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LOS GRANDES ANIVERSARIOS PUCHKIN 1799 — 1837 POR WLADIMIR WEIDLÉ U N E S C O ¿Near»

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L O S G R A N D E S A N I V E R S A R I O S

PUCHKIN 1799 — 1837

POR WLADIMIR WEIDLÉ

U N E S C O

¿Near»

LOS G R A N D E S A N I V E R S A R I O S

PUCHKIN, POR WLADIMIR WEIDLÉ

Publicación N° 454 de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura.

Primera edición, 1949. Impreso en Francia. Firmin-Didot. Copyright 1949 by Unesco, París.

EN T R E L A S G R A N D E S F I G U R A S de las letras

europeas, ninguna parece tan imprecisa, tan inasequible a los extranjeros, ni tan

próxima, en cambio, tan inmediatamente presente y amiga, a sus compatriotas. E n el amor de los rusos a Puchkin hay algo íntimo y cálidamente personal que falta en el de los alemanes a Gœthe, y apenas se parece al culto a Shakespeare en Inglaterra, al de Dante en Italia. Su obra impone ciertamente, a quienes la leen en el texto original, admiración y respeto, pero despierta aun más simpatía. Entran llanamente en ella, todo lo que allí encuentran de particular no es para ellos sino la encarnación de lo general, una encarnación única, pero natural, y al lado de la cual no podrían imaginarse otra. Nada parece tan sencillo como el genio de Puchkin. E n sus escritos, como en su vida, ninguna afectación, ningún aderezo. El ser humano que su correspon­dencia revela — sus cartas son de las más humana­mente bellas que existen —, el que hacen revivir los recuerdos de sus amigos, es el mismo que se adivina a través de la menor de sus creaciones, todas ellas tan espontáneas, tan naturales como cada uno de los

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gestos de su vida. La perfección que le caracteriza no da jamás una impresión de rebusca, de tensión; hasta tal punto que, pese al testimonio irrecusable de los manuscritos, no logramos sin esfuerzo conven­cernos de que para llegar a esa perfección le había hecho falta un trabajo tan encarnizado. Ese primor parece en él tanto más innato cuanto que en ningún momento deja de ser flexible y vivo, y, por otra parte, le es tan peculiar, se halla de manera tan constante presente en sus obras, que quienes más gustan de ellas son los menos capaces de decir lo que en ellas les agrada. Mientras que quienes se deleitan aún en ellas se preguntan con asombro cómo es posible no llegar a tomarles gusto.

Estos últimos no se reclutan generalmente más que entre quienes las leen sólo en traducciones. Puchkin es el más grande y también el menos traducible de los poetas rusos. N o es que sus poemas abunden en particularidades idiomáticas, pero la delicada perfección de su tejido verbal — ritmo, sonoridad, sintaxis, matices semánticos — es tal que, salvo un milagro (que no es, por lo demás, totalmente imposible en este dominio), no nos imaginamos cómo podría transponerse a otra lengua. Traducido sin milagro, un poema de Puchkin pro­duce una impresión no de vano artificio o de incohe­rencia, sino simplemente (lo que parecerá mucho peor a un moderno aficionado a las letras) de lugar común. Ahora bien, esta impresión no es del todo errónea, y eso es lo que no hay que perder de vista si queremos formarnos una idea exacta de la obra

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del poeta, así como del lugar que éste ocupa en la literatura rusa y, a través de ella, en la europea. Los temas líricos de Puchkin son lugares comunes del lirismo universal ; en cuanto a sus poemas narra­tivos o dramáticos, pertenecen también, en su mayor parte, al patrimonio común de la poesía europea de los tiempos modernos. Claro está que todo eso se halla sutil y profundamente transfor­mado , asimilado, sumergido en un ambiente intensamente nuevo y vivificante, maravillosamente rusificado y puchkinizado a la vez; pero los medios de esa metamorfosis pertenecen precisamente a la lengua rusa, tal como Puchkin fué el primero en manejarla, en plena posesión de sus matices y de sus recursos. La creación poética es en él inseparable de la labor que crea, a su vez, el instrumento mismo de esa creación. Cada paso en la realización de su obra personal fué asimismo un paso en la formación de la lengua rusa, la de la prosa y, más aún, la de la poesía, porque si la primera le debe mucho, la segunda se lo debe todo, de suerte que los poetas que vinieron después que él no hicieron sino añadir cada cual su matiz particular, sin cambiar nada de esencial en el magnífico idioma que él les había legado.

E n tiempo de Puchkin, la lengua literaria rusa, y en virtud de ello la literatura, atraviesan una de esas épocas de fecundidad intensa, de gozosa renovación como fueron la del joven Goethe en Alemania, o la de Shakespeare y la Biblia de 1611 en Inglaterra. E n un paralelo con la poesía francesa, el lugar de

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Puchkin en la historia de la poesía rusa es a la vez el de Ronsard, Malherbe y Racine. H a y en él, al mismo tiempo, brío y perfección, mocedad y plenitud. Históricamente, su situación a la que más se acerca es a la de Goethe; sobre todo en el hecho de que, en ambos casos, no podía tratarse de que el artista se contentara con los alimentos autóctonos, con limitarse a sacar partido exclusivamente de la herencia alemana o de la herencia rusa. ¿Qué hay detrás de la perfección tan natural, de la madurez tan joven, de Puchkin? ¿Es tan sólo el súbito y brillante florecer de las letras rusas entre la apari­ción de Lomonossov y el advenimiento de Ju-kovski? Contentarse con una respuesta semejante sería renunciar a comprender a Puchkin, ya que, en realidad, de lo que constantemente se nutrió, lo que le sostuvo siempre, lo que hizo de él el poeta más europeo — y también el más ruso — de Rusia, fué el patrimonio íntegro de la literatura europea, y por m o d o más particular el de Occidente, del cual tomó posesión y al cual se adhirió sin dejar por un momento de ser ruso, con toda la poderosa tenacidad de su genio.

I. A P R E N D I Z A J E E U R O P E O

Muchos observadores extranjeros han señalado entre los rasgos salientes del carácter ruso la recep­tividad, la facultad de asimilación. Toda la historia de Rusia, desde Pedro el Grande hasta nuestros días, da, por lo demás, testimonio de ello, ya que

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todas las formas culturales, todas las ideas e incluso todas las manías de Occidente han encontrado en Rusia eco fiel y, a menudo, amplificada resonancia. El más grande de los poetas rusos podría suministrar el ejemplo más probatorio de esa facultad nacional, si en él no se tratase, además, de otra cosa; a saber, del poder de absorción propio del genio como tal. Contra lo que parece creerse a menudo en nuestros días, tener genio no es precisamente saber prescindir de los demás, sino saber sacar partido de lo que los demás han hecho, e incluso de lo que no lograron hacer; no es encerrarse en una afanosa singularidad, sino poseer el don de la mirada nueva y de la transfiguración de las cosas comunes. La « Divina Comedia » es una suma de la inteligencia y de la imaginación medievales; el último drama de Shakespeare es el único de los suyos cuyo tema y numerosos elementos de cuya elaboración no hayan sido tomados de alguno o de varios de sus predece­sores, y el germen inicial del Fausto es una obra popular para teatro de fantoches, que Goethe vio representar de niño y cuyo tema había servido ya para un relato en prosa, tosco pero cautivador, y para el drama de Marlowe, que es una obra magnífica. Tanto como la originalidad (no la que se busca, sino aquella de la cual no le es posible a uno deshacerse), es inherente a la esencia misma del genio la recepti­vidad; con todo, los genios estrechos y profundos se hallan un tanto menos generosamente provistos de esa cualidad que los genios amplios y armoniosos. Puchkin era de estos últimos; su obra recuerda la de

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Ariosto, que, a primera vista, sólo parece haber rehecho con acierto lo que otros habían hecho con menos maña, y más aún la de Rafael, en la cual un espíritu exclusivamente analítico y poco sensible al elemento artístico en la obra de arte no hallaría más que un repertorio perfectamente ordenado de cuanto sus predecesores habían llevado ya a cabo antes de que él hubiera seguido su escuela.

Es necesario, no obstante, hacer notar que, entre los genios de su especie, Puchkin es tal vez el que más conciencia tuvo de sus dotes de absorción y de asimilación — más conciencia, sobre todo, de la función que a esas dotes correspondía desempeñar no sólo con respecto a su obra personal, sino en relación con la literatura rusa de su tiempo y del porvenir. Al adoptar o rechazar tal o cual elemento del pasado literario de Rusia, sabía que su ejemplo habría de ser seguido por sus contemporáneos y por la posteridad. Eligiendo, absorbiendo, apropiándose a fondo la inmensa herencia de la literatura europea, sabía que por mediación suya era Rusia misma quien se empapaba de ella y la asimilaba. Su vocación de poeta, con tenerla presente siempre, no le hizo olvidar su misión de literato, sus deberes de escritor para con la lengua que le servía de instrumento y para con el pueblo que la había creado. Hacia el final de su vida sobre todo, después de su matri­monio, se aplicó, con un sentido del deber aun más acrecentado, a leer — dentro de lo posible, en su lengua originaria — los autores extranjeros, de los cuales poseía una buena selección en su biblioteca

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personal, a penetrar su pensamiento y estudiar sus medios de expresión, a traducir fragmentos de ellos, ya para publicarlos, ya para captar mejor los proce­dimientos artísticos de sus autores, a fin de poder dar su equivalente en lengua rusa. « Los traductores — decía — son los caballos de posta de la civili­zación », y, siguiendo las huellas de Jukovski, no desdeñó engancharse al pesado vehículo de las lite­raturas europeas, para hacerlas entrar a toda costa en suelo ruso. L a tarea era dura y no exenta de sacri­ficios; el poeta, a veces, ha tenido que violentar su genio. Angelo, que viene a ser una condensación, en forma de poema, de Measure for measure de Shakes­peare, no es una obra maestra, ni quizá lo sean tampoco, pese a la opinión de Dostoyevski, las estrofas que forman el comienzo de una tradución libre y versificada del Pilgrim's Progress de Bunyan. E n cambio, a la misma actividad adaptadora se debe el sorprendente Festín en tiempo de peste, que es sin duda el más admirable ejemplo de lo que puede hacer un artista soberano aunque no más sea tradu­ciendo, retocando un texto bastante indiferente en sí, el de una escena, escogida con extraordinaria segu­ridad de gusto, en el primer acto de The City of the Plague, obra de un autor olvidado, John Wilson (« Christopher North », 1795-1854), que se convierte bajo su pluma, y como jugando, en una obra de arte de rara perfección.

E n esas literaturas extranjeras no se limitaba, por lo demás, a hacer incursiones más o menos fre­cuentes : vivía de continuo en su atmósfera aun sin

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haber salido nunca de su país natal. Es probable­mente un caso único en la historia de las letras éste de un gran poeta, el poeta máximo de una gran nación, que confiesa que una lengua extranjera le es más familiar que la suya propia, que redacta en ella sus cartas de amor y sus misivas oficiales, y la emplea de preferencia cuando se trata de poner alguna claridad en la expresión de las ideas abstrac­tas. El papel que en la formación intelectual de Puchkin representó el francés (que, por lo demás, no escribía sin faltas) puede a lo sumo compararse con lo que esa misma lengua significó para Chaucer, o con lo que el conocimiento del griego fué para Cicerón. Cuando tenía que razonar, lo hacía, si no en francés, por lo menos a la francesa; y a juzgar por los borradores de sus estudios críticos, rara vez era la expresión rusa la primera que acudía a su espíritu. La cortesía, la galantería, aun no hacían más que balbucear en ruso; fuerza era restituirles el único idioma en que se expresaban a sus anchas. La primera educación literaria de Puchkin había sido más francesa que rusa, y nunca abjuró por completo de ciertos ídolos de su adolescencia, sin hablar de un Chenier, que les sucedió un poco más tarde en la admiración de Puchkin y conservó en ella su lugar hasta el fin. Verdad es que su actitud crítica cambió después, y que más de una vez le ocurrió juzgar con toda severidad tanto el conjunto de la tradición literaria francesa como la producción de sus contemporáneos, que seguía, por otra parte, con el más vivo interés, para no perdonar finalmente

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entre ellos (fuera de Chateaubriand y M m e de Staël, a los que tenía en gran estima) más que a Stendhal, Mérimée, Sainte-Beuve (o más bien Joseph Delorme) y, sobre todo, a Benjamín Constant, autor de ese Adolfo que parece haber preferido a cualquier otra novela francesa. Por más que hiciera, sin embargo, su gusto se había plegado desde m u y temprano a las disciplinas clásicas derivadas del gran siglo, y el « juez austero de los rimadores franceses », es decir, Boileau — aun cuando hubiese sacudido su yugo con bastante rudeza — no llegó a ser susti­tuido por nadie como legislador de su Parnaso, y no le permitió, entre otras cosas, hacer justicia a los poetas anteriores a Malherbe. E n cuanto a su propia obra, Puchkin podía revolverse, cambiar de admiración y de modelos : eso no invalidaba el hecho de que se hubiera formado en el trato con las letras francesas, ni el de la persistencia con que acudían a su espíritu cabos de frases, ritmos, modos de discurrir franceses. Si no su poesía, su prosa se resintió de ello hasta el fin, y Mérimée tenía razón cuando escribía a Sobolovski, amigo de ambos, a propósito de la Dame de Pique : « Encuentro que la frase de Puchkin es enteramente francesa, quiero decir francesa del siglo xvni, pues hoy no se escribe ya con sencillez. »

L a otra gran literatura extranjera cuya influencia sucedió en él a la de las letras francesas, fué la de Inglaterra. Byron había sido el primero en atraerle, hasta el punto de hacerle aprender el inglés, y de él aprendió el arte de la narración lírica, aun cuando

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hubiera de ser destronado más tarde en provecho de Shakespeare, de Walter Scott y de Coleridge. S u madurez poética es tan imposible de imaginar sin la aportación de los poetas ingleses, como los años de liceo sin los Vergier, los Parny y los Crécourt, cuyos nombres desgrana en uno de sus primeros poemas. La Hija del Capitán no se hubiera escrito sin el ejemplo de Scott, ni Boris Godunov sin el embrujo de Shakespeare. Estas dos influencias, a menudo estudiadas, se revelan como cada vez más inagotables, pero no eran las únicas y no cabe ya desdeñar la de Coleridge, como se ha venido haciendo tanto tiempo. E n este caso no es fácil distinguir, por lo demás, la influencia propiamente dicha de la « afinidad electiva » que existía, en materia de gusto y de estilo, entre los dos poetas. D e una manera general, la « nueva dicción poética » de los lakistas atraía a Puchkin; imitó a Wordsworth y tradujo a Southey. Wilson y otro poeta olvidado, Barry Corn-well (1787-1874), le interesaban, sin duda porque encontraba en ambos un tono igualmente natural, la misma simplicidad de estilo; pero Coleridge era para él algo más : hoy, recogidas ya las noticias dis­persas que se poseen a este respecto, es lícito decir que le tuvo un amor fraternal. L o había leído con fervor en 1828, lo releía en 1830 en Boldino, mientras daba los últimos toques a sus « pequeños dramas », pensó en algún momento escribir un poema « del género de Christabel », y una cita de Remorse debía servir de epígrafe al poema Ant-char. Adquirió para su biblioteca la compilación de

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poemas que el hijo de Coleridge publicó en 1833; todavía después de muerto Puchkin, su librero envió a la viuda una obra encargada por él : Coleridge's Conversations ; en fin, el ejemplar en dos volúmenes de la primera edición (postuma) de Table Talk, conservado en su biblioteca, lleva esta indicación : « Comprado en el aniversario de su muerte », signo manifiesto de que esa fecha no le era indiferente, y de que la muerte de Coleridge había afectado en él a la vez al poeta y al hombre.

El caso, sobre todo en sus relaciones con la literatura inglesa, no era, por otra parte, único. H a y mucho calor, mucha amistad, a más de admiración, en su apego a Shakespeare, y es un rasgo m u y puch-kiniano el que haya hecho decir una misa, un año después de muerto Byron, por el eterno descanso del alma de éste. M á s tarde, hubo un momento en que pensó escribir su biografía. Sin que fuese en m o d o alguno omnívoro, la literatura europea no sólo le interesaba, sino que le inspiraba ver­dadero amor; un amor filial. Debía de tener la sensación de haber heredado sus tradiciones, tanto como las forzosamente menos ricas de la literatura rusa. A u n cuando los dominios francés e inglés tuviesen para él, como para Goethe, la significación máxima, no le bastaban, sin embargo. Leía a los poetas italianos en el texto original, sin conocer a fondo su lengua, cuya eufonía y plenitud sensual era capaz, sin embargo, de saborear profundamente. Una de las notas manuscritas al margen de su ejem­plar de los poemas de Batiuchkov dice : « sones

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italianos », indicando así los versos en que su prede­cesor se había acercado más al modelo, común a entrambos, de Ausonio. Petrarca le había hechizado en su juventud; conoció m u y pronto el m u n d o del Tasso y sobre todo el del Ariosto — cuya presencia se siente en Ruslán y Ludmila —, a través del de los cuentos de La Fontaine; Dante le impresionó hasta el punto de forzarle a imitarlo, y desde 1826 decía que el plan solo del Infierno era ya testimonio suficiente del más alto genio. Dos años antes había escrito un romance español, como si se preparase para la pasmosa evocación de la atmósfera ibérica que acertará a dar más tarde en el Convidado de Piedra. Cervantes, cuyas obras formaban parte de su biblioteca en traducción francesa, le atraía mucho, y se puso a estudiar la lengua castellana para leerlo en el original. E n cuanto a la literatura alemana, como sabía apenas alemán, la conocía mal, y no parece haberla encontrado m u y de su gusto. Schiller, por ejemplo, parece haberle dejado por completo indife­rente : cita a veces su nombre, pero no da un juicio sobre sus obras en ninguna parte. Este vacío, no obstante, bastó el genio de Goethe para colmarlo : su obra ha reemplazado, eclipsado, a los ojos de Puchkin, al resto de la literatura alemana. E n cuanto le fué dado conocerla (probablemente desde el principio de su estancia en el sur de Rusia), incluyó a su autor, sin vacilar, en la misma categoría que al Dante y a Shakespeare. Desde 1827 lo pone por encima de Byron, que, según confesión propia, le volvía loco años antes, y que — decía él —- en su

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Manfredo intentó en vano rivalizar con el « gigante de la poesía romántica ». Puckhin ha echado de ver en el Fausto una incomparable « osadía de invención », en la que el pensamiento creador abarca un vasto plan. A juicio suyo, esa obra, en la historia de las letras, estaba destinada a representar la poesía moderna, con el mismo título con que la litada representa la Antigüedad clásica. A esta apreciación se mantuvo fiel hasta el fin, y podemos suponer la profunda emoción que debió de sentir cuando Jukovski le trajo de Weimar la pluma que le mandaba Goethe. Pero aun es más significativo el hecho de que, dos años antes de haber expresado de ese m o d o su admiración, hubiese empezado ya a ponerla, por decirlo así, en práctica. La Escena del Fausto que publicó más tarde, así como otras dos que dejó inacabadas, datan del año 1825. Es éste un paso que se repite siempre en él : no basta con admirar, hay que tomar posesión. La poesía, la literatura rusas pueden y deben ser fecundadas por la literatura europea.

Y a se trate de las letras francesas o inglesas, las que conocía mejor, o de tal o cual obra italiana, alemana o española, la actitud de Puchkin es siempre la misma. Parece como si no quisiera otra cosa que imitar, posee toda la modestia del traductor, aliada a veces a lo que podría tomarse por maneras de plagiario; pero no tiene más que rematar su tra­bajo, ya estamos convencidos de que no ha hecho sino poner mano en lo suyo allí donde lo ha encontrado, pues nos hallamos ante una obra que en cada línea

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ostenta el sello indeleble de su genio. Esto, por supuesto, le es a menudo imposible reconocerlo a quien no lea sus escritos en el texto original. Al lector occidental que no sabe el ruso, Eugenio One-guin, El Convidado de Piedra, y hasta El Caballero de Bronce, o incluso una obra en prosa, como La Hija del Capitán, tienen que darle la impresión de cosa vista, de algo noble, pero exangüe. Para un ruso, o para un lector que entienda el ruso, la verdad es lo contrario. La Hija del Capitán tiene para él un encanto discreto que le falta a Walter Scott; Eugenio Oneguin resulta más vivo, desde el primer capítulo, que su modelo byroniano, el Don Juan más emocionante es para él El Convidado de Piedra, y, en cuanto al Caballero de Bronce, la gran idea de conjunto se le aparece con tanto más esplendor cuanto que vuelve a encontrarla en la inflexión rítmica y en la estructura sonora de cada uno de los versos que componen el poema. Casi se inclinaría uno a creer que la lengua y el verso rusos, tales como se encuentran en Puchkin, basten para infundir nueva vida a la herencia poética de la vieja Europa. Cuando Puchkin elige lo mediocre, lo alza a la altura de su genio; cuando toca a lo grande, no es jamás para rebajarlo. Cierto que no se hombrea con un Dante, con un Shakespeare o con un Goethe por la envergadura y profundidad de la potencia creadora; pero basta haber leído su Escena del Fausto, los ter­cetos imitados de la Divina Comedia, y el asom­broso monólogo del Caballero Avaro — trasplanta­ción única del estilo shakespeariano al suelo de otra

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lengua y de otra poesía, — para saber que en los límites de un « trozo », de un fragmento (lo cual no es ya desdeñable, pues la materia del genio es la misma en todas partes), Puchkin ha sabido medirse con ellos, convertirse en compañero suyo sin dejar ni por un instante de ser él mismo.

Evidentemente, absorbía con el mismo afán la literatura rusa del siglo precedente. Se había nutrido de Derjavin, de Bogdanovich, de Batiuchkov, de Jukovski; admiraba las obras de la Rusia medieval que había podido conocer; estudiaba apasionada­mente la poesía popular, los cuentos, la antigua epopeya heroica de su país. Esto le parecía sencilla­mente natural, lo mismo que ser ruso, que escribir en ruso : no podía ser de otro m o d o ; pero la obra magna por la que tenía conciencia de afanarse poniendo en ella toda la fuerza de sus dones y de su inteligencia, no por eso dejaba de ser esa asimilación de cuanto constituía la grandeza espiritual de Europa, de cuanto por derecho de nacimiento debía perte­necer a Rusia, nación europea, y de lo cual ésta se hallaba privada a consecuencia del rumbo que antaño había tomado su historia. Esa obra era la misma que la del zar Pedro o la de Catalina, pero traspuesta a una esfera en la que debía llevarse adelante sin tropiezos, apaciblemente, en el seno de una armonía que era la ley misma de su arte, la cualidad secreta de su genio. Todo lo que precede muestra cuan entonadamente le preocupaba seme­jante obra, y a dónde podía llevar ésta en el plano de la creación artística. Sin embargo, para captar

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definitivamente su sentido y su alcance, nos falta concretar lo que, a los ojos de Puchkin, significaban exactamente Europa y la literatura europea.

II. EUROPA, TAL COMO LA VIO PUCHKIN

« Rusia, por sus ituación geográfica, política, etc., es la audiencia, el tribunal de Europa. Somos los grandes juzgadores. L a imparcialidad y el buen sentido de nuestros juicios sobre lo que no ocurre entre nosotros, son pasmosos. » Estas líneas de Puchkin, escritas, un año antes de su muerte, en el borrador de un informe, no deben interpretarse como expresión de un orgullo nacional excesivo, de una presunción desmesurada : la ironía de la última frase y de la palabra « juzga­dores » se opone a semejante interpretación, inconciliable, por lo demás, con la opinión del poeta en estas materias. M á s bien ha querido decir que a un ruso le es relativamente fácil juzgar a las naciones europeas de un m o d o imparcial, puesto que su país no ha compartido en el pasado las rivalidades, las enemistades seculares de esas naciones, y también, sin duda, porque le es más fácil representarse a Europa como un todo, haciendo abstracción de lo que la ha desgarrado en pedazos y de cuanto la divide aun hoy. Allí donde un francés o un inglés propenderán a poner ante todo de relieve la aportación de su país, o la de otro país diferente del suyo, un ruso no percibirá a primera vista más que algo propio de Occidente, ni distinguirá sino en segundo término en ello el matiz nacional. Al requerimiento de Tchaa-

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dayev de que le escribiese en ruso, « lengua de su vocación », Puchkin respondió : « Amigo mío, os hablaré en la lengua de Europa; m e es más familiar que la nuestra. » Esa lengua de Europa era, desde luego, el francés; pero lo que ahora se trata de señalar es que, precisamente, para Puchkin, el francés era ante todo la lengua de la Europa culta, y sólo en segundo lugar la de Francia. N o es que foese Puchkin cosmopolita según el gusto del siglo xviii ; cada nación de Europa revestía para él un carácter que la singularizaba y que constituía un valor, que la hacía atractiva, y sin embargo, lo que constituía el conjunto de esas naciones existía tam­bién : era Europa y, en materia literaria, la literatura europea. El nombre le era tan familiar como la cosa. En el esbozo de un prefacio a Boris Godunov habla de literatura europea, protestando contra la tendencia de ciertos críticos a establecer en ella tabiques, a disecarla de un m o d o arbitrario. El fragmento es de 1827, e^ mismo año en que Goethe, en un artículo de revista y en sus conversaciones con Eckermann, lanzaba por primera vez la noción de literatura universal, Weltliteratur, literatura no ya de Europa, sino del m u n d o entero. Es un hecho significativo que esta noción no se encuentre en Puchkin, cuya evolución en ese respecto marcha en sentido opuesto a la de Goethe. Este, con los años, llega a intere­sarse cada vez más por la poesía de la India, de Persia, de China; Puchkin, por el contrario, se desinteresó bastante pronto incluso del Próximo Oriente que le había atraído en su juventud. Los

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nueve admirables poemas « imitados del Corán » son de 1824, y en lo sucesivo el poeta apenas ha vuelto a beber en ésta ni en ninguna otra fuente análoga de inspiración. H u b o un tiempo en que anotaba palabras turcas en sus cuadernos, pero ese tiempo estaba ya lejos en la época de su madurez. E n el curso de los mismos años en que Goethe (no sin cierto recelo) dilata hasta el máximo su horizonte literario, Puchkin — cincuenta años más joven que él — limita el suyo. N o deliberadamente, ni porque la « horrible imaginación oriental », como la llamó un día, le repugne hasta ese extremo, sino por la sencilla razón de que tiene demasiado que hacer en otro terreno. Siente profundamente que lo que la litera­tura rusa necesita no es una iniciación, por genial que sea, en el hechizo de la poesía árabe o persa, sino reinstalarse en Europa, volver al seno de la literatura europea, porque forma parte de ella por derecho de nacimiento, antes de pertenecer, con los mismos títulos que la de la India o la del Japón, a la literatura universal.

Es más : la misma literatura europea presenta a los ojos de Puchkin zonas cuyo conocimiento es desigualmente urgente. « Desde la época en que salí del liceo — escribe en 1830 — no he vuelto a abrir un libro latino, y he olvidado completamente la lengua latina. — La vida es corta,, no tiene uno tiempo de releer. Los libros notables aparecen en breve plazo uno tras otro, y nadie los escribe actual­mente en latín. E n el siglo xiv, en cambio, la lengua latina era indispensable y estaba considerada, con

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justo título, como el primer atributo del hombre instruido. » El francés seguía siendo aún, en la época de Puchkin, aproximadamente lo que el latín había sido en tiempos de Petrarca; y como lengua c o m ú n de Europa lo empleaba él, según ya hemos visto. El conocimiento del latín, como el del griego (que sin embargo había intentado aprender, aunque no con mucho éxito, a lo que parece), no se le antojaba, pues cosa de primera necesidad, pero tampoco el conoci­miento exclusivo del francés podía contentarle : no le daba la clave (o tan sólo por ministerio de los traductores) de las otras grandes literaturas modernas que quería conocer, que consideraba deber suyo estudiar atentamente. « El estudio de las lenguas modernas — escribía a un amigo en 1825 — debe sustituir en nuestros días al griego y el latín; ése es el espíritu del siglo. » N o es que desaprobase los estudios clásicos; pero la adquisición de las princi­pales lenguas literarias de la Europa moderna le parecía más importante aún desde el punto de vista de Rusia. L e vemos inclinado sobre los vocablos italianos, asistiendo a una lectura del Fausto en alemán, poniendo todo su celo en comprender la Gitanilla de Cervantes o en leer a Byron en el original. Por no haber aprendido en edad temprana más que el francés, estudió como autodidacto las otras cuatro grandes lenguas de la cultura europea, que nunca llegó a dominar perfectamente (se sabe, por ejemplo, que nunca penetró en los arcanos de la pronunciación inglesa), pero que conoció suficientemente para poder captar, ayudado por su

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instinto de poeta, los recursos que esas lenguas habían ofrecido a los escritores que de ellas se sirvieron, y para nutrir, con el z u m o que de esas lenguas sabía extraer, el ruso, que consideraba « tan flexible y poderoso en sus medios, tan apto para la imitación, y tan sociable en sus relaciones con las lenguas extranjeras ».

Así, lo que Puchkin llama Europa es ante todo el Occidente : la Europa de la Edad Media y de los tiempos modernos, la Europa romano-germánica. Evidentemente, no olvidaba lo que Goethe recordaba asimismo m u y bien, pese a su tardío encapricha-miento por los lirismos exóticos : a saber, que los primeros cimientos de la civilización y del h u m a ­nismo europeos procedían de la Antigüedad greco-romana. L o que Puchkin había comprendido, sin embargo, y lo que no había tenido necesidad de comprender Goethe, es que la Antigüedad clásica misma, para llegar a ser herencia común del Occi­dente y de Rusia, debía ser percibida a través de la tradición occidental. Rusia poseía desde hacía siglos su propia tradición clásica, casi exclusivamente griega, procedente de Bizancio, una tradición que se había integrado con lo más profundo de su vida espiritual : su religión y su lengua (a través del eslavón eclesiás­tico). N o se trataba de renegar de esa tradición; pero había que rejuvenecerla, darle nuevo impulso y, sobre todo, hacerla convergir con la tradición clásica del resto de Europa. Eso fué lo que hizo Puchkin — en primer lugar, creándose una lengua en la que se mantenían cuidadosamente en equilibrio los ele-

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mentos occidentales, y luego impulsando a la litera­tura rusa, no directamente hacia el estudio de los modelos griegos o latinos, sino hacia lo que de éstos se había derivado en las literaturas occidentales y hacia la asimilación de esas mismas literaturas. Ahora bien, es importante hacer notar que, aun relegando la Antigüedad clásica al segundo plano de la herencia europea, tal como ésta se le presentaba desde el punto de vista de Rusia, Puchkin no se forjaba en m o d o alguno una idea estrecha de lo que en tal herencia debía quedar en primer plano. L o que en él se proponía mantener no era sólo la literatura o la cultura de su tiempo o de los tiempos modernos, sino la totalidad del m u n d o romano-germánico, y más que eso : el conjunto de la cris­tiandad occidental.

Nada más revelador a este respecto que la actitud de Puchkin frente a las principales corrientes literarias de su época. C o m o ya hemos visto, la atmósfera del siglo XVIII francés, en la cual se había educado, le pareció desde m u y pronto irres­pirable; pero tampoco le satisfacían del todo la nueva literatura, la de sus contemporáneos occi­dentales de la generación precedente y de la suya propia, ni los frutos de la gran rebelión contra « el siglo de las luces ». Admiraba, como ya hemos dicho, a algunos de esos nuevos escritores, pero no dio su asentimiento cabal a ninguna iniciativa de conjunto, a no ser (y aquí su gusto se acerca bastante al de Sainte-Beuve) la harto moderada y nada estruendosa de los lakistas ingleses. Los románticos

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franceses — Lamartine, H u g o , Vigny — no acababan de agradarle; conocía mal a los alemanes, y nada indica que haya leído a Shelley o Keast, aunque poseía sus obras, publicadas gracias a los cuidados del librero parisiense Galignani, en el mismo volumen que las de Coleridge. E n cuanto al romanticismo, a Puchkin no le hacían ninguna gracia ni la palabra ni el fenómeno, o más bien detestaba éste y hubiera querido reservar para otro empleo la palabra. E n Eugenio Oneguin, Lensky, mal poeta, escribe « de una manera obscura e insulsa, lo que llamamos romanticismo, aunque yo no vea en eso nada de romántico ». El uso común del término le era ciertamente familiar, y no siempre podía evitar el darle el sentido ordinario, que designa una gran corriente de la poesía contemporánea; pero se esforzaba por usarlo, dentro de lo posible, en un sentido diferente, mucho más próximo a los orígenes de la palabra, y con el cual debió de fami­liarizarse al leer, joven todavía, el Curso de poesía dramática de Schlegel. La verdadera poesía romántica era para él la de las grandes naciones de la Europa medieval y moderna, la poesía de inspiración cristiana y caballeresca, con todos los desenvolvimientos ulteriores que llevaba aparejados, de m o d o que comprendía tanto los misterios semilitúrgicos como el drama shakespeariano, las primeras canciones de gesta al igual que el Tasso o el Ariosto, lo mismo la Divina Comedia que el Fausto, pasando incluso por los cuentos de La Fontaine y La Pucelle de Voltaire. A lo que Puchkin quería reservar el nombre de poesía

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romántica era, en el fondo, a toda la poesía de la vieja Europa, anterior al advenimiento del romanti­cismo y posterior al fin del m u n d o antiguo, con la sola excepción de la tragedia clásica francesa, y de algunas obras en que se sigue de cerca el ejemplo de Grecia y de R o m a . Ahora, bien, si puede encon­trarse paradójico semejante empleo del término, es porque de Schlegel acá nos hemos desacostumbrado un tanto de ello ; pero hay que conceder que ese uso no está desprovisto de cierta lógica y, sobre todo, que expresa el pensamiento de Puchkin con una claridad y un rigor perfectos.

Boris Godunov, de creer a su autor, es una « verda­dera tragedia romántica », porque está basada en el sistema dramatúrgico de Shakespeare. Goethe es para Puchkin, como hemos visto, « el gigante de la poesía romántica », y emplea una vez la expresión « romanticismo gótico » para especificar que habla de poesía medieval, porque está lejos de identificar romanticismo y Edad Media. Llega incluso (en 1825) a atribuir un origen italiano a lo que se llama el romanticismo, pensando a la vez en Dante y en el Ariosto. N o le tomemos por un historiador de las letras. Si adopta el empleo schlegeliano de la pa­labra, sin dejar por eso de reservarse un uso libérrimo de ella, no es por razones históricas (o ideológicas), sino porque así conviene a sus fines profundos, al dictado más imperioso de su instinto. Ese instinto le exige hacer todo lo posible para que su país alcance no solamente lo que falta en su tradición literaria, demasiado corta y estrecha, sino

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lo de que se había visto frustrado, en la realidad misma del pretérito, por el curso que había tomado su historia. Inconscientemente sin duda, intenta remediar no sólo una carencia de formas, sino también ciertos defectos de crecimiento, ciertas lagunas en la experiencia acumulada. Se esfuerza por devolver a Rusia lo que ésta había perdido en el curso de esa segregación del Occidente que marca su período moscovita. D e ahí el interés que mani­fiesta, en la eleción de muchos de sus temas, por la Edad Media occidental y sus formas de vida feudal y urbana, interés que nada tiene que ver con la nostalgia romántica (en el sentido ordinario de la palabra) tal como se expresa, por ejemplo, en el Heinrich von Ofterdingen de Novalis, o incluso, de una manera menos aparente, en las novelas de Walter Scott. Todo el ambiente del Caballero avaro, de las Escenas del tiempo de los caballeros (en prosa), del Festín en tiempo de peste, atestigua esta orientación de su espíritu, mientras que El convidado de piedra aclimata en Rusia un mito que le faltaba, y Mozart y Salieri implanta allí un culto : el del dios occidental de la música. Por último, aunque no parezca haberse reparado en ello, está claro que en el color local subrayado en los dos poemas de Mickiewicz que Puchkin tradujo (ya que no haya dado cima a su proyecto de poner en versos rusos Conrad Wallenrod) y en los Cantos servios, que han hecho auténtica, si así puede decirse, la Guzla de Mérimée, lo que se acentúa no es lo que tienen de eslavo unos y otros, sino lo que tienen de no ruso y, en resumidas

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cuentas, de occidental. Pues los servios y los polacos han participado más , sin duda alguna, en la vida común de Occidente durante los siglos en que Rusia estaba ausente de esa vida.

El sentido, tan poderoso en Puchkin, de su misión nacional, concordaba perfectamente con lo que había de más personal en su naturaleza y en su vocación poética. Así, la idea de la literatura europea, tal como se desprende de todos sus escritos y de la orientación general de su actividad creadora, no le fué sólo dictada : es profundamente suya. Habiendo dejado m u y pronto lo que fué en él punto de partida, la literatura del siglo XVIII, el gusto y el instinto literario de Puchkin se desenvuelven, no en la dirección de un romanticismo que apuntaba hacia un porvenir bastante turbio y peligroso para la vida de las letras, sino en la dirección opuesta, hacia los siglos X V y X V I europeos, hacia los grandes poetas del Renacimiento y de fines de la Edad Media. Para captar el sentido cabal de esa evolución conviene hacerse cargo de que ésta no sólo correspondía a los fines que más o menos conscientemente se planteaba Puchkin, sino también a la estructura misma de su personalidad y de su genio. Pese a la época en que vivía, era Puchkin un poeta prerromántico, el último gran poeta de Europa al que el romanticismo no había afectado más que superficialmente. Mérimée lo vio m u y bien : la prosa de Puchkin le recordaba la del siglo precedente, pero encontraba que su poesía era clásica más bien al m o d o griego que al m o d o francés y, en conjunto, debió de intuir distintamente

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que Puchkin pertenecía a un m u n d o desaparecido, a Europa tal como había sido, y no tal como estaba en vías de llegar a ser. Por lo demás, eso mismo que Mérimée comprendió tan bien es lo que había de impedir a los demás comprender, pues los frecuentes errores de los extranjeros en lo que atañe a Puchkin no se explican sólo por la dificultad de acercarse a él a través de las traducciones, sino también por el hecho de ser Puchkin demasiado europeo para que la Europa moderna, surgida de la crisis romántica, pudiese reconocerse en sus obras.

El antiguo vigor, el antiguo equilibrio de Europa, su conciencia de ser y de guardar la más preciosa de las herencias, todo eso vive aún en la obra de Puchkin, para siempre ligado al destino de un idioma que la mayor parte de los europeos no entienden. E n cuanto a esa lengua que él tan podero-semente contribuyó a crear, y a ese país cuyo porvenir en el m u n d o del espíritu aseguró, desde el punto de vista de ambos el retorno a la vieja Europa equivale al nacimiento definitivo de una nueva Rusia. N o es de la crisis romántica de donde podría surgir esa nueva Rusia, sino de una alianza con algo mucho más vasto y más antiguo, de lo cual Rusia había estado separada, sin dejar de ser capaz de volver a unirse a ello : ese algo es el alma perma­nente de Europa. El europeísmo de Puchkin en nada contradice la esencia rusa de su genio. El era europeo, no en contra de Rusia, como tantos « occidentalistas » que más tarde invocaron su ejemplo, sino para Rusia; no a pesar de ser ruso, sino por serlo. Era

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europeo porque tenía una visión del conjunto de Europa, al que, sin dejar de ser ruso, tenía conciencia de pertenecer. Afirmar con la labor de toda su vida que pertenecía a ese conjunto era para él no sólo su misión privativa, sino, además, la de la propia Rusia. Su esfuerzo ha fructificado más, acaso, que cualquier otro gran esfuerzo que se haya intentado nunca en su país. Cuanto Rusia ha podido dar, desde la muerte del poeta, al arte, al pensamiento, a la conciencia moral de Occidente, ha nacido de la obra y del prestigio de aquél.

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SUMARIO D E LAS INFLUENCIAS RECIBIDAS

F R A N C I A . A Puchkin, en el Liceo Imperial, le dan sus camaradas el apodo de « Francés »; en esta lengua escribe poemas antes de escribirlos en ruso ; primera influencia que recibe antes que la de Voltaire y de los poetas « ligeros » del siglo xvín, sobre todo Parny y sus émulos. U n poco más tarde, André Chénier los suplanta en su admiración. La influencia de los Cuentos de La Fontaine y de su sucesión literaria es sensible en Ruslán y Ludmila. Desde 1822, cuando se vuelve hacia Inglaterra, la poesía francesa le parece « tímida y amanerada ». Sigue, no obstante, interesándose vivamente durante toda su existencia por las letras francesas. Aprecia la poesía de Sainte-Beuve, pero no la prosa de Balzac. N o le agradan mucho los románticos, y (como Goethe) aborrece la Nuestra Señora de París de Victor H u g o . E n cambio, admira plenamente Las amistades peligrosas, de Lacios, el Adolfo, de Benja­mín Constant, a Stendhal y a Mérimée.

I N G L A T E R R A . A los veintidós años está « loco por Byron ». Para conocerlo mejor estudia el inglés — en los libros y pronunciándolo como si fuese latín, lo que no le impide distinguir la música del verso y abandonar la que le ofrece Byron por otras más refinadas. Las más poderosas influencias que sufre a continuación son las de Shakespeare {Boris Godunov,

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el monólogo del Caballero avaro, la transposición en un poema de Medida por medida), de Walter Scott (La Hija del Capitán, El negro de Pedro el Grande, Dubrovski) y los poetas lakistas, Coleridge en primer lugar (menos en tal o cual obra en particular, que en la técnica del verso lírico y dramático en general). Imita el Soneto a la gloria del soneto, de Wordsworth, comienza la traducción del Madoc de Southey y de una escena dramática de Barry Cornwall, traduce un fragmento de la Ciudad en tiempo de peste, de John Wilson, y hace de él una obra maestra añadién­dole dos poemas. Empieza asimismo, hacia el fin de su vida, una traducción (en verso) del Pilgrinís progress de Bunyan.

A L E M A N I A . N O conoce apenas la lengua, y mal la literatura. Sólo le atrae de ella Goethe, que suple a todo lo demás. Compone una Escena del Fausto y esboza otras dos. Goethe sigue siendo para él, hasta el fin, un ejemplo a seguir y una de las grandes admiraciones de su vida.

ITALIA. Lee el italiano y saborea la sonoridad suave de esta lengua. Petrarca es uno de los primeros poetas que encuentra en su camino, después de haber dejado a Parny. Conoce al Tasso, pero se siente (probablemente) más cerca del Ariosto. Admira y comprende a Dante, mejor de lo que Goethe lo había comprendido. Escribe dos poemas en tercetos, imitaciones del Infierno. Algunos contemporáneos le atrajeron también, como Francesco Cianni, de quien imitó el poema sobre Judas.

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E S P A Ñ A . Intentó aprender el castellano leyendo La Gitanilla, de Cervantes, cuya obra maestra ponía m u y alto. L a atmósfera moral de España le fascinó en varias ocasiones, como lo atestiguan su Romance español y su drama El Convidado de Piedra. Por último, habló con entusiasmo de Calderón, cuyas obras, en traducción francesa, se encontraban en su biblioteca.

PAÍSES E S L A V O S . L O S Cantos de los eslavos occiden­tales, aunque inspirados por la Guzla de Mérimée (pero basados también en otras fuentes, en particular la de que se sirvió Goethe para su Queja de la noble esposa de Assan-Aga, auténtico poema servio que Puchkin empezó también a traducir), indican una real compenetración del espíritu de la poesía popular servia. U n instinto no menos seguro aparece en su traducción de dos poemas de Mickie-wicz. Este, sin duda, ejerció sobre Puchkin una influencia personal en el momento en que se trataron, de 1828 à 1829. N o parece que Puchkin se haya interesado por otros países eslavos fuera de Servia y Polonia, y ambos se los representaba netamente como parte integrante del Occidente.

O R I E N T E . E n su juventud, hallándose en Crimea, Puchkin quiso aprender el turco. La Fuente de Bakhtchissarai señala sin duda el apogeo de su interés por las cosas orientales, lo mismo que el grupo de poemas que titula Imitaciones del Corán. E n esa época imitaba también el Cantar de los Cantares

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en dos breves poemas líricos, y leía a Saadi en una traducción francesa. Pero su destino no era escribir un Diván oriental, y en los años sucesivos es el Occidente lo que le atraerá cada vez más.

E L N U E V O M U N D O . América entra en el horizonte

de Puchkin con las novelas de Cooper, que, como Goethe, leía con gusto; pero sobre todo con el libro de Tocqueville aparecido en 1836, y que todavía tuvo tiempo de leer. Hace alusión a él en el largo informe que en los últimos años de su vida consagró a las Memorias de John Tenner, texto que parece haberle interesado poderosamente.

L A IRRADIACIÓN D E P U C H K I N . N o se puede hablar

de ella seriamente más que en lo que concierne a los países eslavos y a Rumania, donde la influencia de la obra puchkiniana fué poderosa en el curso de todo el siglo xix. E n los demás países, sólo le han apreciado en general quienes conocían su lengua. Mérimée acometió el estudio de la lengua rusa para leerle, y le admiraba grandemente. E n cuanto a las traduc­ciones, eran y son todavía insuficientes para quien quiera darse cuenta de si su fama no es cosa pura­mente local y transitoria. El porvenir de Puchkin fuera de Rusia depende enteramente del grado de difusión de la lengua rusa.

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PRINCIPALES F E C H A S B I O G R Á F I C A S

1799 26 de mayo-6 de junio, nacimiento de Puchkin (Alejandro Sergueevitch Puchkin) en Moscú.

1811 Sale para San Petersburgo. Entra en el Liceo Imperial de Tsarjoie Selo, que acaba de ser fundado (el 19 de octubre).

1814 Primeros poemas.

1817 Puchkin termina sus estudios en el Liceo. Se le nombra agregado al Ministerio de Rela­ciones Extranjeras.

1820 Publica Ruslán y Ludmila. Por su Oda a la

Libertad es confinado en el sur de Rusia. Viaja con la familia del General Raevski por el Cáucaso y Crimea. Después se instala en Kichinev (Besarabia).

1821 El Prisionero del Cáucaso (publicado en 1822).

1822 La fuente de Bachtchissarai (publicada en . 1827).

1823 Partida para Odessa. Comienza Eugenio One-

guin y Los Bohemios. 1824 Este último poema es terminado. Puchkin

recibe la orden de retirarse a su finca de Mikhailovskoe, no lejos de Pskov, adonde llega el 9 de agosto.

1825 Boris Godunov (publicado en 1831). 1826 Septiembre : un Feldjâger imperial viene en

busca de Puchkin y le conduce a Moscú. El emperador le recibe. E n adelante queda

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libre, y habita tan pronto en Moscú como en San Petersburgo.

1828 Poltava (poema publicado en 1829). Primer encuentro con Natalia Gontcharova.

1829 Nuevo viaje al Cáucaso (descrito en el Viaje

a Azroum). 1830 Durante el otoño se encierra en su finca de

Boldino y escribe (o termina) los cuatro « pequeños dramas ». Publica los Relatos de Ivan Petrovitch Belkine.

1831 18 de febrero : Puchkin contrae matrimonio

con Natalia Nikolaevna Gontcharova. El emperador le encarga que escriba una his­toria de Pedro el Grande. Termina Eugenio Oneguin. Primeros Cuentos (en verso).

1832 Rissalka. Dubrovski (no terminado). 1833 Escribe El Caballero de Bronce (Publicado

después de su muerte). Otoño : viaje a Kazan, Simbirsk y Oremburgo, a fin de recoger materiales para la historia de Pedro el Grande y para la de Pugachev.

1834 La Dame de Pique. Empieza a escribir la Historia de la Sublevación de Pugachev.

1835 Publicación de los Cantos de los eslavos

occidentales (en el cuarto volumen de los Poemas).

1836 La Hija del Capitán. 1837 27 de enero-8 de febrero : duelo con el

Barón d'Anthés, en el curso del cual Puchkin es mortalmente herido, 29 de enero-1 o de febrero : muerte de Puchkin.

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BIBLIOGRAFÍA

I. OBRAS D E CONJUNTO.

E. Haumant. Pouchkine, 1911. M . - L . Gofman. Pouchkine, 1932. E . Piccard. Alexandre Pouchkine, 1939. C . de Blesnay. Vie de Pouchkine, 1946. Henri Troyat. Pouchkine, 2 vol., 1946. D . - S . Mirsky. Pushkin. Londres, 1926. James Cleugh. Prelude to Parnassus, Scenes from the

Life of A. S. Pushkin, Londres, 1936. E.-J. Simmons. Pushkin. Cambridge, M s s . 1937. Lydia Lambert. Pushkin, Poet and Lover, Londres,

1947. J. Lavrin. Pushkin and Russian Literature, Londres,

1947. Ettore Lo Gatto. Alessandro Puskin, 1937.

II. T R A D U C C I O N E S .

Versiones de Prospero Mérimée : La Dame de Pique, Le Coup de pistolet (uno de los Relatos de Belkiné) ; Les Bohémiens, y (en prosa también) algunos poemas (Le Hussard, Le Prophète, Boudrya et ses fils). Sus traducciones se han reeditado fre­cuentemente en la colección corriente de sus obras.

A . Pouchkine. La fille du Capitaine, traducción de Luis Viardot, Paris, 1853.

Poèmes dramatiques d'Alexandre Pouchkine, traduits

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du russe par Ivan Tourgueneff et Louis Viardot (Boris Godounqff, le Baron ivre, Mozar et Salieri, La Roussalka, l'Invité de pierre). Paris, 1862.

Pouchkine. Le Convive de Pierre. La Roussalka. Traducción de Henri Thomas , Paris, 1947.

Pouchkine. Récits (Le coup de pistolet, La Tempête de neige, Le Marchand de cercueils, La Demoiselle paysanne, La Dame de Pique), traducidos por André Gide y Jacques Schiffrin, Paris, 1935.

Dignas también de mención :

E n inglés : La traducción en verso de Eugenio One-guin, por Oliver Elton, y la que prepara en este momento Vladimir Nabokov (Sirine).

E n alemán : La traducción « clásica », pero un poco pálida, de F . Bodenstedt, Puschkin's Poetische Werke, 3 vol. Berlin, 1854-1855.

E n italiano : Las traducciones publicadas bajo la dirección de Ettore L o Gatto.

E n español : La mayor parte de las traducciones han sido hechas a través de las versiones francesas; pueden señalarse como excepciones : la de J. Jude­rías, de La Dame de Pique (Madrid, 1918?); la de La Hija del Capitán, por G . Pornoff (Madrid, Colección Granada, 1919); la de R.-J. Slaby, de La campesina disfrazada, La nieve, El disparo memorable, Barcelona, 1921, y las dos traduc­ciones en catalán : La Dama de Pique, Barcelona, 1921, y La Filia del Capita, Barcelona, 1922. E n la colección Austral de las ediciones de Espasa-Calpe, Buenos Aires : La Hija del Capitán y La Nevasca.

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