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LLORANDIOSESLOS

MATIAS SANCHEZ SARMIENTO

I . DESPUÉS DEL FUEGO

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Matías Sánchez Sarmiento

LLORANDIOSESLOS

MATIAS SANCHEZ SARMIENTO

I . DESPUÉS DEL FUEGO

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PrólogoLuz

La luz fue lo primero que le llamó la atención, lo primero de tan-tas cosas que pasaron ese día. Luego llegó el calor, ese insoportable calor, aquel que sin duda tenía que estar relacionado con la recien-te falta de oscuridad. «¿Qué está pasando?», se preguntó Salvador mientras se revolvía encima de su cama.

Al principio llegó a creer que todo era un sueño, un mal sueño quizás y nada más. Pero el calor se hacía sentir un poco más a cada segundo que pasaba y ya estaba empezando a sudar. Se puso ner-vioso, lo que terminó en más vueltas y vueltas encima de su cama, pero sus ojos seguían cerrados, negados a la más mínima posibili-dad de un cambio en el exterior. Fieles a la certeza de que nada estaba pasando en realidad, que todo era un sueño.

Nunca estaría tan equivocado.

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1Ver el mundo arder

Su mundo entero se había vuelto una absoluta y completa inco-modidad. Sentía el calor como si una hoguera ardiese con todas sus fuerzas a su lado y este no parecía aminorar; una luz le pene-traba los párpados hiriendo sus ojos. En su cabeza, alguien se de-dicaba a echar y echar leña a este fuego y Salvador no entendía por qué. Lo único que deseaba en ese momento era que el calor se detuviese y que alguien apagara esa condenada luz anaranjada que no lo dejaba descansar.

Era un hombre sin rostro, el que cumplía ese rol tan odiado. Su cuerpo era negro o, por lo menos, vestía ese color, y Salvador no lograba entender su afán por seguir alimentando la llama que ardía y lo hacía justo a su lado. Podía ver algo en ese sueño, a tra-vés de sus ojos cerrados y frente a él se dibujaba la silueta de esa persona. «¿Qué te pasa?» exclamó Salvador y lo hizo en su mente, pero el extraño no parecía estar interesado en lo que este tuviese para decir. Él seguía con su tarea y aparentemente eso era lo único que le importaba. Entonces Salvador notó que la luz se interrum-pía de a segundos, pero cada vez que lo hacía volvía con más in-tensidad. El calor nunca aminoraba. Era una constante e insopor-table corriente que de a poco se adueñaba de la temperatura del ambiente y, extrañamente, no era como cualquier otro calor. Era

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aún más fuerte y no parecía propio de una hoguera ordinaria. ¿Pero por qué habría de serlo? Si toda la experiencia era surreal y en ningún momento Salvador dudó de que así fuese. Lo insólito era tal vez su pasividad ante lo que lo rodeaba. Ese afán por no hacer nada sabiendo que lo mejor sería actuar.

Lanzó incontables maldiciones con todas sus fuerzas pero nin-gún sonido escapó de su garganta. Se sentía incómodo pero no era lo fantástico de la situación lo que le molestaba, sino la situación en sí misma. El calor empezó a lamerle la piel y a quemar muy de a poco su cuerpo. Al principio era como una caricia que termina-ría por ser peligrosa hasta un punto inextensible. Él reaccionaba de la manera más esperada y por momentos dejaba de lado su fastidio y se dejaba llevar por ese roce y se alegraba y reía muy por lo bajo. Pero entonces volvía la incandescente luz y Salvador em-pezaba a sudar una vez más y entendía que ese calor era peligroso. El contacto empezaba a dolerle y a incomodarle aún más que an-tes y, antes de que se diera cuenta, había vuelto a su rutina. Girar sobre sí mismo, retorcerse y patalear encima de su cama.

Entre medio de ese sinfín de sombras y luces, que jugaban y se entrelazaban ante sus ojos siempre cerrados, logró ver al hombre frente a él, y en sus rasgos desdibujados pudo distinguir una sonri-sa. Una mueca, una burla y el hombre dejó de lado la hoguera y salió corriendo. El fuego se había salido de control y comenzaba a llevarse consigo todo lo que tenía a su paso. Devoraba y apresaba con sus largos brazos más y más sombras que lo rodeaban y de a poco todo lo que era oscuridad se iba convirtiendo en luz. Los des-tellos se habían detenido, porque ahora era toda una constante de naranja y amarillo. Entonces llegaron los gritos interminables que aunque parecían lejanos perforaban sus oídos y herían porque en ellos podía distinguir el miedo. La desesperación y la impotencia.

Quemaban, porque había una cierta nota de familiaridad que hacía que a Salvador le bajasen escalofríos por la espalda y la más mínima sugerencia de algún peligro, no para él, sino para otros, le

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dolía. Salvador dejó de moverse, cortó todo intento de sentirse cómodo y dio prioridad a aquello que le resultaba insoportable. De un solo movimiento uniforme, llevó las rodillas y las apoyó en su pecho y las palmas de sus manos taparon sus oídos. Comenzó a temblar sin saber por qué. No tenía idea de dónde venían los gri-tos y no llegaba a comprender al fuego y a la luz. Respiró hondo y lo tuvo que hacer varias veces hasta lograr tranquilizarse. Dejó de temblar y por fin pudo destaparse los oídos. Inhaló y exhaló una vez más. Entonces abrió los ojos.

Sus pupilas se dilataron de par en par y la sorpresa fue tal que llevó a su cuerpo a un estado de estupor. Su mente se volvió abso-luta y completamente racional y sus emociones se vieron bloquea-das. Estaba acostado encima de su cama, inmóvil pero a la vez temblaba y miraba al techo. Había perdido su carácter de siempre y hasta se había perdido a sí mismo casi por completo. Ahora no era más que luz y fuego que moviéndose iban consumiendo más y más lo que tenían a su paso. Salvador llegó a dudar de haber abierto los ojos y en su primera impresión confundió lo que veía con más de su sueño. Se incorporó, levantando su cuerpo, y una ola de calor lo golpeó y casi lo derriba. Frente a él, la usual pared que delimitaba su cuarto no era más que un gran muro de fuego, de luz, y solo poco y nada todavía se mantenía de lo que había sido la estructura original.

Siguiendo al calor llegó el humo, una columna gris y negra que se levantaba frente a sus ojos y de a poco empezaba a adueñar-se de todo el aire del ambiente. Salvador empezó a toser, cada vez le costaba más respirar y su garganta se irritó hasta el punto en que casi se ahoga con su propia saliva. Pegó entonces un salto lim-pio y rápido, tan eficiente que se vio sorprendido. Salió de la cama y descalzo como estaba comenzó a sentir el fervor bajo sus pies. Tuvo que ahogar un grito de dolor y apresurarse a calzarse las botas que reposaban al pie de su cama, donde él las había dejado la noche anterior.

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Se encontró a sí mismo rodeado por pilares y muros de fuego por donde mirase. La entropía que representaba la mezcla entre luz, humo y los tantos gritos era desesperante. Examinó lo más que pudo sus alrededores y cuando estuvo a punto de darse por vencido divisó una grieta que dejaba mirar más allá, y lo que se veía era el exterior. Dio un paso atrás y tropezó con algo pero no le dio importancia. Se acomodó y sin pensarlo respiró por lo que él esperaba no fuera la última vez. Entonces se abalanzó hacia delante, dio varios pasos antes de saltar con todo su peso sobre la pequeña abertura que decidiría su destino.

Cuando cayó al suelo, tenía los ojos cerrados y apretaba los párpados con todas sus fuerzas. Por un largo rato, se mantuvo allí tirado, insensible a todo lo que pasaba a su alrededor hasta que empezó a percibir la aspereza de la grava que raspaba sus mejillas y sus brazos. De a poco fue recuperando las sensaciones. Solo pudo disfrutar segundos de silencio gracias a su aturdimiento antes de volver a la realidad. Los gritos volvieron, pero esta vez se mezcla-ban entre ellos formando una masa inentendible que lo hizo en-trar en razón. Abrió los ojos una vez más y el panorama había cambiado. Frente a él, tirado como se encontraba, todo era una confusión. Se veían figuras que corrían para distintas direcciones, fundiéndose entre ellas y con el ambiente. El suelo, las sombras. Las personas y el fuego apenas se distinguían uno de otro. Apoyó las manos contra la indiferente piedra y la usó de sostén para le-vantarse. Irguió su cuerpo y logró pararse para entonces poder tener aunque sea un poco más de perspectiva sobre lo que estaba pasando.

Todavía era de noche y las estrellas y la luna apenas ilumina-ban en comparación con lo que brillaba en la tierra. Salvador giró sobre sí mismo y sin entender observó todo aquello que lo rodea-ba. Un mar de caos frente a sus ojos, incontables colores y los ala-ridos de siempre.

Comenzó a caminar sin saber más qué hacer, y a medida que

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avanzaba tropezó varias veces por culpa de la distancia con todo lo que pasaba frente a él. Vivía ajeno a lo que tantos sufrían, para él la experiencia era distante. Salvador simplemente se movía, sin saber qué dirección tomar, y atravesaba las calles que tantas otras veces había transitado, pero esta vez completamente perdido.

Hubo ciertos momentos en que su mente se vio lúcida otra vez, algunas ocasiones en que lograba escapar del aturdimiento y se concentraba. Hubo un muy efímero instante en que recuperó la claridad y sus oídos distinguieron un grito entre tantos. Al escu-charlo volvió a temblar. El grito cesó por unos segundos y Salva-dor pensó lo peor. Entonces lo volvió a escuchar y sus esperanzas regresaron. Acto seguido comenzó a correr hacia donde venía el sonido, desesperado y sin pensar en nada más.

Se topó con tantos otros que corrían al igual que él pero pro-bablemente intentaban escapar. Hizo caso omiso a sus presencias. Aligeró todavía más su paso y volvió a escuchar el alarido. Por unos segundos frenó su tan acelerado correr y tuvo frente a él un edificio en llamas, como todos los demás, pero en este podía ver hacia dentro. Allí había una mujer, no sabía quién porque a la distancia y frente a tal juego de luces no llegaba a distinguirle el rostro. Giró la cabeza para un lado y para el otro en búsqueda de alguien más que pudiera ayudarla, pero no encontró a nadie. Sal-vador estaba solo y no había nadie que los ojos le permitiesen ver. Podía escuchar su respiración pero, por sobre todas las cosas, la respiración de la mujer y su desesperación, que era tan parecida a todas las demás y, en ese momento, le pareció poco importante. Después trataría de situar la casa, la mujer en su memoria, pero nunca se acordaría de quién había sido. Porque en ese momento volvió a escuchar el grito ese grito, que lo esperaba y lo llamaba y le perforaba el oído, y su cuerpo ni siquiera lo dudó. Comenzó a moverse y la mujer encerrada en esa cárcel de fuego se perdió de su vista a medida que avanzaba. Ahora lo único que sentía era el viento contra sus oídos y el silbido que este producía. No pensaba

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en el calor, ni en los demás gritos, ni siquiera en la imagen de esa mujer desesperada, a quien deliberadamente había dejado morir. En ese momento no le importaba, pero después se daría cuenta de que podría haber intentado salvarla y, quizás, habría podido. Pero eso significaría arriesgarse a perderla a Ella, que tanto lo llamaba a la distancia y que sufría y no podía permitir que sufriese. El tiempo pasó y llegó un momento en que no sintió nada y su cuer-po se volvió inmune a todo lo externo. Siguió corriendo.

Salvador giró en una esquina y se detuvo frente a un edificio tan en llamas como cualquier otro. Pero para él era especial y de allí venía el aullido que tanto lo lastimaba. Dudó por unos segun-dos; luego se odiaría a sí mismo por haberlo hecho. Sus ojos mira-ban directamente a una construcción inaccesible, rodeada y con-sumida por el fuego y el calor. Columnas de humo escapaban por sus ventanas y la estructura de a poco iba cediendo y se mostraba de tantas maneras, impredecible.

Apenas la vio, Salvador supo que si entraba era muy difícil que volviese a salir con vida. El miedo, como una insistente voz que le murmuraba al oído, no paraba de aconsejarle que saliera de allí. Que diese media vuelta y corriese y que nunca más mirara hacia atrás. Era una llamada tan atractiva, una melodía que lo invitaba a vivir y que no dejaba de decirle que lo mejor sería irse y nunca volver. Dio un paso hacia atrás, convencido de que eso era lo único que podía hacer. «Es imposible», se dijo incontables ve-ces, pero solamente estaba repitiendo palabras que le habían sido susurradas. Por un momento quiso desobedecer e intentó volver hacia delante, pero entonces el miedo empezó a tomar posesión de su cuerpo y le paralizó las piernas. Ensayó moverlas a su voluntad, pero estaban atadas entre sí por cuerdas invisibles que, al menor esfuerzo, más aún se ajustaban y dolían, más aún obligaban a re-troceder.

No fue su intención darse vuelta, pero lo hizo, y dejó a su es-palda el gran edificio y observó el pueblo entero frente a él cayén-

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dose a pedazos. Quería escapar y estuvo a punto de hacerlo, pero entonces escuchó una vez más ese grito de dolor que hizo que se contrajesen todos sus músculos, uno a uno y todos al mismo tiempo. Cada fibra de su ser intentó evitarlo y, aun así, empezó a correr pero esta vez se movió hacia la casa. Atravesó el umbral de una puerta que ya no estaba allí y tuvo que taparse boca y nariz con el cuello de la camisa para poder respirar. El humo lo cubría todo y el calor hacía que le ardiese hasta el último jirón de su piel. Escuchaba el crepitar del fuego en todas direcciones, se sintió flanqueado por este coro que nunca cesaba. Pero nada de eso im-portó, porque él siguió a ciegas ese sonido de dolor que lo llama-ba y obligaba a encontrarlo. Atravesó varias habitaciones con la suerte de nunca golpearse con las tantas vigas y columnas que se derrumbaban allí adentro y llegó a la escalera. Una vez más escu-chó el grito y entonces supo que venía de arriba. A duras penas trepó los escalones, sirviéndose de sus manos para no caer al vacío y tuvo que saltear varias tablas faltantes, ya alimento del insacia-ble fuego.

Cuando llegó al segundo piso, frente a él y a donde debería haber habido una pared, solo quedaba la estructura básica que conformaba el soporte de lo que antes había sido un muro. Se detuvo un segundo y admiró la vista tan extendida que tenía fren-te a sus ojos. Su cuerpo se estremeció al ver que el incendio abar-caba a todo Criandgar, su pueblo. El fuego, tanto delante de él como a sus espaldas, lo cubría enteramente y lo devoraba sin pie-dad. Brillaba como luces que parecían nunca apagarse y lo hacía con muchísima fuerza; a cada segundo que pasaba, parecía que se dispersaba más y más. Su mente no llegaba a entender la situación en su totalidad, solo se concentraba en la tarea que para ese mo-mento era primordial. Pero eso no quería decir que el espectáculo no resultase hipnótico y lo sedujera a quedarse allí para siempre, observando.

El siguiente alarido fue el peor de todos los que escuchó. Pero

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también fue el último en retumbar en su cabeza, y Salvador toda-vía no lo sabía, así que se concentró en ubicar su procedencia. Volvió su cabeza y miró en todas las direcciones pero el grito pa-recía venir de la nada misma. Resonó por todo el lugar, apoyándo-se en lo poco que todavía seguía en pie y llegó a sus oídos como un murmullo casi fantasmal, etéreo.

El fuego lo acorralaba cada vez más. El humo penetraba sus pulmones y lo quemaba por dentro y el calor le nublaba el pensa-miento. Sentía un grado de sofocación que nunca antes había su-frido y se dio cuenta de que no le quedaba demasiado tiempo. Tendría que actuar rápido o quedarse allí y dejarse llevar por el incendio y volverse parte de él. Se vio débil y desprotegido pero nada de eso importaba. Porque él tenía alguien a quien salvar y no se iría de allí sin Ella. No importaba cuánto dolor sintiera. No importaba si no podía respirar, tampoco le interesaba el calor. Es-peró, porque era lo único que podía hacer, pero el pedido de auxi-lio nunca llegó.

Tuvo que actuar, porque bien sabía que ella podía haberse desmayado por culpa de las cenizas, el humo y el calor, que since-ramente pocos podían soportar sin intoxicarse. Frente a él había una línea de fuego que se originaba en una de las paredes y se había extendido hasta casi rozar sus botas. Salvador no le dio im-portancia alguna y simplemente la saltó, aunque esto le significó un dolor agudo que le trepó por el pie y la pantorrilla. Su pantalón se vio contagiado y se apresuró a apagarlo, pegándole manotazos con todas sus fuerzas. Comenzó a buscar, se movió en todas las direcciones que el incendio le permitía, esquivando maderas, es-combros y fuego. Empezó a sentir la falta de oxígeno a medida que se alejaba del muro faltante y se encerraba entre las paredes. Apuró su paso lo más que pudo, hasta que vio la figura de una chica, a pocos pasos de donde se encontraba. Sus sentidos empeza-ron a fallarle. El calor y el humo lo llevaron a un estado de confu-sión y empezó a perder las distintas referencias. Ya no sabía qué

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era arriba. No comprendía qué tenía delante ni qué había detrás y mucho menos qué era lo que había debajo de sus pies.

Intentó llegar hasta Ella, que lo esperaba, pero el calor era de-masiado y apenas lograba mantenerse en pie. Pisó una tabla suelta y sintió cómo esta cedía bajo su peso y con ella pudo escuchar cómo se desmoronaba toda la estructura que sostenía el suelo bajo sus pies.

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