el día que creó Dios al hombre sobre la tierra, si desde un extremo del cielo al otro se ha hecho cosa semejante a esta gran cosa, o se haya oído otra como ella. ¿Ha oído pueblo alguno la voz de Dios, hablando de en medio del fuego, como tú la has oído, sin perecer? ¿O ha intentado Dios venir a tomar para sí una nación de en medio de otra nación, con pruebas, con señales, con milagros y con guerra, y mano poderosa y brazo extendido, y hechos aterradores como todo lo que hizo con vosotros Jehová vuestro Dios en Egipto ante tus ojos? (...) Y por cuanto él amó a tus padres, escogió a su descendencia después de ellos, y te sacó de Egipto con su presencia y con su gran poder, para echar de delante de tu presencia naciones más grandes y más fuertes que tú, y para introducirte y darte su tierra por heredad, como hoy» (Dt. 4:32-4, 37-8).

Este pasaje incluye los cuatro elementos de la historia de la redención a la que antes aludimos: la elección, la redención, el pacto y la herencia. El pasaje prosigue luego estableciendo una implicación teológica, a saber, que la unicidad de la experiencia histórica israelita indica la unicidad del mismo Jehová como Dios:

«A ti te fue mostrado, para que supieses que Jehová es Dios, y que no hay otro fuera de él». (Dt. 4:35)

Así, la revelación del carácter de Dios, y la naturaleza de su obra redentora por la humanidad van unidas a la historia de Israel. La unicidad de ellos va unida a esto. Para decirlo con sencillez, Dios hizo cosas en y por Israel que no hizo en la historia de ninguna otra nación.

Esta unicidad de la experiencia histórica israelita, sin embargo, se debió a su papel especial y su misión en el mundo. Ellos tenían que extender la promesa divina de la bendición sobre las naciones. Tenían que ser su sacerdocio en medio de las naciones (Ex. 19:6), representándole delante del resto de la humanidad, y siendo el medio para llevar a las naciones al conocimiento salvador del Dios vivo. Para cumplir ese destino, tenían que ser una nación santa (diferente del resto), caracterizada por caminar en las sendas de Jehová, en justicia y en rectitud (como vimos en Gn. 18:19). Es por esto que el texto de Deuteronomio recién citado extrae no sólo una implicación teológica acerca de Dios, sino también una implicación moral acerca de lo que se exigía de Israel a la luz de su experiencia única:

«Aprende pues, hoy, y reflexiona en tu corazón que Jehová es Dios arriba en el cielo y abajo en la tierra, y no hay otro. Y guarda sus estatutos y sus mandamientos, los cuales yo te mando hoy, para que te vaya bien... » (Dt-4:39-40)

De modo que la experiencia histórica única de Israel no era un ticket para entrar en un cómodo estado de favoritismo privilegiado. Más bien ponía sobre ellos una labor misionera y una responsabilidad moral. Si fracasaban en esto, en cierto sentido caerían de nuevo al nivel de

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cualquier otra nación. Ellos estaban, como todas las naciones y toda la humanidad, ante el tribunal del juicio divino, y su historia, por sí misma, no les garantizaba protección.

Amós fue un profeta que percibió claramente cómo la historia única de Israel, como una espada de doble filo, cortaba en dos direcciones. Relata las fases críticas de la historia de la redención israelita, desde el Éxodo pasando por el desierto y la entrada victoriosa en la tierra, hasta el surgimiento de los profetas. Pero utiliza esto no para felicitar a Israel por sus bendiciones y privilegios, sino como un contraste radical con su comportamiento actual. Estaban negando, a través de la flagrante injusticia y la corrupción social, todo aquello en que su historia tenía que haberles convertido. Su experiencia única de la salvación de Dios les exponía así a un castigo aún más severo por su rebelión (Amós 2:6-16, 3:2).

De modo que Amós profetizó lo impensable: Israel sería destruida y su tierra quedaría desierta. Pero, probablemente protestaron sus oyentes: «¡Dios no puede tratar así a su propio pueblo! ¿No somos aquellos a los que sacó de Egipto?» «Ciertamente», decía la respuesta. «Pero, ¿de qué os sirve, si habéis reducido vuestros estándares morales de la vida social al mínimo común denominador del resto de la humanidad? Vuestra historia, por sí misma, no os ofrece ninguna excusa o protección».

«Hijos de Israel, ¿no me sois vosotros como hijos de etíopes, dice Jehová? ¿No hice yo subir a Israel de la tierra de Egipto, y a los filisteos de Caftor, y de Kir a los arameos?» (Amós 9:7)

Estas palabras devastadoras seguro que conmovieron a los israelitas hasta el corazón, aún más que las fieras palabras del destino profético que vienen antes y después. ¡Israel, lo mismo ante Dios que los extranjeros remotos, en el mismísimo borde del mundo conocido! (Cush era, a grandes rasgos, Sudán/Etiopía) ¿Dios, tan soberano en los movimientos de los enemigos tradicionales de Israel como en los de éste? Exacto, dice Dios a través de Amós, ya que por vuestra desobediencia rechazáis todo aquello a lo que vuestra propia historia os dio derecho y para lo que os preparó.

Hemos de tener cuidado al tratar este versículo, para no hacerle decir más de lo que dice. Algunos estudiosos lo han usado para argumentar que otras naciones estaban al mismo nivel de Israel ante los ojos de Dios, y que él había actuado de forma salvífica también en las historias de ellas. Esto puede utilizarse como parte de un argumento para diversas formas de universalismo o pluralismo religioso. Pero Amós no dijo que otras naciones fueran como Israel, sino que Israel se había vuelto como ellas, a los ojos de Dios, a causa de su pecaminosidad, y del pronto juicio divino.

De forma similar, el hecho de que Amós afirme la soberanía de Jehová sobre las historias nacionales de otros pueblos, incluyendo los «éxodos» y migraciones, no significa que creyera que Dios había «redimido» a estas naciones por medio de semejantes acontecimientos, o que éstas tuvieran la misma relación pactual con Dios que tenía Israel. Este punto de vista contradice radicalmente lo que el propio Amós había manifestado unos pocos capítulos antes:

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«Oíd esta palabra que ha hablado Jehová contra vosotros, hijos de Israel, contra toda la familia que hice subir de la tierra de Egipto. Dice así: A vosotros solamente he conocido de todas las familias de la tierra; por tanto, os castigaré por todas vuestras maldades» (Amós 3:1-2).

Aquí «conocido» es un término técnico que a veces usa la Biblia hebrea para expresar la creencia de que Dios había elegido a Israel y había establecido una relación pactual con ellos. Por lo que a esto respecta, dice el texto, solamente Israel lo había experimentado, sin importar lo que Dios hubiera hecho en las historias de otros pueblos. Pero, como también dice el versículo en su última línea, con ese brillante quiebro de lo inesperado tan característico del lenguaje de Amós, esta misma unicidad no era un cómodo privilegio, sino la razón por la cual se enfrentaban al juicio de Dios.

Así que la unicidad de la historia de Israel es una parte evidente de la enseñanza del Antiguo Testamento, en tanto en cuanto como historia de las obras redentoras de Dios en sus tratos con un pueblo que tenía una relación pactual con él. La afirmación clara de Amós en el 3:1-2 se vuelve más aguda cuando nos damos cuenta de que él sabía que Dios estaba activo dentro de otras historias, y que Jehová, el Dios de Israel, era también el soberano moral de las actividades de otras naciones (1:2-2:3).

El hecho de recordar y enfatizar esta verdad acerca de Israel no minimiza la otra verdad, es decir, que el propósito de Dios tenía un alcance universal. Israel sólo existía a causa del deseo divino de redimir a gente de todas las naciones. Pero, en su soberana libertad, eligió hacerlo a través de este medio particular e histórico. La tensión entre la meta universal y el medio particular la vemos por toda la Biblia, y no puede quedar reducida a uno de sus dos polos. La conclusión es que, mientras que Dios tiene en cuenta a todas las naciones en su propósito redentor, no actuó en ninguna otra nación, por amor a ella, como lo hizo en Israel. Esto constituía su singularidad, que podemos considerar tanto exclusiva (en el sentido de que ninguna otra nación experimentó como ellos la revelación y redención divinas), como inclusiva (en el sentido de que fueron creados, llamados y colocados en medio de las naciones para traer sobre ellas una salvación final).

Ahora bien, cuando consideramos a Jesús a la luz de esto, el hecho que resulta de vital importancia es que el Nuevo Testamento nos lo presenta como el Mesías, Jesús el Cristo. Y el Mesías «era» Israel. Es decir, que el Mesías era, de forma representativa y personificada, Israel. El Mesías era la consecución de todo aquello por lo que Israel había sido colocado en el mundo, es decir, la revelación personal de Dios y su obra de redención humana. Por este motivo, Jesús comparte la unicidad de Israel. Dios completó lo que no había hecho por medio de cualquier otra nación a través de la persona de Jesús el Mesías. La paradoja está en que es precisamente por medio de esa reducción de su obra redentora hasta la particularidad de un hombre específico, Jesús, por la que Dios abrió el camino a la universalización de su gracia redentora para todas las naciones. Israel era único porque Dios tenía una meta universal que cumplir a través de ellos. Jesús encarnó esa unicidad, y logró alcanzar esa meta universal. En su calidad de Mesías de Israel, podía ser el salvador del mundo. O, como reflexionaba Pablo, yendo aún más atrás, al cumplir con el propósito que tenía Dios al elegir a Abraham, Jesús se convirtió en un segundo Adán, la cabeza de una nueva humanidad (Ro. 4-5, Gál. 3).

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Israel y las otras historias

DIOS TIENE EL CONTROL DE TODA LA HISTORIA

Aunque la historia de Israel es la única que refleja las obras salvadoras de Dios, la Biblia también afirma claramente que Jehová también tenía control sobre las historias de otros pueblos. A veces éste era un control ejercitado en relación directa a cómo interactuaban esas naciones con Israel. Pero en otros casos no era directamente así. La emigración de los filisteos desde el Egeo, o de los sirios desde la Mesopotamia norte, en aquel momento no tuvieron ninguna relación con los israelitas, pero, como dice Amós 9:7, fue Jehová el que los «hizo subir». Y quienquiera que fuesen los emitas, o los horeos, o los aveos, por no mencionar a los temibles zomzomeos, ¡no tenían nada que ver con los israelitas! Y sin embargo sus movimientos y destinos estaban bajo la disposición de Jehová, tanto como la propia emigración israelita, según algunos fascinantes datos sobre geografía antigua que hallamos en Deuteronomio 2:10-12, 20-23.

No obstante, por lo general, el caso es que se dice que las otras naciones están bajo el control de Jehová en base a cómo su historia interactúa con la de Israel. Es decir, que Dios les encaja en su propósito para su propio pueblo, Israel, a veces para beneficio de éste, a veces como agentes del castigo de Dios dirigido hacia él. Pero aun así, el propósito final de Dios para Israel era la bendición y redención de la humanidad, como un todo. Así que podemos decir que la actividad de Dios en la historia de otras naciones también encaja dentro de ese propósito redentor más amplio.

En otras palabras, podemos establecer una distinción teológica, pero no una separación completa, entre la historia de Israel y otras historias. La historia de la salvación es una historia real. Debemos verla como algo que tuvo lugar dentro del curso de la historia universal, toda la cual estaba bajo el control divino. No es algún tipo de historia extraterrestre, sagrada o religiosa, sólo por figurar «en la Biblia».

Hay algunos ejemplos de la actividad divina en los asuntos históricos de otras naciones -que no eran Israel- que nos ayudarán a ilustrar este punto. Algunos ya los hemos comentado antes.

Egipto La actividad divina allí tenía en mente a todo el mundo (Ex. 9:13-16)

Asiria Fue el poder mundial dominante durante siglo y medio, pero, a los ojos proféticos, una simple caña en manos de Jehová (Is. 10:5-19).

Babilonia Jeremías debió gran parte de su impopularidad al final de su vida precisamente a su convicción de que Nabuconodosor había sido levantado por Jehová, quien le había confiado el dominio del mundo. Llegó hasta el punto de llamarle «mi siervo» (Jer. 27:5-7). Habacuc quedó atónito frente a la misma revelación (Hab. 1). Según el libro de Daniel, esta interpretación de los hechos reales le fue presentada al propio Nabuconodosor (Dn. 2:37-8, 4:17, 25, 32).

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Persia El tema central de Isaías 40-48 era el de que el asunto más candente de alarma internacional del momento -el súbito ascenso de Ciro, rey de los unificados medos y persas- era directamente la obra del Dios de Israel, y de ningún otro. Dios estaba tan involucrado con el inocente Ciro que podía escandalizar a su propio pueblo refiriéndose a él como «mi pastor» y «mi ungido», y describirle como alguien guiado por la mano de Dios en todas sus victorias (Is. 44:28-45:13).

Por tanto, las obras salvíficas de Dios dentro de Israel, o a su favor, no tuvieron lugar en un aislamiento estéril, al vacío, sino dentro de los turbulentos sucesos cruzados de la política internacional, y del ascenso y decadencia históricos de los imperios cuyos destinos controlaba Jehová en persona.

LAS NACIONES COMPARTEN LA HISTORIA DE ISRAEL

En el Antiguo Testamento a menudo parece que las naciones sean los espectadores de lo que Dios hace en Israel. Se nos presentan casi como los espectadores del drama en el que Dios está involucrado con su pueblo. Las naciones temblarán, canta Moisés, cuando escuchen lo que Jehová ha hecho con los egipcios, a favor de su pueblo (Ex. 15:14-16). Pero, por otra parte, ¿qué pensarían los egipcios de Jehová si éste se volviera y destruyera a su pueblo rebelde, como amenazó hacer (Ex. 32:11-12)? La intercesión de Moisés a favor suyo, en la época del incidente del becerro de oro, acrecentó la reputación de Dios entre las naciones.

Dios había colocado a Israel en un escenario abierto. De forma que, si Israel guardaba las leyes que Dios le había dado, su vida nacional sería tan visiblemente recta que las otras naciones se darían cuenta, y preguntarían sobre sus leyes y su Dios (Dt. 4:6-8). Pero, por otra parte, si fracasaban, y si Dios mantenía su amenaza y actuaba con juicio sobre su propio pueblo, destruyendo su ciudad, su tierra y su templo, entonces las naciones se preguntarían cómo podía suceder una cosa tan increíble. La respuesta ya estaba prevista (Dt. 29:22-8).

Pero incluso si ese juicio era totalmente merecido, semejante circunstancia era un insulto al nombre de Dios. Así que cuando actuó para devolver a su pueblo a su tierra, eso también lo hizo con el propósito de reafirmar su reputación entre los pueblos (Ez. 36:16-23).

Sin embargo, aún hay más: en alguno de los salmos existe la idea de que la historia de Israel, en cierta medida, está disponible para que otras naciones se apropien de ella. En los salmos que celebran el reinado de Jehová, las naciones (plural) de toda la tierra son llamadas constantemente a regocijarse y a alabar a Dios por sus hechos poderosos en Israel. Leamos, por ejemplo, los salmos 47, 96:1-3, 98:1-3. Ahora bien, si la historia de la salvación israelita (que en estos salmos se describe como las «maravillas», la «justicia» de Jehová, etc.) tiene que ser motivo de regocijo entre las naciones, entonces es que, en cierto sentido, éstas se benefician de ella, o están incluidas en el ámbito de su propósito, aun cuando no la hayan experimentado personalmente.

En el Antiguo Testamento sigue siendo un misterio cómo puede ser así. De hecho, algunas veces me pregunto qué pasaba por la mente del israelita promedio, el cantor de salmos, por no decir al cristiano promedio, cantor de villancicos. Qué debía pensar cuando cantara palabras como estas:

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«Pueblos todos, batid las manos; aclamad a Dios con voz de júbilo. Porque Jehová el Altísimo es temible; rey grande sobre toda la tierra. El someterá a los pueblos debajo de nosotros, y a las naciones debajo de nuestros pies. Él nos elegirá nuestras heredades; la hermosura de Jacob, al cual amó» (Sal. 47:1-4).

O estas:

«Cantad a Jehová cántico nuevo; cantad a Jehová, toda la tierra. Cantad a Jehová, bendecid su nombre; anunciad de día en día su salvación. Proclamad entre las naciones su gloria, en todos los pueblos sus maravillas» (Sal. 96:1-3).

Para esta persona, un israelita, el nombre de Jehová, la salvación, la gloria y las maravillas significaban una sola cosa: la incomparable historia de su propio pueblo, y de todo lo que Dios había hecho por ellos. Sin embargo, este himno está invitando alegremente a todas las naciones, los pueblos, toda la tierra, a unirse a la celebración y proclamación de estos acontecimientos únicos. Por misterioso que resulte, este elemento universal en la adoración de Israel está ahí, sin duda alguna. Y es muy importante colocarlo junto al llamamiento a una adoración exclusiva y a una lealtad sólo a Jehová, y al aborrecimiento de las prácticas religiosas de otras naciones, en especial de su idolatría, que denuncian estos mismos salmos.

LAS NACIONES COMPARTEN EL FUTURO DE ISRAEL

No obstante, el Antiguo Testamento va más allá en su programa sobre las naciones, y no las deja en el papel de espectadores, aunque sean espectadores que aplauden. En el Salmo 47, que resulta sobrecogedor en su visión, las naciones pasan de ser el público, en el versículo 1, a estar en el centro del escenario, en el versículo 9:

«Reinó Dios sobre las naciones; se sentó Dios sobre su santo trono. Los príncipes de los pueblos se reunieron como el pueblo del Dios de Abraham; porque de Dios son los escudos de la tierra; él es muy exaltado» (Sal. 47:8-10).

Las naciones delante del trono de Dios están ahí, no tras el pueblo de Dios, ni siquiera al lado de ellos, sino «como» el pueblo de Dios, cuya promesa a Abraham las tuvo en mente desde el principio. Debió de ampliar la imaginación de nuestro cantor de salmos israelita (si tuviera imaginación que ampliar, como nuestro cristiano cantor de villancicos), sobre el cuándo y el dónde podrían hacerse realidad las palabras que acababa de cantar. Y sin embargo ahí están, para que se canten con fe entusiasta y con esperanza.

Los profetas ampliaron la imaginación aún más. Amós, en el mismo capítulo en que leemos su comparación devastadora de Israel con las demás naciones, debido a su pecado y a su merecido juicio, nos habla de una futura restauración de la casa de David, de tal forma que incluirá a «aquellos sobre los cuales es invocado mi nombre», y «todas las naciones» (Amós 9:11-12). Este es, ciertamente, el pasaje que cita Santiago como fuente de autoridad escritural para incluir a los gentiles en la joven iglesia cristiana (Hch. 15:13 y ss.), En el capítulo cuatro analizaremos la importancia de esto.

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Santiago podría haber elegido fácilmente muchos otros textos proféticos que respaldaran su punto de vista sobre este acontecimiento. Por ejemplo, Isaías 19, después de un oráculo global sobre el juicio del Egipto contemporáneo, nos sorprende al concluir con una visión de Egipto y de Asiria que se acercan para adorar a Dios junto con Israel, siendo bendecidos por él y convirtiéndose en bendición para la tierra. Serán transformados, de ser enemigos a ser «mi pueblo», mediante un proceso de sanación y restauración que tiene resonancias deliberadas del mismísimo Éxodo. ¡¿Un Éxodo salvador para los egipcios?! (Is. 19:19:25)

Jeremías transmite a los pueblos esa misma esperanza, en prácticamente los mismos términos, que transmitió a su propio pueblo. Ellos están bajo el juicio de Dios, y él les castigará por lo que le hagan a Israel, pero también para ellos el arrepentimiento es el camino a la restauración, y a la inclusión:

«Y después que los haya arrancado, volveré y tendré misericordia de ellos, y los haré volver cada uno a su heredad y cada cual a su tierra. Y si cuidadosamente aprendieren los caminos de mi pueblo, para jurar en mi nombre, diciendo: Vive Jehová, así como enseñaron a mi pueblo a jurar por Baal, ellos serán prosperados en medio de mi pueblo» (Jer. 12:15-16).

Encontramos aún más claramente descrita esta unión entre pertenecer al pueblo de Dios y reconocer el nombre de Jehová como el Dios vivo y verdadero, en una hermosa imagen de la conversión de extranjeros como resultado del derramamiento del Espíritu y la bendición de Dios, como una agua que fertiliza y da vida, en Isaías 44:3-5:

«Porque yo derramaré aguas sobre el sequedal, y ríos sobre la tierra árida; mi Espíritu derramaré sobre tu generación, y mi bendición sobre tus renuevos; y brotarán entre hierba, como sauces junto a las riberas de las aguas. Este dirá: Yo soy de Jehová; el otro se llamará del nombre de Jacob, y otro escribirá con su mano: A Jehová, y se apellidará con el nombre de Israel».

Este mismo profeta va más allá de esta imagen individual y llega a una visión culminante de la obra salvadora de Dios llegando hasta todos los pueblos de la tierra. La misma justicia salvadora y liberadora que Dios había manifestado a favor de Israel, será repartida a las naciones:

«... porque de mí saldrá la ley, y mi justicia para luz de los pueblos. Cercana está mi justicia, y mis brazos juzgarán a los pueblos» (Is. 51:4-5).

En este pasaje el que habla es Dios, pero la misión está encomendada en otros lugares al siervo de Jehová, quien, con el poder del Espíritu,

«traerá justicia a las naciones (...) hasta que establezca en la tierra justicia» (Is. 42:1-4).

A la vista de esta misión, que Dios pone sobre él, «también te di por luz de las naciones, para que seas mi salvación hasta lo postrero de la tierra» (45:22).

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En el capítulo cuatro consideraremos cómo estos textos particulares, y cómo la figura del siervo del Señor, quedan cumplidos en la identidad y la misión de Jesús.

Este, por tanto, es «el final de la historia» a la cual apunta el Antiguo Testamento, pero que no está contenida en sus páginas, y que de hecho todavía nos espera. La esperanza escatológica futura de Israel contemplaba cómo su propia historia fluía hasta la historia universal de las naciones, de forma que éstas pudieran obtener la salvación y la inclusión dentro del pueblo de Dios. Esta confluencia tuvo lugar, como hemos visto, sin abandonar por ello la unicidad de la historia de Israel, como una historia llena de los actos salvadores de Dios, algo sin paralelo en ninguna otra historia, pero sin negar tampoco la actividad e interés divinos en toda la historia humana. Por el contrario, la visión escatológica incluye la visión del éxito de las naciones, que son llevadas a una nueva era y una nueva creación. La historia económica y cultural de las naciones, formulada, como lo está, dentro del mandato creacional a toda la humanidad de usar y administrar los recursos de la tierra, se considera que confluye con la sustancia del pueblo de Dios. Isaías 23:18, por ejemplo, tras la declaración del juicio histórico sobre la opresión económica de Tiro, prevé que todos los beneficios del gran imperio comercial irán destinados, de forma última, a beneficiar al pueblo de Dios. Hageo 2:6-9 predice que la riqueza de las naciones volverá a su dueño legítimo, al propio Señor, en su templo. Esta expectativa queda reafirmada en la visión de Apocalipsis 21:24. En otras palabras, la Historia humana, «más allá» de la historia de la salvación, la historia del resto de la humanidad, que vive por la gracia de Dios sobre la faz de la tierra, que es de Dios, tiene también su valor y significado, y al final contribuirá de alguna manera a la gloria del reino de Dios, cuando éste reine sobre la humanidad redimida en la nueva creación.

Es una historia única, por tanto, con efectos universales. Aquí es donde nos lleva la historia implícita en la genealogía de Mateo. En el capítulo cuarto consideraremos más profundamente el tema de la reunión de las naciones, pero procede terminar este capítulo dándonos cuenta de cómo Pablo, tan consciente y defensor de su misión única hacia las naciones, une las dos dimensiones de la historia.

A través de todos los tiempos del Israel del Antiguo Testamento, ha sido un «misterio» (para usar las propias palabras de Pablo), cómo podría Dios conceder a Abraham lo que le había prometido, es decir, una bendición para las naciones. Pero Pablo veía muy claramente cómo ese misterio había sido «resuelto» a través del tremendo éxito de Dios en Cristo. Veía que, paradójicamente, era a través del estrechamiento de sus obras redentoras, hasta la particularidad específica de un solo hombre, el Mesías, Jesús, que Dios había abierto el camino hacia la ofrenda universal de la gracia de su evangelio a las naciones. En Gálatas 3 y Efesios 2 y 3, muestra cómo es que, lo que los gentiles no habían tenido antes (porque en aquella época estaba limitado a la nación de Israel), ahora les es accesible por medio del Mesías (y de nadie más, ni para ellos ni para los judíos). La gran esperanza del Antiguo Testamento, de que las naciones vendrían a ser parte de Israel, por tanto se está cumpliendo ya, a través de Jesús el Mesías.

Pero en Romanos 9-11 entra en conflicto con el hecho de que todo está sucediendo de una forma inesperada, y (desde su propio punto de vista como judío) indeseable. La mayoría de sus contemporáneos judíos, en efecto, habían rechazado a Jesús como Mesías. Pero, como resultado de ese rechazo, las naciones gentiles estaban siendo «injertadas». Sin embargo, los gentiles no

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constituían un «olivo» separado. Para Pablo sólo existía un pueblo de Dios entonces, ahora o siempre. No, los gentiles estaban siendo incorporados al grupo original. En otras palabras, como en la alabanza y profecía del Antiguo Testamento, ahora las naciones participaban de la obra salvadora de Dios, que él había comenzado con la historia de Israel. Estos eran gentiles procedentes de todos los trasfondos concebibles, incluso de los confines de las empresas misioneras de Pablo en la cuenca del Mediterráneo oriental. Pero ahora compartían la raíz y la savia de la condición israelita de hijos, de la gloria, los pactos, la ley, la adoración en el templo, las promesas, los patriarcas, y ... «de los cuales, según la carne, vino Cristo» (Ro. 9:5). El cristiano gentil, por tanto, es una persona con dos historias: por una parte, su propio trasfondo nacional y cultural, sus antepasados y herencia que, como hemos visto, no puede menospreciarse de ningún modo; y, por otra, su nueva historia espiritual, «injertada», la del pueblo de Dios, descendientes de Abraham, que hereda por medio de su inclusión en Cristo.

Quizás, como el apóstol Pablo no es muy popular en Navidad, el cristiano medio cantor de villancicos no es tan consciente de esto como debiera, incluso cuando se mete, por medio de cualquier expansión imaginativa de la que sea capaz, en las sandalias del israelita antiguo: «Oh ven, oh ven, bendito Emmanuel», No obstante, es cierto. Él o ella son tan hermanos o hermanas del israelita cantor de salmos como el resto de la congregación en la Iglesia son hermanos y hermanas en Cristo. La genealogía de Jesús oculta una historia que condujo hasta él, pero que, como percibió también Lucas, condujo a un nuevo comienzo con él (Hechos 1:1). La historia continúa, hasta que se cumpla por fin la promesa hecha a Abraham, en una gran multitud de toda nación, pueblo y lengua. Esta es la meta de toda la historia, como era la de la historia de Israel, y en la iglesia del Mesías ya se anticipa.

«Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gál. 3:28).

Un pueblo, una historia. El hecho es que, tanto si leemos Mateo 1:1-17 en nuestras reuniones navideñas como si no, esa historia es tan nuestra como la historia de Jesús. Porque, por medio de él, hemos llegado a ser, como él, los descendientes de Abraham.

«Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham sois, y herederos según la promesa» (Gál. 3:29).