Los doce a quienes dio el nombre de apóstoles

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Édouard Boné Miguel Montes Los doce a quienes dio el nombre de apóstoles Verbo Divino

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Édouard BonéMiguel Montes

Los doce a quienesdio el nombre de apóstoles

Verbo Divino

Sirviéndose de dos colecciones de recuerdos,los evangelios y el libro de los Hechos de losApóstoles, escritos ambos en la segunda mitaddel siglo primero de nuestra era, este libro nosacerca al conocimiento de los discípulos queeligió Jesús.

Los autores nos presentan a los miembros delcolegio apostólico haciendo una lectura creyentede lo que nos dice el Nuevo Testamento sobreellos. Y lo hacen siguiendo el método de la lectiodivina. En primer lugar, la lectura y meditaciónsobre el texto sagrado (lectio y meditatio) la lle-van a la oración (oratio) y, después, completanestos dos primeros pasos con la aportación detextos de la Tradición (contemplatio). Asimismo,proponen una de las ideas fundamentales deltexto contemplado como principio rector del díacorrespondiente (actio). Finalmente, concluyencon la reflexión de un autor contemporáneo.

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ISBN 84-8169-676-5

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Édouard Boné, S. J.Miguel Montes

Los doce a quienesdio el nombre

de apóstoles

EDITORIAL VERBO DIVINOAvda. de Pamplona, 41

31200 Estella (Navarra), España2005

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Índice

Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7

Juan . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19

Andrés . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29

Santiago el Mayor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37

Pedro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47

Felipe . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65

Santiago el Menor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 75

Bartolomé o Natanael . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 81

Mateo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89

Simón el Zelota y Judas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 97

Tomás . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 103

Judas Iscariote . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 111

Matías . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 121

Para concluir: Los sucesores de los Doce . . . . . . 129

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Introducción

12 Por aquellos días, Jesús se retiró al monte para orar ypasó la noche orando a Dios. 13 Al hacerse de día, reunióa sus discípulos, eligió de entre ellos a doce, a quienes dioel nombre de apóstoles: 14 Simón, a quien llamó Pedro, ysu hermano Andrés, Santiago y Juan, Felipe y Barto-lomé, 15 Mateo, Tomás y Santiago, el hijo de Alfeo,Simón llamado Zelota, 16 Judas el hijo de Santiago yJudas Iscariote, que fue el traidor» (Lc 6,12-16).

Había pasado la noche en oración. Al hacerse dedía, Jesús hizo venir a sus discípulos, eligió a doce, aquienes dio el nombre de apóstoles... El evangelio, ensus versiones sinópticas, nos presenta tres veces la listade los Doce; los Hechos de los Apóstoles la repiten unavez más, aunque situada después de la defección deltraidor y, por consiguiente, amputada de su mención.La historia ha retenido sus nombres: Simón y Andrés,dos hermanos, Santiago y Juan, hijos de un tal Zebedeo,Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, otro Santiago y otro,un tal Tadeo llamado también en ocasiones Judas. LaEscritura precisa que son los que Jesús quiso y que, através de ellos, instituyó un colegio duradero. Sunúmero tampoco era arbitrario: «Os sentaréis a juzgar alas doce tribus de Israel», precisará un día, insinuandocon ello la asociación de éstos a su gobierno del pueblode Dios. De momento, Jesús los prepara para anunciarla proximidad del Reino y darles autoridad para expul-sar a los espíritus impuros y curar todo tipo de enferme-

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dad, en beneficio de las ovejas extraviadas de la casa deIsrael. Más tarde, en el momento de dejarles, les man-dará que vayan más allá de Jerusalén, Judea y Samaría,y que vayan a dar testimonio hasta los confines delmundo.

Los apóstoles son «enviados» como misioneros.Jesús les ha dejado algunas instrucciones y consignas:«Anunciad la Buena Noticia; no vayáis cargados conprovisiones superfluas o con un armario inútil, perma-neced libres; mostraos juiciosos en vuestros compromi-sos; dad gratuitamente; sed mis testigos...». De estemodo y durante meses recorren de dos en dos las tierrasde Palestina: predican, invitan a la conversión, se acer-can a los enfermos. Jesús se reúne con ellos de modoregular: los toma aparte y les ofrece algunos momentosde reposo. Los Doce le informan de la misión, de suséxitos apostólicos, pero también de sus fracasos. Jesúsles escucha, completa su enseñanza, les apoya. Los llevaaún más lejos, a través de ciudades y pueblos, en favorde los cuales prosigue él mismo la tarea recibida de suPadre: el anuncio del Reino, ahora ya muy cerca.

Juntos, recorren así Galilea, estrechamente acurru-cada en torno al lago Tiberíades: desde Betsaida, lapatria de Felipe, Pedro y Andrés, a Genesaret y Mag-dala. Llegan hasta Nazaret e incluso hasta Caná. Elgrupo se aventura, más allá de Samaría, por las tierrasde Judea, hasta ganar Jerusalén, a donde vuelve conocasión de ciertas fiestas. La gente reconoce a Jesús,le paran. Le precede su reputación de taumaturgo: se leacercan los heridos por la vida, leprosos, ciegos, sordo-mudos. Jesús reconforta, cura, comenta... Los Doce lemiran e intentan comprender.

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Jesús va sembrando la Palabra al albur de los despla-zamientos. Los pájaros del cielo, los lirios del campo,las piedras del camino, el viento que hace ondularse lascañas del lago en el resplandor enrojecido de las puestasde sol: todo le brinda ocasión para enseñar. Les hablaen parábolas. Parábolas que, en alguna ocasión, losapóstoles le invitan a interpretar. La levadura, la cizaña,la higuera, el grano de mostaza, la dracma, el tesoroescondido, la paja y la viga, el camello y el pábilo: conestas realidades tan familiares les inicia en las verdadesmás sublimes. Jesús propone fábulas: la de un hijopródigo, la de una oveja extraviada, la de un hombreasaltado por salteadores, abandonado exangüe en elcamino y recogido por un viajero samaritano; o la deun banquete de bodas, o también la de los viñadoreshomicidas. Es su manera peculiar de introducir progre-sivamente a sus apóstoles en el misterio de Dios. Ellosle acompañan cuando, ante los lugareños que le hanseguido, Jesús proclama las bienaventuranzas o habladel Reino. Le ven partir el pan para estas muchedum-bres obstinadas que no le han dejado, le oyen explicarel simbolismo de este alimento y descubren que a partirde ahora no podrán dejar al que tiene palabras de vidaeterna.

Entretanto, los Doce prosiguen con su oficio; lamayoría de ellos son pescadores. Un día, en una de lassalidas que hicieron, se levantaron grandes olas en ellago. Jesús se había dormido en la parte trasera de labarca. Los apóstoles, presas del pánico, le despiertan:«¡Que perecemos!». Jesús se levanta, soberano, eimpone silencio al mar. Y los apóstoles se preguntan:«¿Quién es éste, que hasta los vientos y el mar le obe-

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decen?». Otra vez, después de una noche de trabajo envano, en que han sacado vacías las redes, son alcanza-dos por Jesús, que camina sobre las aguas. Enloquecen:«¡Un fantasma!». Pero él les tranquiliza. Les mandaque echen la red por el otro lado de la barca... La pescaes tan abundante que tienen que pedir la ayuda de otroscompañeros para izarla a bordo, pues las redes pareceque se van a romper. Son presa de un santo terror:«Señor, aléjate, pues soy un pecador»...

Una mañana que enseñaba en la sinagoga (era unsábado), Jesús ve a una pequeña mujer muy decrépita.Se siente conmovido, hace que se acerque y le imponelas manos: «Mujer, yo te libero de tu enfermedad», y heaquí que la enferma, que desde hacía dieciocho años noera ni siquiera capaz de mirar al cielo, se levanta y sepone a dar gloria a Dios. Sin embargo, el jefe de la sina-goga se indigna y la emprende con la mujer: ¡No seviene a buscar la curación en sábado! Jesús interviene:«¡Hipócritas! ¿Acaso no desata cada uno de vosotros suasno del pesebre para llevarlo a beber? El sábado estáhecho para el hombre y no el hombre para el sábado».Jesús siente horror de la hipocresía y la fustiga sin mira-mientos. Los Doce escuchan; poco a poco se dejanpenetrar por el mensaje: Jesús no ha venido a abolir laLey, sino a dar más hondura a sus exigencias. Va másallá de la letra, para adherirse mejor al espíritu. Semanatras semana, al albur de las circunstancias, al son de losencuentros, prolonga Jesús su enseñanza. Son muchaslas costumbres, las obligaciones rituales, las prácticasascéticas que han perdido su verdadero sentido y debenser interiorizadas: las abluciones, las plegarias machaco-nas, el talión, la limosna, el ayuno... se presentan a los

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apóstoles bajo una nueva luz. «Se os ha dicho..., puesbien, yo os digo...»: en sus mentes se va esbozando pro-gresivamente la Ley del Evangelio, cuya Buena Noticiaanunciarán mañana.

Jesús llama hermanos y hermanas no a los que lle-van la misma sangre, sino a los que hacen la voluntadde su Padre del cielo. «Cuando organices un banquete,no invites sólo a tus parientes y amigos, los paganoshacen lo mismo; piensa más allá...». De este modo lesenseña que el prójimo es aquel a quien nos acercamos,y da ejemplo de ello aceptando sentarse a la mesa degente de dudosa reputación, como los publicanos,recaudadores de impuestos, y los pecadores. Hasta elpunto de que le acusan de frecuentar borrachos y pros-titutas. Responde que éstas precederán a la gente bien–a los «pijos»– en el Reino. Un día que le habían reci-bido en la casa de un notable, dejó que se le acercarauna mujer de mala vida: ésta, llena de arrepentimiento,presa de un amor nuevo y puro, se echa a los pies deJesús y los inunda con un perfume precioso, con granescándalo de los que allí estaban; a los mismos após-toles les ha parecido desmesurado el gesto: «Esta putahubiera hecho mejor consagrando ese dinero a aliviar alos pobres...». Otra vez salvó Jesús a una mujer adúlterade la lapidación; la hizo levantarse: «Tampoco yo tecondeno. Vete y no peques más...». Día tras día, losapóstoles van descubriendo así un nuevo rostro de Dios:el rostro de Dios del que deberán dar testimonio.

Con todo, Jesús debe armarse de paciencia, pues losDoce tienen sus prejuicios, unos prejuicios que es pre-ciso reducir. Cuando les habla de perdón, de fidelidadconyugal, de amor al prójimo, de dinero... se enfadan

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en algunas ocasiones. «¡Qué lentos sois para compren-der!», suspira Jesús. Cuando habla de las exigencias dela conducta del discípulo, le preguntan: «Pues nosotroslo hemos dejado todo para seguirte, ¿qué podemos espe-rar a cambio?». Ante el anuncio de la pasión hay unoque se rebela. Todavía están repletos de prejuicios y depuntos de vista muy mundanos. Un día que iban decaminata habían discutido entre ellos mientras Jesús lesprecedía a cierta distancia. Llegados a casa, preguntapor el objeto de la discusión: «Se trataba de saber quiénde nosotros es el primero», le responden; Jesús pusoentonces a un niño en medio del grupo: «Éste es elprimero en el Reino... Y si no os hacéis semejantes auno de estos pequeños, no entraréis en él». ¡Bien res-pondido! Y acaba de remachar el clavo: «Cuando teinviten a una boda, no vayas a ponerte en el sitio prin-cipal...». Y en otra ocasión se muestra todavía másexplícito: «¿Quién es más importante, el que se sienta ala mesa o el que sirve? ¿No es el que se sienta a la mesa?Pues bien, yo estoy entre vosotros como el que sirve».Y asociando el ejemplo a la palabra, Jesús se puso undelantal y empezó a lavarles los pies a sus apóstoles. Erala noche de la Cena. Sin embargo, en el momento enque Jesús iba a dejarles definitivamente, en el monte dela Ascensión, aún dan muestras de que no han com-prendido del todo, pues siguen preguntando: «¿Es ahoracuando vas a restablecer el Reino?».

Con todo, a pesar de sus limitaciones, han sido sedu-cidos y lo siguen estando. ¿A quién irían? Ellos le lla-man Maestro y Señor, y Jesús lo es verdaderamente paraellos. Pues su autoridad no es como la de los escribas; suautoridad es de una naturaleza completamente distinta.

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Han decidido seguirle hasta la muerte y se lo declarancon toda solemnidad –aunque tal vez no sin ciertapresunción, tal como refiere la historia–. No obstante,su adhesión es innegablemente sincera.

«¿Quién es este Jesús que les ha elegido, al quesiguen ahora desde hace dos años y les llama amigos?»Esa mañana, dejando las llanuras de Galilea quemadaspor el sol, el pequeño grupo recorre los contrafuertesdel anti-Líbano y se acerca a la Siria actual. Ante elgrupo se levanta, majestuoso, el monte Hermón, coro-nado por la nieve. En el horizonte se divisa la blancaciudad de Cesarea de Filipo. Jesús se detiene en unaencrucijada de caminos; su mirada profunda se posa enlos Doce que le acompañan, y surge la cuestión: «Paravosotros, ¿quién soy yo?». ¿Quién es él? Nunca se habíanplanteado formalmente esta cuestión. Les bastaba conhaber sido seducidos por él, con oírle hablar del Padredel cielo, con entusiasmarse ante el anuncio de las bie-naventuranzas, con descubrir la ternura de Dios en supalabra y con verse convidados así a una extraña liber-tad nueva que les orienta por los caminos del Reino.Han dado crédito espontáneamente al mensaje de unaBuena Noticia que les colma. Nunca se habían plan-teado de una manera explícita quién era este maravi-lloso mensajero, este Maestro en el que tenían tantaconfianza. ¿Quién es él? Y he aquí que uno de ellos,manifiestamente inspirado desde lo Alto, toma la pala-bra y dice sencillamente: «¡Tú eres el Cristo, el Mesías,el Hijo del Dios vivo...!». Se trata de una afirmación sinequívoco, expresión de una adhesión sin reservas, deuna apertura total a Jesús, de una entrega incondicionalentre sus manos. El apóstol acaba de reconocer la ver-

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dadera persona del rabí del que se ha hecho discípulo;de resultas, presiente también toda la profundidad delmisterio que le envuelve. «Dichoso tú, Simón, hijo deJuan, porque eso no te lo ha revelado ningún mortal,sino mi Padre, que está en los cielos». Jesús se encuentraahora algo así como tranquilizado: los Doce se encuen-tran ahora en terreno seguro; a partir de este momentopuede hablarles sin ambigüedades. Su mensaje ya noserá una simple predicación edificante, sin otra auto-ridad que la de un predicador privado, como la quepodría proponer cualquier gurú carismático o cualquierlíder espiritual generoso. Los Doce saben ahora que éles el Enviado de Dios y que es para ellos el camino deverdad y de vida.

El que les ha elegido y hecho discípulos suyos ha ter-minado su tarea; ahora están tan preparados como pue-den estarlo. No cabe duda de que deberán pasar aún porhoras agotadoras y difíciles. Sin embargo, algo después,el día de Pentecostés, el Espíritu Santo vendrá a confir-marles en su misión. Jesús les envía a dar testimonio:el prolongado trato que han mantenido con él siguesiendo para todos ellos el crisol de su formación y susmás preciosas cartas credenciales. Serán testigos hastael final, y para la mayor parte de ellos el testimonioquedará sellado con la sangre del martirio. Sólo uno, losabemos, fue traidor. En consecuencia, fue necesariocompletar el colegio establecido por Jesús; pero la elec-ción habrá de recaer necesariamente en un discípuloque le hubiera acompañado durante todo el tiempo enque Jesús marchaba delante de ellos, «comenzandodesde el bautismo de Juan hasta el día en que fue ele-vado a los cielos [...], para ser con nosotros testigo de su

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resurrección». La suerte cayó en Matías, que fue unidoasí al grupo de los... Once apóstoles. Pero no adelante-mos acontecimientos...

La intención que guía estas páginas es muy modesta:simplemente tomar conocimiento... Para ello vamos aservirnos de dos colecciones de recuerdos: el evangelio yel libro de los Hechos de los Apóstoles. Tanto el primerocomo el segundo constituyen documentos venerables,ambos han sido retenidos por el canon de las Escriturasy considerados como inspirados por la Tradición.Ambos nos permiten acceder también tan cerca comoes posible a los acontecimientos que refieren y a lospersonajes que sacan a escena; fueron escritos en lasegunda mitad del siglo primero de nuestra era. ¿Son elevangelio y los Hechos dos colecciones de recuerdos?En primer lugar, debemos precisar que, propiamentehablando, y a pesar de las apariencias, no hay cuatroevangelios, sino uno solo «cuadriforme», como ha dichoalguien: tal como la oímos proclamar desde el ambóncada domingo, no hay más que una sola Buena Noticia(ése es exactamente el sentido de la palabra evangelio),aunque contada «según san Mateo, o san Marcos, o sanLucas, o san Juan»... En la pluma de cada uno de loscuatro redactores, la narración hereda toda una his-toria: sería un error pretender descubrir en ella unacrónica de los acontecimientos vividos por Jesús y losDoce, pues reproduce más bien una enseñanza –unacatequesis– elaborada, sin duda, sobre la vida de Jesús,aunque de alcance esencialmente didáctico, destinada a lasprimeras comunidades de creyentes. Estas comunidades,de origen judío, helénico o pagano, de mentalidades y deformación muy diferentes a menudo, representan otros

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tantos medios socioculturales diferentes. La Buena Noti-cia debe serles anunciada de una manera apropiada, y, enconsecuencia, las catequesis que se les proponen nopueden dejar de reflejar este afán de adaptación.

Permítaseme una palabra más: para anunciar laBuena Nueva, el cuádruple evangelio refiere, a buen se-guro, la vida de Jesús, pero una vida de Jesús necesaria-mente tal como la relee, la comprende, la descubre, des-pués de la resurrección, la comunidad de los creyentes,que a partir de ahora incluso se la ha asimilado en lafe. Los Hechos de los Apóstoles pertenecen a un génerodiferente: no son herederos de una tradición catequé-tica anterior. Se trata más bien de una historia, sin unaintención directa y explícitamente didáctica. Lucas, suautor, pretende contar no la vida de Jesús, sino la delas primeras comunidades cristianas, más allá de laAscensión, a través de las etapas –geográficas y huma-nas a la vez– que marcan la difusión de la Palabra deDios. Debemos añadir aún dos matices: no se trata dehistoria científica, en el sentido moderno de la palabra,que presenta unas exigencias totalmente desconocidaspara los antiguos; es la historia de las comunidadescreyentes: una franca acción de gracias; pero ¿cómonegarle todo propósito de edificación? Se trata, sinduda, de una historia, pero una historia interpretada ala luz de la fe. Algunos de los Doce pasan por ella, y–en el momento de tomar conocimiento– no hemosquerido ignorarlos, aun cuando el punto de vista no seaexactamente el mismo que el del evangelio. Estepequeño libro no tiene pretensiones exegéticas: estascuantas líneas deberían bastar para situar la perspec-tiva...

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Como se ve, nuestro propósito no es exegético. Selimita a presentar a los apóstoles. Ahora bien, no setrata de una lectura desinteresada. Nos proponemoshacer una lectura creyente de lo que nos dice el NuevoTestamento sobre las columnas de la Iglesia, por esohemos optado por la estructura de la lectio divina. Loque nos dice la meditación sobre el texto sagrado (lec-tio y meditatio) hemos intentado llevarlo a la oración(oratio), y estos dos primeros pasos hemos tratado decompletarlos con la aportación de textos de la Tradi-ción (contemplatio). Hemos intentado proponer unade las ideas fundamentales del texto contempladocomo principio rector del día correspondiente (actio). Yconcluye nuestra lectura con alguna reflexión tomada dealgún autor contemporáneo. Con todo ello pretendemosfacilitar al lector una lectura orante de los miembros delcolegio apostólico. Sólo en el caso de Judas Iscariote noshemos limitado a una consideración global del perso-naje.

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Juan27 de diciembre

Lectio y meditatio35 Al día siguiente, Juan se encontraba en aquel mismolugar con dos de sus discípulos. 36 De pronto vio a Jesús,que pasaba por allí, y dijo:–Éste es el Cordero de Dios.37 Los dos discípulos le oyeron decir esto, y siguieron aJesús. 38 Jesús se volvió y, viendo que lo seguían, les pre-guntó:–¿Qué buscáis?Ellos contestaron:–Rabí (que quiere decir «Maestro»), ¿dónde vives?39 Él les respondió:–Venid y lo veréis.Se fueron con él, vieron dónde vivía y pasaron aquel díacon él. Eran como las cuatro de la tarde (Jn 1,35-39).

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Juan es, sin duda, uno de los dos discípulos que elBautista dirige hacia aquel a quien les presenta comoel Cordero de Dios. Junto con su padre, Zebedeo, ejerceel oficio de pescador en el lago de Genesaret. Sin em-bargo, debió de entrar en contacto desde muy prontocon los medios espirituales de Qumrán. En el encuen-tro que se produjo aquella tarde en Betania, el sentidointerior que habita en Juan le hace presentir algo delmisterio de aquel a quien da el nombre de «Maestro»,al que ya no abandonará nunca más. Nada tiene deextraño que pronto sea elegido como uno de los Doce.

Ocupa entre ellos un sitio particular: junto con San-tiago, su hermano, y Pedro acompaña a Jesús a casa deJairo, jefe de la sinagoga, donde su hija se encuentra enlas últimas. Jesús se limita a decir: «“Talitá kum”, quequiere decir: “Muchacha, a ti te digo, levántate”». Juanasiste al milagro (Mc 5,21-43). También es testigo de laTransfiguración (Mc 9,2-10); se encuentra presente asi-mismo en el monte de los Olivos cuando Jesús anunciala ruina del Templo (Mc 13,1-4). Asistirá aún a laagonía en el huerto de Getsemaní, la noche que prece-dió a la muerte en la cruz (Mt 26,37). El cuarto evan-gelio le presenta en varias ocasiones como «el discípuloque Jesús amaba» (Jn 13,23). ¿Sería un privilegiado?Salomé, su madre, cree que puede pretenderlo, puessolicita para sus hijos los primeros puestos en el Reino(Mt 20,20-23). Sin embargo, Jesús parece ignorar lapetición materna, dado que, sin responderle directa-mente, se vuelve más bien hacia los dos hermanos y selimita a decirles: «Sentarse a mi derecha o mi izquierdano es cosa mía el concederlo, sino que es para quienesestá preparado por mi Padre».

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Juan es un hombre ardiente, incluso impetuoso; algu-nos le reconocen un «alma de fuego y de trueno». Es unhombre de una pieza y ha respondido de inmediato a lainvitación de Jesús; se ha adherido a él y le permaneceráfiel hasta el final. Le anima un celo casi envidioso: enefecto, un día se indigna al ver a un extranjero expul-sando demonios en nombre de Jesús (Mc 9,38-40). Otravez, irritado al ver que unos samaritanos carentes de hos-pitalidad rechazan a Jesús, le propone hacer caer sobresu ciudad fuego del cielo para consumirla (Lc 9,51-55).Jesús le regaña y le lanza una pulla con su apodo deBoanerges, es decir, hijo del trueno (Mc 3,17).

Juan ocupa un lugar absolutamente central en eldesarrollo de la celebración de la Pascua, en la celebra-ción de la última cena. A él le encomendó Jesús los pre-parativos de la misma (Lc 22,7-8). Recostado en elpecho de Jesús, recibió las confidencias y el anuncio dela traición de Judas (Jn 13,21-30). Tras haberle seguidoa Getsemaní e incluso al palacio del sumo sacerdote(Jn 18,15), lo encontramos aún presente al pie de lacruz, junto a María. «Hijo, ahí tienes a tu madre»:recoge una de las últimas palabras del Cristo mori-bundo (Jn 19,25-27). La mañana de Pascua, alertadopor María Magdalena, se dirige con Pedro a la tumba;penetra en ella y comprueba que las vendas de linoestaban allí. Estaba también el paño que habían colo-cado sobre la cabeza de Jesús, pero no estaba con lasvendas, sino doblado y colocado aparte; la tumba seencontraba vacía... Con eso le basta: «Vio y creyó»,concluye de manera sobria el evangelio (Jn 20,2-10).

Al día siguiente de Pentecostés –por tanto, ya no esel evangelio el que nos informa, sino el libro de los

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Hechos–, se va construyendo la primera comunidadcristiana, en una atmósfera de alegría y de sencillez, entorno a la oración y la fracción del pan, gracias a laenseñanza de los apóstoles. Un día en que entrabanjuntos en el templo, Juan y Pedro curan a un tullido queles pedía limosna: «No tengo plata ni oro, pero te doylo que tengo: en nombre de Jesucristo Nazareno, echa aandar». El hombre se pone en pie de un salto y entracon ellos en el templo, caminando y alabando a Dios(Hch 3,1-10). Los sacerdotes y los saduceos, exaspe-rados al verles instruir así al pueblo y anunciar laresurrección de los muertos, hacen detener a los dosapóstoles y proceden a su interrogatorio. Sin embargo,impresionados por el aplomo de estos predicadorescarentes de instrucción, y perplejos también ante lacuración del tullido, los jefes, los ancianos y los maes-tros de la ley liberan a los dos apóstoles, aunque instán-doles a que no anuncien más el nombre de Jesús. Peroellos replican: «Por nuestra parte, no podemos dejar deproclamar lo que hemos visto y oído» (Hch 4,1-22).Detenidos nuevamente y azotados por su obstinación,Juan y Pedro abandonan el Sanedrín, felices por habersido encontrados dignos de padecer ultrajes por elnombre de Jesús glorificado (Hch 5,40-41).

Con Pedro aún, Juan visita la naciente Iglesia deSamaría y evangeliza la región: por la imposición de lasmanos del apóstol, los samaritanos reciben el EspírituSanto (Hch 8,14-25). Según la tradición, Juan sehabría instalado después en Éfeso, entre los años 67 y70, prolongando el apostolado de Pablo y de Timoteoen esta ciudad. En tiempos del emperador Domicianohabría sido exiliado a la isla de Patmos. Algunos histo-

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riadores, como Justino y Eusebio, evocan su gobiernode las Iglesias de la provincia romana de Asia, hasta sumuerte, acaecida en Éfeso, a una edad avanzada, entiempos de Trajano (98-117). Sólo Tertuliano atestiguael episodio de su martirio en Roma en una caldera deaceite hirviendo, antes de su exilio en Patmos. Enconsecuencia, la veracidad del incidente suscita lasmayores reservas. San Jerónimo lo describe al final desu vida tan quebrado por la vejez que había que llevarlea la asamblea. Como estaba demasiado débil para largaspredicaciones, se limitaba a repetir: «Hijitos míos,amaos los unos a los otros». Y como sus oyentes secansaban a veces de la monotonía de su afirmación, lesrespondía: «Éste es el mandamiento del Señor, y bastacon que lo observéis».

La tradición atribuye a Juan diversos escritos delNuevo Testamento: el cuarto evangelio y tres cartas.Sin embargo, el autor no los firma explícitamente consu nombre. ¿Se trata de una clara y deliberada inten-ción de centrar en la persona de Jesús toda la atencióndel lector dejando en la sombra al testigo que la pre-senta? Es posible, pues se trata manifiestamente de untestimonio (Jn 21,24), y el que lo da ha contado conuna experiencia particularmente directa, que basta paralegitimar el origen apostólico de estos escritos y sugerirsu atribución al discípulo que Jesús amaba. Con todo, nocabe duda de que están enriquecidos con una excepcio-nal reflexión teológica, que corta con la mayor factici-dad de los evangelios sinópticos. Estos escritos debieronde ser meditados y objeto de una paciente maduraciónen el seno de alguna comunidad. ¿Cuál es el papel exactodel apóstol Juan en este amplio itinerario del testimonio?

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Se presenta aquí una magnífica ocasión para el trabajo delos exégetas. Pero ésta es otra historia...

OratioSeñor, te damos gracias por habernos desvelado los

misterios de tu Palabra por medio del apóstol san Juan,el discípulo amado. Te damos gracias por la Palabrahecha carne que nos manifiesta el sentido de la histo-ria, de la vida, de nuestra acción.

Señor, te damos gracias porque por tu apóstol Juannos has comunicado tu misterio más recóndito, tu serintratrinitario. Gracias por habernos hecho saber queeres Amor. Gracias por habernos hecho a tu imagen:comunión de amor.

Señor, te damos gracias por habernos hecho pasarde la muerte a la vida, por haber sido ya juzgados. Porpermitirnos vivir ya aquí y ahora, en la fe, lo que nostienes preparado en el cielo.

Señor, haznos capaces de comprender y de amar lasmaravillas que nos has hecho conocer por medio de tuapóstol Juan.

ContemplatioCuando reparo en lo que hemos leído en el texto de

la epístola, que el hombre animal no puede entender lascosas que son del Espíritu de Dios, y considero despuésque entre la muchedumbre presente de vuestra Caridad

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