Lola Salmerón El café de las tres - Los libros de Lola · que aquello sería temporal, hasta que...

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Lola Salmerón El café de las tres

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Lola Salmerón

El café de las tres

© Lola Salmerón Galí

© Petit Camagroc, S. L. U.Calle Doctor Trueta, 19, entresuelo 2ª

08860 Castelldefels (Barcelona)

© Diseño gráfico: underthecoconut ([email protected])

© Fotografías de la portada y autora: Marcello Scotti(www.marcelloscotti.com)

Primera edición: febrero de 2017

Depósito legal: B-5205-2017

ISBN: 978-84-946785-4-7

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de sus titulares, salvo la excepción prevista por la ley. Diríjase al editor si necesita fotocopiar o digitalizar algún fragmento de esta obra.

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Impreso en Ulzama Digital, S.L.

A ti, Nuri, que has regalado al mundo tres semillas que serán el reflejo de un corazón.

A ti, la amiga que más cosas me ha dado. En papel de seda conservo tu sonrisa, tan suave como tu voz

cada vez que pronunciabas mi nombre.

A ti, mujer sabia, que has sabido vivir feliz cada uno de tus días, siendo ejemplo de muchas cosas.

A ti, porque te quiero y admiro. Gracias por dejar que guarde en un rincón de mi alma tu eterna mirada.

I

El impetuoso sol de verano daba tregua al ambiente seco, estrangulado por un desafiante calor. Dife-

rentes árboles en las amplias y transitadas aceras se alzaban retraídos sobre una mísera porción de tierra que sustentaba sus raíces. Rodeados de asfalto no en-tendían de su artificial compañía, mientras conecta-ban con una débil savia interior, que les mostraría va-gamente en sueños un pasado repleto de una deseada y boscosa vegetación.

El ya acostumbrado funcionario para los ojos de la marabunta humana que recorría a diario las calles se-guía con su actividad, refrescando y satisfaciendo sis-temáticamente las sedientas raíces urbanas. Se ayuda-ba con un práctico depósito móvil sobre ruedas.

La lluvia estival apenas había osado mostrarse; la ciudad necesitaba del agua trasportada mecánicamen-te para poder seguir luciendo unos árboles frondosos de hojas verdes.

Selma andaba por el paseo sin perderse detalle, ha-bía pasado sus vacaciones en familia, fuera de la ciu-dad y muy próxima al campo. Ella era originaria de un pueblecito de Teruel, tan mágico como acogedor, allí continuaban viviendo su madre y sus abuelos; de cuando en cuando pasaba una temporada con ellos, si el trabajo y otras cuestiones se lo permitían. No es que hubiera echado de menos el bullicio y el ambiente grisáceo y tóxico de la urbe, pero necesitaba hacer un repaso a todas aquellas cosas que el curso anterior le

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había ofrecido repetidamente en la sucesión de días. Ahora, nuevamente se le mostraba aquel lugar repleto de edificios amontonados con incoherencia, diferentes instantáneas visuales que causaban desorden óptico.

Ella solía hablar de curso, no de año, ni de principios de otoño, tampoco del final de las vacaciones. Su ciclo de vida estaba separado en trimestres, marcados por las diferentes etapas escolares.

Así era para ella y sus amigas, que ahora volvían a reencontrarse para enfrentar un nuevo curso, con la energía y las fuerzas renovadas después de unas mere-cidas y necesarias vacaciones. La edad estudiantil para aquellas mujeres había quedado muy atrás, tanto como para haber olvidado casi por completo aquel peculiar olor a pegamento en las clases de manualidades, o aque-lla entrañable imagen con las coloridas virutas de ma-dera, de unos recién afilados lapiceros, esparcidas sobre la mesa del aula. Ahora el ciclo escolar se mostraba con una larga lista de libros y de material por comprar, con el equipamiento necesario: batas, chándales y demás. Aquella lista resultaba muy costosa para muchas de aquellas mujeres, la tan nombrada y conocida cuesta de enero, ahora las visitaba de nuevo fuera de contexto, pero haciendo que volvieran a apretar sus cinturones de forma irremediable y angustiosa.

Selma y sus amigas vivían distintas situaciones, rea-lidades paralelas pero con grandes diferencias. Tenían algo importante en común, sus hijas e hijos asistían al mismo colegio, aquel hecho las unía transitoriamente.

Habían vuelto a recuperar aquel momento, su mo-mento, el deseado y reconfortante café de las tres. Va-loraban aquel espacio porque podían hablar sin las interrupciones y los gestos alborotados de los niños;

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realmente lo necesitaban. Reían sin pretextos de los defectos de sus maridos o de sus exmaridos, sin que ellos estuvieran presentes y pudieran reprocharles nada por ello. También aprovechaban y realzaban sus cualidades en su ausencia, sin que a éstos se les subie-ra innecesariamente el ego un peldaño más. Disfruta-ban de esos encuentros porque se permitían tener su momento de gloria, aquel instante era exclusivo para ellas, sin cazuelas, sin ropa por planchar, sin escanda-losos juegos de niños.

Todas tenían su turno, todo tenía su tiempo y ellas tenían aprendida la lección, eran conscientes de la ne-cesidad de cuidar su propia armonía.

No acudían todas a la vez el mismo día; unas por trabajo, otras por priorizar algún que otro quehacer hogareño, o por cualquier otra circunstancia se iban encontrando alternativamente a las tres de la tarde, justo después de dejar a los niños en el colegio.

Aquel día habían aparecido todas, las seis madres hambrientas de plática habían devorado casi las dos horas escolares de la tarde, pisando de forma atrope-llada una conversación con otra, riendo de forma des-bocada y explicando las mil y una maravillas vividas aquel verano, marchándose después hacia sus casas con la prisa impregnada en sus andares.

Selma abría la puerta de su hogar después de haber hecho el corto recorrido desde la cafetería.

—¡Dios mío! —se dijo después de prestarse a mirar el reloj—, pero si solo faltan diez minutos para estar de vuelta a la salida del colegio.

Con rapidez se subió las mangas y se dispuso a fre-gar los cuatro cacharros que permanecían sucios den-tro de la pila.

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Ella era una de las madres separadas, vivía junto a su hija Iria en un sencillo pero cómodo piso. Con el padre de su hija había compartido un gran apartamen-to situado cerca del mar; ahora las circunstancias la obligaban a vivir modestamente.

Recién separada y con las maletas a medio hacer, buscó un pisito bonito donde vivir con su hija, era in-dispensable que dispusiera de mucha luz natural. Tuvo mucha suerte al encontrar un piso económico con una gran terraza, desde la que se divisaba una montaña pero, tan a lo lejos, que apenas se distinguía la trans-mutación del paisaje en cada cambio de estación. Aun-que viviendo en la ciudad, aquel apartado bosque era mucho más de lo que podía esperar. Siempre se decía que aquello sería temporal, hasta que se pudiera per-mitir vivir en las afueras.

De momento, ahí se sentía muy feliz, no necesita nada más que un continuado contacto con la natura-leza, aquella carencia que no remediaba la capital, la suplía con sus escapadas al pueblo siempre que podía.

Volvió a coger el recién depositado juego de llaves, que permanecía inerte sobre un mueblecito cerca de la entrada y bajó las escaleras apresuradamente. Mien-tras descendía rompió el silencio de la escalera con una pequeña carcajada.

Selma era de aquellas personas que vivía comple-tamente en el presente, sin importarle lo que pudiese acontecer después, no se inquietaba nunca por cómo se le pudiese presentar el mañana. Por eso ahora reía despreocupada al ser consciente que la tarde le había pasado tan rápida como un suspiro. Tenía varias co-sas retrasadas por hacer señaladas en el calendario de su subconsciente, pero no eran tan importantes como

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aquel encuentro en la terracita del bar, donde se había permitido sobre todo escuchar, ese día por supuesto, porque quizá al siguiente le tocaría su turno y habla-ría sin descanso de sus increíbles vacaciones, colma-das de intensos momentos y de hazañas enlatadas en un ya pasado y caducado verano. No había situación que no la viviera con una singular fascinación, hasta las cosas más desagradables y fastidiosas las conver-tía en una buena oportunidad para su propio apren-dizaje. Siempre tomaba nota de sus equivocaciones para no volver a repetirlas de manera ilógica, se fijaba en los errores de los demás para reconocerlos y no hacerlos nunca suyos. Había aprendido a aconsejarse a sí misma antes que a los demás, y también era au-tocrítica a la vez que se permitía comunicar un repro-che constructivo.

Mientras se dirigía a la escuela, su amiga Berta le vino a la mente. Justo al dejar la cafetería le comentó algo dejándola preocupada.

—Selma, tenemos que hablar. Este verano no ha sido nada bueno para mí, de hecho he vivido una pesadilla.

El gesto de su cara había reflejado amargura al pro-nunciar aquellas palabras. Por la rapidez con que las dijo, Selma entendió que no quería que las demás se enterasen. Sí que la había notado pensativa mientras hablaban sentadas a la mesa, pero nada le había hecho sospechar que algo andaba mal en su vida.

Llegó al edificio en el mismo momento en que sona-ba la estridente alarma que marcaba la hora de salida.

Aquel círculo amistoso a las cinco de la tarde se des-unía por las circunstancias de forma tajante. Ahora cada una de ellas tomaba caminos diferentes, que con-currían por suelo adoquinado.

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Berta, porque debía hacer la compra para poder pre-parar la cena más tarde; María, porque acompañaba a su hijo a la academia de música; Estefanía, porque había castigado a su hija mayor por no se sabía qué impertinencia; y Alba, porque su marido la esperaba en casa.

Todas menos Selma y Duna. Selma esperaba tener aquel momento a solas con su hermana, con ella no tenía secretos y necesitaba hablarle de Berta.

—Duna, ¿vamos con los niños al parque?—Sí. He traído merienda y una pelota por si quieren

jugar a fútbol un rato.—¡Perfecto! —Le contestó su hermana contenta de

saber que podrían pasar un buen rato los cuatro.Selma esperó a que su sobrino Pau y su hija estuvie-

ran inmersos en sus juegos para contarle a su herma-na aquello que le había estado rondando por la cabeza aquella tarde.

—Duna, ¿has notado algo raro en Berta?—Algo raro, ¿cómo qué?—Si la has visto preocupada.—Bueno, ahora que lo dices estaba algo seria, pero

no le he dado mayor importancia. ¿Por qué me lo pre-guntas?

—Esta tarde, al salir de la cafetería me ha revelado que este verano no ha sido nada bueno para ella y que quería hablar conmigo.

—¿No te ha dicho nada más?—No, he percibido que no quería que las demás lo

supieran y ha sido muy breve.—Intenta encontrar el momento para hablar con

ella, seguramente lo necesite —le aconsejó Duna con-vencida.

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—Sí, no te preocupes, lo haré.Después de una tarde larga y entretenida, las dos

hermanas se despidieron y volaron a su hogar abor-dando la noche y preparándose para arrancar con un nuevo día.

• • • •

II

Selma se miró al espejo antes de disponerse a salir del piso, con la punta de los dedos intentó esti-

rarse sin éxito unas acusadas ojeras; se dijo que mejor sería no permanecer hasta altas horas de la noche es-cribiendo delante del ordenador. Trabajaba para una conocida editorial. Mensualmente le encargaban algún tema relacionado con la actualidad y muchas noches se las pasaba tanteando sobre el teclado.

De las ojeras pasó al cabello, intentó arreglarlo colo-cando las puntas por detrás de las orejas. «Demasiado corto esta vez», pensó. Al principio del verano quiso cortarse el pelo, y ahora éste se atrevía a despuntar desordenadamente.

—Al estilo chico —le dijo su peluquera—. Te realza-rá los ojos y los pómulos. Estarás muy guapa con esas facciones tan marcadas que tu cara descubre.

Ella no entendía de estilismo, pero le gustaba la co-modidad y con aquel corte la había encontrado.

Deslizó la mirada hasta encontrarse con un inopor-tuno michelín rodeándole la cintura.

—Vaya, este verano me he pasado un poquito con la alimentación.

—¿Qué dices, mamá? —le preguntó su hija.—Nada, que este vaquero me aprieta un poco.Hizo un repaso a su torso. Aquella camiseta esco-

tada no le quedaba nada mal, el llamativo amarillo le daba un toque divertido, algo que comenzaba a necesi-tar estando a punto de alcanzar los cuarenta.

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La verdad que poco le importaba mostrarse guapa ante el mundo, pero sin ser consciente irradiaba cierta belleza que emergía de su interior, manifestándose en su aspecto de una forma especialmente atractiva.

La que si había sobrepasado aquella edad era Ber-ta. Recién cumplidos los cuarenta y dos años estaba estupenda, pero ella no lo reconocía. El verano se los pasaba con vestidos anchos intentando disimular sus contornos. Ignoraba que así volvía más interesantes sus bonitas formas, pero era una mujer acomplejada y siempre intentaba disimular aquello que ella creía inequívocamente. Aquel día para salir al mundo, ha-bía elegido un pantalón tejano y una enorme camiseta, que se excedía en un par de tallas.

Decidió recoger su rizado cabello, marcado con natura-les reflejos de color caoba, dejando caer involuntariamente un tirabuzón sobre el rostro, lo que daba un toque sensual y juguetón a su apariencia, sin que ella lo intencionara tan siquiera con el pensamiento. Con una barra de labios car-mesí quiso darse un poco de color en los labios.

—Demasiado atrevida —dijo en voz alta.—¿Me has dicho algo, mami? —le preguntó Judith.—No, hija, bueno, sí, debemos salir deprisa o llega-

remos tarde al colegio. Ayúdame a terminar de vestir a los peques.

Antes de salir se pasó un kleenex por los labios, bo-rrando aquel rojo imprudente, o así lo hubiera ella en-casillado dentro de la gama de tonalidades si hubiera tenido que darle adjetivo a aquel color.

Las agujas del reloj marcaban las nueve en punto, la última fila de niños desaparecía a través de la puerta acristalada de entrada.

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Selma se acercó a Berta, pero ésta hablaba con el personal de la escuela sobre las actividades extraesco-lares. Tenía prisa, así que tuvo que posponer aquella charla con su amiga y se despidió de ella con un gesto de afecto. Berta fue consciente entonces de que su ami-ga estaba pendiente de ella.

—Adiós, tengo que ir a trabajar unas horas. Nos ve-mos por la tarde.

—Está bien, luego nos vemos —le contestó Berta con aquella sonrisa bondadosa que la caracterizaba.

Berta había llegado a aquel barrio hacía más de un año. Ella y su marido eran padres de dos niños geme-los y una niña dos años mayor que ellos. Los primeros meses Berta había pasado casi desapercibida para Sel-ma y sus amigas. Solo se encontraban con ella en la puerta del colegio. Trabajaba durante el horario esco-lar en una empresa de cosméticos cercana a la escuela, lo que le permitía poder hacerse cargo de los niños a partir de las cinco de la tarde. Su marido pasaba todo el día fuera de casa por cuestiones laborales, y los fines de semana también solía estar atado al trabajo. Era ha-bitual verla a ella sola con los niños de aquí para allá, en los festivales de la escuela, paseando por el barrio, de compras o en cualquier otro sitio.

La empresa en la que trabajaba tuvo que reducir per-sonal, y aunque ella fue afortunada y pudo mantener su puesto, le redujeron la jornada laboral conservando únicamente las mañanas.

Aquella circunstancia permitió que Berta dispusiera de más tiempo libre.

Selma apreciaba aquella manera de funcionar de Berta en relación con sus hijos, siempre pendiente y al

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lado de ellos. Poquito a poco se fue acercando a aque-lla mujer introvertida, con la intención de conocerla un poco más. Comenzaron a tratarse comentando al-gunas cosas vinculadas a la escuela, o hablando sobre temas que hacían referencia a los hijos. Dedicaban po-cos minutos a esas conversaciones, ya que Berta siem-pre tenía un pastel por hacer o ropa que planchar. Pero empezaron a relacionarse lo suficiente como para co-menzar a entrelazar una amistad.

Después de ese cruce de palabras, Selma se encontró con su hermana que solía esperarla en la cafetería. Las dos siempre tenían algo que contarse, siempre tenían algo de qué reír. Aquel bar siempre las acogía, a ellas y a las otras madres que acudían con un mismo motivo, el de compartir sus mundos, el de mostrar sus inquie-tudes, el de disfrutar de la compañía de otras personas. Aquella mesa que comenzaron ocupando meses atrás las dos hermanas, fue creciendo conforme fueron lle-gando las demás, Berta entre ellas.

Volvían a sentarse en su segundo día de encuentro, los primeros días ninguna faltaría a su cita, tenían mu-cho que confesarse. El verano había sido muy largo y no lo habían pasado fuera del barrio en su totalidad. Algún día se habían encontrado en la piscina muni-cipal, aprovechando para que los peques disfrutaran entre juegos acuáticos, mientras ellas reían y comen-taban con disimulo la forma de impartir las clases de natación del nuevo monitor, un chico joven y guapo hasta tal extremo que se habían atrevido a preguntarle, con un poco de guasa, si impartía clases para adultos, pensando en ellas, claro. También se habían encontra-do en alguna reunión familiar, o haciendo la compra, pero apenas habían coincidido ellas solas.

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Ahora sentían que tenían que recuperar aquel tiem-po que les parecía perdido.

—¿Habéis visto al nuevo profesor de educación físi-ca? —preguntó Estefanía con un pícaro tono de voz.

—Vaya que si lo he visto —contestó Duna entre risas.—Pero, chicas, ¿me estoy perdiendo algo? —pregun-

tó Selma permitiéndose participar en la broma.—No es para tanto, un cachita más —dijo María

queriendo restar importancia.—Según como sea de cachitas, María, no tenemos

uno cada día en la puerta del colegio, ¿eh? —dijo Sel-ma a la vez que le daba un suave codazo a Berta—. Tú qué opinas, ¿lo has visto?

—Bueno, sí —dijo Berta con timidez.—¿Y cuál es tu opinión?, ¡venga dime!, ¡qué parece

que soy la única que no lo ha visto! —comentó Selma riendo.

Realmente a Selma le importaban poco los músculos del nuevo profesor de gimnasia, pero ahí tenían un tema que les llenaría la tarde de risas. Volvieron a recordar al monitor de la piscina estival, echando de menos ya su inevitable ausencia; tendrían que esperar un añito más para volver a verlo dentro del agua clorada y bajo los rayos del sol, que tornaban día tras día su piel más mo-rena. Entre bromitas pasaron prácticamente una hora, haciendo comparaciones entre profesores y emparejan-do imaginariamente a unos con otros.

Selma dedujo que el asunto de Berta era más impor-tante de lo que creía. Sus risas parecían forzadas y, an-tes de que el grupo se despidiera, se marchó diciendo que esperaba una llamada.

Otra vez Selma se quedó sin tener un instante a solas con ella.

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Lo que quedaba de día la mantuvo un poco distraída con sus quehaceres, lo cual le ayudó a olvidarse mo-mentáneamente de su amiga.

El sol fue bajando hasta desaparecer por el horizon-te, invitando a que la noche cayera desplegada sobre el globo terráqueo, mostrando su manto estrellado de manera espectacular.

Acababa de meterse en la cama cuando sonó el tim-bre del teléfono.

Era un poco tarde, así que saltó de un bote extraña-da y descolgó el auricular con cierta preocupación.

—¿Diga?—Hola, Selma, perdona que te llame tan tarde.—No te preocupes, todavía estaba despierta, ya sa-

bes que soy un pelín nocturna. ¿Está todo bien? —se atrevió a preguntar casi en un susurro.

—No, no soporto más esta situación. —Berta no pudo contener el llanto atropellando sus palabras.

—¿Quieres que nos veamos ahora? Puedes venir a casa.

—Ahora no puedo —le contestó un poco recupera-da—. Mañana me he pedido el día libre en el trabajo, ¿podríamos vernos por la mañana, después de dejar a los niños en el colegio?

—Por supuesto, mañana tengo el día bastante des-ocupado.

—Te pido discreción, de momento no quiero hablar-lo con nadie más.

—No te preocupes, seré prudente —le aseguró Selma.

No se dijeron nada más a través del hilo telefónico aquella noche.

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La conversación con su amiga le quitó el sueño, estu-vo dando vueltas absurdamente en la cama hasta que decidió levantarse y prepararse una infusión. Prendió el ordenador y continuó elaborando el último artículo en el que estaba trabajando, «Una vida más sana con una dieta vegetariana». Finalmente el sueño apareció, lo que agradeció enormemente. Volvió a meterse en la cama y se durmió pensando en su amiga.

A las nueve y pocos minutos, Berta y Selma entraban por la puerta de la cafetería.

—¿Hoy de mañana, chicas? —les preguntó extraña-do el dueño y camarero del establecimiento.

—Sí, Rubén, hoy necesitamos de tu cafeína para em-prender el día —le respondió Selma risueña

—Pues hoy os sirvo dos tazas —le contestó bromean-do el camarero.

Aquel hombre les resultaba muy agradable, siem-pre contento y dispuesto a la broma. A sus cincuenta años mantenía una apariencia muy jovial, y su infor-mal modo de vestir, acompañado de unos gestos un tanto agraciados, contribuía a que su aspecto resultase atractivo.

Aun y así, Selma hubiese preferido que tuviera unos diez años menos, para poder ver en aquel hombre una posible historia amorosa. Desde que se había separado había tenido varios pretendientes intentando comen-zar un romance con ella. No es que fuese extremada-mente selectiva, pero en cuatro años solo le habían llegado hombres casados, hombres más mayores que ella o chicos demasiado jóvenes. Claro, de todos ellos prefería a los jóvenes, pero no iba a perder el tiempo con historias fugaces, así que si alguna vez había teni-

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do algún bonito encuentro con algún chico, no era más que una historia pasajera, que ni el propio recuerdo osaba mantenerla presente.

Rubén había intentado en varias ocasiones atraer la atención de Selma, invitándola a bailar, a cenar o a cualquier otra cosa que a ella pudiera interesarle. Él se esforzaba sabiendo que aquella mujer de sencillos gestos seductores nunca se fijaría en él, pero se confor-maba con tenerla entre sus amistades.

—Dos tacitas del más rico café, lo he acompañado de dos chocolatinas, a ver si os endulzáis la mañana, que parecéis un poco sositas hoy.

Por la cara que puso Berta supo que aquel detalle no había estado muy acertado, y optó por no decir nada más; se resguardó detrás de la barra, por lo menos has-ta que el efecto de aquel comentario se desvaneciese.

—Berta, me tienes muy preocupada, por favor, dime qué te pasa.

Selma no podía aguantar un minuto más sin saber qué le estaba ocurriendo a su amiga.

—Seré breve, Josep me está engañando. —Berta no pudo contener una mueca de dolor al pronunciar aquellas palabras.

—Explícate, ¿a qué te refieres cuando dices que te engaña?

—Que Josep tiene una amante, simplemente eso —dijo mientras se mordía con fuerza el labio inferior.

Selma cogió la mano de su amiga a la vez que ésta rompía en un disimulado llanto.

De repente se quedó sin palabras y sin saber qué de-cirle. Pasados unos larguísimos segundos —que hasta al reloj que había plantado en una de las paredes del bar le parecieron eternos—, Selma se atrevió a preguntar:

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—¿Estás segura de lo que me estás diciendo?—Sí, completamente segura. Hace tiempo que sos-

pechaba y este verano las pruebas han sido evidentes para mí.

—¿Y sabes con quién te engaña?—Sí, con un putón de su trabajo. Vaya, lo siento —

dijo al momento—, no quiero perder la compostura, pero estoy desquiciada con el tema y con esta historia estoy sacando lo peor de mí.

—No tienes que disculparte, es totalmente compren-sible que pierdas los papeles si es cierto lo que me di-ces.

—Totalmente cierto, si hasta ella ha venido a confe-sarse, sin importarle mis sentimientos, ni tan siquiera debe perturbarle que Josep y yo tengamos tres hijos en común.

Otra vez aquel delicado llanto cargado de rabia inte-rrumpió la revelación de Berta.

—Y Josep, ¿lo ha reconocido?—Sí, de hecho antes del verano nuestra relación tuvo

una crisis, entonces Josep ya me planteaba la separa-ción.

—Así, ¡de repente!—Bueno, no. Hace tiempo que no estamos bien, ya

sabes, el ritmo del trabajo, los críos, muchas cosas de-terminaron que no tuviéramos tiempo para dedicarnos a nosotros y caímos inevitablemente en una monótona y detestable rutina. Cuando me di cuenta y quise mejo-rar la situación, él ya estaba sumergido en un mundo separado al mío. No me esforcé lo suficiente, supongo, y lo dejé perder. Sí que vi crecer sus escapadas, pero pensaba que era simplemente una necesidad de evitar la rutina diaria, perdiéndose en aquello que le llenaba,

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su trabajo. Pero nunca pensé que detrás se escondiese la infidelidad.

—¿Cuánto tiempo crees que ha estado engañándote? —Selma no pudo evitar un tono severo.

—Sospecho que más de un año.—¡Menudo sinvergüenza! Ay, lo siento, no he podido

evitarlo.—No te preocupes, en estos momentos yo misma

le guardo mucho rencor. Me siento engañada, utiliza-da, nunca me había sentido tan frustrada. —Hizo una pequeña pausa—. Y lo peor de todo es que me había hablado en infinidad de ocasiones de ella, y yo sin sos-pechar nada.

—¿Qué sabes de la tipa?—Sé poco, recuerdo que cuando me hablaba de ella,

me decía que era una mujer a la que le gustaba flirtear con los diferentes cargos que ejercían en la empresa, que utilizaba sus dotes femeninas para beneficiarse de favores. Aquello a él parecía molestarle, yo creía en-tonces que era por ética personal y de empresa, ahora sé que eran celos. También he sabido por otra persona cercana a ellos dos, que esa mujer buscaba desespe-radamente a alguien que la salvase de su anterior re-lación, al parecer un caos, buscaba a alguien con una buena posición económica que pudiera cambiarle su aburrida vida. Se ve que en la empresa comentaban que el primer tonto que se dejase engatusar sería su víctima. Además, ella había asumido el papel de mártir dentro de la empresa, intentando causar compasión, para provocar así el acercamiento de la parte mascu-lina empresarial. Eso también provocó desavenencias con otras compañeras, que no aprobaban su actitud y a toda costa la querían ver fuera. En estos momentos

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se encuentra en una batalla legal, porque finalmente la han despedido del trabajo, pero ya ha encontrado a alguien que la mantenga.

—Y, fíjate, al final es el tonto de Josep —dijo Selma con cierto cabreo—. Hay mucha listas sueltas y malas personas.

Una voz conocida las arrancó de aquella conversa-ción amarga.

—¿Qué tal, chicas? ¿Cómo habéis osado pasaros de mañana por la cafetería sin haberme avisado? ¿Comen-záis el curso sin contar conmigo? —Estefanía pronun-ció aquellas palabras entre risas, pero Selma apreció una leve ironía que no reconocía por primera vez.

Estefanía era una chica ecuatoriana, estaba casada con un español hacía más de diez años. Se conocieron en su país de origen cuando éste realizaba un viaje de negocios. Alfredo era dieciséis años mayor que Estefa-nía, y ella siempre decía que aquella presencia elegan-te, sus buenas formas y una selecta predilección por los buenos restaurantes la habían enamorado. Sus amigas siempre se burlaban de ella sin segundas intenciones, diciéndole que a ella le había enamorado su bolsillo, a lo que ella contestaba en tono burlón que el día que su bolsillo se arrugase tanto como su piel lo cambiaría por un mozuelo con bolsillos llenos o sin ellos.

Nunca tenían en cuenta sus palabras, sabían que ella quería con locura a su marido y que no lo cambiaría nunca por ningún hombre más joven ni más rico, o eso querían creer ellas.

Estefanía fue diplomática y, al percatarse que algo no estaba bien en aquella mesa, dijo sin vacilación:

—Chicas, os dejo con vuestra conversación. Nos ve-mos después.

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—Siéntate con nosotras —dijo Berta poco conven-cida.

—No, te lo agradezco, pero tengo que comprar unas cosas para el guiso de hoy. —Hizo una pausa antes de continuar—. Selma, no te olvides que en dos semanas tenemos aquella salida pendiente.

—Tranquila, que cuando se trata de salir a bailar no hay nada que me lo haga olvidar.

—¡Perfecto! Ves planteándotelo, Berta, y te apuntas también, tendríamos que decirle a las demás a ver si se animan.

—Sí, esta tarde lo hablamos, anda ve a por la compra que tus niños se quedan sin comida —le dijo Selma medio en broma.

—Sí, ya capto, ya me voy.Se acercó a Rubén y le dio un besito en la mejilla de

despedida como solía hacer con él, el hombre a cam-bio le dedicó una palabra bonita, que Estefanía parecía que necesitaba escuchar.

Ella no era una mujer atractiva, pero solía utilizar su gracia escondida para agradar a la gente, sobre todo a los varones.

Aunque intentaba mostrarse alegre cuando se en-contraba acompañada de sus amigas, evidenciaba ser infeliz en su matrimonio. Solía estar malhumorada los primeros minutos de su encuentro con ellas, siempre tenía palabras de crítica hacia su esposo y necesitaba trasmitir su cólera reprimida, pero una vez descargada su furia, reía y disfrutada de la velada como si todo mar-chase sobre ruedas en su vida matrimonial.

—No me da aquello que yo necesito —solía decir después de excederse con sus ataques refiriéndose al padre de sus hijos.

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Aquellas palabras eran una forma de excusarse ante el desprecio que expresaba cuando hablaba de Alfredo.

Hablaba con dureza cuando se refería a los defec-tos de su esposo, pero sus amigas no le hacían mucho caso, ya que los largos años de matrimonio daban fe de que alguna cosa debía funcionar bien entre ellos.

Estefanía salió del bar con un insinuado toque de caderas, sabiendo que el camarero y algún cliente esta-rían acompañando su salida con la mirada.

—Es una mujer que gana mucho de espaldas —dijo uno de los obreros que solía frecuentar la cafetería a la hora del almuerzo.

—Sí, no están mal sus glúteos, un poquito exagera-dos, pero están de buen ver. Si no fuera por la dureza de las facciones de su cara y esa mandíbula prominen-te, podría hacerle un pequeño favor.

—¡Chicos, un poquito de respeto! —cortó Rubén, con-siderando que aquel repaso óptico cargado de crítica se excedía como para permitirlo dentro de su negocio y en su presencia.

Aquellos trabajadores continuaron con las críticas y las descalificaciones, entre risas y bajo un tono disimulado para que nadie volviera a llamarles la atención.

Sus dos amigas estaban tan sumergidas en la histo-ria del desengaño, que ni la habían visto salir ni habían oído aquellas palabras tan descorteses.

—Selma, creo que tendremos que posponer esta conversación, no estamos en el lugar adecuado.

—Está bien, Berta, cuando te parezca bien pásate por casa y lo hablamos con tranquilidad. Mientras pro-méteme que intentarás llevar el asunto con serenidad.

—Me resulta casi imposible, pero debo hacerlo por los críos.

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—Y por ti misma, no te olvides de eso —le recomen-dó Selma al mismo tiempo que se levantaba y abraza-ba a su amiga.

—No sé qué voy a hacer, no me imagino la vida sin él. —Berta se dejó vencer otra vez por un llanto incon-trolado.

Rubén fue testigo de aquel abrazo, llegó a sentir la tristeza de aquella mujer abatida y hubiera querido formar parte del apoyo moral que estaba recibiendo, pero se mantuvo totalmente al margen. No era opor-tuno acercarse en ese momento, así que desde la barra vio cómo aquellas mujeres salían del establecimiento con gran desánimo.

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