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María Asunción Mateo EL ESPEJO DORADO y POLLY-MAGÚ (relatos)

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María Asunción MateoEL ESPEJO DORADO

y POLLY-MAGÚ(relatos)

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© Textos María Asunción Mateo Puig© Imagen cubierta Rafael Pérez Estrada y derechohabientes.Cedida por Fundación Rafael Pérez Estrada

Autor: María Asunción MateoTítulo: El espejo doradoDirige la colección: Manuel Francisco ReinaPromueven: Ayuntamiento de Málaga yEmpresa Malagueña de Transportes (EMT)Diseño y maquetación: Nuria Ogalla CamachoEdita: Promotora Cultural MalagueñaCoordina: Ediciones del GenalColabora: Librerías Proteo y PrometeoDepósito legal: MA-351-2018ISBN: 978-84-17186-51-7N.º 4Málaga 2018

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento infor-mático, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de Ediciones del Genal.

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POLLY-MAGÚ

Quizás resulte difícil para los que ahora me leéis sentados confortablemente entender qué supone que durante diez años Él me haya estado persiguiendo. Que día y noche, sin darme tregua posible, me esperara agazapado en cual-quier rincón, en cualquier lugar y en cuanto oía el quejido metálico de la cerradura, mi ya familiar taconeo al andar, de conectar la luz, comenzara su extraño juego… Quizás penséis que estoy inventando, que sólo pretendo llamar vuestra atención para que no levantéis los ojos de esta… ¿Historia? Cuando comenzó su persecución, mi dependencia de Él, apenas le di importancia. Estaba segura de que no duraría mucho, estas cosas no acostumbran a sucederle a perso-nas como yo, rutinarias, mediocres, enemigas de cambios bruscos y emociones fuertes. “El día menos pensado des-aparecerá”, me repetía para restar trascendencia al asunto. Pero no desapareció. Fue creciendo, adueñándose de las paredes, de mis libros, de mi ropa, de mis enseres, de todo aquello que me pertenecía, que era mío.Me resistía a aceptar una situación tan disparatada, casi ridícula. No podía ser cierta y la prueba más patente de su mentira era mi absoluta, mi desoladora soledad. Sin embargo, aunque no lo veía, seguía allí, yo lo sabía. Una noche, tiritando de fiebre y de frío, le abrí de par en par la

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ventana de mi dormitorio para que se escapara, para que fuera libre, para que me dejara serlo a mí también, para que buscara otra compañía y así cesara de torturarme. Pasaron días, semanas, meses… Inútil. No se marchaba. No que-ría irse. No renunciaba. Cualquier enfrentamiento por mi parte era absurdo, descabellado. Había ganado la batalla.Caí en la tentación, en la necesidad, de contárselo a un ami-go. Pensaba que al relatar en voz alta todo aquello que me sucedía, se desvanecerían mis temores. Y no fue así. Éste apenas prestó atención a mis palabras, tenía suficientes pro-blemas personales que contarme para que el mío le resultara interesante. Yo preferí no insistir por temor a que pensara que estaba algo desquiciada. En aquel momento me impor-taba mucho lo que opinaran de mí. Tenía mi vida totalmente organizada, controlada, y conseguir ese equilibrio me había costado muchas horas de introspección, lecturas de psicó-logos americanos sonriéndome desde la portada del último best-seller, cursos de yoga en postura difícil de recomponer hoy, algún fin de semana de meditación —menú vegetaria-no incluido— en las afueras de la ciudad… Pero a pesar de mis terapias, del conocimiento de mi obsesión por parte de los que me rodeaban, mi ansiedad fue creciendo en la misma medida que su presencia aumentaba y me envolvía hasta perturbar totalmente mis costumbres, mi vida. Llegué a sentirme observada en las situaciones más íntimas. No era dueña de mi propio cuerpo, reaccionaba como una gata en

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celo sin salida posible a ese jardín mullido tras el cristal que no es posible romper bajo el chirriar de las afiladas uñas.Durante mucho tiempo mi existencia se pareció a la de cualquier cosa menos a la de una persona. Se me olvida-ba ducharme —¿o me negaba a hacerlo?—. No recordaba que tenía la o-b-l-i-g-a-c-i-ó-n de acudir a mi trabajo. Un día me sorprendí deleitándome con el sabor de unas ané-monas que adornaban la mesa del estudio. En ocasiones, me ensimismaba contemplando mi piel, acariciando mis piernas, mi tersura y sentía una extraña repulsión al adver-tir que aquello era carne, carne similar a la de esos corde-ros ensangrentados que por las mañanas veía descargar de una furgoneta mientras, medio dormida aún, esperaba el verde del semáforo. Hasta que, casi milagrosamente, una idea pasó por mi cabeza: ¡Un viaje! ¡Claro está! ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Eso es lo que necesitaba. Un maravilloso viaje en color, lejos, muy lejos de mi casa, de mi ambiente habitual, de… Él y así darle la oportunidad para que me abandonara. Una vez decididos mis próximos meses de vida —convertirme en una chica martinibron-ceadaporelsolyacariciadapornativosalvaje—, me apresuré a hacer las maletas y a buscar ese paraíso cinematográfico.Todas las vacaciones las dediqué a autoconvencerme de que Él no existía, que todo era invención mía, que el ex-ceso de trabajo había trastornado mi sistema nervioso, mi sensibilidad, que lo que yo necesitaba era olvidarme alguna

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vez de mi rutina, de mi cuadratura mental, de mis peque-ños prejuicios burgueses adquiridos, según mi psicoanalis-ta, ya en posición fetal. Todo era mentira, imaginaciones de una mujer demasiado encerrada en sus estrechos prin-cipios conservadores.Después de muchas reflexiones y decidida a no huir más, a afrontar mi realidad, de improviso me encontré con que el día de mi regreso se aproximaba. Aquella mañana deci-siva, casi heroica, me pasé casi dos horas preparando con esmero mi arreglo personal. Había elegido para la vuelta a casa una hora radiante, soleada, con el fin de que todo pareciera espontáneo y natural. Regresaba optimista, con-vencida de que el pasado no se repetiría más, que todo estaba olvidado. Pero cuando el ascensor se detuvo en el séptimo piso del edificio una molesta humedad recorrió mi nuca, mis axilas se contrajeron, la saliva se negó a proveer a mi garganta reseca. Avancé por el pasillo aparentando una desenvol-tura falsa, largamente estudiada ante el espejo durante la ausencia. El temblor de mi mano hirió la cerradura con la llave y su cotidiano sonido añadió una nota de normalidad al gesto. Al cerrar la puerta, apoyé mi espalda en ella y me dije en voz alta para tranquilizarme “¡No pasa nada! ¡Ya se ha ido! ¡Estás sola!”. En apariencia todo estaba igual que antes de mi marcha, incluso las flores que con mi apresu-ramiento olvidé en el jarrón perfumaban el ambiente des-de su mágica supervivencia. Sentí esa alegría nostálgica de

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recuperar la rutina, lo conocido. Las plantas, los familiares cuadros, los libros, me reconfortaban más que cualquier palabra. Pero, enseguida, advertí que estaba perdiendo el tiempo, que aquella felicidad era falsa, cobarde, que re-husaba enfrentarme a mi situación porque me faltaba la prueba decisiva: Comprobar que Él ya no estaba allí, ni en mi habitación, ni tras el espejo, ni debajo de la cama, ni escondido en el rincón más inesperado. Con paso decidido me dirigí hacia el dormitorio. En mi nerviosismo casi caigo de bruces contra la puerta. Un frío extraño separó unos milímetros las medias de mis piernas. Me cubrí los senos con las manos como protegiéndolos de aquella sensación gélida, desapacible, de la que mi cora-zón también participaba. El pomo de la puerta, de blanda madera, redondo, suave, se hundió en mi estómago casi desnudo bajo la blusa. Contuve la respiración y con una rabia acumulada, me lancé con impulso sobre la puerta que se abrió de golpe…“¡No estás! ¡Sé que no estás!”, grité riendo una y otra vez y al tumbarme sobre la cama el sonido de los cilindros metálicos de la cabecera acunó mis palabras. Con cuida-do deslicé mis dedos por el cubre de ganchillo intentando adivinar el entramado de su dibujo, necesitaba hacer mío el más pequeño detalle, recorrer sus calados, adivinar el en-garce de sus enmarañados puntos, concentrarme en algo que me aislara del entorno. Tenía miedo, mucho miedo, de abrir los ojos. Casi no respiraba. Cuando lo hice, noté de

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nuevo su viscosidad, su agobio, su cuerpo omnipresente a pesar de los días, del tiempo transcurrido. Parecía que con pasmosa lentitud la habitación se estrechaba hasta confun-dirme en su abrazo de cemento. Y en ese momento tuve la convicción absoluta de mi derrota, de mi ridículo enfren-tamiento. No se iría jamás. Me acompañaría siempre allá donde yo fuera. Lo llevaría pegado, incrustado en mi res-piración, en mi sabor, en mi sudor. No importaba lo que yo hiciera, cambiar de domicilio, de habitación, de ciudad, de país, de galaxia… Resistirse era inútil. Le pertenecía. Se había apoderado de mí definitivamente.

***¡Los árboles de la calle no florecen ya hace muchas esta-ciones! Solamente el de la puerta de mi casa conserva sus hojas amarillas, transparentes, suaves como manos extendi-das, procedentes de un otoño remoto, lejano en el tiempo. Cuentan que no se han renovado desde hace años, durante alguno de ellos —no consigo recordar cuál ni cómo— Él me abandonó. Un día al llegar a casa, no estaba. Había desaparecido. Tomé su marcha con una naturalidad escalo-friante. Me acostumbré a su ausencia como si nunca hubie-ra interferido en mi vida, con la tranquilidad más absoluta-mente normal que pueda darse. Jamás volví a nombrarlo.El tiempo transcurría sin ningún cambio sustancial. La eta-pa anterior era un suceso extraño ya a mi vida, entrevisto en alguna pesadilla ajena, quizás en un serial de televisión.

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Una rara sensación de placidez se instaló en la casa sus-tituyendo a aquella loca persecución. En apariencia todo continuó en una tranquila monotonía… Hasta que una tarde del pasado invierno, mientras disfrutaba de la fingida paz del día de fiesta, al entrar al estudio en busca de un periódico, me sentí clavada en el suelo como si el veci-no de abajo en un acto sádico-festivo hubiera atornillado mis pies a su techo. No supe, ni pude, reaccionar. Sentí miles de agujas perforar mis tobillos helados, mis dedos meñiques, mis orejas. Y es que de pronto descubrí que no estaba sola. Había aparecido. De nuevo me tenía cercada y sentí la absoluta convicción de que nunca estuve sin Él, que no dejó de seguirme, observarme, acosarme, durante todo el tiempo transcurrido. Me sentí violada, rabiosamen-te engañada al descubrir que jamás había renunciado a mí. Seguía siendo su presa. Era suya. Ni durante un solo ins-tante había dejado de pertenecerle.Una sensación de fracaso sorbió mis células con refinada lentitud. Mi despreocupación anterior, la serenidad os-tentada se esfumaban como un hilo de seda junto a una cerilla. Comenzaba otra vez aquella lucha ciega, absurda, en la que de antemano sabía que no podía defenderme. Sin pensarlo, me encontré con los brazos extendidos ha-cia los diminutos coches, hacia las personas hormigas que transitaban por la calle. Quería alcanzarlos, reducirme a su tamaño, acabar machacada por ellos, bajo sus ruedas,

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entre sus piernas insensibles a lo que siete alturas arriba ocurría… El timbre del teléfono, agudo, insistente, consi-guió reconstruir mi olvidado sentido de la supervivencia. Un mecanismo de adicta dependencia, ejercitado dócil-mente durante años, me arrastró hacia él de una manera automática. La inercia, otra vez, transportaba mi vida, la colgaba de un hilo plastificado, impersonal, conductor de inesperados mensajes. Desde el día de su llegada, el estudio se convirtió para mí en un lugar prohibido. Me aprovisioné de todos los libros que creí imprescindibles, pero siempre necesitaba alguno más. Cada vez que debía entrar allí mis dientes atenazaban mi voz, apenas hacía ruido para no despertar a mi salvaje vigilante. Lo único que me aliviaba era que esta vez no se había alojado en mi habitación, que respetaba mi intimi-dad, que no me obligaba a compartir su odiosa presencia también durante la noche. Pero su aparición aquella tarde en otro lugar, después de tanto tiempo, comenzó a quitar-me el sueño, el apetito… ¿Y si se acostumbra a seguirme por toda la casa? ¿Y si ahora que ha descubierto que puede desplazarse sin problemas me persigue también por la calle, en el trabajo, en el cine…?Esta obsesión se apoderó de mí. Hablaba con Él en el su-permercado, en el autobús, en el gimnasio… Por la calle la gente comenzó a mirarme más de lo habitual y de una manera extraña. Un día noté que ya no llamaba la atención

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a nadie, a pesar de que yo seguía con mi monótono solilo-quio hasta que advertí que no me escuchaban simplemente porque, aunque movía los labios, no decía nada. Había en-mudecido por completo.

***Llevo siete meses, siete años, ¿siete días? encerrada en esta habitación entre mendrugos de pan enmohecido y libros repletos de polvo. A mi alrededor hay latas de conservas intactas en su ataúd metálico, ropa apolillada, fotos de gen-te sonriente que, en vano, intento identificar, sangre coa-gulada que me recuerda que soy una mujer, que aún estoy viva. Ya no me repugnan las cucarachas, tienen el mismo derecho a vivir que yo… ¿Se podrá acabar el oxígeno de mi habitación? No lo sé… Intentaré contener mi respiración de vez en cuando para no consumirlo.La única ventana del dormitorio no puede abrirse, la puer-ta se encajó en sus goznes hace tiempo. ¿Desde cuándo? Tampoco lo sé. Mi reloj de pulsera, el despertador que hay sobre la mesa, el transistor, han agotado sus pilas. No pue-do saber qué hora es ni si hay gente por el mundo que sigue organizando guerras o enviando seres a la luna, aun-que tampoco tengo la seguridad de que me importe algo saberlo. Odio el progreso que hace que me pudra aquí sin línea en el teléfono —supongo que por falta de pago— fija, muda, con un televisor detenido obsesivamente en una imagen que no consigo borrar por mucho que manipulo

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en sus mandos, con botes inexpugnables de melocotones, piñas, sabrosas mermeladas que se resisten a mis dientes. Al único calendario que tengo le faltan hojas, he intentado hacer uno nuevo, pero no consigo recordar los días exactos de cada mes, además tampoco tengo claro si una semana tiene seis o siete días… Y pensándolo bien ¿Para qué lo quiero? ¿Qué utilidad puede tener? A mí no me esperan en ningún sitio, nadie parece recordar que yo existía, que tenía amigos, un trabajo… La memoria colectiva ha blanqueado esa ficha en la que mi nombre, mis apellidos, mi realidad, gritaban mi existencia a un ordenador deshumanizado.Nunca he tenido mucha imaginación y en ocasiones no sé en qué entretener mi tiempo, ese mismo tiempo que an-tes se escapaba frenéticamente. Para no aburrirme a veces juego a clavar alfileres en las venas de mis brazos —tan re-dondas y calientes bajo la piel— y construyo bellas aveni-das con árboles, caminos y senderos azules que se tiñen de diminutas manchas rojas… O, como esta mañana, juego a contar las pestañas de mi ojo izquierdo sin lograr calcular dos veces el mismo número de ellas. Debo haber perdido capacidad de concentración o quizás que ya no sé seguir el orden de los números, pero… ¡Qué importa! ¿De qué me puede servir ahora? Siempre he odiado la aritmética, las matemáticas… Además, jamás conseguí diferenciarlas.Creo que no estoy demasiado triste. La verdad es que tam-poco estoy tan mal… ¿Qué hubiera sido de mí si en un via-

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je de placer el barco hubiese naufragado y tuviera que estar asida a una tabla en mitad del océano? ¿O si me encontrara en pleno desierto africano bajo cincuenta grados de tem-peratura, con la piel quemada por el sol? Aquí, al menos, tengo un techo, aún queda alguna botella para saciar mi sed, todavía tengo la lengua repleta de estrellitas verdes desde que intenté abrir la última Coca-cola… La próxima vez tendré más cuidado.Él ya se ha apoderado de la casa. Es el dueño absoluto de todo, excepto de este rincón en el que ahora me encuentro. Sólo queda esta habitación libre de su dominio, solo esta…Pero quizás no se atreva a avanzar más, se haya cansado de perseguirme porque ya no encuentre diversión a este juego. Debe tener suficiente espacio con el resto de la casa. No se atreverá a abrir esa puerta, estoy segura… Además ¿Para qué va a hacerlo? No, no la abrirá. No tiene manos, ni voz, ni sexo… Solo poder. Aquí estoy segura, tranquila, resguardada del mundo. No debo temer nada, ¿verdad?

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EL ESPEJO DORADO

Aquella mañana al despertar se levantó ilusionado creyendo que era Gregorio Samsa. Para comprobarlo se acercó al es-pejo dorado del siglo XVIII, conservado como una joya, que compró en París y vio su cara habitual —blanca, barbilam-piña, inexpresiva— que no se parecía a ningún imponente insecto. Como cada día se sintió defraudado, impotente ante su aspecto, mientras del otro extremo de la casa le llegaban las notas tristes y discordantes del violín de su hermana que en nada lo consolaban. Parecía imposible transformarse en ese ser tan deseado que le hubiese proporcionado una visión de sí mismo diferente a todas las de su entorno, pero no sabía cómo lograrlo. Ignoraba que era la única persona en el mundo que deseaba algo semejante y que cabía la posibi-lidad de que alguien o algo superior pudiera castigarlo —¡o concedérselo!— en algún momento. Excepto él, nadie co-nocía su secreta obsesión, ni su familia, ni sus pocos amigos podían imaginar su rechazo a pertenecer a la misma especie. Su desencanto lo compensaba pensando que sólo restaba esperar, seguir adelante, aceptar de momento lo que la mo-notonía de la vida le ofreciera hasta poder lograrlo. Salió a la calle dispuesto a dejarse arrastrar por lo que su particular destino le deparara, cruzándose por la calle con gente apresurada y vulgar que lo ignoraba, con la clara conciencia de que no era uno más de ellos y que un día no muy lejano lo demostraría al mundo. Ninguna perso-

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na parecía distinguirse de las demás ni en el semblante, ni en el atuendo, ni en la mirada perdida en un horizonte sin aliciente. Era imposible encontrar rasgos diferenciales entre aquella multitud que lo acechaba en silencio, hubiera deseado descubrir a alguien que llamara su atención por cualquier motivo, pero no lo logró entre tanta diversidad de rasgos. La rutina, el aburrimiento o la indiferencia se plasmaban en cada rostro que veía. Estaba convencido de que a pesar de su aspecto, del que renegaba y se avergon-zaba, no pertenecía a ese género —el humano—, al me-nos no lo deseaba. Le ilusionaba creer que algo debería traslucirse en su físico, pero no era así, seguía siendo tan anodino y convencional como los demás.Agobiado también por la uniformidad gris del paisaje entró en el bar al que acostumbraba a ir, se sentó frente a una mesa de mármol para saborear un café mientras el cuader-no esperaba impaciente la letra agresiva que lo invitaba a retroceder en su historia personal para encontrar así alguna justificación a lo que lo oprimía. Desde que abrió los ojos al mundo, ya desde el primer segundo de vida, descubrió que no le gustaba nada de lo que lo rodeaba: ni la frialdad del quirófano, ni la mirada materna, ni el orgullo de su pro-genitor, ni el gesto despectivo del médico al admitir que traía otro ser a la vida abocado al fracaso colectivo. Todo lo llevaba grabado en su interior en claras imágenes con la nitidez que imprime el ser consciente de las limitaciones a las que iba a estar sometido. Se vio crecer con las normas impuestas por la presión familiar y social, pero con el silen-

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cioso propósito de rechazar lo que lo supeditara a engrosar esa colmena a la que pertenecía y de la que siempre renegó en secreto para no alterar el orden que otros habían estable-cido. Aunque nunca se sintió integrado no le resultó difícil crecer, obedecer, acatar lo absurdo de la conducta humana, las decisiones de otros a los que odiaba, a la espera de lograr su deseo de evadirse de la especie mediocre y manipuladora a la que lo habían destinado por capricho de no sabía quién que ostentaba el poder. Jamás dejó de sentirse un impostor, un figurante uniformado de un coro teatral que actuaba al ritmo marcado por un macabro director de escena.Creía que se encontraba solo en aquel café pequeño y en penumbra que lo cobijaba cuando descubrió que en una mesa cercana una mujer rubia, menuda, de ojos inquietos y sombrero azul de fieltro, ladeado sobre su frente, lo obser-vaba fijamente y parecía sonreírle entre el humo de su ci-garrillo. Nunca le había ocurrido una cosa así y desconocía qué debía hacer: si devolverle la sonrisa o levantarse apre-suradamente y salir del bar. Se preguntó si esa mujer man-tenía fija su mirada en él porque adivinaba otro ser oculto tras su aspecto físico, que era capaz de ver más allá de lo que su apariencia suponía. Nadie acostumbraba a mirar así, por lo que se sintió incómodo y optó por escapar de allí, indefenso bajo la mirada femenina que tanto lo intimidaba y secretamente lo complacía. Aquella noche, sin saber con seguridad el motivo, soñó con una sonrisa flotando entre el humo de un cigarrillo que parecía ahondar en su auténtica naturaleza. Y a la mañana siguiente, casi por inercia, volvió

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al mismo lugar en el que la descubrió, a la misma mesa de mármol, con su inseparable cuaderno entre las manos con la inquietud de sentirse observado de nuevo. Durante varias horas esperó la aparición femenina mientras anotaba las impresiones que sentía, pero ella no volvió a aparecer. Regresó impaciente todos los días, a la misma hora, a aquel bar en espera de reencontrarse con la misteriosa sonrisa, hasta que dos semanas después su dueña apareció, menuda y rubia, bajo el mismo sombrero azul de fieltro pasado de moda, envuelta por el humo de su cigarrillo. Se acercó a él con la misma actitud turbadora de cuando la vio por vez pri-mera y sin mediar palabra se sentó a su lado. A partir de ese momento todo cambió, su personalidad se transformó por completo, invirtiendo sus convicciones y deseos, renuncian-do a su catastrófica visión del mundo. Y el preciado espejo dieciochesco perdió protagonismo en su vida hasta caer en el olvido, alejado de él cualquier cosa presentaba alicientes desconocidos que lo llevaron a reconciliarse con su entorno.Una fría mañana de diciembre se despertó con la estrenada sensación de bienestar que en los últimos meses lo acom-pañaba. Su existencia tenía un sentido distinto, impensable hasta entonces, libre del rechazo global que la había caracte-rizado. Casi por inercia, en un intento de recuperar su anti-guo rito cotidiano, se enfrentó con escasa curiosidad con el espejo dorado para que le devolviera ese rostro humano con el que ya se sentía reconciliado porque había quien lo acepta-ba y amaba tal como era. El pánico se apoderó de él cuando

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no encontró el reflejo de su cara barbilampiña, ni la tez blan-ca e inexpresiva que siempre lo había acompañado. Un ser repugnante difícil de clasificar, de gran tamaño, de feroces ojos oscuros hundidos y pequeños, antenas peludas rizadas, patas escuálidas, mezcla de insecto gigante y pájaro primitivo, se había apoderado de él. No podía creerlo. Instalado en el azogue del antiguo espejo, lo miraba fijamente y reflejaba la imagen ansiada durante tantos años. Ignoraba cómo se ha-bía materializado su monstruosa metamorfosis, parecía no recordar la intensidad de su fe ciega, su perseverancia acu-mulada a través del tiempo. Ya era diferente a todos los de su especie. Por fin lo había logrado, aunque demasiado tarde. Nunca más podría salir de su habitación sin causar espan-to, ni relacionarse con su recobrada familia, ni pisar las impersonales calles de su ciudad, ni alternar con el —an-tes— indeseable género humano, ni recibir la calidez del sol ni el amor sonriente de esa mujer que lo había querido tal como era. Su apariencia repulsiva lo aislaba ahora, defi-nitivamente, del mundo que tanto odió y que ya no podía recuperar. Todo lo que el porvenir le deparaba era seguir encerrado allí ante su valioso espejo el resto de su vida sin esperar transformación alguna, alejado para siempre de la sonrisa turbadora que lo había redimido, escuchando al despertar como única música las siniestras notas del violín de su hermana y repudiado por todos los que él había re-pudiado. Su inalcanzable deseo cumplido. Ya era Gregorio Samsa. Sólo faltaba que Kafka quisiera rescatarlo.

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Este ejemplar se terminó de imprimir en la ciudad de Málaga, en el exornado mes de mayo que vio nacer en 1916

al escritor Camilo José Cela. Al cuidado de esta edición las Librerías Proteo y Prometeo.

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María Asunción MateoLicenciada en Filosofía y Letras (Universidad de Valencia), fue Presidenta de la Fundación Rafael Alberti. Miembro honorífico del Ateneo Literario, Artístico y Científico de Cádiz, del Ateneo de El Puerto de Santa María y de la Asociación Española para Intercambio Cultural y Econó-mico con Asia. Ha pronunciado conferencias sobre la Ge-neración del 27 en universidades de El Cairo, La Habana, Buenos Aires, Turín y Roma, entre otras. Entre sus edicio-nes destacan: Antología poética de Dulce María Loynaz (1993), Solo la Mar (Antología poética de textos sobre el mar de Rafael Alberti) (1994), Sobre el corazón un ancla (antología para niños) (2002), los libros de retratos de grandes contemporáneos, de corte periodístico o biográfico, como Rafael Alberti, de lo vivo y lejano (Conversaciones con el poeta) (1996), Dámaso Alon-so (1990), Rosa Chacel (1993), o el epílogo a Memoria de la Melancolía de María Teresa León (1987), entre otros muchos.