LUCÍA Y EL SEXO

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LUCÍA Y EL SEXO: Encuentros, desencuentros y reencuentros.

Por Marco Antonio Núñez

A Diana

Toda narración refiere en última instancia un encuentro; nudo o peripecia y desenlace,

coincidirían con la separación de los actantes y su reunión final, respectivamente. Las fórmulas son

innumerables, el esquema permanece inalterado. Presumir que el azar legisla los encuentros es tanto

como afirmar su imperiosa necesidad: “…un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas…”1

La esencia de la dramaturgia del cine de Julio Médem radica en el baile de encuentros e

improbables rencuentros que urden sus guiones, aboliendo la contingencia por obra de las necesidades

dramáticas en aras de un rigorismo determinista que escora la verosimilitud sin pudor, en una

personalísima y radical reescritura contemporánea del melodrama clásico.

Pese al título, nada afortunado, el film narra los encuentros sexuales y sentimentales de Lorenzo

(Tristán Ulloa), con tres mujeres, Elena (Nawja Nimri), Lucía (Paz Vega), Belén (Elena Anaya)

El relato comienza su andadura (en realidad, se trata de un largo flash-back que traslada tras el

prólogo el centro de gravedad de la historia de Lucía a Lorenzo) con el “breve encuentro” entre Elena,

una joven levantina, y Lorenzo, el día del cumpleaños de éste, y del que resultará la concepción de Luna.

Mientras, éste, del todo ajeno a su paternidad y engolfado en una crisis creativa, será abordado

en una cafetería por Lucía, fiel lectora, solícita admiradora y, a la postre, devota amante. Se iniciará así

un idilio entre ellos que fructificará en una relación estable. Por un albur, recibirá noticias de Elena y su

vástago, una niña, ambas residentes en la capital. Con la información necesaria, conocerá a Luna (Silvia

Llanos), de cuatro años a la sazón y a su niñera, Belén, una joven atractiva que se debate entre el amor

materno y el deseo por el amante de su progenitora, Antonio (Daniel Freire), drama que estimula la

imaginación de Lorenzo propiciando un jugoso juego entre realidad y ficción.

Día tras día, se irán fortaleciendo los lazos entre Lorenzo y Luna, relación mediatizada también

por la literatura, al tiempo que la atracción, no tanto por Belén como por su “historia” –recordemos que

Lucía se enamora del escritor antes que del hombre, la ficción siempre resulta más atractiva a los

personajes que la realidad. La ocasión la brinda una salida nocturna de Elena con su pareja, Lorenzo

acudirá a la casa (con maestría, Médem nos escamotea el previsible plano entre la madre y la hija, de

igual modo, Elena se nos muestra desde la distancia que se impone Lorenzo para no delatarse), custodiada

por un tremendo Rottweiller. Tras la cena, Lorenzo, con la lubricidad distraída por su tierno amor filial,

será renuente al encuentro con Belén, truncado fatalmente por obra de la mascota de la familia, que

tomada de una súbita furia homicida cambiará el rumbo de sus vidas.

En lo sucesivo, Belén tratará sin éxito poner fin a sus días abriéndose las venas –fin previsto en

el relato de Lorenzo; Elena, incapaz de llorar la muerte de su pequeña, marchará a una isla para olvidar, y

Lorenzo, languidecerá corroído por el dolor, ante la incomprensión de Lucía, ajena a la tragedia.

1 Julio Corázar, Rayuela, Barcelona, RBA, 2005.

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Puesto fin al carrusel de encuentros, toca la separación, la dispersión, intentar el fútil ejercicio

del olvido en una isla ignota y a la deriva (bellísima imagen), o el aislamiento interior.

Cuando Lorenzo sea atropellado y dado por muerto (lo que ocurre en la segunda secuencia del

film), a Lucía el azar le dictará seguir los pasos de Elena, que ahora regenta una casa de huéspedes,

donde, naturalmente se alojará. Uno de los huéspedes resultará ser el amante de la madre de Belén,

Antonio, ahora, Carlos, repudiado, como sabremos, al amenazar el sagrado vínculo madre e hija.

La intimidad entre ambas mujeres propiciará la confidencia y Elena revelará la existencia de un

misterioso amigo, el farero, que desde hace tiempo le escribe a través del chat un “cuento con ventajas”,

que reconforta su dolor y su soledad, sin embargo, la comunicación se ha interrumpido en los últimos

días; el dato no le pasará inadvertido a Lucía. En el trance, irá sintiéndose atraída por Carlos, al tiempo

que olvida a Lorenzo.

Naturalmente, el atropello no fue fatal y Pepe (Javier Cámara) –personaje tangencial a la trama,

excesivamente funcional, del todo prescindible-, le pondrá sobre la pista de Lucía y su destino insular. El

encuentro entre los tres será inminente, al tiempo que Carlos, ahora descubierta su verdadera identidad,

desaparecerá, dejando expedito el camino a Lorenzo.

Si hemos referido el argumento con más prolijidad de lo que acostumbramos es para dejar

constancia de la pertinencia del tema que nos ocupa y la idoneidad del film para ilustrarlo, de paso,

desentrañar el esquema simbólico que subyace a la trama, imprescindible para aquilatar el valor del film y

la coherencia, pese a lo estrambótico o forzado aparentemente de su guión.

Lucía nos introduce en la historia y opera de hilo conductor y conector de los diversos

personajes, pero el protagonista es Lorenzo. Cinco son los personajes principales, cuatro mujeres. El

cinco es el símbolo del hombre2(del “ser humano”, para ser políticamente correctos, aunque

gramaticalmente, antieconómicos), también del amor; los cuatro puntos cardinales y su centro.

Lorenzo, además es el sobrenombre popular que recibe el sol, en el Tarot, arcano decimonono: la

imagen alegórica muestra al astro rey irradiando luz y calor y, bajo él, a una pareja joven, que simboliza,

a su vez al signo de Géminis –su cumpleaños es el 23 de mayo-, signo de la dualidad y doble naturaleza,

creadora y aniquiladora. Como escritor, Lorenzo se debate entre la realidad y la ficción y, salvo con

Lucía, con las otras tres mujeres, se relaciona a través de la literatura: con Belén, recreando la historia de

“sexo enfermo” en que degenera el triángulo amoroso, solo consumado en la pantalla del ordenador, entre

su madre y Antonio. Con Luna, mediante la fábula del secreto que hay entre la luna y el sol, y que

embosca su filiación. Por último, urde para Elena un “cuento con ventajas” que permite cambiar el rumbo

cuando al lector le parezca oportuno, al contrario de la vida y la irreversibilidad de su curso.

El nombre de su hija, Luna, remite al simbolismo complejo del astro nocturno. Asociado a lo

femenino, desde antiguo se relacionó con las mareas y el ciclo fisiológico de la mujer; sus fases

inspiraron el mito del desmembramiento –su muerte lo evocará dolorosamente; se relaciona igualmente

con el mito de la resurrección.

Es significativa la presencia del cangrejo –Elena dirá de Carlos que es un cangrejo, animal que

lleva dibujado a su vez en su equipo de submarinismo-, sobre el barro en el arcano La Luna, cuya función

es devorar lo transitorio, contribuyendo a la regeneración moral y física –elemento discordante en la

2 Juan Eduardo Cirlot, Diccionario de símbolos, Barcelona, Siruela, 2004. Remito al lector a esta obra capital de las letras hispanas del siglo XX y de paso me permito la inmodestia de recomendar la obra poética de su autor.

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relación entre Belén y su madre tanto como en la de Lucía y Lorenzo, en ambos casos se esfumará

oportunamente. La alegoría presenta también dos perros ladrando al astro, guardianes que impiden el

paso de la luna al dominio solar –como el perro de la pareja de Elena separa a Luna de su padre.

Las tres mujeres se asocian con un elemento; Lucía al aire –en su primera conversación con

Carlos, refiere su predilección por los espacios abiertos; elemento activo y masculino –“Yo siempre

persigo a los hombres”- predomina la creencia en el aire como fundamento, asociado al hálito vital, al

viento de la tempestad y al espacio como ámbito de movimiento –de forma recurrente se nos muestra en

movimiento, corriendo, entrando o saliendo, en motocicleta, en contraste con el relativo estatismo de los

demás personajes; la luz, el vuelo y la ligereza. Lucía es la encarnación del deseo, ciego y voluble: ante la

disyuntiva que plantea el relato de Lorenzo inspirado en la historia de Belén, entre la madre o el amante,

ella opta categóricamente por el sexo. Por ello, se nos antoja incoherente el reencuentro con Lorenzo, su

destino era abismarse en el agujero en busca de Carlos, desvanecerse.

Elena se asocia al elemento acuático, de ellas surgen todo lo viviente como de la madre,

elemento femenino.

Belén, como hija, es la tierra, generada y elemento pasivo; el drama de Belén se dirime en los

predios de la ensoñación, indefensa ante los envites de la realidad, optará por el suicidio.

Huelga decir que Lorenzo es el fuego, demiurgo que procede del sol–padre y urdidor de

ficciones; elemento que actúa en el centro, factor de unificación y fijación; asociación a la libido y la

fecundidad, mediador entre formas de desaparición y de generación, sentido en que se asimila al agua y lo

empareja con Elena.

El espacio no está cargado de menor simbolismo. La isla protege de los asaltos del mar del

inconsciente, de los malos recuerdos –“A esta isla se viene para olvidar”. Además, la isla se encuentra

llena de agujeros, elemento que simboliza la abertura de este mundo con respecto a otro, puerta del

mundo, por la cual ha de pasar el alma para liberarse del ciclo khármico. Como es obvio, también evoca

el sexo femenino. Naturalmente en la isla se alza un faro (sin farero), como un falo liberado del hombre,

en un arranque de amargura Elena dirá a Lucía: -“Los hombres nunca me han dado nada, salvo sexo”.

La historia comienza y concluye en el Mediterráneo–si bien hay un epílogo innecesario en

Madrid; siendo el centro, el interior, el lugar de la tragedia, quedando trazada la línea del encuentro-

desencuentro-reencuentro –Elena acude a Madrid en busca del padre de su hija, al que naturalmente no

encuentra.

El tejido simbólico de la película nos revela que la historia ocurre en los predios de la

imaginación y del inconsciente de los personajes, siempre de la emoción, a caballo entre la realidad y el

deseo. La escritura digital de Médem –su notable y pionero uso de la HDcam, anterior a los trabajos en

idéntico formato de Von Trier, Mann o Lynch- con su variedad de texturas, vaporosas o acuáticas,

luminosas o lúgubres, bucólicas o urbanas, maleable en cualquier caso para, en cada cala del relato,

traducir su pulso emocional, siempre convulso, de los fondos marinos al ápice de una erección.

Los personajes se dibujan con trazos desvaídos y sus motivos son tan volubles como el deseo

que los alienta, los acontecimientos se suceden con una lógica poética, asociativa o asimiladora de los

hechos más que causal y sucesiva; inútil, pues, señalar las debilidades dramáticas de la trama o su

forzada resolución, el símbolo es la argamasa que rellena los vacíos y ensambla los bloques disparejos.

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Por ello nos agravia la presencia de Pepe, no por su torpe funcionalidad sino por que traiciona la poética

del film: la misma secreta alquimia que rige los encuentros debería legislar en los reencuentros, sin tratar

de justificarlos racionalmente.