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Los Cuadernos de Cine EL ESPECTADOR SINVERGÜENZA Fernando Savater «Propio es también de la retórica en- señar el arte de cosar con agudeza y sin peligro lo que es vituperable. ¿ Os censuran una falta que no podéis ne- gar? Eludid la censura con un chiste y que desaparezca la reconvención entre carcadas: Cicerón recurrió a este arti- ficio, cuando en cierta ocasión... » (Aúlo GELIO, «Noches Aticas») D e la historia y la sociología del pudor sólo se han edificado agmentos, quizá menos significativos de lo que sería de- seable, pese a lo ilustre de sus artífi- ces: Máx Scheler, George Simmel, Roland Bart- hes... Falta aún una sólida «Fenomenología de la Vergüenza», una suficiente caracteriología del ru- bor y del azoro. Esta laguna debería sonrojarnos a los que nos dedicamos a las ciencias humanas... Quizá no haya otro sentimiento tan inequívoca- mente social como el de la vergüenza. Para Nietzsche, la tarea de la cultura consiste en cre un animal «capaz de prometer»; Cioran, por su parte, señala que las civilizaciones se derrumban irremediablemente cuando pierden el «orgullo de obedecer» en el que se ndan. Prometer, obede- cer, mimbres sin duda con que se teje esta pasión inútil de lo soci, pero no más importantes que el bochorno y el recato. Quien capaz de desdeñar auténticamente la desaprobación de su vecino, ha cortado todos los lazos comunitarios y de esa he- cha se convierte en bestia o ángel. Cuando uno lee la por otra parte admirable biogría de los cíni- cos, por ejemplo de Diógenes, y padea sus des- plantes ante el prójimo, sus masturbaciones coram populo y sus permanentes rentas a lo conve- niente, no puede dejarse de sospechar cierta bús- queda de aceptación pública a rebours, una sed de oprobio que viene a ser a fin de cuentas una va- riante de respetabilidad. También los ascetas cris- tianos de la Tebaida pretendían con verdadera concupiscencia su denigramiento y abandonaban de vez en cuando la soledad del desierto, donde no tenían otra compía -ni otro públic que el diablo y las culebras, para instalarse percta- mente inmóviles en el centro de alguna plaza pú- blica, con un pie o un brazo alzados, hirsutos y harapientos, a fin de recibir así el tributo de ridí- culo y desdoro que constituía la única voluptuosi- dad de la que sus almas crispadamente austeras no 14 sabían privarse. Quiero decir que es más fácil matarse que ignorar al prójimo, aunque incluso el suicidio suele ser contra y ente a alguien; una peecta indirencia, una naturalidad total ante la proximidad del otro, sería la negación absoluta de nuestra condición social, peetuamente necesi- tada de aprobación o desdén, de, ocultarse o pro- vocar, en cualquier caso de registrar el escalofrío que nos inflige la atención de nuestros semejantes, de los cues -y precisamente por serl siempre podemos esperar lo peor. Al turo estudioso del decoro que me gustaría suscitar con esta mínima reflexión, le propongo que comience su tarea con este sencillo ejercicio práctico: al penetrar en una sala de espera o en un ascensor, salude con lige- ramente entica esividad a sus ocasionales acompañantes, y comprobará que provoca en ellos cierto embarazo evidente pero muy soporta- ble socimente hablando; repita el mismo expe- rimento al ocupar su puesto en un mingitorio pú- blico con su más próximo vecino de excreción y el azoro subirá de punto hasta provocar una percep- tible tensión; si se comporta idénticamente con algún ciudadano que entra o sale de un hotel de mala nota en compía evidentemente non sancta, la situación puede degenerar en conflicto. Com- pruebo que he imaginado a mi investigador del sexo masculino, cudo quizá ese un tema de estudio más propio para la delicada agudeza de una mujer; si es tal el caso, mi ejercicio no sirve y ella deberá urdir por su propia cuenta un test semejante, pero más adecuado a su condición. Quisiera, por mi parte, hablar ahora de un caso particular de pudor, el que vigila nuestro compor- tamiento como espectadores de producciones del arte dramático, en sus modalidades de teatro y cine. Comienzo por recordar que el espectáculo dramático es una forma de embrujo compartido, un tipo de hipnosis plural y simultánea; no es una lección o una arenga, aunque haya lecciones y engas que también sean embrujos hipnóticos. El espectador es algo así como un alucinado volunta- rio a plazo fijo, un loco jubilosamente cómplice de su demencia y prudente administrador de su ex- travío. Quien no se ve arrobado -raptad por el espectáculo puede ser un estudioso o un acomo- dador, pero en modo guno tiene derecho a con- siderarse «público». Naturalmente, esa scina- ción raptora va acompañada de un más o menos vivo, pero nunca totalmente ausente, sentimiento de incredulidad, idéntico que nos acompaña como fondo en nuestros sueños -casi siempre sa- bemos que soñamos aunque por otro lado estamos ciertos de que no se trata esta vez de un sueñ y semejante también que experimentamos en cualquier momento de la vida cuando nos con- templamos en acción: ¿quién no se ha separado de sí mismo guna vez, para asistir con radical ex- treza o divertido pasmo a su propio empeño amoroso o a la solemne promulgación de alguna teoría dada por su voz? Tenemos periódicamente sed de engaño, como alivio y complemento del

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EL ESPECTADOR

SINVERGÜENZA Fernando Savater

«Propio es también de la retórica en­señar el arte de confesar con agudeza y sin peligro lo que es vituperable. ¿ Os censuran una falta que no podéis ne­gar? Eludid la censura con un chiste y que desaparezca la reconvención entre carcajadas: Cicerón recurrió a este arti­ficio, cuando en cierta ocasión ... »

(Aúlo GELIO, «Noches Aticas»)

De la historia y la sociología del pudor sólo se han edificado fragmentos, quizá menos significativos de lo que sería de­seable, pese a lo ilustre de sus artífi­

ces: Máx Scheler, George Simmel, Roland Bart­hes ... Falta aún una sólida «Fenomenología de la Vergüenza», una suficiente caracteriología del ru­bor y del azoro. Esta laguna debería sonrojarnos a los que nos dedicamos a las ciencias humanas ... Quizá no haya otro sentimiento tan inequívoca­mente social como el de la vergüenza. Para Nietzsche, la tarea de la cultura consiste en crear un animal «capaz de prometer»; Cioran, por su parte, señala que las civilizaciones se derrumban irremediablemente cuando pierden el «orgullo de obedecer» en el que se fundan. Prometer, obede­cer, mimbres sin duda con que se teje esta pasión inútil de lo social, pero no más importantes que el bochorno y el recato. Quien capaz de desdeñar auténticamente la desaprobación de su vecino, ha cortado todos los lazos comunitarios y de esa he­cha se convierte en bestia o ángel. Cuando uno lee la por otra parte admirable biografía de los cíni­cos, por ejemplo de Diógenes, y paladea sus des­plantes ante el prójimo, sus masturbaciones coram populo y sus permanentes afrentas a lo conve­niente, no puede dejarse de sospechar cierta bús­queda de aceptación pública a rebours, una sed de oprobio que viene a ser a fin de cuentas una va­riante de respetabilidad. También los ascetas cris­tianos de la Tebaida pretendían con verdadera concupiscencia su denigramiento y abandonaban de vez en cuando la soledad del desierto, donde no tenían otra compañía -ni otro público- que el diablo y las culebras, para instalarse perfecta­mente inmóviles en el centro de alguna plaza pú­blica, con un pie o un brazo alzados, hirsutos y harapientos, a fin de recibir así el tributo de ridí­culo y desdoro que constituía la única voluptuosi­dad de la que sus almas crispadamente austeras no

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sabían privarse. Quiero decir que es más fácil matarse que ignorar al prójimo, aunque incluso el suicidio suele ser contra y frente a alguien; una perfecta indiferencia, una naturalidad total ante la proximidad del otro, sería la negación absoluta de nuestra condición social, perpetuamente necesi­tada de aprobación o desdén, de, ocultarse o pro­vocar, en cualquier caso de registrar el escalofrío que nos inflige la atención de nuestros semejantes, de los cuales -y precisamente por serlo- siempre podemos esperar lo peor. Al futuro estudioso del decoro que me gustaría suscitar con esta mínima reflexión, le propongo que comience su tarea con este sencillo ejercicio práctico: al penetrar en una sala de espera o en un ascensor, salude con lige­ramente enfática efusividad a sus ocasionales acompañantes, y comprobará que provoca en ellos cierto embarazo evidente pero muy soporta­ble socialmente hablando; repita el mismo expe­rimento al ocupar su puesto en un mingitorio pú­blico con su más próximo vecino de excreción y el azoro subirá de punto hasta provocar una percep­tible tensión; si se comporta idénticamente con algún ciudadano que entra o sale de un hotel de mala nota en compañía evidentemente non sancta, la situación puede degenerar en conflicto. Com­pruebo que he imaginado a mi investigador del sexo masculino, cuando quizá fuese un tema de estudio más propio para la delicada agudeza de una mujer; si es tal el caso, mi ejercicio no sirve y ella deberá urdir por su propia cuenta un test semejante, pero más adecuado a su condición.

Quisiera, por mi parte, hablar ahora de un caso particular de pudor, el que vigila nuestro compor­tamiento como espectadores de producciones del arte dramático, en sus modalidades de teatro y cine. Comienzo por recordar que el espectáculo dramático es una forma de embrujo compartido, un tipo de hipnosis plural y simultánea; no es una lección o una arenga, aunque haya lecciones y arengas que también sean embrujos hipnóticos. El espectador es algo así como un alucinado volunta­rio a plazo fijo, un loco jubilosamente cómplice de su demencia y prudente administrador de su ex­travío. Quien no se ve arrobado -raptado- por el espectáculo puede ser un estudioso o un acomo­dador, pero en modo alguno tiene derecho a con­siderarse «público». Naturalmente, esa fascina­ción raptora va acompañada de un más o menos vivo, pero nunca totalmente ausente, sentimiento de incredulidad, idéntico al que nos acompaña como fondo en nuestros sueños -casi siempre sa­bemos que soñamos aunque por otro lado estamos ciertos de que no se trata esta vez de un sueño- y semejante también al que experimentamos en cualquier momento de la vida cuando nos con­templamos en acción: ¿quién no se ha separado de sí mismo alguna vez, para asistir con radical ex­trañeza o divertido pasmo a su propio empeño amoroso o a la solemne promulgación de alguna teoría dada por su voz? Tenemos periódicamente sed de engaño, como alivio y complemento del

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otro engaño en que vivimos; queremos proponer­nos de vez en cuando voluntariamente un espe­jismo y suspender allí -o renovar- el espejismo de los sueños y el de la vigilia. Sólo los fantasmas nos conciernen, dormidos o despiertos, en reposo o activos. Pero quizá el engaño menos mentiroso,por ser el único verdaderamente fingido, sea elque nos proponen los espectáculos dramáticos,metáfora tradicional de la trama de la vida --el granteatro del mundo, la persona/máscara, la justiciapoética o la bufa comedia que descubrimos pordoquier- y también de la memoria -entre los rena­centistas- y del sueño, del que se ha dicho que esuna representación en la que somos actores, guio­nistas y público (Freud añadiría: también censo­res). El acatamiento de lo real nos exige un derro­che agotador de fe, del que no podemos por me­nos de resentirnos: ¿a dónde huiriamos para des­cansar un poco, para relajar o estimular la tensión,para variar al menos, si no es a otro tipo dealucinación, sea la espontánea que se desata mis­teriosamente en nuestras noches o sea esa otraque exige nuestra complicidad sin compromiso niconsecuencias desde el escenario?

Ahora bien, en nuestra butaca expectante po­demos permitirnos lujos inauditos y allí toda mise­ria es incompetencia o masoquismo. Lo más terri­ble se apacigua en hermosura cuando es contem­plado artísticamente, según enseñaron -de modo divergente en parte y coincidente- Aristóteles y Schopenhauer. En tanto espectadores, podemos -y, cómo no, queremos- frecuentar lo sublime, losobrehumano y, ante todo, lo insólito. ¿Qué estú­pida restricción moral habrá de convencernos dela oportunidad del ascetismo en este campo, a noser un resabio de voluptuosidad en la escasez quenos empariente con los anacoretas ebrios de Diosy dispuestos a emularle por la vía negativa? Sibien puede asegurarse que no siempre el méritoreside en lo asombroso, hay que reconocer con nomenos fuerza que lo asombroso siempre es unmérito. Bien está lo que provoca la reflexión sobrenuestra condición caída y sus negras perspectivas;nada hay en principio contra lo que acierta a ilus­trarnos sobre la urdimbre socio-política en quenos movemos; excelente aquello que penetra enlos contradictorios pozos del corazón humano yacierta a describir la psicología ofuscada de lapasión o el vértigo teológico: pero ¿por qué ha­briamos de vituperar lo simplemente portentoso olo chocante, los terremotos o los monstruos delmar, el hombre sin cabeza y la coreografía deFred Astaire, la carga de la brigada ligera, el en­frentamiento de las naves espaciales, las brumasamenazadoras de Witechapel y la caída de la bar­quichuela por las cataratas del Niágara? Aquí en­tra la vergüenza, típica de nuestros días, del es­pectador ante lo espectacular, es decir, ante elespectáculo en su condición más pura y autó­noma. Hay una especie de pudor que autoriza elinterés por lo edificante o lo informativo, por loque instruye o por lo que denuncia, pero que

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considera envilecedor dejarse arrebatar sin más por la condición espectacular del espectáculo. Re­cuerdo una preciosa página de Julio Cortázar, en su « Vuelta al día en ochenta mundos», donde cuenta su forma perlectamente fascinada e inca­paz de distanciamiento crítico de asistir al teatro, con su atención raptada del todo por el funciona­miento del picaporte de la puerta de entrada al fingido salón del escenario, por los gemidos esten­tóreos de la primera actriz o la abundante sangre del apuñalado. Después, señala Cortázar, mis acompañantes repudiaban tal o cual absurdo de la puesta en escena o valoraban con frialdad justi­ciera tal aspecto de la interpretación y yo conve­nía en lo atinado de sus observaciones; pero du­rante la representación, mi auténtica vivencia ha­bía sido toda arrobo y hechizo. El cine, arte mu­cho más impúdico que el teatro, más inmediato, sufre en mayor medida si cabe las consecuencias ponzoñosas de la vergüenza ante el espectáculo. Hace poco leí una crítica de la estupenda película americana «Alíen» en la que el dómine, tras reco­nocer que el film estaba prodigiosamente reali­zado, dotado de trucos impresionantes y que su intriga era eficaz en suscitar el escalofrío y la angustia, concluía: «pero nada más, no va más allá de esta espectacularidad». ¿ Y a dónde quería maese crítico que fuese, a misa? ¿Aspiraba ese señor a poder llevarse a casa un lema de vida que iluminase el resto de su bostezante existencia? Pero no: de lo que se trata es de sonrojarse por haber disfrutado sin la coartada de mejorar nuestro conocimiento del mundo o nuestra conciencia mo­ral. ¡ Qué vergüenza, haberse dejado engañar así, sin ton ni son, y no haber echado de menos nin" guna de las acostumbradas excusas del engaño, sean pedagógicas, culturales o políticas! En cuanto sale uno de la caverna maravillosa, roto por fin el perturbador hechizo, hay que hacer un acto de perlecta contrición y deplorar haber ofre­cido tan poca resistencia a la seducción del Malo.

Las fuentes de esta vergüenza del espectador son fundamentalmente dos, extrínseca la una e intrínseca otra. Según la primera, nos sonroja la trivialidad del espectáculo mismo: uno debe elegir espectáculos con coartada, no pura espectaculari­dad sin otro fin que pasmar durante un rato más o menos largo. Un espectáculo sin otra justificación que su propia espectacularidad degrada al espec­tador, lo entontece, etc ... Hay que buscar lo artís­tico, lo instructivo, lo edificante. Y, sin embargo, desde las naumaquias y otras superproducciones circenses de los emperadores romanos hasta Cecil B. de Mille y Abel Gance, el pueblo -qué le va­mos a hacer- muestra predilección por este tipode fastos inmorales. Leo en «The D,eath of Tra­gedy» de George Steiner que, en plena época isa­belina, el gran actor y director teatral John PhilipKemble se quejaba de que su excelente versión de«Julio César» había despertado en el Drury Lanemucho menos entusiasmo que un «melodramaecuestre» llamado «Timur el Tártaro» o que «La

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catarata del Ganges», una extravaganza en la que el empresario del teatro londinense se gastó 5.000 E ¡ Siempre el dinero aliado a las superproducciones culpablemente intrascendentes, oigo ya clamar a los modernos detractores de «La guerra de las galaxias» y otras películas de ésas que rescatarán

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el día del Juicio Final a las multinacionales de la condenación eterna que tan justamente se han ga­nado por otros aspectos! Bendito sea el dinero, cuando al menos regala maravilla ... Por otro lado, hay una segunda fuente de rubor y es la propia condición intrínseca del espectador, su entrega y su pasividad ante la invasión hechicera que le arrasa. El espectador es violado y lo sabe; aún peor, consiente en ello. Como en toda violación, cabe indignarse virtuosamente por la coacción pa­decida -aunque quizá no realmente sufrida- o aplicar el discreto consejo de «relájate y disfruta». Aunque la mayoría de las protestas que aciertan a formularse suelen repudiar el contenido ideológico concreto de tal o cual espectáculo -«nos quieren imbuír acríticamente su ideología, su concepdón del mundo, imponernos sus dogmas o sus perjui­cios sin que nos demos cuenta de tal adoctrina­miento»- lo cierto es que la verdadera protesta

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«ilustrada» se rebela contra el hecho mismo de la posesión (en el sentido más inequívocamente dia­bólico del término) en que culmina la seducción espectacular. El individuo moderno quiere ser permanentemente él mismo, controlar con inequí­voca autonomía tanto la conclusión de sus razo­namientos como el vuelo de sus fantasías; le humi­lla todo lo que le hace soltar las riendas, dejarse llevar, fundirse en lo otro, perder sus estribos, diluirse, delirar al ritmo marcado por dioses des­conocidos y burlones ... Los rituales iniciáticos de los primitivos -tan «espectaculares»- obligaban al neófito a abismarse en la aniquilación de su vieja personalidad, a fin de poder ganar con auténtico mérito consciente e inconsciente otra identidad pública que se, le pareciese más. Pero la ilustra­ción moderna aporta un sentimiento de escándalo y temor ante la pérdida de identidad; la ciudadela del yo debe resistir permanentemente los asaltos que tratan de forzarla desde lo informe y sin ley. Somos ya todo lo que hay que ser y no consenti­mos nunca voluntariamente en hacernos porosos frente a lo que nos desmiente: ¿cómo estar segu­ros de que volveríamos a ser capaces de recons­truirnos otra vez, una vez convertido en gelatina el acero de nuestra coraza? De aquí el temor ante un «mal viaje» de alucinógeno, que nos dejaría para siempre sin rostro ni nombre propio; de aquí también la vocación terapéutica de categorizar los sueños y «leerlos» como un texto más convencio­nal -por tanto, controlado de forma intersubjetiva y estable- que imaginario. Y también el espanto ante el perdedero del amor. Como la droga, como el sueño, como la seducción y el deseo, el espec­táculo -que es todo eso a la vez- se atreve a trastornarnos en lo más hondo, para bien y para mal, de un modo del que no somos dueños, ni orientadores, ni responsables. Cuando el espectá­culo no alcanza a producir este 'trastorno, fracasa como tal, es el falso ácido que no «sube», es insomnio o duermevela, enamoramiento calculado y sin riesgo ni entrega.

Pues bien, el espectador, incluso aquel que lo­gra realmente trastornarse por el espectáculo y sabe así gozar con él, conservará como tributo a la exigencia ilustrada del día una cierta mala con­ciencia por semejante extravío. Procurará decir que se distancia, que conserva permanentemente sus facultades judicativas en funcionamiento, que nunca deja de criticar como si se encontrara «fuera». Y si no es capaz efectivamente de ello, sostendrá en el plano teórico que al menos es lo preferible. Se trata de la vergüenza del especta­dor, el orgullo del adulto que no quiere ser «enga­ñado», ni perturbado en su estabilidad por el pro­digio, bajo el pretexto de que tal prodigio es de guardarropía. ¿ Y qué más da? ¿No es el análisis del prodigio lo que miserabiliza en guardarropía la fascinación, sea ésta provocada por una aurora boreal o un programa doble en un cine de barrio? Recordemos la hermosa «Caramba» de José Mo­reno Villa:

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«La realidad es prostituta. Sólo vive quien se dilata, se proyecta, se multiplica, se simula y se embarca en la nave que vuelve y se aleja con mueca de virgen y de vieja alcahueta».

Y ahora, para terminar, un ejemplo o caso prác­tico de cómo quitarse en una sola tarde y para siempre el pudor del espectador, la veda del entu­siasmo.

Con gran nerviosismo, con esperanza, con orgu­llo conmovido, con pedagógica astucia, fingiendo descuido, con reserva, con exquisito cuidado, con mucho temor, con gratitud ... he llevado por pri­mera vez al cine a mi hijo Amador. El neófito tiene cuatro años y se preparaba despreocupada -mente para su iniciación trabando una amistad sin cálculo ni futuro con una rubita algo mayor que él. mientras hacíamos cola para ver «Peter Pan». Una elección segura, ¿no?, la de «Peter Pan»: un co­modín que no puede fallar. ¿No puede? Pero ¿y si el niño, a pesar de todos los pesares, no entiendela historia? Bien mirado, es casi imposible que la entienda. ¿Cómo va a entender un niño de cuatro años los ambiguos celos de Campanilla o la figura misma de Peter, el niño que ni puede ni quiere (no puede porque no quiere) crecer? Negro panorama: el niño comienza a aburrirse (claro, como no en­tiende ... ), patalea, grita, abandona su localidad para darse un garbeo sin rumbo fijo por la sala en. tinieblas, tropieza con el acomodador, llora ... ¡ Espanto y dolor para su anciano padre, que tanta ilusión había puesto en esa primera sesión cinema­tográfica! Mientras yo me angustiaba generosa­mente con estas negras perlas de futuro conjetu­ral, Amador rebatía animadamente la ígnara opi­nión de la madre de su amiguita, quien sostenía que el bicho cuyas fauces amenazban a Garfio en el cartelón de la puerta del cine era un tiburón y no un cocodrilo. A grandes males, grandes reme­dios: decidí que discretas y jugosas orientaciones mías, quizá incluso simplificadoras de la ya simple trama, ayudarían a la criatura a penetrar en el misterioro argumento de «Peter Pan». El secreto consistía en lograr ser instructivo sin hacerse en­fadoso. Unos cuantos «y fíjate ahora como ... », algún «ése es el mismo que antes ... », enlazados por imprescindibles «verás cómo se cae», basta­rían para iluminar suficientemente al párvulo y mantenerle adecuadamente sosegado en su bu­taca.

Los niños son la jubilosa prueba de que es vano todo lo que el agobiado ser pensante calcula y sopesa. La realidad que la física legisla, la vida que la biología indaga, los abismos del incons­ciente en los que naufraga la pedantería psicoana­lítica, son como niños y como niños triunfantes desmienten las trabajosas construcciones que les sirven de jaula. Amador se sentó en el borde de su sillón, con el cuerpo tenso, los ojos fijos y la boca abierta; hora y media más tarde seguía en la misma extática disposición. En las primeras esce-

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nas de la película traté de colocar mis informativas reflexiones -«mira, ésta es la madre de los niños que ... »- pero pronto advertí que eran tan ignora­das como superfluas. Amador sabía todo lo que quería saber sobre la película; cuando brillan por vez primera los ojos rasgados del adolescente eterno sobre los tejados del Londres dormido, ex­clamó en un susurro: «¡Peter Pan!»; cuando el cocodrilo -por favor, nada de tiburón, querida señora- espera a Garfio con su tic-tac amenaza­dor, berreó de entusiasmo; pero la mayor parte del tiempo estaba sencilla y plenamente fijo, en­tregado, y yo le iba dando a la boca sucesivos fragmentos �e su olvidado bocadillo de jamón, que él masticaba distraídamente sin apartar los ojos de la pantalla. Cuando después su abuela le preguntó qué pasaba en la película, él resumió sin vacilar: «Al final Peter Pan se viste de Capitán Garfio»; eso, y una gesticulante y muy realista imitación del cocodrilo es todo lo que condescen­dió a transmitir de su arrobo cinematográfico. ¿Que sin duda no entendió plenamente el argu­mento de la' película? ¿Dios de los inocentes, que nunca entienda yo nada peor de lo que él entendió «Peter Pan» Y, sobre todo: ¡ que nunca vea yo �ine de otro modo, que nunca ame la fábula y la imagen de modo más sabio, más educado, más distante!

La lección que me dio Amador se resume en esto: me enseñó lo que es ser de veras un espec­tador sin vergüenza. Es decir, que no se aver­güenza de su condición de espectador que asiste a un espectáculo y que por tanto exige milagros, espera emoción y deslumbramiento, quiere ser engañado, en suma. Ver una película sin ser ni por un momento engañado es algo tan propio y de tanto mérito como extraer raíces cuadradas mien­tras se hace el amor. ¡Abajo Brecht -que por otro lado era un hábil engañador, un encantador de lujo- y su teoría del distanciamiento! En cine sólo el engaño vale, sólo quien es engañado y no se avergüenza de ello disfruta, crece y participa, porque sólo el engaño es verdad. En cine, lo que no es magia y engaño es aburrimiento reflexivo, el cual resulta infinitamente más mentiroso que el engaño espectacular. U na vez abandonados ya mis temores sobre la conducta pública de Ama­dor, me entregué yo también a la película. Cuando en la última escena el escéptico padre se enter­nece al vislumbrar el barco pirata en las nubes y recuerda que un día, hace mucho, él lo había visto más próximo y brillante, yo también me dí cuenta de que ese era mi primer «Peter Pan» como padre. Era yo el iniciado, no Amador; era yo quien iba a tener problemas para entender y disfrutar el ar­gumento. Pero lo cierto es que volví a ver el barco e!l la nube. Ni me avergüenzo ni me arrepiento, smo que siempre lo exigiré cuando me arrellane en la butaca de cualquier espectáculo: el barco en la nube, o nada. Desde que llevé �a Amador a ver «Peter Pan», sé que me ._, he ganado un fiel aliado.

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En el año 1969, el productor Alexander Saldkind me citó en París para encargarme una película. Yo acababa de realizar «Aoom» que ni siquiera había tenido acc'eso a las pantallas comerciales.

Mi situación, por tanto, no era muy boyante. S aldkind me propuso que adaptara una novela titulada «Le malheur fou». Dije que no, y le hice una contrapropuesta: una versión de Jekyll yHyde. En vista de lo cual, me hizo pasar a un despacho contiguo y me dejó allí abandonado, durante toda la tarde, ante una máquina de escribir.

Ahora, once años después, me divierte la idea de publicar estos fragmentos desmadejados, tal y como fueron concebidos, con la pretensión ( obviamente ingenua) de persuadir a un productor.

G. S.

EL EXTRAÑO CASO DEL DR. JEKYLL Y MR. HYDE

Un argumento de GONZALO SUAREZ

Basado en la novela de R. L. Stevenson Ilustraciones: Alberto Corazón

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