LOS MODOS ALEGORICOS Y EL CRITICON etamente, el libro no defrauda al lector más exi gente....

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Ea/tasar Gracián Los Cuadernos de Literatura 44 LOS MODOS ALEGORICOS Y EL CRITICON Cristóbal Serra e oo método literario, la alegoría no goza del vor popular. Los más se abs- tienen de leer una obra tenida por ale- górica. No digo que no se lean la Divi- na Comedia, el Castillo, o Moby Dick, pero de í la mayoría no pasa. La causa de esta alergia popular puede residir en la misma palabra, de filiación culta. O tal vez esté en el hecho de que la alegoría, en nuestros tiempos modernos, tiene marchamo de cosa añeja, de antigüalla, como si se tratara de un cdelro o de una cornucopia. No deja de ser curioso que el pueblo que tanto la rehúye, la use a diario. Se habla, se bromea, se refieren hechos, con lenguaje claramente alegó- rico. Quien dice que está harto de política sin duda alegoriza. Quien hace ser que tiene a al- guien entre ceja y ceja no deja de alegorizar. El periodista que habla de ataques relámpagos, sitúa al lector en plena alegoría. El orador sagrado que se refiere al Pre viene también a expresarse alegóricamente. ¿Por qué será que este otro lenguaje, por decirlo así, se nos oece tan a menudo? Simplemente, porque el lenguaje, de sí muy manco, necesita toda clase de muletas. Y la alegoría es una de las más imprescindibles del diario quehacer. Sabido es que la pabra no basta para significar totalmente la cosa, y menos para describirla, en sus múltiples facetas y relaciones. El desarrollo alegórico del lenguaje reside, pues, en esta distan- cia enorme que media entre la palabra y la cosa. Esto, que es meridiano, no resulta evidente a todos. Así, vemos que en literatura el método alegórico es mirado aún con desconfianza por el crítico realista, que no es especie del todo extinta. Todavía tenemos a nuestro lado críticos que dicen: «Si un autor tiene algo que decir, lo di sin tapu- jos». Tampoco lta el crítico filisteo de poesía que te endilga ésas: «Si el poeta tiene algo que decir, ¿por qué no ha de decirlo en prosa? Las raíces de este tipo de crítica se nutren de determinadas ideas fijas, que, si no han dominado del todo, dominaron a medias. La primera de es- tas ideas (fijas) es la aversión pronda hacia la abstracción divorciada de la realidad. La segunda, es la necia creencia en un universo mecánico en el que nada hay que no sea catogable y anizable. Actitud ésta que se tuvo por muy científica, pero que hoy carece de base. Según la moderna cien- cia, ese universo (mal llamado mecánico) más se parece a una papilla de plátano que a otra cosa.

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Ea/tasar Gracián

Los Cuadernos de Literatura

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LOS MODOS

ALEGORICOS Y EL

CRITICON

Cristóbal Serra

e orno método literario, la alegoría no goza del favor popular. Los más se abs­tienen de leer una obra tenida por ale­górica. No digo que no se lean la Divi­

na Comedia, el Castillo, o Moby Dick, pero de ahí la mayoría no pasa.

La causa de esta alergia popular puede residir en la misma palabra, de filiación culta. O tal vez esté en el hecho de que la alegoría, en nuestros tiempos modernos, tiene marchamo de cosa añeja, de antigüalla, como si se tratara de un candelabro o de una cornucopia.

No deja de ser curioso que el pueblo que tantola rehúye, la use a diario. Se habla, se bromea, se refieren hechos, con lenguaje claramente alegó­rico. Quien dice que está harto de política sin duda alegoriza. Quien hace saber que tiene a al­guien entre ceja y ceja no deja de alegorizar. El periodista que habla de ataques relámpagos, sitúa al lector en plena alegoría. El orador sagrado que se refiere al Padre viene también a expresarse alegóricamente.

¿Por qué será que este otro lenguaje, por decirlo así, se nos ofrece tan a menudo? Simplemente, porque el lenguaje, de sí muy manco, necesita toda clase de muletas. Y la alegoría es una de las más imprescindibles del diario quehacer.

Sabido es que la palabra no basta para significar totalmente la cosa, y menos para describirla, en sus múltiples facetas y relaciones. El desarrollo alegórico del lenguaje reside, pues, en esta distan­cia enorme que media entre la palabra y la cosa.

Esto, que es meridiano, no resulta evidente a todos. Así, vemos que en literatura el método alegórico es mirado aún con desconfianza por el crítico realista, que no es especie del todo extinta. Todavía tenemos a nuestro lado críticos que dicen: «Si un autor tiene algo que decir, lo dirá sin tapu­jos». Tampoco falta el crítico filisteo de poesía que te endilga ésas: «Si el poeta tiene algo que decir, ¿por qué no ha de decirlo en prosa?

Las raíces de este tipo de crítica se nutren de determinadas ideas fijas, que, si no han dominado del todo, dominaron a medias. La primera de es­tas ideas (fijas) es la aversión profunda hacia la abstracción divorciada de la realidad. La segunda, es la necia creencia en un universo mecánico en el que nada hay que no sea catalogable y analizable. Actitud ésta que se tuvo por muy científica, pero que hoy carece de base. Según la moderna cien­cia, ese universo (mal llamado mecánico) más se parece a una papilla de plátano que a otra cosa.

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De aquí que los sacerdotes de la ciencia, y con ellos sus seguidores, deben abandonar sus facilo­nas respuestas, si no quieren verse expuestos al ridículo.

Con ello, salgo naturalmente en defensa del uso de la alegoría en la literatura, a despecho de quie­nes eligen el realismo y la objetividad como artícu­los de fe.

Pudiera haber procedido a una defensa específi­camente literaria del método alegórico, repasando la literatura del pasado, que está saturada de ale­goría. Razón de esta plétora alegórica del pasado: la alegoría es uno de los modos más naturales y más eficaces para expresar la verdad.

* * *

Los orígenes literarios de la alegoría no están del todo esclarecidos. Si nació con el pueblo he­breo, es hecho que no puedo asegurar. Pero sí puedo asegurar que alcanzó un uso literario normal entre salmistas, profetas y evangelistas. Hay sal­mos que son una alegoría acabada. El salmo 79 (80) compara a Israel a una vid: «Transportaste auna vid desde Egipto, desalojaste a los gentiles yla plantaste. Le preparaste la tierra y echó raícesy ocupó la región. Cubrió con su sombra los mon­tes y con sus pámpanos los cedros altísimos. Ex­tendió sus sarmientos hasta el mar, y sus vástagoshasta el río».

Ha habido videntes que han hecho uso de la alegoría para expresar las más tremebundas vi­dencias. Sin ir más lejos, la visionaria alemana, Ana Catalina Emmerick, que nos descubrió la fal­sedad de la filosofía moderna, cuenta, en una de sus visiones, una historieta de una arquilla negra. La historieta se acaba con el siguiente colofón: «La arquilla negra es la presunción y la sofistería. Y aquella mujer es la filosofía, o, como dicen, la razón pura, que todo lo quiere según su forma. A ella se atienen estos maestros: no a la verdad de oro de la tradición pura».

Antes de aproximarme al Criticón, he de echar una ojeada a dos alegorías swiftianas, omnipresen­tes en mi memoria de lector. Referirse a la alego­ría y no mencionar a Swift sería olvido imperdo­nable. No se puede pasar por alto a ese alegorista de una terrible precisión que, en sus «Viajes de Gulliver», es todo acritud y sátira desafiante. Su cualidad primordial es la fiera indignación, fragua en la que forja su estilo airado y poderoso.

Pues bien, Swift, tan crítico en todo, no usa otro método que el alegórico. Le basta con reducir la talla de unos hombres, pasarlos a otra escala, convertirlos en liliputienses, para transmitir lo que pretende decirnos.

En «Liliput» vemos al hombre común rodeado de pigmeos, y observamos con horror el poder absoluto que estos seres pueden ejercer sobre un hombre -con el que nos identificamos. Pero, :il mismo tiempo, descubrimos que los pigmeos so­mos nosotros. Cuando hemos llegado a cerciorar-

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nos de ello, la afectación, la vanidad, y la crueldad de la vida diaria quedan por demás patentes.

Este artificio de alterar la escala de las cosas, acomoda admirablemente con la sátira de Swift, que cobra impulsos de su admiración por los grandes y los sencillos, a la vez que de su odio hacia insignificantes, mezquinos, superferolíticos y presuntuosos.

* * *

Siendo más joven, Swift escribió otra alegoría ejemplar, en la que muestra su genio nato para este método de expresión. Me refiero al «Cuento de un Tonel».

Este relato revela una habilidad consumada, al mismo tiempo que ofrece una perfección literaria que hace palidecer los mejores cuentos de Vol­taire. La primera frase es la de un cuento de hadas, pero las palabras del moribundo exponen, con una insuperable sobriedad, todos los datos del intríngulis. Esta historia, que parece dirigirse a los niños, se abre bajo las alas de la más pura lógica y se enuncia con la mesura y nitidez de una doc­trina filosófica. Este cuento se nos presenta como un drama de Racine, en el que las oposiciones simétricas están marcadamente definidas. El pa­pista leerá a su manera, el calvinista lo leerá torci­damente y el luterano lo verá con mirada oblicua. Todos le pondrán o le quitarán, y lo dejarán tan mal aderezado, que ni ellos mismos lo reconoce­rán.

El drama de la torcida interpretación de las úl­timas voluntades del «testamento cristiano» queda recogido en esta alegoría-chirigota.

* * *

La alegoría swiftiana, tanto en Gulliver como en el Cuento de un Tonel, aventaja en sencillez a la que nos ofrece el «Avanzar del Peregrino», del puritano Bunyan. En Swift, lo que leemos pudiera haberlo escrito, tanto un romano de la época de Augusto como un inglés del reinado de la reina Ana. Aún siendo Swift clérigo, lo sustancial en sus alegorías no es el cristianismo. No existe para él bastión de la fe. En cambio, para el puritano Bunyan, es primordial la lucha cristiana entre el bien y el mal. «El Avanzar del Peregrino» es un viaje alegórico que nos recuerda, en cierto modo, El Criticón. Puede establecerse la comparación, y de hecho no ha faltado quien la ha establecido. Por de pronto, es el cuento de las muchas peripe­cias de un hombre (llamado Cristiano) que, con un libro en la mano y una gran carga sobre la espalda, viene de la ciudad de la Destrucción. Tiene «Cris­tiano» dos objetivos: librarse de sus onerosos pe­cados y temores y encaminarse a la Ciudad santa.

«Evangelista» le encuentra llorando porque no sabe dónde ir y le señala una puerta en un mon­tículo lejano. Como «Cristiano» tira hacia adelan­te, todo son gritos que tiene que escuchar de veci­nos, amigos, esposa e hijos, que le quieren disua-

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dir de su propósito. Pero él se tapa los oídos y prosigue la marcha, al grito de: « Vida, vidaeterna».

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Entonces empieza un viaje de diez estaciones, que es un cuadro fiel de las dificultades y triunfos de la vida cristiana. Cada prueba, cada dificultad, cada experiencia de alegría o de pesar, de paz o de tentación, viene figurada, entre razones, por un carácter vivo. Hay alegoristas que son muy nebu­losos e irreales. Bunyan usa un inglés terso y sus caracteres resultan vivos, a más no poder. Diría que son personajes de la calle.

Mucho antes que Lewis Carrol, el autor del «Avanzar del Peregrino» hace alternar la narra­ción con el diálogo, ofreciendo un palique (casi constante), entre abstracciones. El autor hace la­bor de taracea, encajando en los paliques citas entresacadas de los libros bíblicos. El lector de hoy no puede menos que advertir en tales citas un cierto amaneramiento.

Esta flor inglesa, cultivada en suelo judáico, este apocalipsis del apocalipsis, pretende ser una retahíla de imágenes proféticas y evangélicas. Se diría que cada manjar que el puritano Bunyan coloca sobre el mantel de la mesa es una parábola. Por rancia y amonestadora que resulte, esa alego­ría, brotada de la Inglaterra puritana, presenta a veces rasgos de un humor recio. «El cuerpo sin el alma es como res muerta», leemos.

El método de Bunyan, parejo al de los sermona­rios y al popularizado por los dibujos animados, es un método que ofrece vigorosos sentimientos y el invasor imperio del sentido común.

* * *

Contamos, realmente, con infinitas variedades de ese otro modo de expresión, que ha dado en llamarse alegoría. Variedades que van desde la muy obvia alegoría a lo Bunyan, cargada de sim­bolismo religioso, hasta las mucho más vagas y oscuras alegorías de Melville y Kafka. Las formas intermedias aún enriquecen más la gama alegó­rica. Así, hay libros mitad alegóricos, mitad realis­tas, de los que son ejemplo el Quijote y el Gargan­túa.

La originalidad de Baltasar Gracián, en su Criti­cón, consiste en haber escrito, para delicia del lector, una obra alegórica, que, siendo prosa, es eminentemente poética. Gracián no pasa por poeta y sí por agudísimo y, sin embargo, es tan agudo como poético.

La forma con que se inicia el Criticón es un modelo de comenzar poético. Al no saber dónde se encuentra, el lector puede esperarlo todo de la imaginación y de la maestría de Gracián. Y, cier­tamente, el libro no defrauda al lector más exi­gente. Comprendo a Arrabal, cuando afirma que Gracián es el escritor mayor de nuestra literatura. Razones las hay, y de peso, para hacer esta afirmación-monstruo.

Para el lector cansado ya de los géneros muy

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hechos, o muy adobados, el libro de Gracián es un modelo de aliteratura. Este es el libro que el lec­tor inquieto saboreará con gusto una y otra vez, sin que le resulte empalagoso. Con el Quijote no cabe igual experiencia. El hecho de que el libro de Cervantes tenga un hilo argumental no permite leerlo infinidad de veces (como hice yo con el Criticón). Los diálogos cervantinos, es cierto, siempre son entretenidos y aleccionadores, pero, aquellos cuentos-tontos que atiborran el Quijote de material de relleno, hacen embarazosa la lec­tura del libro inmortal. Por eso, aunque no se diga, el libro cervantino se ha leído siempre a trechos, haciendo altos en el camino, como los hacía el buen Quijano.

La densidad y variedad que en las alegorías del Criticón se conjugan, y la riqueza de elementos poéticos que nos descubren, me extraña que no impresionaran favorablemente a Unamuno, que esta vez pecó (para mí) de cortedad crítica, cuando escribió -en «De esto y aquello»- que era necesaria mucha paciencia para leer el Criticón. Será que yo soy muy pacienzudo, porque he po­dido leer repetidas veces el Criticón, sin llegar al cansancio. Unamuno estima al aragonés escritor demasiado juguetón y amigo del contorsionismo verbal. Pues, pienso que aún podría haber sido más diablo y contorsionista, para delicia de los siglos.

Gracián, que rehúye el verbalismo, siente nece­sidad -a lo largo del Criticón- de hacer malaba­rismos con la palabra. Esta necesidad acuciante, que se advierte en todo el libro, hizo que ensan-

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chara el léxico, rompiera moldes, y nos dejara un libro imperecedero.

Como ya dije, la primera parte nos muestra un Gracián poético, que tiene mucho del Granada de «La Introducción del Símbolo de la Fe». Si le tuvo presente, al escribir esta primera parte, no lo sé, pero las concomitancias de fondo y forma no faltan. Más ceñido y menos ingenuo tal vez, Gra­cián es aquí un enamorado del signo -como lo fue Granada. Creo que aún está por hacer una lectura poética de los signos del Criticón. Si se llevara a cabo, se descubriría que Gracián es el poeta de la noche, del mar, de la rítmica naturaleza. Hablán­donos de la noche, la vindica frente al vulgo es­tulto, que pide sólo luz y se vuelve contra la tiniebla y la luminaria.

La sensibilidad de Gracián, que no ha sido pon­derada en la misma medida en que lo ha sido su agudeza, está más que patente en todo el Criticón.

Al referirse a la luna, se ve lo mucho que la tenía observada. Le aparece como símbolo del hombre: «Ya crece, ya mengua, ya nace; ya muere; ya está en su lleno, ya en su nada, nunca permaneciendo en un estado».

La poesía romántica, especialmente la de She­lley, pondrá el acento en la mutabilidad del hom­bre. Gracián, siglos antes, dirá, con otros tonos, lo que cantó el romántico inglés: «Luna, claro espejo del hombre, por mudable, defectuosa, manchada, inferior, pobre, triste, y todo lo que se le origina de la vecindad de la tierra».

Como se dijo, en esa primera parte del Criticón,se advierte una propensión a escudriñar los signos de la naturaleza. La periodicidad de las flores y de los frutos le permiten registrar el «yin» y el «yan», tan traídos y llevados por la vieja filosofía de los chinos.

Gracián no ignoraba la satisfacción que procura el mirar las aguas marinas y nota que: «sin can­sarse estará embebido un hombre todo un día viéndolas brollar, caer y correr».

Las crisis de la primera parte le permiten multi­plicar los signos. La visión pesimista del hombre, que es patrimonio de nuestra ascética, se renueva en Gracián, con una visión más bien recamada de signos: «el llanto es el clarín con que el hombre rey entra en el mundo, señal de que su reinado sólo ha de ser de penas».

A pesar de que sabe ver en la naturaleza los signos, que son bagaje de atributos divinos, Gra­cián desconfía de cuanto no ha sido desbastado. Para él, la naturaleza, pródiga en signos, puede ser enriquecida por el arte, con juguetes nuevos. Sabe Gracián que lo muy visto acaba .por ser poco estimado y que lo que antes pudo ser pasmo pierde pronto en nosotros la condición de pasmoso. No porque haya perdido su per- � fección, sino porque sólo del cansancio se �� libra la variedad. �

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