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Lecturas del Eje 1 Lectura 1 Hobsbawm Eric. “La era de la revolución, 1789- 1848.” Ed. Crítica. 2001 1 Prefacio e Introducción. PREFACIO El presente libro estudia la transformación del mundo entre 1789 y 1848, debida a lo que llamamos la «doble revolución»: la Revolución francesa de 1789 y la contemporánea Revolución industrial británica. Por ello no es estrictamente ni una historia de Europa ni del mundo. No obstante, cuando un país cualquiera haya sufrido las repercusiones de la doble revolución de este período, he procurado referirme a él aunque sea ligeramente. En cambio, si el impacto de la revolución fue imperceptible, lo he omitido. Así el lector encontrará páginas sobre Egipto y no sobre el Japón; más sobre Irlanda que sobre Bulgaria; más sobre América Latina que sobre África. Naturalmente, esto no quiere decir que las historias de los países y los pueblos que no figuran en este volumen tengan menos interés o importancia que las de los incluidos. Si su perspectiva es principalmente europea, o, más concretamente, franco-inglesa, es porque en dicho período el mundo —o al menos gran parte de él— se transformó en una base europea o, mejor dicho, franco- inglesa. El objeto de este libro no es una narración detallada, sino una interpretación y lo que los franceses llaman haute vulgarisation. Su lector ideal será el formado teóricamente, el ciudadano inteligente y culto, que no siente una mera curiosidad por el pasado, sino que desea saber cómo y por qué el mundo ha llegado a ser lo que es hoy y hacia dónde va. Por ello, sería pedante e inadecuado recargar el texto con una aparatosa erudición, como si se destinara a un público más especializado. Así pues, mis notas se refieren casi totalmente a las fuentes de las citas y las cifras, y en algún caso a reforzar la autoridad de algunas afirmaciones que pudieran parecer demasiado sorprendentes o polémicas. Pero nos parece oportuno decir algo acerca del material en el que se ha basado una gran parte de este libro. Todos los historiadores son más expertos (o, dicho de otro modo, más ignorantes) en unos campos que en otros. Fuera de una zona generalmente limitada, deben confiar ampliamente en la tarea de otros historiadores. Para el período 1789-1848 sólo esta bibliografía secundaria forma una masa impresa tan vasta, que sobrepasa el conocimiento de cualquier hombre, incluso del que pudiera leer todos los idiomas en que está escrita. (De hecho, todos los historiadores están limitados a manejar tan sólo unas pocas lenguas.) Por eso, no negamos que gran parte de este libro es de segunda y hasta de tercera mano, e inevitablemente contendrá errores y cortes que algunos lamentarán como el propio autor. Al final figura una bibliografía como guía para un estudio posterior más amplio. Aunque la trama de la historia no puede desenredarse en hilos separados sin destruirla, es muy conveniente, a efectos prácticos, cierta subdivisión del tema básico. De una manera general, he intentado dividir el libro en dos partes. La primera trata con amplitud el desarrollo principal del período, mientras la segunda esboza la clase de sociedad producida por la doble revolución. Claro que hay interferencias deliberadas, pues la división no es cuestión de teoría, sino de pura conveniencia. Debo profundo agradecimiento a numerosas personas con quienes he discutido diferentes aspectos de este 1 (Disponible en la web: http://books.google.com.ar/books?id=sGDSwi_NIAEC&pg=PA7&source=gbs_toc_r&cad=4#v=onepage&q&f=false )

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Lecturas del Eje 1 Lectura 1 Hobsbawm Eric. “La era de la revolución, 1789- 1848.” Ed. Crítica. 20011 Prefacio e Introducción. PREFACIO El presente libro estudia la transformación del mundo entre 1789 y 1848, debida a lo que llamamos la «doble revolución»: la Revolución francesa de 1789 y la contemporánea Revolución industrial británica. Por ello no es estrictamente ni una historia de Europa ni del mundo. No obstante, cuando un país cualquiera haya sufrido las repercusiones de la doble revolución de este período, he procurado referirme a él aunque sea ligeramente. En cambio, si el impacto de la revolución fue imperceptible, lo he omitido. Así el lector encontrará páginas sobre Egipto y no sobre el Japón; más sobre Irlanda que sobre Bulgaria; más sobre América Latina que sobre África. Naturalmente, esto no quiere decir que las historias de los países y los pueblos que no figuran en este volumen tengan menos interés o importancia que las de los incluidos. Si su perspectiva es principalmente europea, o, más concretamente, franco-inglesa, es porque en dicho período el mundo —o al menos gran parte de él— se transformó en una base europea o, mejor dicho, franco-inglesa. El objeto de este libro no es una narración detallada, sino una interpretación y lo que los franceses llaman haute vulgarisation. Su lector ideal será el formado teóricamente, el ciudadano inteligente y culto, que no siente una mera curiosidad por el pasado, sino que desea saber cómo y por qué el mundo ha llegado a ser lo que es hoy y hacia dónde va. Por ello, sería pedante e inadecuado recargar el texto con una aparatosa erudición, como si se destinara a un público más especializado. Así pues, mis notas se refieren casi totalmente a las fuentes de las citas y las cifras, y en algún caso a reforzar la autoridad de algunas afirmaciones que pudieran parecer demasiado sorprendentes o polémicas. Pero nos parece oportuno decir algo acerca del material en el que se ha basado una gran parte de este libro. Todos los historiadores son más expertos (o, dicho de otro modo, más ignorantes) en unos campos que en otros. Fuera de una zona generalmente limitada, deben confiar ampliamente en la tarea de otros historiadores. Para el período 1789-1848 sólo esta bibliografía secundaria forma una masa impresa tan vasta, que sobrepasa el conocimiento de cualquier hombre, incluso del que pudiera leer todos los idiomas en que está escrita. (De hecho, todos los historiadores están limitados a manejar tan sólo unas pocas lenguas.) Por eso, no negamos que gran parte de este libro es de segunda y hasta de tercera mano, e inevitablemente contendrá errores y cortes que algunos lamentarán como el propio autor. Al final figura una bibliografía como guía para un estudio posterior más amplio. Aunque la trama de la historia no puede desenredarse en hilos separados sin destruirla, es muy conveniente, a efectos prácticos, cierta subdivisión del tema básico. De una manera general, he intentado dividir el libro en dos partes. La primera trata con amplitud el desarrollo principal del período, mientras la segunda esboza la clase de sociedad producida por la doble revolución. Claro que hay interferencias deliberadas, pues la división no es cuestión de teoría, sino de pura conveniencia. Debo profundo agradecimiento a numerosas personas con quienes he discutido diferentes aspectos de este

1 (Disponible en la web: http://books.google.com.ar/books?id=sGDSwi_NIAEC&pg=PA7&source=gbs_toc_r&cad=4#v=onepage&q&f=false)

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libro o que han leído sus capítulos en el manuscrito o en las pruebas, pero que no son responsables de mis errores: señaladamente, a J. D. Bernal, Douglas Dakin, Ernst Fischer, Francis Haskell, H. G. Koenigsberger y R. F. Leslie. En particular, el capítulo 14 debe mucho a las ideas de Ernst Fischer. La señorita P. Ralph me prestó gran ayuda como secretaria y ayudante en el acopio de documentación.

E. J. H. Londres, diciembre de 1961

INTRODUCCIÓN Las palabras son testigos que a menudo hablan más alto que los documentos. Consideremos algunos vocablos que fueron inventados o que adquirieron su significado moderno en el período de sesenta años que abarca este volumen. Entre ellos están: «industria», «industrial», «fábrica», «clase media», «clase trabajadora», «capitalismo» y «socialismo». Lo mismo podemos decir de «aristocracia» y de «ferrocarril», de «liberal» y «conservador, como términos políticos, de «nacionalismo», «científico», «ingeniero», «proletariado» y «crisis» (económica). «Utilitario» y «estadística», «sociología» y otros muchos nombres de ciencias modernas, «periodismo» e «ideología» fueron acuñados o adaptados en dicha época.2 Y lo mismo «huelga» y «depauperación». Imaginar el mundo moderno sin esas palabras (es decir, sin las cosas y conceptos a las que dan nombre) es medir la profundidad de la revolución producida entre 1789 y 1848, que supuso la mayor transformación en la historia humana desde los remotos tiempos en que los hombres inventaron la agricultura y la metalurgia, la escritura, la ciudad y el Estado. Esta revolución transformó y sigue transformando al mundo entero. Pero al considerarla hemos de distinguir con cuidado sus resultados a la larga, que no pueden limitarse a cualquier armazón social, organización política o distribución de fuerzas y recursos internacionales, y su fase primera y decisiva, estrechamente ligada a una específica situación social e internacional. La gran revolución de 1789-1848 fue el triunfo no de la «industria» como tal, sino de la industria «capitalista»; no de la libertad y la igualdad en general, sino de la «clase media» o sociedad «burguesa» y liberal; no de la «economía moderna», sino de las economías y estados en una región geográfica particular del mundo (parte de Europa y algunas regiones de Norteamérica), cuyo centro fueron los estados rivales de Gran Bretaña y Francia. La transformación de 1789-1848 está constituida sobre todo por el trastorno gemelo iniciado en ambos países y propagado en seguida al mundo entero. Pero no es irrazonable considerar esta doble revolución —la francesa, más bien política, y la Revolución industrial inglesa— no tanto como algo perteneciente a la historia de los dos países que fueron sus principales mensajeros y símbolos, sino como el doble cráter de un anchísimo volcán regional. Ahora bien, que las simultáneas erupciones ocurrieran en Francia y Gran Bretaña y tuvieran características ligeramente diferentes no es cosa accidental ni carente de interés. Pero desde el punto de vista del historiador, digamos, del año 3000, como desde el punto de vista del observador chino o africano, es más relevante anotar que se produjeron una y otra en la Europa del noroeste y en sus prolongaciones ultramarinas, y que no hubieran tenido probabilidad alguna de suceder en aquel tiempo en ninguna otra parte del mundo. También es digno de señalar que en aquella época hubieran sido casi inconcebibles en otra forma que no fuera el triunfo del capitalismo liberal y burgués.

2 La mayor parte de esas palabras tienen curso internacional o fueron traducidas literalmente en los diferentes idiomas. Así, «socialismo» y «periodismo» se internacionalizaron, mientras la combinación «camino» y «hierro» es la base de «ferrocarril» en todas partes, menos en su país de origen.

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Es evidente que una transformación tan profunda no puede comprenderse sin remontarse en la historia mucho más atrás de 1789, o al menos a las décadas que precedieron inmediatamente a esta fecha y que reflejan la crisis de los anciens régimes del mundo occidental del norte, que la doble revolución iba a barrer. Quiérase o no, es menester considerar la revolución norteamericana de 1776 como una erupción de significado igual al de la anglo-francesa, o por lo menos como su más inmediata precursora y acuciadora; quiérase o no, hemos de conceder fundamental importancia a las crisis constitucionales y a los trastornos y agitaciones económicas de 1760-1789, que explican claramente la ocasión y la hora de la gran explosión, aunque no sus causas fundamentales. Cuánto más habríamos de remontarnos en la historia —hasta la revolución inglesa del siglo XVII, hasta la Reforma y el comienzo de la conquista militar y la explotación colonial del mundo por los europeos a principios del siglo XVI e incluso antes—, no viene al caso para nuestro propósito, ya que semejante análisis a fondo nos llevaría mucho más allá de los límites cronológicos de este volumen. Aquí sólo necesitamos observar que las fuerzas sociales y económicas, y los instrumentos políticos e intelectuales de esta transformación, ya estaban preparados en todo caso en una parte de Europa lo suficientemente vasta para revolucionar al resto. Nuestro problema no es señalar la aparición de un mer-cado mundial, de una clase suficientemente activa de empresarios privados, o incluso (en Inglaterra) la de un Estado dedicado a sostener que el llevar al máximo las ganancias privadas era el fundamento de la política del gobierno. Ni tampoco señalar la evolución de la tecnología, los conocimientos científicos o la ideología de una creencia en el progreso individualista, secular o racionalista. Podemos dar por supuesta la existencia de todo eso en 1780, aunque no podamos afirmar que fuese suficientemente poderosa o estuviese suficientemente difundida. Por el contrario, debemos, si acaso, ponernos en guardia contra la tentación de pasar por alto la novedad de la doble revolución por la familiaridad de su apariencia externa, por el hecho innegable de que los trajes, modales y prosa de Robespierre y Saint-Just no habrían estado desplazados en un salón del ancien régime, porque Jeremy Bentham, cuyas ideas reformistas acogía la burguesía británica de 1830, fuera el hombre que había propuesto las mismas ideas a Catalina la Grande de Rusia y porque las manifestaciones más extremas de la política económica de la clase media procedieran de miembros de la Cámara de los Lores inglesa del siglo XVIII. Nuestro problema es, pues, explicar, no la existencia de esos elementos de una nueva economía y una nueva sociedad, sino su triunfo; trazar, no el progreso de su gradual zapado y minado en los siglos anteriores, sino la decisiva conquista de la fortaleza. Y también señalar los profundos cambios que este súbito triunfo ocasionó en los países más inmediatamente afectados por él y en el resto del mundo, que se encontraba de pronto abierto a la invasión de las nuevas fuerzas, del «burgués conquistador», para citar el título de una reciente historia universal de este período. Puesto que la doble revolución ocurrió en una parte de Europa, y sus efectos más importantes e inmediatos fueron más evidentes allí, es inevitable que la historia a que se refiere este volumen sea principalmente regional. También es inevitable que por haberse esparcido la revolución mundial desde el doble cráter de Inglaterra y Francia tomase la forma de una expansión europea y conquistase al resto del mundo. Sin embargo, su consecuencia más importante para la historia universal fue el establecimiento del dominio del globo por parte de unos cuantos regímenes occidentales (especialmente por el británico) sin paralelo en la historia. Ante los mercaderes, las máquinas de vapor, los barcos y los cañones de Occidente —y también ante sus ideas—, los viejos imperios y civilizaciones del mundo se derrumbaban y capitulaban. La India se convirtió en una provincia administrada por procónsules británicos, los estados islámicos fueron sacudidos por terribles crisis, África quedó abierta a la conquista directa. Incluso el gran Imperio chino se vio obligado, en 1839-1842, a abrir sus fronteras a la explotación occidental. En 1848 nada se oponía a la conquista occidental de los territorios, que tanto los gobiernos como los negociantes consideraban conveniente ocupar, y el progreso de la empresa capitalista occidental sólo era cuestión de tiempo. A pesar de todo ello, la historia de la doble revolución no es simplemente la del triunfo de la nueva sociedad burguesa. También es la historia de la aparición de las fuerzas que un siglo después de 1848 habrían de

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convertir la expansión en contracción. Lo curioso es que ya en 1848 este futuro cambio de fortunas era previsible en parte. Sin embargo, todavía no se podía creer que una vasta revolución mundial contra Occidente pudiera producirse al mediar el siglo XX. Solamente en el mundo islámico se pueden observar los primeros pasos del proceso por el que los conquistados por Occidente adoptan sus ideas y técnicas para devolverles un día la pelota: en los comienzos de la reforma interna occidentalista del Imperio turco, hacia 1830, y sobre todo en la significativa, pero desdeñada, carrera de Mohamed Alí de Egipto. Pero también dentro de Europa estaban empezando a surgir las fuerzas e ideas que buscaban la sustitución de la nueva sociedad triunfante. El «espectro del comunismo» ya rondó a Europa en 1848, pero pudo ser exorcizado. Durante mucho tiempo sería todo lo ineficaz que son los fantasmas, sobre todo en el mundo occidental más inmediatamente transformado por la doble revolución. Pero si miramos al mundo de la década de 1960 no caeremos en la tentación de subestimar la fuerza histórica de la ideología socialista revolucionaria y de la comunista, nacidas de la reacción contra la doble revolución, y que hacia 1848 encontró su primera formulación clásica. El período histórico iniciado con la construcción de la primera fábrica del mundo moderno en Lancashire y la Revolución francesa de 1789 termina con la construcción de su primera red ferroviaria y la publicación del Manifiesto comunista.

Lectura 2 Di Tella, Torcuato et al (2004). Diccionario de Ciencias Sociales y Políticas. Editorial Ariel, Buenos Aires. Entrada: capitalismo. CAPITALISMO. El término designa el sistema socioeconómico caracterizado fundamen-talmente por la propiedad privada de los principales medios de producción y la libertad reconocida a los individuos para realizar contratos que regulen sus propios intereses, históricamente el capitalismo surgió en Europa occidental como sistema basado en la organización del trabajo libre asalariado, diferenciándose de otros sistemas fundados en la utilización de mano de obra esclava o servil (v. esclavismo, feudalismo). Desde el punto de vista jurídico, el capitalismo descansa, pues, "sobre dos instituciones esenciales: el derecho de propiedad privada y la libertad de contrato, incluida en este concepto la contratación del trabajo personal. En general, la actividad económica está orientada hacia la rentabilidad u obtención de beneficios por las empresas privadas en un régimen de libre concurrencia en "el cual, al menos en principio, el Estado no interviene. El elemento central del sistema es el mercado, ya que la finalidad de la producción es el intercambio y no el consumo directo. Según la ley de oferta y demanda, el mercado regula los precios y las retribuciones de todos los factores que intervienen en el proceso de producción y distribución. La competen-cia es el motor y el regulador de la actividad económica. Max Weber define la esencia del capitalismo como un tipo de conducta económica particular, caracterizada por la búsqueda de la ganancia máxima a través de la utilización racional, calculada y metódica de los medios de producción (recursos, capitales, técnicas, organización sistemática del trabajo) y de las condiciones del mercado y del intercambio. La singularidad del capitalismo estaría dada entonces por esa racionalidad de las conductas y de las estructuras sociales, políticas, económicas y legales. La teoría económica liberal considera que la propiedad privada y la búsqueda del interés personal aseguran el mejor aprovechamiento de los recursos. Ello resulta del libre juego del mercado (según la teoría clásica), aunque puede necesitar cierta intervención del Estado (v. keynesianismo). Dentro de la filosofía del liberalismo (v.), la libertad de empresa garantiza, a su vez, el mantenimiento de todas las demás libertades políticas y sociales. Según Schumpeter, el impulso esencial del sistema capitalista está dado por los elementos creados por la iniciativa privada: nuevos objetos de consumo, nuevos métodos de producción, nuevos mercados, nuevos tipos de organización, etc. La ganancia capitalista sería entonces la justa remuneración del hombre de

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empresa. Para el marxismo (v.), la manera en que se producen los bienes materiales genera relaciones sociales específicas. En este sentido, el capitalismo es un modo de producción (v.) que engendra su propia estructura social, sometida a la lógica de reproducción del sistema en la cual el trabajo —actividad humana fundamental— resulta enteramente dependiente de la acumulación (v.). En el vocabulario marxista se denomina plusvalia (v.) la forma en que se produce la apropiación del trabajo ajeno por los capitalistas (v. capital). El sistema capitalista se define por el modo específico en que se articulan las fuerzas productivas (materiales y humanas) y las relaciones de producción (alrededor de la propiedad privada de los medios de producción), y esa articulación determina el antagonismo esencial entre dos clases fundamentales de la sociedad: la burguesia (v.) y el proletariado (v.). A partir de la crisis mundial de 1929 (v.), el modelo clásico del capitalismo liberal, espontáneo o de libre concurrencia, comienza a ser sustituido por nuevas tendencias que configuran el llamado capitalismo organizado, cuya característica central es la fuerte intervención del Estado para regular el sistema. Algunos analistas describen el fenómeno como "economía mixta de base capitalista". CAPITALISMO DEPENDIENTE. Este término alude a la existencia de numerosas economías denominadas periféricas, que se encuentran en una situación de dependencia (v.) con respecto a los grandes centros industriales (v. centro-periferia). La estructura económica mundial, resultado de un proceso histórico en el cual son elementos fundamentales el colonialismo y la división internacional del trabajo, se encuentra constituida por dos grupos de países clara-mente diferenciados. Por un lado, un reducido número de países altamente industrializados (el centro), cuyo crecimiento económico se basa en el equilibrio entre el sector de bienes de producción y el sector de bienes de consumo. Por otro lado, un importante conjunto de países (la periferia) sometidos al intercambio desigual y cuya estructura productiva, caracterizada por la extraversión económica, dificulta el proceso de acumula-ción de capital sobre bases nacionales, ya que dos sectores clave para el desarrollo —el sector primario, orientado a la exportación, y el sector de bienes de consumo sofisticados, sujeto a la importación de productos y/o tecnologías— dependen del mercado mundial (v. ESTRUCTURA PRODUCTIVA DE-SEQUILIBRADA). Véase: S. Amin, La acumulación en escala mundial, Buenos Aires, Siglo XXI, 1975. -M. Dobb, Estudios sobre el desarrollo del capitalismo, México, Siglo XXI, 1985. - A. G. Frank, Capitalismo y subdesarrollo en América Latina, México, Siglo XXI, 1970. -J. M. Keynes, Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, México, FCE, 1958. - K. Marx, El capital, México, FCE, 1966. - C. A. Michalet, Le capitalisme mondial, París, PUF, 1976. - J. A. Schumpeter, Capitalismo, socialismo y democracia, México, Folios, 1978. - I. Wallerstein, The Capitalist World-Economy, Cambridge Univ. Press, 1979. -M. Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, México, Premia, 1975. [PAZ GAJARDO] CAPITALISMO MUNDIAL. A partir de los años sesenta, el sistema capitalista se orienta de manera creciente hacia la internacionalización de la producción y de las estructuras financieras. Estos fenómenos que se manifiestan con la emergencia de las empresas multinacionales y una nueva división internacional del trabajo sobrepasan ampliamente el marco tradicional de análisis de la economía internacional, y exigen un estudio adaptado a la nueva realidad. La teoría clásica y neoclásica del intercambio internacional, fundada en las ventajas de * la especialización natural de la producción y la libre competencia*, trata dicho intercambio en el contexto del Estado-Nación. En la actualidad, esta forma relativamente reciente de organización política cuya aparición coincidió con la emergencia de las burguesías contra los poderes feudales y que constituyó el marco necesario para el desarrollo capitalista, se ve desbordada por la no coincidencia entre un espacio económico de carácter

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mundial, en el que ciertos grupos económicos de los países más desarrollados efectúan una parte creciente de las operaciones fuera de sus fronteras y controlan procesos de industrialización a escala mundial y los espacios políticos nacionales, donde los Estados pierden en gran medida la capacidad de control sobre el propio ámbito económico. Las firmas multinacionales constituyen el vector fundamental de un proceso de internacionalización tendiente a difundir el régimen de acumulación intensiva originado en la economía norteamericana hacia Europa y Japón. En este período de concentración y centralización del capital se pasa de la exportación de capitales a la internacionalización del conjunto del ciclo del capital. La originalidad del proceso consiste en la desterritorialización de la producción. La entrada en crisis de las principales eco-nomías capitalistas desarrolladas produce en los primeros años de la década del 70 una modificación sustancial del rol del comercio exterior en las economías dominantes, el mercado internacional adquiere una importancia cada vez mayor para los países desarrollados. Las economías capitalistas avanzadas entran en un proceso de creciente reestructuración: la revolución tecnológica de la información, las nuevas formas de organización económica, el control de una parte creciente de los aparatos productivos de los países periféricos, la expansión acelerada del mercado financiero internacional a través de los procesos de transnacionalización y multinacionalización bancaria han modificado las reglas de juego keynesianas afectando profundamente la coherencia interna de los sistemas productivos nacionales. El quiebre del proceso de acumulación intensiva es producto —entre otros aspectos— del agotamiento de los aumentos de productividad, del desequilibrio resultante de una modernización más rápida de los bienes de consumo que de los bienes de producción y del aumento de la participación de los salarios en el ingreso nacional, a causa de la expansión acelerada, especialmente de los salarios indirectos. El equilibrio entre salarios reales y productividad se ve así doblemente desestabilizado, la crisis de valorización resultante surge de una inadecuación entre el régimen de acumulación y el modo de regulación vigente. Esto se traduce en una pérdida de la coherencia interna de los espacios nacionales, en tanto base privilegiada de la acumulación fordista. El desarrollo acelerado del consumo de masas en los países desarrollados había permitido resolver en el seno mismo de las economías nacionales las dificultades relacionadas con la demanda. De manera general, la crisis de los setenta se manifiesta a través de la baja tasa de plusvalía que impide la acumulación y que tiene como efecto un descenso de la inversión productiva. Ante la crisis de rentabilidad en la esfera productiva, el capital se desplaza de manera creciente a la esfera financiera en el contexto de una internacionalización conjunta del capital industrial y bancario. Este proceso pone de manifiesto uno de los aspectos centrales de la crisis: el paso de una regulación nacional a una regulación progresivamente internacional. La reestructuración del sistema capitalista da lugar en la década del 80 a una serie de re-formas tanto institucionales como empresariales tendientes a maximizar el beneficio a través de políticas de desregulación, privatización y desmantelamiento del contrato capital-trabajo del período anterior. De acuerdo con M. Castells, una economía es global cuando tiene la capacidad de funcionar como una unidad en tiempo real a escala planetaria. Sin embargo, la llamada GLOBALIZACIÓN (v.) concierne a los movi-mientos de mercancías y de capitales, no así a la fuerza de trabajo; contrariamente a otros períodos históricos, la inmigración se ve cada vez más restringida debido al carácter excluyente de la actual fase del capitalismo. Desde el punto de vista cultural, si consideramos que el nuevo patrón de acumulación necesita del incentivo de lo que T. Moulian denomina "consumidor vertiginoso", la ideología neoliberal ha promovido la figura ético-cultural del hedonista (narcisista). Para este individuo, fundamentalmente centrado en sí mismo, el consumo se instala como una necesidad interior. Las instituciones crediticias —que atrapan a una parte importante de la población activa de los diferentes Estados-nación, favorecen así la masificación del consumo que opera como un mecanismo de integración social. El mercado crediticio por su parte contradice al mercado laboral en cuanto a la necesidad de flexibilidad de la ocupación de la fuerza de trabajo. Como señaláramos anteriormente la internacionalización de la producción y del sistema financiero se debió a la acción de factores estructurales ligados a las dificultades internas de los países desarrollados de valorización de

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capital. La emergencia de un espacio económico mundial cada vez más integrado, cuya dinámica resulta en gran medida de la acción de empresas y Bancos multinacionales, expresa el intento de dar respuesta a las necesidades del sistema en su conjunto. Debido a la inexistencia de instituciones supra-nacionales de regulación que reemplacen a los Estados-nación, son las entidades heredadas del capitalismo de posguerra las que se encargan del salvataje en caso de corridas especulativas. Dentro del contexto de la injusta distribución del ingreso a nivel mundial, la subordinación de gran parte de las economías periféricas a los flujos de los mercados financieros que desestabilizan los sistemas económicos, la imposición de políticas de ajuste tendientes a preservar las diferentes monedas y los respectivos equilibrios fiscales, se traducen en violentos movimientos de disciplinamiento social y político. Una de las consecuencias más graves de las transformaciones en curso es el alto nivel de exclusión social que ocasionan. Algunos autores preconizan el fin de la era salarial, el fin del trabajo como modo de integración social. El debilitamiento de la sociedad salarial pone en jaque la concepción misma de los derechos sociales. La ruptura economía-sociedad, la primacía del mercado sobre el Estado —espacio privilegiado de la política— alteran de manera profunda la forma de representación de la sociedad en sus más diversos aspectos. Si la política no supone un contrato social que precede todos los contratos particulares, se la habrá reducido a una función de mercado dejando así de ser el principio organizador de la vida social. Algunos autores se preguntan cuánto mercado puede soportar la democracia en un contexto de fractura de las mínimas medidas de solidaridad social y de creciente exclusión y fragmentación social. Alexis de Tocqueville veía los rasgos del nuevo despotismo en el mundo, en el poder inmenso y tutelar del Estado. En la actualidad puede atribuirse esa característica al mercado, que al dejar librados a millones de seres humanos a su suerte ha inaugurado un nuevo despotismo, un cambio de época de dimensiones globales, en la cual la decadencia moral, cultural, ecológica, económica y política es parte de la vida cotidiana de la mayoría de la población mundial. Véase: M. Castells, La Era de la Información, vol. 1: La Sociedad Red, Madrid, Alianza Editorial, 1997. - T. Moulian: El Consumo me Consume, Stgo. de Chile, LOM Editores, 1998. - H. P. Martin y H. Schu-man, La Trampa de la Globalización, España, Taurus, 1998. - M. Aglietta: Regulation et Crise du Capitalisme, París, Calmann-Lévy, 1976. [PAZ GAJARDO] Lectura 3 Sidicaro Ricardo (2006) La crisis del estado. Editorial Eudeba, Buenos Aires. Capítulo 2. El neoliberalismo menemista y la profundización de la crisis estatal El agotamiento de un estilo de relación entre el Estado y la sociedad fue planteado en 1989 desde diferentes perspectivas que, si bien no coincidían totalmente, abrieron paso a las reformas estatales iniciadas por el sucesor de Alfonsín. El consenso logrado en la población obvió la discusión de las medidas a adoptar y los portavoces de los principales actores socioeconómicos celebraron el vox populi, vox Dei, al que siempre habían rechazado por irracional y populista. Los partidos políticos acompañaron ese clima de ideas, sin expresar mayores convicciones, pues el intervencionismo del Estado en lo social y lo económico era parte del sentido común de sus dirigentes y de sus adherentes más comprometidos, que, no está de más recordarlo, cultivaban expectativas de alcanzar puestos y salarios en algún nivel de las tan vilipendiadas administraciones públicas.

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Además, muy pronto se hizo notorio que los pequeños partidos que durante años habían hecho de la crítica al Estado su principal propuesta doctrinaria tampoco tenían concepciones claras sobre cómo dar al mercado la primacía pregonada. Las principales corporaciones empresarias festejaron la victoria ideológica, pero en la medida en que sus demandas de menor intervención estatal sólo constituían un programa general y difuso de rechazo a las regulaciones, llegaron a la nueva etapa sin perspectivas definidas. El «milagro» de la conversión de Menem pareció sorprender a los antiguos pregoneros de las virtudes del mercado. Sin subterfugios, Juan Carlos de Pablo describió la tenue frontera entre la política y la economía: «¿Por qué fuimos a la 'hiper'? Porque creíamos que venía Menem. En efecto, las finanzas públicas de comienzos de 1989 no eran muy diferentes de las de los años anteriores; pero a medida que las encuestas de opinión ratificaban más y más las chances del candidato justicialista, los argentinos huíamos en igual medida de los australes, lo cual deterioraba más la situación económica y aumentaba entonces las posibilidades de triunfo de Carlos Menem, generando nuevas vueltas de tuerca en la espiral acumulativa» (de Pablo, 1994: 17). De la identidad peronista tradicional a la gestión neoliberal Desde su fundación el peronismo se presentó como una fuerza política preocupada por lograr mayor equidad social y, dadas sus relaciones con el sindicalismo, se asoció a la mejora de la situación social y económica de los sectores asalariados y de la población de menores recursos. Las argumentaciones sobre la sociedad y las soluciones de sus problemas se formularon hasta 1989 a partir del supuesto de la existencia de una división tajante entre los intereses de la mayoría de los integrantes de la población, en su lenguaje el «pueblo» o los trabajadores, que se hallaban enfrentados a minorías económicas, designados como el «capital» o la «oligarquía», vinculados a los intereses de potencias extranjeras. El recuerdo de los avances en materia de equidad social realizados en su primer decenio de gobierno y las posteriores luchas y movilizaciones por reclamos salariales, le permitió a los peronistas recrear la idea de un adversario social nativo aliado a «empresas o gobiernos foráneos». Frente a esos enemigos, realizaban convocatorias políticas exitosas para preservar la adhesión de sus apoyos estables y conseguir nuevos. El «otro» social, localizado en las cúspides del poder económico, fue considerado instigador y beneficiario de los golpes militares de 1955 y de 1976. El antagonista político en el imaginario peronista era el radicalismo, y si bien la beligerancia varió en intensidad de acuerdo a las coyunturas, la UCR fue su competidor electoral permanente. Para los peronistas, la definición del «nosotros» no se vio alterada durante buena parte de su historia. Se consideraban la expresión del «pueblo» y de la «nación», y como era evidente que no los apoyaba la totalidad de los votantes, la aritmética electoral estuvo presente en la formación de frentes con otros partidos que podían asegurar el umbral de sufragios para alcanzar las mayorías. El gobierno de Menem llevó adelante una gran ruptura con la tradición peronista. Para realizar el cambio de posiciones doctrinarias no existieron mayores discusiones públicas en su partido, pero tampoco se registraron en sus filas adhesiones al proyecto de desarticulación de las instituciones del intervencionismo estatal. Las prácticas de los altos funcionarios del gobierno menemista se ajustaron al programa neoliberal, que se encuadraba en lo que históricamente era la propuesta del «otro» social. Al respecto, Gerardo Aboy Caries sostiene que «al romper con la política de reforma social e igualación que era uno de los componentes del peronismo, el menemismo acaba con el principio de unidad que había amalgamado a los sectores populares en solidaridades colectivas a través de un sistema de alteridades, el enfrentamiento peronismo-antiperonismo» (2001: 307). El abandono de las orientaciones tradicionales fue justificado de maneras distintas por los funcionarios menemistas más destacados, pero la ideología neoliberal, de hecho, careció de voceros con trayectorias partidarias reconocidas. Los gobernadores peronistas provinciales no se mostraron, en general, propensos a cambiar las ideas económicas y sociales del movimiento político al que pertenecían. El sindicalismo se encontró frente a los dilemas que surgían del proyecto menemista. Por sus bases sociales, por su tradición, por los intereses de sus propias organizaciones, los dirigentes gremiales peronistas se hallaban asociados desde hacía décadas al intervencionismo estatal. La apertura de la economía con el aumento de los índices de desocupación, la desregulación de las relaciones laborales, la

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precarización del empleo, los denominados contratos «basura», los retrocesos del poder adquisitivo de los salarios, las privatizaciones de empresas públicas, y, en general, todo el efecto simbólico que tenían las pérdidas de conquistas logradas durante anteriores gestiones peronistas, generaron creciente malestar social y el debilitamiento de los sindicatos. La disminución del número de sindicalistas en las representaciones parlamentarias del peronismo fue uno de los indicadores más elocuentes de su retroceso y de la desconfianza con la que se seguía su evolución desde el gobierno (Gutiérrez, 2001). La oposición gremial contribuyó a aplazar la sanción o el tratamiento de leyes cuya finalidad era profundizar la desregulación laboral o hacerle perder el manejo de las obras sociales. En esas actitudes de rechazo a la política oficial debieron coincidir con muchos legisladores cuyas orientaciones eran erráticas, y que evitaban rupturas públicas y permanentes con el gobierno y se mantenían en la disciplina de sus bloques parlamentarios (Jones: 2001). Puede afirmarse que con muchos sindicalistas ocurrió algo similary eludieron los costos de oponerse al neoliberalismo, postergando sus críticas públicas para futuras coyunturas. Al terminar la década presidencial de Menem las críticas al denominado «modelo» eran más habituales y claras en el partido oficialista que en los candidatos de la coalición opositora. Luego de la derrota de 1999, se les abrió a todos los dirigentes peronistas la posibilidad de diferenciarse de modo público del proyecto de liberalización y de desregulación de la economía y de las relaciones laborales que habían, por las más diferentes causas, llevado al gobierno. Si la preocupación por la carrera política fue para muchos un factor clave para moderar las objeciones al gobierno de Menem, esa meta la buscaron luego criticando las consecuencias del «modelo». La década menemista: neoliberalismo y globalización Primero con ciertas ambigüedades y luego con total decisión, el gobierno presidido por Menem asumió como propio el programa neoliberal. La apertura de la economía, la desregulación y las privatizaciones de las empresas públicas, fueron los ejes de la etapa inicial que incluyó la hiperinflación de 1990. En la transición no faltaron medidas tan poco liberales como la confiscación de ahorros bancarios privados contra la entrega de bonos estatales. Pero esos «percances» no impidieron que el proyecto se estabilizara y ganara adhesiones y esperanzas anunciando la superación de los viejos problemas. Al establecer las nuevas reglas del juego se omitía recordar que la gran mayoría de los grandes empresarios participantes habían adquirido un sistema de predisposiciones o habitus en las etapas anteriores. Las contradicciones previsibles entre las burocracias, con sus formas de actuar propias del «viejo» Estado y sus condiciones para aplicar las políticas neoliberales, un tema que genera buenas preguntas en las ciencias sociales (Evans, 1996), tampoco entraban en las reflexiones sobre la transición al neoliberalismo. De los distintos aspectos relacionados con la puesta en práctica del proyecto neoliberal sólo destacaremos algunos para ejemplificar efectos producidos por las falencias del Estado. La apertura importadora de la economía al comercio mundial, en apariencia la más simple de todas las iniciativas, se encontró muy pronto con las consecuencias de la crisis estatal. El deficiente funcionamiento del control aduanero impedía el cobro estricto de los impuestos y tasas que debían aplicarse a las importaciones que entraban en competencia con la producción nacional. Sin capacidades técnicas frente a las acciones de dumping internacional o las más prosaicas subfacturaciones, la globalización comercial quedó, en buena medida, librada a una dinámica burocrática ajena a los objetivos modernizadores. Los industriales perjudicados protestaron reiteradamente frente a las anomalías de la integración al comercio mundial sin las garantías mínimas de aparatos estatales eficientes (Rial, 2001: 89-99). Denuncias realizadas en el período mostraron que el tema aduanero no era sólo de fallas en los aforos y tarifas sino que la desorganización estatal daba lugar a la violación sistemática de las leyes y a la generalización de prácticas de corrupción. La desregulación de la economía fue el resultado de un proceso en el que operaron simultáneamente muchos actores y que no podría entenderse como el producto de las opciones tomadas exclusiva y libremente en el seno del gobierno. La lucha por la captura de decisiones públicas, componente siempre presente en las políticas de los estados modernos, fue en el caso analizado más directa y abierta en virtud del escaso margen de negociación del gobierno que confesaba su necesidad de desregular y privatizar

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aduciendo urgencias «de caja» o para atraer más rápidamente la confianza de los inversores externos. La apertura de la economía conoció así excepciones a favor de determinadas actividades con actores en mejor posición para influir en defensa de sus intereses, fuesen grandes empresarios de la época anterior o bien nuevos inversionistas. El pragmatismo con el que se trató en algunas oportunidades de justificar las excepciones fue, en realidad, una manera de reconocer las consecuencias de la desigual relación de fuerzas entre un gobierno que manejaba un Estado cada vez más débil y actores socioeconómicos cuya fortalecida acumulación de capital les daba mayor capacidad de imponer decisiones. Esto no significa que se cristalizaron las posiciones de los poderes económicos anteriores al neoliberalismo y que no se registraron modificaciones. Pero, para nuestro tema, es importante destacar que el aparato estatal en crisis que abrió la economía siguió atravesado, en un primer período, por los intereses a los que antes favorecía con contratos y compras, y que con el neoliberalismo adquirían las empresas públicas o conseguían re-regulaciones (Azpiazu, Gutman y Vispo, 1999; Etchemendy, 2001). Agreguemos que durante el curso de la década que nos ocupa la trama compleja de los intereses de los actores socioeconómicos predominantes conoció un desplazamiento en beneficio de los inversionistas extranjeros, situación que colocó al gobierno ante interlocutores aún con más poder de negociación. Las privatizaciones de empresas públicas suprimieron mecanismos estatales para orientar actividades económicas y sociales, mientras que los nuevos propietarios, o concesionarios, se convirtieron en poderosos interlocutores de un Estado que casi carecía de instrumentos burocráticos para hacer cumplir las disposiciones que debían regular sus acciones. El caso de Aerolíneas Argentinas fue una demostración clara de la impotencia estatal ante los actores que impusieron sus intereses en el marco del neoliberalismo. En general, la gestión de las empresas públicas había sido criticada por los excesivos costos de sus producciones o servicios, sin que se debatiera seriamente si un Estado que no conseguía hacerlas operar de manera adecuada se encontraría luego de privatizarlas en condiciones para supervisar sus desempeños. La imagen estatal, deteriorada frente a la opinión de buena parte de la sociedad, se encontró afectada en la etapa neoliberal por las múltiples denuncias sobre las irregularidades de los procedimientos que acompañaron las cesiones al sector privado. Los hechos de corrupción, tal como lo revelan distintos estudios comparativos internacionales, suelen ser frecuentes en las privatizaciones de empresas públicas. Sobre esto sostiene Susan Rose-Ackerman: «...el proceso de transferir activos a la propiedad privada está plagado de oportunidades de corrupción. Muchos alicientes a la corrupción son comparables a los que surgen en el otorgamiento de contratos y concesiones. En lugar de sobornar a una empresa estatal para obtener contratos y un trato favorable, los que presentan opciones de compra de una empresa pública pueden sobornar a los funcionarios en altos niveles gubernamentales o a los que forman parte de la actividad privatizadora» (2001: 51). En la Argentina, el gobierno menemista cedió a numerosos requerimientos de los compradores al elaborar los pliegos de las licitaciones y eso dejó como consecuencia una asimetría a favor de los compradores acentuada, luego, con el mayor debilitamiento estatal. No fue sorprendente que en los entes públicos creados para supervisar a las nuevas empresas se reprodujeran las tradicionales simbiosis con los propietarios o representantes de los negocios privados, situación coherente con la crisis del Estado. En la medida en que las empresas públicas realizaban más actividades que la producción de bienes o servicios, su privatización dejó al Estado con menos instrumentos para responder a demandas sociales cuyos perfiles no necesariamente eran nítidos. En la mayoría de los razonamientos sobre las mencionadas empresas públicas se habían destacado poco sus aportes a la integración regional, al poblamiento de zonas distantes de los centros urbanos y administrativos, a la promoción del desarrollo cultural, a la creación de empleos en ciudades que dependían básicamente de sus actividades, etc. Además, se había desconocido la importancia de las tarifas o precios diferenciales en tanto mecanismos de estímulo o de equidad, manejados para regular o impulsar aspectos económicos o sociales. Esas actividades conexas no se desplegaban de un modo planificado y, naturalmente, no eran evaluadas en términos contables o mercantiles por las empresas. Las privatizaciones quitaron así más mecanismos de acción estatal (Palma y Márquez, 1993; Paura, 1995; Peñalba, 2000). Entre las manifestaciones de la crisis de las capacidades estatales, la evasión impositiva era desde hacía mucho tiempo considerada como uno de los problemas más graves del país. El tema suele ser materia de

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críticas éticas pero es una de las mejores ilustraciones de incapacidad estatal y de la debilidad para sancionar las transgresiones a las leyes. El subsecretario de finanzas públicas del gobierno nacional describió en noviembre de 1990 las dificultades operativas de la entidad encargada de las recaudaciones tributarias diciendo «que del total de los 1200 agentes de la Dirección General Impositiva el 30% se encuentra permanentemente ausente, otro 30% es incapaz y un 20% más no es gente de confianza» (Ámbito Financiero 8-11-1990, pag. 5). La crisis de las finanzas públicas se mantuvo sin solución durante toda la experiencia del gobierno menemista y se agudizó en la medida en que los importantes capitales extranjeros que llegaron al país manejaron mecanismos más complejos para evadir las obligaciones tributarias. A comienzos de 1991, con la designación del ministro Domingo Cavallo, la política económica neoliberal se completó con la convertibilidad en la relación uno a uno del peso con el dólar, mecanismo que resultó muy eficaz para detener la desvalorización ya crónica de la moneda nacional. En la base de lo que se conoció como «el modelo» se encontraba la continuación del endeudamiento externo, por la vía de la obtención de préstamos y la colocación de títulos emitidos por el Estado en los mercados financieros nacionales e internacionales. La privatización de empresas públicas sirvió, también, para atraer inversiones extranjeras que se sumaron al flujo general de entrada de capitales que mejoraron algunos indicadores económicos de nivel macro, cuya ponderación positiva se acrecentó en comparación con los períodos precedentes. Para el gobierno menemista, recurrir al endeudamiento externo para emitir moneda nacional manteniendo el respaldo en dólares no pareció plantear un problema, pues se consideraba que con la estabilidad alcanzada se abriría un crecimiento sostenido de la economía y así la deuda y sus intereses perderían importancia en términos relativos. Los sistemas de convertibilidad como el adoptado en 1991 anulan, prácticamente, las capacidades de los estados para contrarrestar con sus políticas monetarias las situaciones o las acciones perjudiciales para los equilibrios de sus economías. Detrás de sus aspectos técnicos simples y de su falta de teorías sofisticadas, la convertibilidad era un problema eminentemente político en el que se resumía la renuncia estatal en el plano de la regulación de la moneda y que, como ocurre con toda relación de fuerzas, inevitablemente implicó ceder potestades a otros actores. Lo que para el «hombre de la calle» era el alivio del fin de la inflación, con sus ventajas inmediatas del retorno del crédito para el consumo y la estabilidad de los ahorros, tenía un aspecto no percibido sin un abordaje situado en un nivel más abstracto y cuyas consecuencias escapaban a las visiones inmediatas y cotidianas. El fetiche de la apariencia de la moneda como «cosa», se manifestó también en los primeros años de convertibilidad en los razonamientos de muchos analistas de la oposición que no formularon las más elementales preguntas sobre el significado del «logro». La aceptación aerifica se justificaba, por cierto, en quienes pensaban desde el mundo de los negocios y la obtención de ganancias privadas. El control del valor de la moneda fue exaltado como un éxito por el neoliberalismo y considerado el comienzo de la inserción en el primer mundo. La gobernabilidad de la economía, incluso según una parte de la oposición, era un logro permanente que no se debía confundir en las confrontaciones electorales. Las consecuencias de la convertibilidad se presentaron años más tarde, cuando se hizo notoria su fragilidad y su carácter de mecanismo coyuntural. Como sostiene Rubén Lo Vuolo: «La autoridad pública que va perdiendo su moneda no gobierna, sino que se vuelve un mero administrador que usa su fuerza legal para garantizar la gobernabilidad que exige el poder económico para expandirse. La ciudadanía que debe cancelar sus créditos y deudas recíprocos en una sociedad que no tiene moneda soberana, queda sometida al arbitrio de los poderes económicos» (2001: 88). La vulnerabilidad del régimen de convertibilidad de Menem-Cavallo fue observada desde una óptica práctica por quienes preveían los límites del endeudamiento externo sobre el que se basaba el «modelo». En el año 1993, en un estudio del Consejo Académico de la Unión Industrial Argentina se aseveraba que: «En las primeras etapas (que pueden durar años) de los planes de estabilización con el tipo de cambio fijo no se percibe la escasez sino la abundancia de divisas. Pero esta situación se mantiene únicamente mientras los capitales siguen ingresando, para lo cual la tasa de interés debe mantenerse más alta que la internacional. En otros términos, puede decirse que hay un estrangulamiento externo 'encubierto' por las altas tasas de interés que se haría explícito sí la tasa de interés descendiese a nivel internacional y el flujo de capitales se

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redujera o —en situación extrema— se revirtiera. A medida que avanza, un plan de estabilización del tipo del que estamos analizando suele entrar en una segunda etapa. Las dudas sobre la marcha de las cuentas fiscales y, ante todo, la distorsión de los precios relativos, con el creciente déficit comercial, hacen que se perciba un riesgo cambiario cada vez mayor. Cuando se llega a esta situación, cualquier turbulencia económica o política, ron independencia de su importancia real, puede llevar a una corrida o sea una demanda repentina de dólares» (1999: 98). Durante la década de 1990 el crecimiento de la deuda externa contribuyó a licuar aún más la capacidad del Estado para tomar decisiones distintas de las impuestas por los poderosos factores que operaban sobre la realidad nacional. La relación entre las políticas de endeudamiento externo y la pérdida de autonomía de las decisiones de los estados nacionales es un tópico que ocupa numerosas páginas en los estudios del mundo de nuestros días. Lo mismo ocurre con las previsibles crisis o colapsos derivados de esas situaciones de creciente dependencia de los capitales financieros, cuya volatilidad no es un accidente sino un rasgo de su naturaleza. De allí que variables tales como el desconocimiento o la ignorancia del tema de los movimientos de capitales y de sus consecuencias no pueden ser consideradas como relevantes para explicar las supuestas faltas de previsiones a la hora de reflexionar sobre un final lógica y empíricamente anunciado desde mucho antes que suceda. La vinculación entre las capacidades estatales y las deudas externas fue sintetizada por Guillermo de la Deheza: «Los estados con deudas muy elevadas tienen, además, hipotecada una de sus funciones económicas esenciales: la de hacer frente a los ciclos económicos aumentando el gasto público en fases de recesión, para evitarla o reducirla, y gastando menos o recaudando más en épocas de expansión, para evitar que el crecimiento sea excesivo y que su tasa supere la del crecimiento potencial, generando inflación y pérdida de competitividad» (Deheza, 2000: 116). El citado autor señala, también, que los servicios de las crecientes deudas públicas obligan a destinar a intereses sumas cada vez mayores, que se han independizado de las necesidades de los ciclos económicos internos. Volviendo a los antes mencionados conceptos de Weber sobre el lugar de los endeudamientos externos en las relaciones de fuerza entre naciones con desigual poder político y económico, puede observarse que las necesidades de los acreedores pasan a determinar los límites de las iniciativas de los países deudores y, en consecuencia, las decisiones de estos últimos deben «ajustarse» a los dictados y conveniencias de los primeros. Como ya lo señalamos, los intereses empresarios que impulsaron la instalación del modelo neoliberal lo hicieron como una prolongación de sus antiguas luchas contra el Estado intervencionista y en una situación en la que no eran claras las innovaciones que acompañarían a la nueva inserción internacional. La apertura y la desregulación de la economía crearon un escenario nuevo en el que quedaron sobrepasados los potenciales desempeños de buena parte de los grandes empresarios locales. Los mercados desprotegidos, las privatizaciones de los servicios públicos, el flujo no controlado de capital financiero y el retiro del aparato estatal, permitieron que actuaran directamente en el país poderosos inversionistas mundiales, respaldados por sus propios estados, y esto redujo los antiguos y casi incuestionados poderes de los grandes propietarios argentinos. Las modificaciones se hallan todavía en curso, pero las ventas de empresas nacionales a capitales extranjeros y la implantación de nuevas filiales de ese. origen (Basualdo, 1999), muestran la conformación de un novedoso mapa del poder económico, cuyos efectos sobre las relaciones políticas son fácilmente perceptibles. En un análisis acerca de los efectos de los procesos de globalización sobre las relaciones políticas argentinas (Sidicaro, 2000), desarrollamos una caracterización de las transformaciones producidas en la conformación de los actores socioeconómicos predominantes de la década de 1990 que nos parece pertinente reproducir. En ese texto decíamos: «Zygmunt Bauman propone una aproximación válida para pensar al capital que circula libremente por el mundo, que, por otra parte, ilustra con referencias que resultan familiar con el pasado de nuestro país». Dice Bauman: «La nueva libertad del capital evoca la de los terratenientes absentistas de antaño, tristemente célebres por descuidar las necesidades de las poblaciones que los alimentaban y por el rencor que ello causaba. El único interés que tenía el terrateniente absentista en su tierra era llevarse el producto excedente. Sin duda, existe una similitud, pero la comparación no hace justicia a la liberación de preocupaciones y de responsabilidades de la que goza el

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capital móvil de fines del siglo XX y que el terrateniente absentista jamás pudo adquirir» (Bauman, 1999: 18). La imagen histórica propuesta por Bauman es pertinente al mostrar la exterioridad de los nuevos actores internos/internacionales. En el caso argentino es interesante destacar cómo esa exterioridad produce efectos sobre la estructura política: 1) los empresarios absentistas no tienen mayores razones para hacerse representar por las dirigencias políticas o corporativas vernáculas puesto que sus vínculos con los embajadores-lobbistas o con los gobiernos extranjeros resultan más rápidos y eficaces para negociar con las autoridades del débil Estado local; 2) el libre mercado global permite que los empresarios absentistas jueguen con gran asimetría con las condiciones de permanencia en el país, puesto que han convertido su movilidad en un elemento de presión política y en la medida que los gobiernos ceden a sus demandas y crean disconformidad en las poblaciones perjudicadas, se hallan en condiciones más débiles para la siguiente ronda de negociaciones; 3) para los empresarios absentistas la continuidad jurídica es un factor importante para mantener los compromisos que consiguieron, en momentos favorables, de las autoridades estatales. En esos reclamos el pedido de eliminación de la corrupción administrativa (problemas que suelen poner en primer plano los textos neoinstitucionalistas del Banco Mundial) se encuentran, seguramente, fundados en la convicción de que los grandes empresarios de capital nacional tienen una experiencia prolongada en relacionarse con los manejos imprevistos, ajurídicos y «tangenciales» de los gobiernos argentinos. De todos modos, el caso IBM/Banco Nación o los desempeños de los embajadores-lobbistas revelan que las ventajas diferenciales de los empresarios locales no tienen el know-how patentado. Los terratenientes absentistas del pasado argentino eran, en comparación con los empresarios absentistas de la globalización, actores mucho mejor vinculados con el mundo político y con la producción de su legitimidad. Esto era así, no sólo por la condición obvia de su nacionalidad, sino, además, por el carácter estable de sus inversiones y por los roles que desempeñaban en otras esferas de la vida social. Algunos partidos políticos buscaban, a nivel municipal y provincial, el apoyo de dichos terratenientes, que deparaba fondos para las campañas proselitistas y, además, un cierto reconocimiento de honorabilidad social transferido desde su posición de élite aristocrática. En la medida en que integraban sistemas familiares extensos y con anclajes tradicionales, ellos y sus círculos de íntimos participaban de actividades filantrópicas, asociativas y culturales que permitían visualizarlos como mucho más que hombres de fortuna. Con el tiempo algunos de sus apellidos dieron la denominación a pueblos, plazas, hospitales, museos, estaciones ferroviarias, colecciones pictóricas, y con la confusión propia de dinero y distinción social, siguen todavía presentes en quienes añoran el esplendor de un pasado argentino que, sin embargo, hoy ya es hasta criticado en los libros escolares. Los empresarios absentistas que llegan con el libre mercado global se convierten en participantes precarios o inestables de las relaciones de poder argentinas. Salvando las diferencias de escala, al contrario de lo que ocurría con los terratenientes absentistas en sus relaciones con las autoridades municipales o provinciales, el vínculo de los empresarios absentistas con quienes ocupan posiciones de poder político está cargado de sospechas y de presunciones de que tratan de conseguir negocios de dudosa legalidad. Los terratenientes mejoraban la legitimidad política y social de los dirigentes locales. En cambio, los empresarios absentistas deterioran objetivamente ante la opinión pública a los gobernantes, a los partidos mayoritarios y a las instituciones representativas. También con la apertura económica neoliberal llegaron los capitales financieros que buscaban altos rendimientos e introducían la incertidumbre propia de su volatilidad. Esos capitales, mucho más que los empresarios absentistas que realizan inversiones directas comparativamente más estables en actividades productivas o de servicios, se convierten en el barómetro de la confianza de los mercados en la acción de las autoridades nacionales. El «voto de los mercados» ha convertido a los capitales especulativos, en la mayor parte de los casos manejados desde el exterior, en poderosos interlocutores de las dirigencias gubernamentales. De una manera mucho más directa e inmediata que los organismos como el FMI o el Banco Mundial, esos capitales especulativos hacen el seguimiento diario de la política nacional: los riesgos de ceder a los reclamos sociales, de los déficits fiscales, de las medidas que podrían contradecir las orientaciones neoliberales, etc., son «castigados con el voto de los mercados». Las altas dirigencias políticas, al atender esas señales consagran y oficializan la existencia de un oscuro parlamento, ajeno a

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todas las normas constitucionales. Pero la convicción compartida por dichas dirigencias parece ser que desoír a esos «votantes» desembocaría en el caos económico. La legitimidad de la clase política en su conjunto y de las instituciones democráticas se debilita ante tal reconocimiento casi explícito de la existencia de poderes ajenos al orden legal formal.

Lectura 7 ENTREVISTA A MARISTELLA SVAMPA3 Todo un palo por Luis Iramain4

ARCHIVOS | BUENOS AIRES (ARGENTINA) | 18 DE ENERO DE 2006

En esta entrevista, Maristella Svampa, pasa revista a las transformaciones producidas durante la década del noventa como consecuencia de la instauración del modelo neoliberal. Un diálogo con el ojo puesto en las potencialidades de las prácticas de los movimientos sociales como superadores de una lógica diseñada por los sectores dominantes para excluirlos de la escena.

(…) “es necesario recordar que es a través de las luchas como nuevas brechas sociales y

políticas se han abierto en nuestro país, pese al cierre excluyente de nuestra sociedad; en definitiva es mediante las luchas y la acción

colectiva como los sujetos han podido vislumbrar y apropiarse del sentido de lo político, concebido éste como autodeterminación y, a la vez, como creación de mundos alternativos.”

Con estas palabras se cierra el libro “La sociedad excluyente”, de la socióloga Maristella Svampa, una

consideración cargada de esperanza tras casi tres centenares de páginas donde se desmenuzan con

claridad las transformaciones sociales, políticas, culturales, económicas, ocurridas (más bien padecidas)

durante la década del noventa. Es a juicio de esta investigadora del Conicet, precisamente en esta década

donde se da una suerte de vuelta de tuerca, al plan inaugurado con la dictadura militar. La resolución de

una suerte de “empate social”, y el pasaje a una sociedad desmembrada en islotes y con una fuerte

polarización son el signo de ésta época.

En una agobiante tarde de calor, Svampa dialogó con el Periódico Madres de Plaza de Mayo en su

departamento, con el mate como compañía y la imagen de un plato roto desde la portada del libro, como

telón de fondo de una Argentina arrasada por el capitalismo en su versión neoliberal.

-¿Sobre qué pilares se apoya y cuáles son los rasgos característicos de esta sociedad excluyente

construida a lo largo de estos treinta años que analiza en el libro?

-Yo tomé la noción de sociedad "excluyente" inspirándome en dos textos -uno de los cuales es bastante

anticipatorio y el otro, una buena síntesis desde el punto de vista de la sociología económica-. El primero es

"La modernización excluyente" escrito en 1992 por Barbeito y Lo Vuolo, donde se analizaba cuales iban a

ser las consecuencias de la puesta en marcha del modelo neoliberal; y el segundo un libro que escribió

Basualdo en el 2000, Sistema político y modelo de acumulación" cuyo subtítulo es "La consolidación de una

3 Texto Disponible en la dirección web : http://www.voltairenet.org/article134003.html 4Periodista. Conduce el programa radial "Ni un paso atrás", que las Madres emiten por FM La Tribu

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sociedad excluyente", que analiza la dinámica político económica durante la época del menemismo. ¿Por

que hablo de una "sociedad excluyente"? Porque lo que se consolidó es un tipo de sociedad atravesada por

una dinámica de polarización social muy grande, algo que la diferencia notoriamente de otras épocas y

también por un alto grado de heterogeneidad. La sociedad excluyente se manifiesta en que esta dinámica

de polarización y heterogeneidad va cristalizando grandes desigualdades a nivel económico, social, cultural

y político. Hasta los años setenta ésta fue una sociedad con rasgos de integración bastante fuertes y

diferenciales respecto de otros países de América latina. Durante mucho tiempo, cuando desde las ciencias

sociales se analizaba la sociedad argentina, hasta los años setenta, se hablaba de una suerte de empate

social o hegemónico, lo cual daba cuenta del estado de las relaciones sociales. Por un lado estaban los

sectores populares, que asignaban una experiencia de articulación entre clases populares y clases medias

movilizadas, que contaba con poder de movilización, y una presencia en la escena nacional, más allá de los

niveles de exclusión política, típicos de la dictadura militar. Por otro lado, estaban los sectores dominantes.

El conflicto entre ambos polos no se había resuelto. Pero en los ´90 que asistimos al definitivo pasaje del

empate social a la gran asimetría. Esa asimetría social nos muestra por un lado sectores dominantes

hiperconcentrados y por otro lado vastos sectores de la población que tienen muy poco acceso y muy poca

capacidad de decisión. Por supuesto, fue durante la dictadura militar donde se resolvió el empate social en

favor de los sectores dominantes, pero la gran asimetría, esa distancia social que se expresa entre sectores

dominantes y sectores populares que se da a través del empobrecimiento y la exclusión de franjas muy

amplias de las clases medias y la casi totalidad de la clase trabajadora, es típico de los noventa.

-En el libro hablás de la configuración de distintos tipos de ciudadanía, no solamente de la

expulsión de la posibilidad de acceso a ciertos bienes por parte de grandes sectores de la sociedad.

¿Cuáles son esos tipos de ciudadanía? -A mi me parecía insuficiente hablar de despojo de la ciudadanía social, es decir del desmantelamiento de

los derechos sociales que beneficiaban ciertos sectores de las clases trabajadoras y medias. Sentí que

había que analizar cómo se había reconfigurado la relación entre individuos-sociedad, porque lo que

realmente se reconfiguró son los límites de pertenencia a la sociedad. Había que pensar cuáles eran las

figuras de ciudadanía, más bien restringidas –esto es, no universales-, que había impulsado el

neoliberalismo. Yo hablo de tres modelos básicos: el modelo de ciudadanía propietaria ,que es el típico del

modelo liberal, y es tan antiguo como el capitalismo y consiste en definir la pertenencia y la posibilidad de

acceso a los bienes básicos, restringida a aquellos que cuentan con recursos conómicos para hacerlo.

Tomo como ejemplo de este modelo a aquellos que hicieron la opción de vivir en los countries y barrios

privados. Este modelo de ciudadanía propietaria alcanza a sectores muy pequeños de la sociedad. El

segundo es el modelo del ciudadano consumidor, que fue sin duda el más emblemático, a condición de

señalar que hay dentro de este dos expresiones fundamentales. Por un lado, el modelo del consumidor

puro, que fue la imagen que movilizó el menemismo, que cautivó a vastos sectores sociales y que

ectivamente implicaba ignorar la dinámica excluyente que se había instalado en la sociedad (y por ende,

desarrollar una estrategia más bien individualista y para nada solidaria para con los otros, los que quedaban

fuera). Pero una vez agotado este modelo, lo cual sucede con la explosión del modelo de convertibilidad, el

modelo de consumidor aparece más asociado a la figura del usuario, definido constitucionalmente (aunque

no desarrollado), sobre todo a partir de la privatización de las empresas de servicios públicos. El tercero

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está relacionado con los sectores populares, y lo llamo "asistencial participativo", basado en la exigencia de

autoorganización comunitaria. Recordemos que el modelo neoliberal se caracteriza por la desregulación

general de las relaciones económicas, lo cual implica una exigencia de autorregulación. Ahora bien, se

autorregulan los que pueden, los que no pueden, los que no tienen recursos para autorregularse ni para

acceder a los servicios básicos, ¿qué es lo que les sucede?. Entonces este modelo promete a aquellos que

no pueden acceder a los servicios básicos porque no tienen soportes o recursos, la exclusión. Ahora bien,

una vez dicho esto hay que ir más allá y tratar de analizar cuestiones que no son meros matices. Así

podemos ver lo que el modelo neoliberal exige a los sectores excluidos es también una suerte de

autorregulación que se manifiesta a través de la exigencia de la autoorganización comunitaria o colectiva.

Esto va de la mano sin duda de la nueva política social focalizada que el Estado neoliberal, que siguiendo

las pautas elaboradas en los organismos multilaterales, desarrolló en la Argentina.

-Esta autoorganización comunitaria conlleva cierta peligrosidad para el modelo neoliberal

-Efectivamente, lo que trato de hacer no es una lectura lineal de lo que yo llamo el modelo asistencial

participativo, que trae consigo la exigencia de la organización comunitaria vía las políticas sociales y la

presencia del Estado. Si uno lo analiza desde arriba, desde la óptica del Estado, lo que ve es pura política

de dominación, funcional obviamente a la reproducción del sistema, y hay mucho de eso sin duda en el

tejido comunitario argentino. Pero también hay que ver que la autoorganización comunitaria es producto de

las luchas que se han desarrollado desde abajo por parte de organizaciones sociales. Si uno piensa en el

1997/1998, en los orígenes de las organizaciones piqueteras, y más recientemente en todas las cuestiones

ligadas a emprendimientos productivos, ve que efectivamente la autoorganización comunitaria es un punto

de partida para construir relaciones sociales diferentes. Para decirlo de otra manera, el modelo asistencial

participativo se instala en una suerte de espacio de tensión en donde lo que hay que ver es que

efectivamente desde arriba hay un objetivo preciso de reestablecer el control social ante el tejido social

desarticulado, y desde abajo lo que hay es una voluntad por superar ese tipo de limitaciones y recrear

desde otra perspectiva las relaciones sociales.

-¿El lugar del Otro es éste que mencionás, ubicado bajo el control social, o hay sectores que incluso

ni siquiera son considerados por los sectores dominantes?

-Yo creo que en líneas generales, es éste el modelo que se propone, el de incluir al excluido como excluido.

Pero efectivamente esto no siempre sale como se lo proponen desde los sectores dominantes. Siempre

está la lucha que puede ser transformadora. No siempre uno ocupa el lugar que le asignan. Así hubo

momentos de inflexión. En el 2001/2002 con la apertura del nuevo escenario político, creo que hubo una

parte de la sociedad que se cuestionó este modelo excluyente. Fue un momento en el cual la sociedad se

preguntó acerca del modelo social que ella quería. Luego, esta pregunta se desdibujó, sobre todo a partir

del 2003/2004. En ese sentido, yo diría que se cerró ese espacio de oportunidad, pues la respuesta que se

dio fue, en relación a los excluidos, que el único lugar que hay es que acepten su propia condición y lugar

como excluidos. Esto se hizo visible en proceso de estigmatización de las organizaciones piqueteras, sobre

todo a partir de la gran irritación que produjeron por su constante presencia en las calles de la cosmopolita

ciudad de Buenos Aires. Para muchos resultaba claro que las organizaciones piqueteras debían volver a los

barrios y seguir desarrollando ahí sus proyectos, sus emprendimientos productivos, ilustrando de manera

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mejor o peor ese modelo asistencial participativo, pero no aparecer como interpelando constantemente,

realizando movilizaciones que pudieran “afectar” a la normalidad de la sociedad.

-A la luz de los sucesos en Francia de estos días, ¿es posible trazar relaciones con esta sociedad

excluyente argentina, y anticipar similares reacciones aquí que allá?

-Son sociedades bastante diferentes. Hay niveles de exclusión en todas las sociedades hoy en día, aunque

no es lo mismo hablar de las transformaciones que sufrieron las sociedades centrales desarrolladas –sobre

todo aquellas donde el Estado cumple un rol central, que es el caso de Francia- que América latina donde el

Estado fue reconvertido en función de un modelo de exclusión abierto. El modelo francés que todavía tiene

un discurso universalista, y sin embargo Francia es de los pocos países europeos donde se crearon

verdaderos ghetos, en donde viven mayoritariamente hijos de inmigrantes que no son considerados

franceses, pese a que nacieron allí. En este sentido, hay que comparar la situación con los ghetos

norteamericanos, porque sin llegar a los niveles de estos, la lógica segregacionista es muy grande, para un

país que insisto, tiene un discurso todavía integrador. En cambio, Estados Unidos no lo tiene, ya que es un

país con una visión liberal-individualista, donde las fallas y las desigualdades se adjudican siempre al

individuo. Por eso, creo que la revuelta urbana fue algo muy específico del modelo francés, lo cual no quiere

decir que no haya posibilidades que en otros países europeos donde la presencia de los hijos de

inmigrantes es muy alta no se llegue a dar este tipo de explosión. Por otro lado, en Francia cuando uno mira

los barrios suburbanos, observa que hay niveles bajos de organización social. En general, en Europa hay

pocos movimientos sociales. Hay explosión y revuelta, pero la exclusión devela poca trama organizativa,

algo que en todo caso apunte a la reorganización de los lazos sociales. En América latina como hay mayor

tradición autoorganizativa de parte de los sectores excluidos y menor presencia del Estado, el panorama es

diferente. Entonces cuando uno compara estas rebeliones lo primero que se pregunta es si de ahí saldrán

nuevas organizaciones, si los jóvenes van a poder o no articular en un lenguaje político sus demandas,

además de pedir la destitución del ministros de interior. Creo que no hay una narrativa común en los

jóvenes excluidos, más allá de la rabia.

-En las últimas palabras de tu trabajo mencionás con esperanza estas huellas de resistencia, que

van abriendo brechas sociales y políticas en nuestro país. ¿Qué tipo de organizaciones se

encuentran en este espacio, además de las organizaciones de descupados?

-Son muchas más organizaciones de las que uno piensa. La Argentina es un país atravesado por una

multiplicidad de movilizaciones y movimientos. Muchos de ellos son rurales, campesinos, indígenas y

también por supuesto y de manera cada vez mayor, urbanos. Esto último puede ser ilustrado por la

emergencia de nuevas formas de acción sindical. Yo creo que la CTA ha tenido un rol importante durante

los años noventa, como crítica del modelo neoliberal. No era fácil y la CTA efectivamente cumplió un rol

fundamental. La Corriente Clasista y Combativa también. O sea que desde el punto de vista sindical hubo

brechas que se abrieron también, diferente a lo que era el bloque sindical peronista que avaló las reformas

neoliberales. Además de los desocupados, surgieron nuevas organizaciones campesinas, como APENOC

en Córdoba, el MOCASE en Santiago del Estero, el MOCAFOR en Formosa, nuevas organizaciones

indígenas que buscaban pelear por las tierras, nuevas organizaciones de derechos humanos ligadas sobre

todo al tema del gatillo fácil. Por supuesto que hay organizaciones que tienen mayor centralidad, y en ese

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sentido las organizaciones de desocupados tuvieron la capacidad de interpelar en un momento determinado

a toda la sociedad, de constituir algo novedoso y colocar en el centro a la figura misma del trabajador

desocupado en términos positivos, ligado a la dignidad y a la posibilidad de un cambio social. Pero la

centralidad que ellos tuvieron no tiene que hacernos olvidar que existieron y existen otros movimientos que

contestaron el modelo neoliberal en los noventa. Yo no hablaría de un actor privilegiado, pero si que las

organizaciones piqueteras han sido las más disruptivas a ese nivel.

-Muchas veces estas organizaciones dan el salto de la cuestión particular por la que se aglutinan a

una cuestión más general. ¿Se está dando crees ese salto hoy?

-En realidad yo soy bastante pesimista respecto a la situación que atraviesan hoy las organizaciones

piqueteras. Yo creo que muchas de ellas se plantearon una nueva estrategia política, metodologías de

construcción más o menos novedosas, pero ese campo heterogéneo que ya existía en el origen, se tornó

mucho más heterogéneo y fragmentado a partir del 2003, con la entrada de Kirchner, que conllevó una

redefinición de ese espacio piquetero. Así, hubo organizaciones que optaron por integrarse al gobierno y

muchas otras, históricas, entendieron que debían seguir siendo críticas, y otras ligadas a los partidos de

izquierda creo que cometieron muchos errores de diagnóstico. En realidad es un panorama que hay que

leer teniendo en cuenta distintos elementos, porque es muy complejo. En los dos últimos años el gobierno

ha llevado a cabo una campaña antipiquetera feroz para deslegitimar a aquellos que no se integran al

gobierno. Así, de ser un símbolo de la lucha contra el neoliberalismo, las organizaciones piqueteras pasaron

a ser vistas como una consecuencia perversa del modelo neoliberal. Desde el gobierno y los sectores de

poder se ha instalado un consenso antipiquetero en la sociedad y creo que no hay vuelta atrás en ese

consenso, y esto hace necesario que las organizaciones piqueteras críticas -no las que se integraron al

gobierno- deban replantearse cómo seguir, cómo trabajar, cómo desarrollar una línea política. Y no es fácil.

En la Argentina no ha sido fácil la articulación entre lo social y lo político. Yo creo que en el 2001 hubo como

una ilusión desde lo social, que las propias organizaciones sociales creyeron que podían crear una nueva

institucionalidad política y eso no se tradujo en un resultado posterior, sino más bien, en la consolidación de

una suerte de peronismo infinito, que busca “cerrar” tanto desde arriba como desde abajo. Las luchas que

atravesaron el 2001/2002 han sido olvidadas, se han desdibujado sus demandas y el nuevo gobierno, que

hoy goza de mucha popularidad, no las ha retomado en absoluto. En ese sentido, más allá ciertas rupturas,

marca mucho una continuidad con el modelo de dominación política que se instaló a partir de 1989.