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LOS ESTU D IO S REGIONALES Y
LA A N TRO POLOGIA SOCIAL EN M EX IC O 1
G u il l e r m o de la P e ñ a
El Colegio de M ichoacán/CIESAS
ln Memoriam Angel Palerm (1917-1980)
¿Seguimos siendo antropólogos sociales?
En un compendioso artículo sobre la “civilización rural” europea, Emmanuel Leroy Ladurie (1979) ha señalado dos constantes en la multisecular historia de las sociedades agrarias (o “campesinas”). Primera: la estructura que presenta cualquiera de ellas en un momento dado es producto de largos procesos acumulativos: su historia es “estratigráfica”; perdura el pasado —uno y múltiple— a través de los efectos de la evolución tecnológica, los movimientos demográficos, las catástrofes naturales, la sabiduría tradicional cristalizada en símbolos. Segunda: el comportamiento de una unidad social determinada (grupo doméstico, parentela, cofradía, comunidad local) implica condicionamientos de relaciones horizontales (con unidades semejantes) y verticales (con el feudo, la iglesia, el estado, la ciudad. . . ) : un grupo agrario no se basta ni explica a sí mismo: se inserta en una estructura de clases, en un sistema de dominación más amplio.
Si aceptamos estas dos premisas como válidas también para la comprensión de las colectividades rurales latinoamericanas, empezaremos a entender los serios problemas metodológicos que han enfrentado los antropólogos sociales 2 en nuestros países. ¿De qué nos vale el refinado instrumental analítico anglosajón, orientado a la disección
microscópica de las llamadas sociedades tribales, si desdeña la historia y excluye el análisis de contextos macroso- ciales? Por otro lado: ¿podemos dedicamos a escudriñar el pasado y a analizar variables macrosociológicas sin dejar de ser antropólogos sociales —sin convertirnos en historiadores, sociólogos o economistas políticos?
¿Planteo un falso problema? ¿Son las divisiones entre las disciplinas sociales una mera arbitrariedad, una argucia de la politiquería mandarinesca? No lo pienso así: creo en la división razonable del trabajo académico, expresada en las tradiciones (o paradigmas”) que las distintas comunidades científicas mantienen vivas).
Simplificando, podemos decir, por ejemplo, que la pregunta que lanza al pasado un antropólogo social es distinta de la que formula su colega historiador, o incluso sus cofrades etnohistoriadores y arqueólogos, en cuanto estos últimos buscan establecer descripciones convincentes de hechos pretéritos, y explicar su lógica, mientras que aquél busca la lógica de la historia desde (y a causa de) la lógica del presente.
El presente, por otro lado, es para el antropólogo social el aquí y ahora del universo vivo que lo confronta en su trabajo científico: las personas humanas entre quienes realiza trabajo de campo no son un objeto de investigación sino construyen este objeto junto con el investigador: éste —en buena medida— percibe las relaciones sociales mediante las percepciones de los propios actores. En otras palabras: el presente del antropólogo social necesita contextua- lizarse. No puede prescindir de indicadores “objetivos” de la sociedad global (como los que manejan los sociólogos y los economistas); pero su interés continúa centrado en la cotidianidad multifacética que no es deducible de ningún esquema general sino debe descubrirse en la aventura de la investigación de campo.
La antropología social latinoamericana —y latinoame- ricanista—, así, sin negar su genealogía académica, ha bus
cado enriquecer su horizonte, tanto por la utilización de perspectivas expropiadas de otras disciplinas (arqueología, etnología, historia, ecología, sociología, economía, derecho comparado. . . ) como por la creación y adaptación de conceptos y métodos. Ambiciosamente, regresa a los ámbitos totalizadores de la antropología evolucionista —la ciencia del hombre— del siglo diecinueve, quizá con menos ingenuidad, ciertamente con un cambio más arduo delante de ella.3
El tejido regional
El concepto región empieza a formar parte del instrumental ampliado de nuestra disciplina. No es nuevo: examinaremos luego los significados que ha adquirido en tradiciones científicas diferentes. No se trata de una categoría trans-histórica, no expresa una definición real, no és un concepto unívoco (monotético) en tomo al cual pueda construirse un tipo ideal o una teoría general de las regiones.4 Por el contrario: es un concepto histórico, politéti- co, cuyo significado se modifica por circunstancias de tiempo y lugar. (Pero ¿no ocurre lo mismo con algunos de los conceptos clave de la antropología social: parentesco, matrimonio, religión, campesinado, sin que por ello dejen de ser útiles y necesarios?).5 Refiere a “un espacio privilegiado de investigación” (Bellingeri, 1979); pero supone un planteamiento previo de problemas a partir de teorías y conceptos “transregionales”; se trata, en fin, de un recurso metodológico de particular importancia, que puede incluso ser exigido por la propia teoría.
Que el concepto región no es unívoco lo prueban los usos variados que le han dado diversas disciplinas. La arqueología tradicional y la etnología, sobre todo cuando han estado influidas por las teorías difusionistas de cuño bda- siano, hablan de áreas o regiones culturales para indicar la distribución espacial y el ritmo de comunicación de ciertos rasgos ( traits) o patrones Qpatterns) creados o utiliza
dos por un grupo humano durante cierta época u horizonte. Para los biólogos, el concepto está inextricablemente unido al de nicho ecológico y al de ecosistema: remite a los procesos y combinaciones por los que un conjunto más o menos heterogéneo de seres vivientes coexiste y se adapta en un territorio. Los economistas “regionalizan” un país al dividirlo en espacios caracterizados por formas distinguibles de organización de los recursos y de la población; el enfoque neoclásico ha creado, además, una sofisticada “teoría de la localización” que pretende explicar las relaciones entre población y recursos, y entre las zonas rurales y urbanas, a partir de criterios de optimización.6 Los planificadores parten de las regiones económicas para establecer sus niveles diferenciados de desarrollo y buscar, con mayor o menor ingenuidad, remedios a las desigualdades; ellos mismos definen "regiones al futuro”, que supuestamente resultarían de la acción de organismos gubernamentales y planes de desarrollo.
Los geógrafos utilizan el concepto en forma más versátil. Han abandonado —me refiero sobre todo a las tendencias francesa y británica contemporáneas— la rigidez de la “región natural” para insistir en la formación histórica de los territorios, condicionada, pero no determinada, por factores fisiográficos (Brookfield, 1975; Bataillon, 1970, 1973, 1974). Recurren a las ideas de ecólogos y economistas sin olvidar que los espacios son también percibidos y realizados por quienes los habitan: en el hombre el espacio no es meramente categoría a priori de conocimiento sino experiencia acumulada, proyecto de cotidianidad que puede continuarse o transformarse. Este énfasis fe- nomenológico mucho adeuda a los psicólogos sociales (P iaget, 1948) y a los filósofos de la percepción (Bachelard, 1957); pero fueron los antropólogos sociales quienes desde hace mucho mostraron empíricamente que el concepto de espacio es socialmente creado porque es socialmente vivido: recuérdense los análisis de Marcel Mauss (1904-1905)
sobre los esquimales, los de Evans-Pritchard (1940) sobre los nuer, de Leach (1954) sobre los kachín o de Peters (1960) sobre los beduinos. Recogido este enfoque por los geógrafos, y yuxtapuesto a enfoques más objetivizantes”, puede formularse una definición compleja (aunque no real) de región:
. . .se presenta como un espacio medio, menos extendido que la nación o el gran espacio de civilización, más vasto que el espacio social de un grupo y a fortiori que un lugar.7 Integra lugares vividos y espacios sociales con un mínimo de coherencia y especificidad, que hacen de la región un conjunto que posee una estructura propia (la combinación regio- na'l), distinguible por ciertas representaciones en la percepción de los habitantes y los extraños (las imágenes regionales). La región es menos netamente percibida y concebida que los lugares de lo cotidiano o los espacios de la familiaridad. Pero constituye, en la organización del espacio-tiempo vivido, Una envoltura esencial, anterior al acceso a entidades mucho más abstractas, mucho más desviadas de lo cotid ian o ... (Frémont, 1976: 138).
Continúa el mismo autor distinguiendo entre regiones fluidas, arraigadas y funcionales, según la mayor o menor rigidez de las prácticas sociales de los grupos que dan significado a una región; el primer tipo correspondería a trashumantes, el segundo a campesinos, el tercero a economías modernas —a sociedades orgánicamente planeadas (Frémont, 1976: 139-161).
Por último debemos hablar del tratamiento que del término región hace la historia social contemporánea. La escuela de Lucien Fabvre y Marc Bloch, al romper con la historiografía superestructural y anecdótica, insistía en la necesidad de una “geografía histórica”, de la búsqueda por el arraigo espacial de los acontecimientos, del conocimiento “de los fundamentos naturales ofrecidos a las fuerzas productivas desarrolladas por el hombre en cada una de las etapas atravesadas por la economía” (Vilar, 1979a: 13).8 Por otra parte, la llamada historiografía coyuntural
(Labrousse [1962], Hamilton [1947], en México Flores- cano [1969]) insistía en las variaciones a largo plazo, de- tectables en series estadísticas continuas, que no pueden explicarse por constantes geográficas o estructuras intemporales, sino exigen modelos interpretativos más complejos. Pero ¿cuál es el sujeto de estas variaciones? ¿Es el estado moderno el marco —la condición— de la historia, o por el contrario la historia de los segmentos sociales, las clases, las regiones debe emprenderse para entender la configuración histórica del estado? A su vez, estas realidades 'm enores” ¿no surgen históricamente?
La respuesta a tales interrogantes la empiezan a dar, por un lado, los historiadores locales o parroquiales (Luis González [1968] en México, Emmanuel Leroy Ladurie [1966, 1975] en Francia, Alan Macfarlane [1977] en Inglaterra. . . ) y por otro lado los historiadores del “hecho nacional” en es';ados multinacionales (sobre todo Pierre Vilar en su estudio de Cataluña). Ambos tipos de historiadores hacen historia regional. En los primeros, la región es un marco de referencia que surge irremediablemente al hablar de fenómenos locales —pero que varía a través del tiempo—, cuyos componentes “estratigráficos” son las oleadas de poblamiento, los sistemas de propiedad territorial y su concreción en patrimonios y heredades, los sistemas de producción agraria y de organización del trabajo, la movilidad de la mano de obra, las formas de dominación administrativa e ideológica y sus dimensiones espaciales, las configuraciones simbólicas (lengua, arte, ritual), la conciencia de un espacio propio. . . Los segundos cuestionan radicalmente la correspondencia entre estado y nación: niegan que el hecho nacional pueda subordinarse a factores de continuidad política. No es lícito, entonces, hablar de “la España una, entera, gloriosa, tal como salió del crisol romano, tal como nuestro imperio del siglo XVI volvió a integrarla” (García Rives y Gil Robles, 1922: 267),9, o de la Francia, o la Alemania, o la
Gran Bretaña (o el México). La nación es la historia de un tejido inextricable de etnia, política y economía, y la región --en la acepción de los historiadores nacionales- es la expresión espacial de tal tejido.10
Me referiré en las páginas que siguen a algunos ejemplos de investigación de antropología social en México donde se han utilizado enfoques regionales. La lista no pretende ser exhaustiva: selecciono los ejemplos que me parecen más significativos.
Manuel Gamio y la “población regional” del valle de T eotihuacán
La antropología social profesional e institucionalizada nació en México cuando, en 1917 y en plena euforia revolucionaria, Manuel Gamio —egresado de la Escuela Internacional de Antropología que funcionó en México desde 1911 hasta 1920, y de la Universidad de Colum- bia—, fundó la Dirección de Antropología, dependiente de la Secretaría de Agricultura y Fomento.11
Para definir el programa de actividades de tal dirección, Gamio, considerablemente adcVntado a su época, partía del problema de i a falta de integración cultural y socioeconómica entre los di verdor, p it id o s étnicos ("raciales”, di-. . O - ̂ 7ce él) del país, y planteaba cono explicación las relaciones de desigualdad y opresión existentes: las leyes de “las minorías dirigentes” son un “azote” que “sojuzga y explota” a “las mayorías indígenas” (Gamio, 922, I: XXVIII).12 La Revolución Mexicana debía formular nuevas leyes, científicamente fundadas, que promovieran y guiaran “el desarrollo moral, económico y artístico de las llamadas razas indígenas”. La antropología social, para Gamio, no podía aspirar a ser ciencia sino como antropología apli-
' cada: debía emprender —con la ayuda ineludible de otras ‘ disciplinas científicas— un estudio exhaustivo de las poblaciones indígenas, en sus aspectos ecológicos, biomédi-
;:fcos, árqueológicos; ^tnohistóricós-, lingüísticos, sociales, eco-
nómicos y culturales, con el fin de promover sus tendencias naturales a la evolución social y el progreso (cf. Ga- mio 1919, y las editoriales de la revista Ethnos, que Ga- mio fundó y dirigió). Ahora bien:
Como sería imposible abordar de una vez el estudio de todas las poblaciones regionales de la República, se resolvió seleccionar las principales áreas en que habitan grupos sociales representativos de esas poblaciones... [C]on tal ob jeto ...[se realizó] la siguiente clasificación de zonas en las que, oportunamente. se fijarán las regiones típicas por investigar: 1) México, Hidalgo, Puebla y Tlaxcala; 2) Chihuahua y Coahuila; 3) Baja California; 4) Sonora y Sinaloa; 5) Yucatán y Quintana Roo; 6) Chiapas; 7) Tabasco y Campeche; 8) Veracruí y Tamaulipas; 9) Querétaro y Guanajuato; y 10) Jalisco y Michoacán.Estas zonas comprenden los diversos aspectós físicos, climáticos y biológicos del territorio nacional, y las poblaciones que las habitan sintetizan las diversas características raciales, culturales, económicas y lingüísticas de la población total de la república ( . . . ) (Gamio 1922, I: x i).
Planeaba Gamio que la Dirección a su Cargo emprendiera diez investigaciones, sobre otras tantas muestras típicas de las poblaciones regionales. Sólo pudo llevarse a cabo la primera. Gamio seleccionó la población del valle de Teotihuacán como representativa de la región del México central. Se reunió un equipo multidisciplinario, donde participaron ingenieros, geógrafos, geólogos, abogados, etnohistoriadores, lingüistas. . . Dos años fueron dedicados a trabajo sobre el terreno y de gabinete, y al levantamiento de un censo socioeconómico —el primero de esta naturaleza en nuestro país—. En 1922 se publicó La yo- blación del valle de Teotihuacán: tres volúmenes que reunían una docena de mónografías de especialistas y una introducción general. En ésta, Manuel Gamio esbozaba la metodología y las conclusiones geñerales. Insistía en la necesidad de crear conciencia en la población local so
so
bre la grandeza de su pasado y los “valores positivos” de su cultura. Al mismo tiempo, la población debía superar las “características negativas” de esa misma cultura e incorporarse —a un ritmo adecuado— a los beneficios de la civilización moderna. Proponía —además de la restauración y recuperación de la zona arqueológica— la revitalización de las técnicas agrícolas y cultivos tradicionales v su mejoría —no reemplazo— por el contacto con tecnologías contemporáneas; el respeto y estímulo a las artesanías e industrias locales (no su destrucción y sustitución por industrias modernas), donde pudiera expresarse sin cortapisas el sentido artístico indígena; y, sobre todo, la im- plementación de un programa regional de educación comunitaria, que no simplemente alfabetizara sino se adaptara plenamente a la situación local.
Por a va tares políticos, Gamio abandonó en 1925 la Dirección de Antropología, que fue entonces suprimida. Se suspendió el ambicioso plan de estudiar todas las regiones del país y descubrir así el “sistema social complejo que articulaba los distintos segmentos de la sociedad nacional” (Bonfil 1970:166). Seguramente otros laboratorios de la talla del proyecto teotihuacano hubiesen perfeccionado la metodología regional multidisciplinaria de Gamio, cuyos titubeos son todavía muy obvios en el trabajo de Teotihuacán. Más allá de ciertas ideas vagas de difusión cultural (prestadas de Boas), no se llegaron a definir criterios precisos para dividir una región de otra, ni para seleccionar la población tipo dentro de una región13. El plantear ingenuamente una continuidad lineal entre el esplendor clásico teotihuacano y la época actual indicaba una ausencia de esquemas que relacionaran sistemá- ticamente pasado y presente; en qué sentido Teotihuacán podía definirse como la misma región en 1922 y en 500 A.C. Aguirre Beltrán (1972 :205) ha criticado además el concepto atomístico y positivista que Gamio tiene de la cultura (de nuevo, tomado de Boas), que lo lleva a
si
distinguir entre elementos materiales e intelectuales “positivos” y “negativos” como si se tratara de partes yuxtapuestas y no de un sistema sociocultural.
La obra de Gamio la continuaron, en la medida de ¿o posible, los antropólogos indigenistas mexicanos. Por ejemplo, Carlos Basauri había iniciado dentro de la Dirección de Antropología una recopilación etnográfica sobre los grupos indígenas de México, que terminó años más tarde en el Departamento de Educación Indígena, creado en la Secretaría de Educación Pública durante la época de Cárdenas. El resultado de esta recopilación fueron los tres tomos de La población indígena de México (1940) que, pese a sus grandes limitaciones teóricas y metodológicas, llenó un importante vacío. Por su parte, Moisés Sáenz, en 1932, fundó en Carapan una “estación experimental de incorporación del indio”, en la zona de La Cañada, Michoacán, con propósitos de investigación multidisciplinaria y acción concentrada de agencias gubernamentales de diversa índole. Lamentablemente, el experimento fracasó y se desmanteló antes de cumplir un año (cf. Sáenz, 1936).
Sin embargo, tocaría a Gonzalo Aguirre Beltrán ser el heredero efectivo de la preocupación regional de Manuel Gamio: fue el quien formuló, en las décadas de 1940 y 1950, una metodología de estudios regionales que relacionaba sistemáticamente el concepto de cultura con el de sistema social, así como las dimensiones sincrónica y diacronica. Pero, antes de analizar su obra, conviene detenernos en otras investigaciones que le sirvieron —junto con la de Gamio— de antecedente y guía.
Robert Redfield y la península de Yucatán
Entre 1930 y 1945, el Instituto Carnegie, de W ashington, en colaboración con la Universidad de Chicago,
el Viking Fund y el recién fundado* Instituto Nacional de Antropología e Historia, auspiciaron una serie de ínves-
tigaciones en Mesoamérica, y en particular en el área maya: Yucatán, Chiapas, Guatemala (cf. al respecto Beals et al. 1943, Goubaud et al. 1944, Redfield y Tax 1947). En estas investigaciones participaron un grupo de jóvenes antropólogos norteamericanos y mexicanos (destacan los nombres de Femándo Cámara, Calixta Guiteras, Isabel Horcasitas, Arturo Monzón, Ricardo Pozas, Robert Redfield, Sol Tax, Alfonso Villa Rojas), quienes produjeron varias monografías y un libro conjunto: Heritage of Con~ quest (1952), el primer intento de discutir la información disponible en torno a problemas clave de la antropología social mesoamericana. Para los propósitos de este ensayo, nos interesa la obra de Robert Redfield, quien es en nuestro medio “quizás el primero [en] sentar las bases sistemáticas de una teoría socio-antropológica” (Comas 1964 : 33).
Venido de la Universidad de Chicago, este antropólogo hizo trabajo de campo en Morelos al final de la década de 1920, y en Yucatán durante la década de 1930. Traía a sus investigaciones los múltiples intereses de ese centro académico, entonces el más importante para las ciencias sociales en EE U U : a las teorías de difusión cultural aún dominantes podía sumar el evangelio funciona- lista que había ido a predicar Radcliffe-Brown; al conocimiento de los estudios urbanos que iniciaran los ecologistas de Chicago añadía el descubrimiento del campesinado que para la vida académica norteamericana hicieran Thomas y Znaniecki (1918)14, así como las preocupaciones fenomenológicas de estos últimos autores y de los discípulos de Meade.
El primer libro de Redfield —Tepozüán (1928)— se esforzaba en mostrar la coexistencia y coalescencia de rasgos culturales heterogéneos —“indígenas” y “españoles”— en una comunidad en estado de equilibrio social. Los trabajos sobre Yucatán —y en particular el libro T he folk culture of Yucatan (1940)— buscaban encontrar un gradiente social existente en las poblaciones de una región
precisa, determinado en base a los tipos sociales de Maine, Morgan, Durkheim y Toennies {status/contrato, sodetas /civitas, solidaridad mecánica/solidaridad orgánica, Ge' meinschaft/Gesellschaft) y a las innovaciones culturales difundidas a partir de un centro urbano.
La heterogeneidad cultural en un espacio —la península de Yucatán— que, de alguna manera, se presentaba como unitario, era pues el problema central de investigación de Redfield y sus colaboradores (Hansen, Villa Rojas, Margaret Redfield). La región se definía de acuerdo a varios criterios: uniformidad ecológica (suelo plano, calcáreo y poroso, seco) sólo matizada por la variabilidad pluvial; gran aislamiento (en esa época sólo se accedía por el puerto de Progreso); tradición cultural compuesta por dos elementos combinados ( “lo maya” y “lo español”); existencia de un foco exclusivo de innovación cultural: la ciudad de Mérida; conciencia regional que incluso condujo a ciertos yucatecos a intentos independentistas. Al describir la morfología interna de la región, Redfield acudió a los mismos criterios o variables y planteó la existencia de variaciones concomitantes. La zona ecológicamente más “salvaje” —la jungla tropical del sureste— era también la que presentaba mayor aislamiento, menor exposición a innovaciones, predominio de lo maya sobre lo español, conciencia localista más acusada. La zona noroeste era la más domesticada agrícolamente —predominaba la plantación henequenera—; su economía, vinculada al mercado m undial vía Mérida y Progreso —situadas en esta zona— combinaba la agroindustria con el comercio y los servicios urbanos; las innovaciones culturales ocurrían continuamente y producían una conciencia cosmopolita. Entre ambas existía una zona intermedia (geográfica, ecológica y culturalmente): la franja maicero—ganadera, la más poblada de todas.
La región, así, resultaba ser un espacio internamente diferenciado que podía analíticamente situarse en una
escala graduada en términos de la intensidad y frecuencia de la innovación cultural, pues en último término éste era el factor determinante: incluso la ecología aparecía como variable dependiente. Sociológicamente, la escala correspondía a un continuum que iba desde la comunidad folk15 a la comunidad urbana, pasando por la comunidad campesina. Redf'ield seleccionó cuatro localidades ejemplares en puntos diferentes del continuum; en ellas, la diferenciación obedecía al ritmo de la difusión de innovaciones, mediante la acción de tres procesos básicos: desorganización, sécula rización, individualización. Tusik, la comunidad folk de *'‘indios tribales”, expresaba su perfecta organización funcional en una visión colectiva del mundo que fundía lo sagrado y lo profano e integraba a los individuos en un todo armónico. Chan Kom, la comunidad campesina, conservaba cualidades armónicas; pero la penetración de elementos foráneos —dinero, valores de consumo y prestigio urbanos, lengua castellana— empezaba a desorganizarla y a demandar ámbitos de acción secular e individual. En Dzitas, la pequeña ciudad —situada, como Chan Kom, en la franja maicera— la desorganización iba más lejos: dividía a la gente en clases, privilegiaba las transacciones monetarias, resultaba de —y a la vez aceleraba— los múltiples contactos extemos, heterogéneos. Mérida se definía por la heterogeneidad, los cambios acelerados, los valores monetarios.
La crítica al modelo de Redfield
El valor del esquema de Redfield lo muestra sobre todo que pudo generar un enorme volumen de investigación social16 que trascendía el ámbito comunitario y mostraba una lógica en los procesos de cambio y las relaciones entre comunidades. Más aún: Redfield planteaba que las diferencias socioculturales debían explicarse a partir de la sociedad global: ésta genera a los campesinos e indígenas en cuanto tales. La investigación empírica
también mostró las insuficiencias del modelo. Por ejemplo, en los propios trabajos de Redfield y sus co-investigadcres aparecían explícitamente muchos datos que escapaban a las explicaciones del continuum folk-urbano. Los habitantes de la armónica Tusik habían jugado un papel importante en un vasto conflicto social a mediados del siglo XIX —la Guerra de Castas de Yucatán— y todavía en el momento en que los estudió Villa Rojas cultivában chicle para intercambiarlo por armas y pólvora. Era ademas raro que los ejemplares exponentes de la cultura maya incontaminada tuvieran una simboWía religiosa netamente cris-o oliana. Chan Kom resultaba haber sido fundada recientemente; ¿por qué surge de súbito una comunidad “de transición”? Dzitas había crecido a raíz de la aparición —¿de la nada?— del ferrocarril. Mérida había sido un pueblo soñoliento hasta la segunda mitad del siglo XIX, cuando se convirtió en un detonador de innovaciones. En otras palabras: en la historia real de las comunidades —en sus procesos de cambio concretos— parecían ser de primordial importancia factores que iban más allá del proceso abstracto y autojustificado de difusión de innovaciones17.
Las incongruencias empíricas del modelo folk-urbano fueron pronto señaladas por numerosos críticos; el más famoso, Oscar Lewis, realizó una etnografía exhaustiva del mismo pueblo de Morelos que estudiara Redfield y rechazó empíricamente la pertinencia del concepto de desorganización; pero no mostró interés en sistematizar las relaciones entre el ámbito comunitario y el ámbito regional, ni ofreció un modelo explicativo alternativo.18 Este se fraguaría en los. años cincuenta —me refiero al campo de la antropología— dentro de la corriente de la ecología cultural neoevolucionista. A esta corriente haré referencia más amplia en los próximos apartados; ahora me limitaré a hablar de uno de sus seguidores, Arnold Strickon, quien en 1965 publicó un artículo —“Hacienda and plan-
tation in Yucatán”— donde por primera vez se presentó un modelo que reinterpretaba globalmente los datos de la península yuca teca.
La región como una historia de organización territorial
Strickon aceptaba que Yucatán era una región, es decir, que podía considerarse como unidad de análisis; pero a las variables definiíorias de Redfield añadía dos, que llevarían mayor peso explicativo: la organización territorial de la economía (a partir de la conquista española) en función de un mercado externo, y los mecanismos regionales de control político sobre recursos y fuerza de trabajo. Ambas variables debían ser asumidas históricamente: sostenía el autor que la morfología interna de las . comunidades estudiadas por Redfield mostraba un momento de un proceso evolutivo múltiple cuya lógica no era la de la difusión progresiva de innovaciones sino la de la organización diferencial y complementaria de los recursos. Así, la distribución de distintos tipos de comunidad en la península debía explicarse “en términos de las adaptaciones cambiantes de diversos tipos de comunidades rurales a HABITATS y nichos ecológicos-culturales específicos y variados.” Tales nichos, a su vez, “formaban parte de un sistema socieconómico global y comprehensivo, y cambiante a través del tempo” (Strickon, 1965:36).
La economía territorial yucateca se caracterizaba por ausencia de minas y drásticas limitaciones en el potencial productivo de la tierra. En el siglo XVI, los españoles introdujeron la ganadería extensiva como producto de exportación. Los mecanismos de control de recursos fueron la hacienda, la encomienda y la comunidad indígena. Las haciendas —ingentes propiedades— abarcaban suelos de pastoreo en la zona norte y de agricultura maicera en la franja intermedia. La ganadería extensiva no requería cantidades grandes de mano de obra; la hacienda, así —a
diferencia de otras regiones de México— no reclutó masivamente indios como trabajadores de tiempo completo. Quienes tenían esta ocupación, podían además combinar su trabajo de vaqueros con cultivo de maíz para su propia alimentación. Pero la hacienda también producía maíz mediante el trabajo periódico de los habitantes de las comunidades indígenas campesinas. Estas, aunque existían desde antes de la conquista, fueron reorganizadas por los españoles como reservas de mano de obra, y proliferaron sobre todo en la franja intermedia —pero también surgieron en la zona del sureste. Tenían, a veces, su propia tierra; a veces, recibían tierra del hacendado19. La encomienda —que en Yucatán persistió hasta bien entrado el siglo XVIII— era el mecanismo que otorgaba a un empresario el derecho de recibir tributos de trabajo indígena.
La independencia de España, ocurrida en 1821, trastornó los sistemas de exportación de ganado. A lo largo de la primera mitad del siglo XIX, un nuevo producto de exportación se fue afianzando: el azúcar. Surgieron plantaciones de caña dulce para sustituir a la vieja hacienda ganadera. La tierra más codiciada fue la del sur, donde existía mayor precipitación pluvial. Se despojó de sus tierras a muchas comunidades indígenas. El nuevo cultivo requería grandes cantidades de trabajo intensivo, para el que se reclutaron indios masivamente y por la fuerza. El trabajo de plantación competía con el de la producción de maíz; hubo escasez crítica del grano. En esta coyuntura, en 1847, ocurrió la Guerra de las Castas. Sofocada a sangre y fuego, algunos grupos rebeldes escaparon a lo más profundo de las selvas del sureste, donde se organizaron en comunidades compactas y defensivas —de las que Tusik es un ejemplo—.
Durante la segunda mitad del siglo XIX, Yucatán tuvo del mercado mundial una demanda sorpresiva de un producto indígena hasta entonces poco importante: el henequén. El enorme boom henequenero reorganizó de nue
vo el territorio: las plantaciones de este producto crecieron y se consolidaron en la zona noroeste, la más propicia climáticamente. Mérida creció en función del henequén y se convirtió en la suntuosa residencia de una élite ahora millonaria. Los trabajadores permanentes vivían dentro de las plantaciones, pero las empresas necesitaban además mano de obra estacional y maíz —el alimento de los trabajadores— producido en tierras más propicias. Para proporcionar ambos surgieron —o se reconstituyeron— comunidades campesinas como Chan Kom. El ferrocarril se ramificó por la península para transportar el henequén y también a los trabajadores estacionales y sus granos; así crecieron pequeñas ciudades como Dzitas.
El proceso de reforma agraria y política que ocurría en el momento del estudio de Redfield no implicaba una mera intensificación de las comunicaciones sino el comienzo de otra nueva organización de la economía territorial.
Sin embargo, Strickon no se interesó en analizar las repercusiones de los cambios posteriores: fluctuaciones críticas del mercado mundial henequenero, disolución del latifundio y creación de empresas estatales, resurgimiento del ganado, ampliación de las comunicaciones, creación de zonas turísticas. . . Actualmente, con dificultad podría Yucatán definirse como un sistema socioeconómico; pero, si bien la península hoy constituye una región fragmentada, no es posible entenderla sino como resultado de un proceso de desintegración.
Julián Steward y Gonzalo Aguirre Beltrán
El abanderado de la corriente ecológico-evolucionis- ta (donde debe ubicarse a Strickon) fue Julián Steward, quien publicó en 1950 un trabajo sobre investigación regional ( “área research”) y en 1951 otro donde desarrollaba sus conceptos sobre los niveles de integración sociocul- tural (cf. también Steward 1956): estos últimos permitían analizar la existencia simultánea y complementaria
de formas compactas de organización local y formas complejas de organización supralocal (es decir: las segundas no suponen —como quería Redfield— la supresión o desorganización de las primeras). El cambio sociocultural no ocurre aleatoriamente sino conforme a principios de evor lución; pero esta evolución es multilineal: implica desarrollos paralelos no homogeneización.20
Entre 1943 y 1946, Steward dirigió el Instituto de Antropología Social de la Institución Smithsonian, y desde ahí propició los estudios de área en México: el Proyecto Tarasco, donde participaron Ralph L. Beals, Pablo Velázquez, George M. Foster, Donald Brand, Gabriel Os- pina y Pedro Carrasco, y el Proyecto Totonaco, realizado por Isabel Kelly, Angel Palerm y Cristina Alvarez. Estos proyectos produjeron algunas de las mejores monografías comunitarias que se han hecho en nuestro país21 y sentaron las bases para la posterior reflexión metodológica regional. Tal reflexión la harían tanto los propios participantes en los proyectos de la Smithsonian (vgr. Angel Palerm, de quien hablaremos más abajo, y Donald Brand [1952]) como algunas figuras externas a los proyectos que posteriormente recuperaron la información existente y la combinaron con nuevos materiales en síntesis nuevas: los geógrafos Dan Stanislawsky (1947, 1952) y Robert C. West, y el antropólogo Gonzalo Aguirre Beltrán.
Brand, Stanislawsky y West, en el área purépecha, ensayaron las armas de la geografía cultural: la historia humana moldea al paisaje y es a su vez por él moldeada. Aguirre Beltrán, por su parte, realiza en la misma área y en los años 1949 -1950 una vasta investigación de campo, auspiciada por el Instituto Nacional Indigenista (creado en 1946) y la Comisión del Tepalcatepec (creada en 1947), cuyo producto es el libro Problemas de la población indígena en la cuenca del Tepalcatepec (1952). Como Gamio y Sáenz, Aguirre insiste en la importancia de proyectos gubernamentales que coordinen a nivel regio
nal la multiplicidad de agencias que, con gran dispersión y desperdicio de recursos, operan en las áreas indígenas y rurales. Como Redfield, destaca que las comunidades campesinas y /o indígenas deben entenderse en el contexto de sus relaciones regionales con zonas urbanas. Como Steward, niega la unilinealidad de los procesos de cambio sociocultural (aunque para Aguirre el concepto analítico clave al respecto no es evolución sino acultura- ción). Afirma además Aguirre Beltrán la necesidad de entender históricamente las interrelaciones de áreas ecológicas y culturales, por una parte, y por otra la interacción de distintos niveles y formas de organización.22 Véase, por ejemplo, lo que escribe a propósito de la organización económica:
La economía de la meseta tarasca está íntimamente ligada a la economía de la Cuenca del Tepal- catepec; ésta a su vez es parte integrante de la economía nacional de signo capitalista; sin embargo, la economía tarasca no puede clasificarse como una economía capitalista (. . .) La dinámica de la acul- turación al actuar sobre los modos de obtener !a diaria subsistencia que caracterizaron al tarasco de la época anterior a la Conquista, primero; del tarasco sometido al régimen colonial, después; y, en el presente, en fin, del tarasco preso en las mallas del imperialismo industrial que norma !a conducta de las grandes naciones del mundo occidental imprimió a las compulsiones que sobre él se ejercieron y ejercen las mod:f daciones que le dictaron las ideas y conceptos de su cultura tradicional. De esta manera la economía de la Meseta Tarasca adquirió un tono peculiar que impide situarla dentro de los casilleros — primitiva, preindustrial, capitalista— comúnmente en uso. No es, ciertamente, una mezcla indiferente de los tres sistemas sino. una notoria integración de formas y metas económicas en
.equilibrio inestable ( . . .) (1952: 233).En otras palabras: a los indígenas no se les puede en
gender, sin -entender a.los no indígenas (mestizos, ladinos, blancos) y viceversa; más aún, muchos componentes de
"lo indígena” existen como resultado de la articulación inter- rultural. En 1953, Gonzalo Aguirre Beltrán publicó Formas de gobierno indígena, el primer libro de antropología política mexicana, que incluía estudios sobre las áreas tarascas, tarahumara y tzeltal-tzotzil23. Una de las tesis centrales en la obra es que no es posible comprender —ni en el pasado ni en el presente— la estructura de poder en los grupos y comunidades indígenas sino cuando éstos son vistos como parte integrante, y subordinada, de estructuras de poder regional y nacional. La variable poder intercul- tural —ignorada por Redfield— permitirá construir cinco años más tarde, en el libro El proceso de aculturación en M éxico:
. . . la s comunidades ( . . . ) forman parte de una estructura regional que tiene como epicentro una ciudad mestiza con la que las comunidades indígenas satélites guardan una relación de interdependencia que varía de región a región y de comunidad a comunidad. Las relaciones posicionales entre el núcleo y los satélites quedaron establecidas desde la lejana época colonial y así llegaron en equilibrio inestable, hasta que la Revolución trastocó la vieja estructura al favor de profundas alteraciones en las formas de la tenencia de la tierra, en los patrones de dominancia política y, en lo general, en todas las instituciones que sostenían la antigua integración (1958 [1970: 17]).
Páginas adelante (56 ss.) explora el autor la importancia histórica de la institución de la hacienda en la delimitación de territorios regionales y la subordinación indígena. Pero es sobre todo la ciudad, en la concepción de Aguirre ( ibid.: 149-141), la que jugará un papel determinante en la delimitación regional. En un nuevo libro, pone en circulación el término región de refugio para denominar las zonas donde viven— “extranjeros en su propia tierra”, sujetos a una “ecología enemiga”, atrapados en una “economía dual”, víctimas de un “proceso dominical”-— los indios, “en dependencia y subordinación respecto de la ciudad que establece la ley y el orden y para
é2
ello emplea mecanismos de coerción física ( . . . ) ” (1967: 40). La 'acción indigenista” puesta en marcha por la Revolución mexicana, por tanto, debería ejercerse desde la metrópoli regional (de ahí el término Centro Coordinador para designar a las delegaciones del I N I ) : mediante la reforma agraria, la educación, las comunicaciones, la salubridad, la extensión agrícola, la promoción económica. . . se rompería la injusta integración regional y se crearía —sin subvertir la unidad regional existente— una nueva forma de integración, basada en los ideales de igualdad social y respeto intercultural del México contemporáneo.
La madurez de la antropología social mexicana
Las ideas de Aguirre Beltrán no sólo generaron uno de los programas formalmente más formidables de la historia de la antropología aplicada24 sino también un número importante de investigaciones antropológicas dentro y fuerá del IN I, en México, y en Tlaxiaco, ciudad de la Mixteca oaxaqueña, por el antropólogo centroamericano Alejandro Marroquín, a principios de la década de los 50; se especifica ahí la función comercial de la ciudad como un mecanismo clave en el proceso de dominio regional intercultural. La 'profunda contradicción entre el núcleo urbano de la cabecera y el resto del distrito” (M arroquín 1957: 239), implicada en la relación de explotación existente entre el acaparador mestizo v el campesino indígena, no desaparece tras la Revolución y el reparto agrario: adquiere nuevas modalidades e incluso se agudiza. ¿Desaparecerá por la acción de un Centro Coordinador?
N o es éste el lugar para evaluar los resultados de la acción gubernamental indigenista ideada por Aguirre Beltrán.25 Cabe sin embargo hacer notar que su esquema no incluye el análisis de los aparatos estatales contemporáneos (como el propio IN I) sino en cuanto son (supuestamente) capaces de romper la estructura de do
minio regional existente: no se examinan ni se intentan explicar las contradicciones engendradas por la propia acción del Estado, ni las condiciones en que éste modificao mantiene los límites regionales. Por otro lado, el modelo metrópoli solar/comunidades satélite, formulado sobre todo a partir de la región tzeltal-tzotz.il, aunque era una herramienta valiosa para entender ciertas regiones indígenas, no funcionaba en otras; sin embargo, no hubo dentro de la antropología indigenista mucha discusión al respecto, quizá porque criticar el modelo implicaba criticar la política de los centros coordinadores. Uncida al carro del Estado, la teoría de la región intercultural perdió su propio impulso y se estancó a partir de 1960.
¿Qué pasa, entre tanto, con la antropología social en México fuera del Instituto Nacional Indigenista? En su trabajo panorámico sobre ella, José Lameiras (1979: esp. 152 ss.) establece los hitos importantes cíe su crecimiento y consolidación a partir de 1940: la fundación de instituciones académicas (Instituto Nacional de-.Antropología e Historia, Escuela Nacional de Antropología e Historia, El Colegio de México, Universidad.. Iberoamericana, Instituto de Investigaciones Históricas de la U N A M . . .etc.-)? las actividades de difusión de la Sociedad Mexicana de Antropología, la fundación de múltiples revistas y programas de publicaciones. . . Desde 1950 ha contado la EN AH con grupos crecientes de estudiantes interesados en el análisis sociocultural del México contemporáneo, :uya desilusión del indigenismo gubernamental no ha sido menor que su desprecio por la antropología norteamericana. A pesar de que México se fue con virtiendo en una especie de coto de investigación de parvadas de yanquis que. producían tesis doctorales (estudios .de. comunicad, en su mayoría), la colaboración entre los mexicanos. v.si:s primos del norte disminuyó. El marxismo fue adquirien<Jo caria de ciudadanía en, la nueva ap tropología .(hasta ^convertirse en su acervo conceptual dominante); pero él marco
fundamental de la investigación empírica continuó siendo la región.
Ha varias vertientes de investigación regional no indigenista en la antropología mexicana contemporánea. M- voy a referir a una de ellas.
Eric W olf y Angel Palerm
Quienes mejor han representado la comente ecoló- gico-neoevolucionista en México han sido probablemente Angel Palerm y Eric Wolf. Aunque vinculados a Steward ambos se sitúan en una amplia perspectiva intelectual donde convergen la historia de las instituciones jurídicas
, que floreció en España en la preguerra y luego se transterró a México, y el marxismo crítico de la escuela de Frankfurt (W ittfogel particularmente). Además, en la Escuela Nacional de Antropología e Historia ambos recibieron el influjo de dos grandes figuras que escapan a la fácil clasificación: Pablo Martínez del Río y Paul Kirchoff, así cottso
la de un contemporáneo arqueólogo: Pedro Armillas. Tanto Palerm como W olf realizaron trabajos de campo donde se combinaba la observación malinowskiana con los inventarios etnológicos y la exploración arqueológica; ambos investigaron de este modo en varias zonas del valle de México.
Palerm, por su parte, realizó investigaciones en el Totonacapan (centro de Veracruz, norte de Puebla, oriente de Hidalgo) y en el sur del estado de México. Su preocupación fundamental era el surgimiento de formas de poblamiento en relación con formas diversas de producción agrícola. Su hipótésis (sustancialmente probada por numerosas evidencias aportadas por él y sus discípulos): en las condiciones prehispánicas de desarrollo de las fuerzas productivas (falta 'de arado y animales de tiro, tecnología deficiente en materia de transporte y metalurgia) sólo pedían generarse excedentes agrícolas significativos mediante la'agricultürá de riego. Por tanto, donde encontre
mos concentración de población encontraremos también riego y además un sistema de diferenciación de clases que permita a un grupo dominante encargarse de la organización y el control de los sistemas hidráulicos. Las transformaciones demográficas que se den a través de la historia (colonial, moderna y contemporánea) en una región agraria sólo podrán entenderse en función de las transformaciones de las otras dos variables: sistemas de producción y estructuras de poder (cf. Palerm 1972, 1973, 1980; Rojas, Strauss y Lameiras 1974; Boehm de Lameiras (1980).
En cuanto a Wolf, fue el primero en México en insistir en que los campesinos, lejos de ser transicionales o residuales, han cumplido un papel específico en la sociedad regional y nacional; señaló en particular su funcionalidad complementaria a los sistemas de hacienda y plantación. Siguiendo a historiadores como Silvio Zavala y José Miranda, destacó que la diversidad cultural del país no podía desligarse de la diversidad de situaciones jurídicopolíticas existentes para las diferentes categorías sociales, y que a su vez tales variables no eran independientes de los sistemas de producción agraria donde la persistencia de la comunidad campesina resultaba necesaria o al menos conveniente (W olf 1955a, 1956, 1966).
Un estudio de la región del Bajío, realizado por W olf (1955b) en la década del cincuenta, mostró cómo esta región en el siglo XVIII articulaba una serie de segmentos interdependientes: la empresa minera, que proletarizaba a sus trabajadores y demandaba alimentos para hombres y bestias así como una gran variedad de artículos requeridos por los sistemas de producción; las haciendas agroganaderas que surtían a las minas de alimentos, cueros, bestias de tiro; las empresas textiles y en general las pequeñas industrias y artesanías, cuya demanda provenía a la vez de minas y haciendas; las empresas comerciales y transportistas; las comunidades campesinas; los ranchos; las burocracias... Wolf se interesó en explorar la función de los mec^nis-
mos de articulación regional, tanto internos como externos: algo que la teoría de niveles de integración sociocultural había dejado bastante oscuro. Tales funciones de bróke- rage económico y político se veían a veces investidas en instituciones; otrás veces las adoptaban individuos. Las ciudades del Bajío —varias ciudades, no una sola “metrópoli”— crecieron en tomo a la minería, la industria y el comercio; fueron, amén de núcleos de articulación y poder regional, crisoles de mestizaje, donde los indígenas descam- pesinizados, los africanos libertos y los blancos empobrecidos se fundían én una nueva masa de mineros asalariados e independientes, pequeños empresarios comerciales y a- grícolas, lumpenproletarios: los ejércitos de la insurgencia de 1810. N o ocurrió tal amalgama biocultural —no en forma tan arrolladora— en regiones del sur y el centro del país sino en las zonas de frontera: donde la producción y los sistemas de dominio se desplegaban en espacios de escasa población prehispánica (cf. W olf 1953),,.
Los estudios del Acolhuacan septentrional
En 1954 y 1955 W olf y Palerm publicaron conjuntamente dos artículos sobre la región del Acolhuacan septentrional —coincidente con el territorio del antiguo señorío de Texcoco—, que se extiende al occidente del lago de Texcoco, en las fronteras del valle de México. Su interés era descubrir la lógica de las transformaciones en esta región, que se presentaba diferenciada (en términos culturales, ecológicos y económicos) tanto internamente como respecto del resto del valle de México, donde ha florecido por diez siglos la concentración urbana del territorio mexicano. Los autores distinguieron cuatro subregio- nes o zonas geográficas, que se extienden, paralelas, de norte a sur: la llanura ribereña, los pequeños valles del piedemonte o sómontaño, los valles serranos que forman una franja erosionada, y la sierra alta. Conforme se avanza hácia él oriente y hacia arriba, se observan varios fenóme
nos: la densidad de la población disminuye, los asentamientos humanos se vuelven más dispersos, las expresiones culturales son más marcadamente “indígenas”.
Las relaciones cambiantes de estas áreas entre sí y con el valle de México se analizan a partir del concepto de sistema agrícola, cuyos componentes son el potencial ecológico diferencial, la tecnología agraria, y la capacidad efectiva de control y movilización de recursos. El primero se define en Texcoco por el terreno accidentado, la dispersión de tierras de cultivo, el carácter torrencial de los ríos y la salitrosidad del lago; puede deducirse de esto que la producción agrícola alta requiere en la región de una complicada tecnología de represas y terrazas de riego, que a su vez requiere de un poder político concentrado, capaz de organizaría.
Existen, efectivamente, terrazas y una compleja red de riego. La historia de su surgimiento, trazada arqueológica y etno-históricamente, se remonta a finales del período arcaico de la civilización mesoamericana (siglos ¿IX-XI A. D.?). Por esa época el valle de México se encontraba poblado por agricultores, llamados genéricamente toltecas, y por cazadores-recolectores, llamados genéricamente chi- chimecas. Los primeros se desarrollaron sobre todo en las zonas del valle más propicias para el riego: donde existía tierra plana y lagos de agua dulce. Los segundos ocuparon el Acolhuacan; existían también en este último algunos agricultores de roza y quema de cultivos de temporal (secano) que pagaban tributo a los chichimecas. Desde las ciudades-estado surgidas en el valle irrigado, avanzó un procesé de toltequización, generado por la necesidad de incorporar tierras al cultivo para alimentar a la población creciente. Este proceso alcanzó al Acolhuacan meridional; pero no a l septentrional, donde se consolidó el señorío de Texcoco. Entré éste y el resto del valle se Organizó un intercambio de productos especializados. Sin embargo, a partir del siglo XV los propios señores chichimecas propi-
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ciaron la agriculturización de sus dominios, mediante el desarrollo de importantes obras hidráulicas. Las causas de esto fueron, por un lado, la búsqueda de prestigio y poder por parte de los gobernadores texcocanos —cuya importancia se había acrecentado por su alianza militar con los aztecas— y por otro la presión demográfica sobre territorios de caza y recolección, así como una hambruna generalizada en el valle en la época de Moctezuma I. El más célebre gobernante texcocano fue Nezahualcóyotl, el rey poeta, en cuyo reinado se consolidó el nuevo sistema agrario. Una vez introducidas las terrazas de regadío, los valles del somontano y serranos adquirieron una importancia clave como zonas de cultivo. La llanura ribereña se especializó como lugar estratégico de control adminis-' trativo: ahí se ubicó la ciudad de Texcoco. Sin embargo, la conquista española cambiaría el panorama. Texcoco se convertiría en un lugar especializado en producción de lana y textiles. Los valles serranos fueron invadidos por ovejas que aceleraron la erosión y les restaron capacidad productiva; a partir de ese momento, la población serrana ha disminuido drásticamente.
Varios discípulos de Palerm han realizado en las décadas de los sesenta y setenta estudios sobre el desarrollo moderno y contemporáneo del Acolhuacan; entre ellos destaca el publicado en 1975 por Marisol Pérez Lizaur: Población y sociedad: cuatro comunidades del Acolhuacan. Esta investigación muestra que las haciendas surgidas durante la colonia utilizaron para sus propios fines algunas partes de la vieja constelación de regadío; también, que ciertas comunidades campesinas cumplieron un papel de reserva de mano de obra para las haciendas hasta los primeros años de este siglo; de ahí que después de la reforma agraria haya podido organizarse un sistema de producción agrario de nuevo basado —parcialmente— en las terrazas de riego. Para entender la evolución diferenciada del
Acolhuacan en las últimas décadas, la autora examina tres variables: densidad demográfica, patrón de asentamiento y sistema agrario, comparativamente en tres comunidades: Amanalco, pueblo serrano; Tlaixpan, pueblo del 1 somontano; Chiautla, pueblo de la llanura. Se añade una comunidad atípica: Tepetlaoxtoc, como elemento catalizador. Amanalco presenta un patrón de asentamiento disperso y sufrió un estancamiento demográfico hasta que pudo ampliar su superficie cultivada para el auto-abasto y regenerar en parte la irrigación. Tlaixpan, con más terrenos irrigados, incrementó más rápidamente su población y adoptó cultivos comerciales; pero pronto su densidad demográfica disminuyó, al parecer por una decisión consciente de los campesinos, que no requieren de mucha mano de obra para sus plantíos frutales. Tlaixpan conserva un patrón de asentamiento semidisperso; Chiautla, en cambio, lo tiene concentrado; ahí se practica una agricultura irrigada de llanura y la población crece sin cesar; sin embargo, tal crecimiento y concentración obedecen fundamentalmente a las oportunidades de empleo urbano en la ciudad de Texcoco y en las inmediaciones de la ciudad de México, que no sólo retienen población sino atraen inmigrantes. Tepetlaoxtoc nunca formó parte del sistema de riego acolhuacano; su patrón concentrado y alta dén- sidad demográfica parecen deberse a su especialización ganadera, comercial y actualmente avícola. La emigración en busca de empleo no agrícola es característica de todos los pueblos menos de Chiautla, convertida en una especie de ciudad dormitorio. Este proceso continuará a menos que lo interrumpa una planeación conjunta de la región, que restaure sistemáticamente su potencial ecológico —como lo hizo Nezahualcóyod—. En la actualidad, el Acolhuacan septentrional —al igual que Yucatán— es una región fragmentada, cuyo proceso de disolución debe entenderse a partir de una unidad previa.26
Estudios en el Estado de Morelos
La influencia de Palerm, W olf y la escuela de ecología cultural ocurrió sobre todo a partir del liderazgo ejercido por el primero en el Instituto de Ciencias Sociales de la Universidad Iberoamericana y en el Centro de Investigaciones Superiores del Instituto Nacional de Antropología e Historia27. Esta influencia no era única: junto a ella, renació el entusiasmo por el Marx de los Grundrisse y por los escritos de Rosa Luxemburgo sobre el colonialismo y la acumulación primitiva de capital. Conceptos tales como reproducción social y articulación de modos de producción empezaron a ser de uso comente.
En la década de 1970 se realizaron varios estudios en el estado de Morelos que llevan la impronta de Palerm y Wolf. Paradójicamente, Morelos era muy conocido en el mundo antropológico por la polémica Lewis/Redfield sobre Tepoztlán; pero se desconocía su estructura regional, pues estos autores la ignoraron —si bien Lewis menciona los vínculos con las haciendas y enfatiza la existencia de contactos multidireccionales entre los pueblos y la ciudad de México. En cambio, Arturo Warman, en su libro . . .Y venimos a contradecir. Los campesinos de Morelos y el Estado (1976) analiza pueblos y hacienda como una unidad simbiótica. La región que él llama 'oriente de M orelos” se define como el territorio controlado en el siglo XIX por la enorme hacienda Santa Glara, que incorporaba trabajadores permanentes y población campesina de comunidades indígenas situadas en diversos nichos ecológicos. W arman sostiene que el campesino de esta región ha podido mantener una estructura social propia —cuyos componenes básicos son las unidades domésticas de producción/consumo y los vínculos simétricos entre estas unidades— a lo largo del tiempo. Dos son las razones principales de esta persistencia: las estrategias demográficas complejas y precisas de los campesinos, y la necesidad ineludible que tienen del campesinado otros segmentos que con
él mantienen relaciones asimétricas: la hacienda antaño y las empresas capitalistas hoy. La violencia de la revolución zapatista se originó porque la hacienda en un momento dado desconoció esta necesidad e intentó liquidar la economía campesina. Así pues, la complementarie- dad de las zonas diferenciadas de una región obedece a ¡:na característica estructural del sistema capitalista, tanto en su etapa mercantil formativa como en su etapa industrial. W arman construye sus conceptos con la ayuda de autores que, al hablar de la economía del Tercer Mundo, distinguen la lógica del sector de capitali tensivo de la del sector de trabajo intensivo:. Arthur Lewis (1954), Esther Boserup (1965), Clifford Geertz (1963), aunque su modelo del campesinado sea básicamente el de Chayanov (1975).28
W arman encuentra que la unidad regional del oriente de Morelos pierde coherencia al disolverse la hacienda. Por: mi parte (D e la Peña, 1980), yo encontré una fuerte continuidad regional en el noreste de Morelos, donde la mano de obra campesina ha sido utilizada estacionalmente durante varios siglos para producir la misma cosecha: caña de azúcar. La unidad simbiótica entre las comunidades campesinas del noreste —llamadas también Altos de Morelos— y las empresas azucareras situadas inmediatamente al sur nace, ante todo, de la capacidad que han tenido las haciendas primero y los modernos ingenios después de ejercer control sobre la tierra y el agua. Este control impide a los campesinos usar el riego para producir en cantidades importantes algo que no sea caña de azúcar; el maíz queda confinado a las tierras de secano. La imposibilidad de cultivar maíz de invierno crea un desempleo que aprovechan los ingenios para sus propias necesidades de mano de obra cíclica. Los mecanismos de las empresas para asegurar trabajadores estacionales —y desviarlos de otras alternativas han variado: a la encomienda sustituyó la apropiación forzosa de tierras maiceras y el
endeudamiento de los trabajadores; hoy en día, los sistemas de endeudamiento se combinan con la legislación que protege a los ingenios. La continuidad del dominio regional no fue rota ni por la revolución zapatista ni por la reforma agraria. Sin embargo, el propio campesinado ha experimentado cambios profundos: la penetración radical de la economía monetaria y el crecimiento demográfico, propiciados ambos por la influencia de los ingenios azucareros, han llevado a los mismos campesinos a producir cosechas comerciales en las tierras tradicionalmente dedicadas al autoabasto. Los cultivos comerciales han implicado alta tecnologización, deudas y multiplicación del trabajo asalariado. Para conseguir dinero, muchos campesinos migran a la ciudad de México y a EE U U . Hay que destacar que este complejo proceso de capitalización de la agricultura campesina —que ocurre en todo el país— ha mantenido formas peculiares y adquirido particular agudeza dentro de los límites regionales de los Altos de Mo- reíos.
Los Altos de Jalisco: una región de frontera
En este somero e incompleto recorrido por los estudios regionales en México debe merecer especial mención el emprendido por un equipo de investigadores de la U niversidad Iberoamericana y el CIS-INAH en los Altos de Jalisco, bajo la dirección de Andrés Fábregas y la inspiración de Angel Palerm. Los Altos de Jalisco es una de las partes del país que presenta una conciencia regional más acusada, manifiesta en un folklore abundante y orgulloso. Fue el escenario principal de la llamada Guerra de los Cristeros, o Cristiada, que ha historiado detalladamente Jean Meyer (1973-1974). Antes de Fábregas y su grupo, sólo un antropológo (Taylor, 1934) había realizado trabajo de campo en los Altos de Jalisco. Existía además un excelente estudio geográfico, que enfatizaba la homogeneidad fisiográfica (tierra de meseta, árida, de vo-
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cáción''ganadera),: la alta densidad de población, el predominio de la propiedad privada sobre la ejidal, la falta d e ’cóHesióri del espacio regional (pocas comunicaciones o centros urbanos estratégicos) unida paradójicamente a una iágüda ideología de pertenencia a una región (Demyk 1973 [1978]).
: Fábregas (1979) busca el origen histórico de esta sociedad1 régiónal y la caracteriza como “de frontera”. (Parece aludir tanto a las ideas de W olf sobre el Bajío como a los escritos de Frederick J. T um er [1962] sobre la “mentalidad fronteriza” de la sociedad norteamericana: una mentalidad triunfalista y autojustificante). Fue poblada a mediados del siglo XVI, por labradores castellanos enviados por Felipe II, destinados a colonizar el área y a pacificar —o bien , exterminar— a los escasos indígenas se- minómadas que la habitaban originalmente. Fábregas hace um interesante paralelo entre la colonización de la frontera —también bajo el dominio de los Habsburgo— y la de los Altos de Jalisco. En ambas fronteras se implantaron familias leales al rey, destinadas a ejercer funciones tanto agroganaderas como militares. En ambas se otorgaron concesiones de tierras en propiedad a estas familias; en ambas surgieron formas peculiares de familia extensa —la famosa zadruga en un caso, la familia externa patriarcal en el otro— dotadas de dinamismo económico y de alta capacidad de movilización militar.
La historia de los Altos de Jalisco es en buena medida la historia de estas unidades familiares, y de sus crisis. Cada unidad ocupó un pedazo de tierra que recibió el nombre de rancho. Al multiplicarse las unidades, los ranchos se convirtieron en pequeñas aldeas (también llamadas rancherías') semidispersas, que hasta’bien entrado él siglo XIX albergaban a la inmensa mayoría de la población regional, y que hasta la fecha representan un porcentaje importante de ella. Desde el siglo XVI hasta el XVIII, los ranchos tuvieron un papel económico importantísimo: a-
bastecer a la población de las minas de Zacatecas. Junto a los ranchos surgieron unidades territoriales más grandes en el siglo XVII; las haciendas. Las más importantés (Santa Ana Apacueco, Jalpa, Ciénega de la M ata) comprendían tierras tanto en los Altos como en el Bajío29, las primeras dedicadas sobre todo al gañadb, las segundas dédicadas sobre todo a la agricultura; todas, fuertemente vinculadas a las minas. Sin embargo, las haciendas, aunque a veces absorbieron tierras de los ranchos, no los desplazaron; antes bien, promovieron su proliferación. Las tierras de los Altos, por su naturaleza, resultaban más redituables si se daban a medievos que si trabajaban directamente por medio de peones asalariados. Los medieros mantuvieron la estructura de la sociedad ranchera.
En el siglo XIX la crisis de la minería mexicana obligó a la región de los Altos a reorganizarse, ahora en. función del mercado de la ciudad de Guadalajara —y seguramente del mercado interno que resultaba de su propia población creciente—. Los hacendados fraccionaron sus tierras y las vendieron a un buen número de rancheros enriquecidos, que construyeron casonas en los pueblos más grandes y formaron una oligarquía regional30. Con los rancheros más pobres y con los trabajadores sin tierra que iban surgiendo al aumentar la presión demográfica, mantenían vínculos múltiples: los segundos eran sus parientes lejanos, sus ahijados y protegidos, su fuerza de trabajo. La iglesia católica reforzaba el ethos de esta sociedad ranchera: un ethos de vida frugal y esforzada, respetuosa de la autoridad, profundamente religiosa. Las organizaciones piadosas proporcionaban una estructura corporativa y jerárquica. La ideología religiosa y ritual cotidiano imbuían de significado a una existencia de escasas recompensas materiales.
Según los autores de los estudios sobre los Altos, la causa fundamental de la Cristiada fue una crisis ecológica. Los aspectos de esta crisis, ampliamente documenta
os
da por Jaime Espín y Patricia de Leonardo (1978), y por José Díaz y Román Rodríguez (1979), son la fragmentación atomística de la propiedad territorial —debida al crecimiento demográfico decimonónico y al sistema vigente de herencia partible—, las potencialidades limitadísimas del territorio, la escasez de alternativas ocupacionales, y el desplome del mercado, causado tanto por la violencia revolucionaria desatada en 1910 como por el casi mortal tambaleo del sistema capitalista que culminó en 1929. La rebelión cristera, que duró efectivamente desde 1926 hasta 1940, implicó la movilización de millares de familias patriarcales de pequeños rancheros y medieros, quienes, si bien luchaban contra un gobierno antirreligioso (y no sólo anticlerical) que agredía el tejido simbólico de su cotidianidad31, también lo hacían —con el beneplácito de los oligarcas regionales— contra un Estado nacional e- mergente cuyo poder tendía a nulificar la capacidad local de enfrentarse a una profunda crisis. La derrota final de los cristeros significó, por un lado, la implantación del dominio del Estado frente a la oligarquía debilitada y dispersa; por otro, la destrucción de la estructura económica regional, políticamente mediatizada gracias a la válvula de escape de la migración masiva a los Estados Unidos32.
La vocación regional de la antropología social mexicana
Recientemente, algunos autores (cf. Coraggio s /f ) han definido la 'cuestión regional” como el problema de las influencias recíprocas entre sociedad y espacio: ciertos fenómenos (estructuras, relaciones) sociales —no todos- exigen, para su estudio, ser diferenciados en términos de un espacio, que a su vez se definirá en términos relativos a la conceptualización del fenómeno y, por tanto, en oposición a otros espacios regionales. Lejos de suponer un relativismo empirista ( “hay tantos conceptos de región como variables empíricas se tomen en cuenta”), este planteamiento demanda una clasificación teórica previa a la
utilización exitosa del marco regional. Una tesis del presente artículo es que, por la naturaleza de las preguntas que hace a la sociedad mexicana, la antropología social ha debido emprender estudios de regiones. Otra tesis: el concepto región ha tenido mayor nitidez y utilidad cuanto más nítidamente ha logrado el antropólogo articular su problemática teórica.
Gamio se interesó en relacionar la diversidad cultural y la desigualdad socioeconómica, y en buscar el aprovechamiento de los “aspectos positivos” de la primera para desterrar la segunda. En la medida en que su concepto de cultura era estático y atomístico, y su concepto de sistema social embrionario, el término “población regional” que Gamio proponía fue más un término “preparadigmático” que una herramienta definitiva. Redfield también se planteaba el problema de la diversidad cultural; su concepto de cultura era más dinámico y permitía visualizar varios niveles interrelacionados: desde el folk, armonizado en una esfera rousseauniana, hasta el urbano cambiante y “desorganizado”; su región se defínia a partir del influjo diferencial del polo urbano. En la medida en que tal influjo se conceptualizaba en forma unilineal y ahistó- rica, la concepción redfieldiana de región carecía también de ramificaciones analíticas que permitieran tomar en cuenta, en su complejidad dialéctica, los procesos históricos concretos: la formación regional propiamente dicha.
Los otros autores brevísimamente analizados en este artículo, interesados también en el tema de la diferenciación sociocultural, plantearon sin embargo su problemática desde el punto de vista del surgimiento, consolidación y crisis de los sistemas productivos: por éstos, la sociedad y la cultura tienen una historia, v la región una definición asimismo histórica. La principal inspiración teórico-me- todológica de todos estos autores (e incluyo al propio Agui-
~ rre Beltrán en el paquete, a riesgo de incurrir en la reprobación de tirios y troyanos) proviene, según traté de mos
trar, de Julián Steward y la corriente llamada ecología cultural neoevolucicmista. Sostiene tal corriente que en una sociedad en proceso de complejidad creciente surgen segmentos socioculturales diferenciados, que corresponden a procesos diversos (no mecánicos) de adaptación ecológica (de organización territorial), y que se articulan en virtud de las funciones complementarias que les asigna una estructura de poder global. Un concepto clave es el de núcleo cultural ( cultural core), que se refiere a la constelación pautada de. elementos técnicos, sociales y simbólicos que se vincula directamente a los procesos de adaptación. Sin suponer un determinismo ecológico, tal concepto pretende dar cuenta de las diferencias tecnoeconómicas v socioculturales y a la vez referir a la coordinación global que permite y fomenta (¿crea?) la especialización33.
Salta a la vista que este enfoque ayudó a rompe;:. muchos mitos: el de la comunidad aislada, el de los campesinos transitorios, el de la hacienda feudal, entre otros, y. que.abrió .brechas innovadoras en la arqueología y Ja et- nohistoria. Propició, además la formacion.de equipos de trabajo colectivo y cumulativo. Tiene drásticas limitaciones teóricas: por ejemplo, el énfasis en el modelo de equilibrio ecológico e inter-segmentario; o en la primacía ahis- tórica de la adaptación ecológica. Estas limitaciones reducen el estudio del cambio al de los ajustes adaptativos: además, tienden a minimizar la influencia regionalizante de factores distintos al de la potencialidad dada de un territorio. De hecho, todos los autores citados rompen con el determinismo territorial; por ejemplo, los estudios del Acolhuacan muestran la contingencia del potencial ecológico respecto a la tecnología y sobre todo a la organización sociopolítica.
.. . .Vale la. pena,, para, .terminar estos, apuntes., ..mencionar algunos temas que aparecen en la literatura .citada, o t -
vgéa. la * superación, .del enfoque ecologista* y. apuntan cam- ..bios importantes en la investigación antropológica regional;
La región y la economía 'política. Si el evolucionisnio ingenuo suponía que las partes precedían al t^OM ^ u e las regiones precedían a la nación y al Estado—, después de Redfiel se acepta que Chan Kom y Dzitas, incluso Tusik, proceden de la región yucateca; W olf y Stricfcon muestran que la economía política colonial causa el surgimiento de regiones de distinto tipo; Palerm, siguiendo a Luxemburgo, afirma que la formación del sistema jnun- dial capitalista en el siglo XVI (cf. Wallerstein 1974); es el punto de partida del análisis regional: • el sistema no tiene un efecto homogeneizante sino diferenciador. El punto central del debate debe ahora plantearse en términos de economía política —cómo se definen desde el sistema los objetivos del trabajo y los productos en distintas zonas, y por qué—; pero el antropólogo social tiene la tarea de mostrar la complejidad del proceso, la variabilidad de las respuestas y alternativas locales (zapatismo, cristiada), la irreductibilidad de la historia a un esquema lineal. El interés diacronico del antropólogo, además,. le permite explorar la importancia de la organización previa al sistema capitalista (de nuevo, el Acolhuacan es un ejemplo) en la determinación territorial.
La región y el Estado. Larelación entre las partes y el todo es una relación definida por mecanismos de subordinación: de poder. El análisis de la regionalización supone conocer la historia del Estado colonial y del surgimiento trabajoso de los Estados nacionales. Por un lado, : estos mecanismos de poder centralizado crearon (o apoyaron) la división espacial de la producción y el trabajo; por otro el poder central debió enfrentarse al poder regional que de tal división emergía. Una forma analíticamente efectiva de definir la regionalización es a partir de la .existencia de núcleos de poder localizados y relativamente capaces de torrar decisiones independientemente del; centro-(¡cf. $ a r a S u r de Jalisco De 1$ Peña Í979 y . l980b^: Roberts 19*80; para el caso argentino, Balán 1978) : \<deja. ele existir
la regionalización cuando el Estado nacional centraliza efectivamente el control. El análisis de oligarquías o élites regionales (como los Altos y el Sur de Jalisco) o de caciquismo, y el estudio de las condiciones en que ocurre una privatización del orden social, parecen ser temas esenciales (y aún embrionarios) en la antropología regional34. Una herramienta analítica de particular importancia al respecto puede ser el concepto dominio de poder, desarrollado por Richard N. Adams (1970, 1978), que há sido aplicado al caso de Morelos (D e la Peña 1980, Varela 1980): mientras la crisis del Estado nacional emergente en el siglo XIX supuso el surgimiento de un dominio unitario a nivel regional y correspondiente fragmentación del dominio de poder nacional, la consolidación del Estado nacional posrevolucionario ha significado la fragmentación del poder regional como una estrategia centralizado- ra. En este sentido, los planes de coordinación regional que han propuesto Gamio, Sáenz y Aguirre Beltrán están necesariamente condenados al fracaso: contradicen un mecanismo hegemóriieo fundamental.
La región y el mercado. Strickon mostró que la demanda del mercado europeo creó Yucatán; a Morelos lo articuló la .demanda azucarera de la ciudad de México; Enrique Florescano y Alejandra Moreno, en un artículo pionero sobre historia regional (1973), mostraron el impacto del sector externo en la configuración espacial del país35. Por otro lado el caso del Bajío patentiza la enorme diferencia que existe cuando en una región surge un mercado interno: lo que ocurre espacialmente en el sur de Jalisco (donde no hay minas ni plantaciones históricamente importantes), por ejemplo, no puede entenderse sin tener en cuenta la existencia de un mercado regional puesto en crisis por la llegada del ferrocarril (D e la Peña 1977, 1980): las transformaciones en el ámbito del mercado manifiestan y a la vez condicionan las transformaciones regionales (Veerkamp 1977, 19S í)/Á sí7: los estudios antro-
eo
pológicos de las redes de mercados resultan urgentes: con la excepción de John Durston (1976) nadie, que yo sepa, ha tratado de aplicar modelos normativos de localización (■central-place theorj') a los lugares de mercado —cuya utilidad para el caso de Guatemala ha puesto sobradamente de manifiesto Carol A. Smi'ch. Nos tenemos que conformar todavía con los estudios pioneros de Malinowski v De la Fuente (1957) y de Marroquín, con los planteamientos teóricamente innovadores de Ina Dinerman (1974) sobre la relación entre mercado regional y organización social estable, y con estudios recientes como los de Beals (1975), Coolc y Disldn (1976) y Oswald (comp.) (1979) que, aunque interesantes, no tienen propiamente una metodología regional (cf. Smith 1976). Por supuesto, de la regionalización de los mercados de trabajo aún sabemos menos.
ha región y la ciudad. Redfield, Aguirre Beltrán, Marroquín, destacaron el papel de una ciudad pa^a definir una región, a partir de influencias de tino diverso: innovación, poder, mercadeo. Otros autores (Bonfil 1972, Molina 1976) destacan que les centros de población grandes tienen un efecto no de estímulo sino de freno en el crecimiento de los centros más pequeños en su hinterla^d o zona de influencia; dos estudios recientes sobre migrantes a la ciudad de México muestran el efecto desestabilizador de la megalópolis sobre la economía de dos regiones aledañas (Arizpe 1978. Oswald 1979). ¿En qué condiciones —de población, de mercado, de poder— surge un sistema coordinado de ciudades como el que existía —v existe— en el Bajío1? (cf. Molina 1980).
Región, desigualdad, clase social. Desde Gamio, los estudios de los antropólogos han mostrado que la división espacial de la producción y el trabajo origina agudas desigualdades en el desarrollo regional; el tema ha provocado estudios económicos (Yates 1965) y trabajes interdisci- plinarios (Barkin et al. 1973), y además constituye el ob-
jeto de investigaciones aplicadas, políticas indigenistas y planes de desarrollo regional que, para algunos críticos, no han hecho más que agravar el problema. Con todo, el campo de la investigación aplicada al desarrollo regional ofrece un reto que la antropología mexicana no puede —no debiera— rehusar. Por otro lado, la oposición entre regiones —o entre oligarquía regional y Estado— no sustituye a las contradicciones básicas de clase traídas poi la expansión del sistema capitalista: ambos tipos de oposiciones se combinan en formas cuya descripción, comprensión y análisis se plantean como tarea para el investigador de campo. La oposición de clase también tiene una dimensión espacial: si existe un sistema regional de clase (i. e., puesto en marcha por la operación principal de mecanismos regionales: la hacienda, la ciudad mercadq el enclave minero), cada clase puede definir su región en términos diferentes (cf. los trabajos sobre la plantación citricóla de Montemorelos, de Luis M. Gatti et al.). Estas múltiples oposiciones debieran plantear un problema al planificador: ¿cuál de todas las concepciones regionales subyace a los proyectos de desarrollo?.
Región, nación, etnia. La Constitución del Estado nacional ¿supone la hegemonía de una clase dirigente y la implementación de instituciones, mercados, sistemas de clases, cultura, nacionales? La pregunta por el futuro de la regionalización se inserta en una polémica aún no resuelta, donde también rompen lanzas sujetos tales como la proletarización, la descampesinización, la pluralidad étnica. Esta última era supuestamente del mayor interés para los antropólogos indigenistas; pero, de hecho, los conceptos desarrollados para tratar con ella más bien centraban su atención en la desaparición de la pluralidad (la aculturación de Aguirre Beltrán) que en su persistencia, quizás porque ésta se veía con gran escepticismo. Ahora han surgido una pléyade de movimientos políticos que utilizan un lenguaje “indianista” (Para oponerlo al tér
mino “indigenista”) y han atraído el interés y apoyo activo de algunos antropólogos: más que con análisis de estos movimientos, contamos ahora con testimonios (cf. Bonfil 1981). Las preguntas vuelven al tapete: ¿Cómo entender la persistencia de las etnias, sin reificarlns o mi tificarlas? ¿Cuál es la relación entre región y etnia? (En c\ análisis del Acolhuacan, Palerm y Wolf conceptualizaban el “ser tolteca” o el “ser chichimeca” como una variable dependiente del sistema agrícola predominante) ¿Entre etnia y nación? ¿Puede haber proyectos nacionales desde la etnia? (La cuestión es candente en España, Gran Bretaña, Italia. . ., cuyas realidades plantean comparaciones interesantes con la nuestra, y, por supuesto, en el redivivo debate marxista sobre las nacionalidades). ¿Es la refuncionalización de la pluralidad étnica una nueva estrategia del sistema? (Favre 1981).
N O T A S
1 Aunque mi interés por la “cuestión regional” data de varios años, se ha visto notablemente estimulado por mi participación como profesor e investigador en el Programa de Estudios Regionales en el Occidente de México, auspiciado por El Colegio de Michoacán y el Centro de Investigaciones Superiores del INAH. El presente artículo se originó como una comunicación preparada para el Simposio sobre Rumbos de la Antropología Latinoamericana, XII Reunión de la Asociación Brasileña de Antropología, Rio de laneiro, Julio de 1980. Me beneficié, para la redacción de este ensayo, de las visiones panorámicas de la antropología mexicana debidas a Juan Comas (1964) y José Lameiras (1979).
2 Para evitar confusiones terminológicas aclaro que por antropología social entiendo específicamente la disciplina conformada a partir de los trabajos de Durkheim, Mauss, Ma- linowski y Radcliffe-Brown: implica la creación y /o el uso de conceptos sociológicos en el estudio intensivo, holístico y comparativo de grupos humanos.
3 La historia de la antropología presenta, en palabras de Guillermo Bonfil (1970: 163) '‘un proceso de reducción” : tiene una visión más amplia mientras más retrocede en el tiempo. No hay que olvidar, por otro lado, que algunos antropólogos sociales (africanistas y norteamericanistas) rompieron teórica y
metodológicamente el círculo mágico de la microcomunidad: Max Gluckman (1940, 1958), J. Clyde Mitchell (1956), W. Lloyd Warner (1962) son buenos ejemplos de ello, y además los citados más adelante en este ensayo.
4 Una definición real aspira a describir una cosa {res) y no simplemente a clarificar el significado de un término, como lo haría una definición nominal. Las definiciones reales exigen la utilización de conceptos monotéticos, i.e. que expresan constelaciones de atributos predicables a fortiori de todos los casos a que se aplique el concepto. El concepto politético expresa atributos que no se aplican todos siempre a todos los casos. Los lenguajes elaborados de las ciencias exactas contienen con frecuencia conceptos monotéticos: H20. Los conceptos de las ciencias sociales provienen en su mayoría del lenguaje natural, y suelen por ello ser politéticos.
5 De los conceptos de parentesco y matrimonio se ocupan los artículos reunidos por Rodney Needham en Reihinking kinship and marriage (1971). Southwold (1978) disecta el concepto de religión. Sobre la equivocidad del concepto de campesinado véase De la Peña (1980). Digresión: Alan Macfar- lane (1979) ha hecho recientemente un concienzudo esfuerzo por construir un tipo ideal o un concepto monotético para el campesinado histórico europeo; pero a continuación advierte que no se aplica a los pequeños cultivadores de Europa Occidental, y menos a los ingleses, sino sólo a los de Europa Oriental. El problema es que a todos se les llama campesinos en la literatura y en la vida cotidiana; ¿es posible cambiar -abolir- tal nomenclatura?
6 Me refiero a las influyentes teorías de von Thunen y sus discípulos. Para una discusión de esta escuela véase la antología compilada por Friedmann y Alonso (1975) y los trabajos de Carol Smith (1976).
7 En esta terminología, el lugar se configura por las actividades consuetudinarias de una persona o una unidad social menor (la casa es el lugar prototípico); el espacio social se configura por las actividades de un grupo o una categoría social más amplia (la ciudad, vgr.).
8 “Combinaciones entre suelos y climas, posibilidades de la irrigación, capacidades energéticas de los ríos... me parecían ser los datos siempre presentes, las ‘constantes’ de los problemas que yo estaría llamado a resolver” (Vilar 1979a: 14).
9 Grandilocuencia y centralismo aparte, este poco conocido art ícu lo (que no es citado ni siquiera por Vilar) incluye una definición interesante de región: “circunscripción territorial más amplia que la provincial y asiento de una colectividad públLa y completa, unida por vínculos morales y tradicionales” (García Rives y Gil Robles, 1922: 460-461). Añade que el estado centralista debe respetar las expresiones “naturales” de la región: lengua, arte, tradiciones.
H4
10 Veáse Vilar 1979b: un artículo dentro de un interesante número de la revista Historia 16 dedicado al problema de las autonomías nacionales y regionales.
11 Sobre Gamio véanse los trabajos de Luis Villoro (1950), Juan Comas (1964), Eduardo Matos (1972), Manuel Villa (1976).
12 Con razón, Villa (1976: 193) afirma que Gamio es un precursor importante de las teorías de la dependencia y el colonialismo interno.
13 Véase el trabajo de Strug (1971) sobre las relaciones entre Boas y Gamio. Entiendo que existe, inédita, una copiosa correspondencia entre ambos, precisamente durante el tiempo del estudio de Teotihuacán.
14 Fuera del ámbito universitario, las polémicas vigorosas entre marxistas y populistas habían vivificado el tema. Véase Palerm 1980: 147 ss.; Berlín 1979: 391 ss.
15 El termino Cultura folk procede de Toennies (1918): expresa una voluntad de reconocer la cultura popular como válida y con un contenido propio (y no como la antítesis negativa de la cultura urbana europea).
16 En Yucatán mismo: Hansen 1934; Redfield y Villa Rojas, 1934; Redfield 1950; Villa Rojas 1945 y 1977... Filho (1970) proporciona una larguísima lista de la investigación realizada en América Latina que ha recibido influencia del modelo redfiel- diano.
17 Otras preguntas pertinentes: ;por qué Redfield no eligió ninguna comunidad henequenera? (Bonfil 1970: 167 n. 4). ¿No puede la dominación urbana tener también efectos inhibitorios del cambio? (Henri Favre: comunicación personal).
18 Entre otros, Foster (1953) y Mintz (1953) habían señalado la necesidad de superar la definición meramente residual de las categorías intermedias entre lo folk y lo urbano —particularmente del campesinado—.
19 Tiende Strickon a confundir la encomienda (una institución de control de hombres) con las instituciones de control territorial.
20 Steward no debe desligarse de otras figuras señeras del neoevo- lucionismo, como Leslie White y Gordon Childe.
21 Por ejemplo Beals 1946, Foster y Ospina 1948, Kelly y Palerm 1952, Carrasco 1957.
22 Treinta años después de su publicación, el libro de Aguirre sigue siendo el mejor estudio comprehensivo sobre el área pu- répecha.
23 Aguirre estuvo al frente del programa del Instituto Nacional Indigenista en Chiapas en 1951; aprovechó, además de las investigaciones del propio INI, las del Instituto Carnegie, y la Universidad de Chicago. La investigación en la chihuahuense tarahumara la realizó en 1950 y 1952 con la ayuda de Francisco M. Planearte.
24 Fue Aguirre el primer recipiente del Premio Malinowski, otorgado por la Sociedad Internacional de Antropología Aplicada.
25 Véanse Warman et al. 1970; Aguirre Beltrán 1976; Warman 1980.
26 Otros estudios de discípulos de Palerm en el Acolhuacan son los de Gómez Sahagún (1970 ) (sobre riego y poder en Tlaix- pan), Campos de García ( i (}73) (sobre educación y cambio social en Tepetlaoxtoc), y Creel (1977) (sobre la industria de la lana en San Miguel Chiconcuac: muestra la transformación de la región por la introducción del pastoreo y la manufactura, desde el virreinato). Cf, también Dehouve 1977.
27 El CIS-INAH, hoy transformado en CIESAS (Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social), logró entre 1973 y 1976 polarizar importantes recursos materiales y humanos y promover intensivamente la investigación de campo (quizás en forma sin precedentes).
28 Junto con Arturo Warman realizaron trabajo de campo en el oriente de Morelos varios antropólogos del CIS-INAH y la Universidad Iberoamericana: véanse Kelguera, López y Ramírez 1974; Alonso, Corcuera y Melviüe 1974; Azaola y Krotz 1976; Melville 1979.
29 La coexistencia e interdependencia de ranchos y haciendas en el occidente de México había sido señalada desde los estudios clásicos de Chevalier (1956) y MacBride (1923); pero sólo se ha explorado sistemáticamente en épocas recientes (González 1968, Brading 1978).
30 El término oligarquía regional cobra particular importancia en los estudios de Martínez Saldaña y Gándara Mendoza (1976) y Del Castillo (1979), sobre Arandas y San Miguel el Alto.
31 Jean Meyer ha demostrado, para mi gusto convincentemente, que la participación directa del clero en la Cristiada no fue tan importante (cuantitativa y cualitativamente) como la propaganda oficialista ha querido hacernos creer. En esto el equipo de Fábregas no se muestra muy de acuerdo. Cf, Meyer 1980.
32 Consúltense también los estudios de María Antonieta Gallart (1975), Virginia García (1975) y Carmen Icazuriaga (1977).
33 Algunos textos importantes en la historia de este enfoque, además de los ya citados: Steward et al 1955, Adams 1957, Cohén 1969, Sahlins y Service 1960. Acepto que es exagerado clasificar a Marroquín, un marxista ortodoxo, como neoevo- lucionista.
34 Los estudios de caciques regionales más bien los han hecho historiadores (Chevalier s /f ; Díaz 1972; Olveda 1980); una excepción importante es el libro compilado por Roger Bartra (1975).
35 En el Acolhuacan prehispánico el impacto de la “demanda” de la población del valle no se mediaba por relaciones mercantiles sino por alianzas políticas: en su análisis Palerm y Wolf son precursores de lo que más tarde John Murra, para el caso andino, llamaría “control vertical de pisos ecológicos”.
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