Lo Que Dijo El Mendigo

3
Página de Bernardo Couto Castillo Prosa Modernista LO QUE DIJO EL MENDIGO Para Alfonso Fernández Hacía tres años que no lo veía, y esa noche cando me tendió una mano flaca que yo había conocido musculosa y fuerte, mi asombro fue muy grande. En realidad era otro, todo había cambiado en él, sus maneras, su fisonomía y hasta su voz. Su barba, antes cuidada con esmero, crecía en desorden, canosa, sin elegancia alguna. Sus ojos mostraban inquietud, largas veladas y un no sé qué de profundamente desolado que me intrigaba particularmente. En vano atormentaba mi memoria queriendo recordar algún accidente, un hecho desgraciado, ocurrido en su vida y que de tal manera lo trastornara. Hasta mí ningún ruido había llegado, sabía perfectamente que no era casado, que no tenía familia ni se le había conocido pasión alguna, ¿Qué podía ser? Poco rato después, cuando se hubo alejado, dije a mi vecino: –¡Qué cambiado está Franco, lo conocí tan distinto! –Sí– replicó– y ese cambio ha sido notado por todos, creo que está algo trastornado. De un golpe dejó de ser lo que era, nadie lo vio más en diversiones, se abandonó, dejó de ver a sus amigos más íntimos y ahí lo tiene usted, callado siempre, como en las nubes, triste, saliendo sólo de cuando en cuando. –Le ha ocurrido alguna desgracia, alguna muerte, algo, en fin, que pueda explicar… –Que se sepa al menos, no Su cambio fue brusco, de la noche a la mañana, sin que haya podido darse cuenta del porqué, algún secreto tal vez. La conversación fue interrumpida por la llegada de algunos caballeros; la reunión tomó interés, las conversaciones se hicieron generales, y yo, con la curiosidad despierta ya, no dejaba de pensar en mi amigo, haciendo suposiciones, forjando fantasías sobre la causa de su singular actitud. No le apartaba la vista y lo veía allá en el fondo hablando, o más bien contestando simplemente a una dama bastante hermosa y no del todo huraña, según decían. En otros tiempos, cuando yo lo había conocido, se distinguía por su caballerosidad, exagerada a veces, con las damas, Galante hasta el exceso, debía varias envidiables conquistas a su tacto; era un mimado, un consentido de las pródigas, y siempre y en todas las circunstancias el primero dispuesto a las mayores locuras por una mirada o una sonrisa; ahora sus maneras eran muy distintas, cansado, como distraído, contestaba sin fijarse, ajeno a la conversación; momentos después quedó solo, su mirada siguió brillando vagamente, y yo, sin poder contenerme, me acerqué a él. Hablamos de cosas insignificantes, de las personas ahí reunidas, y de improviso, cuando menos lo esperaba, me interrogó: –Usted publicó hace poco unos estudios tratando de lo sobrenatural, ¿no es cierto? –Sí –contesté mirándole fijamente–, me atrae todo cuanto está fuera de nuestro alcance y de nuestra percepción; las fuerzas desconocidas que nos rodean, que nos guían y nos impulsan, tal vez sin que lo sospechemos; desgraciadamente nada preciso, nada concluyente tenemos a mano y quién sabe si en realidad no haya nada, y cuanto suponemos a propósito de eso, sean fábulas compuestas por nosotros mismos para asustarnos. No sería difícil que muerto el hombre nada sobreviviera de él. Mi interlocutor no contestó, pero su cabeza hizo un gesto negativo, y después de larga pausa en la que ambos guardamos silencio, como vacilando y sin decidirse, murmuró: –Yo sé algo… algo que… podría ayudar a usted en sus investigaciones, algo –y como si repentinamente sintiera valor, continuó con energía– algo, en fin, que no sé cómo calificar, que me ha ocurrido a mí, algo que no puedo dudar, que fue, fue irremisiblemente y que me atormenta. Ponga usted atención y no crea que deliro.

description

Bernardo Couto Castillo

Transcript of Lo Que Dijo El Mendigo

Page 1: Lo Que Dijo El Mendigo

Página de Bernardo Couto Castillo

Prosa Modernista

LO QUE DIJO EL MENDIGO

Para Alfonso Fernández

Hacía tres años que no lo veía, y esa noche cando me tendió una mano flaca que yo había conocido musculosa

y fuerte, mi asombro fue muy grande. En realidad era otro, todo había cambiado en él, sus maneras, su fisonomía

y hasta su voz. Su barba, antes cuidada con esmero, crecía en desorden, canosa, sin elegancia alguna. Sus ojos

mostraban inquietud, largas veladas y un no sé qué de profundamente desolado que me intrigaba

particularmente. En vano atormentaba mi memoria queriendo recordar algún accidente, un hecho desgraciado,

ocurrido en su vida y que de tal manera lo trastornara. Hasta mí ningún ruido había llegado, sabía perfectamente

que no era casado, que no tenía familia ni se le había conocido pasión alguna, ¿Qué podía ser?

Poco rato después, cuando se hubo alejado, dije a mi vecino:

–¡Qué cambiado está Franco, lo conocí tan distinto!

–Sí– replicó– y ese cambio ha sido notado por todos, creo que está algo trastornado. De un golpe dejó de ser lo

que era, nadie lo vio más en diversiones, se abandonó, dejó de ver a sus amigos más íntimos y ahí lo tiene usted,

callado siempre, como en las nubes, triste, saliendo sólo de cuando en cuando.

–Le ha ocurrido alguna desgracia, alguna muerte, algo, en fin, que pueda explicar…

–Que se sepa al menos, no Su cambio fue brusco, de la noche a la mañana, sin que haya podido darse cuenta

del porqué, algún secreto tal vez.

La conversación fue interrumpida por la llegada de algunos caballeros; la reunión tomó interés, las

conversaciones se hicieron generales, y yo, con la curiosidad despierta ya, no dejaba de pensar en mi amigo,

haciendo suposiciones, forjando fantasías sobre la causa de su singular actitud. No le apartaba la vista y lo veía

allá en el fondo hablando, o más bien contestando simplemente a una dama bastante hermosa y no del todo

huraña, según decían.

En otros tiempos, cuando yo lo había conocido, se distinguía por su caballerosidad, exagerada a veces, con las

damas, Galante hasta el exceso, debía varias envidiables conquistas a su tacto; era un mimado, un consentido de

las pródigas, y siempre y en todas las circunstancias el primero dispuesto a las mayores locuras por una mirada

o una sonrisa; ahora sus maneras eran muy distintas, cansado, como distraído, contestaba sin fijarse, ajeno a la

conversación; momentos después quedó solo, su mirada siguió brillando vagamente, y yo, sin poder

contenerme, me acerqué a él.

Hablamos de cosas insignificantes, de las personas ahí reunidas, y de improviso, cuando menos lo esperaba,

me interrogó:

–Usted publicó hace poco unos estudios tratando de lo sobrenatural, ¿no es cierto?

–Sí –contesté mirándole fijamente–, me atrae todo cuanto está fuera de nuestro alcance y de nuestra percepción;

las fuerzas desconocidas que nos rodean, que nos guían y nos impulsan, tal vez sin que lo sospechemos;

desgraciadamente nada preciso, nada concluyente tenemos a mano y quién sabe si en realidad no haya nada, y

cuanto suponemos a propósito de eso, sean fábulas compuestas por nosotros mismos para asustarnos. No sería

difícil que muerto el hombre nada sobreviviera de él.

Mi interlocutor no contestó, pero su cabeza hizo un gesto negativo, y después de larga pausa en la que ambos

guardamos silencio, como vacilando y sin decidirse, murmuró:

–Yo sé algo… algo que… podría ayudar a usted en sus investigaciones, algo –y como si repentinamente sintiera

valor, continuó con energía– algo, en fin, que no sé cómo calificar, que me ha ocurrido a mí, algo que no puedo

dudar, que fue, fue irremisiblemente y que me atormenta. Ponga usted atención y no crea que deliro.

Page 2: Lo Que Dijo El Mendigo

“Era un martes de carnaval que yo había pasado alegremente en compañía de varios amigos jóvenes y prontos

a entusiasmarse todos. Ya avanzada la noche, cuando el baile comenzaba a tener más animación, me sentí

molesto, preocupado sin motivo, y de tal manera mi malestar aumentó, que atribuyéndolo a la atmósfera

calurosa de aquel lugar, decidí salir al aire. Tomé el abrigo, me cubrí con el sombrero y salí a la calle.

“Después de algunos pasos me disponía a volver, pero no sé qué fuerza instintiva me detuvo; sentí repugnancia

por ese lugar, por los grupos de lascivos danzantes, por las mesas donde un dominó se ahogaba en champagne

balbuceando indecencias que hacían reír a quienes la excitaban, y con vaga tristeza, con presentimiento de no sé

qué, encendí un puro, dirigiéndome a mi casa.

“Caminaba despacio, bebiendo el aire de la noche, mirando lo largo de las calles vecinas, pensando en el sueño

que se me resistía desde días antes. Pocas cosas me eran en ese tiempo tan pesadas como entrar en mi habitación;

el verme completamente solo, el sentirme apartado de todo ser humano me infundían a veces temores de los

que sonreía después. Me era odiosa, sí, porque nada había que la animara, ni nada que me atrajera. Esa noche,

para hacer tiempo, recorrí calles al azar sintiéndome triste en medio de mi soledad. Veía las nubes, el cielo lleno

de estrellas y pensaba en nuestra miseria, en lo poco que somos, y así, filosofando con la gravedad que sale de

de un lugar de placer donde se fastidia, di, sin saber cómo, en pensar en la muerte.

“Cansado al fin, volví sobre mis pasos con la intención de recogerme, y al llegar a la esquina de mi calle,

tropecé con un mendigo a quien acostumbraba socorrer y que hacía bastante tiempo no veía. Su presencia a esa

hora y en ese momento no dejó de contrariarme algo, pero bueno por principios con los desgraciados, acogedor

con ellos porque nada imposibilita que algún día nos veamos en su caso, bueno con esa bondad egoísta, si se

quiere, que no es sino una esperanza de ser tratado de la misma manera en igual caso, le dirigí la palabra.

“– ¿Estabas enfermo, viejo? Cuánto tiempo que no te veía.

“Sólo hizo un movimiento de cabeza que nada significaba, y cuando llevaba la mano al bolsillo para darle algo,

tomó mi brazo paralizando todo movimiento. La mano, su mano que yo sentía fría a través de las roas, tenía

rigideces metálicas; asombrado y aun algo alarmado me volví, pero su rostro me escapaba en la oscuridad de la

noche. Con singular estremecimiento oí:

“–¡Ah, señor, gracias!... ¡Vengo de tan lejos!

“Con mi asombro en aumento, amedrentado por el excepcional tono de su voz, contesté:

“–¿Y qué, no necesitas nada, buen viejo? ¿De dónde vienes?

“–¡Ah, señor!, vengo de tan lejos… Es allá, en las afueras de la ciudad, vengo del cementerio.

“–Del cementerio a estas horas. ¡Estás loco!

“–¿Loco? Yo también creí, pero no, estoy en mi juicio o estaba… no sé si estoy o si estaba.

“Para mí era evidente que no lo estaba, y como en eso hubiéramos llegado a mi puerta, me despedí tendiéndole

una moneda.

“–No –me dijo–, no entre usted todavía. Voy a decirle algo… ¿quiere usted saber?

“–¿Qué cosa? Es tarde y tengo sueño, mejor será otro día.

“Quise entrar, pero algo, algo me detenía, algo más fuerte, más poderoso que mi voluntad. ¿Era acaso la voz

extrañamente singular del viejo mendigo? ¿Era su acento de misterio? No sé, el caso es que yo quedé ahí sin

movimiento, apoyando contra las maderas de la puerta.

“–Sí, vengo del cementerio, pero no de arriba, vengo de abajo, de la tierra donde me habían sepultado. No se

ría usted, no, yo me he muerto, me he muerto al día siguiente que usted me dio limosna por última vez; tuve un

ataque, sentí que algo se paralizaba dentro de mí, no pude moverme y me enterraron, me enterraron, sí. ¡Ah,

buen señor! Dicen que son negros y que son fríos los agujeros donde extienden a los muertos. Yo no sé, yo no

sentía nada y lo único que hacía era razonar, razonar eternamente. ¿Hambre? ¿Calor? Nada de eso se conoce ahí;

el cuerpo está en un bienestar completo: pero aquí –y se señalaba la cabeza– aquí todo se mueve y todo se

revuelve. Figúrese usted, un hombre que tuviera la más poderosa, la más intensa de las memorias, así estaba yo,

me veía de pequeño, veía todos mis actos, todos mis movimientos y hasta mis palabras las oía yo ahí dentro.

Luego, quién sabe cuánto tiempo después, me vi de muchacho, y todas las travesuras, todas las pequeñas

perversiones, volvía con increíble precisión; sólo que mis hechos y mis palabras las comentaba, pensaba lo que

Page 3: Lo Que Dijo El Mendigo

en tal circunstancia debía haber hecho para obrar bien, me arrepentía de haber hecho ciertas cosas en lugar de

otras, me desesperaba de no haberlas hecho. Hasta ahí, aquello era casi soportable; pero vino la edad madura,

la de las grandes perversiones, y todo lo que eché de menos, todo lo que me torturó el no haber obrado de tal o

cual manera en tal o cual circunstancia, no es para contarlo. Me veía amado, rico, poderoso, tranquilo, y veía

perfectamente la causa de las cuales era culpable, por lo que tales venturas no había alcanzado. Me veía

mendigando, y si no sentía las ansias de hambre y las del frío, sí sentía la amargura de los ultrajes recibidos, y si

en la tierra me preguntaba por qué me veía en ese estado ahí, en la muerte lo sabía y sabía que era yo sólo el

culpable. Cuando llegó el momento de mi muerte, volví de nuevo a mis primeros años, y las ideas y los reproches

se repitieron, y así, una, cien veces siempre lo mismo, reviviendo siempre mi existencia y viéndola siempre tal

como debía haber sido. ¡Ah, señor, no hay tormento comparable! ¡Ah, señor! mil veces el hambre, mil veces la

lluvia y las noches sin abrigo, que aquel constante razonar y aquel constante pensar; habiendo hecho esto en

lugar de aquello, hubiera tendido esto que es bueno en lugar de aquello que fue malo. ¡Yo no podía más! Cuando

llegaba al momento de mi muerte y aquello recomenzaba, no sé lo que era de mí. La muerte es espantosa, señor,

pensad en un artista, un pintor que expusiese su cuadro, un autor que viera alzarse el telón de su pieza, y ahí

bruscamente tuviera la intuición clara de sus defectos y la clarividencia que le hiciera ver perfecta esa misma

obra, sin poder, sin poder irremisiblemente corregirla. Lo mismo sucede con nuestras vidas, allá en la otra región.

“La muerte es espantosa –¡sí!– como son mentirosos y canallas los que nos hacen creer en recompensas y goces,

como son mentirosos también los que dicen que nada hay. Sí, hay, señor, si hay, y no el más santo podrá quedar

en paz porque, ¿quién no se ha equivocado en este mundo? ¿Qué santo no ha cometido errores y seguido tal vez

una vía en lugar de otra? Al ver que era otro el camino que le estaba trazado, al ver lo estéril, lo vano de sus

afanes y sus mortificaciones, su suplicio será tal vez más grande que el de nosotros.

“Yo –¡ah!– yo me he escapado. ¡Yo la he vencido a la muerte! Al fin, no pudiendo resistir más aquello, hice un

esfuerzo, un esfuerzo, sí, con mi voluntad toda, un esfuerzo que duró mucho, mucho, al fin me dio vigor y dio

movimiento a mi cuerpo y fuerzas gigantescas para levantar la tierra y salir escapando de aquel infierno. El

infierno, señor, después de muertos, no es sino nuestro propio pensamiento, nuestra anterior vida que vemos al

tiempo que un plano se nos presenta, en el que pintado y descrito se halla todo lo que a nuestro lado ha pasado

sin que hayamos podido sospecharlo, todo lo que hubiéramos podido ser, lo que más ardientemente deseamos

y las ínfimas causas por las que no lo obtuvimos. ¡Ah, señor!, se siente la rabia de recomenzar la vida, no hay

tentadora pero que la muerte, nuestro castigo y nuestra pena es sentir la constante tentación. Yo, ¡ah!, yo me he

escapado; he escapado al infierno de mi pensamiento, me he reído del verdugo, porque con mi voluntad, son el

supremo esfuerzo de mi voluntad, he escapado de aquella inmovilidad y ahora soy quien ordeno al

pensamiento, yo quiero vengo para decir a los hombres:

“El bien y el mal, allá en la lejana región de la muerte, ahí donde sólo vive el pensamiento, no existen. No hay

tampoco premios ni castigos, no hay sino tentación y razonar sobre lo que debíamos haber hecho. Los que en el

mundo fueron pobres, verán ahí las maneras de haber alcanzado la riqueza; los que sufrieron verán cómo

hubieran debido gozar; los que se mortificaron, cómo hubieran debido reír; los que lloraron, porqué no tuvieron

delicias. Los sedientos verán que en su mano tenían el agua; los enamorados desgraciados oirán el secreto de ser

irresistibles, y nadie, nadie tendrá paz si no ha sabido ser feliz sobre la tierra. Los dichosos de este mundo, serán

los del otro. ¡Nadie más!

El mendigo calló; yo, aturdido, no sabía qué pensar, lo miraba con ojos de duda; no sabía qué pensar, de tal

manera era inesperada la inquietante narración del viejo.

En esto abrió su largo sobretodo, y como en ese momento la Luna escapara de entre unas nubes, la luz dio de

lleno sobre él, y pude ver, vi… vi su rostro comido, sin carne en partes, sus ojos escurriendo amarillento

líquido… vi su pecho desgarrado, podredumbre todo, los huesos sucios, y ahí dentro de ellos, todo aquellos

removiéndose descompuesto, comido, inmundo; vi…

Nada más, porque ahí mismo me desmayé. Desde entonces no he vuelto a ver al mendigo ¿Qué piensa usted

de esto?