Los perfiles de Mario Escobar Velásquez
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4 Domingo, 15 de febrero de 2015
Los perfiles de Mario Escobar VelásquezEl próximo 18 de febrero, a las 6:30 de la tarde, en la Biblioteca Pública Piloto,
Sílaba Editores y la Fundación Mario Escobar Velásquez presentan Itinerario de afi-
nidades, al que le dan vida una serie de perfiles en los que se revela ese gran
escritor que fue Mario Escobar. Este es el primer libro de varios inéditos del autor
antioqueño que se publica después de su muerte. Hoy, Generación, ofrece en
exclusiva tres de esos textos singulares en su manera de abordar a los personajes.I MARIO ESCOBAR VELÁSQUEZ
César Vallejo, o la originalidad
César Vallejo tuvo, por todos los días
suyos, y entre las cejas, las cárcavas del
fastidiado o el dolido, verticales. Y los
labios estragados, sin sonrisas, curvados,
rictuosos. Y pedregosa la cara. Y el men-
tón salido como un dique.
En todos los días le dolían la carne, y el
pelo, y la poesía, y la vida. Y la madre
muerta: a cada nada de todos los días la
llamaba con la misma angustia, como si se
le hubiera muerto en cada uno de los días.
Los “blancos” del Perú lo llamaban “indio”.
Pero era tan mestizo como ellos. Los
españoles no llevaron mujeres al Perú, o a
muy pocas de empingorotados. Pero sí lle-
varon a la lujuria, y para el rijo tuvieron a
las indias.
Le decían, además, “pequeño”, por eso de
la estatura. Pero como poeta era un Everest
entre dunillas pardas. Es además el dia-
mante más fulgurador entre la poesía mun-
dial, y, alto entre nubes, bandera, pendón,
grímpola, estandarte, gonfalón.
Cuando publicó su primer libro, Los heral-
dos negros, los acérrimos le brotaron
legión: amigos acérrimos y enemigos acé-
rrimos. Y esos opuestos se liaban a puñe-
tazos denodados en esquinas, saraos,
reuniones, porque a unos les gustaba
mucho la poesía de César, y a otros les
disgustaba mucho. Como un sable, ese
libro dividió a los intelectuales. Porque
con él, con esa poesía de corazón afuera-
do y doliendo, rompió con un alambica-
miento del lenguaje, añejo. Antes la poe-
sía era casi toda forma de las palabras, y
un poquito del sentimiento.
La suya al revés: toda sentimiento. Pero un
sentimiento de corazón oscuro, de cueva,
doloroso. Nada alegre, pero nada-nada en
ella. Una poesía fácilmente traducible a
cualquier idioma, todo sencillo en ella para
las ideas complicadas, sentir desanudado,
baccarat translúcido.
Pero cuando le dijeron que él no era capaz
de escribir poemas al modo clásico, disparó
con una fuerza de brazo de montaña una
serie de sonetos perfectos, tanto tan perfec-
tos como los más perfectos de Julio Herrera
y Reissig, que por entonces era el más
reputado en el arte de filigrana de los sone-
tos difíciles.
Fue maestro de primeras letras, ternezuelo
para con los alumnos. Acostumbrado a
tener memoria de lo venidero le dijo en un
día a un párvulo llamado Ciro Alegría: “Tú
serás escritor”. Le había oteado libros futu-
ros. Tales, El mundo es ancho y ajeno, y
Los perros hambrientos. Oteado, como oteó
el día de su muerte, que sería temprano, en
París, con aguacero, un viernes santo. Así
lo había consignado en un poema.
Se fue a París a cumplimentar lo previsto, y
los días le fueron monótonos, cuentas de
rosario: hambre y poesía. Así, repetidamen-
te, cansado del hambre, ahíto de él, pero
inllenado del poema.
A éste le ponía en cada vez los mismos
adobos: ausencias, melancolías, dolores,
alquileres cobrándole, todos los del mundo,
golpes infinitos como el odio de los dioses,
viernessantos en los besos, asfixias bizanti-
nas, Marías que se van, nadas en el alma,
landas sí, páramos también, casas deshabi-
tadas de sí mismas, padre asoleando
setentiocho años de hielos y huesos frági-
les. Pero con esas mismas cosas el poema
era siempre nuevo.
Cuando en España, encharcada en san-
gres, vómitos, fratricidas, poetas asesinados
en su Granada, república traicionada, empe-
zó a triunfar la traición, a él empezó a subir-
le una fiebre de horno. Los médicos no le
encontraban nada, sino la fiebre. Los labora-
torios nada, en treinta y dos exámenes.
Y cuando se murió de la herida que le
habían hecho a España, los escalpelos de
la autopsia no hallaron nada. Se había
muerto de España vencida, crucificado él
en su propio viernes santo, Cristo andrajo-
so él, de carnes flacas y estómago vacío y
España ardiéndole en la sangre.
Cada poema suyo es un anárquico de lo
ortodoxo en poesía, pero cae como una
pedrada hermosa disparada por una monta-
ña con brazos. Es que así le salían, y no de
otro modo, verbalizando al adjetivo, heracli-
tando el verbo, adjetivando al sustantivo.
Entonces uno aprende que la belleza tiene
todas las sustancias, aún las contradictorias
a la belleza, como madres muertas, alquile-
res insolutos y cobrándose, dolor en los
huesos, flautas hechas de fémures, en
donde toca la muerte sus músicas fúnebres.
La belleza está en todo, pues. Pero sólo
el poeta la ve. Porque cuando escribe la
poesía está mirando con los ojos
de Dios.
Libros
5GENERACIÓN, una publicación de el COLOMBIANO
Meira Delmar, plena de poesía En Barranquilla, ciudad de muchas arenas,
reside Olga Chams, hija de libaneses resi-
denciados acá desde principios de este
siglo, y en la arenosa ciudad ha de quedar
su arquitectura terrena cuando ya no sea
sino espíritu, porque esa es la tierra a la
cual ella ama.
Pocos la conocen por ese nombre de regis-
tro, porque desde pequeña decidió firmar
sus poesías con el nombre, que haría más
verdadero, de Meira Delmar, o Meira
Marinera, o Meira de sal y viento y ola y
corales. Porque el mar, que puede ser terri-
ble o dulce, amargo o placentero como los
hombres, ha sido en suma el amado de
esta sirena del mar.
Una parte muy importante de su obra está
destinada a ese amado verde y líquido, que
en la playa sonsonetea endechas mientras
pule arenas y pedruscos. A ese manso
ama. Al furioso como mil satanes, no. Lo
desconocen sus versos.
Otra parte de la obra a hondos amores
desembocados en olvidos. Meira canta muy
dulcemente a esas amarguras con versos
impecables, con sonetos de una arquitectu-
ra de magia, de los cuales se escriben ya
muy pocos en el mundo entero. Porque su
dificultad arredra a todos. Sabe su poesía
que los paraísos están hechos para ser per-
didos: en esa razón anda su magia. Lo her-
moso es lo breve. No saberlo es lo que
envenena la vida.
No es resignación: es entendimiento.
Cuando estuvo en un recital, en uno de los
Martes del Paraninfo, vistió, como Atenea,
algo entre peplo y nube. Pudo parecer leve-
mente anacrónica, pero sólo hasta que alzó
el brazo y disparó la flecha múltiple del
verso. Entonces se hizo eterna, y tuvo la
edad antigua del primer poema florecido de
entre el hombre, y la juventud del más
reciente. La eternidad es esa simultaneidad
de los tiempos. En ella la belleza sobrevive
por siempre, a pesar de las guerras y de los
asesinatos, y de los demasiado ricos y de
los muy pobres, y de la vejez y de la muer-
te, y de los desamores y los olvidos.
La voz ataba a los presentes con un lazo
de oro: todos un haz.
Lo bello duele, es sabido, con dolores que
úno agradece. Antes del dolerse deleitoso
con la poesía de Meira, úno pensó en el
Parnaso y en las Nueve Señoras: están él
y ellas en todas partes en donde los ver-
sos suntuosos caminen con pies de músi-
ca. Estaban ahí.
Cuando la voz cesó, y los aplausos se apa-
garon como alas cerradas, volvimos todos a
ser mortales.
Alfonsina Storni, compungidamente Lo que aprendió primero fue que no era
bonita: con eso la insultaron los espejos.
Y las charcas, que son espejos caídos. Y
las miradas de los chicos, mirando a
otras. Entonces quería no ser, no estar,
no haber venido, que la amasaran de
nuevo, hermosamente sí.
Después, que no era rica. A gritos se lo
enseñaron a sus etaminas proletarias los
tisúes ajenos. A sus géneros baratos las
sedas suntuosas que iban en otros cuer-
pos. Eso le dolía como vastas quemaduras.
Más tarde aprendió de sí misma que era
rebelde, y también de los rechazos de los
demás, por ello. Cuando recabó, supo que
lo sería por siempre. No se tragaba nada
de los decires sobre la superioridad del
varón, ella delicada sabiéndolos burdos.
Eso la aislaba como a leprosa. ¿Qué era
eso de creerse igual o superior?, le decían.
Y más después, hurgándose el ánima
como un cofre, encontró la sensibilidad
poética que le abundaba innúmera.
Encontró el prodigio inmarcesible del
canto, y lo abrazó-aferró para no largarlo
más, y entonces cantó y cantó como una
alondra feíta.
Tal vez fue peor porque empezó a ver a
los hombres pequeños-pequeñitos, prole-
tarios del alma y de lo bello, rocas sin tim-
bre, terrones infértiles, interioridades de
estaño que no sienten la música del
verso, ni a la belleza, pero sí al dinero y a
los negocios, miopes para la música, sor-
dos para los cuadros, sin olfato para las
estatuas o las estrellas, mudos para las
mieles de la poesía.
Y sin embargo quería dársele a los hom-
bres, así fueran diminutos, y se les dio
infértilmente, porque amar le era impres-
cindible como el agua, y su carne tenía
urgencias de tigresa. Y de ellos, hombreci-
tos, túvoles la carne que tenían mísera, y
no el alma sensitiva que les era ausente.
Salía estafada, porque también de almas
requería esa interioridad suya: orgullo
erguido de lanza, porte de estandarte,
carácter con filo y temple, leona brava,
gavilana, cuchilla, facona, espada.
Fue maestra de escuela. Fue periodista.
Oficios esos de pan comer que no
desembocan ni en fastos ni en gulas,
enredados en carencias y en apuros.
Tampoco le perdonaban sus versos sin
recato esas almas circundantes, puebleri-
nas, recatadas, hipocritonas. El amor, pre-
gonaban, era por tener hijos para el cielo y
no por el goce sensual. Era de altar y no de
cama. El amor, esclarecían, no debe tener
carne ni órganos, y sí pías inclinaciones.
Todo eso la volvía isla, rodeada de sí
misma, ergástula, socavón, landa.
Después, la tisis, que asesina a los suba-
limentados, le abrió cavernas en los pul-
mones, y toses secas sin terminación, y
asfixias de campana neumática, y ella no
era quién para tener que aguantarlas
hasta la misericordia de una muerte
demorada. Tísica también, su soledad
dolía más. Y hasta la rebeldía y el orgullo
se le entisicaron. Lo único sano era su
poesía. Por eso se buscó ella misma la
misericordia, y le dijo a su rebeldía “hála,
rebeldía”, y tomándose de la mano, de la
playa se fueron caminando hacia la sal
más honda, y la fría conmiseración del
agua más profunda, para que la catadura
de las dos se les volviera mar.
Era en el estuario del Río de la Plata.
Y se volvió mar. De su magra carne física
festinaron medrosos cangrejos azules, y
osados cangrejos negros, y cardúmenes
movibles de peces blancos, y de sus miga-
jas hubo para ostras y mejillones, y del
desbarajuste de sus huesos sacó el agua
arquitecta la cal para construir caracolas.
Toda mar.
Le dijeron cobarde, las almas pías, que
no son capaces del suicidio.
Siempre me dolió Alfonsina, clavada en
mí como una espina a pique, infectada de
puses hermosísimas.
A veces, para desclavármela, escribía de
ella en mis libretas. Salía, pero después
volvía, recurrente. Esta es otra desclava-
da que le doy.
Y luego algún otro adolorido la volvió
música y canción. No sé quién, y no
importa: importa la canción. La cantan a
Alfonsina las emisoras y los casetes,
diciendo de fosforescentes caballos mari-
nos que la acompañan, y cuando la oigo
me cae como una coz y se me alborotan
las puses bellísimas, y le digo con mi voz
compungida:
–¿Por qué me dueles, querida?
¿Y por qué tanto?
No contesta, y sigue todaviízada en mí.
La hoguera Esta es, amor, la rosa que me diste el día en que los dioses nos hablaron. Las palabras ardieron y callaron. La rosa a la ceniza se resiste. Todavía las horas me reviste de su fiel esplendor. Que no tocaron su cuerpo las tormentas que asolaron mi mundo y todo cuanto en él existe. Si cruzas otra vez junto a mi vida hallará tu mirada sorprendida una hoguera de extraño poderío. Será la rosa que morir no sabe, y que al paso del tiempo ya no cabe con su fulgor dentro del pecho mío. Meira Delmar