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van por los LOS NARCOS Cubiertos los terrenos ya tradicionales del crimen, los grupos de narcotraficantes han extendido su acoso y violencia a zonas nuevas –cobro de piso a restaurantes, negocios automotrices, cuotas a agricultores de aguacate, limón, productores de ganado–, pero en los últimos tiempos han llegado a áreas antes respetadas: el secuestro y la extorsión de maestros y directores de escuelas. Lo que comenzó como algunos casos aislados, se expandió como un virus. Tanto que la Comisión de Educación de la Cámara de Diputados ha recibido más de 4 mil reportes de agresiones y violencia a maestros y escuelas y, por su parte, la ONU reporta que la educación mexicana está bajo ataque del crimen organizado. Lo sabe muy bien, por ejemplo, la profesora Antonia Mendoza, directora de un colegio particular, cuya mañana se hizo trizas cuando leyó una manta dirigida a ella: “Va a amanecer colgada”. ; Por Zorayda Gallegos Valle / enviada Fotografía: Eduardo Loza / Ilustración: Manjarrez

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van por los Los narcos

Cubiertos los terrenos ya tradicionales del crimen, los grupos de narcotraficantes han extendido su acoso y violencia a zonas nuevas –cobro de piso a restaurantes, negocios automotrices, cuotas a agricultores de aguacate, limón, productores de ganado–, pero en los últimos tiempos han llegado a áreas antes respetadas: el secuestro y la extorsión de maestros y directores de escuelas.

Lo que comenzó como algunos casos aislados, se expandió como un virus. Tanto que la Comisión de Educación de la Cámara de Diputados ha recibido más de 4 mil reportes de agresiones y violencia a maestros y escuelas y, por su parte, la ONU reporta que la educación mexicana está bajo ataque del crimen organizado.

Lo sabe muy bien, por ejemplo, la profesora Antonia Mendoza, directora de un colegio particular, cuya mañana se hizo trizas cuando leyó una manta dirigida a ella: “Va a amanecer colgada”.

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Por Zorayda Gallegos Valle / enviada Fotografía: Eduardo Loza / Ilustración: Manjarrez

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Uno, dos, tres...Ciego, en la penumbra causada por el trapo

atado a sus ojos, Juan siguió contando: cuatro, cinco, seis...

Cuántas veces Juan ha repetido con sus alum-nos de primaria esa misma numeración, hasta el cien, hasta el mil, pero esta vez, revuelto el cuerpo entre los arbustos, los números alcanzan su natu-raleza de infinitos. La maleza le araña los brazos, le pica las manos; los perros ladran en algún lugar.

Siete, ocho, nueve, diez…–¡No te vayas a levantar y menos a destapar

los ojos, cabrón. Cuentas hasta 100 y luego te pe-las! –le grita ese hombre, como si Juan estuviera sordo–. ¡Y no se te vaya a ocurrir destaparte los ojos antes!

Once, doce, trece…Entre las sombras escucha cuando el auto

arranca y el ruido del viejo motor se extingue has-ta perderse. Con la lengua seca y los labios entre-abiertos, sigue contando en susurros. Quién sabe cuántas veces se equivoca, cuántas vuelve a em-pezar, pero él sigue: cuatorce, quince…

Con cada número, recuerda nítidamente las últimas horas vividas: los rostros cacarizos de un par de hombres, los golpes en la cabeza, el vehí-culo oscuro al que lo subieron y, en medio de ese revoltijo de imágenes, su familia, su mujer, sus hijos. ¿Estarían bien? ¿Su esposa estaría a salvo después de entregar el rescate? ¿Le avisarían a la policía?

Dieciséis, diecisiete, dieciocho…En algún momento, cree haber contado lo

suficiente, se quita la venda y se talla los ojos: le arden.

Se levanta y hace un inventario de sí mismo: sin zapatos, cartera ni monedas, pero se encuen-tra completo; con ropa sucia y rasgada, pero completo. Vuelve a mirar sus manos, se toca la cara, la cabeza. Completo.

Mira alrededor: en el paisaje aparece apenas un puñado de casas bañadas por los últimos ra-yos del sol. El atardecer comienza a cubrirlo todo con tonos violetas. A lo lejos, ladridos de perros, gritos de niños.

Camina por calles maltrechas y desconoci-das. Metros adelante ve a una persona. Se detie-ne y pregunta por su colonia. El hombre lo revisa de pies a cabeza: ve el cabello tieso, las facciones desencajadas, la ropa sucia y, luego, apenas le responde.

Juan va reconociendo las calles. Los nego-cios empiezan a tomar forma: una papelería, una tortillería. Y así.

Cuando siente que los pies le arden de tanto caminar, pide unas monedas, apenas unos pesos para hacer una llamada.

–¿Si? –dice alguien al otro lado de la bocina.–¿Brenda? –alcanza a pronunciar.–¿Eres tú, Juan? –le pregunta una voz suave,

exaltada, ansiosa.Juan traga saliva, contiene la respiración,

aprieta los sentimientos y por fin alcanza a decir cinco palabras.

–Sí, soy yo, mi amor.Los números siguen rebotando en los labe-

rintos de su cerebro. Diecinueve, veinte…

IIJuan es uno de los mexicanos que ha sobrevivido a un secuestro y uno de los cientos de maestros que han sido agredidos por el crimen organiza-do en Acapulco, Guerrero, el segundo municipio más violento del país, después de Ciudad Juárez, según autoridades federales.

Él es uno de los profesores que el pasado 26 de agosto suspendieron clases en 400 planteles luego de que a las afueras de las escuelas apare-cieron mantas con amenazas de muerte a profe-sores, exigiéndoles 50 por ciento de su sueldo.

El más reciente episodio en Acapulco no es un hecho aislado ni privativo del puerto: unas 4 mil escuelas han contactado a la Cámara de Di-putados federal para reportar a la Comisión de Educación hechos violentos en los planteles, o contra alumnos y profesores.

Germán Contreras García, diputado federal, consejero nacional del SNTE y secretario de esa comisión legislativa, tiene identificadas a las en-tidades más peligrosas para el magisterio: Sina-loa, Guerrero, Oaxaca, Chiapas, Veracruz, Du-rango, Tamaulipas, Michoacán y Chihuahua.

Destacan entre los incidentes las extorsio-nes, amenazas, secuestros, atentados, lesiones físicas en niños y maestros, asaltos y balaceras afuera de los planteles.

“Ha habido maestros secuestrados; ten-go entendido que sólo en Sinaloa han sido ocho o nueve que, lamentablemente, han perdido la vida. Además, niños que han salido lesionados por las balaceras afuera de las escuelas, sobre todo en las secundarias y preparatorias”, cuenta el también profesor.

La Secretaría de Educación Pública (SEP), por su cuenta, ha registrado en los dos últimos años 370 fenómenos de violencia en escuelas, desde balaceras en el entorno hasta asaltos y secuestros de docentes, según reveló Fernando González, subsecretario de Educación Básica, durante un encuentro del secretario Alonso Lujambio con autoridades educativas de varios estados ocurri-do el pasado 5 de octubre.

Al término de la reunión, el titular de la SEP anunció que se realizaría por primera vez en México un diagnóstico sobre los índices de vio-lencia en el sistema educativo y que se modifica-rían los manuales y los protocolos de seguridad de escuelas y universidades.

Lujambio afirmó que “dígase lo que se diga” la escuela sigue siendo un espacio seguro, pero no negó que existan “casos aislados, focaliza-dos, en donde lamentablemente la prestación de

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los servicios educativos se ha visto afectada. Sin embargo, no se trata de un problema generaliza-do, sino, reitero, de casos aislados”.

Actualmente, destacó el funcionario federal, el programa Escuela Segura está presente en 36 mil 700 de un total de 250 mil planteles de ni-vel básico en todo el país. En educación media superior, dijo, se trabaja a través del Programa Construye T, presente en poco más de mil 700 bachilleratos.

“A ello se suman, los protocolos de seguri-dad puestos en marcha por las instituciones de educación superior agrupadas en la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior (ANUIES)”.

Pero esta visión no es compartida por Juan, el profesor secuestrado. Para él no se han garan-tizado las medidas de seguridad en los planteles. El día que cuenta su historia se encuentra en las oficinas de la Coordinación de Servicios Educa-tivos de Guerrero, conocido como Ineban.

Ahí, el hombre –cabello bien peinado y bigote escaso– habla de su secuestro en oraciones cor-tas. No abunda en detalles. Lo acompaña su espo-sa, una mujer de cuerpo espigado, falda blanca y blusa negra y unos labios recién pintados de rosa.

“Fui el primero, prácticamente, en denun-ciar aquí este caso. Le solicité al delegado de la región que me diera el cambio de escuela, y a los días comenzaron a llegar otros maestros de otras zonas escolares. Nosotros seguimos aquí, pro-testando, porque creemos que la seguridad to-davía no está garantizada”.

Juan y su esposa tienen 21 años de casados, dos hijos y una casa del Fovissste, que aún pa-gan, en la colonia donde lo secuestraron. Des-de el incidente, viven con familiares, no tienen auto, pagan renta y, poco a poco, la deuda del di-nero que les prestaron para dar el rescate.

IIIRecostado con los ojos cerrados y las manos en-trecruzadas, hablando con Dios, Pablo sintió de pronto un intenso piquete: una bala perdida se había clavado en su pie. A su alrededor, hom-bres, mujeres y niños corrían a esconderse donde podían: en sus casas, detrás de un árbol o algún muro sólido.

Lo único que él alcanzó a hacer cuando los disparos comenzaron fue tirarse al piso. Estaba en el centro de Zaragoza cuando hombres arma-dos llegaron y comenzaron a tirar balazos. Ape-nas duraron unos segundos, pero esas ráfagas bastaron para que las viviendas, el billar y la única escuela de esta pequeña comunidad, enclavada en la sierra de Concordia, Sinaloa, en los límites con Durango, quedaran tapizadas de agujeros.

En cuanto los hombres encapuchados se fue-ron, su compañero, Pedro Iván Tirado, profesor de Zaragoza que había trabajado como chofer en la Cruz Roja antes de convertirse en maestro ru-

ral, corrió en busca de trapos y alcohol. No sabe cómo, pero le amarró el pie con varios retazos y le contuvo la hemorragia.

Apenas terminó de curar a Pablo, cuando una vecina lo jaló del brazo para que fuera a ayudar a otro hombre que también había sido herido duran-te el tiroteo y se desangraba. Después de auxiliar a una persona más, el cuerpo de Pedro se aceleró.

“Sentí miedo”, dice en entrevista telefónica. Miedo porque fueron cientos de balazos, porque hubo muertos, porque quiso huir y no pudo.

Pedro platicaba sobre lo acontecido con los pocos residentes del lugar que habían salido de sus casas después del tiroteo. Desde ahí veían a las decenas de hombres y mujeres que, con unas cuantas bolsas de ropa, se subían a sus “trocas” para bajar a Concordia, la cabecera municipal, y ponerse a salvo.

Hasta ahí llegó un hombre con la voz agitada: “Profe, su jeep quedó todo baleado”.

Pedro Iván, el único maestro en esta comu-nidad, cenaba en el centro del pueblo y había es-tacionado su auto enfrente. En el fuego cruzado, el jeep quedó inservible: la carrocería y las llan-tas deshechas.

Después de auxiliar a los heridos y a su com-pañero maestro, el profesor cayó en la cuenta de que se había quedado sin alumnos y sin es-cuela: las ráfagas también alcanzaron al plantel donde impartía clases desde hacía cinco meses. Las dos aulas, con las paredes pintadas de café y amarillo, quedaron con decenas de agujeros. La cancha de futbol era un terreno llano, plano, sin algarabía, sin alumnos.

Al día siguiente, los periódicos de Sinaloa consignaron el hecho más o menos así:

El lunes 23 de mayo, alrededor de las 8 de la noche, un grupo de hombres vestidos con ropa militar comenzaron a disparar en el billar de la comunidad. Estos incidentes se extendieron rá-pidamente en el pequeño poblado habitado por unos 300 habitantes. Los policías encontraron más de 50 casquillos percutidos de fusiles AK-47, dos hombres muertos, otros dos más heridos, viviendas y autos baleados, así como ganado muerto.

A los días pocos días, el profesor de Zaragoza habló con las autoridades y pidió ayuda a la dele-gación del SNTE. Solicitaba su cambio de plaza. Hace poco se lo autorizaron.

Los niños de la comunidad que faltaban hu-yeron junto con sus padres: unos bajaron a la cabecera municipal y otros se fueron a los muni-cipios cercanos, como Mazatlán, con familiares o amigos. Unos de “aventón”, otros en autos par-ticulares, la mayoría “a cómo se pudo”.

“El rancho quedó completamente solo, quedó abandonado. Yo también me fui. A los días subí para recoger mi carro porque le metieron como cien balazos, puro AK47. Como pude, le cambié las cuatro llantas, lo jalé y me fui. Ya no volví… el pueblo quedó vacío, sin almas, un fantasma”.

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33Instalaciones de una escuela organizada por padres de familia, en Ciudad Renacimiento, Acapulco

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IVZaragoza no fue la única comunidad que quedó sin alumnos y sin maestros. En el ciclo escolar 2010-2011, cinco escuelas de Sinaloa, en la zona serrana, cerraron sus puertas debido a la insegu-ridad, informa Jaime Quiñones Muñoz, secreta-rio general de la sección 27 del SNTE.

Las primarias Vicente Guerrero, en El Tiro; Zaragoza, en Zaragoza, y Cursos Comunitarios, en El Llano, en el municipio de Concordia, que-daron sin alumnos, por lo que los maestros fue-ron reubicados. Lo mismo ocurrió en otras dos comunidades de Badiraguato.

Los profesores de esas comunidades “estu-vieron demandando su cambio de adscripción, ellos fueron de una u otra forma sometidos tam-bién, fueron tirados al piso, boca abajo, con las manos en la nuca, amenazándolos y finalmente los soltaron”.

Los maestros víctimas de algún hecho delic-tivo o amenazas son más y no sólo se encuentran en la zona rural: de los 32 mil profesores en Si-naloa, mil 500 han pedido su reubicación por la inseguridad, revela Quiñones Muñoz.

El profesor indica que en este 2011 tres maes-tros de Guasave fueron secuestrados cerca de su casa y a los días los encontraron muertos. Lo mismo ocurrió con otro de Culiacán. Hasta aho-ra, la contabilidad es: ocho maestros muertos y una decena de lesionados.

Las amenazas de bomba, agrega, también se han convertido en un hecho recurrente, que pro-voca la suspensión de clases durante días. Los casos han ocurrido en Mazatlán, donde van siete escuelas amenazadas hasta este mes.

Una de las consecuencias indirectas de la violencia es el ausentismo: ha ido en aumento en las comunidades serranas, tanto que los maes-tros han reportado entre 70 y 80 por ciento de alumnos que han dejado de asistir a clases.

VPara entrar a la escuela Virrey Antonio de Men-doza –una construcción de dos plantas ubicada sobre una calle angosta y empedrada– hay que oprimir un timbre y leer las instrucciones colo-cadas en la puerta de acceso cerrada bajo llave. En unas cuantas líneas se solicita a los interesa-dos pedir cita un día antes y presentar obligato-riamente una identificación oficial con fotogra-fía.

A esto los obligaron las circunstancias, luego de que Antonia Mendoza Martínez, directora de este colegio particular, encontrara el pasado 13 de julio una manta con una amenaza dirigida a ella y firmada por “La Empresa”.

Ese día, la profesora llegó al plantel a las 7:45. Encontró la puerta cerrada y afuera esperaban el personal de mantenimiento y decenas de alum-nos. Nadie había entrado a la escuela.

–Hay una amenaza, maestra –le dijo el en-cargado de mantenimiento, un hombre de su confianza. Frente a él había una bolsa negra de plástico cubriendo algo.

–¿Para quién? –preguntó la profesora. –Para usted.La mujer, que no creía tener enemigos, co-

menzó a pensar quién podría ser el responsable: alumnos que quisieran jugarle una broma de mal gusto, o grupos delictivos que en realidad pen-saran cumplir su amenaza.

Con manos temblorosas, sacó de su bolsa ne-gra un teléfono celular. No supo qué dijo ni cómo dio la dirección exacta, pero a los minutos llegaron decenas de agentes municipales, estatales, fede-rales y hasta militares. Destaparon el mensaje.

“Era una cartulina escrita con plumón ne-gro y rojo, directamente a mi persona que decía: ‘para la profesora Antonia Mendoza, directora de la escuela Virrey Antonio de Mendoza’, después una mentada de madre muy fea y después: ‘Va a amanecer colgada’. Atentamente La Empresa’”, cuenta la directora.

Desde entonces, la vida en el interior del co-legio y la rutina de la profesora cambiaron. En el plantel se fortalecieron las medidas de seguri-dad, se colocaron filtros en la entrada y se insta-laron cámaras de video.

En la vida de la maestra aparecieron secuelas: presión arterial elevada, delirio de persecución, pérdida de la tranquilidad y autolimitación para realizar actividades cotidianas, como ir de com-pras, acudir al súper, llevar a los nietos de paseo y viajar en auto, entre muchas otras.

“El 20 de agosto me ordenaron hacerme un diagnóstico muy costoso, de más de 130 mil pe-sos. Todo ha sido producto de este estrés, de este miedo, ya no vuelves a ser la misma, he dejado de ser libre”, dice sentada en su oficina, una cons-trucción pequeña y tibia, tapizada de cuadros con fotos de cada una de las generaciones que han pasado por el plantel.

Sólo por momentos se altera: “No es posible que la delincuencia organizada rebase a las ins-tituciones educativas, son lo más importante que tenemos, donde se forman las nuevas gene-raciones”.

Hace una pausa y se instala uno de esos si-lencios incómodos. Habla de justicia y vuelve a enojarse: “El día que fui estuve ocho horas y no pude denunciar; ahorita ya se van a cumplir cua-tro meses y no ha habido nada, no hay avances, mucho menos detenidos”.

Lo que sí hay, asegura, son más casos de ame-nazas, llamadas entre profesores que se alertan de esta situación. Lo que existe, se lamenta, son denuncias formales. Y lo que sobra es incerti-dumbre: “Nadie cree en la palabra justicia”.

VIEl hombre entró con facilidad: el candado de la

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puerta del jardín de niños Moisés Guevara, ubi-cado en la colonia Renacimiento de Acapulco, no sirvió de mucho. Una reja blanca medio despin-tada se abría para que una de las maestras en-trara al plantel. Él, con el arma larga colgando al frente, caminó unos 10 metros. Todos se hicie-ron a un lado.

Atravesó el patio: una plancha de concreto donde los niños juegan durante el recreo, pasó un salón e ingresó a la dirección. La directora re-visaba documentos, de pronto escuchó una voz que preguntaba por ella y vio cómo la puerta se abría de golpe.

El hombre no dio explicaciones ni golpeó a la profesora. Sólo una orden.

–¡Usted se va con nosotros!La mujer, una maestra de 53 años, a unos me-

ses de jubilarse, preguntó un par de veces por qué y luego obedeció: se puso de pie y atravesó el patio. Llegó a la puerta principal, la banqueta del

plantel, como todos los días, estaba repleta de puestos ambulantes. Y ahí, en la calle, comenzó a pedir auxilio.

Los gritos no tuvieron eco. Los vendedores de frutas, raspados y refrescos habían huido minu-tos antes cuando vieron bajar de un auto a varios hombres armados.

Adentro, dos profesoras que observaron cuando sacaban a su directora, corrieron a avisar al resto de sus compañeros. En una pequeña bo-dega, al lado de una hilera contigua de salones, en la parte trasera del plantel, el maestro de edu-cación física acomodaba los balones de futbol.

Hasta ahí llegó una de las profesoras. Des-esperada, pronunciaba frases entrecortadas: “la directora”, “unos hombres armados”, “la se-cuestraron”.

Era casi la hora de salida del turno matutino del plantel y los niños, inquietos porque sabían que estaban a punto de irse a casa, concluían las

Los ataques contra profesores, alumnos y centros docentes, así como las extorsiones a maestros en Ciudad Juárez y Durango, y las balaceras contra bachilleratos en Guerrero, están aumentando en Méxi-

co, alerta la Organización de las Naciones Unidas para la Educación (Unesco).En un reporte, titulado “La educación, víctima de la violencia armada”, destaca que en México la violen-

cia dirigida a los colegios y escuelas se ha incrementado y que éstos son escenarios frecuentes de enfren-tamientos.

El acoso es similar al que se vive en escuelas y planteles educativos de Afganistán, Colombia, república Democrática del Congo, Haití, India, Irán, Irak, Nepal, Pakistán, Tailandia, Somalia, Sudán y Zimbabwe, des-taca el reporte, difundido en 2010.

El documento de la Unesco se complementa con un informe de expertos en educación, seguridad y de-recho internacional. De acuerdo con uno de ellos, el especialista británico brendan O’Malley, el entorno escolar es atacado por grupos armados insurgentes y en otros casos las escuelas son agredidas también por ejércitos regulares.

En el caso de México, menciona que maestros de seis escuelas de Ciudad Juárez fueron amenazados por miembros de cárteles de las drogas, que amagan con secuestrar estudiantes o personal de la escuela si no acceden a sus peticiones.

relata también que se han cerrado escuelas ante tiroteos o porque al evaluar el contexto en el que se encuentran, es preferible cerrar durante tres o más semanas.

La Unesco indica que “los grupos insurrectos toman como blanco a las instituciones docentes con el ánimo de atacar al Estado y, a la inversa, algunos Estados y organizaciones paramilitares tratan de silenciar a oponentes, reales o supuestos, ejerciendo violencia contra los universitarios en particular”.

La organización recomienda incluir en los planes una educación basada en los derechos que son afec-tados durante las agresiones. Que las escuelas sean consideradas como zonas de paz y que pueden contri-buir para que los estudiantes no sean reclutados por esas organizaciones o por grupos armados en el caso de los países que viven en situación de guerra.

(Zorayda Gallegos)

La violencia contra escuelas mexicanas, igual que en Irán, Colombia, Haití…

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últimas actividades en su salón. Los del turno mixto continuaban coloreando sobre una hoja de papel repleta de garabatos.

Afuera, bajo el sofocante sol de junio, algu-nos padres de familia llegaban a recoger a sus hijos: lo primero que les sorprendió fue ver una calle solitaria, sin vendedores echándose aire con un cartón ni maestros organizando la salida de los alumnos.

A los pocos minutos, el ruido de unas sirenas agudizó su temor. Una de las profesoras se aso-mó para decir “secuestraron a mi directora”. Un agente habló por radio y pidió la presencia de la Policía Investigadora Ministerial. Algunos pa-dres llegaban por sus hijos sin preguntar nada y otros seguían a las aturdidas maestras para in-tentar obtener una explicación.

–¿Habrá clases mañana?–No sabemos señora, nosotros les avisamos

mañana.La directora no regresó al plantel desde ese

viernes 10 de junio y los niños pisaron las aulas hasta el 22 de agosto. Sin embargo, cinco días después, los profesores decidieron suspender de nuevo las actividades porque algunas cartulinas dirigidas a profesores comenzaron a aparecer. Los amenazaban y les exigían pagar “derecho de piso”.

A días de que se llevaron a la profesora, un grupo de maestros fue a tocar a la puerta de su casa, pero nadie abrió. Tiempo después, una tarde que regresaron a su domicilio, un vecino les comentó que sus familiares habían pagado el rescate y la directora había sido liberada. Eso sí: nadie la volvió a ver, nunca regresó al plantel.

“No sabemos ni cuánto pagaron ni cómo es-tuvo la cosa”, cuenta el profesor de educación física, un hombre de cuerpo atlético, vestido de shorts y playera azul. El mismo que acomodaba pelotas el día del secuestro de la directora.

Entre los testigos, los agentes recabaron da-tos contradictorios: una maestra aseguraba que habían sacado a la directora “de las greñas”, otra decía que la maestra no opuso resistencia.

Los vecinos de la acera de enfrente señalaron que salió del brazo de uno de los sujetos, aparen-temente tranquila, pero en la calle, cuando miró el tsuru color blanco, donde la esperaban otros hombres con armas de grueso calibre, comenzó a gritar.

Desde entonces nadie en la colonia la volvió a ver.

* * *–¿Y la maestra Gaby? –pregunta a gritos una mujer de cuerpo redondo y uniforme azul mari-no de la policía municipal, mientras mueve la reja de la puerta cerrada con llave del jardín de niños Moisés Guevara, en la colonia Renacimiento, el mismo donde semanas antes fue secuestrada la directora.

Vigila en la banqueta del plantel, sobre la ca-

lle Guayacales, frente al barandal despintado de la escuela. A unos metros, cuatro de sus compa-ñeros caminan por el perímetro del plantel.

–Aquí está, ya voy a abrirle –responde una profesora que se asoma desde la puerta de un sa-lón de clases, adentro del plantel.

Con el cuerpo desparramado en no más de 1.50 metros de altura, la mujer toma un folder donde hace algunas anotaciones. Camina con desdén, golpeteando con su dilatado abdomen un arma larga.

A unos centímetros, prendida de la falda de su madre, Rocío la observa: sigue con su mirada el camino que la policía recorre para entrar a la dirección del plantel.

Rocío es una pequeña de piel cobriza, piernas flacas y cuerpo menudo que se esconde con sigilo bajo un vestido de estampados morados. Estudia el sexto año de primaria y está acostumbrada a los ruidos estrepitosos, a esos que antes llama-ba “cuetazos”. Sin embargo, desde que le tocó ver una persecución a unas cuadras de su casa, cuando volvía de la tienda, todo ruido fuerte lo asocia con balazos.

Ella no ha vuelto a clases porque estudia en uno de los planteles cuyos maestros juran que no se han garantizado las medidas de seguridad. Por eso, acompaña a su madre –una acapulque-ña de piel morena y cuerpo macizo– al jardín de niños donde estudia su hermano menor. Quieren asegurarse de que todo marcha bien.

Es la hora del recreo y un grupo de niños con mandil azul amarrado a su cintura retozan en las piernas de sus madres. Descansan en el patio del plantel, bajo unos árboles frondosos de hojas re-dondas. Frente a ellos, en una de las paredes de las aulas, se puede leer en letras rojas: “A partir de hoy, los niños y niñas de este jardín de niños hemos sido vacunados contra la violencia”.

Es precisamente esa palabra –“violencia”– la que más repite Sonia Álvarez, una madre de fa-milia que remueve el cabello de su hija, mientras ésta, sentada en sus piernas, bebe un jugo de uva.

Platican sentadas en el patio del plantel, por donde hace unos meses sacaron a la directo-ra. Sonia, junto a un grupo de padres de familia molestos y preocupados porque el primer día de clases los policías no llegaron de forma puntual, firmó por escrito un acuerdo para realizar guar-dias voluntarias y tener un poco de seguridad. Así, cinco padres se turnan desde ese día un rol de guardias.

–La mayoría de los papás trabajamos, somos gente sencilla, pero qué vamos hacer. Si ellos (el gobierno) no nos garantizan la seguridad, tene-mos que buscarla por nuestra cuenta –dice So-nia, madre de una pequeña de cinco años de ca-bello lacio y abundante.

Desde que comenzaron las clases, los cinco padres que integran la guardia recorren las ins-talaciones, se asoman en cada salón para descar-tar cualquier presencia o acto sospechoso, tratan

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de memorizar a la gente que entra y sale. La regla principal es no abrir la puerta de entrada durante el día.

Marisela Ortiz, la directora que llegó después de que secuestraron a la anterior encargada, ex-plica que ha tomado diversas medidas básicas para aumentar la seguridad: por ejemplo, se ha entregado a cada menor una credencial que los padres deben presentar cuando recogen a su hijo. La finalidad es comprobar que los niños “están en buenas manos” y que no hay gente infiltrada en busca de información o que tengan otra fina-lidad.

El jardín de niños Moisés Guevara es una construcción pequeña con tres hileras de salones: la de la derecha, un bloque de color verde con rejas de colores, en la que se ubica la oficina de la direc-ción. La de la izquierda, un rectángulo blanco.

En la parte trasera de la escuela se aprecian más salones, más vegetación y unos columpios rojos donde los niños se balancean. En el costado opuesto, los sanitarios, una alberca que alguna vez tuvo agua y un mural gigante que enumera los derechos de los niños:

Art 8. El niño debe, en todas las circunstan-cias, figurar entre los primeros que reciban pro-tección y socorro.

Art. 10. El niño debe ser educado en espíri-tu de comprensión, tolerancia, amistad entre los pueblos, paz y fraternidad universal, con plena conciencia de que debe consagrar sus energías y aptitudes al servicio de sus semejantes.

VIDesde 2009, los diputados que integran la Co-misión de Educación del Congreso federal han recibido informes de maestros de todo el país so-bre casos de violencia, señala el diputado priista Germán Contreras García.

Pero en el SNTE, agrega, las denuncias han llegado desde que comenzó el gobierno del presi-dente Felipe Calderón. “Antes eran sólo amena-zas, hoy los esperan afuera de las escuelas, de los bancos, para quitarles su sueldo, que de por sí es precario y apenas les alcanza”.

A los de la Comisión de Educación, los profe-sores les han solicitado que elaboren iniciativas para endurecer un poco más las leyes contra quie-nes ataquen a las instituciones educativas. “Tam-bién nos están pidiendo un desesperado ‘basta a esta violencia’; los maestros tienen miedo”.

Para el diputado del PRI y ex secretario gene-ral de la sección 53 del SNTE en Sinaloa, los he-chos delictivos en contra de planteles, maestros y alumnos, colocan en riesgo la educación.

“El gobierno se ha dedicado nada más a pro-gramas como Operación Mochila, Escuela Se-gura, que la verdad de las cosas no han tenido el menor de los éxitos”.

Ante la violencia en contra de maestros en diferentes zonas del país, la dirigencia nacional

del SNTE emitió un comunicado mediante el cual pide a las autoridades que les garanticen el libre tránsito y condiciones para que los maes-tros puedan realizar sus tareas educativas.

Firmado por la presidenta vitalicia del sin-dicato, Elba Esther Gordillo, y los integrantes del consejo nacional, el gremio exigió seguridad y justicia, ya que en estados como Chihuahua, Guerrero, Michoacán, Nuevo León, Tamaulipas y Zacatecas, se han registrado casos de violencia en contra de maestros, quienes “han sido vícti-mas de amenazas, secuestros, extorsiones, asal-tos y lesiones físicas”.

Publicado el 14 de septiembre de 2011, en el comunicado se demanda que se realicen accio-nes para garantizar la seguridad de los estudian-tes, padres de familia y de los trabajadores.

 

VIIMientras hacía la llamada, los números siguen flotando en la memoria… veintiuno, veintidós, veintitrés…

–Sí, soy yo, mi amor –responde Juan. Al otro lado de la bocina, se siente un breve silencio y un llanto entre discreto y rabioso.

El hombre también llora no sabe cuánto, pero comienza a sentirse a salvo, a unas cuadras de casa, a metros del lugar en que esa misma maña-na un auto le cerró el paso y él, instintivamente, aplastó el pedal del freno de golpe. Cerca de don-de varios hombres armados abrieron la puerta de su auto y lo jalonearon para subirlo a una “troca” y perderse en la oscuridad que provoca un peda-zo de tela amarrado a los ojos.

“Ahí comenzó el infierno”, contará Juan más adelante: el secuestro de 12 horas que vivió a fi-nes de junio, el miedo que siente y transmite a los suyos, la sensación constante de ser perseguido, el recuerdo que no se borra.

Ese día, a las 7:20, los estudiantes salían a tomar el autobús y los automovilistas transita-ban despacio, con la tranquilidad del aire de la mañana.

En su antigua y fiel camioneta verde recorría el trayecto cotidiano después de dejar a sus dos hijos en la escuela. Estaba a 40 metros de llegar a casa y conducía relajado. Escuchaba la radio.

Nunca imaginó que un auto lo seguía. Ven-dría el impacto y el freno de golpe y, de pronto, su cuerpo ya viajaba en otra camioneta, con los ojos vendados. Tras un recorrido que Juan calculó en 10 minutos, lo metieron a una habitación y con una cinta le ataron los pies y las manos.

–Dame el teléfono de tu casa –dijo uno de los hombres, de voz joven y molesta.

Juan no contestó y recibió un golpe en el es-tómago.

–¿Cómo se llama tu esposa? –le preguntaron nuevamente.

Juan calló y recibió otro impacto, ahora en la cabeza. Después de varios golpes y muchas pre-

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guntas, Juan respondió. Escuchó como el hombre le pedía a su esposa que entregara 200 mil pesos al mediodía a cambio de dejarlo en libertad.

Pensó en lo peor y se inundó de preguntas: ¿cómo iba a conseguir su esposa 200 mil pesos si no tenían ahorros, ni una casa propia y el auto familiar era de un modelo tan viejo que no con-seguiría por él ni una tercera parte del rescate?

–Habla con ella, dile que estás con nosotros –le gritó uno de sus captores.

A Juan apenas le salió la voz y ella se quebró. El hombre le quitó el celular y le recalcó lo que en dos minutos ya le había repetido infinidad de veces: “si no tienes el dinero para esa hora, lo va-mos a matar, lo vamos a despedazar”.

Después de que terminó la llamada, el se-cuestrador comenzó a interrogarlo. Le preguntó cuántos hijos tenía, dónde estudiaban, dónde trabajaba su esposa, si tenía más propiedades. Juan rehusó contestar y los golpes azotaron nue-vamente su cabeza.

Al final, les dijo a medias lo que deseaban saber. Algunos de los hombres salieron del cuarto donde se encontraba; otros se quedaron a vigilar-lo. Escuchaba las risas. A las horas –no sabe cuán-tas–, alguien se acercó.

–¿Quieres comer? –le susurró.–No, quiero agua.Tiempo después, por la tarde, uno de los

hombres entró gritando al cuarto.–¡Te vamos a matar cabrón, tu familia no

quiere pagar tu rescate!Juan lloró: no sabe cuánto. Sentía que el fin se

acercaba y sólo rezaba por su esposa y sus hijos. Si lo mataban, ni modo, pero la súplica infinita, en su diálogo con Dios, era que no dañaran a su familia. “A ellos no”, se repetía.

Los hombres no dijeron nada más. Hicieron otras llamadas, agregaron una petición al resca-te: la factura del auto que conducía esa mañana. Por la tarde, como a las seis o siete, le avisaron que lo iban a soltar.

Sin embargo, uno de los hombres que lo cui-daba recibió una llamada y lo volvieron a atar. Finalmente, a eso de las 7 y medio de la noche, le desataron los pies y las manos y lo subieron a un vehículo. Después de unas cuantas vueltas, lo aventaron como un costal a un terreno repleto de arbustos.

–¡No te vayas a levantar y menos a destapar los ojos, cabrón. Cuentas hasta 100 y luego te pe-las! ¡Y no se te vaya a ocurrir destaparte los ojos antes!

Juan asintió con la cabeza. Escuchó cuando el auto arrancó y el ruido del viejo motor se extin-guió hasta perderse.

Y él, en el suelo, comenzó a contar. Uno, dos, tres… ¶