Los Nuevos Siete Caídos - El Náufrago - Capítulo1

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  • 8/18/2019 Los Nuevos Siete Caídos - El Náufrago - Capítulo1

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    El NáufragoCapítulo 1

    “  Las personas cambian cuando se dan cuenta del potencial que tienen para cambiar las co-

    sas.”   

    (Paulo Coelho)

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    1.1Desperté, tenía la garganta reseca, agrietada y con el detestable gusto a la sal de haber tragado litros

    y litros de agua de mar.

    Mi pequeño bote se dio vuelta por la tormenta de la noche anterior. El cielo estaba extensamente cu-

    bierto de nubes negras y relampagueantes, la lluvia era una gruesa cortina blanca, y el violento mar

    terminó por derribarme en medio de la nada.

    Sumergido, el interminable azul degrade del mar se tornaba al oscuro más oscuro de mis miedos,

    brotes de pequeñas burbujas que ascendían en un enjambre de miles de docenas de ellas. Estaba

    siendo tragado, como si debajo en las profundidades alguna criatura estuviera aspirando medio

    océano sin ser visto. Mis ojos no distinguían entre tanta penumbra. Y así me desvanecí.

    Quizás pasaron semanas o pudieron haber sido horas. Me di cuenta de que seguía vivo porque la

    sensación de ahogo que retenía me atoraba con un sofocante nudo en la garganta, fue como volver

    de la muerte.

    Fue casualidad, escuche que un aleteo pesado aterrizó un ave de gran tamaño a la altura de mis

    pies. Mis ojos espiaron con dificultad de qué criatura se trataba y me sorprendí cuando noté a un fla-

    menco de resplandecientes plumas rojizas.

    De a poco fui recobrando el sentido, aunque se me partía la cabeza, como la peor de las resacas que

    alguna vez sufrí.

    En un ataque de histeria que me surgió repentinamente, el ave rojiza desapareció respondiendo a

    graznidos bruscos, lo había asustado y enfurecido.

    Pasado el tiempo me quedé tirado en la orilla, estaba solo y mis talones sentían el vaivén de la ma-

    rea.

    Lo había considerado bastante, ¿Y si moría allí?

    Me giré sobre las piedrillas de la costa, picaban mi torso y se me pegaban con facilidad.

    Mientras miraba elevando el mentón sobre la arena, me llevé una sorpresa, delante de mí sobre las

    piedras que subían hasta un montículo rocoso de mayor altura, había un remo con la mitad del man-

    go partido, reposando. Estaba apoyado sobre un peñasco del montón, quizás no estaba solo.

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    Con sigilo me acerqué y propuse no tocarlo. Levanté la mirada sobre la orilla al otro lado del montícu-

    lo de rocas y preferí volver al medio del océano.

    Lo que descubrí me acobardó como para sacudir mi alma en un escalofrío. Frente a mí, dos cuerpos

    abiertos a la mitad, como las truchas que vendía el marino Memo en el puerto de Corman. Esos dos

    me provocaron unas incontrolables náuseas que me siguieron durante todo el día.

    No pude ver a nadie más por los alrededores, quizás los hacedores de aquel asesinato fueron algu-

    nos piratas. Tampoco pude saberlo, pero mientras tanto, me puse alerta a cualquier movimiento ex-

    traño. Había escuchado de nuevos corsarios como el Curvante, el Le Noir, o el más famoso de la

    última década, el Scuttlebutt comandado por Ezreal Grum conocido como la  tribulación del  mar. No

    quería ponerme a imaginar un encuentro con esos hombres.

    El lugar era bastante amplio, si bien estaba rodeado por agua tanto al norte como al sur, el islote se

    unía por un hilo que apenas rayaba la superficie, con una isla de un tamaño importante.

    Desde donde me encontraba, toda la isla estaba cubierta por maravillosos verdes de un paisaje sel-

    vático que lucía de lo más hostil.

    Sin embargo no hube de quedarme en la fría roca y perfilé a cruzar al otro lado. Si era un varadero de

    piratas, seguramente tendrían alguna bodega escondida. Por lo que sabía de las historias, era común

    para ellos guardar grandes cantidades de alcohol en lugares así. «Si este es uno de esos luga-

    res...» consideré, tenía dos opciones. La primera era arriesgarme a saquearlos, lo que sería sencillo

    si no estaban en la isla, aunque debería de esconderme por el resto de mis días para que no me en-

    contraran. La segunda opción no era tan diferente, tenía claro que los saquearía, pero debía escabu-

    llirme a su barco y rogar no ser descubierto hasta llegar a puerto nuevamente. Arriesgar mi vida era la

    única opción. «Pero si... no es uno de esos lugares. Entonces...» Pensé, en mi solitaria muerte en

    esta isla desconocida.

    Cuando logre sentarme en la playa, sobre el borde de una escollera natural, me encontré con restos

    de un antiguo promontorio. Destruido por el mismo mar y olvidado por el tiempo, indicios de que la

    isla no era un punto aislado, lo que me alegró. Alguna vez algunos botes llegaron sin problemas a laplaya.

    El inmenso tumulto selvático que quedaba detrás de mi espalda no me inspiraba demasiada confian-

    za y seguía dubitativo de mi plan sobre los piratas y la bodega. Ni siquiera sabía si existía, pero si lo

    fuera...

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    Llegando la caída del sol, me negué aún más a adentrarme y quedar a ciegas dentro de esa selva,

    era una locura siquiera pensarlo. Al final, me quedé bajo el reparo de las piedras de la escollera y no

    necesité encender una fogata, durante el día, el sol había dejado su ardiente esencia sobre la arena.

    Durante la noche fue reconfortante sentir la brisa marina que me abrazó con todo el sueño que car-

    gué desde que me había despertado, excepto por el gusto salitre que me había saturado.

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    1.2

     Al medio día, con el sol sobre mi cabeza, me oculte bajo la sombra de unas palmeras enanas. La

    tupida vegetación hacía de pantalla contra el reflejo que daba la arena. Con la tarde por delante apro-

    veché para descansar del calor.

    Era cierto que no tenía manera de saber dónde estaba, pero por alguna razón no me inquietaba estar

    perdido. Llegué a pensar que había perdido el interés por mi vida.

    Habido hecho un viaje tan largo, me había adentrado al medio del mar, terminé desproveído de comi-

    da luego de los cuatro primeros días, y cuando mi vida pendía de un hilo, caí preso de una tormenta.

    Mientras me hundía, creí haber escuchado a la muerte, como si me estuviera acercando a ella. Esta-

    ba seguro, algo me había devuelto a la superficie.

    Durante unos segundos repasé la orilla de la playa, ¿Era aquel lugar real?

    Todo parecía estar tan perfecto. Algunos pájaros volaban a ras del agua, zambullían sus picos una y

    otra vez. Ellos comerían hasta llenarse, y para mi suerte, hubiera podido comer algo si no me hubiera

    quedado recostado donde estaba.

    Entonces lo real se transformó en una pesadilla.

    Una garra del largo de una daga, tan oscura como la profundidad del mar, esa oscuridad que me dio

    un escalofrío volver a recordar, se acercó por sobre mi hombro y terminó por acorralar mi cuello con

    un increíble filo que reconocí al instante que rozó los saltones bellos de mi barba.

    Desde el otro costado, una mano huesuda, cubierta de una piel negra, como si de un lagarto se trata-

    se. Y las enormes púas de sus garras que se volvían hacia mi rostro.

    El pánico se apoderó de mí e intenté zafarme, pero estaba con el filo al cuello y eso me ataba a que-

    darme donde estaba.

    — Vendrás conmigo, debes ser tú. ¿Eres tú? —Pronunció una voz detrás de mi nuca, era áspera y

    hablaba como si tuviera dos tonalidades, una aguda cual de un niño y otra grave como un anciano.

    No pude decir una palabra, mi garganta estaba a punto de ser perforada y el temor me tenía mudo.

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    —  Tienes su olor, debes ser tú. ¿Ella te trajo? —Era extraño escuchar aquel coro de voces.

    — ¿Ella?

    — Ella, sí. Taninim, en la profundidad del mar, desde siempre excepto antes del quinto día.

    Cuando dejó de balbucear, la criatura quitó su mano de mi garganta y como si fuera una sombra meatravesó para quedar frente a mí. En aquel instante sentí que el aire se me escapaba y que no podía

    respirar, me era imposible inspirar.

    Frente a mí, una horrorosa criatura. Algún engendro que no provenía, como cuál ser vivo, de la mano

    de Dios. Sus manos eran ciertamente algo aterrador, aquellas zarpas podrían matar a cualquier de-

    predador de un solo tajo. Su piel escamosa, oscura, escurría una viscosidad transparente que me

    daba nauseas por el fétido hedor que desprendía. Aun así, era parecido a un humano, dos piernas y

    dos brazos, pero no había genitales. Sus pies no existían, eran como dos bolsas que se amoldaba al

    suelo, rellenas de aquel líquido viscoso que seguía escurriendo sin parar.

    Pero lo más impactante fue su rostro, si es que aquello era un rostro. No tenía ojos, ni nariz, no había

    orejas, solo una boca despellejada, mal formada y con varios colmillos, dos o tres hileras de ellos. Y

    en su frente, una cavidad hueca, donde podría haber existido algún ojo, pero no, solo se veía el crá-

    neo asomando, y más allá una oscuridad de la que no quise indagar. Era inquietante y me paralizaba

    tenerlo frente a mí.

    Torció su cabeza, como si fuera corto de vista y me quisiera inspeccionar de cerca.

    — Vámonos—Dijo, y me volvió a atravesar.— Sígueme.

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    1.3

    Llegamos a un monte llano, a través de la inmensa pared de la arboleda que tapaba la vista de la

    playa. El camino de ida estaba marcado por las pisadas de la criatura, que no eran uniformes.

    El monte a donde me llevó estaba tan calvo como la cabeza de mi padre, nada a varios metros de un

    bajo estrecho que se abría entre unas pocas piedras blancas.

    La espantosa criatura se detuvo y me señaló directamente al pecho con una de sus afiladas garras.

    — Si eres tú, debes entrar. Yo esperaré aquí afuera.

    — ¿Dónde?—Tartamudee.

    — ¿Dónde?, adentro. Anda, a la grieta blanca. No puedo acercarme contigo, si eres tú, debes entrar.

    Miré para donde estaban las piedras blancas, supuse que entre ellas habría alguna grieta, algo gran-

    de, como la entrada a algún subterráneo.

    Y allí estaba, no era algo del tamaño de una entrada a un subterráneo, como había supuesto, más

    bien parecía una madriguera, bastante estrecha.

    En ese momento mire hacia atrás, y volví a espantarme cuando vi a la criatura de negro.

    — Si eres tú, debes entrar.— Volvió a decir desde lo lejos.

    Mientas me acercaba, sentí como la tierra parecía escupir fuego, pero no podía ver nada parecido a

    las llamaradas de un dragón, ni siquiera alguna luz que se asomara. Era un calor infernal que me

    devolvía a la superficie por el rechazo que me causaba meter el cuerpo en ese estrecho orificio.

    Me adentré en un impulso de valentía, en el que arriesgué todo. Mis pies tocaron fondo y el calor me

    sofocaba con una fuerza sobrenatural. A ciegas y sin aire que respirar me apure a buscar una desvia-

    ción entre las paredes del túnel, mis manos eran mis ojos y ardían con la piedra que transpiraba tanto

    más como lo hacía yo.

    Pude escabullirme antes de volverme carne asada. Un pasadizo a pocos pasos me salvó de fundir-

    me, y el último paso me llevo a resbalar hasta perderme en un líquido espeso. Rogaba que no sea

    aquella viscosidad que emanaba la criatura de negro, qué repugnancia.

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    Nunca supe donde había terminado, y de perderme en una isla a estar perdido bajo ella, no cambiaba

    mi suerte.

    Brazada tras brazada, choqué contra la orilla de un islote. No había luz más que un leve resplandor

    del que desconocía su seno, y mis ojos se acostumbran poco a poco a la falta de claridad.

    Subí al lomo de la pequeña isla, ¿A dónde me había enviado la criatura?

    Entonces sentí una presencia que me aturdió el pensamiento, estaba acompañada de un silencio

    espeluznante, y sobre mí caía una pesadez que me hacía flaquear las piernas.

    Una fuerza incomprensible me desarmó por completo y caí al suelo. Y en aquel instante, un destello

    blanco apareció de la nada y me mostró todo en un instante. Fue un flash revelador, algo que nunca

    hubiera querido ver.

    Seis brazos retorcidos sobre el torso, una decena de alas negras, pies huesudos que flotaban sobreel suelo, el cuerpo de un gigante, y mil lenguas que parecían viseras queriendo escaparse de aquel

    cuerpo. Sus ojos eran inexplicablemente imponentes, no tenían color, pero en ellos pude ver un in-

    menso poder, conocimiento eterno, y a la misma muerte.

    Lo único que se me cruzó por la mente, fue en mi muerte. Todo había terminado.

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    1.4 Asfixia, dolor, eternidad.

    Mi cuerpo estaba siendo despedazado, y mis ojos lo registraron todo. Por sobre mi abdomen el filo de

    una cuchilla me abrió en dos, me tenía sostenido por el cuello con el cuerpo colgando en un vacío

    negro que me aterró y mis lágrimas pesaron como si fueran acero resbalando por mis pómulos.

    Nunca escuché nada, estaba sordo. Solo en mi pensamiento era libre de conjurar palabras.

    Mis gritos cesaron cuando me dejó caer sobre aquel líquido viscoso de color oscuro por el que había

    pasado antes, los alaridos de dolor se callaron cuando se saturó mi garganta luego de tragar impen-

    sables cantidades de esa sustancia.

    Con el cuerpo desnudo de piel, me hundí, y retome los sentidos. Quedé cubierto de pies a cabeza

    bañado de un opaco oscuro, que tiñó todo menos mi alma, que reposaba en la palma de aquella cria-

    tura.

    Me levanté entre tal confusión, sentía la fuerza que desbordaba mis piernas, los músculos de mis

    brazos eran macizos, no tan voluminosos, pero eso nunca había estado allí.

    Pude verlo nuevamente, su rostro era una abominación y cuando pestañee todo desapareció, solo

    había quedado la oscuridad más pura que alguna vez sentí. Allí solo estaba yo, no había nadie más,

    ni nada que me estuviera vigilando.

    Y con esa calma me quedé, cuando todo pasó, mi cuerpo se desplomó por última vez. Pero esta vez,

    mi mente se apagó mucho antes de que mi cabeza tocara el suelo.