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LUIS DEL HIERRO (FRAY LUIS FRANCISCO DE LA MADRE DE
DIOS), carmelita ecijano, fundador de la Misión de Taita en el gran Mogol y que prestó gran ayuda a las Misiones de Ispahán y Ormuz, en el siglo XVII.
Septiembre 2018
Ramón Freire Gálvez. Han sido varios los personajes ecijanos de los que he dado cuenta en
mis artículos anteriores, unos más importantes que otros, dependiendo del ejercicio de sus funciones y la trascendencia de sus acciones. El que ahora me ocupa, figura con letras de oro dentro de la Orden de los Carmelitas y orgulloso
debemos sentirnos por ello, pues fue uno de los muchos ecijanos que dejaron su huella, incluso su vida, en otros continentes, en
defensa de sus principios. En esta ocasión se trata de Luis del Hierro, que nació
en Écija sobre 1569/70, hijo de Andrés Fernández
del Hierro e Isabel y respecto del mismo, aclaro en el principio de su
biografía, lo siguiente: Cuando inicie la búsqueda de datos sobre este misionero carmelita
ecijano, me encontré con el problema de que cuando ingresó en la Orden de los Carmelitas, adoptó el nombre de “Fray Luis Francisco de la Madre de Dios”, hallando algunos datos que me indicaban su misión en Persia, en Ormuz
y en el Mogol sobre principios del siglo XVII y que había varias publicaciones, realizadas por hermanos de la misma orden, donde constaban algunos de sus datos biográficos. Las únicas noticias que poseía sobre el mismo, eran que el
Padre Luis Francisco de la Madre de Dios, fue misionero de la Orden de los Carmelitas en Persia desde 1612, que nació en Écija en el año de 1569, se llamó en el mundo Luis del Hierro, fue fundador de la Misión de Taita en el
gran Mogol, que prestó gran ayuda a las Misiones de Ispahán y Ormuz y que dirigió cartas desde Taita al Padre Procurador General en 19 y 23 de Enero de
1619. Ante ello y al no poder tener acceso a las citadas publicaciones, me puse
en contacto con la Orden de los Carmelitas Teresianos y a través del bibliotecario A. García (Roma) y de Fr. Oscar Aparicio (Archivista Generale ocd), a quienes les dejo constancia de mi agradecimiento en esta publicación, he
conseguido localizar por escrito, casi su vida completa, diría yo, que sobre este misionero ecijano se escribió y que dice así:
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“Capítulo XIV.- Misión de Taita:.. Cumple aquí el dar noticia de la
fundación de Taita, la primera misión carmelitana en el Gran Mogol y de su venerable fundador, que fue el P. Luis
Francisco de la Madre de Dios, del cual, en frase del cronista de nuestras misiones, sólo encontramos la huella del gigante estampada
en la arena. Algo más que el cronista hemos hallado nosotros, aunque no mucho. Dos o tres cartas
suyas, la memoria breve de algún escritor antiguo, unas cartas y unas décimas del P.
Leandro, dedicadas a cantar al misionero de Taita, su compañero de viajes y
fatigas de Ispahán a Ormuz. Con estos cuantos documentos vamos a dedicar a la primera misión
carmelitana del Gran Mogol los últimos capítulos de este libro, una vez que dejamos referida la historia de la fundación de Ormuz, que va a tener existencia
efímera, pues concluyó, al mismo tiempo que el dominio portugués en dicha isla en 1622.
Tal es la razón de unir en este pequeño volumen la historia de estas dos misiones en la época de su fundación, que es lo que nos hemos propuesto al emprender la publicación de la primera serie de libros de nuestra biblioteca de
Misiones Carmelitanas. Comencemos por dar algunas noticias del fundador de la misión de Taita.
Poseemos los suficientes para ver el carácter, el espíritu, la tenacidad, los alientos de este apóstol gigante, que se llamó Luis Francisco de la Madre de Dios. Se destaca su figura entre nuestros grandes misioneros con rasgos
inconfundibles. Nació este ilustre misionero en Écija, no sabemos el año. Sus padres
fueron Andrés Fernández del Hierro e Isabel Ortiz, de noble ejecutoria y piedad muy arraigada. Desde niño tuvo inclinación de las cosas de religión, pero luego,
con los estudios de las letras humanas, en que salió muy aventajado, se resfrió bastante su espíritu para la piedad. Más tarde emprendió la carrera eclesiástica, con la esperanza de conseguir algún pingüe beneficio eclesiástico. Resuelto a
medrar por este camino, salió para Roma en el año Santo de 1600, apenas ordenado sacerdote. Así que más que en lucrar las gracias espirituales de aquel magno Jubileo, nuestro Luis Francisco, desde que puso los pies en la Ciudad
Eterna, pensó en procurarse relaciones y amistades que le pudieran valer para conseguir lo que deseaba.
En estos pasatiempos andaba distraído, cuando el Señor misericordioso se dignó llamarle a vida más perfecta. El mencionado cronista nos refiere minuciosamente el medio extraordinario de que el Señor se valió para hacer
cambiar de rumbo los pensamientos del sacerdote ecijano. Le sobrevino de
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pronto una gravísima enfermedad, que le puso en trance de muerte. Entre
congoja y agonías, se vio llevado Luis Francisco súbitamente ante el tribunal del Juez eterno. Allí los demonios le combatieron de una manera implacable, acusándole de tales y cuales faltas contra sus sagrados deberes de sacerdote
del Altísimo.
El Juez le miraba cada vez más airado. Como los demonios confirmasen
en sus acusaciones y él no supiese qué responder, se disponía el Juez a dictar la sentencia contra él, la sentencia de condenación eterna. Entonces como isla de paz, se presentó ante sus ojos la
Santísima Virgen, cuyo devoto fue siempre y vio a la celestial Señora interceder por él ante su Hijo,
ofreciendo, en nombre del acongojado sacerdote, que este había de cambiar de vida. Al mismo
tiempo, la divina Señora, le inspiró que vistiese su hábito del Carmen
en la Reforma de Santa Teresa. Lo ofreció en el acto Luis Francisco con juramento. Sanó muy pronto de su enfermedad y fue a cumplir sin dilación
su promesa en el noviciado de los carmelitas descalzos de la Escala.
Tuvo por maestro al Venerable P. Juan de Jesús María, quien, como
médico experto en el aire de curar almas, calmó todas las inquietudes que la de este novicio sentía, a pesar de que, desde entonces, le quedó la terrible enfermedad de los escrúpulos, enfermedad que se le quitó cuando misionero.
Profesó en aquel noviciado de Roma por el mes de Abril de 1605 y los superiores le enviaron a Génova para repetir, en el colegio de Santa Ana, el
curso de teología y acabar de formar su espíritu teresiano. Aquí, sus escrúpulos fueron en aumento, hasta no dejar en paz a los confesores con sus consultas y confesiones diarias. Escrupuloso en todo, lo fue mucho más, en el exacto
cumplimiento de la observancia regular, quizás, a veces hasta el extremo. Estos escrúpulos agriaron algún tanto su carácter, enérgico a natura, de hierro, como
el apellido que llevó en el siglo.
De él escribió más tarde el P. Leandro al General de la Orden: “Del P.
Luis Francisco se decir a VR que es tan terrible su condición y sus fervores y celos, que a todos nos parece que está bien allá (en el Mogol) y aún con estar tan lejos, nos alcanzan de cuando en cuando algunos ramalazos...Yo se lo
tengo advertido y el Padre es tan santo y humilde, que lo conoce bien y me lo agradece”. Así nos lo pinta quien vivió con él y le conoció a fondo.
Apenas fue elegido General de la Orden en 1611 el venerable P. Fr. Juan de Jesús María, puso los ojos en el P. Luis Francisco para las misiones de Persia. Allá le envió, como dijimos, en compañía del P. Bartolomé de San
Francisco, el famoso napolitano Ponte. La recomendación que les dio el P. Fr.
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Juan, al escribir a los misioneros de Persia decía estas pocas palabras: “Son
sujetos de notoria virtud y conocidas de Vuestras Reverencias. Partieron de Marsella el 19 de Julio de 1612 con
grande ánimo y resolución de dar la vida pro testamento domini”. El mismo venerable General les dio por escrito seis
hermosas y santas instrucciones para el viaje a las misiones, juntamente con una carta muy personal y entrañable.
Ya hablamos antes de su llegada a Ispahán y vimos como el P. Luis Francisco salió de allí con el Padre Leandro, acompañando a este en sus
mensajes de paz desde Shiam a Ormuz y desde Ormuz a Shiam, cuando la toma de Ban del Comorán por los persas.
En Ormuz trabajó mucho en el ministerio, especialmente cerca de los portugueses y de los renegados. Se hizo gran amigo de algunos mercaderes
ricos que iban a comerciar con el Gran Mogol. Habiendo de fletar estos una nave con grandes riquezas para venderlas en Taita, ciudad situada a la embocadura del Hinda, emporio comercial de los mogoles, quisieron llevar al P.
Luis Francisco en su compañía para que les sirviese de capellán y si lo lograsen fundar allí una misión carmelitana.
El P. Vicente de San Francisco, Superior de Ormuz entonces, vio con buenos ojos esta idea, por el deseo de extender la gloria de Dios y su Orden en aquellas tierras, pero solamente lo concedió a título de ir a explorar el terreno,
para informar de todo a los superiores, sin cuya licencia no podía establecerse allí misión alguna. Y así se hizo.
El P. Luis Francisco partió de Ormuz para el Mogol en la nave de sus amigos, los
mercaderes, por el mes de Mayo de 1613. Llegado que hubo a
Taita, halló un campo bien propicio para sus trabajos apostólicos. Allí empezó en
seguida a desplegar su celo, que era muy ardiente y sin esperar a que llegasen las licencias, del
mejor modo que pudo, en la misma casa que le buscaron los mercaderes, abrió un pequeño oratorio y capilla al culto, y en ella dio principio a su sagrado ministerio en ese mismo año
de 1613. De ahí que algunos historiadores nuestros y los catálogos de nuestras misiones pongan en ese año la fundación de la primera Misión del Gran Mogol, que era la tercera de la Orden en su antigüedad.
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Pero es el caso que, como tarde en volver el P. Luis Francisco a dar
informes sobre aquellas tierras, según se lo encargó el P. Vicente de San Francisco, este le obligó a volver a la isla de Ormuz. Hijo de la obediencia, volvió al puesto el santo religioso, llorando de piedad al ver la gente que se
quedaba en Taita sin asistencia religiosa de ningún género, entre los muchos mercaderes que traficaban en aquel puerto. Y mucho más le dolía no poder seguir allí para la conversión de los infieles.
Por su parte, los mercaderes portugueses y otros muchos que moraban en Taita, escribieron largas cartas pidiendo esta fundación. Se empezó a
negociar entonces con más empeño, en vista de lo que el misionero ecijano refería y se vinieron a conseguir las debidas licencias dos años más tarde.
A últimos de 1615, estando ya de superior en Ormuz el P. Leandro, se embarcó nuevamente para el Mogol el Padre Luis Francisco, llevando por compañero un hermano lego, llamado Fray Francisco de la Resurrección, que
murió en Taita por los años de 1619.
Viendo el P. Leandro que de Ormuz había salido el fundador de una nueva misión y teniéndola esta por filial de la que
tanto a él le había costado, como era la de aquella famosa isla, lo cantó más tarde así en esta décima de su Pasatiempo: Este
tronco tuvo un ramo/a par del lado plantado/con esmero cultivado/por un Pastor a quien amo/y en su memoria
derramo/lágrimas en abundancia/porque hacen gran consonancia/con el que a mí me tenía/y el fervor con que vivía/que le fue de
gran ganancia. Y para que nadie ignorase a quién se refería el misionero poeta, escribe
luego su nombre con el más cumplido elogio, diciendo: Este noble religioso/Luis Francisco se llamaba/a quien amaba y honraba/hasta el moro cauteloso/fue en
fabricar muy curioso/tuvo de almas tan gran celo/que consagró el caro velo/de su vida a esta conquista/y antes de que ella desista/decía, subirá al cielo.
En efecto el P. Luis Francisco, fue en fabricar muy curioso y bien lo probó en la Iglesia que erigió al Señor en medio de los infieles, dejado por verdadero el misionero poeta e historiador. Lo sabemos por una carta del
mismo padre Luis Francisco, que en seguida insertaremos y lo dice también el P. Eusebio en la Historia, inédita, de nuestras misiones.
Según la descripción de este historiador, la iglesia de nuestro misionero era de una sola nave, no muy amplia pero si muy devota, con su cúpula airosa, tanto que llamaba la atención en aquellas tierras de las esbeltas cúpulas. Toda
la iglesia fue edificada, desde los fundamentos, con ladrillos bien cocidos y
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sólidos, allá en donde, por falta de materiales, abundaban los edificios de
adobes o ladrillos secos y sin cocer, como dice el cronista. No contento con esto, el Padre Luis Francisco quiso que las cornisas, las pilastras y arquitrabes de puertas y ventanas fueran de piedra, de una piedra blanca muy curiosa, lo
mismo que algunos motivos o figuras en bajo relieve. La iglesia tenía, además, para comulgatorio, una capillita con su cupulilla. Ostentaba un gracioso pórtico a la entrada con sus esbeltas columnas y a lo
largo de sus muros se veían incrustaciones de mayólica y arabescos multicolores al estilo oriental, juntamente con mosaicos de símbolos sagrados. Sobre la puerta principal hizo poner el P. Luis Francisco este versículo de los
Salmos: “Esto ha sido hecho por el Señor y es admirable a nuestros ojos”. En el arco divisorio de la capilla, por lo mismo que la destinó a
comulgatorio, mandó pintar estas palabras rituales: “He aquí el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo”. En diversos ángulos y cornisas hizo esculpir
en piedra los anagramas de Jesús y de María y el escudo carmelitano. Sobre la
terraza en que terminaba la iglesia, a usanza de Oriente, en el lugar más visible, puso varias cruces, como el
mismo nos lo dirá luego. A nosotros poca maravilla nos
causan estas inscripciones y estas cruces, pero puestas allí en medio de infieles ¿qué impresión habrían de causar a los enemigos de la cruz y de la religión de Cristo, cuando les descifraran aquellos jeroglíficos, qué tales habían de ser para
ellos? Lo más admirable del caso es que, no solamente los mercaderes
cristianos, y en especial los portugueses, contribuyeron con sus limosnas, con abundantes limosnas, a levantar aquel templo para morada de Jesús Sacramentado, sino que, al decir del cronista, nuestro misionero, recabó buena
parte para sus gastos de las limosnas que le dieron los infieles.
Aneja a la iglesia edificó una linda sacristía y un pequeño convento, dedicándoselo a Jesús y a María, que tal fue el glorioso título de esta misión carmelitana. Todo estuvo concluido para celebrar la inauguración solemne el
día de la Asunción de la Virgen a los cielos el 15 de Agosto de 1615. Ese día celebró una fiesta, como nunca se había visto en aquella ciudad del tráfico mercantil. Hubo misa solemne en la que comulgaron todos los cristianos
portugueses, dando gracias al Señor por tantas bendiciones como con aquella iglesia caían sobre ellos. Luego fue llevado en procesión el Santísimo por el claustro y alrededores de la iglesia, entre músicas y cánticos. Hubo luminarias
de diversas invenciones. Todo ello fue para alabar muy mucho al Señor. Después de la misa, llegó el Virrey, en compañía de los más principales
de la ciudad, a ver la Iglesia y convento, conforme a la invitación que les había
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hecho nuestro misionero ecijano. A todos causaba admiración el ver allí cosa
tan bella y tan extraña para sus ojos, pero todos salieron satisfechos de la obra que acababa de realizar el sacerdote cristiano. Después desfilaron las multitudes, no solamente éste día, sino durante muchos días, especialmente en
los tres días principales en que se celebró con más solemnidad la dedicación de la Iglesia. El misionero estaba muy contento, esperando que por este medio les había de ir
entrando la religión cristiana por los ojos hasta el corazón, preparándoles para recibir la fe y gracia del cielo. Muchos moros y paganos prorrumpían en
exclamaciones laudatorias para el Dios de los cristianos, al decir de nuestro cronista.
Firme el misionero en su propósito de meterles por los ojos los misterios de la religión a aquellas turbas ignoras, pidió a sus mejores amigos portugueses que le trajeran de Portugal un Nacimiento,
con sus figuras artísticas expresivas, con todas las figuras necesarias de pastorcillos, ángeles y reyes para las Navidades. Llegado el Nacimiento lo
encuadró perfectamente en la iglesia y empezó sus explicaciones a quienes deseaban oírlas. Lo vieron algunos, estos llevaron otros a verlo; se corrió la voz por la ciudad y lugares comarcanos y al poco tiempo, gentiles y moros,
hablaban del nacimiento de Cristo, de la paz que anunciaron los ángeles, de la adoración de los Reyes y pastores al Dios que se hizo hombre y nació en Belén. Magnífica idea y excelente modo de misionar el de nuestro ínclito misionero.
Con este ingenioso método fueron muchas las conversiones que hizo desde los primeros días. Los cristianos distraídos se convirtieron a mejor vida;
los pecadores a vida nueva y no pocos infieles a la fe de Cristo. El P. Leandro canta así la obra de las conversiones de nuestro misionero
ecijano: Muchas almas convirtió/de cristianos, pervertidas/y muchas, ya convertidas/de gentiles bautizó/muchos moros obligó/que dejasen sus errores/y
a muchos que, con furores/dejaron de Dios la ley/los redujo a nuestra grey/con blandura y con rigores.
Y así fue, en efecto, este celoso apóstol, blando como un corderito para los sencillos e ignorantes, pero de temple de hierro para los renegados y
altaneros. No conoció el miedo, ni temió un instante por su vida. De todo esto hay episodios curiosos e interesantes en su historia como veremos. Las primicias en la obra de conversiones, merced a estos medios ingeniosos que
usaba, fueron un padre y sus dos hijos, que eran gentiles o paganos, a los cuales bautizó después de haberlos instruidos debidamente al lado del Nacimiento, que puso en la iglesia por las Navidades.
A estos siguieron otros muchos, entre los paganos principalmente,
porque los musulmanes que allí los había en gran número, eran entonces y lo
fueron siempre, muy difíciles de convertir. La obra del misionero entre los
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musulmanes es más ingrata, por lo mismo que apenas tiene el consuelo de ver
germinar la planta de las conversiones, a pesar de arrojar mucha semilla en el marco, lo que no procede entre los pobrecitos y sencillos paganos de la India, por ejemplo y menos si pertenecen a las castas bajas o a los parias, que son los
que más pronto se convierten y en mayor número.
Allí, en Taita, había muchos musulmanes y estaban resguardados, por
decirlo así, por sus ricos y arrogantes ulemas y santones. Estos, al saber la obra del misionero carmelita, la doctrina que enseñaba y las maravillas que predicaba, decidieron perderle, echándole abajo su iglesia y arrojándole del
Mogol. Para comprender la fuerza de estos
ulemas, hay que decir que estaban protegidos por las autoridades principales de la ciudad, que eran en su mayoría
musulmanes y de las pertenecientes a la familia de los Saydies, que se decían ser
descendientes directos del falso profeta Mahoma. Eran sectarios furibundos y enemigos encarnizados de los cristianos.
Algunos de ellos, como un Secretario del Rey del Gran Mogol, viendo la virtud que se transparentaba en el rostro del
misionero, le creía a éste y le llamaba hombre de Dios y le favoreció en muchas ocasiones. Fue el instrumento de quien el Señor se sirvió para mantener en aquella misión y guardar la preciosa vida de nuestro misionero.
Los episodios principales de estas persecuciones que refiere el cronista italiana, las diremos nosotros aquí tal como los refiere el mismo misionero en
una de sus cartas, escrita como todas las suyas, las pocas que hemos visto, en lengua castellana. En esta carta está él retratado de cuerpo entero, con su carácter indomable, penitente con algunas frases que parecen ramalazos, como
dice el P. Leandro de la Anunciación.
Escribió el P. Benigno, Procurador General al P. Luis Francisco que le diese cuenta y orden del estado de la misión de Taita, de su género de vida y de la persecución que había tenido.
A esta carta respondió nuestro misionero ecijano con esta otra: A mi Padre Fr. Benigno. Con mucha fiesta y alegría celebramos en esta casa una de
VR de 20 de marzo de 1618, juntamente con otra de nuestro Padre Fr. Ferdinando, a quien respondo y me remito en lo que en esta faltare y asimismo deseo que sea esta común a VR y a nuestro R.P. Prepósito General y Padres
Definidores. Confío en la omnipotente providencia y misericordia de nuestro Señor y
Redentor Jesucristo que, con la llegada a Roma, del P. Fr. Redentor con la
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experiencia de cosas pasadas, ordenará Dios que con estas misiones, de tan
gran su gloria y honra, entraremos por derecho camino sus soldados sin volver rostro ni pie atrás, ni menos demos lugar a que los enemigos hallen ningún temor.
Me manda VR le avise de todas estas partes lo que pasa y juzgare conveniente para gloria de Dios y habiéndolo recomendado su Divina Majestad
diversas veces comenzaré por esta de Sindi. Confío firmemente en los méritos de nuestro Redentor y gran Padre
Jesucristo, que en breve se ha de compadecer de estos pueblos innumerables, de su ceguedad y abrirles un rayo de su luz, porque todos le conozcan, crean y adoren; y a esto se van generalmente disponiendo, porque, siendo, como eran,
la gente más díscola y contraria de Cristo que había en el mundo, lobos rabiosos, ahora están tan mansitos que es cosa admirable.
Mostraron fiereza el año pasado 1616 con una abominable persecución contra Cristo y su iglesia, deslustrándola con rigor y fuerza. Me echaron de ella
y en oprobio y menosprecio, metieron caballos dentro, los cuales no quisieron comer paja, hierba ni cebada. Los sacaron de la Iglesia y comieron luego. Pasados dos días, los volvieron a meter dentro de la Iglesia y no sólo no
comieron, pero les dio un aire malo. Los sacaron de prisa y comenzaron a temer y nunca más se atrevieron a hacer ninguna indecencia.
Asimismo, en aquellos días murieron catorce o quince moros, que eran como cabezas del motín del pueblo, con que todos comenzaron a desear con temor nos volviesen nuestra iglesia y casa. En este ínterin llegó un correo que
yo había enviado al Rey del Gran Mogol. Me trajeron un papel para estos gobernadores que nos volviesen nuestra casa e iglesia y en ella pudiéramos hacer libremente todas
las cosas que los cristianos hacen esas tierras. Volvía a lustrar y poner mejor que estaba antes y es cierto que en limpieza y devoción, con pobreza, puede estar a la par con
las buenas de por allá.
Vamos en ella administrando los santos sacramentos, bautizamos a algunos, así como moros como gentiles y, entre ellos, fue un niño que trajo su madre al pecho, el cual, después de bautismo algunos meses, murió y lo
enterramos con mucho aplauso y gusto, a la puerta de nuestra iglesia, constituyéndolo ángel de guardia de ella.
Parece que nuestro Señor va queriendo recojamos gran fruto de esta gentilidad, porque es cierto, ya entre ellos es plática muy de ordinario, que van errados y que no hay ley de salvación, si no es la de Cristo nuestro Señor. Y así
nos lo dicen los más ricos y notables de ellos con varias demostraciones de buenos deseos y buen corazón.
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Esto por lo que toca al bien que hacían los nuestros en aquella ciudad y
sus contornos. Es cuanto al género de vida y modo de llevar la observancia de la Orden, a buena puerta llamaba el Procurador General. El P. Luis Francisco responde en estos términos:
El modo que tenemos de vivir y el traje, es puntualmente según nuestra Regla y Constituciones, como se observa en Italia; nuestras barbas, rapadas
cada mes, vamos siempre a pie, con sumo gusto, aunque aquí hay el mismo uso que en Aspahda entre la gente de alguna importancia, que es la de ir a caballo, pero el palo es un bordón de caña en la mano. No damos nada a nadie,
ni a grande ni a pequeño, excepto alguna poca limosna, a nuestra usanza. Cuando los moros nos visitan, no comen ni beben en nuestra casa, excepto agua, si la piden; ni menos yo acepto comer ni beber con ellos.
Y así, es indecible el respeto y cortesía que me hacen, que es cierto, me avergüenza. Y comparado esto con lo que hacen los persianos a nuestros Padres de Aspahda no tienen proporción. Tanta es la estimación que Dios les
ha dado de nuestra religión, que la plebe nos apellida Vallgt, que en su lengua dicen: Viva el hombre de Dios. Y algunos, así hombres como mujeres, yendo
por la calle, sin poderles resistir, nos besan los pies. Decimos nuestra misa cada día con asistencia de los cristianos; que los nuevos con los viejos van haciendo números. Administramos los santos
sacramentos con consuelo general y grande admiración de quien conoció esta tierra y ve ahora una buena iglesia pública, con tres cruces hermosísimas, enarboladas en lo más alto y descubierto de la iglesia, que enseñorean esta
ciudad y causan alegría y temor; y de su pie se toca todos los días una campana mariana, a misa, que se oye en gran parte de toda la ciudad. Habemos introducido que el examen de conciencia de la noche, asperjes,
difuntas y disciplina, que solemos decir para retirarnos, sea inmediatamente después de tocada el Ave María, por dar satisfacción a algunos cristianos que deseaban hacernos compañía, como hacen con gusto. Después se dice la
Doctrina y todos se retiran.
Tal era el género de vida que hacían el
P. Luis Francisco y sus compañeros. No dicen cuántos eran estos. Parece que en aquellas
fechas, enero de 1619, había con él otro Padre y un hermano domado, por lo que luego dice, aunque regularmente, solía estar
siempre solo, mientras le duró la vida. El proponía al Procurador el número de misioneros que bastaban por entonces en
aquella misión, porque sigue diciendo:
Los religiosos que aquí son suficientes
para asistir y cuidar a todo lo necesario, por ahora, en este primer ingreso, son menester sean cuatro; los dos Padres y dos hermanos. Y al presente no creo conviene seamos más, porque esta gente aún no está sentada, habiendo
algunos que nos mantienen en esperanza dichosa de morir derramando su
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sangre por Cristo, diciéndome que su Mahometo les mandó que matasen a
quien dijese que Cristo era Dios; y nadie se atreve. Y si esto va adelante, es cierta la recolección, a pecho tendido y tajo abierto, apoyado en los méritos y sangre de Jesucristo nuestro Señor. Y para esperar esto y recoger las espigas
que se caen de los manojos y gavillas del demonio, somos suficientes en número cuatro.
Y de los que aquí estuviéremos no tiene necesidad nuestra religión de
cuidar que se nos provea de ninguna parte, cosa alguna temporal, porque así moros como gentiles y cristianos nos acuden, que, aunque hemos tenido obras y hecho nuestra iglesia primera y segunda reedificación, por la gracia del Señor,
en esta casa, solar, y lo que hay en ella es de nuestra religión, sin pecho ni deuda ni obligación alguna.
Después de esto indica algo de lo que deben mandarles de Roma, porque no lo pueden haber en aquellas partes y dice: Tenemos necesidad de dos cuadros, de buena mano, de Nuestra Señora la Mayor, uno para este altar,
que no fuese mayor de tres palmos, que es el lugar que tiene libre sobre el tabernáculo; porque abajo está un crucifijo. Otro, para
llevar a Bandel, que es fuerza que uno acuda allí los cuatro meses del año, que son muchos los cristianos que acuden, enferman y claman confesión. Estuve allí los
días pasados más de un mes, administrando los sacramentos. Me consolaron mucho y allí bauticé a un moro que estuvo sometido a prueba de Nuestro Señor
Jesucristo. Ahora vienen los que el P. Leandro llama
ramalazos, es decir, lo que el P. Luis Francisco no aceptaba como bueno en los misioneros carmelitas y que otros, con fines santos y buenos, lo proclamaban, a
saber usar toda la barba como la usaban generalmente los misioneros de todas las órdenes religiosas; andar algunas veces a caballo, por las largas distancias y a causa del clima y el dar algunos regaluchos de poca monta, a estilo de
Oriente, como ya lo tenían en costumbre tantos otros misioneros.
El padre Luis Francisco, irreductible, no quería dejar resquicio abierto por donde pudiera relajarse el espíritu de la Orden en tierra de infieles. Por eso continúa diciendo: Lo que yo mucho deseo es que no se introdujese en este
reino alterar nada del modo y manera que, por gracia del Espíritu Santo, tenemos escrito en nuestra Regla y Constituciones, como se guarda y observa en Italia y muy estrictamente se guarde la Bula, sin dispensación ni
interpretaciones. Asimismo, lo que toca a la barba que se guarde puntual lo que Dios
ordena en nuestras Constituciones. Asimismo, que en ningún modo se vaya a caballo por la ciudad, sino a pie y el que no pudiere ir a pie, se esté en casa y de gracias a Dios. Que ninguno pueda volver a Italia ni salir de estos reinos de
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infieles, donde somos enviados, sin mandato patente de nuestro Padre
Prepósito General.
Ahora véanse las cualidades que habían de reunir los misioneros que
fuesen enviados a aquellas misiones. Los sujetos, dice, que acá vinieren, por ahora son más a propósito que sean muy santos, mansitos, que no predicadores, porque las sutilidades teológicas, por ahora, acá no sirven y allá
pueden ayudar mucho; porque lo que ahora es necesario es saber hablar las mismas palabras que Cristo nuestro Señor dijo y habló, según tenemos escrito en su santo Evangelio, como está en latín, decirlo en vulgar.
Es bien necesario que los que viniesen, sean de pechos valerosos, resolutos, que salgan
haciendo juramento de no volver a Sansueña sin victoria y con la vida. Y el que no tuviere tan ánimo, no es a propósito, que a tales pretensiones
y empresas conviene tener pie quedo y no dar paso atrás, aunque se junten todos los esfuerzos y
el mundo contra nosotros, que son fantasmas que luego desaparecen cuando les hacen cara, como se ha visto por el pasado. Y cuando nuestro
Redentor se dignase permitir que nos separasen el alma del cuerpo, no sería muerte, sino paso para la vida y así, habríamos llegado al último y
deseado fin que pretendemos, que ese sólo ha de ser medio eficaz para que el Señor se compadezca de esta innumerable ceguedad infiel y les conceda luz para que vengan todos tendidos a sus pies y
la santísima, verdadera y única. Y mientras esto no procediere, servir día y noche firmemente y perseverar en la oración hasta el fin con toda confianza.
He aquí lo que se llama hoy un carácter bien templado para la religión. Lo que deseaba en los otros, lo tenía él en grado eminente. Esto le sirvió mucho en sus trabajos apostólicos entre aquella mezcla de razas y de
religiones, en medio de las cuales ejercía ese ministerio apostólico, principalmente con la oración, como buen hijo de Santa Teresa. Veamos ahora
como terminó sus días este soldado de Cristo. Terminaba su carta anterior el misionero ecijano diciendo: Al hermano
Fr. Francisco, mi compañero, le he dado el óleo santo y después de haberlo recibido está algo mejor aunque con trabajo, de enfermedad de disentería. Yo estoy con mis achaques, esperando llegue la hora de Dios. Así escribió el 19 de
Enero de 1619. Pero la carta esperando la nave, tardó en salir de Taita y el P. Luis Francisco después de haberla cerrado y lacrado, escribió en el sobre escrito al pie del nombre del destinatario: El hermano, mi compañero, murió en la
dominica de Septuagésima, febrero, 12 de 1619. Esto quiere decir que se quedó completamente sólo, como solía.
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Sabiendo esto, o quizás sin saberlo, el P. Leandro envió desde Ormuz a
Taita al P. Baltasar de la Madre de Dios, para que confesase al P. Luis, que había tres años que no se confesaba y para que le ayudase en sus trabajos, yendo al Bandel en tiempo de monzón, a confesar los soldados que van en los
navíos, porque el Padre ya está viejo y cansado y achacoso. Demás de que no es razón que el Padre, a casa paso, dé ese viaje, dejando sola la iglesia y se
vaya Bandel, que quiere decir puerto de mar, que está a dos días de allí.
Poco pudo estar el P. Baltasar con el P. Luis Francisco, porque, algún tiempo después, le volvemos a encontrar en
Ormuz, según cartas del P. Leandro. Le enviaron en seguida un compañero llamado Fr. Matías.
Parece que, en los últimos años de su vida, se fue amansando no poco aquel bravísimo ecijano. Siempre fue muy sabio y en frase suya, parece que le
gustaban los santos muy mansitos. Así lo fue, repetimos, en sus últimos días, cuya memoria hallamos en los Viajes Orientales del gran misionero y místico Fr. Felipe de la Santísima Trinidad.
Cuenta el Padre Felipe que este misionero español, hombre de gran virtud y célebre por su santidad, en opinión, no solamente de los cristianos,
sino hasta de los mismos mahometanos y gentiles del reino del Mogol, cierta vez, una de estos infieles, le dijo mil improperios. Parece ser que el buen misionero calló mansamente imitando al divino Maestro. Pero otro gentil salió
valientemente en su defensa, alabando al padre como a hombre santísimo y muy grato a los ojos de Dios y de tal manera se fue encolerizando contra quien agravió al misionero, que le hubiera puesto las manos en la cara, si el otro no
hubiese puesto los pies en polvorosa como vulgarmente se dice. Todavía hay episodios en donde se ve mejor
esta mansedumbre del gran misionero. Los refiere la Historia inédita de nuestras misiones, citando esta
relación de nuestro archivo. Un noble soldado portugués, herido
vivamente en su honor por otro su camarada, no habiendo podido vengarse, como era su deseo, llegó a Taita en una nave portuguesa y decidió allí
hacerse mahometano. Nada pudieron, para disuadirle de su intento los ruegos y discursos de otros compatriotas suyos, por lo cual acudieron a
nuestro padre Luis Francisco, para que salvase aquella alma de tal caída y a ellos de tal afrenta.
El soldado portugués andaba ya entre los moros en sus mezquitas.
Saberlo el misionero ecijano y romper por entre una turba de infieles agarenos
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para rescatar de sus garras al soldado, fue todo uno. Se expuso en serio peligro
de la vida, pero no pudo salir con su intento ni hallar al renegado. Entonces se volvió a su conventico y se echó a los pies del crucifijo, pidiendo misericordia para aquel desgraciado, por intersección de la que es Refugio de pecadores.
Visitando el padre, algunos días más tarde, al Daroga del Reino, este le dijo: Padre, ¿cómo consentís que vuestros soldados francos se hagan moros? El
soldado portugués que tantos clamores había levantado, ya se alistó como tripulante de una nave de guerra a sueldo de nuestro Rey. Andad presto a disuadirle de ello, que no me gustan estos cafres, estos hombres sin ley fija.
Se despidió el misionero del Daroga, agradeciéndole en el alma la advertencia y
sirviéndose de la autoridad que aquel alto funcionario le daba, se dirigió, en compañía de dos levantinos, a la nave de guerra. Se percató el
soldado portugués de que aquella rara visita era para él y echando mano a la espada amenazó al
Padre con atravesarle allí mismo, si se le acercaba. Empezó el buen misionero a hablarle dulcemente, teniéndose a respetuosa distancia.
Pero nada conseguía ablandar al renegado.
Dio un paso adelante el misionero con más
brío, increpando al portugués con elocuentísimas palabras y acercándose hasta tocarle amorosamente en los hombros. Y el otro permanecía con la espada en alto sin moverse ni conmoverse lo más mínimo. Entonces el P. Luis sacó las
garras de león y con ambos brazos estrechó fuertemente al soldado, sin permitirle el más leve movimiento y dijo así a los jóvenes levantinos que le acompañaban: Atádmelo bien atado. Y así, bien atado, sin que hiciese el otro
resistencia, le condujo el padre a su convento. Allí, en una celda de fraile, creyó el buen misionero que convertiría
fácilmente al renegado portugués, pero se engañó porque este se hizo el convertido con gran fingimiento. El padre le creyó y después de darle muy
santos consejos, le dejó ir libremente a sus ocupaciones. El malvado dio cuenta a los musulmanes de todo lo ocurrido y de la violencia que había usado con él aquel padre extranjero. Los musulmanes se alborotaron y fueron al mullah
Maemez en son de aqueja por aquel inaudito atropello.
Maemez era personaje de cuenta en Taita, gran enemigo de los
cristianos y al oír aquello, dio orden para que el soldado portugués juntamente con el misionero cristiano fuesen llevados a su presencia. Pensó el padre que llamaban al soldado para que renegase de nuevo y creyó un deber ir a
confesarle y ayudarle en aquella prueba.
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Empezó el interrogatorio y a la primera pregunta el perdido renegado,
que se fingió convertido, respondió resueltamente que no quería ser cristiano, sino moro de por vida y destacándose del lado del Padre,
corrió a arrojarse a los pies del mullah Maemez, rogándole que le defendiese de aquel viejo
misionero que le estaba persiguiendo y maltratando. Oír esto la turba de moros que
estaban allí y caer sobre el padre, fue cosa de un momento. La
emprendieron contra el buen viejo a puñetazos, puntapiés y golpes, que lo
vinieron a dejar medio muerto. Poco faltó para que no acabasen con él. Llegó a casa tan herido y maltrecho, tan cárdeno y amoratado, por los
golpes, que sus cristianos, al verle así, le hicieron dar una sangría. La sangre que le sacaron quiso él que fuese enterrada debajo de una cruz y se la ofreció
al Señor como en prenda de que estaba dispuesto a derramar toda la que le quedaba por confesar su fe. Redobló desde aquel día sus penitencias y su oración por el alma de aquel desgraciado portugués, que tan caro le había
costado. Sus penitencias y oraciones no fueron vanas, porque a los pocos días, llegó el renegado a echarse a sus plantas y a pedirle perdón y penitencia por sus pecados, diciéndole cómo la Santísima Virgen le había tocado el corazón,
cuando estaba a punto de precipitarse en el infierno.
Le acogió benignamente el P. Luis Francisco, le oyó en confesión, le
absolvió después de haber abjurado sus errores y le hizo hacer penitencia pública, cosa que cumplió a la letra el portugués arrepentido, con gran edificación de todos los fieles.
Más admirable es el siguiente suceso y más tuvo que padecer en esta ocasión nuestro misionero.
Había otro renegado de muchos años que se hacía sordo a los requerimientos del P. Luis Francisco y para ligarse más y más con lazos de
carne y sangre, se casó con una mahometana. Ya casado, no le dejaba en paz nuestro caritativo misionero. Le visitaba con frecuencia y le afeaba sus pecados. Tan elocuente y persuasivo se mostró cierto día el buen padre, que el
renegado, llorando como un niño sus culpas, con sincero arrepentimiento de ellas, se puso en manos del padre dispuesto a que este hiciese y ordenase lo que había de hacer en adelante.
El misionero, no contento con reconquistar esta alma para ello, llevó su
empresa hasta conseguir, por los méritos de Cristo y ayudado de su divina
gracia, la conversión de la mujer musulmana al cristianismo. Más, cuando lo supieron los padres de ella, se fueron a querellar al Gobernador, diciendo que el viejo sacerdote de los cristianos, con dádivas y falsas promesas, había
engañado y fascinado a su hija, haciéndola renegar de Mahoma. Llamó el
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Gobernador al padre y después de llenarle de injurias, le mandó lo encerrasen
en un calabozo, le echasen cepos y grillos, para que no se escapase, hasta tanto que apareciera la musulmana, la cual no aparecía por Taita, ni se sabía dónde el misionero le hubiese conducido.
Efectivamente, la musulmana, junto con su marido, había salido huyendo de Taita por temor a que le pudiesen matar sus padres, fanáticos observantes
del Corán. Mucho trabajo costó el encontrarla, pero gracias a unos mercaderes cristianos, amigos del misionero, viendo lo que este padecía, la vinieron a hallar y la condujeron a presencia del Gobernador. Este la increpó una y muchas
veces delante de los santones y cadíes musulmanes a que abandonara la religión de Cristo y tornase a la de
Mahoma, sino quería ser empalada o quemada viva.
La animosa cristiana respondió que si bien al principio había aceptado
la religión de Cristo inclinada a ello por ser la de su marido, pero que, después que sabía lo que era su nueva religión,
detestaba la religión de Mahoma y se tendrá por dichosa muriendo por la fe de Cristo. Negó rotundamente que el Padre misionero la hubiese atraído con regalos o engañada con palabras, quien lo único que le había dado era el agua
del bautismo, que era su mejor tesoro. Y así por este camino, movida su lengua por el espíritu Santo, les fue ensalzando la ley de los cristianos con tanta elocuencia y con palabras tan nuevas para ellos, que tomaron el partido de
echarla de allí, creyendo y diciendo que estaba invadida por un espíritu maligno.
Los mercaderes se cuidaron de conducirla a su marido y ambos, con las limosnas de ellos, pasaron a tierras de cristiandad, mientras el padre, por orden del Gobernador, fue puesto en libertad, después de haber padecido hambre y
sed y cárcel ignominiosa.
Con tantos trabajos y persecuciones, asaltó a nuestro misionero, ya viejo y lleno de achaques, una grave enfermedad, de que él tuvo aviso del cielo ser la última de su vida. Fue su mal una ardientísima fiebre con agolpamiento de la
sangre, que parecía querer sofocarle y ahogarle. Los médicos y cirujanos del país, en 24 horas le dieron seis sangrías y otras cuatro más en el transcurso de la enfermedad. Puede pensarse con esto cómo había de quedar el enfermo. Su
espíritu ardiente le sostenía.
Todavía el Secretario del Rey, amigo y admirador suyo, como dijimos en
otro lugar, siendo médico también y de los mejores de Taita, hizo cuanto pudo por salvar aquella preciosa vida. Si hemos de creer a la relación enviada desde Taita y citada por la Historia de nuestras Misiones, el Secretario-médico, le daba
cada día por su mano, una medicina compuesta con oro y joyas diluidas, la cual
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medicina no costaba menos de cinco o seis escudos cada vez. También añade
dicha relación que, con los deseos que tenía de curarle aquel buen médico, distribuyó, además, entre los pobres, dos o tres bolsas llenas de dinero, para que pidiesen a Dios la curación del Padre.
En aquella enfermedad le acompañaban y visitaban con frecuencia sus cristianos, en particular sus amigos, los mercaderes portugueses, que eran
quienes le sostenían con sus limosnas y quienes corrían con todos los gastos del pobre misionero, al que amaban como a verdadero padre.
Pero, por más remedios y medicinas costosas que le proporcionaban, el mal iba minando aquella naturaleza, hasta quedar de ella poco más que el esqueleto.
Ocho días antes de su muerte, a pesar de hallarse sin fuerzas y con
fiebre, se hizo conducir a la iglesia, diciendo que
deseaba decir la santa misa para recibir al señor como Viático y prepararse para el viaje a la
eternidad. Revestido de los santos ornamentos, salió por su pie y como rejuvenecido al altar, dijo la misa sin fatiga y con grande fervor y lágrimas; una misa
que fue más bien larga que corta, según la citada relación. Aquel cuerpo extenuado, parecía transparente y transfigurado al recibir al Señor en su
pecho. Dicen que hubo de recibir algún favor del cielo, que tenía atónitos y maravillados a los circunstantes, que eran aquel día todos los cristianos
de Taita, entre los cuales se contaban hasta cuarenta mercaderes.
Terminada la misa y despojado ya de las sagradas vestiduras, cayó de nuevo en la más profunda languidez y postración, tanto que fue menester llevarle otra vez en su camilla a la celda. Allá se deshacía en lágrimas y suspiros
de contracción y en jaculatorias de amor al Señor de los altares. Estos actos de amor de Dios los continuó haciendo mientras le duró la vida.
Dos días antes de morir, a sus ruegos insistentes, le volvieron a conducir a la Iglesia. Esta vez no fue para decir la misa, sino para rezar fervorosamente
con sus cristianos las letanías a Nuestra Señora. Habiendo recobrado nuevas fuerzas, se sentó en su sillón y dijo palabras muy elocuentes a sus cristianos sobre la constancia de confesar la fe y vivir como hijos de Cristo después que él
se partiese, sin menguar en sus fervores y devociones, hasta que viniesen los que habían de ocupar su puesto.
Os ruego, les decía, que me deis este consuelo antes de morir, que os confeséis; el Señor me dará fuerza de otros en confesión. Hacedlo, hijos míos, porque Dios sabe cuándo volveréis a tener ocasión de hacerlo. Todos lloraban a
lágrimas viva y casi todos se confesaron y luego en brazos le condujeron de
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nuevo a su celdilla. Este sermón equivalía a su testamento espiritual sellado con
aquella confesión. Como tuvo noticia del día y hora de su muerte, según se vio por los
efectos, a pesar de pasar muy mala noche y con la garganta muy seca, no quiso tomar nada, para tener el consuelo de celebrar su misa antes de partir a dar cuenta a Dios. Pero este deseo, Dios lo aceptó y el buen Padre no lo pudo
ver realizado, porque el hermano Matías le dijo que era necesario que tomase la medicina que el Secretario-médico le había ordenado. El varón obediente a la orden del médico y a las instancias del hermano, tomó la pócima del oro con
joyas, que le supo a hiel y vinagre. En aquel instante se acordó que había dos
catecúmenas a las cuales había prometido bautizar aquel mismo día y dijo al hermano que, al apuntar el alba, las llamase, que las había de
hacer cristianas antes de morir. Y así sucedió. En las primeras horas de la mañana y dos antes de
su muerte, aquel varón apostólico bautizó a las dos catecúmenas, siendo necesario que el hermano le fuese sosteniendo el brazo y le
rigiese la mano al momento de ungirlas con el santo Crisma.
Y no quiso que le volviesen más a la celdita. Allí, en la misma iglesia, recostado en su pobre camilla, rezó las letanías de Nuestra
Señora, con acento que se iba apagando por momentos. Después tomó en las manos su crucifijo y exclamó, como si nadie le oyese. Señor, os entrego mi espíritu en este destierro, a donde he venido por cumplir con la santa
obediencia. Señor, tan grande ha sido vuestra misericordia para conmigo, que, en los catorce años que hace que llevo éste hábito, no os he ofendido jamás con culpa grave. Señor, a pesar de todo, perdóname. Pensaba que nadie le oía.
Había perdido la noción del tiempo y del lugar en que se hallaba y se entretenía en estas confesiones con el Señor.
El hermano Matías le hizo volver de sus deliquios y tomándole el crucifijo, que ya se le caía de las manos temblorosas, le dijo: Acuérdese padre
nuestro, de este Señor crucificado por nuestro amor. Y él respondió: Hijo, ya le tengo en mi corazón. Y besándolo, expiró dulcemente en el ósculo del Señor. Estaba tocando a su fin el año 1620.
Los que asistían a este escena, conmovedora e inédita, no podían contener las lágrimas. Todos envidiaban aquella muerte. Todos quisieron ser
los primeros en besar aquellas manos y aquellos pies hermosos, que evangelizaron aquel pueblo, que llevaron la paz a aquellos corazones, que con la paz les llevaron mejores bienes que las riquezas que poseían.
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Compusieron el venerable cadáver lo mejor que pudieron, le hicieron el
oficio de sepultarle lo mejor que acertaron, guiados por el hermano Matías, ya que no había allí ningún sacerdote católico, ni en muchas millas a la redonda.
Súbitamente se divulgó la noticia de su muerte y la fama de su santidad por todos aquellos contornos y reinos del Mogol, de tal suerte que, pasando por allí el R.
P. Eugenio, Visitador general de las misiones, carmelitanas, cuatro años más tarde y el P. Felipe de la Santísima Trinidad siete u ocho años después de la
muerte del siervo de Dios, oyeron hablar de él con veneración y alabanzas a gentiles, musulmanes y cristianos.
Debido a la fama de santidad de este misionero, el
Rey de Caché y otros notables del pueblo pidieron años adelante, la fundación
de misiones carmelitanas en sus estados.
El espíritu teresiano, infundido por este siervo de Dios en su misión de Taita, hizo salir de allí un fervoroso misionero a recibir la palma del martirio, el Beato Redentor de la Cruz, portugués, llamado en el siglo Tomás Rodríguez de
Cunha. Religiosos de este temple eran los que pedía el P.
Luis Francisco a sus superiores de Roma. El Señor le concedió otros muchos, pero este mártir vale por mil (De Biblioteca Carmelitano-Teresiana de Misiones, Tomo IV: En Ormuz y en el Mogol. 1608-1524) del P. Fray Florencio del Niño Jesús, Carmelita Descalzo y Archivero General de la Orden. Pamplona 1930.
A los efectos de acreditar lo anterior, aporto
fotografía de la página donde se inicia la biografía del
misionero ecijano al que nos referimos.
Aquí quedó, esta pequeña, pero explicativa, biografía de un ecijano, carmelita teresiano, rebelde y bizarro de espíritu, que dejó su vida en tierras lejanas, en defensa de su fe y creencia, llevando el nombre de Écija mucho más
allá de los límites españoles y del que, yo al menos, me siento orgulloso, de haber conocido un retazo de su vida.