Londres Despues de Ti - Jara Santamaria

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Un viaje lo cambia todo en la vida...ahora, es el momento justo para iniciarlo.Londres, despuès de ti...Tras un año separados, Naira y Jarek deciden irse a vivir juntos a Londres, la ciudad en la que se conocieron durante su Erasmus. El problema es que la carrera de pianista de Jarek despega en la República Checa justo cuando deben partir, y él se ve obligado a aplazar el viaje. Pero Naira decide instalarse en Inglaterra de t...

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Londresdespués

de ti

JARA SANTAMARÍA

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Primera edición en esta colección:mayo de 2016

© Jara Santamaría, 2016© de la presente edición: PlataformaEditorial, 2016

Plataforma Editorialc/ Muntaner, 269, entlo. 1ª – 08021BarcelonaTel.: (+34) 93 494 79 99 – Fax: (+34)93 419 23 [email protected]

ISBN: 978-84-16620-70-8

Diseño de cubierta: Lola RodríguezComposición: Grafime

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Reservados todos los derechos. Quedanrigurosamente prohibidas, sin la autorizaciónescrita de los titulares del copyright, bajo lassanciones establecidas en las leyes, lareproducción total o parcial de esta obra porcualquier medio o procedimiento,comprendidos la reprografía y el tratamientoinformático, y la distribución de ejemplares deella mediante alquiler o préstamo públicos. Sinecesita fotocopiar o reproducir algúnfragmento de esta obra, diríjase al editor o aCEDRO (www.cedro.org).

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Índice

Prólogo1234567891011121314151617

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Agradecimientos

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A mis padres, por todo.

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–Vuelve conmigo a Londres.Nunca pensé que cuatro palabras

como esas, cuatro palabras dispuestas acambiarlo todo, pudieran decirse desdela pantalla de un ordenador. Unasiempre cree que los momentosimportantes de la vida ocurren cuandotienes alguien a quien mirar fijamente alos ojos, cuando puedes cogerle delbrazo y algo en su manera de sostenertete hace saber que lo dice de verdad, quelo ha estado pensando y que todo va asalir bien.

Habría sido imposible con Jarek.Cuando me lo dijo, estaba tan lejos deMadrid y de mí que no parecía él. Erauna imagen distorsionada en Skype y

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desprendía una voz robótica que seatascaba en cada sílaba. No pudeaferrarme a su jersey ni sujetarle la caraentre las manos.

Pero, de alguna forma, no hizo falta.No necesité tiempo para pensarlo.Si alguien te invita a saltar al vacío,

con esa energía efervescente en los ojos,una no piensa en el vértigo, sino en lascosquillas en los dedos.

Cuando Jarek atravesó mi pantalla yme invitó a dejarlo todo por volver a laciudad en la que nos conocimos, no tuvemuchas opciones.

Solo pude decir que sí.

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La primera vez que le vi, estabatocando el piano.

Probablemente, antes habríamoscoincidido en la recepción de laresidencia de estudiantes, en los pasillose, incluso, puede ser que me tropezaraalgún día con él en la biblioteca. Laresidencia no era tan grande como parafingir que no nos habríamos cruzado sinllamarnos la atención. Pero aquella sífue la primera vez que le vi de la maneraen que se ve realmente a una persona,cuando deja de formar parte delescenario, de esa vida cotidiana quediscurre a tu lado sin que te des cuenta,

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y se coloca en primer plano.Es un proceso irreversible. De

repente, ese alguien destaca y, por muyanecdótico que te resulte, ya no volverása mezclarlo entre el ruido y la genteporque siempre estará ahí, como cuandoen las películas el protagonistasobresale entre un fondo borroso ydifuminado, cuando empieza a sonar unacanción de Joshua Radin y todo eso.Supongo que fue un poco así, aunque nosfaltase la banda sonora. Todavía nosabía quién era, pero ahí estaba, deespaldas a mí, sentado en una de lasbanquetas de la sala de música yconcentrado en el teclado.

Y ya no se me olvidó.Estábamos de Erasmus en Londres.

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Nuestra residencia, alejada del centro,pero convenientemente cerca de launiversidad, albergaba una mezcla denacionalidades y carreras que alprincipio me imponía bastante respeto.Se me pasó rápido. Las actividades queorganizaban desde la universidad prontoconsiguieron que me relacionara congente que venía de países que, tan solounos meses antes, no habría sabidosituar en un mapa. Creo que eso era lomejor de todo. Dicen por ahí que cuandoviajas fuera hablas menos, que escuchasmás. Que el enfrentarte a todos esoscódigos sociales desconocidos te obligaa replantearte los tuyos, a reinventarteun poco, como si pudieses empezar de

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cero. Y es cierto, ¿no? Terminas poracostumbrarte a que tu nombre suenedistinto según quién lo pronuncie. Alfinal, me aprendí todas sus versiones yterminé sabiendo identificar cuándoalguien me llamaba, aunque en muchoscasos el parecido con «Naira» fuera unasimple coincidencia.

Entre mis amigos, había suecos,franceses, daneses, checos e italianos.Nos pasábamos el día entero juntos.Cuando no salíamos por Londres,solíamos bajar a la sala de música porla noche, pero no íbamos allí a tocar losinstrumentos. Para nada. En realidad lautilizábamos para actividades bastantemenos culturales. Es que era perfecta:estaba en el sótano, junto al garaje, el

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trastero y el gimnasio. Apenas habíagente y, como las paredes estabanaisladas de ruido, la habíamos escogidopara nuestras reuniones nocturnas sinque el conserje, el señor Bernard, sediese cuenta. Era un hombre mayor, elpobre señor Bernard; tendría unossesenta años y acostumbraba a quedarsedormido en su asiento o a ver la BBC ensu ordenador. Pronto aprendimos queera mucho más fácil burlarlo yaprovechar sus despistes que intentarpedirle algo con educación, porquesiempre respondía con gruñidos y nosrecordaba las normas, por estúpidas quefueran, estirándose en su asiento comoun mayordomo de Downton Abbey.

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Aquella noche fue fácil evitarlo. Creoque ni siquiera me vio cuando bajé lasescaleras hacia la sala de música. Erademasiado tarde como para pedir unaautorización; debían de ser las once olas doce de la noche, pero yo tenía queir entonces porque no encontraba elcargador de mi móvil y todo apuntaba aque me lo había olvidado en la sala. Meescabullí con sigilo hasta el sótano y,cuando abrí la puerta, allí estaba él.

Un desconocido, claro. Jarek todavíano tenía nombre en mi cabeza. Peroestaba allí, solo, dando la espalda a lapuerta, sentado frente al piano con tantaconcentración que no me oyó llegar. Yome quedé muy quieta, mirándolo e

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intentando no hacer ruido, como si nopudiera ser descubierta, como si hubierainterrumpido algo que se suponía que nodebía ver. Y es que había algo queparecía un poco íntimo en la manera enque tocaba, una especie devulnerabilidad expuesta. Él creía queestaba solo con aquel piano. Secomportaba como si no hubiese nadiemás.

Supongo que tocaba un ejercicio. Noera especialmente bonito, pero habíaalgo complejo en él, algo que yo nosabría explicar porque nunca conocí lasreglas del juego, algo que hacía que encierto momento uno de sus dedos tocaseuna nota que no debía o rozase contorpeza dos teclas en vez de una.

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Entonces se tensaba, seguía tocandounos segundos y, cuando finalmenteaceptaba que no podría tocar tranquilotras su equivocación, respiraba hondo,se frotaba la nuca y volvía a empezar.

No lo saludé. No hice nada. Loescuché fallar en el ejercicio unascuantas veces más. Observé cómo se leagarrotaban los hombros y cómo, cuandolograba encajar las notas, su espalda securvaba en un sutil baile queacompañaba a la música.

Mi cargador no estaba por allí. Lobusqué superficialmente con la mirada,todavía agarrada a la puerta abierta y,como no parecía haber nada sobre lassillas, decidí marcharme.

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Entonces él se giró y me vio.No sé si hice ruido o simplemente me

sintió detrás.–Lo siento –dije, y me fui.

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Samuel Johnson dijo una vez: «Cuandoun hombre está cansado de Londres, estácansado de la vida».

No tengo muy claro quién era SamuelJohnson. La cita se ha puesto de moda, adecir verdad, por eso la conozco.Aparece en tazas y camisetas y, engeneral, en esos suvenires engaña-turistas que venden en el mercado deCamden Town y sitios así. Lo poco quesé es que era un escritor del siglo XVIII.Y que era un enamorado de Londres,claro. Sobre todo eso.

A veces me pregunto si él y yoveíamos lo mismo. Si también él se

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empapó de vida sin querer un díacualquiera, paseando por sus callesmientras maldecía al frío y a la gente. Siun día la miró y se dio cuenta de que nola había visto bien hasta entonces.

Londres tiene carácter, eso es lo quecreo que pasa. Es bastante gruñona. Y lesucede lo que a todas las personas quetienen carácter: o las amas o las odias,pero, en general, las amas y las odias ala vez porque es imposible no hacer lasdos cosas al mismo tiempo. Hay díasque quieres abofetearla y otras te lacomerías a besos, o te la llevarías abailar y que pase lo que Dios quiera.

Supongo que al principio no seesfuerza por conocerte. No te sonríe, nolo necesita. Sabe que vas a acabar

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enamorándote un poco de ella y se dejadesear, con sus cielos oscuros y susedificios de ladrillo rojo o negruzco. Legusta ser gris, eso es innegable. Susedificios, sus ladrillos, su cielo; todoparece ser gris. Hacen falta un par desemanas para que empieces a dartecuenta de que la hierba quiere hacersehueco por todas partes, que lucha porsalir a la superficie y lo consigue, entrelos techos negros y los ladrillos, entre elsuelo, en cada recoveco.

La cuestión es que tiene ese algo quete engancha. Me di cuenta durante miaño de Erasmus: la gente viene aquí aperderse. No a encontrarse. En absoluto.La gente viene aquí a fingir que, al

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menos en Londres, no tiene por quésaber dónde está y que no pasa nada porestar perdido. Aquel año, Jarek y yo laexprimimos como nunca lo habré hechocon Madrid o cualquier otra ciudad quehaya visitado. La vivimos comoextranjeros, corriendo detrás de unautobús para conseguir el mejor sitio enla planta superior, y también como sillevásemos ahí toda la vida, burlando sulluvia cada dos por tres, comiendo porla calle, bebiendo cerveza caliente envasos de plástico en cualquier garitooscuro al que entrábamos sin buscarnada en concreto, besándonos en losbares, riéndonos a carcajadas en algúnlugar cerca de Paddington, caminandosin rumbo, como si no necesitáramos

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saber los nombres de las calles porqueno hubiera por qué encontrar el caminode vuelta.

Fue el mejor año de mi vida. Quise aJarek como si lo hubiera conocidosiempre y viajé con él por sitios deInglaterra que no sabía ni que existían.Jarek consiguió que se me olvidara queun Erasmus era una etapa de unos mesesy que después debíamos volver a casa.Consiguió que se me olvidara que laRepública Checa, de donde venía él,estaba demasiado lejos de Madrid y nopodríamos salvar la distancia cogiendoun cercanías. Sabíamos todo eso, perodeliberadamente hicimos de Londres unparéntesis y el resto, la vida de después,

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la «vida real», tendría que esperar. Eladiós llegaría en junio, pero, hastaentonces, estábamos Jarek y yo. Y esoera suficiente.

Hubo muchos momentos en los quepensé que no podría volver a casa, queno tendría sentido hacerlo. Momentos enlos que pensé que no sabríadesenredarme, desconectar de todoaquello y enfrentarme a lo de antes.Porque ahora lo sabía: había tanto ahífuera, tan diferente, tan emocionante, quevolver a lo anterior era absurdo eintolerable.

No andaba muy equivocada. Me costóvolver a Madrid.

Fue como reencontrarse con un amigoal que no ves desde hace tiempo, cuando

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intentas retomar las conversaciones quetenías y ese sentido del humor que osunía y, de repente, eres consciente deque hay muchas cosas de las que ya nopuedes hablar. De golpe, vivir con mispadres me producía una sensaciónatosigante. Y echaba de menos a Jarek.Echaba mucho, muchísimo de menos aJarek, aunque habíamos incumplidonuestra promesa y nuestro adiós en juniono había sido nada, pero nada,definitivo. De verdad creímos que losería, que íbamos a ser capaces deponer fin a nuestra historia cuandotodavía era coherente hacerlo e inclusotuvimos una despedida, pretendidamenteno muy triste, aquella última noche en la

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residencia.–No me escribas mucho –le dije.–¡Anda! –dijo fingiendo indignación,

lanzándome uno de los peluches de micama–. Mira esta. Pues haré lo quepueda, pero en fin.

–Lo entiendo, no vas a poder vivir sinmí.

Cosquillas, bromas, risas. Intentamoscamuflar una noche que se adivinabatriste, pero, en el fondo, hablamos másclaro de lo que lo habíamos hecho hastaentonces. Porque sí que nos escribimos,pese a lo acordado. No pude evitar usarla excusa del vuelo para preguntarle sihabía llegado bien, y dos días despuésél utilizó el cumpleaños de mi hermanapara preguntarme si le habían gustado

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los regalos. Para cuando quisimosdarnos cuenta, hablábamos todas lasnoches por videollamada y ese mismoverano Jarek vino a pasar una semana aMadrid.

Pasaban los meses. Un año entero.Todo un año de una relación a distanciaque no habíamos previsto, pero de laque ya no sabíamos cómo salir. Nadaparecía tener solución de continuidad,pero tampoco teníamos el valor paraponerle fin.

Hasta que un día, Jarek me llamó y medijo esas palabras que lo han cambiadotodo:

–Vuelve conmigo a Londres.No tardé demasiado en reaccionar.

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Apenas sopesé del todo la idea antes deresponder, pese a que no era algo queestuviera en mis planes y todo mepillaba por sorpresa. Sencillamente, nohabría podido responder otra cosa.

Así que aquí estoy. De vuelta enLondres.

Jarek iba a venir en octubre, conmigo.Habíamos comprado dos billetes deavión, uno desde Brno y otro desdeMadrid, y ambos llegaríamos el mismodía. Era el plan: buscar un piso para losdos. Su amigo John había montado unapequeña productora audiovisual aquí yle había ofrecido que trabajaran juntos.En cuanto se lo propuso, Jarek pensó enque yo podría acompañarlo. A fin decuentas, tampoco tenía nada en Madrid;

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en Londres me saldría algo, ambosconocíamos gente allí e, incluso, parecíaque un amigo de un amigo tenía unaempresa en la que yo podría hacer unasprácticas. Era arriesgado, sí, pero erauna locura cometida entre los dos, y esoera un motivo suficiente como paraconfiar en nuestra suerte.

Claro que las cosas no siempre salencomo uno las planea. Y menos en elcaso de Jarek. Esa impulsividad, esebrillito que se asienta en sus ojos cadavez que se propone una fechoría, es unade las cosas que más me gustan de él,pero, por supuesto, es una navaja dedoble filo. Porque no hay nada en elmundo comparable a que te agarre del

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brazo una tarde con esa sonrisa traviesa,casi infantil, para contarte: «Mira, miralo que se me ha ocurrido», y que teenseñe una pista en el ordenador que hagrabado con una melodía en la que estátrabajando, que la comparta contigocomo si hubiera decidido que entretodas las personas tú ibas a ser sucompañera de aventuras y esperase aver qué opinas, a ver si te gusta, y túsolo sepas decir que sí, que mucho, quees genial.

Pero esa misma ilusión desbordantees la que hace que un día suene elteléfono, veas a Jarek en la pantalla ysepas, porque lo sabes, que va acontarte que no va a poder coger elavión.

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No lo hace a propósito.Fue una gira inaplazable con su grupo

de música. Una de esas que nadie en susano juicio rechazaría, de teloneros deuna banda bastante importante que leshabía llamado en último momento. Nohizo falta que me explicase mucho másporque entendí en sus ojos que lemataría perdérselo.

Así que anuló el billete y me dijo,hablando deprisa y pisándose laspalabras como siempre que se sentíaculpable, que compraría el primero quepudiera en cuanto acabara la gira. Quese moría de ganas por estar conmigo.Que sería cuestión de un mes y dossemanas. Tal vez tres.

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Yo podría haber cancelado mi vuelotambién.

Podría haberme quedado en Madrid.Pero recuerdo que ya había

imprimido mi billete y reposaba en lamesilla, junto al ordenador, dobladoperfectamente en tres para que mecupiera en esa cartera que utilicé en misviajes de Erasmus. Al otro lado de lapared, mi madre nos llamaba a cenar yel billete me miraba con sus pliegues,preparado para volar. Lo supe entonces:la decisión ya la había tomado y no iba apoder deshacerla tan fácilmente. Trascasi un año de relación a distancia, trasun año de vuelta en Madrid con micorazón bastante más al norte del

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Manzanares, tenía tantas ganas, tantailusión por volver, que no quise esperar.

Y aquí estoy otra vez, en Londres,como me propuse.

Reconozco que a veces todo parecetan distinto a lo que viví hace dos añosque asusta un poco y dan ganas de salircorriendo. Yo sabía que lascircunstancias no iban a ser las mismas.Quiero decir que esta vez no estoy enuna residencia universitaria, rodeada degente de tantos países. Esta vez estoysola, tengo un trabajo de camarera yvivo con Adriana.

Adriana en realidad es lo mejor quetengo por aquí.

Es una chica brasileña que lleva aquíbastantes años y se desenvuelve por

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Londres con una naturalidadcarismática, saludando a los dueños delos comercios del barrio como si losconociese de toda la vida. Vivimossolas. Nuestro piso se encuentra en unbloque de ladrillo rojo y puertas azules,con la pintura desconchada. Es pequeño,de dos cubículos que hemos decididollamar habitaciones y un pasillo un pocoancho que, con un sofá viejo, se haconvertido en el salón.

Me gusta Adriana. Sonríe mucho, noensucia demasiado y es una de esaspersonas que desprenden una alegríacontagiosa. Su habitación parece unsantuario hindú, pero eso no me molesta.De hecho, he empezado a

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acostumbrarme a que se haga tambiéncon el salón para practicar meditación acualquier hora del día, desplegando unamanta por el suelo y llenándolo todo develas e incienso.

La conocí en un foro de alquiler dehabitaciones. Al principio, me parecióun poco excéntrica porque no paraba dehablarme y llenar la pantalla deemoticonos, pero era la única que meofrecía un dormitorio en una zona más omenos céntrica por menos de quinientaslibras. Y de todas formas, cuandobusqué un piso para mí, lo hice sabiendoque esta será una etapa corta, solo hastaque llegue Jarek.

Pero me alegro de haber escogido aAdriana. No solo por ella, sino también

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por el barrio; me gusta bastante.Vivimos en Shepherd’s Bush, un barriocercano a Notting Hill que no se pareceen nada a Notting Hill. Por lo que heaveriguado en estos días, de hecho, hayun poco de rivalidad entre ambos y lacomparación es inevitable y constante.Pero «The Bush» –así lo llaman– es másdesordenado, infinitamente más caótico,en parte por la inmigración que lo llenade idiomas y olores diferentes. Llevocasi un mes aquí y he conocido a turcos,libaneses, australianos, italianos ybastantes españoles. Hay quien puededecir que esto no es Londres del todo,pero creo que se equivocan: Londres esprecisamente esto. Es una locura y es

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imposible que no te enganche.El problema es que cada vez que

vuelves es como volver a empezar.Cuando llegué aquí, cargada de

maletas, me di cuenta de que no era unasegunda parte. Que Londres me mira conuna cara un poco distinta, que el barrioes diferente y me va a costar volver aacostumbrarme a que la gente no memire por la calle, que me empujen, queno hablen mi idioma.

Todavía me siento extranjera. Nopuedo evitarlo. Paseo por las callespensando en las calles con Jarek. Quieroque venga por fin y Londres vuelva a sernuestra, como era hace dos años. Peroaún no está. Vendrá dentro de unassemanas. Un mes, a más tardar. Y sé que

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no es mucho tiempo, sé que después detantos días separados debería habermeacostumbrado, pero ahora estoy aquí ysolo pienso en las ganas de que llegue yenseñarle la cafetería que está justoenfrente del mercado, esa en la quetienen un poco de todo y puedes tomarteu n english breakfast mientras sirvenpintas al señor desaliñado que estásiempre en su asiento desde las diez dela mañana. Y enseñarle ese pub quetiene tan buena pinta, aunque parezca unpoco caro, y el puesto de refrescos conperiódicos en más de siete lenguas.

Llevo aquí ya tres semanas.Hablo con Jarek por el móvil

mientras camino por Gold-hawk Road,

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empapada por la lluvia habitual. Él estáterminando su gira y es todo adrenalinaal otro lado del teléfono. Me hamandado el vídeo de su último conciertoy se reproduce con dificultad en mipantalla. Dice que cuando toca le gustapensar en que le escucharé, aunque seaen diferido. Que así es como cuandoestábamos en la sala de música y yo mesentaba en una silla, a su lado,abrazándome las rodillas mientras élimprovisaba una pieza.

Algo se engancha en mi bota.Ha empezado a llover con más fuerza

y me cubro con la capucha antes deagacharme para descubrir que se me hapegado un folleto publicitario, sucio porlas pisadas y la lluvia.

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Curso de elaboración devidrieras. Saque el artista quelleva dentro. Materiales incluidos.

Vidrieras.¡Vidrieras!Se me escapa la risa mientras lo

guardo en el bolsillo de mi pantalón.Es algo tan absurdo e inquietante que

solo puede tener sentido por aquí.

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En la habitación de mi nueva casa tengoun corcho con fotos de Alba. Fotos decuando éramos pequeñas y nosbañábamos juntas y jugábamos conespuma en la cabeza. Fotos con loslabios pintados en la primera nocheviejaen la que decidimos que éramosmayores y podíamos maquillarnos, y enel pueblo de mamá con heridas en lasmanos.

Me lo entregó Alba con los ojosvidriosos cuando se convenció, por fin,de que iba a marcharme.

En mi casa no se lo tomaron bien. Nolo entendieron. «Irte a Londres, hija –me

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decía mi madre–, no tuviste bastante deErasmus, cómo vas a irte, y ahí qué vasa hacer si has estudiado Derecho y esoallí no te sirve.» Y por supuesto: «Irtepor un chico, Naira. Por el amor deDios».

A Alba, en cambio, le parecíaterriblemente romántico, o algo así. Aveces se sentaba a mi lado cuandohablaba con Jarek por Skype. Aunquetambién sé que nota mi habitación deMadrid demasiado vacía, demasiadorara. Me llama mucho, como si todavíaviviéramos pared con pared, aunque lasdos sepamos que tenemos muchos,muchísimos kilómetros de por medio yque ya no puedo interceder en sus peleascon mamá.

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En realidad, el único que noreaccionó demasiado fue mi padre. Talvez porque ya se lo esperaba, o tal vezporque no esperaba nada mejor. No lefaltan motivos. Todos esperaban de mícosas importantes, supongo. Todos lospadres ven a sus bebés como los máslistos de la guardería. Pero la realidades que yo, ya desde que era una niña, notenía ningún tipo de vocación.Normalmente, una quiere ser veterinaria,luego médico, o arquitecta o profesora;esas cosas. Es frecuente hablarlo en elcolegio. Todas mis amigas tenían algoen la cabeza, alguna idea, pero a mí nome importaba. No las escuchabademasiado y solo lo entendía como un

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rol más cuando jugábamos a mamás y apapás.

La primera vez que me obligaron aplanteármelo en serio fue a los sieteaños. La profesora nos pidió quedibujásemos lo que queríamos ser demayores, lo cual desató un alto nivel deemoción entre mis compañeros –futbolistas, astronautas, pintoras yprofesoras–, pero yo llegué a casa conun folio en blanco, un poco abatida, yme senté ante la mesa de la cocina. Mimadre sostenía en brazos a Alba, quetenía tres años bastante insoportables,intentando que dejase de llorar. Mipadre, mientras tanto, estaba colocandounos platos en el armario.

Los miré un rato, con la cabeza

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hundida entre mis manos.–Papá, ¿qué voy a ser de mayor?–Hija, qué pregunta –dijo, sin dejar

de apilar los platos–. Eres muy pequeñapara eso.

Eso pensaba yo. En eso me habíaescudado y estaba tranquila, pensandoque era razonable que todavía no meapeteciera nada en concreto, pero laprofesora había puesto todo eso patasarriba y, de repente, me sentía mayor,responsable. Y no me gustaba nada.

Se lo conté. Alba empezaba acalmarse y mi madre le limpiaba la carallena de mocos y lágrimas. Mi padrecerró el armario y se sentó conmigo a lamesa.

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–Es que eso no tengo que decírteloyo. Puedes ser lo que tú quieras, Naira.Lo que a ti te apetezca. Solo tienes queestudiar mucho.

Mi padre tiene una clínica dental conla tía Dolores. Ambos habían decididoser dentistas y, en un desarrollo naturalde las cosas, habían abierto una clínicajuntos. Hermano y hermana. Qué bien,pensaba yo, qué fácil. Me daba un pocode envidia, parecía que les iba bien, queles gustaba.

He ido muchas veces a la clínica conAlba, desde entonces. Cuando ya era losuficiente mayor como para quedarsejugando con sus muñecas sin molestar alos clientes, claro. A veces

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aguardábamos a papá en la sala deespera y nos reíamos de que la tíaDolores se llamase así siendo dentista, ydecíamos que la clínica debía llamarseClínica Dolores de Muela, y ella fingíaenfadarse, pero siempre nos dabajuguetes y bolis con marcas de pasta dedientes y nos decía: «Si salís dentistas,trabajo no os va a faltar».

Tenía sentido, pero fue mi madre laprimera en verbalizarlo, aquella tardede indecisión con mis siete años y miprimera gran preocupación existencial.

–Podrías ser dentista, como papá.Y sí, claro. Parecía que era lo lógico.

Mi padre sonrió y me pinzó la nariz consuavidad, entre sus dedos.

–Lo que tú quieras.

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Aquella vez, pinté un dibujo de unaversión un poco mayor que yo –lo cualresolví añadiendo un poco de pecho a lamisma figura desproporcionada quedibujaba siempre– vestida con una batablanca y con un artilugio en la mano. Laprofesora me puso un muy bien y,cuando lo traje de vuelta a casa, mipadre sonrió de oreja a oreja. Meacarició el pelo mientras observabaaquel dibujo con una emoción en losojos que no me pasó inadvertida.

–¿Sabes lo que vamos a hacer?Vamos a llevarlo a la clínica y vamos aponerlo en el corcho, ¿vale?

Lo llevó, ese mismo día.Lo estuve viendo durante años,

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cuando iba con mi hermana, y tíaDolores me apretaba las mejillashenchida de orgullo, y decía: «La niña,que nos sale dentista, ¡pues tendrás queestudiar mucho!», y yo sonreía, contenta,porque veía que eso los ponía contentosa ellos y parecía una resolución perfectaa mi dilema infantil.

Quise aparcarlo y no pensar más enello, pero iba creciendo, y tía Doloresseguía diciendo en las cenas de Navidadque iba a tomar el relevo de la clínica yque iba a poder jubilarse pronto, y sereían, y alguien, quien se sentara a milado en la mesa, me apretaba una mejillao me revolvía el pelo.

Un día, mi padre entró en mi cuartocon un regalo.

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–Toma –me dijo, sentándose conmigoen mi cama. No era el día de Reyes nimi cumpleaños, así que los librosenvueltos en papel de regalo me pillaronpor sorpresa–. Para que les eches unojo, a ver si te gustan.

Lo desenvolví con impaciencia ydescubrí La aventura del Señor Molar yEl Señor Molar: la amenaza de lagingivitis. Estaba lleno de ilustraciones,pero ya tenía una cantidad considerablede texto. Mi padre había esperado a quetuviera diez años para poder leerlo, yme observaba pasar las páginas con unaamplia sonrisa y unas expectativastodavía más grandes. El libro hablabade caries, de dientes de leche y de

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muelas del juicio.Le di las gracias y él me besó la

cabeza y me dejó en la habitación, conlos libros.

Nunca volví a abrirlos.No sé si se dio cuenta. Probablemente

sí, porque cada vez insistía menos, pocoa poco, y cada vez eran menos lasanécdotas que me contaba sobreoperaciones en el trabajo, ni me mirabacon complicidad para decirme quepasara a su consulta a enseñarme loscachivaches que utilizaba.

Creo que mi falta de interés eraevidente. Debería haber crecido con eltiempo, pero todo lo que quedaba erauna voluntad de agradar, de tener unplan, de que les pareciera bien. Mi

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padre supo verlo, pero creo que tíaDolores todavía está esperando a queme dé cuenta de que me equivoqué decarrera y le pida que me enseñe a coseruna encía.

Finalmente, estudié Derecho. Aunqueesa fue una idea que no llegó hasta casiacabar el bachillerato. Hasta entonces,pasado el furor por que fuera dentista,viví al margen de salidas profesionalesen la medida que pude. Por supuesto, ensecundaria algunos profesores sacabanel tema, y siempre había alguna chica enclase con una vocación que parecíaemanar de cada poro de su piel, cuandoabrazaba sus libros y hablaba con laprofesora de lo mucho que le gustaría

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estudiar Filología. A mí Lengua meaburría, no lo entendía, pero ellas, esaschicas a las que les brillaban un pocolos ojos cuando leían un libro, meproducían una secreta e inconfesableenvidia. Los deportes me gustaban,claro, pero tampoco pensé en dedicarmea ello de manera profesional. Y lasciencias, bueno, las ciencias no estabanmal. Mis notables en Biologíaarrancaban sonrisas de orgullo a papá ya tía Dolores, y hasta ahí llegaba misatisfacción.

No tenía curiosidad. Simplemente,facilidad para asimilar esosconocimientos para los que no había queestudiar tanto. Era lógica. La lógica eralo que era. No hay que estudiar la

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lógica. Si uno entiende un concepto,puede repetirlo mil veces, aunquecambie el resultado. Por eso tal vez miasignatura favorita era Matemáticas. Nohabía margen de duda. Tras un problemacomplejo, una explosión de lápiz ypedacitos de goma de borrar derivabanen una solución sencilla. Y ya está: todoencajaba. No había margen deinterpretación.

Esa sensación de control me gustaba.Supongo que por eso nadie se esperabaque escogiera Derecho. Mi profesor deMatemáticas fue el más sorprendido detodos. Habló con mi madre, le dijo quetenía que pensármelo muy bien, que yopodría estudiar Matemáticas o

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Economía, o ADE, algo de ciencias,pero que estudiar Derecho –con misnotas poco más que aceptables enHistoria y otras asignaturas de hincar loscodos– no parecía ser en absoluto mifuerte.

Mi padre no se sorprendió tanto. Creoque a esas alturas era muy consciente demi falta de interés hacia cualquiercarrera. Bien pensado, Derecho abría unabanico más o menos amplio deposibilidades a las que podríadedicarme después. Y, además, ya se lodijo a mi madre:

–Podría ser peor, mujer. Podríahabernos salido de Periodismo, o BellasArtes o algo así.

Pero a mi madre nada ni nadie podía

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quitarle la preocupación.En realidad, uno de los principales

motivos por los que escogí esa carrerafue mi amiga Laura. Laura, quien mearrastró también de Erasmus. Ella iba aestudiar Derecho y lo tenía bastanteclaro. A mí, en cambio, me daba igual.Ella hizo por convencerme, pero, sobretodo, yo quise dejarme convencer, asíque lo consiguió enseñándome un par defolletos de la Complutense.

No es que no haya disfrutado de lacarrera. Realmente, he pasado por ellasin hacer ruido, con unas notas queentran en la perfecta definición de lonormal. Hice amigas, viví la experienciauniversitaria y acudí a las clases sin

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demasiadas emociones. El derecho meresulta aburrido, pero útil, y eso bastapara convencerme de que he estudiadoalgo sensato. Laura, en cambio, lodisfruta.

Siempre ha sido una alumna dedieces. Aunque pareciera imposible,consiguió exprimir su Erasmus y nutrirsede ideas para un trabajo de fin de gradopor el cual la felicitaron los profesoresa su vuelta. Pero ni siquiera eso la salvódel paisaje nada esperanzador que nosesperaba a todos al terminar la carrera.Becas. Becas sin remunerar o con unasimbólica ayuda para el abono detransportes. Becas que acababan en másbecas. Becas que tenían el adjetivo de«formativas», pero en las que se

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aprendía más bien poco.Y mientras Laura peleaba por que

alguna de esas empresas se decidiera ahacerle un contrato digno, yo esperaba aque alguna se decidiese a llamarme paraser becaria. Pero no ocurría nada. Miteléfono no sonaba y mi currículummediocre y sin experiencias se hundíamás y más en las tinieblas de Internet.

Yo no daba crédito.Había estudiado una de las carreras

que me resultaban más aburridas, y nisiquiera era capaz de encontrar untrabajo precario.

–Vuelve conmigo a Londres –dijo Jarekaquel día, a través de Skype.

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Y a lo mejor también fue por eso.Renunciar a todo. Renunciar a mi

casa. Y a la vez, no tener nada queperder, nada en el horizonte que mehiciese pensar que aquí podía encontraralgo mejor.

A lo mejor hubo un poco de esotambién cuando le dije que sí.

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4

Antes del Erasmus, yo creía que loschecos eran todos rubios. No sé muybien por qué, a lo mejor es que lossituaba muy al norte y deducía quellegaba un punto en el mapa en el quelos morenos desaparecen. Cuandoconocí a Jarek, empecé a darme cuentade hasta qué punto no tenía ni idea decómo era la gente en la RepúblicaCheca. Él, sin ir más lejos, tiene el pelonegro, los ojos marrones oscuros y unabarba incipiente negra con algúndestello rojizo. Si algo delataba sugenética norteña era su piel, tan blanca,de esas que enrojecen por el frío, por el

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calor y porque sí. Supongo que fue elprimer esquema que Jarek se llevó porel camino: los checos también puedenser morenos. De hecho, hay bastantes.

Otra de las cosas que aprendí al finales que somos bastante parecidos enciertas cosas y tenemos muchasreferencias culturales en común –especialmente si hablamos de películasy de todo lo relacionado con EstadosUnidos, claro–, y en cambio en otrosaspectos somos sorprendentementedistintos: la historia, la manera derelacionarnos, el lenguaje… Sobre todoel lenguaje. Era una locura. Jarek intentóenseñarme un puñado de frases del día adía, pero no consiguió gran cosa. Cadavez que abría la boca, se esforzaba por

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no reírse y volvía a repetírmelo. Yointenté vengarme con un trabalenguas deesos que tienen muchas erres, peroresulta que eso, a los checos, se les dabien.

Al principio nos costaba más,supongo. Salvar las diferencias,mantener una conversación fluida y todoeso, a veces era complicado. Poco apoco terminamos por adaptarnos el unoal otro, por encontrar ese espacio encomún entre las dos culturas, pero losprimeros días no sabía muy bien quédecir. Para empezar, porque mi inglés,muy de academia y poco de la calle, nome ayudaba demasiado a la hora derelacionarme como una chica de

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diecinueve años, y creo que sonaba máscorrecta y repipi de lo que me habríagustado. Tal vez por eso, entre otrascosas, me quedé sin palabras la primeravez que se dirigió a mí.

Fue en una de esas fiestas en laresidencia, una de esas pensadas paraintegrarnos obligándonos a hacer cosasestúpidas y más propias del recreo delcolegio. En esta ocasión, lo habíanllamado la «Fiesta Disney», y ya solo elnombre era bastante poco prometedor.Nos reunimos todos en el comedor, quehabían aclimatado retirando las mesas ycon una decoración hortera como solo lahe visto en Londres, llena de banderinesen colores pastel, tiras de luces que seabrazaban a las barandillas de las

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escaleras como si fueran hiedras ymucha mucha más purpurina en todaspartes de la que jamás pensé que fueraposible.

Con todo, el olor a ese pegamentomultisuperficie que impregnaba la salacada vez que hacían una fiesta es un olorque se me ha quedado en la nariz, uno deesos que reconocería en cualquier parte.Me ha pasado. El pegamento ya no espegamento. Si lo huelo en la habitaciónde mi hermana Alba, cuando hace algunade esas manualidades que tanto legustan, ya no huele a eso. A mí, ese olorme lleva de vuelta a la residencia deLondres y es andar con taconesimposibles, escuchar una mezcla

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ininteligible de idiomas alrededor, conJarek en algún lugar cercano,recorriendo el pasillo o entrando por lapuerta del comedor.

Aquella fiesta fue una de lasprimeras. Puede que todavía fuera enoctubre. Quizás era noviembre, comoahora, por el frío que recuerdo quepasábamos por los pasillos y lasreuniones que hacíamos en mihabitación, bajo la manta. En todo caso,llevábamos poco tiempo por ahí.

Cuando bajamos al salón la fiestaestaba empezando. La mecánica delevento consistía en tomar una tarjeta. Enella, había una mitad de una parejaDisney. Era bastante sencillo, enrealidad: uno debía ponérsela a la vista

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con un imperdible y buscar a la mitad desu pareja entre la gente. Luego, lasparejas debían hacerse preguntas paraconocerse un poco mejor y, al terminar,podían dirigirse a la mesa de premios.

En mi tarjeta ponía: «Colette».Cuando lo leí fruncí el ceño. No me

sonaba de nada. No sabía ni que pudieraser de Disney. Miré el reverso de latarjeta, pero eso era todo. Mis amigashabían tenido más suerte. Cenicienta yBlancanieves sabían dónde empezar abuscar y comenzaron a dar vueltas por lasala. Yo decidí que era mejor quedarmeapoyada en una de las mesas, con mitarjeta enganchada en mi blusa,esperando a que mi otra mitad supiese

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más de Disney que yo y apurando ensilencio una Coca-Cola sin hielo ni casigas.

Y entonces se acercó a mí.Lo vi al momento.Al principio con incertidumbre y

luego más decidido. Llevaba tambiénconsigo un refresco y se aferraba a élcon las dos manos, como si le infundieraseguridad. No quería mirar, pero,cuando él acortó suficientemente ladistancia, era obvio que se dirigía a mí.Y lo miré.

En su tarjeta ponía Lingüini, y nosabía quién era, pero parecía evidenteque era mi pareja esa noche. Y en esosescasos segundos que nos separaronintenté calcular cuál era la probabilidad

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de que algo así sucediera y que de entretoda la residencia fuera él, precisamenteél, mi otra mitad; porque parecía unchiste.

Pero a veces esas cosas ocurren.Como en las películas.

A veces las casualidades aparecencomo si en realidad fuese el universo,que se ha levantado caprichoso,diciéndote: «Eh, voy a gastarte unabroma, te vas a reír».

–Colette –dijo, y me tendió la mano–.Soy Lingüini.

Me limité a apretarle la mano y lemurmuré que encantada, o algoparecido, en el mejor inglés que supearticular.

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–No sabía cómo te llamabas; hetenido que preguntar.

–Naira –dije.–No. Me refería, ya sabes, al

personaje. Colette. No lo sabía, vi lapelícula, pero tu nombre no se mequedó.

Yo no soy tímida. No especialmente.Nunca he tenido problemas pararelacionarme con la gente, para hacer elidiota en las fiestas y bailar riéndome demí misma, pero en ese momento sí mesentía un poco torpe. Su inglés eraimpecable, lo hablaba con una fluidez yuna pronunciación que no tenía errores.Y a mí, en cambio, se me atragantabanlas palabras en la garganta.

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–No sé qué película es –dije al final,tras un considerable esfuerzo mental.

Sonrió. Eso estaba bien. Suexpresión, tanto entonces como cada vezque lo había visto por los pasillos, erabastante seria; no refunfuñona oagresiva, pero sí era una de esaspersonas cuya expresión neutra era unceño ligeramente fruncido. Y a mí, laverdad, es que me imponía un poco.

– E s Ratatouille –me explicó,apoyándose a mi lado en la mesa ydando un trago a su Coca-Cola–. Eres lacocinera que lo hace todo bien.

–Ah –dije. Había visto la película conmi hermana, en el ordenador, una tardetonta en que hicimos palomitas y nos

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apetecía pasar el rato, pero no leprestamos demasiada atención porqueaprovechamos para hablar de chicos yde todas esas cosas que no queríamoshablar delante de mamá.

Una de las organizadoras de la fiestanos sacó una fotografía y, tras alzarnosun pulgar, se dirigió inmediatamente a lasiguiente pareja. Luego solían imprimirlas fotos de las fiestas y colgarlas en loscorchos de los pasillos. La gente loaprovechaba para escribir notas, pintarencima de las caras de los másdesafortunados y otros actos vandálicosque, pensándolo bien, se veían venir.Para principios de primavera, ya habíancolgado una hoja en el pasillo queanunciaba todas las sanciones que

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conllevaba sabotear los corchos.–Naira, ¿no? Has dicho.Jarek hacía dibujos en su vaso con los

dedos.–Sí.–Española.–Sí.–¿De Madrid?–Sí.–Y elocuente. –Rio y, al ver que no

entendí la palabra, negó con la cabeza–.Perdona, era una broma. Me llamoJarek.

–Jarek –repetí, intentando imitar lapronunciación de su nombre, esa jotaque parecía una i griega. En su bocasonaba como un nombre de esas novelas

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de fantasía medieval. Jarek, hijo deVaerys, rey del mar Angosto y protectorde los Siete Reinos. Algo así–. ¿Dedónde eres?

–Brno. En la República Checa.–Pero ¡tu inglés! –dije, rozando la

indignación.Sonrió.–Mi madre es inglesa.Eso explicaba muchas cosas. Yo

seguía en desventaja, pero mi orgulloestaba un poco menos herido. El chicoera bilingüe, así cualquiera.

Bebimos los dos a la vez, creo.Bebíamos bastante rápido nuestrosvasos, como pasa siempre que no sabesqué hacer con las manos. Mi padre amenudo me cuenta que, en sus primeras

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citas con mi madre, llevaba una bolsa depipas para tener algo con lo que ocuparlas manos sin parecer tan idiota. Loentiendo. Aunque no deja de sergracioso, ¿verdad?, es bastante curiosoque en esos momentos nuestras manos sevuelvan de repente una extremidadridícula, que queramos esconderlas yque nos pesen. Si de normal,simplemente, están ahí.

–Van a preguntarnos cosas sobre elotro –me recordó–. Tres preguntas, creo.Ya sé tu nombre. Cuéntame más cosas.¿Tienes hermanos?

–Una hermana. Tiene catorce años; sellama Alba. ¿Y tú?

–No. ¿Cómo se llaman tus padres?

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–María Eugenia y Ramón.Intentó pronunciar mariaeugenia.Lo miré a los ojos. Era lo menos

parecido a María Eugenia que habíaescuchado en mi vida, pero habíavomitado aquel conjunto de sílabasdesordenadas con una seriedad absolutaen los ojos, como si estuviera recitandoalgo importante en latín. Y no pudeevitarlo, quise evitarlo, pero me eché areír. La risa brotó sola, involuntaria,como desde el fondo del estómago. Metapé la boca, pero él me siguió. Y fuecomo soltar el aire tras varios segundosaguantando la respiración.

–Déjalo –dije–. No nos van apreguntar eso. Dime tu color favorito.

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–El naranja.–¿Me estás hablando en serio?Me estaba hablando en serio.–¿Tienes algún problema con el

naranja? Los atardeceres son naranjas.Todos decís que os gustan losatardeceres, que qué colores másbonitos. Los subís a Instagram. Peroluego cuando elegís un color favorito,¡bam!, azul, siempre es el azul. Creo queno lo pensáis bien. Creo quesimplemente decís, vale, el azul gusta,¿no? El azul está bien. El azul significaque no llueve. O piscina. Me gusta ir ala piscina en verano. Vamos a decir queel azul es mi color favorito.

Me encogí poco a poco.

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–Oh, no. He acertado –dijo–. Azul,¿no?

–Culpable.–Pues te voy a dar un consejo. Olvida

esas chorradas y busca tu color favorito.Mira por ahí, ¿vale? Busca esosmomentos que querrías fotografiar.Fíjate bien en los colores, cómo juegan,qué te transmiten, y decide cuál te gustamás. Porque creo que todavía no sabescuál es.

–Lo haré.–Bien. Me toca –siguió–. ¿Qué

estudias?–Derecho. ¿Tú?–Comunicación. Y creo que ya sabes

suficiente.

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Asentí, más por inercia que por estarde acuerdo. No sabía suficiente. Nosabía ni un poquito de todo lo que queríasaber, pero era verdad que nuestrosvasos estaban vacíos y la mesa depremios estaba a punto de quedarse sinnada, así que me incorporé y fuimos aterminar el desafío de la fiesta.

El evento en sí, la fiesta, tenía unplanteamiento bastante simple, y laspreguntas estuvieron a la altura de lascircunstancias. En realidad, podríamoshaber mentido en todo, porque nadieestaba dispuesto a comprobar sidecíamos la verdad, pero supongo queeso daba igual. Todo era una excusapara que nos obligásemos a hablar con

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desconocidos.Nos preguntaron por nuestras carreras

y nuestra comida favorita. Para estoúltimo no teníamos respuesta, peroambos improvisamos que era la pasta yfue fácil convencerse de que era verdad.En su caso, además, lo era. Yo siemprehe sido más de huevo frito, pero no erael momento de llevarle la contraria, nide explicarle por qué los huevos a laplancha que estaba comiendo en Londresno eran ni de lejos el huevo frito quehacía mi padre en casa.

–¿Qué es lo que más le gusta hacer? –preguntó entonces la estudiante veteranaque presidía el jurado, mirándome seriacon la cara llena de pegatinas brillantesy un dibujo que creo que pretendía ser

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una mariposa.Era la última pregunta antes del

premio, y eso no lo habíamos hablado.Pero yo lo sabía.–Tocar el piano.Las miradas fueron a Jarek, que debía

corroborarlo. Él me miraba a mí, conuna pequeña sonrisa, cuando asintió.

No quedaba mucho donde elegir en lamesa. Juegos de cartas, una pequeñacanasta de baloncesto que se podíaponer en la pared, varias bolsitas conmaquillaje facial –que, a juzgar por elque lucía la chica del jurado, nomerecían en absoluto la pena– y un parde botellas de lo que parecía un licor sin

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alcohol. Lo escogimos un poco pordescarte, otro poco, quise pensar, paramantener la excusa que nos permitíaseguir hablando un rato más.

–¿Sabes? –me dijo mientrasempezábamos a andar de vuelta a lamesa–. Creo que somos la pareja másaburrida de Disney.

–¿Verdad?–Es insultante. Cuando te estaba

buscando he visto pasar a Hércules y alCapitán Shang. Todo masculinidad, unespectáculo. Así cualquiera. Uno va deHércules y puede comerse la noche. Encambio, ya ves: Lingüini. Menuda cartade presentación.

–Terrible.

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Habían bajado la intensidad de lasluces de la habitación. En los altavocesdel salón sonaban éxitos de los noventaque juraría no haber oído desde hacíaaños. Algunas parejas empezaban abailar y se mezclaban por encima de lamúsica risas y gritos en varios idiomas.

–¿Sabes lo que pienso? –dijo Jarek,mirando al centro de la sala.

–¿Qué?–Que planearon la fiesta y empezaron

a escribir parejas de Disney, pero,claro, no había parejas atractivas paratodos. Párate a pensarlo. ¿Cuántas hay?Es que no hay tantas. Las mejoresvinieron al principio y luego ya… pueseso. Ratatouille.

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–¿Insinúas que somos esa clase deinvitados que nadie quiere en la fiesta?

–Eso me temo. –Empezó a abrir labotella, mirando al resto de las parejascon resignación–. No hemos salvadoChina, ni somos héroes del Olimpo. Nitenemos magia.

Yo sujeté los vasos. Él los sirvió. Yfue un milagro que no se derramara nadaporque, honestamente, creo que lasmanos me temblaban un poco. Y quererque no me temblaran, esforzarme tantoen que no me temblaran, no ayudabanada. Ni un poquito.

–Solo una triste cocina –dije.–Y encima llena de ratas.–Odio las ratas.

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Tomó su vaso. Tomé el mío. Lo alzó yme miró.

–Por las ratas.Chocamos nuestros vasos y el licor

arañó mi garganta con un sabor horrible.

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5

Aquella noche fue la primera demuchas.

Nos buscábamos al principio entreexcusas. Hablábamos de trivialidades,de sus clases, de las mías. Le preguntabasobre el piano y pronto me di cuenta deque le gustaba que le preguntase sobre elpiano, porque así podía explicarmecosas sobre las notas, la clave de fa, laspartituras, los tiempos, y yo no siemprele entendía, pero me gustaba escucharlo,consciente de que lo que me contabadebía de ser muy importante, porque seponía serio y empezaba a hablar másdeprisa, hasta disculparse y decir:

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«Perdona, debo de estar aburriéndote».Muchas veces eran solo

conversaciones en la cafetería. Solía serel momento idóneo para fingir que setrataba de acercamientos fortuitos, peroyo empezaba a aprenderme las horas alas que él bajaba al comedor y creo queél sabía que, por las tardes, prefería elruido de la cafetería para leer losapuntes de Derecho Internacional, y seacercaba a tomarse un café que muchasveces se le quedaba frío.

Todavía recuerdo el primer día queconseguí convencerle de que tocara paramí.

Al principio no le gustaba la idea,decía que le daba vergüenza, peroterminó por acceder. Eran las dos de la

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madrugada cuando bajamos a la sala demúsica. Un lunes. Me acuerdo porqueJarek había conseguido la llave de lasala de música el viernes, se habíaolvidado de devolverla y la había tenidoconsigo todo el fin de semana. Bajamosen silencio las escaleras que llevaban alsótano, porque había eco, y llevaba miszapatos en la mano para evitar el ruido.Compartíamos una risa ahogada, yo metapaba la boca, como si hiciéramos unatravesura al despistar al conserje, que enaquel momento veía una serie en suordenador. «Qué malos somos, québarbaridad –me decía–, saltándonos loshorarios para tocar un poco el piano,qué pensaría tu madre.» La puerta de la

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sala, acolchada a prueba de ruidos comolas paredes, se cerraba por dentro conllave. Le dimos dos vueltas, como si poratrincherarnos allí pudiéramos salvarnosde la amonestación.

La sala estaba fría.Cubiertos de polvo, descansaban un

piano, una batería descuidada y sinbaquetas y varias sillas desiguales.

–Pues aquí estamos –dijo ya en vozalta.

Me acerqué al piano. «Teclado», mecorregía él siempre. Un piano era otracosa. Me senté.

–Toca algo –me dijo.–Toca tú, que yo no sé.Se sentó a mi lado y me cogió el dedo

índice. Lo llevó a una de las teclas

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blancas y lo presionó haciendo queescapara el sonido.

–Parece que sí que sabes.–Muy gracioso.–No le tengas miedo. Es lo bueno del

piano, no hay mucha instrucción previa.Pones un dedo en las teclas y suena. Noes como un instrumento de viento, quehay que aprender a soplar bien y todoeso. De primeras, es bastante amable.¿Ves?

Volvió a presionar mi dedo, esta vezen tres teclas distintas, una detrás deotra.

–Pero esto no es hacer música.Se incorporó en su silla, estirando la

espalda y soltando mi mano.

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–No.Aparté mi silla del teclado y me senté

sobre ella con las piernas cruzadas. Lepedí que tocase algo bonito. Mecomentó que no se había traído ningunapartitura de los estudios que estabahaciendo, pero le dije que seguro quetenía que saberse alguna pieza dememoria.

–Tú crees que soy un pequeño genio,o algo así.

–Creo que eres un friki.–¡Un friki! –Abrió bastante los ojos–.

Bueno, no es el piropo más bonito quehe escuchado, pero no está tan mal.

–No pretendía piropearte –bromeé.Nos miramos en silencio. Jarek

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rozaba las teclas con los dedos.–¿Vas a tocar algo, o qué?–¿Qué quieres? ¿Algo alegre, algo

triste?–Toca lo que ves. –Lo desafié, sin

saber muy bien de dónde salía miatrevimiento–. ¿No hacéis eso losartistas? Píntame.

Jarek soltó una carcajada y dijo quehabía visto demasiadas películas, perodespués respiró hondo, se aclaró lagarganta y empezó a tocar.

Los dedos se deslizaban por el pianocon firmeza y una elasticidad un pocohipnótica. De pronto se movía conrapidez y otras veces lentamente, susmanos cada una haciendo bailesdistintos, pero acompañándose. Me

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impresionaba que el cerebro fuera capazde dividirse en dos, dar indicacionesdistintas a cada mano y que, mientrastanto, Jarek pudiera tener los ojoscerrados conociendo las notas ydejándose un poco de espacio parasentirlas. De una manera en que yo nopodía. No podría.

Ya no sé si era alegre o triste.Era una melodía bonita. Y la tocaba

para mí, sí. Y, sin embargo, estabasegura de estar perdiéndome una parteimportante de ello. Él siempre lotendría. Esa conexión con el piano, conla música. Ese diálogo entre los dos quea mí se me escapaba.

No era que yo no supiese solfeo. Es

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decir, también, eso también. Pero es quelo escuchaba como veía los cuadros enun museo de arte contemporáneo. Sinsaber qué decir. Ni qué se suponía quetenía que sentir.

En aquel momento me sentí un pocosola.

Siempre serían ellos dos.Creo que lo supe desde entonces,

aunque después me lo negaría y loocultaría para no pensar en ello. Pero loentendí: siempre sería la tercera partedel dúo.

–¿Te ha gustado?–Mucho –dije. Y en eso no mentí.Pero no añadí nada más. No sé si él

esperaba otra cosa, pero empezó a tocarsuavemente una pieza distinta,

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equivocándose a veces, como si lohiciese distraído.

–Hay algo que no me gusta nada delpiano –dijo–. No puedo llevármeloconmigo. ¿Sabes eso de la gente quetiene una guitarra y le pone nombre? Meencantaría hacer eso. Llevármelo ytocarlo siempre. En cambio, esto no vaasí. El tuyo no sale de tu casa y siempre,en cada concierto, o academia o dondevayas, tienes que acostumbrarte a unpiano distinto.

Sus dedos seguían tocándolo muy muydespacio. Y a mí de repente el silenciose me hacía demasiado espeso. Lahabitación era pequeña y hacía frío. Lossilencios largos eran demasiado largos y

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yo me di cuenta de que empezaba aimpacientarme. Quizá fueran celosporque su atención estaba todavía con elpiano, pese a que yo estaba allí, frente aél, con una de mis camisetas favoritas yun poco de rímel en las pestañas.

–Es una relación más fría, supongo –continuó.

Le sonreí, un poco vencida. Sentadafrente a él, con nuestras rodillas sintocarse, pero casi. Esperaba que élhiciera algo para quitarme esa sensacióntan rara. Quería acariciarle la mejilla yver si su barba pinchaba o era suave.Quería un beso.

–Te estoy aburriendo –me dijo.–Para nada.–Deberías irte a dormir. O a tomarte

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una copa con tus amigas o algo así.–Es lunes.–Y son las dos de la madrugada. Hay

muchas cosas mejores que hacer a lasdos de la madrugada.

No sé si fue mi sonrisa la que lesonrojó, pero lo sentí como una pequeñavictoria. Decidí que me iba a dormir,pero, antes de hacerlo, besé su mejilla,despacio, descubriendo que sí, que subarba pinchaba un poco, y que olía aljabón de manos que había en los bañosde la residencia, como a glicerina.

–Hasta mañana –me despedí,dejándolos a solas.

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6

Adriana vino a Londres con diecisieteaños, sin más planes que el de buscar untrabajo que le permitiera salir adelante ymandar dinero a su familia. Alprincipio, trabajó limpiando en variascasas y cuidando de enfermos, pero sinningún tipo de contrato. No suele hablarmucho de ello, pero no puedo imaginarla desesperación que tuvo que sentirhasta que consiguió por fin su primerempleo con una mínima seguridad, comocajera en un supermercado a tiempoparcial. Después, un amigo consiguióque le dieran una oportunidad comocamarera en una conocida franquicia de

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cafés.No le gusta hablar del pasado. Ni de

los problemas que tiene su familia enBrasil; todavía yo no los sé y algo medice que ella lo prefiere así. Cuandoconoces a Adriana, te parece estar frentea la mujer más alegre de Londres. Sedesenvuelve por el barrio con uncarisma envidiable, llamando a todospor sus nombres, saludándolos conenergía de una acera a otra yprovocando críticas entre losrepresentantes de la tercera edad ennuestro bloque de pisos, que la acusande ruidosa. Creo que eso solo hace quehable con más fuerza y efusividad.

No, a Adriana no le gusta que lainviten a «ser mustia», como siempre me

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dice. Al contrario. Una de las mujerespara las que trabajó limpiando la casaera instructora de pilates y, desdeentonces, Adriana dice haber encontradoun nuevo modo de vida. Ahora practicayoga y se ha apuntado a varios cursos dereiki y otras disciplinas cuando se hapodido permitir un capricho. En casatiene varios discos de música orientalpara los ejercicios de meditación y legusta reproducirlos a un volumenconsiderable, con las ventanas abiertas,invitando a que todo nuestro bloque secontagie de su optimismo y conexión conla naturaleza. Aunque sepa que esoprovoca a la señora Arrington, nuestravecina, que se asoma al tragaluz que

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compartimos y nos chilla un puñado dereprimendas que parecen sacadas delsiglo pasado.

Hoy es uno de esos días.Cuando llego a casa, me la encuentro

practicando, haciendo una especie depino puente sobre una de sus mantas,respirando con un sonoro ruido por lanariz, como si estuviera dormida. Cierrola ventana de donde provienen losalaridos de nuestra vecina y me lanzo alsofá sin miramientos.

–Tienes que dejar de hacer eso –murmura sin abandonar su posturaimposible.

–¿El qué?–Interrumpirme.Para mi suerte, Adriana habla un

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español impecable, porque su madre esargentina y ha convivido con los dosidiomas desde que era un bebé. Ahoratambién sabe inglés, aunque siempre medice que al principio se comunicaba conun improvisado lenguaje de signos. Esuna superviviente. Una supervivienteque, además, es capaz de hablarmientras hace el pino puente. La admiro.Ella, en cambio, me mira y resopla antesde abandonar su postura y sentarse sobresu manta.

–Vale, ¿qué pasa? –dice al fin.La miro y se me escapa la risa. Sé lo

que va a opinar, aun antes de contárselo:–Me he apuntado a una clase de

vidrieras.

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–¿Que has hecho qué?Mientras se seca la frente con una

toalla y se sienta a mi lado, le cuentoque encontré el folleto en el suelo, y queparecía una auténtica señal porqueestaba pisado y seguramente se lo dierona alguien que no lo quería, pero ahíestaba, en el suelo, para mí. Parecía queera una de esas cosas que a veces pasany no se sabe por qué, pero se tiene esaabsoluta certeza de que pasan por algo.Y sí, es una estúpida clase de vidrieras.Pero es algo.

Cuando llegué a Londres, no lo hice aciegas. La decisión la motivó Jarek, sí,claro que sí. Mi madre lo sabe, mi padrelo sabe y probablemente, en algún lugar

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del mundo, una tribu indígena lo sepatambién. Pero habría sido de locosesperar que me fuese sin un plan en elbolsillo.

Se lo dije a Jarek cuando me lopropuso. Él tenía en mente el plan detrabajar en la productora con su amigo;era un plan inestable y un pocoarriesgado, pero era un plan, y sipretendía que yo le siguiese, tambiénnecesitaba uno. Así que movió algunoshilos, preguntó a los amigos que habíahecho en Londres, y a amigos de susamigos, y tras muchas negativas medijeron que podía tener una oportunidaden una especie de gestoría que llevabala madre de la novia de su amigo Tom.

Eso convenció un poco más a mis

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padres. La mala noticia, que supongoque debíamos haber previsto, es quequerían que rellenase una base de datosy esperaban que lo hiciera a jornadacompleta por la mitad de lo que costabaun alquiler en Londres. Tuve que decirque no; era inviable. Y también tuve quecolgar el teléfono a mis padres cuandome llamaban para decirme que dejara dehacer el tonto y volviera a Madrid deuna buena vez. Por suerte, para entoncesya había dado con el piso de Adriana y,cuando me encontró en mi cuarto hechaun mar de lágrimas, intentando en vanocontactar con Jarek por Skype, me dijoque buscaban una camarera en surestaurante.

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Y eso es lo que llevo haciendo lasúltimas dos semanas.

Al ver el folleto, enganchado a mibota empapada de lluvia, no he podidoevitar apuntar la dirección como quiense aferra a la pared en medio de unterremoto. Perdida, en Londres, con untrabajo de camarera que no esperaba,con mis padres preocupados al otro ladodel teléfono, con Jarek a muchos,demasiados, kilómetros de mí.

Vidrieras.Sorprendente, vale, es verdad, pero a

la vez, terriblemente reconfortante. Setrata de unir piezas con una precisiónabsoluta. Porque todo depende de tusdos manitas. No tienes que esperar a que

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las cosas salgan bien, no tienes queconfiar en nadie. Solo respirar hondo,sostener el cristal. Cortar el cristal.Pegar el cristal.

–Lo tuyo no tiene nombre –me diceAdriana, tras escuchar mi explicación–.¿Para qué quieres hacer vidrieras?

–Aún no lo sé –contesto–. Pero hoy lohe probado y está bien, ¿sabes? Es algoun poco raro. Hay señoras, claro, soy lamás joven de la clase. Creo que debende tener como setenta años o algo así.Pero son adorables, con sus lamparitasde vidrieras y todo eso, alguna hacecada cosa… alucinas, ¿eh? Tienenmuchísima paciencia y quedan cosasmuy muy bonitas. A mí me han dado undiseño sencillo que en realidad no sé

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para qué sirve. Quiero decir, que notiene forma ni nada, es solo una especiede panel.

–¿Y qué tienes que hacer?–Un pez –digo, y al momento sé lo

ridículo que suena todo. Adriana se ríe yla acompaño rendida, abrazándome laspiernas en el sofá–. El diseño ya estabahecho, bueno, por algo se empieza.

–Pero… ¿un pez? –No intentadisimular la risa. Mira las paredes denuestro salón, con la única ventana quecomunica con el tragaluz, oscura ypequeña–. ¿Qué vas a hacer con un pez?Es un pez… ¿para colgar en la pared, odel techo o…?

–Es… un pez. Pero con mar y eso,

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como de este tamaño, rectangular.–Un pez –repite.–No lo sé, yo qué sé. Ya le encontraré

hueco, ¿vale? Si no, se lo regalamos aalguien. La cosa es que me gusta. Escomo hacer un sudoku, algo así. Tienecomo mil pasos, todos tienen quehacerse exactamente de una manera. Novale inspirarse y cambiar, no. Eso novale, no funciona. Tienes que seguir lasnormas una detrás de otra con muchamucha precisión. Si te equivocas,aunque solo sea un segundo, puedesechar a perder mucho tiempo de trabajo.Horas.

Se me escapa la risa de nuevo.Adriana me observa con una mezcla defascinación e incredulidad.

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–Suena horrible –dice–. Horrible.–A mí me da paz. Es mi

responsabilidad. Ese pez. Tengo elcontrol en mis manos. Pieza a pieza.

Adriana se levanta negando con lacabeza y empieza a apagar las velasdesperdigadas por nuestro salón,apilándolas en el mueble viejo queencontramos en el contenedor de basuraen una de nuestras expediciones.

Hace frío. Las paredes no logranaislar del todo el viento que amenaza ennoviembre en un Londres siempredemasiado húmedo, pero no tenemosninguna intención de gastar dinero encalefacción. Me tapo las piernas con sumanta de yoga.

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–Voy a tener que sacarte un poco defiesta, Naira. A ver si te da el aire.

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Cuando nos conocimos, Jarek solíavenir a buscarme a la salida de clase.Dejó de ser un encontronazo casual lasegunda o tercera vez que apareció en elpatio de mi facultad con un libro bajo elbrazo, alegando haber pasado la tarde enla biblioteca. Yo sabía que ocurría losmiércoles, a veces los jueves también,así que los últimos minutos de clase losinvertía en mirar por la ventana, paraver si estaba esperándome.

Las semanas pasaban y hacía frío,mucho, muchísimo frío. Recuerdo nohaber pasado tanto frío en mi vida comoaquel invierno en Londres. Creo que ni

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siquiera ahora, en mi piso sincalefacción, lo estoy sufriendo tanto.Aquel invierno fue durísimo, no parabade llover. Era un frío húmedo quecalaba hasta los huesos, que atravesabala ropa y entumecía la piel. Mi abrigo noservía de nada y, al final, ibaempalmando resfriados hasta el puntoque no recuerdo un momento en ese añoen que no tuviera un paquete depañuelos en mi bolso.

Una tarde de noviembre, que parecíanoche, como ya ocurría siempre enLondres a partir de las cuatro, Jarek selas apañó para invitarme a una mediapinta en el pub de al lado de launiversidad, hablando con el camarero,con el que ya empezaba a adquirir cierta

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confianza. Bebimos despacio mientrasme contaba que en el pueblo donde vivíaen la República Checa ya había mediometro de nieve, y a mí me parecíapoético, pero secretamente espantoso, yél decía que les daba igual, que hacíanvida normal y que seguían yendo debares porque estaban acostumbrados, yyo solo pensaba que en Madrid todavíapodrían apurar alguna tarde de terraza.

Salimos de allí al cabo de un rato yme acurruqué en el abrigo hasta que élme paró con un brazo.

–Tengo algo para ti –me dijo–. Y séque va a gustarte.

Sacó de su mochila una bolsa desúper, con algo mal envuelto por dentro.

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De la sorpresa, sonreí y le di las graciassin saber todavía qué era. Sonrió y medijo: «Pero ábrelo, tonta», e intentéromper el papel con los dedosenrojecidos.

Era un poncho. Algo así. Una especiede capa de lana que había visto en otraschicas en la biblioteca por la noche.

Era horrible, no voy a mentir, perotodavía lo tengo. De hecho, en estesegundo viaje a Londres he decididotraérmelo conmigo porque he aprendidoa encontrarle la utilidad, y es cierto queda calor, que abraza el cuello y que paralas noches en casa es mejor que unamanta. Fundamentalmente, me recuerda aél y eso hace que sea suficiente y quesea incluso mi abrigo favorito para esas

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noches en que hace mucho frío y él estádemasiado lejos. Pero no deja de serfeísimo, como un mantón de abuela quese sienta en su silla de tela en la puertade su casa del pueblo, de un color negroverdoso que no le aporta nada juvenil yque lo hace, además, imposible decombinar.

Claro que, en aquel momento, cuandome lo dio, era el primer regalo que mehacía y mi sonrisa se desplegó sola, sinnecesidad de fingirla. Lo abrí del todo yme lo puse sobre el abrigo.

–¿Te gusta? Como siempre tienesfrío…, yo casi no lo noto, pero imaginoque para ti es un cambio importante. Yaún no estamos ni en invierno, así que

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bueno.–Es perfecto.Sus ojos sonreían.Me abracé a mí misma, disfrutando de

la suavidad de la lana en mi cuello.Entonces él se puso muy serio y me dicuenta de que tenía esa expresión. Esaque le provocaban las partiturasdifíciles, cuando se disponía ainterpretarlas y quería hacerlo bien.Entonces se acercó, sujetó mi barbilla yme dio un beso.

No hubo fuegos artificiales. No se paróel mundo y, sin embargo, una súbita faltade fuerza en las piernas me obligó aapoyarme contra una pared. Lo pensé,

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sintiendo los labios de Jarek, larespiración de su nariz en mi mejilla, elcorazón golpeándome las costillas.«Puede que sea un poco así –pensé–. Lode hacer música.»

Londres estaba en pleno noviembre,había poca gente rezagada en la calle yestábamos apoyados en una fría paredde ladrillo cubierta de musgo. Cuandome acarició el cuello con los dedos nopude reprimir un respingo y se disculpó,y nos reímos entre nuevos besos sinsaber bien qué hacer. Quería reír.Quería esconderme en su cuello paraque no viera lo idiota que me sentía.

No duró mucho. Desenredarsedespués de todo aquello parecía difícil.Imposible. Pero a mí me dolían los

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dedos de los pies y se nos hacía tarde.Él rodeó mi cintura para acompañarmede vuelta a la residencia y me besó otravez en la puerta de mi cuarto.

Lo recuerdo perfecto.La memoria hace esas cosas, supongo.

Adereza un poco los recuerdos para quenos apetezca revisitarlos una y otra vez.El olor del horrible mantón de lana, queahora tengo entre mis manos, lahumedad, el musgo, los dedos doloridosdel frío.

No lo dijimos ese día. «Qué estamoshaciendo, qué queremos de esto sisabemos que no va a poder ser, si tú vasa volver a la República Checa y yovolveré a España y solo nos quedan

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siete meses aquí.» Ese día no. Ese díame tumbé en la cama con una sonrisallena, con todos los pájaros que podíancaber en mi cabeza e incluso más. Noslo plantearíamos después, cuandopasaran las semanas y nuestros besosfueran más frecuentes, más buscados.«Esto no es una buena idea.» Creo quelo dije yo. También creo que él dijo:«Ya lo sé», pero de lo que estoy seguraes de que Jarek besaba mi hombro y yopensaba que el mundo entero podíaesperarnos unos meses, que Londresdebía ser un paréntesis en nuestrasvidas.

A veces me lo han preguntado. Mimadre, sobre todo. Si de verdad creoque merece la pena. Sé por qué lo dice,

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sé que se preocupa por mí y lo entiendo.Después del año entero en que los dosterminamos nuestra carrera porseparado, cada uno de vuelta en su país,hablando por Skype y viéndonos muymuy poco, no era de extrañar que mimadre quisiera quitarme la idea de lacabeza de vez en cuando. No puedodecir que fuera fácil. Ella lo veía. Nosescuchaba hablar por el ordenador yvenía a mi cuarto, antes de acostarse, yme daba un beso en el pelo, comocuando era pequeña y me caía al sueloaprendiendo a patinar.

–Ay, Naira, hija mía. Mira que tegusta complicarte la vida.

Le cuesta entender cómo dos personas

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pueden decidir hacer algo tan estúpido,tan conscientemente suicida, «habiendotantos peces en el mar, mujer». Y tantoschicos simpáticos en Madrid.

Y que si merece la pena.Pues no lo sé. Cómo voy a saberlo.

Aquel año era imposible pensar enpenas. Estaba eufórica, drogada de vida,de besos, de Jarek, escuchándole tocarel piano a las dos de la madrugada,abrazándole bajo las mantas, con su olorpegado a mi ropa. La vida era eso. Elresto, la lógica, mi regreso a España,era un sucedáneo inaceptable y extraño,ajeno a mí, y a todo.

En aquel momento, solo existía Jarek.

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Conseguimos establecer la conexión ennuestra videollamada tras variosintentos. Jarek me sonríe al otro lado dela pantalla, ya en pijama y con unevidente desorden en su habitación.Intentamos hablar todos los días, más omenos a la misma hora. Como si fuerauna cita. Eso es lo que queremos pensar:que, de alguna manera, tenemos una cita.A veces, incluso, nos ponemos deacuerdo para ver el capítulo de algunaserie a la vez y comentarlo desde elmóvil. Soy consciente de lo ridículo quesuena, no me atrevería a contárselo anadie, pero hay algo en todo eso que nos

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hace el camino más fácil. Como siestuviéramos menos solos. Como sirealmente, aunque sea de una formaincompleta, pudiera compartir mi vidacon él.

De todas formas, es bastante máscomplicado hablar por Skype que enpersona. No es como estar con Jarek. Esparecido a hablar con Jarek, pero no es,ni de lejos, nada igual a tenerle cerca.Ni siquiera parece él mismo en mipantalla, con tantos kilómetros y tantosmeses entre los dos. Su voz y su acentose distorsionan y eso nos obliga arepetirnos una y otra vez las frases. Aveces, incluso, finjo que le entiendo,para no evidenciar que nuestro sistematiene fallos.

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Es frustrante. Está bien, porqueconsigo verlo. Sería mucho peor nopoder verle, claro. Pero supongo quejamás pensé que debería tener unaventana aparte con el diccionario paraintentar entenderle. A Adriana le parecegracioso. «Muy posmoderno», dice.

–¿Qué tal el trabajo? –me preguntaJarek, como cada noche.

Suelo contarle mis andanzas en elrestaurante. Desde que llegué, es una denuestras aficiones favoritas. Le cuentohistorias surrealistas y él se ríe yconsigue que yo también me ría de ello.

Aunque al principio no le encontrabala gracia por ninguna parte.

El primer día, acudí al restaurante

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porque Adriana insistió al verme tandesamparada, sin beca ni ningunaposibilidad de pagar la mitad delalquiler. No las tenía todas conmigo –nunca he trabajado de camarera–, peroAdriana me falseó un currículum llenode experiencia en una cafetería deMadrid. «No van a llamar acomprobarlo», me dijo, y me quejé unpoco, pero, lo reconozco, me dejéllevar. No tenía nada mejor, no teníadinero, Jarek no estaba y Adriana, desdeluego, no iba a pagar el piso por las dos.

El restaurante español se llamabaTapas Manolo y estaba muy cerca decasa, en la propia Uxbridge Road. «¿Yqué hacéis?, ¿tapas?», me acuerdo quele dije a Adriana. Ella se rio un poco,

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caminando deprisa por la calle. «Tú note preocupes», me respondió.

Uxbridge Road es la calle principalde la zona de Shepherd’s Bush y estásiempre llena de gente, de pequeñoscomercios y cafeterías. En medio detanta vida y ajetreo, Tapas Manolo es unpequeño local que apenas se ve si unono se para a observarlo con atención.Adriana se paró frente a él y yo miréconfusa a mi alrededor. El cristal estaballeno de vinilos escritos en una mezclaerrática de español e inglés: «TAPASMANOLO», «We have SANGRÍA», «BestTACOS in London»…

–¿Tacos? –exclamé, pero Adriana yaestaba abriendo la puerta.

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Al entrar, me quedé estática unosinstantes. Mientras Adriana se acercabaa la barra –buscando a Manolo, supuse–,yo me quedé en la puerta con las manosescondidas en los bolsillos, intentandoasimilar lo que veía. Había sombrerosmexicanos colgando de las paredes, unaespecie de banderines y farolillos decolores, un par de cuadros de algo queparecía ser una corrida de toros y, atamaño grande, una lámina de unaflamenca. Quise no creer lo que estabaescuchando, pero juraría que de fondosonaban mariachis.

Adriana volvió de la barra, sonriente,junto a un hombre trajeado que sedirigió a mí con un par de arrugas en la

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frente.–Samir, esta es Naira.Lo miré, un poco abrumada.

«Manolo» en realidad es Samir. Segúnme han ido contando después, es uninmigrante libanés que tiene otrorestaurante en Edgware Road y queabrió Tapas Manolo porque se diocuenta de que los restaurantes españolestenían un innegable éxito. Intenté que nose notara mucho mi sorpresa, pero él notuvo la misma consideración conmigo.Abrió y cerró la boca un par de veces.Después, señaló mi pelo, como si nopudiese entender que nadie más sehubiera dado cuenta, y fulminó aAdriana con la mirada.

–¡Es pelirroja!

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Ella intentó razonar con él. Yo noentendía nada. Me miré las puntas de micoleta, como si de pronto fuera aencontrar algo que no hubiera visto hastaentonces. Es cierto que mi pelo es de uncolor castaño rojizo, que estoy llena depecas y que mi piel es mucho mássensible al sol de lo que me gustaría.Vamos, que sí, que se podría decir quesoy pelirroja, pero seguía sin entender elorigen del problema. Por un momentorecordé la caza de brujas. Era enEscocia, ¿no? Y había parado. Hacíabastantes años ya, afortunadamente.

–Os pido una cosa. ¡Españoles! Y metraes una pelirroja. No es española.

Ahí sí que no pude contenerme. Mi

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boca se abrió de par en par.–Pero ¡si soy de Madrid!Samir alzó sus cejas con un

dramatismo excesivo, y juntó las manoscomo si le estuviésemos sometiendo auna tortura psicológica. Dejó escapar elaire que había estado conteniendo eintentó tranquilizarse.

–Eso no importa. No parecesespañola –me dijo, muy despacio.Después miró a Adriana, pidiéndolecomprensión.

Por suerte, ella supo venderle bien misituación. «Puede que no parezcaespañola –le decía–, pero hablaespañol, conoce la cocina española,cocina bien». ¿Yo?, pensaba, si yo no séhacer ni un huevo frito. Si cada vez que

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en las fiestas Erasmus me pedían quehiciera tortilla de patatas me escabullíay convencía a mis amigos para quecocinasen por mí. Por supuesto, aquel noera el momento para sincerarse yaguanté las formas con toda la eleganciaque me era posible mientras mepreguntaba qué era eso de parecerespañol, en qué se suponía que consistíay por qué Adriana, que era brasileña,parecía más española que yo. Con eltiempo me he dado cuenta de que, en elimaginario de Samir, tenían quecumplirse dos requisitos: piel color caféy pelo muy negro. Adriana cumplía lasdos. Yo, en cambio, si hablase mejoringlés, podría hacerme pasar por

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irlandesa.En cierto momento, tras escuchar

muchos argumentos de una Adrianaimplacable, Samir alzó las manos,vencido, y se dirigió al almacén.Adriana me guiñó un ojo y yo, sinentender nada, esperé hasta que volvió asalir con un uniforme en la mano.

–Empiezas ya –me dijo.No hay palabras que describan lo que

sentí cuando me vi con el uniforme.Aquel paquete contenía una camisa

blanca, de cuello tipo barco, una anchafalda roja y un pequeño delantal conflores. Me lo probé en el baño y empecéa dar vueltas sobre mí misma sin darcrédito.

–Adriana –susurré contra la puerta,

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todavía mirándome en el espejo.–Te encanta, ¿eh?–Pero esto es… ¿él lo sabe? Esto no

es…Entonces escuché una voz masculina.–¡México lindo!Abrí la puerta. Junto a Adriana había

un chico tal vez un poco mayor que yo,pero que, en cualquier caso, rondaría losveintitantos, con una piel algo másoscura y el pelo negro recogido en unacoleta corta. Él sí que encajaba en losrequisitos de Samir, no cabía duda.

–Samir se ha ido –me dijo Adriana–.Este es Carlos. Es camarero también,español, como tú.

–De Canarias. –Carlos me tendió una

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mano y se la apreté, todavía con cara decircunstancias.

Adriana me miró de arriba abajo ydespués, apoyada en el marco de lapuerta del baño, empezó a reír.

–Samir le ha dicho que no pareceespañola. No veas la que me hamontado.

Carlos soltó una carcajada y despuésasintió con la cabeza, y dijo: «Esnormal, mira ese pelo. No eres losuficientemente mexicana como paraparecer española».

–¿No se lo habéis dicho? –pregunté,sin dar crédito, tocándome la falda.

–¿Que el uniforme es de México? –dijo Carlos–. Mil veces, pero ya noshemos cansado.

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–Míralo por el lado positivo.Trabajar vestida de flamenca no tienepinta de ser muy cómodo. Esto al menoses ancho y, en fin, liga bastante bien conla comida de Tapas Manolo. Espero queestés preparada para hacer tacos,enchiladas y arepas.

No sabía qué decir. Nada que nofuera un «esto no tiene ningún sentido».No me cabía en la cabeza que la genteno se diera cuenta, al entrar en nuestrorestaurante, de que era el mayordisparate de toda Uxbridge Road.

Carlos me dio una palmada en elhombro.

–Te acostumbrarás. Bienvenida aTapas Manolo. ¿Te llamabas…?

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–Naira.–Naira –repitió, con una sonrisa.Adriana tenía que entrar a ponerse su

propio uniforme, así que fue él quien meexplicó dónde lo guardaban todo, cómofuncionaba la caja fuerte y en qué iba aconsistir mi trabajo. Después, mepresentó a Grace, una mujer de unostreinta o cuarenta años que se encargaexclusivamente de la cocina, y luego medijo que empezase a practicar con loscócteles porque eran lo más demandado.Eran muchos datos y no es que yo nosupiera de cocina: es que no sabía niservir un café. Me apoyé en la barra,con los dedos presionándome las sienes,intentando asimilar toda la información

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y recordar qué clase de impulsoestúpido me había hecho confiar en elcriterio de Adriana. ¡Si yo ni siquierasabía tirar una cerveza! Carlos subióentonces la música, gritando: «¡Ándale,ándale!», mientras ella salía del baño,ya tan mexicana como yo.

Cuando se lo conté a Jarek, fue unalivio compartir la sensación deincredulidad. Nos reímos hasta que sentíque me quedaba sin aire.

Hay veces que vuelvo a casadeseando contarle anécdotas, deseandodecirle que, frente a todo pronóstico, heconseguido hacer un cóctel margaritabastante digno de una coctelería. Días enlos que todo esto me hace mucha graciay me parece una historia divertida, loca,

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y me voy a dormir con una sonrisa y sindarle demasiadas vueltas. Otras, encambio, mis fantasmas se apoderan demí y empiezo a pensar: «He estudiadoDerecho», y le digo a Jarek: «¿Qué hagoaquí?, ¿qué hago haciendo esto? Siencima es ridículo, si este restaurante notiene sentido», y solo él sabe calmarmemientras dice que no me preocupe, quees algo temporal, hasta que salga algomejor.

Días como hoy, con laresponsabilidad pesando un poco demás. Con él todavía demasiado lejos,ocupado con su piano y sin hablarme defechas concretas en las que estará aquíconmigo.

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–Al menos es una experiencia, Naira–me dice, acercándose más a lapantalla–. Piénsalo así, no intentespensar tan a largo plazo con lo delrestaurante. Enseguida encontrarás otracosa. Intenta, no sé, disfrutarlo…

–Jarek.Se me quiebra un poco la voz cuando

le digo mi secreto a voces. Cuando ledigo: «He venido aquí para estarcontigo». Veo en sus ojos, a pesar de ladistancia y los píxeles, que es una fraseque le cuesta oír. Aunque lo sepa. Veola culpabilidad en su expresión e intentorecular, reformular mis palabras, pero éldice:

– Naira, escúchame. Dentro de dos

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viernes, ¿vale? Voy a Londres –insiste,inclinándose hacia la pantalla–. A pasarel fin de semana contigo, al menos. Heestado mirando vuelos y sale bien deprecio.

La sonrisa se me escapa sola. No leresulta difícil deshacerse de mis miedos.Hablamos durante horas, como si en vezde estar separados por los ordenadoresy los kilómetros, pudiéramos tumbarnosen la cama y dedicarnos a planificarnuestro fin de semana. Al final, noscontagiamos el entusiasmo y él compralos billetes en su ordenador, conmigo alotro lado de la ventana de Skype. Me losmanda para que lo sienta un poco másreal y es cierto que todas laspreocupaciones se difuminan.

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Al menos, un poco.Querría que no hubiera billete de

vuelta.«No lo habrá, cariño –me asegura

Jarek–, esta será la última vez quevuelva a Brno. En cuanto cerremos lagira de conciertos, estaré allí con mismaletas y ya no te librarás de mí.»

Es increíble que pueda sentir quepeso menos, que Tapas Manolo esmenos absurdo, que Londres es menosfría y que mi habitación es menospequeña y sucia, solo con tener unbillete de avión, en PDF, en el escritoriode mi ordenador.

–Buenas noches –le digo a la pantalla,como todos los días, antes de apagar el

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portátil y la luz de la habitación.

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9

El arte de hacer vidrieras requieremucha paciencia.

Uno no puede llegar un día, dejarvolar su imaginación y ponerse a cortarcristales. No funciona así. Si de verdadquieres hacer una vidriera, sea cual seael motivo por el que de repente hasdecidido que necesitas una, tienes queaprender a contener la respiración.

Son demasiados pasos. Todos sonprecisos, exigentes, y en cada uno deellos puedes echarlo todo a perder. Hayalguna lección vital en todo eso, estoysegura. Uno pasa horas dibujando unpatrón, escogiendo los colores de sus

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cristales, colocándolos en la ventanapara observar el efecto que crea la luz alatravesar sus texturas. Y luego, traspegar los trozos de tu dibujo sobre elvidrio, sostienes el cúter, lo arañas y serompe. Porque no lo has hecho bien.Porque lo has cortado demasiado fuerteo demasiado suave. O porque el cristalse ha levantado caprichoso esa mañanay ha decidido que prefiere despedazarseen vez de rasgarse por donde tú le hasdicho que lo haga.

Se lo dije a Adriana: hay algo en todoeste proceso que me engancha. Esameticulosidad, ese trabajo concienzudo,lento, que obliga a pensar las cosas tresveces antes de hacerlas. Como si fueseun puzle. Eso me relaja. En realidad,

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odio todo lo que se parezca aimprovisar, y mi vida en Londres yatiene demasiado de locura. En cambio,las reglas aquí están claras.

Desde luego, no es la actividad másestimulante si lo que te gusta es el ritmoy la adrenalina. En ese caso supongo quees mejor apuntarse a baile o salir acorrer, no lo sé. Entiendo que no escorriente que una chica de veintiún añosquiera pasar las mañanas haciendovidrieras.

A lo mejor por eso me miran así.Mis compañeras son todas mujeres.

La media de edad… bueno, no se meocurriría preguntarla, pero entre lasseñoras que vienen más a menudo creo

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que hablamos de unos sesenta y cincoaños. Algunas son viudas. No lo handicho ellas, sino que lo han murmuradolas otras, poniendo esa cara decircunstancias tan habitual en sulenguaje no verbal. Las demás hacenvidrieras para hacer regalos a sus hijas,nueras y nietos.

A mí me miran con extrañeza, y no lasculpo. El primer día, el profesor se meacercó como si creyera que me habíaequivocado de sitio, dispuesto a darmela dirección del lugar queverdaderamente estaba buscando.Cuando vio que llevaba conmigo elfolleto de las clases, cambió deexpresión y se esforzó mucho poraparentar normalidad y cederme una

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silla. Ellas se esforzaron menos.Si algo diferencia a las señoras

británicas de las españolas es que estas,aunque tengan las mismas ganas decriticarte, no te dirán nada desagradable.Tendrán siempre palabras bonitas,porfavores, gracias, cielos y cariños.Pero el resto de su cuerpo, cadamolécula que las forma, desde elfruncido de sus labios hasta lainclinación de sus barbillas, te harásaber que hay algo de tu actitud que notoleran.

La señora Becher es un ejemploparadigmático de todo esto. Estáhaciendo una especie de tríptico decristal lleno de mariposas, en una

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elección de colores que encuentrobastante hortera. Nunca se lo diré. Es deesa clase de personas a las que sabesque no puedes hacer una broma sin salirmal parado. Llevo cinco clases y solome ha dedicado una mirada directa, peroni siquiera pensó que debía sonreír. Elresto han sido miradas de soslayo, comosi intentara descubrir cuánto tardo enromper mi primer cristal.

Por suerte, a mi otro lado suelesentarse la señora Sellers. Es bastantemás dulce y, de hecho, el dibujo del pezfue idea suya. Me llevó consigo a miraruna carpeta en la que guardan distintosdiseños y patrones y, cuando vio el pez,dijo: «Este está muy bien paraempezar». Fue lo más amable que me

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han dicho en todo este tiempo. Y eso queprobablemente me diera el diseño másinútil y menos funcional de todos los quetenían. Lo entiendo, yo tampoco habríapuesto demasiada confianza en mí. Pasélas dos primeras horas intentandoescoger los tonos de azul que iba autilizar en mi vidriera para hacer elefecto del mar. La señora Sellers medijo que debía mirarlos hacia la ventana,porque una vidriera debe estar allí,hacia la luz. Y que uno no puede hacersea la idea de si la combinación le va agustar a la luz o no. Yo solo podíapensar: «¿Qué le gusta a la luz deLondres? Si es tan gris. Si brilla tanpoco».

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«¿A qué te dedicas?», me preguntó elprofesor el primer día, intentando queme uniera a la conversación. Eraimposible que supiera que, de entretodas las cosas que podría habermepreguntado, probablemente habíaelegido la peor de todas. Dije que eraabogada y lo dije muy rápido, con lavista concentrada en el dibujo del pez,intentando que se zanjara ahí ladiscusión. Pero la señora Sellerspreguntó más detalles y me vi obligada acontestar que, de momento, trabajo decamarera en un restaurante español.

Casi al instante, en mi cabeza sereprodujo la imagen de Carlos,limpiando una de las mesas, berreando

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un huapango que ya se ha aprendido dememoria y gritando «¡ándale!» un par deveces.

–Fusión –corregí–. Hacemos cocinafusión.

Creí ver a la señora Becher alzar lascejas, pero lo disimuló ajustándose lasgafas en la nariz.

–Suena interesante. –El profesorsonrió y no tardó en cambiar de tema.

He intentado recordarles alguna vezque he estudiado Derecho en Madrid,pero ya no les cabe duda. Por mucho queintento evitarlo, me llaman la cocineraespañola.

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Jarek solía decirme que no teníacosquillas.

Yo me empeñaba en buscarlas.Muchas noches, arropados en la cama deochenta que tenía en la residencia, meescondía bajo las mantas e intentabaarrancarle una carcajada acariciándolelos costados, en las axilas, pasándolelas puntas de mi pelo por el cuello, peroJarek cerraba los ojos y me decía quenunca había tenido cosquillas, quedejara de intentarlo, que ya se lo habíanhecho muchas veces y que nunca pasabanada. Al principio creía que se hacía elduro, que era un farol, que estaría

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respirando hondo para evitar reírse,pero que existiría ese punto, o esamanera de tocarle, que le hiciera estallary confesar su mentira. Nunca ocurrió yal final, un día de marzo, me rendí. Salíde las mantas y, apoyada sobre él, lomiré con el ceño fruncido. No podíacreer que realmente no tuvieracosquillas.

–Tú has nacido mutilado –le dije.–¿Qué?Eso sí le hizo reír. Eso y no mis rizos

cayendo por su cuello desnudo.–Mutilado. Como quien nace sin

vesícula. O sin glóbulos rojos. Pues sincosquillas.

–Mutilado. –Me besaba–. Tomo nota.–Y volvía a besarme–. ¿Y tú tienes?

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Vamos a ver.Yo sí tenía cosquillas. Tenía las mías

y las suyas, o al menos ese era suargumento. Decía que al conocermehabía encontrado sus cosquillas.

–Qué voy a hacerle si eres unaacaparadora. Míralas, aquí están todas –me explicaba–. ¿Ves? Entre peca y peca.

Le gustaba contar mis pecas.No me molestaba, pero, al principio,

me resultaba secretamente incómodo.Me dejaba hacer, pero aguantando larespiración a veces, riendo connerviosismo o diciendo que era unatontería. Para empezar, porque esimposible contarlas, de verdad; son unaexplosión de puntitos sin límite fijo, que

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a veces se juntan entre sí hasta crear unamasa casi uniforme. Pero es que,además, nunca me han gustado. Siemprese han reído de mí en el colegio porellas o me unían las del brazo con bolicomo si fuera uno de esos dibujos enque debes unir todos los puntos, y poreso no entendía su fascinación, laconcentración que ponía en hacerlo,pero al final terminó convirtiéndose enparte del ritual. Las contaba, de cinco encinco, decía, porque se agrupan de cincoen cinco y «qué voy a hacerle si seagrupan de cinco en cinco». Y lascontaba en mi nariz, mis pómulos, micuello y mis brazos. Y cada día decíadescubrir una nueva peca y mepreguntaba cómo las fabricaba, y si

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llegaría un día en que mi piel fueramarrón y las pecas serían blancas. Yo lemordía un hombro, y lamentaba que notuviera cosquillas, porque me habríagustado una buena venganza.

Jarek no tenía pecas. Pero sí unaspequeñas marquitas en la cara que medijo que eran de la varicela. Apenaseran perceptibles a simple vista, perouna vez que las descubrí fui incapaz deperderlas de vista cada vez queestábamos juntos. Una estaba en elpómulo izquierdo, muy cerca de la nariz,y era una especie de huequecito pequeñoque jamás había podido rellenarse. Laotra estaba en la barbilla, un puntito decolor oscuro, rojizo, que normalmente

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conseguía camuflar entre la barba.Me gustaban esas imperfecciones. Las

recorría a veces con los dedos, lasbesaba, las mordía. Sus marcas de lavaricela, su nariz demasiado angulosa,los incisivos inferiores ligeramentemontados, unas cejas quizásexcesivamente largas y desordenadas.Son cosas que eran Jarek y que ya noson el Jarek de ahora, porque no seaprecian en pantalla.

En el ordenador, no sé si es algún tipode filtro o es la luz jugando con lacámara, su piel está blanquecina yuniforme, al igual que la mía; podríamostenerla llena de granos sin que el otro seenterase. En realidad, tampoco se nota sime pinto las pestañas o no, ni si me

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pongo colorete o si mis ojos estánllorosos. Somos nosotros, sí, pero bajoun efecto Photoshop que nos añadekilómetros de distancia.

Es como hablarle a un prototipo, o aun programa con una cierta inteligenciaartificial que es capaz de interactuarcontigo, pero que de vez en cuando sepixela y se descompone en miles depedacitos hasta que se cae la conexión.Y tú te quedas mirando en la pantallauna imagen estática, congelada,esperando a que vuelva en sí ysintiéndote ridículamente sola.

Creo que por eso me gusta que, de vezen cuando, cometa faltas de ortografía;en un mensaje en el móvil, o en un

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email, o en medio de una conversaciónen la que preferimos no poner el audiopara no molestar a sus compañeros depiso. Me gusta ver esa ese que deberíaser una equis. Me hace sonreír y él medice que no sea mala, que no me ría, queson las prisas, y sé que no es así, perono entiende que no sonrío por eso, quees otra cosa. Que miro ese pequeñoerror y me recorre una sensación derealidad que no sabría, no podría,explicarle a Jarek.

Que es como volver a ver sus marcasde varicela.

–Naira.Adriana irrumpe en mi habitación.

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–Perdona, ¿te molesto? –me dice.Estoy delante del ordenador, con laventana de Skype abierta.

–No te preocupes, estoy esperándolo,pero todavía no se ha conectado.

Se sienta en mi cama.En la mano lleva un fajo de sobres y

papeles, y me los enseña alzando lascejas de una manera dramática.

–Facturas, Naira.–¿Mucho?–Mucho.–Pues yo ya no sé qué más hacer. O

no nos duchamos o tú me dirás.Me tiende los papeles y los ojeo

distraída, sin dejar de mirar de reojo lapantalla de mi ordenador por si Jarek se

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conecta.–El agua es lo de menos –me dice–,

pero, vaya, que son gastos más o menosfijos, tampoco es que podamos recortarmucho. Bastante que no tenemoscalefacción.

–Ya.–Por eso había pensado que

tendremos que buscar a alguien más.Ahora sí la miro. Y me río. Porque no

sé si es consciente de lo que estádiciendo.

–¿Y dónde lo ponemos a vivir? ¿En labañera? Con un cojín y un saco dedormir, ¿no? Ya lo estoy viendo:acogedor rincón en un ambiente fresco yoriginal.

–Boba. Tenemos el salón.

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Obviamente no pagaría el mismoalquiler que nosotras, pero se puedemirar.

–«Salón.» Te refieres al pasillo en elque hemos decidido poner un sofá, ¿no?

–En peores sitios he vivido, corazón.Parece seria. Sé que debe de ser

verdad. A veces se me olvida queAdriana llegó aquí sin un penique en elbolsillo, sin padres capacitados paraechar un cable en un mes difícil y que,aun así, se las arregló para saliradelante y conseguir una habitaciónmedianamente decente en el centro deLondres. Solo ella sabe la clase desitios en los que tuvo que alojarse hastaentonces.

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Justo cuando empiezo a sentirme unpoco culpable, la melodía de Skype saleen mi auxilio. Jarek me está llamando.Me disculpo con la mirada,devolviéndole las facturas.

–Lo pensamos –dice, poniéndose depie–. Pero piénsatelo de verdad, no medigas que sí, sí, pero no. Porque o tunovio viene a vivir aquí en menos de unmes o acabarán por cortarnos la luz.¡Díselo! Y mándale un beso de mi parte.

Cierra la puerta tras de sí.Jarek aparece en mi pantalla cuando

pulso el botón verde. Jarek, con la pielblanca y perfecta, con las sombras de lanariz imperceptibles por un exceso deexposición en la imagen.

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–Adriana te manda un beso –digo, amodo de saludo–. Y dice que hagas elfavor de venir y pagar facturas.

–Buenas tardes a las dos.Adriana grita desde el pasillo un «va

en serio» que probablemente hayaescuchado hasta el gato de la señoraArrington, que, por cierto, se haescapado ya como treinta y cuatro vecesdesde que vivo aquí.

–Esperaba otro recibimiento, loreconozco –me dice Jarek, riendo, perode pronto se pone muy serio–. No se tehabrá olvidado, ¿no?

«Olvidado.»Alzo las cejas dramáticamente. A ver

si así se aprecia por Skype.

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–¿Tú qué crees?Me levanto para coger una lata de

cerveza que tenía guardada en elarmario de la ropa interior. No habíaquerido ponerla en la cocina por sialgún amigo de Adriana se la bebía porequivocación. Es cerveza buena, y raravez me permito el lujo de comprarla,pero esta vez quería que lo fuera, y séque habría volado, así que no meimporta tener que disfrutarla caliente. Sela enseño a la cámara, y él estira subrazo hasta dar con un botellín.

Aquí estamos, con nuestras cervezasen la mano. Sus dientes blancos son tanblancos por Skype que no se diferenciadónde empieza y acaba cada uno de

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ellos.Jarek abre su botellín y lo alza,

mirándome a través de los ordenadoresy los miles de kilómetros de distancia.

–Por dos años contigo.Choco mi cerveza contra la pantalla

mientras él me imita, en una suerte debrindis que parecía mucho más sencilloen mi imaginación. Es tan ridículo que sicualquiera nos viera negaría muydespacio con la cabeza, pero por muchoque lo he pensado no se me ocurrióningún plan mejor para un aniversario.

Bueno, sí.–Por vernos pronto –digo, antes de

darle un trago.–Muy pronto.«Dentro de dos viernes», pienso, y un

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cosquilleo en la boca del estómago mehace tener unas ganas estúpidas de reír.

Acerco la lata a mi boca, viéndolobeber al otro lado de la pantalla.Observando cómo sujeta el botellín conun par de dedos, como solía hacertambién en Londres con los vasos, quenunca se le resbalaban, lo que tanto mellamaba la atención, porque no teníalógica ese sentido de equilibrio en susmanos, como si no pudiera dejar de serpianista ni aun cuando bebía alcohol.Ahora lo hace y, de alguna manera, escomo si siguiera una coreografía que sehubiera inventado conmigo, sujetando elbotellín con los dedos, bebiendo un parde tragos y lamiéndose después el labio

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superior.Y, por un instante, no está tan lejos.

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Desde hace algunos días, Samir haestado especialmente insistente en lalimpieza del local. Se ha pasado por elrestaurante más de lo habitual, lo cualviniendo de él no es decir mucho, perotodos nos dimos cuenta de que tenía algoentre manos cuando lo vimos pasearsede un lado a otro con un café en la mano,apuntando cosas de vez en cuando ydándonos instrucciones a todos sincontarnos nada. Adriana ha estadoencargándose de las ventanas, frotandocon un producto que olía demasiadofuerte y que nos ha costado ya un par declientes, y Carlos y yo nos hemos

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ocupado de los baños bastante enprofundidad. Hacía demasiado tiempoque nadie los limpiaba a fondo, visto lovisto, así que no ha sido la mejor de missemanas.

Hace un par de días, después detraernos unas escaleras para quitarle elpolvo a las lámparas, Samir agarró aCarlos del brazo y empezó a hacerle unmontón de preguntas, sin dejar de mirarel techo del local como si de repente sehubiera levantado por la mañana yhubiera dicho: «Eh, que tengo unrestaurante, vamos a ver qué tal va elrestaurante». Cuando se iba, Carlos seencogía de hombros, sonreía y hacíaalguna de las suyas.

–Que nos invita a una ronda de café

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para todos.Vítores y aplausos, como si no

tomáramos café sin pedir permisoprácticamente todos los días.

–No ha dicho eso –le dije cuandopasó a mi lado.

–Tampoco ha dicho que no nos invite.Pero si de algo me he dado cuenta es

de que Samir no suele contarnos losplanes que tiene entre manos. Losdiscute, me imagino que con su familia,y después los comparte con nosotros conla ilusión con la que un niño habla de suprimer proyecto de ciencias, y esperaque todos le sigamos la corriente sinhacer demasiadas preguntas.

Por eso, cuando esta mañana ha

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aparecido, atusándose el traje yexhibiendo una sonrisa radiante,sabíamos que por fin venía a contarnosalgo.

Ha estado haciendo tiempo, hablandoun poco con todos, entreteniéndose conalgunos clientes y leyendo el periódico,como si quisiera alargar la expectaciónaún más. Finalmente, tras unceremonioso carraspeo, da la vuelta auna silla y se sienta a horcajadas.

–¿Quién sabe manejar Facebook? –dice.

Los tres nos encogemos de hombros ydecimos que los tres en un suavemurmullo. Me huelo lo que va a decir yno suena nada nada bien.

–Perfecto, ¡perfecto! Vamos a hacer

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un Facebook.Nos miramos entre nosotros, ahora sí,

saboreando lo que parece el principiode una catástrofe.

–¿Quién?Nos mira como si hubiéramos dicho

algo muy gracioso. Se ríe y exclama un«¡nosotros!» muy jovial, como si fueraalgo obvio, ridículamente evidente. Nosé si a Carlos se le contagia la risa, perosuelta una carcajada de repente y memira.

A estas alturas sabemos que los«nosotros» de Samir no suelen incluir aSamir.

–¿Cuándo?–Cuando podáis, eso no es

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importante. Vais actualizando, poniendocositas, tenemos que traer gente. Perotenéis que empezar ya, porque vamos aanunciar una fiesta…

Ahora sí. Esto era el plato grande.Una fiesta. De ahí la limpiezaexhaustiva, sus paseos día sí día tambiénpor el comedor y su repentinapreocupación por la calidad de lacomida.

–¡Fiesta española!Samir nos da unas cuantas

instrucciones, hablando muy deprisa ygesticulando con sus largos brazos comosi quisiera llenar toda la sala con suentusiasmo. Nos cuenta todas sus ideas ylo escuchamos en silencio: quiere lafiesta española más turística que ha

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podido imaginar. No pretende hacernosrenunciar a nuestro traje mexicano,«porque me costó mucho dinero y esmuy bonito», dice, pero ha decididoañadirle una peineta roja.

–Lo ha debido de ver en Google –murmura Adriana, ya de vuelta en lacocina, mientras Samir revisa papelesdetrás de la barra.

Si hay algo positivo que podamossacar en claro de esta fiesta es que, porprimera vez, nos ha dado bastante cartablanca. No en el menú, eso no; el menúsigue consistiendo fundamentalmente entacos y tortilla francesa, pero sí quiereque preparemos sangría, y nos traeráalgún elemento decorativo para que

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hagamos con él lo que queramos. Enteoría, tenemos libertad para elegir elresto. «La música –dice Carlos, dandopequeños saltos por la cocina–,podemos poner música española porfin», pero lo abucheamos porquetrabajar sin los mariachis sería unultraje a estas alturas, un insulto a laesencia de Tapas Manolo.

–Podríamos traer algo un poco másauténtico, aun así –propongo–. ¿Y sitraemos fotos? De allí, de amigos.

–Podemos hacer manualidades –diceCarlos.

–Eso, trae tu vidriera, Naira.Es Adriana la que me increpa, claro.

Se lo reprocho con la mirada y se ríeencogiendo los hombros con falsa

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inocencia. Carlos nos mira sin entendernada, evidentemente, porque no se lo hecontado. Pero no lo he hecho porque nose lo he contado a casi nadie. Solo aAlba, que lo encuentra fascinante, o esome dice, a Adriana, que aprovechacualquier segundo para reírse de ello, ya Jarek, que creo que no lo entiende,pero sonríe al otro lado de la pantalladiciendo que es muy bonito. Cómoculparlos. A veces no lo entiendo ni yo.Pero ¿y qué? Si es el único rato en elque puedo estar concentrada en una tareasin pensar demasiado en nada más.

–¿Haces vidrieras? –pregunta, y se leescapa una sonrisa.

Sonrío yo también, con toda la

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dignidad que soy capaz de reunir.Diciendo: «Sí y qué», hinchando pecho.Como si fuera una actividad de lo másnormal y no un grupo de la tercera edadcortando cristalitos para regalárselos asus nietos.

–Mola.¿Mola?–Pero ¿para iglesias y eso?–No, imbécil.–¿Entonces?Pues es una buena pregunta. Me quedo

sin palabras unos segundos. No es algoque me hubiese planteado hasta ahora,pero la respuesta brota sola y me hacesentir un poco infantil, un poco ridícula.

–Para mí.Asiente con la cabeza y vuelve a

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decirlo. «Mola». Y «mola» de repentees una palabra que me gusta. Estácargada de una aceptación tan casual yespontánea que hace que me la crea sindobles lecturas. Es un «está bien».Como si le hubiera dicho que soy DJ enmis ratos libres. No pareceimpresionado, pero tampoco le parecealgo muy gracioso ni tonto. Solo sonríe,se me acerca y me pregunta si tengoalguna foto.

Tengo una. La hice ayer paramandársela a Jarek. Se la mandé y medijo: «Oye, está bastante bien, ¿no?, vasavanzando», y creo que es la mentiramás piadosa y bonita que me ha dichonunca. Aún falta colocar la mayor parte

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de las piezas, pero ya está la grande, elpez naranja, colocado en el centro deldibujo. Y hay un par de trozos depegamento expuestos todavía, que tengoque quitar en la próxima clase.

Le tiendo el móvil y se la enseño.Carlos gira la cabeza hacia un lado y

después hacia otro.–¿Qué se supone que es?–Un pez –digo, y miro a Adriana, que

ríe bajito mientras friega un par detazas–. ¿Qué os pasa a todos? Se veclaramente que es un pez.

Carlos me aprieta el hombro y asientecon la cabeza. «Un pez, Naira, claro quesí», dice, mientras Samir entra en lacocina. Pregunta si necesitamos algomás, porque le esperan en el otro

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restaurante.–Quería preguntarte algo –digo.Pero Carlos se me adelanta, con el

móvil en la mano.–¿Qué ves aquí? –le pregunta

mientras intento arrebatárselo.–¿Una morsa?–Quería pedirte el viernes 27 libre –

digo, ignorando las risas y recuperandomi teléfono móvil–. Es dentro de dosviernes. Tengo visita.

«Jarek», pienso. Es Jarek quien viene.Querría decirlo a los cuatro vientos,gritarlo, tatuármelo en alguna partevergonzosa de mi cuerpo. Me sientocomo una adolescente. Dice que sí, quevale, bien, pero siempre y cuando el

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sábado trabaje. Porque es la fiesta. Y lafiesta de repente se ha convertido en elacontecimiento más importante de lavida de Samir y, por tanto, de la detodos.

Le prometo que estaré. Y que memaquillaré «a lo español», como mepide, aunque no tenga ni puñetera ideade a lo que se refiere, pero se loprometo. Carlos dice que me pinte unlunar en el labio superior y le digo queno tiene sentido, pero se me escapa unasonrisa mientras agarro la fregona paraenfrentarme a los baños otra vez.

Porque puedo llevarme a Jarek a lafiesta, hacerle parte de esto por un día,que coma nuestros tacos y verle reír alotro lado de la barra, con esa

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complicidad con la que nos reíamos enla biblioteca cuando le escribía algogracioso en el margen del libro y nosmiraban con reprobación pordesconcentrar a los demás. Seguro queel restaurante le parece ridículo. Y secomerá la comida con cara de ascoporque es aceitosa, y Grace tendrámuchas cosas a su favor, pero es incapazde conseguir que la masa le quedecrujiente. Y Jarek me lo hará saber conlos ojos. Seguro que Adriana y Carlos lecaen bien y podemos ir a tomarnos unapinta en el pub que hay al final de lacalle, ese de las mesas de madera en elque ponen música buena y en el quetantas noches hemos acabado los tres.

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Tengo tantas ganas de que sea realque pensar en que de hecho vaya aserlo, en tan solo unos días, me da unvértigo que casi me marea. Como siacabase de bajarme de una montañarusa.

¿Y cómo será?Cuando esté aquí, pero de verdad,

para quedarse, y ya no se vaya a ir. ¿Quése sentirá al decir «hasta luego»sabiendo que es verdad? ¿Cómo seráeso de no tener miedo a echar de menos,a que me olvide, a olvidarme yo mismadel olor de su pijama?

Lo veo en otras parejas, todos losdías, cenando en nuestro restaurante. Esuna rutina, una costumbre, que me

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resulta ajena, como de ciencia ficción. Yque de hecho me enfada a veces. No sonconscientes. Gastan minutos juntos enmirar sus respectivos móviles, enobservar distraídos las paredes dellocal, en no hablar entre sí, en nobesarse, en no cogerse de la mano.

Y los maldigo un poco. Les sirvo aveces las bebidas con brusquedad, losmiro desde la barra esperando a quedespierten.

Porque no se dan cuenta. Porque noles hace falta.

Y no son conscientes de cómo losenvidio.

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En el fondo, siempre fue el piano.Cuando estábamos de Erasmus y tenía

que estudiar, solíamos empezar en labiblioteca, pero nunca aguantábamosmucho rato. Solía bajar también suslibros, y los desplegaba sobre la mesa,pero creo que solo los leía unos diezminutos. Yo intentaba centrarme,estudiar y no hacerle mucho caso, perolo veía a mi lado, tamborileando losdedos contra la mesa y siguiendo elritmo con el pie. Le daba un codazo y ledecía que me desconcentraba, aunque enrealidad me distraían también las chicasde primero de carrera que cuchicheaban

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en la mesa de delante, hablando sobretipos de alcohol, combinaciones queparecían una explosión en el estómago y,en definitiva, cosas que podrían haberhablado perfectamente en la habitación.Eso me decía Jarek.

–Yo te distraigo, ellas te distraen,vámonos de aquí.

Y siempre acababa ganándome labatalla.

Apilaba mis libros refunfuñando, losrecogía en mi pecho y nos movíamos.Alguna vez consiguió convencerme deque estudiásemos en su cuarto, pero esocada vez le fue más difícil, conforme seacercaba la fecha de los exámenes y yole decía, en las escaleras: «Jarek, novamos a estudiar». Y me daba un beso, y

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otro en el cuello, entre escalón yescalón, y yo repetía, sin muchaconvicción, pero con la autoridad queme confería estar en el escalón dearriba: «Jarek, en serio tengo queestudiar». Y terminaba por dejarmeganar, aunque sabía, debía saberlo, quele habría servido insistir solo un pocomás. Veía sus ojos llenos de intenciones,pero decía «Vale, venga, vamos aestudiar».

Por eso, la mayoría de las veces,sobre todo en febrero, cuando seacumulaban mis apuntes hasta un puntopreocupante, cedía y me proponía bajara la sala de música. Y a eso yo siempreterminaba diciendo que sí. Porque

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intentar que Jarek aguantase en labiblioteca mucho tiempo sin que acabararevolviéndose inquieto como uncachorro era una tarea bastanteagotadora.

A él, en realidad, estudiar leimportaba poco. En la sala de música,yo leía mis apuntes en la silla deenfrente y él me decía que le cantase eltemario de Derecho Internacional, que legustaba, que le ponía música de fondo.Así él tocaba. Y yo estudiaba.

O algo así.Al final, habíamos hecho nuestra la

sala, y para cuando llegó la fiesta despring break, la fama de Jarek y elpiano ya había llegado a oídos de casitodos en la residencia. Para entonces, se

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había juntado con dos chicos más, quetocaban la guitarra y la batería, yempezaron a reunirse con cada vez másfrecuencia. Se pasaban tardes y nochesenteras entre esas cuatro paredes y yobajaba con ellos en mis horas muertas.Comían porquerías y hacían bastante elidiota, en realidad; cualquiera habríadicho lo mismo si los hubiera visto. Noera nada serio, al menos no lo parecía.Eran tres chicos de unos veinte añostocando cualquier cosa, como si noensayaran sino simplemente quisieranpasárselo bien, como un grupo de niñosque quedan para jugar a videojuegos. Labotella de cerveza encima del teclado,Jarek haciendo pruebas y riéndose de

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repente, parando para besarme yvolviendo a tocar otra vez.

Actuaron en la fiesta, claro. Seprepararon un par de cancionesconocidas, de los Rolling y de losBeatles –esas que sabían que iban a serun éxito seguro–, y dieron un conciertoque dejó a Jarek con los ojos brillantesdurante el resto de la noche.

–Ha estado bien, ¿no? –me decía,rodeándome la cintura después en elcomedor, con el vaso en una mano ymuchos muchos más sueños de los queme decía rondando por su cabeza–. Parala primera vez.

Yo los había visto en primera fila,bailando con mis amigas. Todas estabanencantadas, me decían que menudo

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fichaje, que no se habían fijado, peroque era hasta mono, que tocaban bien,que tenían rollo. Y yo las escuchaba defondo mientras Jarek y su improvisadabanda cantaban All my loving con unaacústica todavía un poco lamentable,pero con muchas promesas haciéndosepaso entre la canción, llenando el aire yhaciéndose innegables. Lo miraba sincantar, sin mover los labios, aunque mesabía las canciones y cada una de lasvariaciones que habían pensado hacer.Lo miraba con la vibración de la músicagolpeando mi garganta y pensando:«Sí». Pensando: «Y esto es solo elprincipio».

Porque supongo que en el fondo lo

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sabía.

–No creo que pueda ir a Londres elviernes.

Jarek me mira desde el otro lado de lapantalla.

Yo le devuelvo la mirada, en silencio.Sabía que algo pasaba porque son las

once de la mañana y normalmente nohablamos por la mañana, nos gusta máshablar por la noche, aunque puede quesea una costumbre un poco tonta, peroestá lo suficientemente asentada comopara saber que si se la salta es porquepasa algo.

Pero esto. Otra vez.Trago saliva despacio, lo miro. No es

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una broma. Quiero que sea una broma,lo busco en sus ojos porque meencantaría que lo fuera para despuésenfadarme porque, dadas lascircunstancias, sería una broma de muymal gusto, pero no es una broma, lo sécon total certeza, se lo veo en la mirada.Está serio.

Y yo por fin reacciono.–¿No crees que puedas? ¿Qué? ¿Qué

es eso de que no sabes si puedes?Tienes que saberlo, no tiene sentido.¿Puedes o no?

–No, no puedo.Vale. Bien. No puedes.Asiento con la cabeza. Él no dice

nada, y es mejor así, porque no creo quenada de lo que pueda decir ahora vaya a

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arreglar mucho las cosas.No puedes venir a Londres, vale.«Pero he pedido el día», pienso, antes

de darme cuenta de todo lo demás.«Pero les he dicho a todos que ibas avenir. Pero ¡ibas a venir! He lavado mipijama favorito, he limpiado el salón yla cocina, y eso que falta una semana,iba a presentarte a todos, qué les digoahora. He pedido el día en el trabajo.Porque ibas a venir. Ibas a estar aquí.Conmigo. Y ahora no. ¿Y ahora qué?»

De repente, estoy furiosa.No quiero estarlo. Sé que no debería

estarlo. Pero no puedo abrir la boca, nopuedo decir nada porque sé que si lohago, no voy a poder ser comprensiva,

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ni estar a la altura ni hacer todas esascosas que se supone que una buenapersona tiene que hacer.

Porque sé lo que va a decirme.–Nos ha salido un concierto, de

última hora. Te hablé del festival dejazz de Praga, ¿te acuerdas? Que te dijeque era imposible, porque eraimposible, pero Ondra tiene un amigoque curra con ellos y, yo qué sé, ha sidotodo tan rápido, en el último momento seha caído un grupo por alguna historia,estaba enfermo el del saxo, creo, sí,creo que eso dijeron, la cosa es quenecesitaban gente y, ya ves, el amigo deOndra se ha portado y nos ha avisadoenseguida.

Sé que no quiere sonreír, pero no

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puede evitar hacerlo un poco, detrás deesa expresión que me pide disculpas conlos ojos. No puede evitarlo, como yotampoco puedo evitar no alegrarme ymentir al decir: «Lo entiendo».

–Habrá más fines de semana, Naira.Lo entiendes de verdad, ¿no? Lo siento,pero es que es…

–Una oportunidad, sí. Lo sé.–Quiero que sepas que no ha sido una

decisión fácil. De hecho, no van adevolverme el dinero del vuelo, y es unapasta, en fin, pero no te preocupesporque vamos a cobrar. No mucho,bueno, ya sabes cómo va esto, pero logastaré íntegramente en unos nuevosbilletes, ¿vale? Todavía no sé cuándo, a

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lo mejor cuando vaya ya es paraquedarme, la verdad. Estaría bien, ¿no?

–Sí.–Joder, sí. No sabes las ganas que

tengo de estar allí y poder quedarmecontigo. Ya te iré contando, ¿vale? Notengo muy claro qué va a pasar despuésde eso, del festival. A lo mejor haysuerte y un cazatalentos quiere grabarnosuna maqueta, ¿te imaginas? –Ríe–. No,no pasará, a quién le interesa el jazz. Lacuestión es, lo que te quiero decir es quelo siento. Tengo que hacerlo, pero losiento. De verdad que lo siento. Ojaláno fuera siempre tan difícil. Solo piensoen verte, pero…

–Jarek, no te preocupes. Está bien. Yohabría hecho lo mismo. ¿Vale? –Lo noto

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relajarse incluso con los kilómetros quenos separan. Sin embargo, no estoypreparada para su sonrisa, no ahora. Noquiero seguir hablando como si noacabase de derrumbar mi fin de semanallevándose demasiadas cosas por elcamino–. Escucha, tengo varias… estoyalgo liada.

–Claro.Me despido con una frialdad que me

es imposible contener, pero consigosonreír un poco antes de apagar lacámara. Solo después dejo caer lacabeza hasta enterrar mis dedos en elpelo. He aguantado las lágrimas durantela conversación, pero ahora, de repente,no salen. Como si se hubieran congelado

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en algún lugar del interior de mi cabeza.Y duele, duele más, molesta hasta elpunto en que necesito frotar los ojoscontra las mangas de mi sudadera. Peroestán secos. No hay nada.

Solo un silencio pesado en mihabitación.

Sin intentar evitarlo, repaso laconversación frase por frase, como sifuera posible encontrar algo diferente enellas, una resolución distinta. Masticosus palabras y las mías. «Habría hecholo mismo.» Claro. Las oportunidadesgrandes no hay que desperdiciarlas, escierto, y eso es lo más frustrante detodo. No debería enfadarme, porquetodo el mundo habría hecho lo mismo.

Pero ¿y yo?

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La realidad me golpea con unacrudeza inesperada, de golpe, cuandome doy cuenta de que no es verdad. Queno hay ningún concierto, recital opersona, ninguna actividad, ningunaposible oportunidad que signifique máspara mí que el volver a tener a Jarek devuelta, en mis sábanas, abrazándomefuerte. Yo lo habría dejado todo, esoestá muy claro.

Porque no tengo nada que me importedemasiado dejar.

La furia se deshace cuando tragosaliva. Ya no es enfado. Ahoraexperimento una sensación distinta y noes mejor en absoluto.

Estoy triste. Decepcionada.

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Pero no con Jarek, sino conmigomisma.

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Ayer no fui a la clase de vidrieras.Estoy segura de que les di una alegría alas Chicas de Oro. O tal vez no. A lomejor la señora Becher se aburreprofundamente ahora que no tiene nadiea quien fulminar con esa mirada de nohaberse tomado el té de las cinco.

Supongo que mi pez va a tener queesperar, porque ayer era incapaz delevantarme del sofá. Y a quién leimporta, al fin y al cabo. Desde luego,ayer a mí no me importaba en absoluto,así que me atrincheré en casa y no dejéque Adriana utilizara el salón para susesión de yoga. Tampoco se atrevió a

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pedírmelo, en realidad, y lo agradezcoporque necesitaba el sofá más de lo quenadie jamás necesitará ese sofá. Y esofue todo el día: me cubrí con una mantay vi series en el ordenador hasta queconseguí quedarme dormida. Estamañana, por supuesto, me ha despertadoun dolor punzante en la espalda.

No necesitaba empeorar aún más midía, pero lo he hecho. Barrer el suelo deTapas Manolo estando triste no es unbuen plan, pero barrer el suelo de TapasManolo con una contractura en laespalda es más de lo que puedosoportar. Aunque eso me ayuda ajustificar mi enfado con el mundo.Porque Jarek no deja de escribirme porWhatsApp, pero no tengo ninguna

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intención de seguir leyendo. Ni decontestar a las bromas de Carlos, quehoy no me hacen gracia, ni seguirle elrollo a Samir con la estúpida fiesta.

Paro unos minutos para hacerme uncafé, mientras Carlos pone música en sumóvil para que le digamos quécanciones queremos en la lista dereproducción de la fiesta del sábado. Sumúsica es una mezcla de rock españolcon canciones demasiado modernas parami gusto. Pero suena Extremoduro. YExtremoduro me gusta. Está bien.

–Esta sí, ¿eh? –me dice, con mediasonrisa.

Le digo que no está mal, que ponga loque quiera, y me marcho hacia la cocina

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porque está empezando a hacer algo queparece bailar, con más imaginación quesentido del ritmo y, de todas las cosasque odio hoy, bailar sería una muyimportante. Así que pongo mi taza en elfregadero y froto la bayeta paralimpiarla, con rabia y, ya que estoy, conun poco de la violencia que en el fondonecesitaba sacar por alguna parte.

Es cuestión de segundos, la crónicade una muerte anunciada: un exceso defuerza y un resbalón acaba con la vidade la taza, que impacta en el fregaderohaciéndose añicos.

–¡Mierda! –grito, pegando una patadaal suelo–. ¡Mierda ya! ¡Joder!

Carlos ha parado de bailar y me miracon las cejas muy alzadas, como si se le

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quisieran escapar de la frente. Luegomira a Adriana buscando respuestas. Yes ella quien se me acerca.

–Ya, cariño –me dice, apartándomelas manos del fregadero–. Yo meencargo, ¿vale? No te has cortado. Esoestá bien.

No, no me he cortado. Creo. Porqueno me duele. Aunque tampoco sé si meenteraría si me doliese, porque lospinchazos de la espalda inundan toda micabeza, y el pequeño espacio que quedalibre son unas ganas absurdas detaparme la cara con las manos parallorar, o gritar, porque Jarek deberíavenir dentro de una semana, pero no va ahacerlo, y porque soy consciente de lo

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estúpida que parezco con la taza rota ylos ojos vidriosos en medio de lacocina.

–Tienes los chakras desalineados,cielo.

¿Qué?Adriana me masajea la espalda

despacio.Quiero decir algo, o defenderme, pero

es todo tan absurdo que solo abro ycierro la boca varias veces. Y Adrianasigue con su masaje.

–Esto tienes que equilibrártelo, nopuedes vivir así.

Oh, no.–Adriana. No quiero reiki.–¿Y por qué no? Si te va a hacer bien.

Hasta que no lo pruebes no lo sabrás.

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–Pues porque… –digo, y no sé cómoterminar la frase sin un «porque no», asíque casi agradezco escuchar a Samirentrar por la puerta–. ¡Samir!

Camino a su encuentro, mientrassacude un paraguas mojado hacia lacalle.

No sé en qué momento he tomado estadecisión, pero ahora que tengo a Samirdelante no puedo pensar en otra cosa, yparece la decisión más sabia, máspensada de la historia. Así que se losuelto.

–Que al final trabajo el viernes queviene.

–Pediste el día libre –dice quitándoseel abrigo.

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–Sí, pero he cambiado de opinión.Agita la cabeza.–No puedes cambiar el calendario de

un día para otro. Cambié tu día conCarlos. –Quiero decirle que seguro quea Carlos no le importa, pero Samir nisiquiera me mira. Sigue paseando lavista por el local, evaluandoprobablemente si todas esas ideas quetrae de casa pueden llevarse a cabo.Deja el abrigo encima de una silla, y sedesabrocha los botones de las mangasde la camisa–. Si te pides un viernes, yote lo doy, pero no me volváis loco. Nopodéis hacer cambios de horario cuandoos dé la gana. Te pediste el viernes y acambio trabajas el sábado, así que no

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vas a venir a trabajar. ¿Cómo va elFacebook?

Le contesto de manera automática quebien, aunque a decir verdad creo que hasido Carlos el único que se ha metido aactualizarlo de vez en cuando. Y eso silo ha hecho de verdad, porque los demásno hemos hecho ningún esfuerzo porcomprobarlo.

Solo puedo pensar en pasar esefatídico viernes libre. Con Adrianatrabajando, sin nadie que me distraiga,con demasiado tiempo para mí.

Creo que preferiría una sesión dereiki.

No quiero pasear sola por Londres,por todos esos sitios a los que pensabair con Jarek, haciendo todas esas cosas

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que siempre son mejor con Jarek. Y laidea de volver al sofá y ver series hastaque me duelan los ojos tampoco suenamuy tentadora. Jamás pensé que querríatrabajar un día en Tapas Manolo, pero,maldita sea, ese viernes quiero trabajar.

–Naira.Carlos me da un golpecito en la

espalda, y suelto un sonoro «au» que lehace disculparse. Ha apagado su móvil yel restaurante vuelve a desplegar su listade canciones mexicanas, cortesía deSamir.

Me mira mientras barre el suelo.–Naira, Naira. ¿Qué iba a decirte? Iba

a decirte algo.Lo miro con un poco de pesadez y un

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poco de súplica en los ojos. No deberíatener que decir que quiero estar sola unrato.

–Naira es nombre de guerrera, ¿losabías? –dice de pronto.

No, no lo sabía. Aunque tampocoestoy segura de querer escucharlo ahoramismo, pero él sigue hablando:

–Es un nombre de los guanches.–¿Los qué?–Los aborígenes de Canarias, ¿no te

suenan? Deberían, son interesantes. EnCanarias sí los conocemos, claro, se daen los colegios. Pensaba que en lapenínsula también, pero bueno, es lo desiempre, los godos y su burbuja. Bah. Elcaso es que es un nombre guanche. Yque significa, entre otras cosas,

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guerrera.–No lo sabía.Me sonríe y alza las cejas, escoba en

mano.–Ya. Pues allá por el siglo XV, que

era cuando estaban los guanches, seusaba solo para mujeres valientes yfuertes. Ya sabes, peleonas, de armastomar y todo eso. Las madres setomaban muy en serio cómo llamar a sushijos porque, bueno, un gran nombreconlleva una gran responsabilidad.

Me río sin ganas, poniéndome eldelantal para prepararme para la llegadade los primeros clientes. Él siguebarriendo distraídamente el suelo.

–No creo que mi madre supiera el

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significado de mi nombre.–Puede ser –admite, como si no le

diera importancia. Los mariachis siguensu canto de fondo en los altavoces, másalto de lo que nos gustaría a ninguno.Adriana se queja al otro lado de lasala–. Pero bueno. Ahora tú sí lo sabes.

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Una piensa que tantos kilómetrosdeberían bastar para que Jarek no fueracapaz de sacarme de quicio. Pensabaque eso era algo que solo conseguíahacer en persona. Eso, todo eso deconseguir enfadarme y volvermeabsolutamente loca y, diez minutosdespués, olvidarlo todo y necesitar queme abrace.

Por lo visto eso es algo quetrasciende los kilómetros. Jarek siguesiendo Jarek, haciendo todas esas cosasque hace Jarek. Sigue escribiéndome aveces a horas intempestivas parapasarme el enlace a una canción que ha

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descubierto y que le parece brillante.Sigue mandándome su versión en piano,minutos después, en un audio malgrabado con su móvil. Sigue diciendoque le pueden las ganas de verme, quese subiría a un avión ahora mismo, quese plantaría en mi casa sin avisar. Esosdías siento que podemos con todo.Otros, en cambio, me parece que lasituación me viene demasiado grande.

Y es que a veces hace, dice, cosasque hacen que me enfade, o que memoleste o que me piquen los ojos.Inmediatamente pienso: «Se acabó»,como si fuera la excusa que he estadobuscando para decirme: «¿Lo ves?, notodo podía ser tan bonito, vete deLondres, vuelve a casa». Como ahora,

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cuando decide que esa gira esdemasiado importante y acaba con un finde semana que para mí significabademasiadas cosas.

En eso tampoco ha cambiado.También durante el Erasmus Jarek sabíabuscarme las cosquillas. Aquel año,hacía o decía cosas como que le gustaríasaber si me molestaría que conociera aotra persona y «no digo que quiera quete pongas celosa, claro, solo digo».

–¿Qué?«Eso, ya sabes», decía el muy

canalla. Con una media sonrisa quedesataba una furia infantil en mí. Elegíalos peores momentos para bromear.Siempre escogía las peores frases.

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Abrazados en su cama, aprovechando laausencia de su compañero de habitación,desayunando juntos un café de máquinaen las escaleras de la residencia. Lodecía y me miraba y estaba esa intenciónen sus ojos, esas ganas de jugar quetiene un perro cuando se tumba en elsuelo con las patas de delante estiradas.Y yo le daba un golpe, molesta. Le dabavueltas y vueltas al café porque «andaque tú también, por qué me dices estascosas». Pero después, cuando derribabami muro de «me daría igual, ya sabemoslo que hay», cuando lo derribaba y loadmitía y le decía que sí, él empezaba ahablar en serio y me recordaba que teníatodo el derecho del mundo a estar conquien yo quisiera y enamorarme en mi

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vuelta a Madrid. De un madrileño. Conquien todo fuera más fácil, porque me lomerecía. Que esto al fin y al caboterminaría cuando nos marchásemos anuestros países en junio. Que eraevidente que la relación iba a tener queacabarse tarde o temprano (más bientemprano), porque venía ya con fecha decaducidad, y que eso era algo queintuíamos desde aquel primer día en queme preguntó por mi color favorito.

Lo decía con tanta calma, tanta, que amí me hervía la sangre.

Porque no tenía motivos para estarenfadada, pero lo estaba, lo estaba ygeneralmente lo resolvía diciendo quetenía muchos apuntes de Derecho e

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intentaba irme a la habitación. Era untira y afloja. Porque lo habíamoshablado. No sé cuándo lo hablamos, norecuerdo si hubo un día en concreto enel que los dos nos sentáramos a dejar lascosas claras, probablemente eso no pasóasí, pero sí que siempre hubo undiscurso dominante, unas cartas sobre lamesa: esto no puede ser una relación.Esto en junio se acaba. Porque eralógico. Aplastante. Porque era lo queera y los dos estábamos de acuerdo ytodo estaba bien. Muy bien. Tan tan bienque debía morderme la lengua para nodecirle que me parecía un imbécil porhablar de ello con tanta tranquilidad.Como si de verdad, para él, eso fueraasí de sencillo.

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Así que me enfadaba. No sé muy biencon quién. Tal vez un poquito másconmigo, pero desde luego también conél, y normalmente callaba e intentabaesconder esa rabia que yo sabía que erailógica, pero no siempre lo conseguía.Una noche, habíamos salido por EastLondon, habíamos estado bailando, mehabía reído con ganas, a pleno pulmón,como una niña, y había bailado abrazadaa él, diciéndonos tonterías por encimade la música. Y él dijo algo. Algo queme molestó.

Ni siquiera lo recuerdo ya, así queprobablemente no fuera para tanto, peroen aquel momento quise irme. En mediode esa fiesta perfecta, en la que yo había

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llegado a sentir que por unas horaséramos una pareja normal, saltando ybesándose en un pub de Londres como siel mañana no existiera, Jarek habíapensado que era una buena idea deciralguna de sus tonterías. Bromear conalgo que no tenía gracia. Y fuedemasiado.

Él me siguió cuando salí del bar.Agarró su abrigo corriendo y me alcanzóenseguida. Me preguntó qué me pasaba,si había hecho algo malo. No paraba dedecirme que no había sido su intención yse reía por el absurdo del asunto,intentando que le devolviera la mirada yme dejase abrazar. Pero yo tenía la vistafija en el contador de minutos de laparada de autobús, con unas ganas

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estúpidas de llorar o decirle que eraidiota. Estuve así, sin mirarlo a la cara,hasta que por fin me agarró los hombrosy me obligó a admitirle que me estabaenamorando de él. Y que estaba muertade miedo.

Y lo admití.Aterrorizada, sí. «Scared», dijo, pero

lo que estaba era aterrorizada. Jarek mesacaba las palabras como si me llevaraconociendo toda una vida, medio eninglés medio en checo. Diciéndome queestaba enfadada sin motivos reales, quesi lo pagaba con él era porque meimportaban cosas que racionalmente nodeberían importarme. Que por qué nohablaba claro y me dejaba de tantas

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tonterías.Y creí de verdad que podía odiarlo.

Porque empezaba a llover y hacía frío, yeran las tres de la madrugada. Y quisecoger cualquier otro autobús a casa,irme de allí como fuera, hasta que medijo que a él le estaba pasando lomismo.

A veces me habría gustado que medecepcionara con más vehemencia. Queno fuera lo que había esperado. Quecayera el mito, de repente, para siempre.Me gustaría poder creerme de verdad loque me obligo a pensar a veces: que leda igual no venir a Londres este fin desemana. El problema es que sé que no escierto. Veo en sus ojos y escucho en suvoz que no es cierto. Aunque sería más

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fácil, ¿no? Sería más fácil así. Podríacatalogarlo como una mala persona,decir que no me quiere y abandonar estabatalla con el orgullo herido, pero lacabeza bien alta.

Aquella noche, en la parada deautobús, habría sido más fácil quedejara que me sintiera estúpida hastacomprender que lo nuestro no podíallegar a ninguna parte. Habría preferidoaquello a que me abrazara como sillevase días sin verme, apretándome laespalda y besándome de una maneradistinta, diciéndome: «Eres tonta, eresmuy tonta». Repitiendo: «No ves queestoy igual», con esa voz que se rompíaun poco y su nariz en mi clavícula. Él

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sabía que era una absoluta torpeza pornuestra parte caer en algo así. Que unarelación a distancia nunca sale bien, queya sabíamos todo lo que venía, y eraestúpido fingir que nos daba igual.

Pero esa noche fue como tirarnos alprecipicio. No sé si lo hizo de maneraconsciente, pero, en ese momento, Jarekme invitó a pasear por un alambre con elvacío bajo nuestros pies. Y yo dije quesí. Dije que sí una y otra vez,abrazándolo, besándolo, perdiendo elautobús. Y bailamos sobre el resto denuestros días en Londres, disfrutandodel vértigo y las cosquillas.

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Ha sido la señora Sellers la que haexclamado: «¡Mirad quién ha vuelto!»como si llevara un mes sin ir a clase devidrieras. El señor Johnson también meha dicho que se alegraba de verme. Enrealidad, solo ha sido una semana, peropuede que pensaran que por fin, talcomo todos esperaban desde elprincipio, había decidido dejarlo y yaestá. «Es inaudito ver a alguien tanjoven, cariño», solía decirme, másveces de las necesarias. Nunca sabréhasta qué punto les resulta gracioso o lesmolesta, o simplemente soy una de esasmuchas chicas que se han acercado a los

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talleres y han durado tres días. Pero demomento no tengo intención de movermede aquí, y ya he empezado a colocar lasbarras de plomo entre los cristales,aplastándolas despacito con uninstrumento intentando que, por favor,por favor, después de tanto trabajo elvidrio no se rompa por golpearlodemasiado fuerte.

Concentrarme en mi pez está bien.Comprobar cada pedacito de cristal ypresionar el plomo con delicadeza haceque no sea tan fácil recordar que haceuna semana que no hablo con Jarek. Sino fuera por esto, probablemente meplantearía una y otra vez encender elmóvil, leer sus mensajes y escribirle yo.Esta mañana he estado muy tentada de

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hacerlo, tumbada en mi cama,escuchando la vibración del teléfonosobre mi mesilla de noche. Porque hoy,precisamente hoy, a estas horas, Jarekestaría en la cola de embarque, y leerledesde tan lejos evidenciaría aún másque hoy podría estar conmigo, y quemañana, que es la fiesta de TapasManolo, podría habérselo presentado aAdriana y Carlos.

Ninguna de todas esas ideas me hacequerer levantarme de la cama, peroahora por lo visto soy una guerreraguanche, así que he aprovechado mi díalibre para salir por Londres para nopensar, o para pensar en otras cosas,cosas que no sean Jarek y que sean

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estables y estén aquí. A lo mejor poreso me he bajado en la parada que medejaba relativamente cerca de miacademia de vidrieras, pensando:«Venga. Por qué no».

Cuando he llegado, había una pequeñafracturita en uno de mis cristales, delcual ninguna de las señoras quierehacerse responsable, y supongo quetendré que rehacerlo. Dicen que a vecesse rompe solo, si no está bien cortado, oalgo así, por efectos de la temperatura, ola humedad o vete a saber qué. El cristales un poco caprichoso, visto lo visto, y amí no me queda otra que cortar ypresionar las barras de plomo entre loscristales que sí están intactos.

A mi lado, la señora Becher corta

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cristales en silencio, como siempre.Amber. Se llama Amber. El último díaque vine, el profesor la llamó Amber yella se revolvió incómoda, como siacabase de mirar su ropa interior condescaro o algo parecido, y le corrigiórecordándole que estaba casada. Creoque logré aguantar la risa, aunque leretransmití la conversación a Adrianaminuto a minuto. Dijo que deberíamosinvitarla a la fiesta del restaurante. Quesería la guinda del pastel.

Una vibración en el bolsillo de mipantalón. Saco mi móvil y lo colocosobre la mesa. Es otro mensaje de Jarek.

Vuelvo a la barra de plomo.Amber me mira y estoy segura de que

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está intentando leer mi pantalla porqueentrecierra los ojos detrás de las gafitas.Aprieta la boca con su habitualdesaprobación. Y esta vez no puedoevitarlo.

–¿Se aburre, señora Becher?Se le abren los ojos y se yergue en su

asiento. Las otras señoras están en losgrifos, riendo al unísono por algúncomentario del profesor, y solo estamoslas dos en la mesa. Sé que intenta buscarcómplices con la mirada, como siquisiera compartir su escándalo ante miatrevimiento, pero se descubre sola yvuelve a mirarme.

–En absoluto –contesta entonces, sincambiar un ápice su expresión–. Es unaactividad apasionante.

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Lleva desde que empecé las clasesretocando la misma mariposa.

–Seguro que lo es –contesto, con unperfeccionado acento británico que nosé en qué momento he aprendido ahacer. Sonrío para mí, anotando unapequeña victoria.

Mis dedos presionan la barrita y cortolos extremos con cuidado. Después,deberé sellar las uniones con un hilo deestaño. Eso se funde con un soldador. Selo he visto hacer a la señora Sellers ytodavía no sé cómo consigue noquemarse ni prender fuego a laacademia.

Otro nuevo mensaje. Esta vez es deAdriana; me dispongo a abrirlo, pero me

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detiene el carraspeo de mi compañera.–¿Has mandado alguna carta, joven?–¿Disculpe? –No me lo esperaba. Es

tan raro escucharla interactuar con otrosseres humanos como adivinar unasonrisa en esos labios apretados.

–Ya sabes, una carta. Un papel, unbolígrafo. Espero que todavía sepáis loque es una carta.

–Claro que sé lo que es una carta.–¿Y bien?–Supongo. De pequeña enviaba

postales por Navidad.–¡Postales! –exclama, y emite algo

que creo que es lo más parecido a unarisa que le he escuchado en estassemanas. No deja de trabajar en sumariposa mientras sigue hablando–. Yo

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escribía cartas larguísimas. No postales,en las postales no hay que decir mucho,¿no es cierto? Ya lo dice todo la imagen.Y ahora, por si fuera poco, vienen yacon un pequeño texto: te echo de menos,cuídate, feliz cumpleaños. Tonterías, esoes.

–Supongo.Las manos de la señora Becher

tiemblan incluso cuando sostiene elcúter. En cambio, lo desliza con firmezay, de un solo trazo, consigue partir elcristal en dos.

–Tardaban en llegar, eso pasaba –añade–. Entonces tenías que contarmuchas cosas. No podías dejarte nadaen el tintero, ya lo creo que no. De lo

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contrario, te arrepentías y debíasesperar a que él contestara para contarletodo lo que querías contarle. Y a veceseran meses, por supuesto.

–Lo imagino.Mi móvil vuelve a sonar, y esta vez lo

silencio, dando por sentado que seavecina una de esas charlas tecnófobasque tantas veces le he escuchado ya a mipropio abuelo. Guardo el teléfono en mibolsillo y vuelvo a coger las tijeras.

–Landon era más escueto, pero creoque es porque se le daba mal –prosigue–. Era un escritor terrible,apuesto a que le avergonzaba que yo mediera cuenta.

–¿Landon?–No seas chismosa. Los niños sois

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muy chismosos. No es en absoluto de tuincumbencia.

–Usted le ha mencionado.–Lo he hecho –dice al final, y vuelve

a quedarse callada.Yo sigo cortando piezas de plomo.–Es importante escribir bien. De lo

contrario, pareces un idiota –dice depronto–. Aunque a él le fue bien, porqueno lo necesitó demasiado. Lo suyo era lafotografía. No escribir, desde luego,pero la fotografía se le daba bastantebien. Era yanqui. A lo mejor por esoescribía mal. Porque era yanqui. Lopensé muchas veces, es una pena que noles hayan enseñado a escribircorrectamente.

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Se me escapa la sonrisa, pero esta vezdecido no hablar. Parece tener una fuertedeterminación a entablar un monólogosin interrupciones y, por puracuriosidad, se lo permito. Mientrastanto, el resto de las mujeres emite unchillido cuando una de las piezas nuevasse golpea contra la mesa. Luego ríen yse llevan las manos a la boca, y laseñora Sellers busca una escoba pararecoger el desastre. El profesor dice quetiene las manos de mantequilla y lashace reír aún más. Como a niñas.

–En cualquier caso, era muy bueno, yno paró de trabajar ni un fin de semana.Publicaba trabajos en la revista Queen,se rodeaba de los mejores. Siempre

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andaba de allá para acá, con sus ideasmodernas y su cámara, a todas partes.En el fondo era un poco excéntrico, pero¿quién no lo era entonces?

–¿Y qué vino a hacer en Londres?–Fotografiarme, por supuesto.No puedo contener mi asombro.–¿A usted?–Lo dices como si te sorprendiera –

dice, y vuelve a estirarse en su asientopara respirar hondo–. No solo a mí,evidentemente. Había muchas modelosen Londres. Trabajó con la mismísimaTwiggy.

–¿Quién?–Por Dios bendito, no os enseñan

nada en la escuela. Era la reina del mod,una auténtica estrella. –Parece indignada

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y suelta sus utensilios–. Os encantahablar de los años sesenta, pero déjameque te diga que no tenéis ni la másmísera idea. Londres era el centro detodo, jovencita. La ciudad más modernadel mundo.

Se me escapa la risa, pero ella noparece encontrarle la gracia.

–Era el swinging London. Eso sí hasdebido oírlo antes, ¿verdad? –Yo solohago una mueca que pide disculpas–.Dios bendito. No sé ni por qué te cuentoestas cosas. Fue toda una revolución enel mundo de la moda, de la fotografía,de la cultura pop.

–¿Y usted era modelo?–Y una bastante cotizada, me atrevo a

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decir. No todas las piernas sirven paraenseñar una minifalda.

Me muerdo la sonrisa. De todas laspersonas que pudiera haber imaginadoque fueran modelos de minifalda, ella,encogidita trabajando en la vidriera demariposas, con la piel arrugada y esaexpresión gruñona en los ojos, puedeque sea la última.

–¿Y el señor Becher fue su únicofotógrafo?

–¿El señor Becher? Oh, ¡te refieres aLandon! –Ríe–. Por Dios, no, no es elseñor Becher. Landon Smith se fue trasunos meses. Los yanquis siemprequieren volver, eso dicen, ¿verdad? Y éltenía una buena excusa, eso esinnegable. Había un trabajo bastante más

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estimulante al otro lado del charco,estaba el movimiento hippie, ya sabes,imagino que esto sí lo sabes porque locuentan las películas, ¿no es cierto? –Sequeda callada y luego, de repente, comosi recordase algo absurdo, vuelve areír–. Dios, no, Landon no es el señorBecher.

–Disculpe, pensaba… No sé. Hablabade las cartas, y he deducido que era sumarido.

–Por supuesto que lo has deducido.Acostumbráis a pensar que no hay máshombres que nuestros maridos. Como sinunca hubiésemos sido jóvenes. Nohabéis inventado nada, que te quede muyclaro.

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Sonrío.–Y sí, por supuesto, Landon me

mandó cartas desde Nueva York.Durante unos meses.

La observo en silencio. Creo quesonríe.

–Es una suerte, ¿sabes? –dice, aunqueno estoy segura de que siga hablandoconmigo–. Es una suerte que hubieracartas. Que tardasen tanto en llegar, quenos dejásemos cosas en el tintero. Dehaber tenido herramientas espantosascomo las que tenéis hoy en día, tal vezhubiera pasado años esperandoconvertirme en la señora Smith.

Ahora yo también dejo misinstrumentos sobre la mesa.

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–Y eso habría sido una ridículapérdida de tiempo –concluye,mirándome esta vez.

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Los maullidos llegan a mis oídosdespacio, introduciéndose en mi sueñolentamente, como si empezasen a nadardentro de mi cabeza, cada vez a mayorprofundidad. Primero, parecen escaparde la boca de unos gatos que sematerializan en un tejado desconocido, yme quedo mirándolos saltar, de teja enteja, andar con elegancia felina encimade las cañerías y deslizarse como si nosucumbieran a la gravedad. Despuéssuenan más cerca. Giro la cara ydistingo junto a mí a un gato atigrado,suspendido en una tabla que antes noexistía. Me mira con sus ojos amarillos,

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conforme se ensanchan sus pupilas. Esimponente, asusta un poco. Puedoadivinar la tensión de sus facciones. Vaa abrir la boca y está demasiado cerca.Mis ojos quedan a la altura de sus garrasy sé que debería moverme, pero mispies están inmóviles y pegados al suelo.

Maúlla.Y yo me despierto.Frotándome los ojos, descubro que

los sonidos no estaban en miimaginación. Suenan de manerareiterada, a veces como si fuera un bebé,y suenan muy cerca, demasiado cerca,por lo que entiendo que deben de venirde mi propia casa. Busco el móvil en mimesilla. El reloj marca las tres de lamadrugada.

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En cuanto abro la puerta de mi cuarto,me encuentro a Adriana en el pasillo,envuelta en su bata y de brazoscruzados.

–Otra vez –gruñe, sin dar crédito.–¿Es Peanut?–Digo yo.Nos dirigimos al salón sin hablar,

arrastrando los pies, y Adriana se asomapor la ventana que da al tragaluz. Nosería la primera vez que se colara ennuestra casa el gato de nuestradesagradable vecina, la señoraArrington. Suele dejar las ventanasabiertas por algún motivo quedesconocemos –tal vez para estar atentaa la música de Adriana, en busca de un

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buen motivo para despotricar–, y elanimal responde a su natural curiosidadcolándose por cada recoveco queencuentra. Generalmente, loencontramos desorientado en la escalerao en el alféizar de la ventana del salón.

–No lo veo –dice.De todas formas está oscuro. Busco

una linterna en la cómoda del pasillo.Los maullidos no cesan y son largos y aveces guturales. No pensé que los gatospudieran hacer sonidos así. Si parecentan monos.

–Tiene miedo. He tenido gatos, hazmecaso. Hacen eso cuando lloran.

Le presto la linterna y vuelve aasomarse, dirigiendo el foco de luzhacia los rincones y luego hacia abajo.

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Da un respingo.–¡Ahí está!–¿Dónde?–¡Peanut! –exclama, suavizando la

voz–. Peanut, bonito, sube. ¡Ven aquí!Me acerco y me asomo también. Está

abajo del todo; ha debido de caerse obajar demasiado y ahora le resultaimposible subir a ninguna ventana.Adriana estira los brazos y me pide quela sujete mientras intenta hacerse larga yatrapar al gato. Sin éxito. Peanut sealeja de ella doblándose sobre sí mismocon forma de arco.

–Encima me bufas. Gato tonto –diceAdriana, y vuelve a su posición. Memira, frustrada–. Ve a llamar a la señora

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Arrington. A ver si así se deja.Resoplo mientras vuelvo a mirar el

reloj, pero me pongo una sudadera. Nopuedo creerme que esté a las tres de lamadrugada intentando atrapar a un gatoporque su dueña decide que es unabuena idea dejar que deambule a susanchas por las noches. No puedo creerque esta sea la cuarta, ¿quinta?, vez quenos enfrentamos a esta situación en solodos meses.

Pero desde luego si algo se escapa demi comprensión es que, tras llamar a lapuerta varias veces, la señora Arringtongrite que me vaya y la deje dormir.

–¡Es Peanut! –exclamo yo, y vuelvo allamar al timbre.

Pero ella ya no me contesta. Lo

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intento un par de veces más y nada daresultado. Miro a mi alrededor y vuelvoa gritar su nombre una última vez. Nopuedo creerme su desfachatez, esinaceptable. Ella quiere dormir, claro,pero yo también. Y no es ella quien tieneel sonido de los maullidos al otro ladode su ventana.

Bajo la escalera, de vuelta a casa,abrazándome a mi sudadera.

–La próxima vez, Adriana,recuérdame que no se nos ocurra viviren un primero.

–¿Y la señora Arrington?–Que nos vayamos, que no son horas,

que quiere dormir.Adriana suelta un resoplido, con los

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brazos en jarra, pensando. Yo me dejocaer en el sofá. El gato sigue llorando yemitiendo sonidos que, de verdad,parecen sacados de cualquier criaturamitológica.

–Mantequilla de cacahuete –dice alfin, y corre a la cocina.

–Muy apropiado.Me río.–¿Has oído, Peanut? –exclamo en voz

alta. Si nos oyen los vecinos, estupendo.Que echen una mano–. ¡Peanut butterpara ti!

Adriana vuelve con una cuchara llenade mantequilla de cacahuete y vuelve apedirme que la sujete. Tiene mediocuerpo fuera de la ventana, e intentocontrarrestar el peso agarrando sus

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piernas. «Cualquier día nos matamos»,le digo, casi sin respiración, mientrasintenta que el animal pique en elanzuelo. La oigo reír. Por lo visto, lamantequilla de cacahuete funciona.Adriana pesa un poco más cuando medice: «Ya, súbenos».

Salimos vivos, los tres. Cierro laventana y, al volverme, veo que Peanutse relame, todavía en los brazos deAdriana, ronroneando suavementemientras ella le acaricia detrás de susorejitas.

–Maldito gato –murmuro, con pocaconvicción. Está bastante mono cuandono gruñe como si fuera una criatura delinframundo.

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–Maldita señora Arrington. El gato notiene la culpa.

Estamos cansadas. Nos sentamos enel sofá y el gato encuentra un lugarapropiado entre las piernas de Adriana ylas mías, haciéndose un hueco trasvarios intentos que no acaban deconvencerle del todo.

–¿Qué hacemos? –pregunto, en mediode un bostezo–. ¿Subimos otra vez?

–Mañana.Querría rebatírselo, pero termino por

encogerme de hombros y aceptar queprobablemente no sirva de nada volver aintentar despertar a la señora Arrington.Peanut sigue relamiéndose de vez encuando.

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–Eres un gato muy gordo –digo.–Deberíamos llevárnoslo mañana.–¿A la fiesta?–¿Por qué no? –sonríe–. Al menos así

sabemos que alguien disfrutará de lostacos españoles.

Río en medio de un nuevo bostezo.No querría pensarlo, pero quedan unasdiez horas para que empecemos apreparar Tapas Manolo para su evento.Ya lo tenemos todo más o menospreparado: manteles, el menú,cócteles… Samir se ha encargado dedarnos instrucciones bastante precisas.No hay palabras que describan mipereza. Podría intentarlo, pero es tansolo eso; una total y absoluta pereza.

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Creo que preferiría caer enferma.–Va a salir bien –dice ella, como si

hubiese leído la expresión de mi cara–.Y si no, bueno, seguro que nos reímos unrato.

Me encojo de hombros.–¿Sabes? –dice–. En mi cumpleaños,

el año pasado, me organizaron una fiestaenorme. Me fui para Brasil y mihermano y mis amigos organizaron unafiesta muy grande. Creían que no meenteraba de nada, pero me pusieron encopia en algunos de los mails que semandaban, sin darse cuenta. Jamás se lodije.

Me río, con más cansancio que ganasde reírme. Porque no puedo evitaracordarme de mi último cumpleaños,

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que pasé con Jarek en Madrid. Él vino averme, se quedó todo el fin de semana,llevábamos tantos días sin vernos que enrealidad creía que mi regalo era suvisita en sí, pero él tenía más cosas en lacabeza. Fui a recogerlo al aeropuerto ycreía que iba a explotar de felicidad.Salimos a cenar, le enseñé mis lugaresfavoritos y, a las once de la noche, medijo: «¿Qué, no te importa que no tehaya regalado nada?». Y cómo me iba aimportar, si estaba allí, si estabaconmigo. Pero me dio un beso en la raízdel pelo y me dijo que no podía dejarmesin regalo. Y sacó de su bolsillo undibujo. Solo eso. Tardé en entenderlo.Lo desenvolví y lo miré y tragué saliva.

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Me había dibujado.No era un gran dibujo, pero era yo,

estaba claro que era yo, y no era lacopia de ninguna fotografía que éltuviese, así que había dibujado lo querecordaba de mí. Y yo me reía. Mis ojosse reían. «Así me ve», pensé. Así lomiro y así lo ve. Nunca habría podidoverme como él me mira y, sin embargo,él me lo enseñó, casi sin querer.

–Es un poco cutre –se disculpó, conlos hombros encogidos–; el dibujo no eslo mío, pero quería darte algo diferente.

No encontré la manera de hacerlesaber lo tonto que era por pedirmedisculpas. El dibujo me encantaba, locolgué en el corcho de mi cuarto en

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cuanto llegué y lo miraba de vez encuando, cuando me parecía que Jarekestaba demasiado lejos o que el pianoera demasiado importante. Lo veía y ahíestaba yo, Naira vista por Jarek. Y todoparecía un poquito más fácil.

El dibujo lo perdí.No tengo muy claro qué pasó. No me

he atrevido a decírselo porque sé quepensaría que no le di tanta importancia.Seguro que él me diría que no tiene tantaimportancia y yo me enfadaría porque síla tenía, aún la tiene, aún me enfada yme pone terriblemente triste. Enrealidad, creo que mi madre debió detirarlo barriendo mi habitación, porque aveces se caían los papeles de mi corchocuando le daba un golpe con la silla y, a

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fin de cuentas, era un dibujo pequeñoque cabía en la palma de mi mano.Podría haberse arrugado y ella lo tiró.Se lo pregunté mil veces y siempre juraque, si lo hizo, no se dio cuenta. Pero loque importa es que ese dibujo ya noestá.

Y todo cuesta un poco más desdeentonces.

–¿Y tu cumple qué? –Adriana memira, todavía sentada a mi lado, yarrastra a Peanut a su regazo para darleun achuchón.

–Lo pasé con Jarek.Asiente.–Hace mucho que no hablas con él,

¿no?

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–Hum. Sí. Una semana.Vuelve a asentir. El gato estira sus

patitas y cierra los ojos. Al menos, ya nomaúlla. En su lugar, emite un ronroneosuave que aumenta su volumen cuandoAdriana lo acaricia a la altura delpescuezo.

–Y supongo que tiene algo que vercon el hecho de que no haya venido aLondres estos días.

Con un gesto, trato de restarleimportancia. No sé si me apetece teneresta conversación pasadas las tres de lamadrugada; tengo sueño y mañana es undía que ya de por sí me resulta pocosugerente. Así que me levanto y le digoque deberíamos irnos a dormir, que

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mañana será un día duro, que podemosdejar al gato en el salón y que esperoque no haga demasiado ruido por lanoche. Adriana se levanta también y ledeja un cuenco de leche. Dice que así,probablemente, tenga la barriga llena yse quede dormido.

Camino hacia mi cuarto y, antes deabrir la puerta, vuelve a llamarme.

–Naira.–Dime.–No lo castigues.Me giro para mirarla. Su frase me

pilla tan por sorpresa que soy incapazde reaccionar de una manera lógica.Solo la miro, sin entender nada,diciendo: «¿Castigarlo?», viendo cómoella asiente con la cabeza, pidiéndome

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disculpas con los ojos por unasinceridad que no le he pedido.

–Tienes motivos para estar dolida,pero si realmente para ti era importanteque viniera, que no fuera a eseconcierto, deberías habérselo dicho.

Me gustaría decirle bastantes cosas.Por ejemplo, que hay cosas que nadietendría por qué verbalizar cuando sonevidentes. O que debería haber salidode él. O que no me corresponde a mípedirle a Jarek que renuncie a algorelacionado con el piano, porquesupondría hacerle escoger y me asustademasiado la respuesta.

Pero no me deja decir nada. Sonríe derepente con una dulzura un poco

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maternal, un poco con la misma sonrisacon la que yo escucho a Alba cuando mecuenta sus andanzas de instituto y soloquiero abrazarla y decirle que todopasará, que todas esas historias que mecuenta y que le parecen un mundo severán reducidas a anécdotas cuandopasen los años. Adriana me mira unpoco así, mientras se acerca, me da unbeso en la mejilla y me da las buenasnoches.

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De: Jarek Hosáková[Enviado a las 00:54]

Naira:

Ayer te imaginé. Puse tres pecas mása tu recuerdo, porque ya no sécuántas veces habremos mudado elpellejo desde que nos vimos porúltima vez. Te vi sentada en unautobús, envuelta entre tu pelo, tustacones haciendo equilibrios sobre elasiento contiguo. Auriculares, labiosrojos y carretera. Toda una noche pordelante, y Londres tirándote los tejos

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desde el otro lado del cristal.

Una mujer. La misma niña. Con esacolonia que te ponías a veces,subiendo el volumen. Las farolaspatinaban contra las ventanas delautobús, y tú las veías bailar y por unmomento recordabas. Pensabas en mídos instantes; solo dos. En mí, quecometí la torpeza de meterte en todoesto. En mí, al que ya no soportas elnoventa por ciento de tu tiempo y alque estás aprendiendo a olvidar cadavez un poco mejor. Un canalla. Ya losé.

Lo sé.

Pero no te importaba, Naira. En mi

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imaginación casi hasta sonreías. Yveías la noche de Londresprometiéndote mil cosas, dispuesta ainvitarte a una copa y tratarte como auna puñetera princesa, y pensabas:«Joder». Pensabas: «No estuvo tanmal conocerte, idiota». Aunqueninguno de los dos viniésemos conmanual de instrucciones.

Sé que es tonto imaginarte así,después de no aparecer, después deno estar hoy, que dije que estaría allí,contigo. Sé que es canalla contártelo.Pero te vi en ese autobús y qué sé yo,Naira, toda esa carretera era un grito.Un estallido de coherencia en mediode la ciudad de los locos.

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Y tú estabas preciosa.

Jarek.

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Ni en mis sueños más optimistas habríapensado que la fiesta de Tapas Manoloiba a dejarnos sin reservas de comida.

Ha venido gente, mucha gente, a decirverdad, nunca habría imaginado quefuesen a caber tantos en Tapas Manolo,y me pregunto de dónde han salido, sirealmente habrá sido por el evento enFacebook porque, si es así, parece serque le debemos una disculpa a Samir.

Grace estaba desbordada, haciendomás tacos por segundo de los que jamáspensábamos que pudieran hacerse,moviéndose por la cocina a veces condescoordinación y tirando un par de

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platos por el camino, chillando ydiciendo que íbamos a volverla loca.Pero la fiesta ha gustado.Sorprendentemente. Los tacos y lasangría maridan más de lo quepensábamos todos, y las mesasabarrotadas de gente no dejaban depedir otra ronda, y otra más, mientrasnosotros nos mirábamos con asombro ySamir sonreía como un niño en la nochede Reyes, sentado al otro lado de labarra.

La música corrió a cargo de Carlos,como prometió; una lista de pop-rock encastellano que hacía que por unmomento yo sintiera que, peinetas ysombreros mexicanos al margen, estabasirviendo cañas en un bar de Madrid.

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Un cliente extranjero, probablementeindio, aunque no habría podidoasegurarlo, me estaba pidiendo unburrito vegetariano cuando escuché aExtremoduro hacerse paso en losaltavoces. Una de esas canciones que mehe sabido de memoria siempre. Mislabios querían coordinarse con la letra yfue como encontrar a un viejo amigo enun aeropuerto de la otra punta delmundo. Busqué a Carlos con la mirada;llevaba una bandeja llena de vasosvacíos, pero también me estaba mirando.Sonreí.

–Parece Madrid –le dije en la barra.–Son los tacos al pastor. Te hacen

sentir en casa.

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No faltaron tampoco los chupitos detequila, los gritos mexicanos de Carlos yAdriana, que de vez en cuando seencerraban en la cocina para soltaralguna carcajada indiscreta. Laspeinetas eran espantosas, de un plásticoendeble y un sistema de sujeción quedejaba mucho que desear. Conforme hanido pasando las horas, se nos han caídovarias veces, las hemos pisado y yo yano sabía dónde estaba la mía cuandoSamir señaló mi pelo. Al cerrar el localy barrer suelo, hemos encontradopedacitos de plástico rojodesperdigados por todo el comedor.

Por un momento, creo que lo heolvidado. Que Jarek no está. Por un

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momento, entre el jaleo, las comandas,las risas, la música y el olor a maízfrito, he podido quitarme de la cabezaque él iba a estar sentado en una de esasmesas, comiendo nuestra cocina fusión,y que después iba a salir de fiesta connosotros. Conforme terminábamos delimpiar y dejarlo todo más o menoslisto, hemos ido saliendo a la escaleraque hay detrás del bar, bebiendo cervezade lata, y ahí sí, su recuerdo me hagolpeado con algo más de violencia,pero he querido descartarlo como siespantase una mosca molesta,inoportuna, aunque ya era demasiadotarde.

No ha conseguido irse y sigue aquí,conmigo.

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Hemos acabado cogiendo el metropara venir a la zona de fiesta, y estamosen un bar de paredes negras, de esos quenos gustan tanto, con pósteres en lasparedes. No sé si son las tres o lascuatro de la madrugada. No he queridomirar el reloj. El primer vaso de sidralo he pedido yo, pero el siguiente me lohe encontrado directamente en lasmanos.

A mi lado, Adriana baila y se ríe, yCarlos le dice algo al oído y parecenreírse aún más. Grace canta una cancióna pleno pulmón, sujetando un micrófonoinvisible.

Y yo me pregunto si la inmortalidadserá esto.

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Si no son estos los recuerdos que unotiene cuando envejece y se arruga enalgún lugar del mundo, estos debalancearse al ritmo de cancionesdesconocidas en un viejo pub deLondres, sin saber qué estás haciendocon tu vida, pero con Adriana al lado,riéndose de algo que debe de ser muygracioso, y el sabor de la sidra barata enlos labios.

A lo mejor es esto.

No puedo evitar mirar el móvil y abrirmi última conversación con Jarek, comosi así pudiera cogerle de la mano ydecirle: «Ven a la fiesta, no ves queestos son esos momentos que uno se

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queda para siempre, que es una de esasnoches tontas que te gustan tanto, quecreo que te gustaría esta canción».

No encuentro noticias suyas en lamensajería instantánea.

En su lugar, descubro que tengo unnuevo email esperándome en la bandejade entrada. Y es suyo.

Es raro, porque Jarek no suelemandarme mails, siempre dice cosascortas, así que pienso incluso que sea unerror, que sea un virus o que hayaquerido aprovechar el correo paraadjuntarme el vídeo del conciertoporque era demasiado pesado. Pero loabro y solo hay texto. Lo leo: «Naira:Ayer te imaginé». Un nudo en lagarganta. Y luego todo lo demás.

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La música no acompaña, no pareceentender que acabo de recibir esaspalabras, que algo duele dentro de miscostillas y que mis ojos picandemasiado, que me cuesta tragar saliva,que necesito releerlo una vez más, yotra. Y otra más.

«Eres un canalla, Jarek –pienso–. Eneso tienes razón.»

No sé qué hora es, ni qué estaráhaciendo ahora. Estará en la cama, o alpiano, con ese ceño que se fruncecuando se concentra en tocar, como siestuviese escribiendo a máquina. O a lomejor está mirando el techo de suhabitación, pensando en verme,echándome de menos y preguntándose si

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lo habré leído ya, si pretendoresponderle, si puedo perdonarle por nohaber venido a verme y haber decididotocar en ese concierto.

De repente, todo me parece muyabsurdo.

Me río sola, como si acabase dedesvelar un problema matemático queparecía complejo, pero fuese unaauténtica tontería, un juego de niños. Meseparo del grupo y camino entre la gentecon el móvil en la mano, buscando algúnlugar con buena cobertura. Lo encuentrocerca de los baños, apoyada en la pared.

Jarek tarda en contestar y suena comosi estuviera dormido.

–¿Naira?–Estabas durmiendo.

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–No…–¿Seguro?–Bueno –dice. Su voz suena pastosa,

lenta–, bueno, sí, pero no importa. ¿Hasleído…?

–El mail, sí.La música a mi alrededor es lo único

que se enfrenta al silencio raro del otrolado de la línea. Quería decirlo, estabaconvencida de decirlo y parecía unaidea de una lógica aplastante, peroahora, de repente, no me salen laspalabras. Creo que Jarek bosteza y yo,recorriendo con la mirada el bar llenode gente que baila, grita, ríe y flirtea,respiro hondo.

–Voy a ir, Jarek. Voy a ir a verte. –

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Oigo mi propia voz en algún lugardebajo del bajo que retumba en losaltavoces y, de repente, todo suena comoese primer «te quiero». Conscientementetemerario. Un poco suicida–. No ahora,claro, es muy tarde, habría estado bien,¿no?, pero no. Tomaré el primer vueloque pueda. El fin de semana que viene,yo qué sé, el primero que admita plazasy ya está, ¿vale?, porque quiero estarallí, contigo. Y no entiendo por qué noestoy allí ya.

–¿En serio?–En serio. Totalmente en serio. Nunca

he hablado tan en serio en mi vida.Lo oigo reír al otro lado del teléfono.–Creía que no ibas a volver a

hablarme –dice–. No digo que no me lo

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merezca, entendería que no hubierasvuelto a dirigirme la palabra.

–Era una opción –respondo, y mealegro de que mi sonrisa no puedatraicionarme a tantos kilómetros dedistancia–. Pero entonces has mandadoun mail.

–No pretendía que lo leyeras estanoche, creía que no lo verías hastamañana. Hoy teníais la fiesta, ¿verdad?No quiero que… disfruta de la fiesta. Eslo mínimo. Vete y baila y pásatelo bieny…

–Jarek. Está bien, ¿vale? Es precioso.Y voy a ir a verte.

–Joder, Naira. –Lo escucho sonreír.No sé si hay alguna manera científica de

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hacer eso, pero yo, a kilómetros dedistancia, escucho cómo abre su sonrisa,cómo se tumba en su cama y se revuelveel pelo y dice–: estás como una cabra, yte juro que no pensaba que…, mierda,no sabes lo que me gustaría poder darteun beso ahora mismo.

–Guárdamelo, ¿vale? El beso. Este enconcreto. Quédatelo y me lo das cuandovaya.

Lo oigo reír, todavía algoadormilado, y luego a sus sábanasmoverse, entorpeciendo el sonidocuando se despide y cortamos lallamada. Guardo el móvil en el bolso,como si flotase dentro del camarote deun barco, con una sonrisa llena dehoyuelos que me hace daño en las

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mejillas.Cuando encuentro a Carlos y a

Adriana, parecen haberse inventado unacoreografía para la canción que estásonando. Se mueven al unísonoimitándose, riéndose, con pasos querecuerdan a los bailes de turistas en loshoteles de playa. Carlos lleva en lacabeza un sombrero irlandés que norecuerdo que llevara antes y al vermegrita otra vez: «¡Ándale, ándale!», y meagarra por los hombros para darme suvaso de sidra. Me río feliz. Con ganas.Sintiéndome joven, libre, sintiéndomemuchas cosas a las que no sabría ponerpalabras y pensando que a lo mejor daigual, que de esto va todo, de sonreír

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hasta que me duela la cara y dejar depensar tanto las cosas.

–Qué pasa contigo, pelirroja.–Que soy feliz.–¿Ah, sí?Sonríe. No me suelta y empieza a

moverse, haciéndome bailar de unaforma ridícula, moviéndome los brazostras de mí como si fuera un muñeco.

–Sí. –El ruido nos obliga a hablar agritos. Apoyo la cabeza en su hombromientras él sigue bailando ymoviéndome. La música que suena esbastante mala, no la bailaría si no fueraaquí y ahora, se trata de algún remixespantoso de una canción que juraríahaber escuchado hace por lo menos diezaños, pero parece perfecta, todo parece

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tan perfecto, encajar tan bien, ahora quehe conseguido reunir las piezas. Todosabe tan perfecto que de alguna maneranecesito decirlo. Verbalizarlo. Querríagritarlo por la megafonía del bar–. Mevoy a Brno.

–¿Brno? ¿Qué es eso? Suena aNarnia.

–La República Checa.No responde y lo miro. De pronto ha

dejado de moverme y creo que esasensación me marea. No me mira, peroha alzado las cejas y juraría que niegaun poco con la cabeza. Pero la músicasigue golpeando mis oídos, y migarganta, y no puedo entenderdemasiado hasta que me suelta despacio.

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Después, sonríe un poco.–Voy a por otra, ¿quieres otra? –

pregunta.Acaba de darme el vaso y está lleno.–No.Le veo darme la espalda y marcharse,

desapareciendo entre los grupos degente que baila en una de las muchasnoches en las que Londres ha bebidodemasiado y todo es absurdo eimperfecto.

No entiendo nada, pero tampoco lonecesito.

Busco mi teléfono.No puede ser muy complicado

comprar un billete de avión.

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Alba ha conocido a mi pez.Le envié una foto, aunque al final la

vio también mamá. No es que hayamuchas novedades, aunque ya no hayrestos de adhesivo –me costó variassesiones de limpieza con un cuidado yuna paciencia que no sabía que tenía– yya están todas las piezas más o menos ensu sitio. Faltan muchas barras de plomotodavía, y soldarlas… En realidad, faltalo más difícil, pero al menos el dibujopuede apreciarse y está listo para sercompartido, al menos, en foto.

Hablamos por Skype; quería contarlesque me voy a Brno y Alba me preguntó

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por mi pez, así que le mandé la imagen.Vi a mamá acercarse tras ella, mirando ala pantalla detrás de sus gafas. Alba dijoque estaba quedando muy bonito, peromi madre, en cambio, hizo una muecarara, torciendo la cara como si seestuviera perdiendo algo. Creo quetodavía no se acostumbra a la idea deque puedo verla al otro lado de lapantalla.

–¿No te gusta? –le dije, sin intentarocultar mi indignación–. Porque es unaactividad como cualquier otra, y tiene suesfuerzo y no está quedando fea deltodo. Vamos, no sé.

Alba me dio la razón y dijo que podíaquedar bonita en una ventana, «¿no teparece, mamá?», y ella asintió con la

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cabeza con una sonrisa incómoda, comosi le estuviéramos diciendo que hedecidido tatuarme la espalda entera ytuviera que hacernos creer que es unamadre moderna y que le parece todobien.

Suspiré. Ella se encogió de hombros.–No sé, hija, es que vidrieras…, no

sé, que no me lo habría imaginadonunca, pero, vaya, que está bien. Si tegusta y eso, bien.

Me despedí de ellas rápido, fingiendoque había quedado en acompañar aAdriana a un sitio y colgué.

Unos minutos más tarde, Alba memandó un mensaje: «No hagas caso. Esque te echa de menos».

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No sé si es por reafirmarme, pero llevotoda la mañana viendo tutoriales enYouTube de vidrieras imposibles.Enormes. De esas tipo ventanal, de unestilo casi gótico. Lo parten en pedazos,claro, no puede hacerse todo al mismotiempo, pero el cómo consiguen juntarlotodo, que aguante y no se desplome porun lado o por otro, es algo que todavíano me explico y que me resultarealmente fascinante. Y las lámparas.¡Lámparas! La señora Sellers estáhaciendo una lámpara también, y no haypalabras para describir lo ridículamentecomplicado que es hacer vidrieras ensuperficies no planas. Es una locura. Y

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encima pensar que es la señora Sellers,con sus manitas temblorosas, de pielcasi traslúcida y pequeñas manchas,quien sujeta el soldador con unaprecisión impresionante. Y hala, a laprimera. Es magia negra, debe serlo.

–¿Planificando la decoración de lacasa? –Adriana ha entrado en mihabitación y mira mi ordenador detrásde mí. En concreto, una imagen de unaenorme cristalera con vidrieras–. Nuncahe sido muy de iglesias, pero, vaya,podemos estudiarlo, aunque a esteritmo…, yo pensaba que a estas alturasya nos habrías traído una ventana entera,pero llevas dos meses con un pez.

–Es un pez complejo, ¿vale?–¿Tiene inteligencia artificial?

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Se tira en mi cama. La miro unossegundos con fingida reprobación, peroluego decido imitarla. Tiro mis zapatosal suelo y me tumbo a su lado. Miespalda todavía no se ha recuperado deaquella noche en el sofá.

–Para ser una yogui eres muyimpaciente.

–No se puede tener todo. –Se quita lapinza que le recogía el pelo y la deja enmi mesilla de noche. Me mira, ahora síun poco seria–. Oye, necesitamos aalguien ya para ocupar la habitación.

–El salón, quieres decir.–Con esa actitud no llegaremos muy

l e j o s . Suite, Naira. Open concept.«Duerme en el centro neurálgico del

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hogar, un pie dentro de tu cama y el otroen la cocina, preparando el desayuno.»

Sonrío casi sin querer; me rindo. Nopuedo prometerle cuándo vendrá Jarek.No sé si vendrá pronto y, a decirverdad, no sé si cuando vengaquerremos vivir aquí, o si querrá quenos mudemos a otro lado. Tampoco sé sicabríamos en mi habitáculo, y desdeluego no tengo mucha intención de queduerma en el salón. Todo sonincertidumbres y es cierto, tiene razón,Adriana lleva tirando de las facturastodos estos meses, quejándose bastante,pero probablemente menos de lo quedebería.

Respiro hondo.–De acuerdo, pon el anuncio.

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Pero, para mi sorpresa, tuerce loslabios.

–¿Qué pasa?–No sé. Lo de los anuncios y eso.

¿Cómo sabemos quién se nos va a meteren casa? Podría ser un loco, no sé.

–A mí me encontraste así.–Y por lo pronto haces vidrieras.Le lanzo uno de mis cojines. Ella se

ríe y se estira en la cama como un gato.Estamos tumbadas boca arriba y cierrolos ojos. Me gustan estos ratos muertos,con la desbordante energía de Adrianaentrando en mi cuarto sin pedir permiso.Me gusta mi habitación, en realidad,aunque lo llame habitáculo, aunque lasdos casi no quepamos en la cama y sea

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consciente de que Jarek jamás podríacompartirla conmigo. Incluso aunque lasventanas no aíslen bien y se cuele elolor a pescado frito de algún vecino pornuestro patio de luces. Me gusta.

–Había pensado en Carlos.«Carlos.»Todavía con los ojos cerrados, puedo

ver esa expresión rara que puso cuandodije que me iba a la República Checa.Ese gesto tenso en los labios cuando fuea por una copa, ese algo, no sé el qué,que enrareció el ambiente. Y también elmomento incómodo de después, en eltaxi, rodilla con rodilla, con un silenciopesado y espeso en medio de los tres.

Ya enfrente de casa, me dio un besosuave en la mejilla y después abrazó a

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Adriana con su entusiasmo habitual,diciéndole una broma que para mí nosignificó nada, alguna broma de los dos,no lo sé, y a mí ya no me miró cuando segiró para marcharse. No me había dicho«Ándale, ándale», y eso había sido raro.Muy raro.

Abro los ojos.–No.Se incorpora un poco.–¿No? ¿Por qué no?–Es un chico.–Ay, Naira, por Dios, no seas antigua.

Es un chico, vale, ¿y qué?–No me sentiría cómoda.–Es Carlos.«Por eso», pienso, pero eso no se lo

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digo. En realidad, no digo nada. Porqueveo que no se lo esperaba. Se haquedado seria y con el ceño un pocofruncido, todavía tumbada en la cama.

Está decepcionada, puedo darmecuenta. No me lo dirá, porque a Adrianale gusta meterse conmigo en cuestión devidrieras, pero la he visto lo suficienterelacionándose con otras personas comopara darme cuenta de que es incapaz dedecir cosas importantes si sabe quepueden sentar mal, que prefiereenfrentarse a las cosas serias con unasonrisa y una broma. Creo que seríacapaz de quedarse con el salón con talde que encontrásemos a una persona quecompartiese los gastos, al igual quesiempre es la última en quedarse

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fregando en Tapas Manolo y dice que nole importa, que así se distrae. Y sé queestoy siendo egoísta.

–Bueno, deja que lo piense, ¿vale?–Claro. –Sonríe–. Lo que necesites.

Pero estaría bien tener a alguien el mesque viene.

–Ya lo sé.Aunque me pregunto si se lo habrá

comentado a él. A lo mejor ya lo hanhablado, y yo soy la única que no lo veclaro. ¿Él querrá vivir aquí? ¿Connosotras? ¿Conmigo?

Adriana se incorpora y se quedasentada sobre la cama, mirando elordenador. Ahí sigue la selección deimágenes que había estado buscando. De

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pronto, suelta una risa jovial, infantil, deesas que brotan de ella cuando estárelajada y feliz y vuelve a querermeterse conmigo.

–¿Hay alguna vidriera que no sea muyhortera?

–Te regalaré algo por tu cumpleaños.–Es el mes que viene.–Te regalaré algo por tu cumpleaños

del año que viene. –Se ríe y aplaude conuna ironía que sé que esconde algo decierto; la veo demasiado pendiente demis andanzas entre cristales. La miro. Seme quita un poco la sonrisa, porque medoy cuenta de que necesito decírselo aella también. Y que me da miedo sureacción. Porque se lo he dicho a Alba,y a mi madre, y se lo dije a Carlos, y de

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ellos solo ha sonreído Alba y, malditasea, de verdad necesito ver sonreír aalguien más–. Me voy a Brno.

Y Adriana sonríe.Menos mal.A veces pienso que, en lo que

concierne a Jarek, todas las buenasnoticias debo guardármelas para mí siquiero que sigan siendo buenas, si noquiero escuchar consejos y miradas de«te daría un consejo, pero voy arespetarte, aunque los dos sepamos quete estás equivocando». Pero Adrianasonríe y se le marca el hoyueloizquierdo, como cuando sonríe deverdad. Y de repente siento que pesomenos, que podría levitar un poco en la

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cama. Me entran ganas de reír.–Ya lo sé –me dice.He de reconocer que no esperaba que

sonriera por eso.–¿Cómo que lo sabes?–Me lo dijo Carlos.Carlos. Claro.Un repentino burbujeo, adolescente y

bastante estúpido, me hace quererpreguntar: «¿Qué más te ha dicho?»,pero soy consciente de que no debopreguntar algo así. Porque sería infantil.Sería ceder ante un cotilleo tonto ypondría a Adriana en un compromiso,probablemente. No estamos en laguardería, al fin y al cabo, y si Carlostiene algún problema con eso, deberíacontármelo en vez de decir: «Voy a por

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otra copa, ¿quieres otra copa?».Por ejemplo.Así que me limito a asentir con la

cabeza. Adriana me pregunta cuándo mevoy, cuántos días me quedo y me diceque me lo pase bien, que sabe que me lopasaré bien. Parece contenta por mí. Almenos lo parece, y no sabe lo quenecesitaba algo así. Por eso, cuando laveo levantarse para irse de mihabitación, la tomo de la mano y se laaprieto un poco.

–Gracias.Hace un gesto de no entender, pero

sonríe y entiende, sé que entiende, yquizá sea el yoga o esas cosas que haceel responsable de que Adriana sepa

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tantas cosas sin que casi ni te des cuenta.Deja la puerta abierta al salir y, al

otro lado del pasillo, enciende sumúsica de spa-relajación-meditación,loquesea, que tiene en Spotify. Esa queme produce tanto sueño y que a ella laayuda a concentrarse. El olor delincienso y las velas no tarda en colarseen mi habitación.

Normalmente, cerraría la puerta. Perosupongo que no pasa nada por probar.

Aún tumbada en la cama, cierro losojos.

Y respiro.

Y no está tan mal.

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La mañana que llego a Brno empiezaconmigo entre las nubes, y no puedoevitar pensar en que hay algo de poéticoen todo esto, que estoy donde deboestar. Nunca he entendido que puedahaber gente con miedo a volar, que seaferren al cinturón de seguridad con latensión agarrotada a sus hombros ycierren los ojos en el despeguedeseando que pase rápido. Yo querríaque durase diez veces más. La sensaciónde ingravidez. Londres haciéndose máspequeñita y luego ese ligero vuelco,como si tirasen de tu estómago haciaatrás, mientras el avión sube y se enreda

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entre la niebla y yo pienso que estoycerca, cada vez más cerca, que puedovencer a la distancia desde aquí arriba.

Pensaba que el aeropuerto de Brnosería más pequeño, pero al llegardescubro que sus salas están llenas degente, y carteles, y que el checo es unidioma indescifrable y menos mal,menos mal que también hay informaciónen inglés. Sigo a la gente que parecemoverse con seguridad y camino detrásde ellos arrastrando mi maleta, hasta queuna de las puertas automáticas, frente amí, se abre y cierra con rapidez dejandopasar a unos pocos, y me parece verlo.No estoy segura, solo han sido unossegundos, suficientes para que se anudealgo en mi tripa.

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La puerta vuelve a abrirse. Esta vezsoy yo quien pasa.

Y ahora sí lo veo.Es él. De pie en primera fila, con su

jersey de rayas grises y la barba un pocomás espesa y desaliñada que la últimavez. Sonriendo mucho, enseñando losdientes.

No sé cómo reacciona el cuerpo enestas situaciones. He imaginado tanto elreencuentro, el abrazo, queprácticamente le había puesto música deviolines en mi cabeza. Ahora, con élenfrente, me muevo como un jugueteautomático, arrastrando la maleta contorpeza y aterrizando en sus brazos sinser capaz de decir nada mejor que un

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«hola» contra su hombro.–Hola –dice él también,

abrazándome.Y después sus manos agarran mi

barbilla, me mira y me besa y, de algunaforma, es un poco surrealista, un pocoincreíble que esté volviendo a besar suslabios otra vez. Después de recordarlotantas veces en pasado, como si fuera uncuento o una película, son sus labios losque vuelven a tocar, a saber en mi boca.Y casi había olvidado cómo sabían,cómo era eso de sentir el peso de sunariz en mi mejilla, pero ahora que todovuelve a ordenarse, que su olor vuelve amaterializarse y ser algo real, me doycuenta de que una pequeña parte de micerebro no había olvidado nada.

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Me río dentro del beso y él, que no sési entiende, se ríe también. Porque depronto todo vuelve a tener sentido,volvemos a ser Jarek y Naira, volvemosa estar juntos y todas las dudas y todoslos miedos parecen muy tontos. Como sihubiesen sido cosa de un mal día.

–Qué ganas tenía –me dice, sinsepararse del todo.

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Dejamos mi maleta en su coche,aparcado en el centro, y paseamos porBrno. Jarek quiere enseñarme todos susrincones, de la mano, señalándome eseedificio y ese otro, a través de un cielonublado atravesado por los miles decables de los tranvías. Desde que nosdespedimos la última vez, hemoshablado prácticamente a diario porSkype o por teléfono y, sin embargo,caminamos sin poder dejar de hablar.Tengo esa sensación de querer hacerleun montón de preguntas, como si todavíapudiera decir: «Cuéntame, ¿qué ha sidode ti todo este tiempo?», consciente de

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que muchas cosas, las más importantes,me las he perdido.

Casi se me había olvidado que echasu cabeza ligeramente hacia atrás antesde empezar a reír.

Hace frío, más que en Londres, y esgracioso porque nunca pensé quepudiera hacer más frío que en Londres.Jarek me enseña las casas ordenadas, decolores claros y uniformes, acariciandola parte de mis dedos que se escapa delos mitones. Vemos la catedral de SanPedro y San Pablo, imponente y gris, ynos perdemos por las calles que laatraviesan hasta la plaza de la Libertad.

–Námeˇstí Svobody.–¿Qué?–La plaza.

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Escucharle hablar en checo es comooír sisear a una serpiente. Apenas abrela boca para hacerlo. Intento imitarlo,pero se ríe cuando intento decir elnombre de la plaza o cuando procurorepetir la pronunciación de burčák, unabebida que me ofrece cuando llegamosal Mercado de la Verdura, tambiénllamado Zelny Trh. No soy yo, estoymuy segura de que no soy yo: esteidioma es de locos. Intentarpronunciarlo es pretender que la lenguase deshaga entre los dientes.

–«Burshak» –digo, muy concentrada.–Burčák –repite, riendo, y le pide dos

vasos al hombre que atiende el puesto.Creo que es una especie de mosto de

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vino, algo parecido, que se bebenormalmente en las ferias de otoño,aunque a veces hay excepciones, comoahora, en las que puedes encontrar algúnpuesto que lo vende a finales denoviembre. Jarek insiste en que no esmuy normal, pero que hemos tenidosuerte, porque está muy bueno–, y teníasque probarlo.

Yo me dejo llevar por sus calles deadoquines, con el vaso en la mano,mientras me resume su historia con laciudad, la suya, contándome que allí eradonde salía con sus amigos en primerode carrera, y que ese otro edificio fuedonde estaba su primera escuela depiano, aunque ahora la han cerrado, yque en esa otra plaza ponen un mercado

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en Navidad y que a veces iba con suabuelo cuando era pequeño.

–¿Aquí nieva? –le pregunto. Puedover el vaho que escapa de mi boca yestoy convencida de que no podemosestar a muchos grados sobre cero.

–Claro. Todavía es un poco prontopara que nieve aquí, aunque nunca sesabe. Aquí decimos que san Martín llegaen su caballo blanco –sonríe–, y eso esel 11 de noviembre. De todas formasvas a ver nieve, no te preocupes.Mañana, cuando te lleve a mi pueblo, aconocer la casa de mis padres. Allíhabrá nieve ya, seguro.

–¿Tus padres? –exclamo.–Tranquila, no están.

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No puedo evitar que note mi alivio,pero ríe y dice que soy boba, que notiene intención de presentármelos ahora,todavía no. Y me gusta cómo suena ese«todavía», aunque realmente no tengaganas de presentaciones oficiales. Suenaa promesa. Le aprieto la mano alcaminar.

–¿Te apetece?–¿Conocer a tus padres?–No. –Besa mi cabeza–. Ver mi

pueblo, mañana.–¡Ah! Sí, claro. Me apetece mucho.

¿Nos dará tiempo?–Seguro que sí. Son un par de horas

en coche, un poco menos, depende decómo estén las carreteras. Y creo que te

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gustará.

Jarek dejó su pueblo a los diecinueveaños, cuando decidió estudiarComunicación en la UniversidadMasaryk, en Brno. Desde entonces,comparte piso con tres personas más,que han ido cambiando con el paso delos años y ahora son dos chicos un pocomayores que él –Ondra y Petr–, y unachica que estudió con él: Katka. Esperoser capaz de recordar sus nombres. O depronunciarlos, sí, eso también estaríabien.

Tras varias horas de paseo por Brno ydecidir que tenemos hambre, volvemos asu coche y me lleva a la casa que

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comparten. Es más grande que la quetenemos Adriana y yo, peroproporcionalmente más claustrofóbica sise tiene en cuenta que viven cuatropersonas y que consiguen no matarse.Apenas hay luz natural, solo un tragaluzcon ventanucos que dan al salón y lacocina, y Jarek me advierte de quegeneralmente no hay agua caliente.

–Pero hemos descubierto que si justoabres el agua de la ducha y el grifo de lacocina, al máximo de caliente, algo lellega al baño –dice–. Tú no tepreocupes. Cuando quieras ducharte, teexplico.

En casa solo está Ondra, que, por loque entiendo, ya es algo parecido a sumejor amigo, el único con el que lleva

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viviendo en ese piso desde que entrócon diecinueve años. No nos saluda.Decimos un «hola» en voz alta, pero nonos responde. Está encerrado en suhabitación y Jarek me dice que yasaldrá, que no me preocupe, que es muyde encerrarse, y me lleva al salón.

Los sofás están sucios, parecen másviejos de lo que probablemente son, conalgún agujero de esos que provocan loscigarros. Las colillas, de hecho, seamontonan en las esquinas, como a basede barrer con las suelas de los zapatos.Los tendederos son cuerdas atadas entresilla y silla y, frente a ellos, hay unasuerte de mesa formada por cajas defrutas apiladas. Tal vez esto sí le

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gustaría a Adriana, podría proponérselo.Con una capa de barniz, por qué no.

Jarek me besa el hombro, tras de mí, ysu mano se cuela debajo de mi jersey.Noto sus dedos fríos en el ombligo.

–Ven aquí.

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La sudadera de Jarek es suave y abrazami cuerpo hasta media pierna. El relojmarca las dos del mediodía y no loentiendo, se me escapa, cómo puedepasar el tiempo tan rápido. Querríaalargar la mano hasta el despertador desu mesilla y cambiarle la hora. Todavíanoto el calor de Jarek en mi espaldacuando se levanta para ponerse uno deesos jerséis que juraría haberle visto enLondres, de esos que parece que pican,y me mira sonriendo cuando se le erizael pelo con la electricidad estática. Merío, tumbada en su cama, abrazada a unode sus cojines, y él se agacha hacia mí

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para darme un beso. Acaricio el pelo desu nuca.

«Para el reloj.» Páralo. Por favor.––¿Quieres comer algo?Asiento con la cabeza y agarro su

mano para levantarme.No tienen demasiadas cosas en la

cocina y no puedo decir que mesorprenda, dado el estado general de lacasa. Las pilas de latas de cerveza solodejan hueco para alguna conserva yenvases de comida deshidratada que danbastante mala espina. Me ofrece unapasta de sobre, alzando las cejas yagitándola como si se tratase de toda unaexperiencia gourmet. Llenamos unacazuela de agua, la llevamos al fuego ybesa mi clavícula abrazándome por

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detrás, mientras revuelvo el mejunje conun tenedor. Podría acostumbrarme aesto. Podría vivir así. Sin pensar en lasvitaminas, comiendo cualquier cosa conJarek haciendo el tonto y demostrandoque la cocina no es su fuerte, besándomea ratos y diciéndome que en el fondo lacomida deshidratada no puede ser tanmala, que es solo eso, que no tiene agua,que por lo demás está bien.

–He oído que provoca cáncer.–La vida provoca cáncer –dice,

buscando los vasos.No tienen mantel, y esa es una

decisión que puede adivinarse soloviendo el estado de la mesa, llena demanchas e irregularidades

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probablemente irreparables. No lesimporta. Jarek coloca los platos y, encuanto nos sentamos, escuchamos elsonido de unas llaves abriendo la puertaprincipal. Es Katka. Jarek me habíahablado de Katka, pero no tanto como deOndra o de Petr. De Katka solo sabíaque estudió con él y que ahora trabaja deayudante de realización en algunacadena local o algo así.

La veo entrar en la cocina y almomento me levanto para saludarla.

Es curioso, lo de ver a una personapor primera vez tras varios meses dehaber oído hablar de ella. Supongo quees natural crearte una imagenprovisional y sorprenderte al ver que laversión real no coincide, que no encaja,

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con lo que tenías en la cabeza. Yo lahabía imaginado rubia, como a todos loschecos de los que me habla Jarek.Primer error: es morena. De un morenode esos que casi podría verse azul si laluz colaborara. Su vestimenta esfingidamente descuidada, un pocohippie, cómoda, pero perfectamentecombinada, y a juego con una rasta queescapa de su pelo con varias bolitasplateadas.

Y no sé si esperaba verme.No sé si nadie le había dicho que iba

a venir, si se le había olvidado, pero loque veo en su cara es algo de sorpresa.Me mira y después mira a Jarek. Escuestión de menos de un segundo, pero

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percibo ese desconcierto hasta quetermina por sonreír y saludarme. Jarekdice lo habitual: «Naira, esta es Katka»,y yo sigo de pie esperando no sé muybien a qué, porque ella no parece tenerintención de acercarse. Simplemente,vuelve a sonreír antes de marcharse a sucuarto.

–¡La chica española!Esta vez es Ondra, que ha salido de su

madriguera y se asoma por la puerta dela cocina. Viene en pijama, con una gransonrisa y ojos de acabar de levantarse.Él sí se acerca a mí para darme dosbesos.

–Costumbre española, ¿no?, lo de losdos besos. ¿Lo he hecho bien?

–Perfectamente. –Sonrío.

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–Genial, genial –dice, y esta vez seacerca a Jarek y le da una palmada en laespalda–. Por fin nos la presentas. No sési sabes, Naira, pero Jarek nos hahablado mucho de ti. Y eso que casi nohabla, el muy capullo. Espera, huelebien. Hostia. ¿Eso es pasta? ¿Habéishecho pasta? ¿Puedo?

Por lo visto, en esta casa, la pasta desobre sí es una experienciagastronómica poco habitual. Me atrevo apensar que Jarek la compróespecialmente para mí. Él le invita aunirse y nos muestra la olla con un brillode orgullo en los ojos.

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A veces no hace falta viajar muy lejospara que todo sea diferente. No creo quetodo me resultase más extraño enTailandia de lo que me lo resulta aquí.Es difícil de explicar. Hay una serie decódigos compartidos, una cultura queevidentemente nos ha llegado a lospaíses europeos por igual, unavestimenta parecida, una educación máso menos equivalente, sí, todo eso estáahí. Y, sin embargo, siento que hay algo,que no sé si sabría describir conpalabras, que los diferencia de nosotros,de mí, y que lo impregna todo, cada unade las pequeñas actividades de la vida.

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Es el frío.No solo la temperatura. Es el frío en

la gente, sus maneras, su forma derelacionarse. Siempre pensé que Jarekera frío porque era Jarek. Ahoraentiendo que, entre otras cosas, Jarek esfrío porque es checo. Ondra podría seruna excepción, con su carácterextrovertido, pero, por lo que me cuentaJarek, es un chico que siempre haviajado mucho y que se muere de ganasde irse a vivir a Italia o a algún país delMediterráneo, al menos por un tiempo.Así que supongo que no cuenta del todo.

Conozco a Petr y él también sonríecon una amabilidad irreprochable, perosiempre con esa distancia prudencialrodeándole. Es algo así como una

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distancia de seguridad. Un poco comolos británicos, pero sin ese refinamientoestirado al que he aprendido aacostumbrarme. Creo que lo de loschecos es distinto. No es que quieran serdesagradables. Es que viven rodeadosde una especie de capa de hielo, y esnecesario picar durante bastante tiempoantes de empezar a ver lo queverdaderamente hay detrás.

Me pregunto si eso es lo que le pasa aKatka.

Los chicos han dicho que podríamossalir esta noche y ella ha dicho que sísin palabras, encogiéndose de hombrossin dejar de mirar la pantalla de sumóvil. A mí no me ha dedicado más de

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dos minutos, aunque caminemos juntosen grupo e, incluso, aunque sea ella laque vaya a mi lado.

Tampoco ha sido muy diferente elresto de la noche.

Han decidido llevarme a un karaoke.Está en un edificio que parece unareliquia en sí mismo, que se cae apedazos. Somos, de lejos, los másjóvenes. Hay un gran grupo de gentemayor con poco talento y menosvergüenza, pero el grupo de Jarek es unhabitual y todos conocen a loscamareros. Les apuntan sus canciones desiempre.

–Un karaoke. –Río.« Un gran karaoke», defiende Jarek,

hinchando pecho, contándome batallitas

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de cuando conocieron el lugar y decómo arrancaron aplausos haciendo unaversión un tanto libre de We will rockyou. Tienen una mesa propia, congrabados que hicieron rayando lamadera con un juego de llaves alguna deesas noches, ya no se acuerdan de cuál.El camarero habla con ellos un rato, encheco, por supuesto. Ríen. Todos ríen.

Yo mantengo mi sonrisa como buenaespectadora que, en el fondo, noentiende nada, pero que sabe que estáante algo bonito, algo que hace unosaños que sucede, quién sabe cuántos, yque guarda más anécdotas de las quenunca serán capaces de contarme.

–Naira, vas a cantar con nosotros,

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¿verdad? –dice Ondra–. ¿Qué te sabes?¿Qué te gusta? Échale un ojo a la lista.

Me pasa la lista de canciones y niegocon la cabeza muy rápido, diciendo queno un poco en bucle, mientras Jarekintenta animarme y dice que no puedocantar peor que las señoras de la mesade la izquierda. Y me asegura quesiempre salen a cantar. Y no una, sinovarias veces.

–Tampoco puedes cantar peor que elcapullo este. –Señala a Ondra, que letira una servilleta arrugada a la cara.

–No te jode, ya está el músico. Cantocomo los ángeles.

–Cantas fatal, tío. No entonas nisiquiera un poco. –Me mira–. Naira, deverdad, puedes estar tranquila, nadie se

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fijará en ti.–Ala, vete a tocar el piano un rato –

dice esta vez Petr con una sonrisa, yKatka ríe diciendo algo en checo.

–No me toques el piano –bromeaJarek.

–Pobre Naira –dice Ondra–.Pobrecita. ¿Cómo lo aguantas?

–¿Que le guste el piano? –Río,mirándolos a los dos. Jarek le devuelvela pelotita de papel.

–Que esté casado con el puto piano –lo dice riendo. Lo dice pescando elhielo de su vaso con los dedos paradespués intentar colárselo por lacamiseta, y Jarek está demasiadoocupado riéndose como para tratar de

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defenderse.Es una frase tan certera que casi me

provoca la risa.La palabra «casado» no podría

describir mejor lo que Jarek tiene con elpiano. Una relación que casi pareceromántica. Yo también lo he visto.Ondra bromea, pero creo que es algoque hemos visto los dos. ¿Puede alguientener una relación con la música? Nosuena como algo que se vea todos losdías, suena a cliché prefabricado, perotambién es cierto que hasta que loconocí no había visto a nadie sonreír deesa manera al poner los dedos en lasteclas, ni a nadie cerrar los ojos y moverla cabeza hacia detrás, golpeando elsuelo con los pies a ritmo de la canción,

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aullando «I’d like to get you on a slowboat to China». En esos momentos solopuedes observarlos desde fuera,haciendo ese nosequé. Y es cierto quees una sensación parecida a ver a dospersonas besarse. Es bonito, pero nopuedes evitar pensar que sobras unpoco. Que la cosa no va contigo.

Supongo que eso es una buenadefinición, en el fondo. Relación. Podríaser. Pero no por ello sabe mejor decirloen voz alta. Porque, entonces, ¿yo quésoy? Afortunadamente, antes de quepueda preguntármelo másdetenidamente, Jarek agarra mi mano,me dice que tiene la canción perfecta,tira de mí hasta que accedo a apuntarme

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y me ignora cuando le digo que puedeser una muy muy mala idea.

Hace un par de semanas, debía de sermartes o miércoles, uno de esos días enque nadie visita Tapas Manolo,estábamos literalmente solos en elrestaurante. Adriana, Carlos, Grace yyo. Nos metimos en la cocina a esperary a limpiar un poco entre todos y la cosaacabó con Carlos berreando una canciónde Britney Spears, desafinando con unadesvergüenza admirable, peroimitándola razonablemente bien.Adriana y yo le hacíamos los coros,botella de kétchup en mano.

Es diferente, claro. No es lo mismo

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cantar allí que aquí, cuando Jarekdetecta las notas y sabe lo que hace. Yel micrófono es de verdad.

Agradezco que haga el tonto.Agradezco que Jarek baile de maneraridícula, tirándose de rodillas al suelocomo si comenzase un solo de airguitar. De entre todas ha escogido estacanción, de Grease, de la que me sécada movimiento y variación; esta,precisamente, que a veces cantábamosen la sala de música de la residencia. Yes más fácil dejarse llevar, hacer eltonto, sujetar el micrófono con las dosmanos y que sea lo que Dios quiera.Estoy segura de que desafino, de que mivoz se rompe en las notas altas, peroJarek canta conmigo, sujeta mi cintura y

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alza mi mano al terminar, disfrutando delos escasos aplausos.

La noche pasa entre más canciones,pero consigo apañármelas para novolver a salir al escenario. Jarek yOndra hacen varios dúos, cantan y seríen de sí mismos y de todos hastaacabar exhaustos, tirándose sobre sussillas, limpiando el sudor de su frente ypidiendo una última que nunca lo es.

En un momento, yo misma necesito unvaso de agua. Me lo dan en la barra, conel ceño fruncido como si nunca antes leshubieran pedido algo así y, antes devolver a la mesa, veo que Katka estáhablando rápido, como unaametralladora.

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En checo, claro.No todos hablan en inglés, eso lo

entiendo. A decir verdad, solo Jarek yOndra lo hacen con cierta fluidez. Nocreo que Petr se sienta demasiadocómodo porque, cuando habla, lo hacedespacio, pensando las palabras,buscando ayuda con la mirada entre suscompañeros checos. Y Katka, bueno, nosabría decir. Hasta este momento,juraría haber escuchado solo tres ocuatro frases suyas.

Pero ahora habla; habla mucho, muyrápido. Está contando algo, todos lamiran y debe de ser algo muy graciosoporque se tapa la boca de vez en cuando.Y Jarek se ríe con una fiereza extraña.

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Me quedo clavada en mi sitio y no meatrevo a avanzar. Me quedo de pie conel vaso de agua en la mano. Observo esacarcajada compartida de Ondra, Jarek yKatka y espero unos instantes. No loreflexiono. Mis pies se paralizan, soyincapaz de avanzar hasta que pase esarisa.

Porque Jarek ríe, y es una de esasrisas contagiosas, y casi puedo notar eldolor entre sus costillas. Y meencantaría saber qué es lo que le hahecho tanta gracia, saber cómo emularlo,cómo hacerlo yo. Creo que nunca lehabía escuchado reír así. No sabía queJarek se riese así, siquiera, enseñandotanto los dientes y arrugando su nariz.

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Nunca ha soltado una de esas carcajadasconmigo, de esas que duelen, queamenazan con dejarte sin aire, que hacenque te lloren los ojos y te obligan arespirar hondo para calmarte.

Ni de lejos.Y es normal. Es decir, lo entiendo.

Yo no sé hacerle reír así y no es algoque pueda echárseme en cara. No podríadecir algo tan gracioso en inglés, nimucho menos con soltura, o juegos depalabras. Y, además, hay todo un mundode referencias que nos separan más,mucho más que cualquier kilómetro.Toda una historia ahí dentro que se meescapa. No sé los chistes que aprendíande adolescentes aquí, no sabría hacer uncomentario ingenioso sobre un político

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checo, ni imitar a los personajes de losdibujos que viera Jarek de pequeñoporque no tengo ni idea de qué veía. Nide qué cosas se ríen. Ni de qué cosas lespasan.

La carcajada, poco a poco, sedisuelve.

–Ya estoy –digo, sentándome.Jarek me da un beso mientras Katka

se levanta para pedir otra cerveza. Él seencarga de volver a romper el hielocambiando de idioma. También Ondrame sonríe y me dice algo en inglés y ledevuelvo la sonrisa, claro, porque séque debería ser reconfortante. Pero esque siento ese esfuerzo, compruebo esaconcentración gramatical, y las frases,

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llenas de buenas intenciones, suenanforzadas. Ya está; de repente esaatmósfera distendida, tan jodidamentedivertida, se ha evaporado. Por mí. Derepente deben pensar en las frases antesde decirlas, deben buscar ese puente queles permita integrarme, y no hace faltaque me lo digan: es agotador.

En Londres todos éramos extranjeros,pero, aquí, la única turista soy yo.

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Al día siguiente nos levantamostemprano. Desayunamos en silencio ysin encender luces para no despertar asus compañeros de piso. Jarek calientaagua en el fuego y nos hacemos un caféinstantáneo. Hay bollos duros en ladespensa y él se bebe el café de pie,dando tragos largos.

Son las siete y media de la mañana ylos bostezos se suceden uno detrás deotro. No habremos dormido más de treshoras, pero la opción de quedarnos estamañana en la cama no era ni de lejos unaposibilidad a tener en cuenta. Solomadrugando nos va a dar tiempo de

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llegar a su pueblo, pasar allí la mañanay tener el margen suficiente para quepueda tomar el avión de vuelta aLondres esta tarde.

«Esta tarde.»Jarek me aprieta un poco la mano

mientras apura su taza y se dispone afregarla. Yo aprovecho y voy a suhabitación una última vez, para recogermi maleta y comprobar que no me dejonada. Cuando salgo por la puerta, veoque Jarek ya no está en la cocina, sinoasomado al salón, hablando con alguien.Y ese alguien resulta ser Katka.

No entiendo lo que dicen, peroavanzo lo suficiente como para verlasentada en el sofá, tapada con una mantay sujetando una taza entre las manos. No

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sé qué hace despierta, a las siete ymedia de la mañana de un domingo. Nosé por qué está tan seria, ni por quéJarek parece decir más cosas con losojos que en checo, y descubro, en algúnlugar entre mis legañas y mi no entender,que en realidad no quiero saber nadamás.

Me doy la vuelta, dejando un «hastaluego» en el aire, y noto que Jarek mesigue. No le pregunto. Él tampoco dicenada. Finjo que compruebo tener todoslos documentos que necesitaré en elavión antes de meternos en el coche. Mebesa cuando termino de ponerme elcinturón de seguridad. Hay preguntas ensus ojos, o eso creo. Pero, sobre todo,

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hay una intención que ya he aprendido adetectar en él, cuando piensa que esmejor no arruinar un momento bonitohablando de cosas que no tienen muchoremedio. No sé en qué momentollegamos a este acuerdo, este «nohablar». Tal vez sea una continuación denuestro Erasmus, cuando decíamos quedebíamos tener en la cabeza que todoesto tenía un final, e intentábamos buscarla fórmula que nos permitiera hacernosmenos daño. Parece que la única eraesa: hablar menos. De esas cosas. De loque quiera que sean todas esas cosas.

El motor tarda en calentarse. Jarekpone música y nos frotamos los brazoshasta empañar los cristales.

–Te va a gustar –dice al rato, cuando

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empezamos a perder el paisaje de Brnoen las ventanillas–. Ya verás.

–Seguro.Solo hacen falta veinte minutos de

alejarnos de la ciudad para que elpaisaje empiece a cambiar y una finacapa de nieve cubra el suelo. Una horadespués, todo está cubierto de blanco.Los tejados de las casas de los pueblosque atravesamos, sus aceras, los cochesaparcados.

Apoyo mi cabeza en la ventanilla.–Es muy bonito.–Mi pueblo está allí arriba, es ese de

ahí, ¿lo ves?Asiento con la cabeza todavía

apoyada en la ventanilla. Es precioso.

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De verdad lo es. Parece un refugio denieve en medio de ninguna parte. No meextraña que haya querido traerme aquí.También yo, antes siquiera de salir delcoche, siento que entramos en un lugarapartado de todo en el que no hay porqué hacer preguntas. Donde no tengo porqué pensar en que me iré esta tarde, o entodas esas cosas que Jarek no me cuentay que he aprendido a adivinar.

Jarek aparca junto a un árbol concierta dificultad. Apaga el motor y memira, sonriendo. Lo tomo de la mano.

–Vamos.Según entierro uno de mis pies en la

nieve me doy cuenta de que mis botas noson las más adecuadas para un sitiocomo este. Doy un par de pasos y la tela

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se empapa. Noto cómo el agua fría llegaa los dedos de mis pies. Jarekevidentemente viene más preparado, seríe de mi falta de costumbre y me ofrecellevarme en hombros, pero mis botas yaestán mojadas y le digo que qué más da,mientras mis dedos empiezan aentumecerse. Seguimos andando hastaque llegamos a su casa, un pequeñobloque de piedra y madera escondidoentre más casas iguales, que parecenemerger de la propia nieve.

–Así que aquí vivías –digo cuandoabre la puerta.

Él asiente y se encoge de hombroscon media sonrisa.

–Aquí es, sí. Bienvenida.

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Lo primero que hacemos es dejar misbotas y calcetines en el cuarto de baño.Están verdaderamente empapados, miscalcetines podrían escurrirse. Lossecamos un poco con un secador y losdejamos cerca de un radiador. Luego,me ofrece una toalla y yo me seco lospies enrojecidos, mientras me repitesonriendo que parece mentira.

–No sabía que fueran tan malas –protesto, y él se agacha para frotarmelos dedos, todavía riéndose de mí,besando la punta de mi nariz ydiciéndome que la próxima vez traiga almenos unas botas de agua.

Cuando vuelvo a sentir los dedos, metoma de la mano y me enseña su casa.

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Son varias plantas. Me enseña lacocina, con una barra y varias sillasaltas en las que desayunaba cada díacuando estaba en el instituto. Me lleva aldespacho de sus padres, lleno de librosy un tocadiscos viejo, los pasillos llenosde fotos de cuando era un niño. Lasescaleras crujen solas. Es una de esascasas en las que alguien miedosopensaría que viven fantasmas, «una casaque habla», me dice Jarek. Me hacerecorrer cada sala, señalándome con eldedo ese detalle y luego ese otro,contándome sus anécdotas y cicatrices.Y finalmente llegamos, varios tramos deescalera más arriba. En la buhardillaestá su habitación y, en el centro de ella,

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claro: el piano.Sobre la ventana solo hay una capa

opaca de nieve que impide que entre laluz. Jarek la abre y agita paradeshacerse de ella hasta que poco apoco la iluminación vuelve a lanormalidad.

Después se acerca a mí, me sujeta lacara con sus manos y me da un besolento. Me sujeto a su jersey, me apoyoen su mejilla. El tiempo está pasandodemasiado rápido y consigo arañarletres segundos de más, frente con frente,notando su respiración.

–Me gusta tu habitación –digo,mientras me coloca el pelo detrás de laoreja.

El cuarto está algo vacío, se nota su

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ausencia, pero todavía quedan pósteresen las paredes, figuritas de lo que creoque son videojuegos en los estantes delibros y una pila de partituras encimadel piano.

–Debería traerte algo para esos pies –dice entonces, saliendo por la puerta–.Voy a ver qué tiene mi madre, ¿vale?

Me quedo sola y sigo mirando a mialrededor.

Jarek ya no vive aquí, pero todavía seescapa todos los fines de semana quepuede. Me lo había dicho muchas veces,pero lo entiendo ahora, sentándome ensu cama, con el tejado abuhardilladorozando mi cabeza. Este es el refugioperfecto para un artista. Siendo hijo

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único, imagino que vivió en la soledad.No concibo lo que puede ser unainfancia sin una hermana pequeñachillando para que le dejes esto y estootro, o sin mi madre regañándola porDios sabe qué. Imagino que Jarek vivióen el silencio, cubierto por la nieve desus ventanas y sin nadie que lointerrumpiera. Y tocaba el piano. Ytenía mucho sentido que, de entre todaslas cosas, tocase el piano. Queestuvieran los dos, solos, aquí, y quesurgiera eso, todo eso que le veo hacercuando se sienta y abre una partitura.

Su habitación está bastante ordenaday se nota que el caos se lo reserva paraBrno. Aquí todo está apilado,perfectamente guardado en cajas, y lo

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único que parece escapar de esa cuidadadistribución del espacio es un fajo depapeles que tiene encima de la mesa.

No lo hago intentando encontrar nada.Cuando lo miro, lo hago de maneradistraída, escuchando a Jarek subir laescalera. Sin esperar ver ni descubrirnada más que algún pentagrama con unacanción nueva o alguna foto, pero lo queveo parecen folletos de una universidad.Todo está en checo y no entiendo loescrito, pero no lo necesito. De repentetengo la plena conciencia de que hevisto algo que no debería. No hay formade reprimirlo porque está ahí, frente amí. Es un folleto con un logouniversitario. En checo.

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Tengo que tragar algo espeso,incómodo, algo como ganas de llorar ode apartar la mirada muy rápido, cuandoveo que Jarek se queda estático en lapuerta. Con unos calcetines de su madrey una bufanda en las manos. Porque misdudas se disipan al verlo y sé que tengorazón.

–Gracias –le digo, cogiendo loscalcetines.

Me los pongo sin dejar de mirarlo.Está incómodo. Lo conozco lo

suficiente como para saber cuándo estáincómodo, cuándo querría estar encualquier otro sitio y cuándo está apunto de omitir una considerablecantidad de información. Suele tener una

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expresión muy parecida a esa. La hevisto muchas veces, más de las que megustaría.

–Es un programa de música –dice,despacio–. De piano, fundamentalmente,pero también tiene otras cosas.

–Aquí –digo.–En Praga.–Ah.Me pongo la bufanda, dándole varias

vueltas alrededor del cuello, y vuelvo aagarrar el folleto antes de sentarme otravez en su cama. Él no se sienta. Sequeda de pie, mirándome.

–No es nada seguro –dice entonces,tras un rato en silencio–. Quiero decir,que me lo estoy… planteando.

Asiento con la cabeza.

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–Es una posibilidad, vaya. Sería unamanera de compaginar estos estudiosmusicales con el conservatorio. No sé,ya sabes, para seguir avanzando. En elfestival de jazz, ¿te acuerdas? Meencontré con Jan, que es un amigo deOndra, bueno, no lo conociste ayer, novino. No importa. Dijo que era un buenplan de estudios, que está bien. Que lopensase. Y eso.

Sujeto el folleto en mis manos con unasonrisa pequeña. Él repite que no haynada cerrado, que solo lo está pensando,que seguro que hay más centros deestudios en Londres, que aún no hamirado bien, pero que seguro que sí. Ylo va diciendo mientras habla cada vez

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más rápido, atropellándose, rascándoseel cuello y mirando al suelo. Yo dejo elpapel sobre la mesa y me toco los pies,enfundados en los calcetines queparecen de peluche.

–Son muy calentitos.–¿Sí? Fantástico. –Sigue ahí de pie,

revolviéndose el pelo con una mano,mirándome–. Voy a hacerte un té, ¿teapetece un té? Es costumbre aquí,aunque es un té un poco diferente al quehas podido probar en Inglaterra, así queigual no te gusta, es más bien unainfusión, creo, nunca he tenido clara ladiferencia, pero es una infusión si notiene teína, ¿verdad? Porque entonces esuna infusión. Vamos, que puedes tomarlapor la noche y eso, porque no quita el

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sueño y es como de frutas del bosque,creo.

–Suena bien –digo, saliendo a surescate.

Me sonríe, aliviado.–Bien.Toma su portátil y bajamos a la

cocina.

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Jarek pone la tetera en el fuego.Mientras se calienta el agua, deja elordenador sobre la encimera, esa dondedesayunaba de niño y en la que todavíase guarda una taza de «mejor padre delmundo», desgastada por el uso tras suregalo. Enciende el ordenador y abre laaplicación de música.

–¿Quieres escuchar algo enparticular? –pregunta.

Junto a las tazas, hay muchasvariedades de té en cajas metálicas y unbote de cacao soluble. Como si todavíadesayunase aquí de vez en cuando.Respiro hondo.

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–Pon algo lento.–¿Lento?–Que se pueda bailar.Me mira y sonríe algo extrañado, pero

me hace caso. Pone una listaprefabricada del programa y pasa un parde canciones que parecen la bandasonora de una película de sobremesa.Todo es cursi y tiene un tanto deridículo, pero a mí, todo eso, la música,me da igual.

–Deja eso, lo que sea –digo al final, yme acerco a él.

Le quito las manos del portátil,mientras él me mira sin terminar deentender.

Pero yo lo abrazo. Lo abrazo y dejo lacanción sonar.

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La tetera empieza a calentarse yescuchamos el burbujeo. Fuera, detrásde los cristales helados, empieza anevar con un poco más de fuerza.

–¿Estás bien? –me dice después de unrato.

Quizá sea granizo.Quizá sea eso lo que golpea la

ventana.No lo miro a los ojos cuando lo digo.–No vas a venir a Londres, ¿verdad?–Naira…Intenta mirarme, pero no le dejo.

Aprieto mi mejilla contra su cuello.–No es un reproche, de verdad. Solo

es eso, una pregunta. Por favor.No dice nada, pero tampoco me

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suelta. Creo que suena algo parecido alos Red Hot Chili Peppers cuando dejacaer su cabeza sobre la mía, y yo noentiendo qué hacen los Red Hot en unalista de música para bailar lento, pero sísé lo que significa esa respuesta sinpalabras.

Y es suficiente.–No pasa nada, ¿sabes? –digo, y le

beso el hombro con suavidad.Sigue en silencio.Vuelvo a besar su camiseta, que huele

diferente a como olían sus camisetas enLondres. Puede que sea el jabón de lalavadora, debe de ser eso. En laresidencia solía utilizar uno barato quevendían en la tienda de la esquina y quetenía un olor fuerte, como a un

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sucedáneo de lavanda. Había asimiladoque era el olor de Jarek, pero de prontoaquí utiliza otro y huele distinto.Probablemente mejor. Probablementesus camisetas huelan mejor ahora.

–Yo no puedo venir aquí –susurro,escondiéndome un poco en la música,pero reculo–. No quiero.

Sus manos están firmes en mi espalday noto cómo sus dedos aumentan un pocola presión. Solo un poco.

–Ya lo sé –dice por fin–. Tampocopuedo pedírtelo.

Esta vez soy yo la que decide no decirnada. Cierro los ojos.

–Como tampoco puedo pedirte queme esperes en Londres.

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Trago saliva.Jarek me besa el pelo y empieza a

moverse conmigo, mientras la canciónva apagándose y pasamos unos segundosgirando torpemente, sin música. Unossegundos que saben mucho más largos,como a minutos, y yo no sé si deberíadecir algo, pero no sé qué decir.

Y entonces suena otra canción.

Siempre pensé que el corazón se rompíade golpe, con violencia.

Que haría crack.Ahora entiendo que lo hace despacito,

que prefiere desgarrarse poco a poco alritmo de una canción, mientras bailas encalcetines en medio de la cocina, con la

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nariz fría en su cuello y unasincronización terrible de pies, con unacanción cursi, pero violentamentecertera, que dice eso de «You light upthe room and you don’t even know ».Que dice: «It’s all I can do, to leaveyou alone», como si no fuera lo peorque pudiera estar escuchando ahoramismo, como si no estuvieraarañándome el corazón en medio de lacocina. Jarek no me suelta. La teteracomienza a avisar de que el agua está apunto de empezar a hervir.

Hace frío.La canción parece decirme al oído

eso de «to know that you love me it’senough».

Mierda, hace frío.

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Esto es todo, ¿verdad?Nunca volveré a querer a nadie como

lo quiero a él.Y eso es suficiente.Y a la vez no basta. Ni de lejos.Pero es todo.La tetera silba hasta que nos

separamos.

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Londres me ha recibido con su lluviahabitual.

No hace ni un día que nos hemosseparado, pero ya le siento lejos, yapuedo notar sus píxeles llenando elespacio donde antes había piel, y miropa ya no huele a él.

Adriana está en el trabajo y agradezcoeste momento de soledad, sentada en elsofá, tapada por el poncho que meregaló Jarek hace tanto tiempo. Necesitoun rato. Solo un rato más. Antes de darpor finalizado este algo, no lo sé. Solonecesito un rato antes de estar enLondres del todo.

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Nos despedimos en el aeropuerto.Arrastrando mi maleta con un poco detorpeza, y él haciendo lo evidente,diciendo: «Espera, ya te la llevo yo», yyo diciendo que daba igual; élinsistiendo. Hablando de «¿cómo puedepesarte tanto?» y «es por el libro para elavión», para no decir, para no afrontar.Porque las pantallas ya anunciaban elembarque y ese nudo pesaba demasiadoen la garganta. Jarek miró al reloj un parde veces antes de abrazarme y lo hizoenterrando su cabeza en mi cuello,apretando mi espalda con las yemas desus dedos. El nudo pesaba tanto, metenía tan concentrada en intentarcontenerlo, que tardé en darme cuenta deque él sí estaba llorando. Pero lloraba

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como lloran los que siempre dicen quejamás lloran; mirando al techo ypestañeando y respirando hondo. Besésu cara, su nariz, su cuello, su hombro.Lo abracé un par de veces más hasta quenos separamos. No le dije: «Nos vemospronto», ni él a mí. A decir verdad, creoque no nos dijimos nada.

Era raro. Era tan raro… Tan ilógico ytan injusto y tan raro. Tan solo unashoras antes estábamos juntos, en laterraza de su casa, haciendo tiempodespués del baile en la cocina.Estábamos enfundados en mil capas paraver nevar, con la taza en la mano,sentados en unas sillas de madera.Bebíamos el té muy lentamente. En

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silencio. De vez en cuando, élacariciaba mi mano y yo le sonreía.

No sé lo que pensaba él. No se lopregunté.

Pero a mí se me pasó por la cabeza,claro, a sabiendas de que era una locura,una mentira autoindulgente. Pensé:«Podríamos jubilarnos aquí». Cuandoseamos viejos y nos hayamos cansadode la vida. Por casualidad, un día nosencontraríamos de nuevo, después demuchos años de hacer lo correcto yevitar hacer locuras –él, con su piano,yo, tras una responsable carreraprofesional en Derecho–. Entonces unallamada de teléfono, o una carta, o unúltimo congreso en Praga al que yoasistiría y aprovecharía para avisarlo, o

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un concierto que él tuviera en Madrid,cuyo folleto encontrase por ahí. Algoasí.

Yo estaría soltera, él, divorciado. Oal revés, qué importa. Volveríamos aencontrarnos. Con cincuenta, sesentaaños. Qué tal, cuánto tiempo, cómo teva, no has cambiado nada. Algo así,¿no? Como en las películas. Una especiede justicia poética después de la vidarazonable que le prometimos a todo elmundo, después de cumplir con todoaquello que se espera de nosotros y deno decepcionar a nadie por un arranquede locura, después de seguir esos sueñosque se supone que deben seguirse. Nosbuscaríamos. Cansados de fingir.

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Cansados de vivir. Agotados y viejos.Y volveríamos a tomarnos una taza de

té en esa terraza. Y yo ya no me iría. Notendríamos que dar explicaciones anadie, «y que piensen lo que quieran».Que desaparezcan. Porque ya no habríaun aeropuerto esperando llevarme acasa. No pondríamos la alarma delmóvil, no miraríamos el relojdistraídamente al tomarnos de las manosy Jarek no se despediría de mí en la colade embarque, dándome un abrazo largoque suena mucho más a adiós que a hastaluego.

Solo veríamos nevar.Y yo podría cerrar los ojos, podría

estar tranquila y cerrarlos, beber losminutos como si no fueran a agotarse,

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porque él sería mi casa.Y nadie debería tener que irse de su

casa.

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El restaurante de Samir huele aespecias y aceite vegetal. El restaurantede verdad, quiero decir, el que se tomaen serio. Nos ha invitado a desayunar,porque es lunes y Tapas Manolo cierralos lunes, y sobre todo porque queríadarnos las gracias por el éxito de lafiesta española. Ha sido un gestoinesperado y no hemos podido negarnos.

Viéndolo desenvolverse con rapidezentre la barra y la cocina comprendo queeste es verdaderamente el trabajo que leapasiona, el que se le da bien. Su mujerlleva la cocina y sus niños correteanentre las mesas robando alguna samosa

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de la barra cuando Samir está distraído.Viéndolo así, pendiente de todo, viendoel mimo con el que emplata y con el quevigila que todos los clientes esténcontentos, cuesta entender que tenga otrolocal que sea, a todas luces, un auténticodespropósito.

–Y, este hombre, ¿para qué abriríaTapas Manolo?

–Por diversificar –me contestaCarlos, metiéndose una cucharada dealubias en la boca.

Nos han invitado a un full englishbreakfast a todos. Tiene gracia, undesayuno plenamente inglés en uno delos muchos restaurantes libaneses deEdgware Road.

–Por ganar más dinero –dice

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Adriana–. Tiene cuatro hijos, imaginoque les haría falta.

–Que sea un desastre no significa queno funcione –dice Carlos–. Yo creo quese gana un pellizco con Tapas Manolo,¿eh? El rollo tex-mex siempre tira. Ya siencima lo gestionara bien, sería la leche.

Se me escapa una sonrisa mientrasdigo que supongo que tienen razón. Unode los niños parece una fotocopia enminiatura de Samir. Tiene sus mismosojos, que ahora se entornan en unamueca traviesa, anunciando una nuevafechoría. Parto uno de los huevos y mellevo un trozo a la boca. La verdad esque tienen buena mano con la cocina.

–Vino aquí hace quince años, creo

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que me dijo –dice Adriana–. Estaban ados velas. Vino con ella, que estabaembarazada del mayor, así que empezó atrabajar de lavaplatos y a ahorrar, y undía, pues eso, abrieron este sitio. Y ya ledio para abrir el otro y contratar a gente.En realidad, no tiene demasiadaintención de gestionar el Manolo. Lodeja un poco en nuestras manos y le dadinero a fin de mes. En el fondo es unabuena idea. Lo que pasa es eso. Quecomo tampoco le importa mucho, no sedeja aconsejar.

Samir nos mira desde el otro lado dela barra, alzando uno de los pulgares.

–¿Todo bien? ¿Todo rico?–Muy rico –decimos las dos, y Carlos

le contesta sin palabras, con la boca

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llena y una sonrisa pletórica. Parece queno haya comido en cinco años. Samir ríefeliz y vuelve a mostrarnos los pulgares.

Cuando miro a Adriana, la veomirarme. Hay algo inquisitivo en susojos y sé perfectamente qué es, pero nome apetece hablar, todavía no, así quepruebo a beberme el zumo de naranjacon la vista distraída en los niños deSamir.

–Bueno, qué.No funciona.Pero no me rindo fácilmente. Me

encojo de hombros.–Qué de qué.–Que qué tal por ahí.–Bien, muy bonito.

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Carlos traga comida y hace una muecade disgusto.

–Seguro que te morías de frío, con lollorona que eres –dice.

–La verdad es que sí. Mucho frío.–¿Ves? Una puta mierda –asiente, muy

convencido.Se lo agradezco en silencio, con una

pequeña sonrisa. Pero Adriana no se dapor vencida.

–Bueno, pero ¿y lo demás? –insiste–.¿Jarek?

Entierro mi tenedor en las alubias.Juego con ellas, mirándolas con fingidaconcentración. Les doy vueltas, las hagogirar, hago dibujos en el plato con elrastro de su salsa, mientras digo que está

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bien, que está muy bien, en realidad, queestá contento y que va a estudiar algo demúsica en Praga.

–Así que, bueno, a Londres no va avenir –aclaro, y bebo un nuevo sorbo dezumo–. Obviamente.

Tardan en contestar. No sé cómo memiran porque sigo fingiendo que midesayuno es fascinante.

–Bueno –dice al final Adriana.–Ya –digo, y niego con la cabeza.

Esta vez sí los miro–. No pasa nada. Noes como si me hubiera pillado desorpresa, ¿no? Se veía venir, un poco, alfinal. Quiero decir. No sé. Es lo quequiere hacer, es lo que verdaderamentele gusta. No puedo pedirle que venga yyo tampoco quiero ir allí, así que eso.

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–Bueno.–Ya –dice Carlos.De nuevo silencio. Y el chillido de

los niños de Samir cuando consiguensalirse con la suya y sacar un plato desalchichas vegetales de la cocina.

–¡En fin! –exclamo con una sonrisa,intentando dar por zanjada laconversación.

Esta vez es Carlos el que abre laboca.

–Entonces ya no estáis juntos.Por el movimiento que intuyo,

Adriana debe de haberle golpeado pordebajo de la mesa.

–No lo sé.Frunce el ceño, pero no dice nada y

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no sabe cuánto se lo agradezco.–No lo sé –repito–. Pero bueno.

Ahora hay otras cosas en las que pensar.Imagino que volveré a España. Aún nosé cuándo, pero eso, tendré que mirarlo.

Es la primera vez que lo verbalizo yrealmente no es que le haya dedicadouna reflexión previa. Pero lo digo ysuena como lo más lógico que podríadecir en un momento como este. Tienesentido, no merece la pena darle másvueltas. Adriana me mira con sorpresa ydice que no lo entiende, que por qué.

–A ver, él no va a venir. Y yo, puesyo qué sé. Que necesito un plan,Adriana, o volverme o aún no sé el qué.Que he estudiado Derecho, que si estoyaquí es porque iba a venir, ¿no? Y no va

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a venir. No tendría sentido, así que paraqué. ¿Qué tengo aquí? Yo qué sé.

Adriana me mira.–Me ofendes.–Perdona. Ya sabes a lo que me

refiero.–Eres una desagradecida –gruñe.Nos terminamos el desayuno y Samir

insiste en que probemos una de lassamosas vegetales que tienen. Adriana yyo hacemos gestos de que estamos másllenas de lo que podríamos soportar,pero a Carlos le convence enseñándoleel plato y terminamos comiéndonostodos un par de ellas. Y, maldita sea,están muy buenas. Estánendiabladamente buenas, y Carlos

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propone que las incluyamos en el menúespañol porque, a fin de cuentas,tampoco es que nadie vaya a indignarsea estas alturas por una falta decoherencia geográfica. Le damos larazón.

La digestión es pesada, eso sí. Hedesayunado infinitamente más de lo quesuelo desayunar. Normalmente, me bastacon un tazón de cereales, de esos queson solo azúcar, con un poco de la lechetransparente que tienen por aquí y que nosabe a nada. Adriana se estira y bosteza.Todavía frotándose los ojos, proponeque vayamos al cine por la tarde paraaprovechar el día libre.

–Yo no puedo –dice Carlos,distraídamente y, como si acabase de

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darse cuenta de algo importante, mira sureloj y empieza a recoger sus cosas conrapidez–. De hecho, me voy ya.

Mira un par de veces más al relojmientras mete la cartera en una mochilade un tamaño considerable.

–Pero, bueno, ¿y tú qué tienes quehacer un lunes?

–Mis cosas.–Tus cosas. –El tono de Adriana roza

la indignación–. ¡Sus cosas! Pues muybien, señor misterio. Le dejaremos hacersus cosas.

–Lo siento, chicas –dice con unasonrisa fanfarrona.

En el fondo, ambas sabemos que leencanta hacerse el interesante. Se cuelga

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la mochila a la espalda y me da unapretón en el brazo antes de marcharsecomo alma que lleva el diablo,gritándole un «gracias» a Samir antes desalir por la puerta.

Adriana niega con la cabeza, con elceño fruncido en una especie de equismuy marcada. Sigue mirando a la puertacomo si Carlos todavía estuviese allí.

–Ay, Naira –exclama al fin, tras unsuspiro dramático–. Creo que empieza ano gustarme tanto la idea de traer aCarlos a vivir con nosotras.

–¿Qué? ¿Por qué?–No. –Da una palmada en la mesa–.

No me creo que no te hayas dado cuenta.Estás tan atontada con tus cosas que noves nada más. ¿No has visto esto? Ha

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pasado delante de tus narices.–Pero ¿el qué?–¡Carlos! –exclama, como si eso

fuera suficiente, y señala al asiento queocupaba y a la puerta de maneraalternativa–. Sus cosas. Venga ya. ¿Note has fijado? El otro día igual, cuandoestabas en Brno. Desapareció por ahí,sin decirnos nada, siempre con esamochila hasta arriba de Dios sabe qué ypara hacer «sus cosas».

La carcajada se me escapa sola.–No te rías. Te lo estoy diciendo muy

en serio. Lleva así desde que leconozco, pero antes no había sumadodos más dos. Ahora le he estadoobservando y es que está ahí, Naira,

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delante de nosotras. Todo el rato.–Tendrá novia, yo qué sé.–¡Novia! Ay, ojalá –dice, y después

mira a sus lados en busca de Samir y seacerca a mí en confidencia–. El otro díale hablaba del alquiler del salón, por sile apetecía venirse a vivir con nosotras,ya sabes, tanteando un poco. Y hablandode lo que podía pagar y todo eso, se leescapó. Empezó a hacer números y dijoque bueno, que con 1.000 libras al mes,no sé qué. ¡Y lo dijo así! Yo lo miréraro y empezó a cambiar de tema muyrápido. Porque no, Naira, él cobra 900como todos, y sabe que lo sé, y se pusonervioso y empezó a escurrir el bulto.

Es difícil contener la risa, pero meesfuerzo porque Adriana parece

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verdaderamente consternada.–¿Y qué insinúas?–Que pasa droga.Lo dice en un susurro, asegurándose

de que Samir y los niños estándemasiado lejos para escucharnos. Estavez sí que no puedo evitar que la risa seme escape un poco. Me tapo la boca conlas manos y me da un golpe en el brazo,ofendida.

–Encima te hará gracia.–Es que, Adriana, Carlos… –digo,

como si fuera lo más ridículo que nadiepudiera decir nunca. Porque lo es–.Carlos pasando droga.

Vuelve a golpearme, esta vez con másfuerza, pidiéndome que me calle y

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mirando nerviosa a su alrededor.–Lo dices como si fuera imposible.

¿Tú crees que lo conoces? Ay, Naira, yohe visto cosas rarísimas en gente queparece normal. Suelen ser así, pocosospechosos. A ver si te crees queescogen de camello a la gente que tienecara de delincuente.

–Hombre, pues un poco sí, ¿no?–Tú no has vivido nada, Naira –

insiste, muy seria–. Si hubieras nacidoen mi barrio, no serías tan confiada conla gente.

–Bueno, bien. De acuerdo, podría ser.Te compro la idea de que Carlos puedeser un delincuente encubierto, aunquesea muy gracioso, pero venga, vale. Esosí, piénsalo un segundo. Si realmente

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pasara dro… –leo la amenaza en sumirada y bajo la voz–, si realmentehiciera eso, ¿no crees que ganaría unpoquito más de 100 libras al mes?

Eso sí que parece dejarla sinargumentos, pero se endereza en suasiento sin bajar la guardia.

–A lo mejor pasa poca.–Muy poca. –Río, terminándome el

zumo–. Vaya negocio.Esta vez soy yo la que le da un beso

en la mejilla. Refunfuña, pero la abrazoporque acabo de darme cuenta de queme apetece mucho abrazarla.

–Tenía ganas de verte –le digo. Yprotesta. Dice que soy más cursi que unaniña pequeña.

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Pero me da igual.

Decidimos ir al cine nosotras solas. Yde paso comprarnos una doble depalomitas, compartirla y pasar la tardehaciendo todas esas cosas que nopodemos permitirnos hacer entresemana, como ver la tele hasta lamadrugada, con los pies encima de lamesa y su manta de yoga abrigándonosdel frío en el sofá.

Casi estaba dormida cuando noto mimóvil vibrar en el bolsillo. Miro aAdriana, con los ojos cerrados yrespirando de manera acompasada, muydespacio, por lo que me esfuerzo en norealizar movimientos bruscos para

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buscar el teléfono.Espero que no sea Jarek. Deseo con

todas mis fuerzas que no lo sea, que nohaya decidido escribirme un mensajedespués de un día que ha salido taninesperadamente bien. No querría irme adormir con un último recuerdo triste. Noquerría empañar este día en el que casihe conseguido no pensar en él. Seríaevidenciar el vacío en un día que casi hasido perfecto, sin hablar de él, sinpensar en nada más que en las películas,y en Adriana, y en nuevas ideas para elmenú de Tapas Manolo. Seríarebobinar. Sería una muy mala idea.

Miro la pantalla con pesadez, pero elnombre que aparece es el de Carlos, yrespiro hondo.

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No sé ni qué hora es.Abro el mensaje, extrañada.«Acompáñame el miércoles. 12.00 en

Trafalgar Square.»Vuelvo a mirar a Adriana antes de

guardar mi móvil. Pensando que estaríabien despertarla para decirle: «Oye, hequedado para pasar droga con Carlos,en el centro de Londres. A plena luz deldía».

Con ese pensamiento y una sonrisainevitable, vuelvo a apoyarme en suhombro y cierro los ojos.

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Al día siguiente, en la clase, hay unamilésima de segundo en la que mividriera se me desliza de las manos eimpacta sin remedio sobre la mesa.«Podría haber sido peor. –Ríe la señoraBecher sin abandonar un ápice de suposición–. Podría haberse caído alsuelo.» Afortunadamente, no ha sido así.La vidriera está bien y solo hay unapequeña descamación en uno de loscristales.

No me molesto en contestar. Sé que lodisfruta un poco.

–Esto podría arreglarse con el plomo–murmura el señor Johnson, que se ha

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acercado alarmado por mi alarido yevalúa la pieza mirándola de arribaabajo–. Pero, de todas formas, la pátinaluego disimula muchas cosas, ¿eh? Losfallos se ven menos. Yo lo dejaría así.

La pátina es el siguiente paso. El planera empezar con ello hoy. No sé muybien de qué se trata, pero, por lo que hevisto en mis compañeras, ensucian lapieza con una especie de pasta negra queluego se retira, pero deja un rastro comode polvo y suciedad, bastante aparente.

–Los fallos le dan alma –me anima laseñora Sellers–. Si no, las pediríamos auna fábrica.

A mí, de todas formas, me siguensudando las manos. Solo me consuelacomprobar que, mientras tanto, la señora

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Becher sigue puliendo cristales de sumariposa. Al menos yo ya he conseguidocolocar todas las barras de estaño. Y nohan quedado mal.

El profesor me dirige a una de lasmesas junto a la ventana, las que estáncubiertas de varias capas de plástico yusamos cuando tenemos que pintar outilizar materiales agresivos con lamadera. Luego me da un par de guantes,insistiendo en que no me preocupe, quela cubra con la pátina y me espere a verel resultado. Me los pongo sindemasiadas esperanzas, pero conmuchas ganas de terminar mi pez. Siespero un par de semanas más, Adrianase reirá mucho de mí y no me quedará

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otro remedio que darle la razón.La señora Sellers, a mi lado, echa un

ojo a mi vidriera y asiente muyconvencida.

–Esto ya casi está.

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Trafalgar Square está lleno de gente alas doce del mediodía del miércoles.Hay un grupo de turistas intentandosacarse una foto subidos encima de unode los leones de la plaza y, ajenos aellos, los londinenses atraviesan lascalles con la rapidez metida en susvenas, la vista fija en la pantalla de susmóviles, algún que otro café para llevar,muchas prisas. Es miércoles. EsLondres. Son las doce del mediodía. YCarlos no está por ninguna parte.

Hemos quedado junto a una de lasfuentes. Lo espero durante unos minutos.Doce y cinco. Doce y diez. Un grupo de

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chicas me pide que les saque una foto,en el bordillo de la fuente. Doce ycuarto.

Comienzo a impacientarme un poco yle envío un mensaje de móvil, pero noaparece en línea. Decido llamarlo y,todavía con el teléfono en la oreja, unaflor negra aparece en mi campo devisión. Me la tiende un mimo, que llevaun buen rato quieto cerca de mí,disfrazado de Charles Chaplin.

–No, gracias –digo, por instinto, peroél me mira fijamente y, cuando lo hagoyo también, lo veo–. ¡Carlos!

Agarro la flor de plástico, tan enblanco y negro como todo Carlos, quetiene incluso la cara pintada como siacabase de salir de una película antigua.

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–Guau –digo; es todo lo que puedodecir–. Guau.

Así que esto es lo que queríaenseñarme. Sigue observándome con unasonrisa satisfecha. Creo que llevapintada hasta la línea de agua del ojo. Esun poco impresionante, un pocosurrealista; no lo habría reconocido enla vida. De hecho, probablemente llevediez minutos con él a mi lado, sinpercatarme en absoluto y, ahora, todoempieza a encajar un poco. Las salidasinesperadas, el misterio, «sus cosas».No puedo contener la sorpresa.

–Eres mimo –digo al fin.–Estatua, en realidad –me corrige–.

Los mimos actúan, yo me quedo quieto.

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–Estatua –repito.Asiente y se encoje de hombros, sin

abandonar la sonrisa ni un segundo. Seme acumulan las preguntas en lagarganta y no consigo más que farfullar:«Qué fuerte»; decirle: «Tú, mimo, esdecir, bueno, eso, estatua, qué fuerte», ymirarlo desde distintos ángulos,riéndome un poco y negando con lacabeza hasta decir: «No, si es que tepega un poco». A él todo esto parecedivertirle, y pronto me doy cuenta deque no necesito hacer demasiadaspreguntas, porque lo tiene todo bajocontrol. En su puesto –habitual, por loque me dice, desde hace tres años–guarda sus pinturas, la ropa de calle, un

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abrigo y un par de bocadillos envueltosen papel de plata. Me tiende uno y sesienta conmigo en el bordillo de lafuente. Lleva aquí desde las ocho de lamañana, dice, así que este es sudesayuno. Dice que hace todos los díaslo mismo, siempre que puede, y empiezaa comerse el bocadillo mientras mecuenta que esto empezó un poco sinquerer. Que llegó a Londres hace tresaños esperando algo que nunca pasó,pensando que aquí habría más ofertacultural, más posibilidades para unestudiante de Historia del Arte. Pero quepasaban los días, no salía nada, le dabavergüenza volver a casa «con una manodelante y otra detrás», me dice,«después de que mi madre me lo había

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dicho, ¿eh?, que no iba a tener dóndecaerme muerto». Así que decidiósobrevivir. Se vistió de Charles Chapliny se compró una cera.

–Que al principio no era cera de cara.–Ríe–. Era cera normal, de dibujo, y nosabes cómo picaba, qué desastre.

Pero fue aprendiendo. Fueperfeccionando su disfraz y se afincó eneste pedacito de la plaza, que era tanturística, que funcionaba tan bien, quesiempre había alguien que quería unafoto con Charles Chaplin. Con eso y suprimer sueldo como lavaplatos,consiguió empezar a pagar un alquileralgo decente. Luego conoció a Samir, «yel resto ya lo sabes», dice, pero confiesa

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que podría haberlo dejado hace tiempo.–¿Y por qué no lo dejas? ¿Por el

dinero?–Qué va. Da bastante poco, sobre

todo si piensas las horas que echo aquí.Pero es que me fui enganchando. Megusta venir aquí. Joder, no sé, míralo. –Señala con la cabeza ese algo, en mediode la plaza, esos grupos de gente que sechocan con atropello y se pidendisculpas sin mirarse a los ojos–. Merecuerda a cuando vine, a por qué vineaquí, ¿sabes? Yo quería quedarme, noquería volver a Madrid y decir: «Bah,pues no ha salido nada», ¿me entiendes?Y joder. Hice algo. Me las apañé yosolo, fue duro, pero salí de esa y ahorame gusta. Vengo aquí y me acuerdo. Le

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he pillado el gusto. Me quedo por aquí,disfrazado, sin moverme y, mientras,veo a la gente pasar. De vez en cuando,me pagan. Y eso, veo a la gente. Genterarísima, Naira, podría contarte. Buf.Rarísima.

Carlos se estira al terminar subocadillo y da un par de palmadas sobresus pantorrillas. «Bueno, vamos allá»,dice levantándose. «¿Vamos adónde?»,pregunto, y él responde, como si fuera lomás lógico del mundo, que vamos apintarme la cara.

–¿A mí? ¿Por qué?–¿Y para qué crees que has venido

hoy si no?En su bolsa tiene varias ceras de

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colores. La blanca está algo gastada,pero el resto parecen nuevas. Me diceque las compró para que elija, que sivamos iguales va a ser muy aburrido. Ledigo: «Vale, pero para qué», y él mellama sosa. Yo me río mirando a mialrededor, buscando cómplices, pero mesonríe y me enseña tres ceras.

–Porque tienes que probarlo –sentencia–. Venga, ¿verde, naranja, rosa,multicolor? Multicolor.

Con la mano izquierda sujeta mibarbilla y con la derecha comienza apintarme la mejilla, arrastrando la cerade arriba abajo. «¿Esto se quita fácil?»,pregunto, y él se ríe al decir: «Más omenos». Le doy un golpe en el brazo yme pide que cierre los ojos para

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pintarme los párpados y las cejas. Lascejas.

–Me vengaré por todo esto –leadvierto.

–Seguro que lo harás, pero ahora note muevas.

Toma otra cera para pintarme el labioinferior. Lo sujeta con un dedo y memira con concentración mientras deslizael color verde. Me mira a los ojos,sonríe y vuelve a concentrarse en mislabios.

Traga saliva.–Te queda bien.Quiero preguntarle qué está

dibujando, pero me indica que me quedemuy quieta, y me sostiene la barbilla

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para acabar de pintar mi labio superior.–Ya estás.En cuanto me libera, busco mi móvil y

abro la cámara de fotos para poderverme. «¿Qué es esto?», río,golpeándole de nuevo, escuchando sucarcajada mientras sigo mirándome ygirando la cara de un lado a otro. No hadibujado nada. Solo soy una mezcla decolores con una especie de flor en mipómulo izquierdo.

–Estás guapísima.–Pero ¿qué soy?–Pues una estatua, Naira. –Chasquea

la lengua–. No me escuchas.Refunfuño un par de veces,

limpiándome el cuello con los nudillos eintentando quitarme un trozo de verde

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que había quedado enredado en una demis cejas y que estoy segura que serámuy difícil de limpiar. Pero él se salecon la suya. Me pongo por encima unacapa negra que usaba él al principio,cuando todavía no tenía muy claro eldisfraz. Me queda enorme. «Soy unaestatua de arte contemporáneo», digoamargamente, y él repasa su propiodisfraz diciendo: «¿Ves?, no puedesquejarte».

–Esto va así –me explica después,colocándose en su puesto–. Elige unapostura, la que tú quieras. Intenta quesea cómoda, evidentemente, pero másallá de eso, haz lo que tú quieras. A losdiez minutos, cambiamos. Yo te aviso.

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Al principio no sé qué hacer. Lasprimeras posturas son ridículas odemasiado sencillas. De pie, mirando alhorizonte, o con los brazos en jarra ocon la cabeza ladeada. Conforme pasanlos minutos –¿las horas?–, me resultamás fácil ser creativa y jugar con lasexpresiones de mi cara. Sorpresa,miedo, enfado. Sonrío, frunzo el ceño,miro a Carlos. Carlos me mira. Durantediez minutos seguidos en los que esimposible que no nos entre la risa aveces y me diga que «es un desastretrabajar contigo, no te rías». Pero cómono voy a reírme, si tengo a mi lado aCharles Chaplin fingiendo querergolpearme con su bastón, muy quieto,

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durante tanto tiempo, y veo en sus ojosque lucha por contener la risa éltambién.

La gente se nos queda mirando yalgún que otro niño intenta interactuarcon nosotros, pero Carlos tiene razón;dinero, lo que es dinero, no dejanmucho. Hacemos descansos de vez encuando. Ha traído refrescos y galletascon chocolate y vamos parando a ratos,para estirarnos y luego retomar lasposturas de estatua. Es duro, mucho másduro de lo que podría haber imaginado.A las tres de la tarde estoy entumecida,dolorida, con el frío muy dentro, comoen los huesos, y decidimos dejarlo porhoy. El sol empieza a calentar menos.«Por eso me gusta venir por las mañanas

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–dice, mirando el cielo–. Después esuna pesadilla, me muero de frío.»

Salimos de la plaza y nosresguardamos en el bordillo de un portalen una de las calles cercanas. Ahíreparte nuestras escasas ganancias entrelos dos, pese a que me quejo y le digoque no hace falta. Insiste en que nos lohemos ganado. Nos quitamos losdisfraces y me pongo el abrigo. Él tienemás trabajo; antes de nada, debelimpiarse las manos pintadas de blanco.Saca de su bolsa un paquete de toallitasdesmaquilladoras.

–Adriana cree que pasas droga –digoentonces.

Me mira y no intenta reprimir una

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carcajada. Exclama: «¿Qué?»; ríe más,se señala a sí mismo, se mira y repite:«¿Qué?, ¿yo?», y después decide quebueno, que pensándolo bien: «No estátan mal, ¿no? Me hace un tipo duro».Que deje que lo piense. Se pone elabrigo y me tiende las toallitas.

Nos desmaquillamos. Las toallassalen llenas de color una y otra vez, nodan abasto. Incluso cuando creo que heterminado, Carlos saca una nueva y lafrota contra mi mentón.

No ocurre de una manerapremeditada. Ocurre como pasan esascosas que siguen la inercia sin preguntaro pedir permiso. Sencillamente, éllimpia los restos de pintura de mi cara yyo venzo esa distancia.

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Nos besamos.Tan solo unos segundos.He sido yo quien se ha acercado,

pero, tras un momento de indecisión ensus labios, los noto moverse yacariciarme, al principio con cuidado ydespués rindiéndose un poco,abriéndose, respirando algo más fuertecuando le toco la mandíbula con lamano. Pero entonces para. Despacio,con un movimiento lento, pero firme,sujeta mis brazos y me aparta.

–Naira –dice, todavía muy cerca. Ríeun poco, aún antes de abrir los ojos ymirarme. Espera un momento. ¿Se estáriendo? Se está riendo. Una risa suave,más como una sonrisa, mientras niega

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con la cabeza un poco–. No hagas esto.Yo todavía no puedo creerme que

sonría así, aún con sus brazos sujetandolos míos, aún rozando mi nariz con lasuya. Me aparto, un poco indignada.

–¿Qué?–Que no hagas esto. Lo que acabas de

hacer –dice, como si no hubiera estadoaquí. Sé perfectamente lo que acabo dehacer, aunque estoy convencida de quemi expresión es de total desconcierto–.No llenes huecos.

Abro la boca para intentardefenderme, pero sigo muda, paralizada,aguantándole la mirada con un granesfuerzo.

–Lo del clavo y el otro clavo, todoeso, ya me entiendes –continúa–. No

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está bien.Y sí, sí lo entiendo, claro que lo

entiendo. Entiendo perfectamente lo queacaba de pasar. He hecho un ridículoespantoso y no puedo contestar nada, nopuedo replicar nada, porque tiene razón.De pronto, me siento absurda. Me sientocomo cuando era una niña pequeña y mecaía en clase de gimnasia delante detodos. No sé dónde meterme, dóndeesconderme. Carlos me mira fijamente yes demasiado. Es demasiado y esimposible de contener. Lo noto en misojos cuando ya es tarde para controlarlo.

–Eh –dice–. Joder, venga ya. No mehagas quedar como el peor cretino delmundo.

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Pero no puedo parar de llorar. Heempezado y ya no puedo parar. Quieropedirle disculpas, decirle que no sesienta mal, pero los hipidos dificultanmi respiración y solo parece ir a peor.Me tapo la cara con las manos,esperando desaparecer, o morirme unpoco, o algo así. Es ridículo que estéllorando ahora todo lo que no he lloradoestos días. Todo lo que no lloré en laRepública Checa, ni en el avión, ni enestos días. Y, mientras tanto, Carlos seríe.

Se ríe.No tiene sentido que se ría, pero lo

hace. Me agita un poco, me revuelve elpelo, me dice: «Ándale, llorona», me da

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un par de golpes y no para hasta que seme escapa la risa entre lágrimas y dice:«Venga, en serio, para ya, que tequedaba un poco de maquillaje en losojos y estás horrible ahora mismo».

No lo pongo en duda.Me limpio con las mangas del abrigo,

como puedo, y le devuelvo la mirada.–Eres un capullo.–¡Yo! Un capullo. –Falsa indignación,

poses dramáticas, se lleva la mano alpecho–. Me ofendes.

–No puedes reírte de mí así –mequejo, aunque ese nudo en mi gargantase haya aflojado un poco y sepa, porquelo sé, que ha sido gracias a su manera demeterse conmigo–. Me rechazas y te ríesde mí. Lo que faltaba.

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Carlos alza las cejas. Está terminandode limpiarse los restos de pintura delcuello y me mira con la cabeza algoladeada.

–Venga, Naira. –Media sonrisa, unamirada sorprendentemente dulce,inesperada–. No te he rechazado.

–Yo creo que sí.Pero él niega con la cabeza.–Yo creo que no. Sería rechazo si tú

quisieras esto. –Nos señala con el dedo,primero a él y después a mí, y luegosonríe–. Pero tú no quieres esto.

–¿Ah, no?–No. –Agita la cabeza, como si se

dispusiera a explicarme algo muysencillo, y se reincorpora en su asiento–.

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Te sientes sola.No me da la opción de quejarme.

Sigue hablando, con la vista fija en misojos, mientras escondo las manos en lasmangas de mi abrigo intentandoresguardarme del frío y probablementede algo más.

–Jarek te ha dejado. O va a dejarte.No lo sabes, ¿y sabes por qué no losabes? Porque, como todas lasdecisiones importantes de tu vida, estásesperando a que la tomen por ti. Quedecida él, ¿no?, y hala. Así que, bueno,aquí estás tú mientras tanto, en Londres,y sabes que él tiene su piano y susproyectos e historias, pero tú te hasquedado sola. Y estás rabiosa, y triste, yes normal, joder, no digo que no. Es

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normal, quieres buscar algo nuevo yemocionante. Y me siento halagado porque hayas pensado que soy emocionante.–Sonríe–. Pero la realidad es que noquieres esto, Naira. Ahora no, al menos.Solo estás haciendo un poco el idiota.

Quiero decirle un montón de cosas.Rebatirle todo lo que me dice porque nome deja en buen lugar. En su lugar,murmuro un «no es así del todo»,cruzándome de brazos, mirándome loszapatos.

–¿Ah, no? Bueno, yo no te conozco, escierto. No tanto. Pero sí sé que viniste aLondres por el chico este. Que ahoraque ya no viene quieres irte a tu casa. Ysé que trabajas en el Manolo porque

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Adriana te echó un cable. –Se encoje dehombros–. No sé. ¿Cuándo fue la últimavez que decidiste hacer algo pensandoen que te apetecía hacerlo a ti? Solo a ti,¿eh? Ni a tus padres, ni a tu novio, ni atu mejor amiga.

Me muerdo el labio inferior, doloridopor los cortes provocados por el frío yla pintura facial. Lo digo despacio,intentando vencer al ridículo.

–Hago vidrieras. –E inmediatamente,según lo digo, agito la cabeza y mecoloco el pelo detrás de la oreja–. Vayachorrada, ya.

–Igual de chorrada que disfrazarte deCharles Chaplin.

Lo miro. Sonríe.–¿Y qué? –añade–. Decide tú si es

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una chorrada o no, no esperes a que atodos nos parezca genial. Vale, estás enLondres con un curro un poco raro,haciendo vidrieras con un grupo deseñoras, ¿y? Yo soy una estatua todaslas mañanas y, eh, soy licenciado enHistoria del Arte, te aseguro que no eraesto en lo que pensaba cuando me lasaqué, pero y qué. Y Adriana y su yoga,pues ya está, es feliz, ¿no? En Londrestodo es un poco así al principio, quémás da. ¿Que prefieres irte? Bien, vete,pero hazlo por ti. Lo que quiero decirtees que no estaría de más que tomaras tuspropias decisiones. Aunque sean malas.Porque nadie sabe mejor que tú lo quequieres. Así que no, no puedes venir,

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darme un beso y esperar que sea yo elque te solucione tu drama con Jarek y tepida que te vengas conmigo, o que tequedes en Londres o algo así. No. Tetoca a ti.

Es increíble que pueda decirme todoeso manteniendo su sonrisa y queconsiga que no me sienta todo loridícula e infantil que debería. Aunqueuna parte de mi cuerpo todavía deseesalir corriendo y esconderse en algúnlugar donde no vaya a encontrarlo nadie.

Respiro hondo. Carlos se balanceahacia mí y choca su hombro con el mío.Un par de veces. Hasta que sonrío.

–Lo siento –digo al final, soltando elaire, pesando un poco menos.

Pero él vuelve a reírse.

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–¿Por qué? ¿Por el beso? Eh, no tepreocupes. –Tiene una sonrisa ladeada yuna intención traviesa en los ojos–. Nome he quejado.

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30

El cansancio es excusa suficiente paradecidir que no quiero esperar a llegar acasa para comer, y a Carlos tampoco leapetece cocinar. Comemos unashamburguesas en un restaurante cercanoa la boca de metro y recuperamosfuerzas entre conversaciones sobretemas que no importan demasiado, queson fáciles, que nos devuelven poco apoco a la dinámica habitual. Dice quelas patatas fritas de Inglaterra le saben apescado, que seguro que las fríen en elmismo aceite, por aquello del fish &chips, pero que no entiende por quétambién tienen que saber a pescado si

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uno se pide una hamburguesa. Tambiéndice que echa de menos las patatas fritasde su madre, que son las mejores delmundo, crujientes por fuera, «un poconegritas, ¿sabes?, pero blandas pordentro», y yo le digo: «Un poco tipopatata brava». Carlos se ofende yreivindica que las patatas bravas soncocidas y luego fritas, yo le digo que nosiempre y pasamos unos minutos largosdebatiendo sobre la esencia de laspatatas.

–Deja que los madrileños hablemosde bravas –sentencio al final–. Tú a tuspapas canarias.

–Llevo en Madrid más tiempo que tú.–No puede ser.–Casi.

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Le hago saber que no me lo creo, peroresulta que dice la verdad. Al parecer, yes curioso que no nos lo contase nunca yque ninguno preguntara, ha vivido enMadrid desde los cuatro años. Se fuecon su madre y sus hermanos deCanarias después de loquepasó. Lo dicebajito, lo dice mirando la carta depostres, justo antes de proponermecompartir una porción de tarta dechocolate y decirme que la ha probado yque se pasan con el sirope, pero que estábien. Dice: «Mi padre murió en unaccidente», y lo deja estar. Yo le digoque sí a esa tarta de chocolate. Perodespués no puedo evitarlo.

–Lo siento –le digo–. Tuvo que ser

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horrible.–Tenía cuatro años. –Se encoge de

hombros–. Ni siquiera me acuerdo bien,así que bueno. Mi madre está bien enMadrid, que es lo que importa. Mejor enMadrid que en Canarias, siempre diceeso, creo que así es un poco comoempezar de cero. Han pasado muchosaños. Y bueno, ya sabes, la teoría de lagota de agua.

Nos traen la tarta. Efectivamente,tiene mucho sirope de chocolate, que sedesparrama sobre la nata y el bizcocho.Carlos pide una segunda cuchara.

–¿Gota de agua?–¿No te lo ha contado Adriana? Lo

hablábamos el otro día. Tenemos unateoría. ¿Sabes esto de cuando echas una

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gota de agua en medio de un lago? Esuna gotita, pequeña, en principio nodebería pasar nada, pero empieza ahacer ondas. Y se hacen más grandes, ymás grandes. Impacta en todo el lago.

El camarero nos trae las cucharillas y,como no podía ser de otra manera,Carlos hunde la suya en el postre y losaborea haciéndome un gesto afirmativocon los dedos. Lo pruebo yo también. Esuna explosión de azúcar.

–El caso –dice– es que las personassomos un poco eso. Tú te cruzas con undesconocido por la calle, puedes tenersolo una conversación con él, perodecirle algo que lo cambie todo. La gotade agua. Las acciones tienen

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consecuencias y todo eso.–Lo de tu padre fue una gota de agua,

entonces.–Un tsunami. –Sonríe–.

Evidentemente, en fin, es una mierda quepasen cosas así. Es injusto y no seentiende. Pero incluso algo así arrastracosas positivas. La gota de agua, ¿ves?Mi madre encontró un trabajo que legusta, acabamos en Madrid, luego vineaquí, conocí a Samir…

Se está poniendo perdido dechocolate. Sigue hablando mientras sechupa los dedos.

–Adriana me decía, y creo que tienerazón, que todos tenemos ese potencialde gota de agua, y que hay que llevarcuidado. Tú ahora vas y le dices a una

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amiga que tal libro es la leche, ¿vale?, yella se lo lee. Bam. Has cambiado suvida en cinco minutos.

–Qué intensos sois –le digo,sonriendo, peinando los restos dechocolate con mi cucharilla.

–Qué quieres. Nos aburrimos mucho.Salimos del restaurante con el

estómago lleno y algo más de calor en elcuerpo. Me envuelvo en mi bufanda yarrastramos su bolsa de hombre estatuahasta la estación de metro. Nosdespedimos ahí, en el momento en quenuestros caminos se dividen en líneasdistintas. Bromeamos un rato y,alargando una despedida que podríahaber sido incómoda, le digo que va de

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canario, pero que solo ha vivido ahícuatro años, que es «toda unadecepción». Él dice: «¿Es que nadie seha preguntado nunca por qué no tengoacento?», y me encojo de hombrosporque esas cosas siempre se me handado bastante mal.

Nos miramos. Faltan dos minutos parami metro. Carlos echa un vistazo a sureloj y me da un beso en la frente.

–Anda, vete –se despide–. Y dile aAdriana que no paso drogas. Que lasfabrico yo. ¿Vale? Que has pasadomucho miedo y que soy peligroso.

–Descuida.

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La pátina ha hecho efecto. El señorJohnson me enseña el resultado de mividriera, ya terminada, sujetándola condos trapos y tendiéndomela como sifuera un bebé. Me tiemblan un poco lasmanos al levantarla. ¿Y si la tiro? ¿Y sise rompe?

–Tu primera vidriera.Asiento con la cabeza y la dejo

cuidadosamente sobre la mesa, aún sinsaber bien qué hacer con ella ni cómotratarla. Llevo tanto tiempo trabajandoen esto que ahora que ya está terminadosiento que todavía podría retocar esto, yesto otro, y que no puede ser que ya esté.

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Noto la cabeza de la señora Bechertras de mí. La miro, buscando algúngesto en su expresión que denote lo quepiensa realmente. La comisura de suslabios se curva un poco. Solo un poco.

–No está mal.–Está fenomenal –me anima el

profesor–. Mira, ¿ves la pátina? ¿Vescómo oscurece el cristal? Mira, vamos apasarle un trapo, que está un poco suciaaún.

Es cierto. Mi vidriera ahora, graciasal efecto de la pátina, ha adquirido unefecto envejecido, oscuro, que la haceparecer de pronto algo más valioso ybonito. Más profesional. Y eso que es unpanel, pequeño, con un dibujo queparece sacado de un niño de primaria.

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–Vamos a ponerla en la ventana –exclama la señora Sellers, acercándosetambién mientras se quita unos guantes.

Entre todos, quitan los objetos delalféizar y me ayudan a colocar mi nuevacreación. Es todo un ritual; locompruebo viendo sus caras. Unavidriera no está completa hasta que no lacolocas en su lugar, allá donde dejapasar la luz y los colores empiezan ajugar. Muchas veces, no es posiblesaber cómo va a quedar hasta que lamiras así. Sobre todo si eres inexperta,como yo.

A lo mejor es por eso. A lo mejor poreso, cuando doy tres pasos hacia atrás yla veo allí, donde tiene que estar, me

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sorprendo tanto.–Ahí está mi pez.No puedo evitar decirlo en voz alta.

Mis compañeras me llenan de elogios,pero no las escucho. Ni siquiera a laseñora Becher cuando señala unmilimétrico espacio entre dos cristales.El pez naranja parece nadar entre elmontón de cristalitos curvos con formade olas. No sé cómo lo he conseguido,pero todos juntos hacen el mar. Es azul.Son varios azules, pero juntos son algomuy muy azul. Sus distintas tonalidadesabrazan la luz gris del cielo de Londresy, quién lo iba a decir, se llevansorprendentemente bien.

–Está muy bien, Naira –repite laseñora Sellers.

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Me la llevo con todo el cuidado queme permite el metro atestado de gente,envuelta en un trapo y varios papeles deperiódico arrugados. En cuanto llego acasa, la descubro, compruebo que todoestá bien y la coloco en la ventana.Adriana no está y no puedo esperar aenseñársela, pero hay algo que quierohacer antes.

Le saco una foto con mi móvil y mirola pantalla. Pese a que la imagen no halogrado guardar todos los matices queme habrían gustado, el azul brilla confuerza. Está bien así. Se la envío aJarek. No está conectado, pero sé que elaviso saltará a su móvil y lo leerá.

Respiro hondo.

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Y le escribo.

Hola, Jarek:

Tenías razón, mi color favorito es elazul. Ahora lo veo.

Me gusta cómo juega la luz a travésde los cristales azules. Como en lafoto, ¿lo ves? Es devastador, inmensoy, en cambio, siento que podríamirarlo y zambullirme. Y que nopasaría nada.

Me lo preguntaste cuando nosconocimos, ¿te acuerdas? Mi colorfavorito. Y me contaste todo eso delos atardeceres, de las fotografías, deque no pensamos dos veces en qué

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color nos gusta más o cuál,simplemente, la gente dice que elazul es el más bonito. Es cierto, esavez lo dije sin pensar. Dije azulporque sí, como todos, ¿no? Esodijiste. Pero yo tenía razón. Es elazul. A lo mejor no lo dije porque síy fue el instinto, no lo sé. Ya sabesque no se me da bien creer en él,pero existe. Tal vez por eso todavíaestoy aquí.

Creo que he empezado a ver que aveces no pasa nada por improvisar,por decir azul sin pararte a pensar sirealmente es verdad, o por apuntartea una clase de vidrieras en Londres ydejar que toda tu vida parezca un

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disparate.

¿Sabes una cosa? Carlos me contóalgo el otro día. Una teoría suya.Dice que las personas a veces somoscomo gotas de agua para otras.Chocamos, en muchos casos no duramucho, ni parece tener mástrascendencia. ¿Qué es una gota deagua, no? Pero es que una sola gotahace que se mueva todo el lago.

O algo así. Tenía más sentido cuandolo explicó él.

La cuestión es que tenía quecontártelo, ya lo ves, porque tú hassido mi gota de agua. Apareciste ynada es igual. Aunque no estés aquí.

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Aunque los dos sepamos que ya novas a venir. Todo se ha movido, yoestoy en Londres, lejos de todo loque conocía, y nunca voy a ser la deantes.

Supongo que es eso: solo queríadarte las gracias.

Es curioso, ¿te das cuenta?

El agua es de color azul.

Naira.

Jarek no tarda en aparecer conectado.Observo su perfil en línea al otro ladode la pantalla.

Un par de minutos después, miteléfono suena.

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Miro su nombre parpadeando, solounos segundos más, antes de pulsar elbotón verde.

Sé que esta será la última vez queescuche su voz. Al menos en muchotiempo.

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Hay un rincón en Regent’s Park.Era mi sitio. Quiero decir, que lo

descubrí sola, uno de los primeros díasdel Erasmus en los que me gustaba ir alcentro y hacer todas esas cosas quehacen los turistas. Cuando lo encontréme parecía incomprensible que siempreestuviera vacío porque es perfecto;escondido entre arbustos de manera quenadie te molesta, pero con suficienteespacio como para tumbarse sobre lahierba y escuchar al lago.

El problema es que ya no es mi sitio.No ha vuelto a ser mi sitio desde quellevé a Jarek por primera vez y

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decidimos que sería allí donde iríamoscuando nos apeteciera desconectar. Nosé si podría volver y obviar que era allídonde comíamos pipas en esos días enlos que no llovía, pero casi, esos en losque la humedad se notaba en las yemasde los dedos y Jarek me decía que elmal tiempo me sentaba bien, porque seme rizaba el flequillo y estaba graciosa.No lo sé. Ir allí sería como volver aestar con él, con la hierba haciéndomecosquillas en las orejas.

No tuve que decirle demasiado ayer.Entendió mi mail sin más explicacionesy nuestra conversación por teléfono fuemás bien un silencio espeso que sealargó varios minutos entre frasesincompletas.

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–Lo siento –me dijo al final, y leescuché respirar hondo.

No hizo falta que encendiéramos lacámara. En mi cabeza pude ver sus ojos,sus gestos, su mano frotándose la nuca.Y yo no sé si es porque conozco sucuerpo de memoria o porque heaprendido a imaginármelo demasiadobien, pero lo vi y necesité sentarme en lacama. Tal vez porque supe que lo decíaen serio y algo, no sé muy bien qué, mehizo decirle que yo también. Que losentía de verdad. Que sentía mucho queno hubiera salido bien, y él dijo que mequería, que le habría gustado que lascosas fueran diferentes. Es curioso. Noimaginé que un «te quiero» pudiera ser

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más real cuando viene seguido de un«pero». Cuando deja de ser una promesainmadura e intangible y empieza aconvertirse en algo que duele, algoincompleto y que está ahí, pero que,sencillamente, no es suficiente. Nunca lehabía creído tanto como entonces.

Casi había colgado cuando dijo: «Tupez».

–¿Qué?–Tu pez. Que está bastante bien. Para

ser un pez sin ojos, quiero decir.Creo que me hizo reír.Entonces: «¿Bastante bien? Serás

idiota», y, «Pues anda que estaba yocomo para ponerle ojos», y las cosas desiempre, como si nada. Con el tiempome he dado cuenta de que Jarek bromea

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cuando sabe que debe despedirse, perono tiene ni idea de cómo hacerlo. Nospasó lo mismo al terminar el Erasmus,parecíamos incapaces de terminar conuna palabra seria. Habría sido como darun portazo y quedarse a solas con el eco.

Y entonces colgué.No tuve los minutos que necesitaba

para digerir la conversación. Adrianaentraba por la puerta de casa y yo salí alpasillo para enseñarle mi vidriera.Decidió que había que salir a brindarpor mi pez, así que nos fuimos almercado de Camden Town a cenar. Derepente, ahí estaba: una sensación quetodavía no sé cómo explicar. Creo quesiempre pensé que me sentiría rara, que

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no podría haber un Londres sin Jarek,que me resultaría inaceptable,demasiado raro. O vacío. Pero estandoahí, tomando unos fideos chinos conAdriana, apoyadas en el puente delmercado, por primera vez desde quevolví me sentí en casa. Y de verdad queLondres sabe cuándo hacer estas cosas,cuándo de repente sabe hacer queesquives los empujones de la gente y note sientas una extraña. Y me sentí bien.Sorprendentemente bien. Aunque fuerauna victoria un tanto amarga.

Porque ya está, ¿verdad?, pensaba.Aquí estamos otra vez: Londres y yo.Como al principio. «Como si no hubierapasado nada». Y todos los recuerdosque tengo, todos los besos de Jarek, todo

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lo que nos imaginábamos que íbamos ahacer, todos los planes… todos esosfragmentos se quedan guardados en unazona de mi cabeza en la que ya no sé nipara qué sirven. Y parece un pocoabsurdo, un poco digno de una bromapesada, que él ya no vaya a volver a daruna vuelta conmigo, ni a agarrarme lamano, ni a pedirse unos fideos conmigoen Camden Town.

Pero lo entendí. Eso se ha acabado.Jarek no va a volver a tocar el pianopara mí, ni sentiré su piel rasparme en laespalda cuando lleve dos días sinafeitarse.

Da un poco de miedo. Olvidarlo. Ircualquier día a ese rincón de Regent’s

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Park y ver que no siento nada, que tansolo es un parque. Da un poco de miedoque se me pase. Acostumbrarme apasear por todos esos lugares deLondres y que no se me ponga la piel degallina. Hacerme mayor y coherente.Que los años y la vida me pongan lospies en la tierra y se me olvide lo queera ser idiota con Jarek, cantandocualquier chorrada en un checo malaprendido a la salida de un bar ypensando que podríamos con todo.

Pero sucederá, ¿verdad? Porque vivirva un poco de esto. Llegará un momentoen el que su olor se me olvidará. Comose me olvidó el olor de la colonia de miabuela, que ahora solo recupero cuandono lo ando buscando, en un ascensor,

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cuando otra mujer la lleva. Llegará unmomento en el que, aunque meconcentre, el olor no volverá a mi narizcuando yo quiera.

Sé que es ley de vida y la mayor partedel tiempo lo entiendo. Pero a veces,solo a veces, me sorprendo esperandoque haya una pequeña parte de mí que seniegue a hacerse vieja. Que sepaguardarlo en un acto de rebeldía, contratoda lógica y pragmatismo, que puedaconservar estos dos años y traérmelosde vez en cuando, cuando ya no me loespere.

Porque todo pasa, eso ya lo sé. Todose mueve. La vida va deprisa y tiene queser así.

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Pero algunas personas, las queverdaderamente importan, nunca se van.

Aunque se marchen.

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La patata está un poco dura y el huevono ha cuajado del todo, pero el olor meindica que la capa del fondo se estápegando a la sartén. Adriana dice que ledé la vuelta ya, y Carlos se ríe diciendoque es un desastre. Puede que lo sea,pero es mi primera tortilla de patatas y,cuando la giro y consigo que no sedesparrame, suelto un grito de victoria.

La receta es de mi madre. La hellamado hace un rato, por Skype, paraque me lo explicara bien, paso a paso.«Deja que poche bien la cebollita», medecía, y Alba, a su lado, la miraba ymurmuraba: «Mamá, ¿tú crees que esta

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sabe lo que es pochar?». Yo me hacía ladigna: «Anda, Alba, anda, que llevo yaunos meses viviendo sola». Pero escierto; me libré de hacer tortillas en miErasmus y a día de hoy no tengo ni ideade lo que es pochar, ni de si lo he hechoo por qué se ha quemado al final si elhuevo todavía no ha cuajado.

Estaban los tres al otro lado de lapantalla, así que he aprovechado. Les hemandado la foto de mi pez, entre vítoresde Alba y un aplauso, creo, de mi padre.«De momento quiero hacer esto –les hedicho–, así que voy a quedarme poraquí.» Nada que no esperase: ojos comoplatos, Alba alucinando, mi madre y subatería de preguntas y mi padre, en elfondo, diciendo con una sonrisa: «Yo

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que contaba con que pagases mijubilación». Les he dicho que tendránque pensar en un plan b. Pero que todosaldrá bien. Que me iba a hacer latortilla. Que tenemos hambre, que losquiero, que los llamo mañana. Y heapagado el ordenador con lasanotaciones de la receta mal escritasencima de un menú de restaurante chino.

Creo haber seguido todos los pasos,pero la tortilla que tengo delante de míno se parece demasiado a la de mimadre. «Ni a la de la mía», añadeCarlos, por si me quedaban dudas.Intento quitar la parte que se haquemado, raspando con un cuchillo, ysacamos los platos y tres sillas al

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balcón. Hoy Londres se ha levantadocon un sol inusitado y hemos decididoaprovecharlo, aunque sea con veintecapas de ropa por encima.

Mi truco con el cuchillo no ha servidode mucho; la tortilla sigue sabiendo achamusquina y, efectivamente, la patataestá más dura que una piedra. Adrianamurmura un «qué rica» y Carlos seindigna y dice que es una malditamentirosa, que está malísimo y que soyuna vergüenza a su país y que más mevale hacerme mexicana de una vez, queal menos a eso le voy pillando eltranquillo.

–Aprenderé –aseguro contranquilidad–. Tengo mucho tiempo pordelante y, si quiero quedarme a vivir

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aquí, voy a tener que mejorar la técnica.Carlos mira distraídamente su plato

cuando sonríe.–Bueno, Adriana –digo–, creo que

hay algo que deberías saber.Se lo cuento. La doble identidad de

Carlos. Charles Chaplin de día,camarero de noche. Él intentadefenderse y venderlo como unaactividad cultural de alto interés yAdriana, con los ojos como platos, nosmira primero a él y después a mí,diciendo: «Es mimo». Carlos repite«estatua» un par de veces, alzando undedo e incidiendo en la importancia dela diferencia, pero Adriana sigueasimilando la información. «Un mimo –

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dice–, un mimo y una… ¿cómo se tepuede llamar a ti?, una fabricante devidrieras. Pues sí que estamos bien.Menuda suerte la mía, vaya, creo queprefería que pasarais droga. A ver cómonos apañamos los tres para pagar elalquiler a tiempo.»

Hemos hecho sangría también. Eso sísabemos hacerlo; Tapas Manolo nos haconvertido en expertos y cada vez se nosda mejor. Llenamos los vasos deplástico, dejando pasar los minutos en elbalcón de la que va a ser nuestra casa, almenos, por un tiempo. «Si es queconseguimos llegar a fin de mes», nosrecuerda Adriana.

–En realidad, deberíamos montar unrestaurante español –digo–. Pero uno de

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verdad, sin kebabs ni tacos.–Suena bien, pero déjame la comida a

mí, ¿vale? –dice Carlos.–Es lo más razonable que has dicho

nunca –le aplaude Adriana, pero apoyasu cabeza en mi hombro mientras bebe–.Y teniendo en cuenta lo bueno que estáesto, creo que me he ganado el puesto decoctelera.

Carlos protesta:–La sangría no es un cóctel.–Anda, ¿y por qué no?El sol calienta un poco, solo un poco.

Las baldosas bajo las manos se vuelventibias cuando las nubes desaparecen y,si no corriera el viento, podríamosincluso quitarnos los abrigos. Ellos lo

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discuten; si la sangría es un cóctel o no,si requiere técnica o si todo vale, ycuáles podrían ser sus contribuciones enel nuevo local, mientras apuramosnuestros vasos y vemos el sol caer pocoa poco, mojando los tejados de unLondres que por un día se olvida delinvierno. Yo, mientras tanto, reflexiono:«y yo qué». Qué puedo hacer en elrestaurante. Y solo puedo pensar en unacosa.

–Siempre puedo llenarlo de vidrieras.Adriana niega con la cabeza,

conteniendo una carcajada.–Sería horrible. Horrible.–El restaurante español más hortera

de Inglaterra –exclama Carlosinclinándose para alcanzar la jarra–. Y

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mira que está el listón alto, ¿eh?–No habéis visto nada –amenazo.Cojo el último trozo de tortilla. Dura,

chamuscada, desigual. La saboreo conorgullo, haciéndome un ovillo en misilla. Adriana se endereza y me mira.

–Bueno, el pez sí lo hemos visto. Yaestá terminado, ¿no? ¿Ahora qué?

Sonrío.Quién me iba a decir que pudiera

sentar tan bien decir algo así:–Improvisar.

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Agradecimientos

Cuando Naira y Jarek solo existían enmi cabeza, unas cuantas personas meanimaron a contar su historia. Londresdespués de ti tiene mucho de cada unode ellos y quiero aprovechar esteespacio para darles las gracias porhaberme acompañado en esta aventura:

En primer lugar, gracias a JuanCarlos, que ha creído en mí y en minovela a veces más que yo. Muchasgracias por animarme a escribir cadadía y por acompañarme a Londres parapasear por las calles de Naira. ¿Cómono voy a ir corriendo a tu casa alenterarme de este premio? Si hay algo

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más bonito que ver un sueño cumplido,es el poder contárselo a alguien que lovive con la misma emoción.

Muchísimas gracias a mis padres, quehan guardado mis cuentos desde que erauna niña y siguen queriendo ser losprimeros en leer cada relato y cadaproyecto. Gracias por creer tanto en míy por haber sido siempre mi referenciade esfuerzo y valentía. Os quiero mucho.

A Patricia Martín, que ha leído miblog cuando nadie leía mi blog, que hacriticado la novela con una honestidadmuy difícil de encontrar y de la que heaprendido muchísimo. También milgracias a Roser Macià, que devoró lahistoria en dos días y me dijo que teníaque salir bien, que me prestó toda su

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ayuda cuando era un manojo de nerviosy me ayudó a creer en mí. Patri, Roser:las siguientes sois vosotras dos, no mecabe ninguna duda.

Petr: Ďekuji! Por haberme enseñadoesos rincones de Chequia que daríancomienzo a todo.

Muchas gracias también a JordiSierra i Fabra, por esa primeraoportunidad y estos diez años depaternidad literaria; es un lujo tenerte.

Y también a mis Jorditos, porque soncomo una familia. Gracias igualmente aCarlota, Tomás, Mixi, Nat, Marta S. y,en general, a todos esos amigos que, máso menos interesados en la literatura, mehabéis preguntado por Naira y me habéis

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escuchado con mucha paciencia. León yJuncal, no me olvido de esa tardeliteraria en la que salimos con ideasbullendo en nuestra cabeza, ¡muchasgracias por darme ese empujoncito queme hacía falta!

No puedo acabar estas líneas sinagradecer de corazón a Plataforma Neo,y en especial a Miriam Malagrida, porhaber creído en esta historia y habertrabajado tanto para que sea lo que hoyes.

Y finalmente a ti, que has decididoleerla: gracias por hacer que Naira viajetan lejos.

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